Capítulo 4

El gran treinta

Cuando Sonny Lester y yo salimos del apartamento donde vivía Wanda Sessums, el barrio estaba vivo y activo. Habían terminado las clases en la escuela y los camellos y sus clientes se habían despertado. Los aparcamientos, patios y parterres quemados entre los edificios de apartamentos se estaban llenando de niños y adultos. El mercadeo de la droga en el barrio se hacía desde el vehículo, con una preparación elaborada que implicaba vigilancias y camellos de todas las edades que dirigían a los compradores a través de un laberinto de calles hasta un lugar de venta que cambiaba de manera constante durante el día. Los planificadores del Gobierno que diseñaron y construyeron el barrio no tenían ni idea de que estaban creando un entorno perfecto para el cáncer que de un modo u otro destruiría a la mayoría de sus habitantes.

Yo sabía todo eso porque había acompañado a brigadas de narcóticos del South Bureau en más de una ocasión para escribir mis actualizaciones semestrales sobre la guerra local contra la droga.

Al cruzar un parterre y aproximarnos al vehículo de empresa de Lester caminamos con la cabeza baja, con aire de ocuparnos únicamente de nuestros asuntos. Solo queríamos salir de allí. Hasta que casi habíamos llegado al coche no me fijé en el hombre joven que estaba apoyado en la puerta del conductor. Llevaba unas botas de trabajo desatadas, tejanos caídos que dejaban a la vista la mitad de sus calzoncillos bóxer azules y una camiseta blanca impoluta que casi brillaba al sol. Era el uniforme de la banda que imperaba en el barrio: los Crips.

– ¿Cómo va? -dijo el joven.

– Bien -dijo Lester-,volviendo al curro.

– ¿Sois de la pasma?

Lester rio como si fuera el mejor chiste que había oído en una semana.

– No, tío, somos del periódico.

Lester puso la cámara en el maletero sin inmutarse y luego rodeó el coche hasta la puerta donde estaba apoyado el joven. Este no se movió.

– Hemos de irnos, hermano. ¿Me dejas pasar?

Yo estaba al otro lado del coche, junto a mi puerta. Sentí que se me hacía un nudo en el estómago. Si iba a haber problemas, iba a ser ya. Vi a otros con el mismo uniforme de la banda en el lado en sombra del aparcamiento, listos para participar si los necesitaban. No me cabía duda de que todos llevaban armas o las tenían escondidas cerca.

El joven apoyado en nuestro coche no se movió. Cruzó los brazos y miró a Lester.

– ¿De qué estabas hablando con Ma arriba, hermano?

– De Alonzo Winslow -dije desde mi lado-. No creemos que matara a nadie y vamos a investigarlo.

El joven se apartó del coche para poder mirarme.

– ¿En serio?

Asentí.

– Estamos trabajando. Acabamos de empezar y por eso hemos venido a hablar con la señora Sessums.

– Entonces os ha hablado del impuesto.

– ¿Qué impuesto?

– Sí, ella paga un impuesto. Todos los que trabajan por aquí pagan un impuesto.

– ¿Ah sí?

– El impuesto de la calle, tío. Mira, cualquier tío de un periódico que venga aquí a hablar del empanado de Zo ha de pagar un impuesto de calle. Yo te lo puedo cobrar ahora.

Asentí.

– ¿Cuánto?

– Hoy son cincuenta dólares.

Lo pasaría a gastos y ya vería si Dorothy Fowler se ponía hecha una furia. Metí la mano en el bolsillo y saqué el dinero. Llevaba cincuenta y tres dólares y enseguida saqué dos de veinte y uno de diez.

– Toma -dije.

Caminé hacia la parte de atrás del coche y el joven se apartó de la puerta del conductor. Al pagarle, Lester entró y puso el coche en marcha.

– Hemos de irnos -dije al entregarle el dinero.

– Sí. Si vuelves el impuesto será el doble, gacetillero.

– Está bien. -Debería haberlo dejado ahí, pero no podía irme sin hacerle la pregunta obvia-. ¿No te importa que esté trabajando para sacar a Zo?

El joven levantó la mano y se frotó la mandíbula como si se lo estuviera pensando en serio.

Vi las letras PUTA tatuadas en los nudillos. Mi mirada fue a su otra mano, que colgaba a un costado. Vi POLI tatuado en los otros nudillos y obtuve la respuesta: puta poli. Con un sentimiento así expresado en las manos, no era de extrañar que extorsionara a aquellos que trataban de ayudar a un compañero de la banda. Allí cada uno iba a lo suyo.

El chico rio y se alejó sin responder. Lo que quería era que le viera las manos.

Me metí en el coche y Lester salió marcha atrás. Me volví y vi al joven que acababa de extorsionarnos cincuenta dólares haciendo el paso de los Crips. Se agachó y usó los billetes que acababa de darle para fingir que se limpiaba los zapatos, se enderezó e hizo el movimiento talón-punta, talón-punta que los Crips consideraban suyo. Sus compañeros pandilleros lo jalearon cuando se acercó a ellos.

No sentí que se me pasaba la tensión en el cuello hasta que llegamos a la 110 y nos dirigimos al norte. Entonces me olvidé de los cincuenta dólares y empecé a sentirme mejor al revisar lo que se había logrado en el viaje: Wanda Sessums había accedido a cooperar plenamente en la investigación del caso Denise Babbit-Alonzo Winslow. Saqué el móvil y llamé al abogado de oficio de Winslow, Jacob Meyer. Le dije que, como tutora del acusado, Sessums me estaba concediendo un acceso total a los documentos y pruebas relacionados con el caso. Meyer, aunque de mala gana, aceptó reunirse conmigo a la mañana siguiente entre vistas en el tribunal de menores del centro. En realidad no tenía alternativa. Le había dicho a Wanda que si Meyer no cooperaba, habría un montón de abogados privados que aceptarían defenderlo gratis una vez que supieran que habría titulares de prensa. La elección de Meyer estaba entre trabajar conmigo y conseguir un poco de atención de los medios o renunciar al caso.

Wanda Sessums también había accedido a llevarme al Sylmar Juvenile Hall para que pudiera entrevistar a su nieto. Mi plan consistía en usar el sumario del abogado de oficio para familiarizarme con la causa antes de hablar con Winslow. Sería la entrevista clave del artículo que iba a escribir. Quería saber todo lo que hubiera que saber antes de hablar con él.

En total había sido un buen viaje, al margen del arancel de cincuenta dólares. Ya estaba pensando en cómo iba a presentar el plan a Prendergast cuando Lester interrumpió mis pensamientos.

– Sé lo que estás haciendo -dijo.

– ¿Qué estoy haciendo?

– Puede que esa lavandera fuera demasiado tonta y que el abogado estuviera demasiado preocupado por los titulares para verlo, pero yo no.

– ¿De qué estás hablando?

– Llegas como el príncipe blanco que va a demostrar que el chico es inocente y lo va a liberar. Pero estás haciendo justo lo contrario, tío. Vas a usarlos para acceder al caso y sacar todos los detalles jugosos; luego escribirás un artículo sobre cómo un chico de dieciséis años se convierte en un asesino a sangre fría. Joder, poner en libertad a un hombre inocente es un tópico periodístico hoy en día, pero ¿meterte en la mente de un joven asesino de esta manera? Contar cómo la sociedad deja que ocurran estas cosas. Eso es territorio Pulitzer, hermano.

Al principio no dije nada. Lester me había dejado helado. Preparé una defensa y respondí.

– Lo único que le he prometido es que investigaría el caso. Nada más.

– Claro, claro. La estás usando porque es demasiado ignorante para saberlo. El chico probablemente sea igual de estúpido. Y todos sabemos que el abogado cambiará al cliente por los titulares. De verdad crees que vas a llevarte el premio gordo con este, ¿eh?

Negué con la cabeza y no respondí. Noté que me ruborizaba y me volví a mirar por la ventana.

– Eh, pero no pasa nada -dijo Lester.

Me volví a mirarlo e interpreté la expresión de su cara.

– ¿Qué quieres, Sonny?

– Una parte, nada más. Trabajamos en equipo. Voy contigo a Sylmar y al tribunal y hago el trabajo fotográfico. Tú presentas una solicitud de fotógrafo y pones mi nombre. De todos modos el paquete queda mejor, sobre todo para presentarlo.

Se refería a presentarlo al Pulitzer y otros premios.

– Mira -dije-, ni siquiera he hablado con mi redactor de esto. Te estás adelantando. Ni siquiera sé si…

– Les encantará y lo sabes. Van a darte libertad para que lo trabajes y puede que me liberen a mí también. ¿Quién sabe?, a lo mejor los dos ganamos un premio. No pueden echarte si llegas a casa con un Pulitzer.

– Estás hablando de la última posibilidad, Sonny. Estás loco. Además, a mí ya me han echado. Tengo doce días y luego me importará una mierda el Pulitzer porque ya no estaré.

Vi que sus ojos registraban sorpresa por mi despido. Luego asintió como si computara esa nueva información en el escenario que estaba desarrollando.

– Entonces es el adiós definitivo -dijo-. Ya lo pillo: los dejas con un artículo tan bueno que tendrán que llevarlo a concursos aunque tú ya te hayas ido, y que les den.

No respondí. No había pensado que fuera tan fácil de interpretar. Me volví hacia la ventana. Allí la autopista estaba elevada y vi los edificios que se apilaban unos contra otros. Muchos tenían lonas impermeabilizadas sobre los techos viejos y con goteras. Cuanto más al sur de la ciudad te dirigías, más lonas de ese tipo veías.

– De todos modos quiero participar -dijo Lester.


Una vez garantizado el acceso completo a Alonzo Winslow y su caso, estaba preparado para discutir el artículo con mi redactor. Con eso me refería a decir oficialmente que estaba trabajando en ello para que mi SL pudiera ponerlo en su previsión a medio plazo. Cuando volví a la redacción, fui directamente a la Balsa y encontré a Prendergast en su mesa. Estaba muy ocupado escribiendo en el ordenador.

– Prendo, ¿tienes un momento?

No levantó la mirada.

– Ahora mismo no, Jack. Estoy ocupado preparando la previsión para las cuatro. ¿Tienes algo para mañana además del artículo de Angela?

– No, quería hablarte de algo a más largo plazo.

Dejó de teclear y levantó la mirada hacia mí. Me di cuenta de que estaba perplejo. ¿De qué largo plazo podía hablar alguien que iba a marcharse en doce días?

– No tan largo plazo. Podemos hablar más tarde o mañana. ¿Angela ha entregado el artículo?

– Todavía no. Creo que estaba esperando que lo leyeras tú. ¿Puedes ponerte ahora? Quiero colgarlo en la web en cuanto lo tengamos.

– Enseguida.

– Vale, Jack. Hablaremos más tarde, o mándame un mail rápido.

Me volví y barrí la redacción con la mirada. Era grande como un campo de fútbol. No sabía dónde estaba el cubículo de Angela, pero sabía que estaría cerca. Cuanto más nuevo eras, más cerca de la Balsa te tenían. Los rincones de la redacción eran para los veteranos que supuestamente necesitaban menos supervisión. El lado sur se llamaba Baja Metro y estaba habitado por periodistas veteranos que todavía producían. El lado norte era el Trastero, donde se situaban los periodistas que hacían poco periodismo y que escribían todavía menos. Algunos de ellos gozaban de posiciones sacrosantas en virtud de conexiones políticas o premios Pulitzer, y otros simplemente tenían una sorprendente habilidad para pasar desapercibidos y escapar de la atención de los redactores que distribuían trabajo o de quienes hacían los recortes corporativos.

Por encima de la mampara de uno de los cubículos más próximos vi el pelo rubio de Angela. Me acerqué.

– ¿Cómo va? -Dio un respingo-. Lo siento. No quería asustarte.

– No pasa nada. Estaba absorta leyendo esto. -Señaló el ordenador.

– ¿Es el artículo?

Se puso colorada. Me di cuenta de que se había recogido el pelo en la nuca y había metido un lápiz en el nudo. Le daba un aspecto aún más sexy de lo habitual.

– No, en realidad no, es de Archivos. Es el artículo sobre ti y ese asesino al que llamaban «el Poeta». Pone los pelos de punta.

Examiné la pantalla más de cerca. Había sacado de los archivos un artículo de hacía doce años, de cuando trabajaba en el Rocky Mountain News y competí con el Times en un reportaje sobre un caso que se había extendido desde Denver a la Costa Este y luego había vuelto a Los Ángeles. Era la historia más formidable que había descubierto. Había sido la cima de mi vida periodística; no, más que eso, había sido la cima de toda mi vida, y no me gustaba que me recordaran que ya hacía mucho tiempo que había cruzado ese punto.

– Sí, fue bastante espeluznante. ¿Has terminado con tu artículo de hoy?

– ¿Qué le pasó a esa detective del FBI con la que trabajaste, Rachel Walling? Otro de los artículos dice que la sancionaron por saltarse normas éticas contigo.

– Sigue por aquí. En Los Ángeles, de hecho. ¿Podemos ver el artículo de hoy? Prendo quiere que lo entreguemos para ponerlo en la web.

– Claro. Lo tengo escrito. Estaba esperando a que lo vieras antes de entregarlo.

– Voy a buscar una silla.

Cogí una de un cubículo vacío. Angela me hizo sitio a su lado y leí el artículo de trescientas palabras que había escrito. La previsión de maquetación le había reservado doscientas cincuenta, lo cual significaba que terminaría reducido a doscientas, aunque siempre podías extenderte más para la edición digital, porque allí no había restricciones de espacio. Cualquier periodista que se preciara tendía de manera natural a pasarse de la previsión. El ego dictaba que tu artículo y tu capacidad de escribir iría ascendiendo por la escala de redactores que lo leerían y se irían dando cuenta de que, al margen de para qué edición lo hubieras escrito, era tan bueno que no merecía ningún recorte.

La primera corrección que hice yo fue para quitar mi nombre de la firma.

– ¿Por qué, Jack? -protestó Angela-. Lo hemos investigado juntos.

– Sí, pero tú lo has escrito. Tú lo firmas.

Se estiró sobre el teclado y puso su mano sobre mi mano derecha.

– Por favor, quiero tener una firma contigo. Significaría mucho para mí.

La miré con escepticismo.

– Angela, esto es una columna de treinta centímetros que probablemente van a reducir a veinte y van a enterrar en el interior. Es solo otra noticia de asesinato y no necesita dos firmas.

– Pero es mi primer artículo en el Times y quiero que lleve tu nombre.

Todavía tenía su mano sobre la mía. Me encogí de hombros y asentí.

– Como quieras.

Me soltó y yo volví a escribir mi nombre en la firma. Entonces se estiró y me sostuvo la mano una vez más.

– ¿Es esta la que te hirieron?

– Eh…

– ¿Me dejas verla?

Giré la mano, exponiendo la cicatriz en forma de estrella que tenía entre el pulgar y el índice. Era el lugar por donde había pasado la bala antes de impactar en la cara del asesino al que llamaban «el Poeta».

– He visto que no usas el pulgar cuando escribes -dijo.

– La bala me seccionó un tendón y me operaron para volver a unirlo, pero el pulgar no ha vuelto a funcionar bien.

– ¿Qué se siente?

– Normal. Lo que pasa es que no hace lo que yo quiero que haga.

Se rio educadamente.

– ¿Qué?

– Me refiero a qué se siente al matar a alguien así.

La conversación se estaba poniendo extraña. ¿Cuál era la fascinación que tenía esa mujer, esa chica, con el homicidio?

– La verdad es que no me gusta hablar de eso, Angela. Fue hace mucho tiempo y exactamente yo no maté al tipo; más bien se disparó él. Creo que quería morir. Él disparó el arma.

– Me encantan las historias de asesinos en serie, pero nunca había oído hablar del Poeta hasta que alguien lo ha mencionado hoy a la hora de comer y lo he buscado en Google. Voy a conseguir el libro que escribiste. He oído que fue un bestseller.

– Buena suerte. Fue un bestseller hace diez años. Lleva al menos cinco años descatalogado.

Me di cuenta de que si había oído hablar del libro a la hora de comer significaba que la gente había estado hablando de mí. Hablando del antiguo autor de éxito y ahora periodista de sucesos con un sueldo demasiado elevado al que habían despedido.

– Bueno, apuesto a que puedes prestarme un ejemplar -dijo Angela.

Hizo un mohín. La estudié un buen rato antes de responder. En ese momento supe que Angela Cook era una especie de fanática de la muerte. Quería escribir historias de crímenes porque quería conocer los detalles que no salían en los artículos ni en las noticias de la tele. A los polis les iba a encantar, y no solo porque era despampanante. Los lisonjearía mientras ellos hacían sus descripciones adustas y descarnadas de las escenas del crimen en las que trabajaban. Tomarían su adoración por los detalles oscuros por adoración por ellos.

– Veré si puedo encontrar un ejemplar en casa esta noche. Vamos a volver a este artículo y lo entregamos. Prendo querrá tenerlo en la cesta en cuanto salga de la reunión de las cuatro.

– Vale, Jack.

Levantó las manos en ademán de fingida rendición. Volví a la noticia y revisé el resto en diez minutos, haciendo un solo cambio. Angela había localizado al hijo de la mujer de avanzada edad a la que habían violado y matado a cuchilladas en 1989. Estaba agradecido de que la policía no se hubiera resignado con el caso y así lo dijo. Trasladé su cita sinceramente laudatoria al tercio superior del artículo.

– Voy a mover esto arriba para que no lo corten en edición -expliqué-. Una cita así hará que sumes puntos con los detectives. Viven por esa clase de reconocimiento de la opinión pública y no suelen conseguirlo. Poner esto en la parte superior empezará a construir la confianza de la que te he hablado.

– De acuerdo.

A continuación hice una adición final, escribiendo 30 al pie del texto.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Angela-. Lo he visto en otros artículos en la bandeja de la mesa de Local.

– Es solo una costumbre de la vieja escuela. Cuando entré en el periodismo se escribía eso al final de los artículos. Es un código: creo que incluso es un resto de los días del telégrafo. Solo significa «fin de la noticia». Ya no es necesario, pero…

– Oh, Dios, por eso a la lista de los despedidos la llaman la «lista de los treinta».

La miré y asentí, sorprendido de que no supiera ya lo que le estaba contando.

– Exacto. Y es algo que siempre usaba, y como mi firma está en el artículo…

– Claro, Jack, está bien. Creo que es fantástico. A lo mejor empiezo a hacerlo.

– Continúa la tradición, Angela. -Sonreí y me levanté-. ¿Crees que estás lista para hacer mañana la ronda matinal por el Parker Center?

Torció el gesto.

– ¿Quieres decir sin ti?

– Sí, yo estaré liado en el tribunal con algo en lo que estoy trabajando. Pero probablemente volveré aquí antes de comer. ¿Crees que puedes ocuparte?

– Si a ti te lo parece… ¿En qué estás trabajando?

Le hablé brevemente de mi visita a Rodia Gardens y del rumbo que estaba siguiendo. Luego la tranquilicé diciéndole que no tendría problema en ir al Parker Center por su cuenta después de un día de formación conmigo.

– Te irá bien. Y con ese artículo en el periódico mañana, tendrás tantos amigos allí que no sabrás qué hacer con ellos.

– Si tú lo dices.

– Ya verás. Llámame al móvil si necesitas algo.

A continuación señalé el artículo abierto en la pantalla del ordenador, cerré el puño y lo golpeé suavemente en su mesa.

– Duro con ellos -dije.

Era una frase de Todos los hombres del presidente, una de las historias de periodismo más grandes jamás contadas, e inmediatamente me di cuenta de que no la había reconocido. «En fin -pensé-, está la vieja escuela y la nueva.»

Me dirigí de nuevo a mi cubículo y vi que la luz de mensajes de mi móvil destellaba con una frecuencia rápida, lo cual significaba que tenía múltiples mensajes. Enseguida dejé de lado el extraño pero intrigante encuentro con Angela Cook y cogí el teléfono.

El primer mensaje era de Jacob Meyer. Decía que le habían asignado un nuevo caso con una vista preliminar fijada para el día siguiente, lo que significaba que tendríamos que posponer la cita media hora, hasta las nueve y media de la mañana. Ya me iba bien. Me daba más tiempo para dormir o para preparar la entrevista.

El segundo mensaje lo dejó una voz del pasado. Van Jackson, quince años antes, era un periodista novato al que yo formé en Sucesos en el Rocky Mountain News. Había ido ascendiendo hasta el puesto de redactor de Local antes de que el periódico cerrara sus puertas unos meses antes. Ese fue el final de una publicación de 150 años en Colorado y el mayor signo hasta la fecha del derrumbe económico del sector de la prensa escrita. Jackson todavía no había encontrado empleo en el negocio al que había dedicado su vida profesional.

«Jack, soy Van. Me he enterado de la noticia. Qué bajón, tío. Lo siento mucho. Hazme una llamada y podremos compadecernos. Todavía estoy aquí en Denver de freelance y buscando trabajo.»

Hubo un largo silencio; supongo que Jackson estaba buscando palabras que me prepararan para lo que me esperaba.

«He de decirte la verdad, tío: no hay nada de nada. Estaba a punto de empezar a vender coches, pero los concesionarios están igual de mal. De todas formas, dame un toque. Quizá podamos cuidarnos el uno al otro, compartir consejos o algo.»

Reproduje otra vez el mensaje y luego lo borré. Me tomaría mi tiempo para devolverle la llamada a Jackson. No quería deprimirme todavía más. Estaba firmando el gran treinta, pero todavía tenía opciones. Quería mantener el impulso. Tenía una novela que escribir.


Jacob Meyer llegó tarde a nuestra reunión del martes por la mañana. Durante casi media hora estuve sentado en la sala de espera de la Oficina del Defensor Público rodeado por clientes de la agencia financiada por el Estado, gente demasiado pobre para costearse su propia defensa legal y confiar en que el Gobierno que los acusaba también los defendiera. Estaba escrito en los derechos garantizados constitucionalmente -«si no puede permitirse un abogado, se le asignará uno de oficio»-, pero esto siempre me había parecido una contradicción: como si se tratara de un gran montaje en el que el Gobierno controlaba tanto la oferta como la demanda.

Meyer era un hombre joven y supuse que no haría más de cinco años que había salido de la facultad de Derecho. Sin embargo, ahí estaba, defendiendo a un chico -o a un chaval- acusado de homicidio. Volvió del tribunal cargado con un maletín de piel que de tan abultado era demasiado incómodo y pesado para llevarlo por el asa y se lo había puesto bajo el brazo. Preguntó al recepcionista si tenía mensajes y este me señaló. Se cambió el pesado maletín al brazo izquierdo y me tendió la mano. Se la estreché y me presenté.

– Pase -dijo-. No tengo mucho tiempo.

– Está bien. No voy a robarle mucho en esta ocasión.

Tuvimos que ir en fila india por el pasillo, estrechado por toda una hilera de archivadores pegados a la pared derecha. Seguro de que eso constituía una infracción de la legislación de seguridad contra incendios. Era la clase de detalle que normalmente me guardaba para un día flojo; «la Oficina del Defensor Público». Pero ya no me preocupaban los titulares ni los artículos para los días de pocas noticias. Tenía un último artículo que escribir y eso era todo.

– Aquí -dijo Meyer.

Lo seguí a una oficina compartida, un cuarto de seis por tres y medio con escritorios en cada esquina y mamparas entre ellos.

– Hogar dulce hogar -dijo-. Traiga una de esas sillas.

Había otro abogado sentado en el escritorio situado en diagonal al de Meyer. Acerqué la silla de la mesa de al lado y nos sentamos.

– Alonzo Winslow -dijo Meyer-. Su abuela es una mujer interesante, ¿no?

– Sobre todo en su propio entorno.

– ¿Le ha contado lo orgullosa que está de tener un abogado judío?

– Sí, la verdad es que sí.

– Resulta que soy irlandés, pero no quería estropeárselo. ¿Qué quiere hacer por Alonzo?

Saqué del bolsillo una micrograbadora y la encendí. Era del tamaño de un mechero. Me acerqué y la coloqué en el escritorio entre nosotros.

– ¿Le importa si grabo esto?

– No. Yo también quiero que se grabe.

– Bueno, como le he dicho por teléfono, la abuela de Zo está convencida de que la policía se ha equivocado. Le dije que lo estudiaría, porque yo escribí el artículo en el que la policía lo acusaba. La señora Sessums, que es la tutora legal de Zo, me ha dado acceso pleno a él y a este caso.

– Puede que sea su tutora legal, tendría que comprobarlo, pero que le garantice acceso al caso no significa nada en términos legales, y por lo tanto no significa nada para mí. Lo entiende, ¿verdad?

Eso no era lo que había dicho por teléfono cuando le puse con Wanda Sessums. Estaba a punto de echarle en cara eso y su promesa de cooperación cuando vi que lanzaba una mirada rápida sobre su hombro y me di cuenta de que podría estar hablando así por el otro abogado de la sala.

– Claro -dije-. Y sé que tiene reglas en relación a lo que puede decirme.

– Siempre que comprendamos eso, puedo intentar trabajar con usted. Puedo responder sus preguntas hasta cierto punto, pero en este momento del caso no tengo libertad para entregarle el archivo de divulgación de pruebas.

Al decir esto giró en su asiento para comprobar que el otro abogado todavía estaba de espaldas y me pasó rápidamente una memoria USB.

– Tendrá que conseguir esa clase de cosas del fiscal o de la policía -añadió.

– ¿Quién es el fiscal asignado al caso?

– Bueno, ha de ser Rosa Fernández, pero ella se ocupa de casos de menores. Están diciendo que quieren juzgar a este chico como adulto, y eso supondría un cambio de fiscal.

– ¿Va a oponerse a que lo saquen del tribunal de menores?

– Por supuesto. Mi cliente tiene dieciséis años y no ha ido a la escuela con regularidad desde que tenía diez o doce. No solo no es adulto según ningún criterio legal, sino que su capacidad y agudeza mental ni siquiera corresponden a las de un chico de dieciséis años.

– Pero la policía dice que este crimen tiene un alto grado de sofisticación y un componente sexual. La víctima fue violada y sodomizada con objetos extraños. Torturada.

– Está suponiendo que mi cliente cometió el crimen.

– La policía dijo que confesó.

Meyer señaló la memoria USB que yo tenía en la mano.

– Exactamente -asintió-. La policía dijo que confesó. Yo tengo dos cosas que objetar al respecto. Según mi experiencia, si pones a un chico de dieciséis años en un armario durante nueve horas, no lo alimentas ni lo hidratas como es debido, le mientes sobre pruebas que no existen y no lo dejas hablar con nadie (ni abuela, ni abogado; nadie), finalmente te dará lo que quieras si cree que eso finalmente lo sacará del armario. Y en segundo lugar, lo importante es qué es lo que confesó exactamente. El punto de vista de la policía es, desde luego, diferente del mío en eso.

Lo miré un momento. La conversación era intrigante, pero demasiado críptica. Necesitaba llevar a Meyer a un lugar donde pudiéramos hablar con libertad.

– ¿Quiere tomar una taza de café?

– No, no tengo tiempo. Y como he dicho, no puedo entrar en los detalles del caso. Aquí tenemos nuestras reglas y estamos tratando con un menor, a pesar de los esfuerzos del Estado en sentido contrario. E irónicamente, la misma oficina del fiscal del distrito que quiere acusar a este chico como adulto se nos echaría encima a mí o a mi jefe si le diera a usted cualquier documento de un caso relacionado con un menor. Esto todavía no es un tribunal de adultos, así que las reglas diseñadas para proteger a un menor siguen en pie. Pero estoy seguro de que tiene fuentes en el departamento de policía que pueden darle lo que necesita.

– Sí.

– Bien. Entonces, si quiere una declaración mía, le diré que creo que mi cliente (y, por cierto, no tengo libertad para identificarlo por su nombre) es casi tan víctima aquí como Denise Babbit. Es cierto que ella es la víctima definitiva, porque perdió la vida de una manera horrible. Pero a mi cliente lo han privado de libertad y no es culpable de este crimen. Podré probarlo en cuanto lleguemos al tribunal; no importa si es de adultos o de menores. Defenderé vigorosamente a mi cliente, porque no es culpable de este crimen.

Había sido una declaración pronunciada con esmero y que no era menos de lo que esperaba. Pero aun así me dio que pensar. Meyer estaba traspasando ciertos límites al darme la memoria USB y tenía que preguntarme por qué. No le conocía, nunca había escrito un artículo que lo mencionara y no existía la confianza que se construye entre periodista y fuente cuando se escriben y se publican noticias. Así pues, si Meyer no estaba traspasando el límite por mí, ¿por quién lo estaba haciendo? ¿Por Alonzo Winslow? ¿Ese defensor público con el maletín a reventar con causas de clientes culpables podía creer de verdad su declaración? ¿De verdad creía que Alonzo era una víctima, que realmente era inocente?

Caí en la cuenta de que estaba perdiendo el tiempo. Tenía que volver a la redacción y ver qué había en la memoria USB. En la información digital que se escondía en mi mano encontraría mi rumbo.

Me incliné y apagué la grabadora.

– Gracias por su ayuda.

Lo dije sarcásticamente teniendo en cuenta al otro abogado de la sala. Saludé con la cabeza y guiñé un ojo a Meyer antes de salir.


En cuanto llegué a la redacción fui a mi cubículo sin pasar por la Balsa ni ver a Angela Cook. Conecté la memoria USB en la ranura de mi portátil y examiné el contenido: tres archivos. Estaban etiquetados RESUMEN.DOC, DETENCIÓN.DOC, y CONFESIÓN.DOC. El tercer documento era el más pesado con diferencia. Lo abrí y descubrí que la transcripción de la confesión de Alonzo Winslow tenía 928 páginas. Lo cerré, guardándolo para el final. Sospechaba que puesto que se llamaba «confesión» y no «interrogatorio» había sido un archivo transmitido a Meyer por la fiscalía. En un mundo digital ya no me sorprendía que la transcripción de nueve horas de un interrogatorio a un sospechoso de asesinato se transmitiera de la policía a la fiscalía y de la fiscalía a la defensa en formato electrónico. El coste de imprimir y reimprimir un documento de 928 páginas sería alto, sobre todo considerando que era el producto de solo un caso en un sistema que en un día cualquiera se ocupaba de miles de casos. Si Meyer quería imprimirlo a costa del presupuesto de la defensa pública, era cosa suya.

Después de cargar los archivos en mi ordenador, los mandé por correo electrónico a la impresora central para tener copias en papel de todo. Igual que prefería un periódico que podías tener en la mano a una versión digital, también prefería las copias en papel de los materiales en los que se basaban mis artículos.

Decidí estudiar los documentos por orden, aunque ya estaba familiarizado con los cargos y la detención de Alonzo Winslow. Los dos primeros documentos crearían el marco para la posterior confesión. Y la confesión crearía el marco para mi artículo.

Abrí el informe de la investigación en mi pantalla. Suponía que sería un relato minimalista de los movimientos policiales que habían conducido a la detención de Winslow. El autor del documento era mi amigo Gilbert Walker, que tan amablemente me había colgado el día anterior. No esperaba mucho. El informe tenía una extensión de cuatro páginas y había sido redactado en formularios específicos y luego escaneado para crear el documento digital que tenía delante. Walker sabía al escribirlo que su documento sería estudiado en busca de puntos débiles o errores de procedimiento por parte de abogado y fiscal. La mejor defensa contra eso era hacer la presa más pequeña -poner lo mínimo posible en el informe-, y a primera vista Walker había tenido éxito.

No obstante, lo sorprendente del archivo no era la brevedad del documento, sino la autopsia completa y los informes y fotografías de la escena del crimen. Estas me serían enormemente útiles para describirlo en mi artículo.

Cada periodista tiene al menos una parte de la secuencia del gen del voyeur. Antes de empezar a leer, miré las fotos. Había cuarenta y ocho fotografías en color tomadas en la escena del crimen que mostraban el cadáver de Denise Babbit como había sido hallado en el maletero del Mazda Millenia 1999 y en el momento de ser extraído, examinado en la escena y finalmente transportado en una bolsa. También se incluían fotografías que mostraban el interior del coche y el maletero después del levantamiento del cadáver.

Una foto mostraba el rostro de la víctima detrás de una bolsa de plástico colocada sobre su cabeza y atada con fuerza en torno al cuello con lo que parecía cuerda común. Denise Babbit había muerto con los ojos abiertos en expresión de terror. Había visto un buen número de personas muertas a lo largo de mi carrera, en persona y en fotografías como esas. Nunca me había acostumbrado a los ojos. Un detective de Homicidios -mi hermano, de hecho- me dijo que no pasara demasiado tiempo con los ojos porque seguías viéndolos mucho después de que apartaras la mirada.

Denise tenía esa mirada, de las que te hace pensar en sus últimos momentos, en lo que vio, en lo que pensó y sintió.

Volví al sumario de la investigación y lo leí de principio a fin, resaltando los párrafos con información que pensaba que era importante y útil y trasladándolos a un nuevo documento que había creado. Llamé a ese archivo VERSIÓN POLICIAL.DOC y allí reescribí cada párrafo que había trasladado del informe oficial, pues el lenguaje de este era rebuscado y sobrecargado de abreviaturas y siglas. Quería hacer mía la historia.

Cuando terminé revisé mi trabajo, tratando de asegurarme de que era preciso pero al mismo tiempo tenía impulso narrativo. Sabía que cuando finalmente escribiera el artículo para su publicación, incluiría muchos de estos párrafos y elementos de información. Si cometía un error en esa primera etapa, había muchas posibilidades de que este se arrastrara hasta la publicación.


Denise Babbit fue hallada en el maletero de su Mazda Millenia 1999 a las 9.45 del sábado 25 de abril de 2009 por los agentes de patrulla del Departamento de Policía de Santa Mónica Richard Cleady y Roberto Jimenez. Los detectives Gilbert Walker y William Grady acudieron como encargados de investigar el crimen.

Los agentes de patrulla habían sido llamados por un vigilante de Santa Mónica que encontró el coche en un aparcamiento de playa, junto al hotel Casa del Mar. Pese a que el acceso al aparcamiento está abierto por la noche, este es de pago de 9 a 5, de modo que cualquier coche que permanezca allí es multado si el propietario no compra un tíquet de aparcamiento y lo muestra en el salpicadero. Cuando el vigilante Willy Cortez se acercó al Mazda para ver si tenía tíquet, encontró las ventanas del vehículo abiertas y la llave en el contacto. En el asiento del pasajero, a plena vista, había un bolso de mujer cuyo contenido habían vaciado al lado. Cortez, sintiendo que algo malo había ocurrido, llamó al Departamento de Policía de Santa Mónica. Llegaron los agentes Cleady y Jimenez. En el curso de la comprobación de la placa de matrícula para identificar al propietario del coche, los agentes se fijaron en que el maletero estaba cerrado sobre lo que parecía parte de un vestido de seda.

Abrieron el maletero y hallaron el cadáver de una mujer después identificada como Denise Babbit, propietaria del vehículo. Estaba desnuda y sus prendas -vestido, ropa interior y zapatos- se hallaron encima del cuerpo.

Denise Babbit tenía 23 años y trabajaba de bailarina en un bar de striptease de Hollywood llamado Club Snake Pit. Vivía en un apartamento de la calle Orchid, en Hollywood. Tenía un historial de detenciones por posesión de heroína que se remontaba a un año antes. El caso todavía estaba pendiente, pues su conclusión se había retrasado al acogerse la acusada a una intervención prejudicial que la obligaba a participar en un programa ambulatorio de tratamiento contra la drogadicción. La habían detenido durante una redada del Departamento de Policía de Los Ángeles en Rodia Gardens en la cual policías de paisano observaron a sospechosos que compraban droga y luego los detuvieron al alejarse en coche.

Se recogieron muestras de pelo y fibras del interior del coche entre las que se hallaban múltiples pelos de una raza canina desconocida pero de pelaje corto. Denise Babbit no tenía perro.

La víctima había sido asfixiada con un trozo de cuerda común que se usó para atarle una bolsa de plástico al cuello. También se apreciaron marcas de ligaduras en muñecas y piernas del momento en que había sido atada durante su secuestro. La autopsia revelaría que había sido violada en repetidas ocasiones con un objeto extraño. Minúsculas astillas halladas en la vagina y el ano indicaban que ese objeto era probablemente una escoba de madera o el mango de una herramienta. No se encontraron cabellos ni semen en el cuerpo de la víctima. La hora de la muerte se situó entre 12 y 18 horas antes del hallazgo del cadáver.

La víctima había trabajado en su turno nocturno habitual y había salido del Snake Pit a las 2.15 del viernes 24 de abril. Su compañera de piso, Lori Rodgers, de 27 años, asimismo bailarina del Snake Pit, declaró a la policía que Babbit no volvió al apartamento que compartían en Orchid Street después de trabajar ni a lo largo del viernes. No apareció para su turno en el Snake Pit esa tarde y su coche y su cadáver fueron hallados a la mañana siguiente.

Se calculó que durante la noche anterior la víctima había ganado 300 dólares en propinas bailando en el Snake Pit. No se encontró dinero en efectivo en su bolso, que habían vaciado en el coche.

Los investigadores de la escena del crimen descubrieron que la persona que abandonó el coche de la víctima con el cadáver en el maletero había intentado sin éxito eliminar sus huellas dactilares pasando un trapo por todas las superficies susceptibles de contenerlas. Las manijas de las puertas, el volante y la palanca del cambio de marchas habían sido limpiados. No obstante, los investigadores hallaron una clara huella de pulgar en el espejo retrovisor interior, presumiblemente dejada por alguien que lo había ajustado al conducir.

Un especialista de laboratorio identificó la huella, por medio de comparación por ordenador y física, con la de Alonzo Winslow, de 16 años, que contaba con antecedentes por venta de narcóticos en el mismo barrio donde Denise Babbit había comprado heroína y había sido detenida el año anterior.

Surgió una teoría de investigación: después de salir de su trabajo a primera hora del 24 de abril, la víctima condujo hasta el barrio de Rodia Gardens para comprar heroína u otras drogas. A pesar de ser blanca y de que el 98 por ciento de la población de Rodia Gardens es negra, Denise Babbit no se sentía incómoda yendo a buscar droga al barrio porque había comprado allí en numerosas ocasiones con anterioridad. Es posible que incluso conociera personalmente a los traficantes de Rodia Gardens, incluido Alonzo Winslow. Es probable que en el pasado hubiera cambiado sexo por drogas.

No obstante, esta vez fue secuestrada contra su voluntad por Alonzo Winslow y quizás otros individuos. La retuvieron en paradero desconocido y la torturaron sexualmente durante entre seis y ocho horas. Dados los altos niveles de hemorragia petequial en torno a los ojos, se creyó que la habían asfixiado repetidamente hasta dejarla inconsciente y luego la habían reanimado antes de que se produjera la asfixia final. El cadáver fue posteriormente introducido en el maletero del coche de la propia víctima y llevado a casi treinta kilómetros de distancia, a Santa Mónica, donde lo abandonaron en el aparcamiento al lado del océano.

Con la huella como prueba sólida que apoyaba la teoría y relacionaba a Babbit con un conocido traficante de drogas de Rodia Gardens, los detectives Walker y Grady obtuvieron una orden de detención para Alonzo Winslow. Contactaron con el Departamento de Policía de Los Ángeles para lograr cooperación en la localización y detención del sospechoso. La detención se produjo sin incidentes en la mañana del domingo 26 de abril y, después de un largo interrogatorio, el sospechoso confesó el homicidio. A la mañana siguiente la policía anunció la detención.


Cerré el expediente del caso y pensé en lo rápido que la investigación había conducido a Winslow solo porque había dejado una huella. Probablemente pensó que los treinta kilómetros que separaban Watts de Santa Mónica era una distancia que ninguna acusación de asesinato podría franquear. Ahora estaba en una celda para menores de Sylmar, lamentando haber tocado ese espejo retrovisor que había hecho que la policía diera con él.

Sonó el teléfono de mi escritorio y vi el nombre de Angela Cook en el identificador de llamada. Estuve tentado de no contestar, de mantenerme concentrado en mi historia, pero sabía que la llamada se desviaría a centralita y que la persona que contestara le diría a Angela que yo estaba en mi mesa, pero aparentemente demasiado ocupado para contestar.

No quería que ocurriera eso, así que contesté.

– Angela, ¿qué hay?

– Estoy en el Parker y creo que está pasando alguna cosa, pero nadie me cuenta nada.

– ¿Por qué crees eso?

– Porque está lleno de periodistas y cámaras.

– ¿Dónde estás?

– En el vestíbulo. Estaba marchándome cuando he visto entrar a un montón de tíos.

– ¿Y has preguntado a la oficina de prensa?

– Por supuesto, pero nadie responde.

– Perdona, era una pregunta estúpida. Hum, puedo hacer unas llamadas. Quédate ahí por si has de volver a subir. Te llamaré enseguida. ¿Solo hay gente de la tele?

– Eso parece.

– ¿Conoces a Patrick Denison?

Denison era el periodista de sucesos policiales más importante del Daily News, la única competencia real en papel con la que se enfrentaba el Times a escala local. Era bueno y de cuando en cuando conseguía una exclusiva en la que me sacaba la delantera. La peor vergüenza de un periodista era tener que seguir la estela de la competencia. Pero si los equipos de televisión ya estaban en el edificio no me preocupaba hacerlo. Cuando veías a periodistas de televisión en una historia era porque seguían una noticia del día anterior o habían sido llamados a una conferencia de prensa. Los equipos de televisión no han tenido una exclusiva digna en esta ciudad desde que Channel 5 consiguió la cinta de la paliza a Rodney King en 1991.

Después de colgar con Angela, llamé a un teniente de Delitos Graves para ver qué se cocía. Si él no sabía nada, llamaría a la División de Robos y Homicidios y luego a la de Narcóticos. Estaba seguro de que pronto sabría por qué los medios estaban acudiendo al Parker Center y el L. A. Times era el último en enterarse.

Hablé con la secretaria municipal que atendía las llamadas en Delitos Graves y me pasó al teniente Hardy sin mucha espera. Este llevaba menos de un año en el puesto y yo todavía estaba ganándomelo poco a poco como una fuente de confianza. Después de identificarme, pregunté qué tramaban los Hardy Boys. Me había acostumbrado a llamar así a los hombres que estaban bajo su mando, porque sabía que atribuirle la propiedad de la brigada alimentaba su ego. En realidad era un simple gestor de personal y los investigadores bajo su mando trabajaban de manera bastante autónoma, pero formaba parte del baile y hasta el momento había funcionado.

– Hoy es un día tranquilo, Jack -dijo Hardy-. Nada que anunciar.

– ¿Estás seguro? He oído por otra fuente que el edificio está lleno de gente de la tele.

– Sí, eso es por otra cosa. No tenemos nada que ver.

Al menos no íbamos retrasados con una historia de Delitos Graves. Eso estaba bien.

– ¿Qué otra cosa? -pregunté.

– Tendrás que hablar con Grossman o con la oficina del jefe. Ellos van a dar la conferencia de prensa.

Empecé a preocuparme. El jefe de policía no solía dar ruedas de prensa para discutir cosas que ya estaban en el periódico; normalmente daba las noticias para poder controlar la información y obtener reconocimiento en caso de que hubiera que dárselo.

La otra referencia que había hecho Hardy era al capitán Art Grossman, que estaba a cargo de las investigaciones de narcóticos a gran escala. De alguna manera se nos había pasado una invitación a una conferencia de prensa.

Le di las gracias rápidamente a Hardy por la ayuda y le dije que lo llamaría después. Volví a llamar a Angela y ella contestó de inmediato.

– Vuelve a entrar y sube a la sexta planta. Hay alguna clase de conferencia de prensa con el jefe de policía y Art Grossman, que es el jefe de Narcóticos.

– Vale, ¿a qué hora?

– Todavía no lo sé. Sube por si ha empezado ya. ¿No te habías enterado de esto?

– ¡No! -dijo a la defensiva.

– ¿Cuánto tiempo llevas allí?

– Toda la mañana. He estado tratando de conocer gente.

– Vale, sube y te volveré a llamar.

Después de colgar empecé con mi multitarea. Mientras llamaba a la oficina de Grossman me conecté a Internet y comprobé los cables del City News Service, CNS, un servicio electrónico que se actualizaba al minuto con noticias de la ciudad de Los Ángeles. Había muchas noticias de crímenes y policiales y era básicamente un servicio de avisos que proporcionaba horarios de conferencias de prensa y detalles limitados de informes de crímenes e investigaciones. Como periodista de sucesos policiales lo revisaba unas cuantas veces al día, igual que un analista bursátil va mirando el índice Dow Jones que va pasando por la parte inferior de la pantalla en el canal Bloomberg.

Podría haberme conectado más con el CNS si me hubiese registrado para recibir alertas de correo electrónico y SMS, pero yo no trabajaba así. No era un periodista móvil; era de la vieja escuela y no me gustaban las constantes campanitas y pitidos de la conectividad.

No obstante, había olvidado hablarle a Angela de estas opciones. Como ella había pasado la mañana en el Parker Center y yo investigando el caso Babbit, nadie había recibido ninguna campanita ni ningún pitido y nadie había hecho las comprobaciones manuales de la vieja escuela.

Empecé a mirar en orden cronológico inverso la pantalla del CNS, buscando cualquier información sobre una conferencia de prensa de la policía o cualquier otra noticia de crímenes. Llamé a Grossman, pero me contestó una secretaria que me dijo que el capitán ya estaba arriba -en la sexta planta- en una conferencia de prensa.

Justo cuando colgué encontré un pequeño aviso del CNS que anunciaba la conferencia de prensa a las once en la sala de medios de la sexta planta del Parker Center. Había poca información adicional, salvo que decía que era para anunciar que se trataba de una gran operación antidroga realizada esa noche en el barrio de Rodia Gardens.

Bang. De repente mi artículo a largo plazo se estaba relacionando con una noticia de última hora. Sentí la inyección de adrenalina. Pasaba a veces: el yugo diario de noticias te daba la entrada para decir algo más grande.

Llamé otra vez a Angela.

– ¿Estás en la sexta?

– Sí, y no han empezado. ¿De qué se trata? No quiero preguntarle a estos tipos de la tele porque voy a quedar como una estúpida.

– Sí. Es sobre una redada antidroga de esta noche en Rodia Gardens.

– ¿Algo más?

– No, pero podría volverse importante porque probablemente es en respuesta al asesinato del que te hablé ayer. La mujer del maletero fue situada allí, ¿recuerdas?

– Sí, sí.

– Angela, esto se conecta con lo que estoy investigando, así que voy a intentar vendérselo a Prendo. Quiero escribirlo, porque puede ayudar a fundamentar mi artículo.

– Bueno, quizá podamos hacerlo juntos. Conseguiré todo lo posible aquí.

Hice una pausa, pero no muy larga. Tenía que ser delicado pero decisivo.

– No, voy a ir a la conferencia de prensa. Si empieza antes de que llegue, toma notas. Puedes pasárselas a Prendo para la web. Pero quiero este artículo, Angela, porque forma parte de mi gran historia.

– Está bien, Jack -dijo sin vacilar-. No quiero acaparar el puesto, sigue siendo tuyo y la historia es tuya, pero si necesitas algo de mí solo tienes que pedírmelo.

Pensé que había reaccionado de manera exagerada y estaba avergonzado de haber actuado como un capullo egoísta.

– Gracias, Angela. Ya lo iremos viendo. Voy a darle la noticia a Prendo para la previsión diaria y voy para allá.


El Parker Center estaba en sus últimos meses de vida. El decadente edificio había sido el centro de mando de las operaciones policiales durante casi cinco décadas y llevaba al menos una en estado obsoleto. Aun así, había servido bien a la ciudad, a la que había visto superar dos revueltas, innumerables protestas civiles y grandes crímenes, y había sido sede de miles de conferencias de prensa como aquella a la que iba a asistir en ese momento. Pero como cuartel general operativo había quedado desfasado hacía mucho. El edificio estaba superpoblado; las cañerías, rotas, y el sistema de calefacción y aire acondicionado, casi inservible. No había suficientes plazas de aparcamiento, espacio de oficinas ni calabozos. Se conocían zonas de los pasillos y oficinas donde el aire tenía un olor permanentemente acre. Había roturas en el suelo de vinilo y las perspectivas de que la estructura resistiera un terremoto importante eran dudosas. De hecho, muchos detectives trabajaban sin descanso en la calle, siguiendo pistas y sospechosos hasta distancias extraordinarias solo por temor a estar en la oficina cuando llegara el gran terremoto.

Un hermoso sustituto estaba a solo unas semanas de su inauguración en la calle Spring, al lado del Times. Sería espacioso y con tecnología a la última. Con fortuna serviría al departamento y a la ciudad durante otras cinco décadas. Pero yo no estaría allí cuando llegara el momento del traslado: mi guapa sucesora sería la encargada. Y al subir por el desvencijado ascensor a la sexta planta, decidí que así era como tenía que ser. Echaría de menos el Parker Center, porque yo era precisamente como él: anticuado y obsoleto.

La conferencia de prensa estaba en marcha cuando llegué a la sala de medios, situada junto a la oficina del jefe. Pasé junto a un agente uniformado en el umbral, cogí una de las hojas de información que entregaba, me agaché a regañadientes bajo la línea de cámaras que ocupaba la pared del fondo y me senté en un asiento libre. Había estado en esa sala cuando no había asientos. Ese día, como el resumen había dicho que la rueda de prensa era sobre una redada antidroga, la asistencia era rutinaria. Conté a representantes de cinco de los nueve canales locales, dos periodistas de radio y un puñado de gente de prensa escrita. Vi a Angela en la segunda fila. Tenía el portátil abierto y estaba escribiendo. Supuse que estaría conectada e informando para la edición digital mientras la conferencia de prensa seguía su curso. Era una periodista móvil auténtica.

Leí la información para ponerme al corriente. Era un largo párrafo, diseñado para presentar los hechos que el jefe de policía y el responsable de la unidad de narcóticos podrían desarrollar durante la conferencia de prensa.


A raíz del asesinato de Denise Babbit, que presumiblemente ocurrió en algún lugar de Rodia Gardens, la unidad de narcóticos del South Bureau del Departamento de Policía de Los Ángeles llevó a cabo una semana de vigilancia de alta intensidad de las actividades de venta de drogas en el barrio y detuvo a dieciséis presuntos traficantes en una redada a primera hora de la mañana. Entre los sospechosos hay once adultos miembros de bandas y cinco menores. Se requisó una cantidad no determinada de heroína, crack, cocaína y metanfetamina durante las redadas en doce apartamentos distintos del barrio. Además, la policía de Santa Mónica e investigadores de la Oficina del Fiscal del Distrito ejecutaron tres órdenes de registro en relación con la investigación por homicidio. En ellas se buscaban pruebas adicionales contra un joven de 16 años acusado del crimen o contra otros que pudieran estar implicados.


Después de haber leído miles de comunicados de prensa a lo largo de los años, era muy hábil leyendo entre líneas. Sabía que cuando no comunicaban las cantidades de droga requisada era porque estas eran tan bajas que probablemente resultaban embarazosas. Y sabía que cuando el comunicado de prensa decía que en los registros se buscaban pruebas adicionales, lo más probable era que no hubieran encontrado ninguna. De lo contrario, lo habrían anunciado a bombo y platillo.

Todo ello era de escaso interés para mí. Lo que hacía fluir mi adrenalina era el hecho de que la redada antidroga se había producido en relación al homicidio, y la acción a buen seguro levantaría controversia racial. Esta me ayudaría a vender mi artículo de fondo a mis jefes.

Levanté la mirada hacia el estrado justo cuando el jefe de policía cedía la palabra a Grossman. El capitán se acercó al micrófono y empezó la narración que continuó con una presentación en Power Point de la operación. En la pantalla de la izquierda del estrado fueron apareciendo fotos de ficha policial de los detenidos mayores de edad junto con la lista de cargos que se imputaban a cada uno de ellos.

Grossman abordó los detalles de la redada, describiendo cómo doce equipos de seis agentes habían entrado de manera simultánea en doce apartamentos diferentes a las 6.15 de la mañana. Manifestó que solo hubo un herido y que se trataba de un agente que tuvo la mala fortuna de estar en el lugar inadecuado en el momento inadecuado: iba corriendo pegado a la fachada lateral de uno de los edificios del barrio para cubrir la parte de atrás cuando despertaron al sospechoso llamando a la puerta. Este lanzó una escopeta de cañones recortados por la ventana para que no lo hallaran en posesión de un arma ilegal. El arma golpeó al agente en la cabeza y lo dejó inconsciente. El policía fue atendido por una ambulancia y permanecería una noche en observación en un hospital no determinado.

La fotografía de la ficha policial del pandillero que me había extorsionado cincuenta dólares el día anterior apareció en pantalla. Grossman lo identificó como Darnell Hicks, de veinte años, y lo calificó de «jefe de calle» que tenía a numerosos jóvenes y muchachos trabajando para él vendiendo drogas. Sentí una pequeña alegría al ver su cara allí en la pantalla grande, y sabía que pondría su nombre en el primer lugar de la lista de detenidos cuando escribiera el artículo para el periódico del día siguiente. Esa sería mi forma de devolverle el paso de los Crips.

Grossman tardó otros diez minutos en terminar de proporcionar los detalles que el departamento quería comunicar y luego abrió el turno de preguntas. Un par de periodistas de televisión le lanzaron bolas blandas que él bateó sin ningún dificultad. Nadie le hizo la pregunta difícil hasta que yo levanté la mano. Grossman estaba examinando la sala cuando vio mi mano. Me conocía y sabía dónde trabajaba; sabía que no iba a recibir una bola blanda. Siguió mirando la sala, probablemente esperando que algún otro pelagatos de la tele levantara la mano. Pero no tuvo suerte y no le quedó más remedio que volver a mí.

– Señor Mc Evoy, ¿tiene una pregunta?

– Sí, capitán. Me estaba preguntando si esperan alguna reacción de la comunidad.

– ¿Reacción de la comunidad? No. ¿Quién se va a quejar de que quiten a los traficantes y pandilleros de las calles? Además, contamos con un enorme apoyo y cooperación por parte de la comunidad en relación con esta operación. No sé qué podría provocar una reacción.

Me guardé la frase del apoyo y la cooperación de la comunidad para más tarde y permanecí enfocado con mi respuesta.

– Bueno, está bastante bien documentado que los problemas de drogas y bandas en Rodia no son nada nuevo. Sin embargo, el departamento solo ha montado esta gran operación después de que secuestraran y asesinaran allí a una mujer blanca de Hollywood. Me preguntaba si consideraron cuál sería la reacción de la comunidad al seguir adelante con esta operación.

La cara de Grossman se puso de color rosa. Echó un rápido vistazo al jefe, pero este no hizo ningún movimiento para hacerse cargo de la pregunta o salir en defensa de Grossman. Estaba solo.

– Nosotros… no lo vemos de esa forma -empezó-. El asesinato de Denise Babbit solo sirvió para centrar la atención en los problemas que hay allí. Nuestras acciones de hoy (las detenciones) contribuirán a hacer de la comunidad un mejor sitio donde vivir. No hay ninguna pega en eso. Y no es la primera vez que llevamos a cabo redadas en la zona.

– ¿Es la primera vez que hacen una conferencia de prensa al respecto? -pregunté solo para darle una vuelta más de tuerca.

– No lo sé -dijo Grossman.

Examinó la sala en busca de la mano de otro periodista, pero nadie le ayudó.

– Tengo otra pregunta -insistí-. En relación con las órdenes de registro surgidas del asesinato de Denise Babbit, ¿han encontrado el lugar donde supuestamente fue retenida y asesinada tras su rapto?

Grossman estaba preparado para responder pasando la pelota.

– No es nuestro caso. Tendrá que hablar con la policía de Santa Mónica o con la oficina del fiscal sobre eso.

Parecía satisfecho con su respuesta y con darme con la puerta en las narices. Yo no tenía más preguntas, y Grossman examinó la sala una última vez y terminó con la conferencia de prensa. Me quedé junto a mi asiento, esperando que Angela Cook volviera de la parte delantera de la sala. Iba a decirle que lo único que necesitaba de ella eran sus notas sobre los comentarios del jefe de policía. Todo lo demás lo tenía cubierto.

El agente uniformado que me había dado el papel al entrar se me acercó y me señaló la puerta que estaba al otro lado de la sala. Sabía que conducía a una sala adjunta donde se guardaba parte del equipo que se utilizaba en las conferencias de prensa.

– El teniente Minter quiere enseñarle algo -dijo el agente.

– Bien -comenté-. Yo también quiero preguntarle algo.

Entramos y Minter me estaba esperando allí, sentado a la esquina de un escritorio, tieso como un palo. Minter, un hombre atractivo, alto y delgado, piel café con leche, dicción perfecta y sonrisa presta, estaba a cargo de la Oficina de Relaciones con los Medios. Era un puesto importante en el Departamento de Policía de Los Ángeles, pero siempre me había desconcertado. ¿Por qué un policía -después de toda su formación y de tener su pistola y su placa- querría trabajar en relaciones con los medios, donde jamás se hacía ningún trabajo policial? Sabía que el puesto te ponía en la tele casi todas las noches y que tu nombre aparecía en el periódico una y otra vez, pero no era trabajo policial.

– Hola, Jack -me dijo Minter en tono amistoso al darnos la mano.

Yo inmediatamente actué como si hubiera pedido la reunión.

– Hola, teniente. Gracias por recibirme. Me preguntaba si podría darme una foto del sospechoso llamado Hicks para mi artículo.

Minter asintió.

– No hay problema, es adulto. ¿Quiere alguna más?

– No, solo esa. No les gusta mucho sacar fotos de ficha policial, así que tendré suerte si puedo usar una.

– Tiene gracia que quiera una foto de Hicks.

– ¿Por qué?

Buscó a su espalda en el escritorio y sacó una carpeta. La abrió y me entregó una foto de 20 x 25. Era una imagen de vigilancia con códigos policiales en la parte inferior derecha. En ella aparecía yo dándole a Darnell Hicks los cincuenta dólares que me había cobrado como impuesto callejero el día anterior. Inmediatamente me fijé en que la foto tenía mucho grano y supe que la habían sacado desde cierta distancia y en un ángulo bajo. Al recordar el aparcamiento donde se había producido el pago, supe que estaba en el corazón de Rodia, y la única manera de sacar una foto así era desde dentro de uno de los edificios de apartamentos que lo rodeaban. Entonces entendí a qué se refería Grossman con apoyo y cooperación de la comunidad. Al menos un residente de Rodia les había permitido usar el apartamento como puesto de vigilancia.

Sostuve la foto.

– ¿Me la da para mi álbum de cromos?

– No, pero espero que me hable de ello. Si tiene un problema, Jack, puedo ayudarle.

Su sonrisa era falsa. Y yo era lo bastante listo para saber lo que estaba pasando: trataba de presionarme. Una foto como esa fuera de contexto ciertamente enviaba un mensaje equivocado si se filtraba a un jefe o a un competidor. Pero sonreí otra vez.

– ¿Qué quiere, teniente?

– No queremos crear controversia donde no hay necesidad, Jack. Como con esta foto: podría tener muchos significados. ¿Por qué meternos en eso?

El mensaje estaba claro: no sigas con el asunto de la reacción de la comunidad. Minter y el equipo de mando que tenía por encima sabían que el Times marcaba la pauta de lo que era noticia en la ciudad. Los canales de televisión y todos los demás seguían su estela. Si podía controlarse o al menos contenerse, entonces el resto de los medios locales seguirían la línea.

– Supongo que no recibió la nota -dije-. Me voy. Me despidieron el viernes, teniente, o sea que no puede hacerme nada. Solo me quedan dos semanas. Así que si quiere enviar esa foto a alguien del periódico, se la mandaría a Dorothy Fowler, la redactora jefe de Local. Pero eso no conseguirá cambiar con quién hablo de este artículo o qué escribo. Además, ¿los tipos de Narcóticos saben que está enseñando así sus fotos de vigilancia? Eso es peligroso, teniente. -Sostuve la foto para que la mirase-. Más que decir algo sobre mí, lo que dice esta imagen es que su equipo de Narcóticos tenía un punto de vigilancia dentro del apartamento de alguien en Rodia. Si eso se sabe, esos Crips probablemente empezarán una caza de brujas. ¿Recuerda lo que ocurrió hace un par de años en la calle Blythe?

A Minter se le heló la sonrisa en el rostro al tiempo que yo veía que sus ojos repasaban el recuerdo. Tres años antes, la policía había llevado a cabo una operación de vigilancia similar en un mercado de drogas de la calle Blythe, en Van Nuys, controlado por una banda de latinos. Cuando las fotos de vigilancia de los camellos fueron entregadas a los abogados que defendían a los detenidos, la banda enseguida adivinó desde qué apartamento se habían hecho. Una noche tiraron una bomba incendiaria en el apartamento y una mujer de sesenta años murió quemada en su cama. El departamento de policía no obtuvo una atención muy positiva por parte de la prensa y pensé que Minter estaba reviviendo el fiasco.

– Tengo que ir a escribir -dije-. Pasaré por Relaciones con los Medios y recogeré la foto al salir. Gracias, teniente.

– Vale, Jack -dijo por rutina, como si el contexto de nuestra conversación no hubiera existido-. Espero volver a verle antes de que se vaya.

Volví a entrar en la sala de prensa. Algunos de los cámaras todavía estaban allí, guardando su equipo. Busqué a Angela Cook, pero no me había esperado.


Después de recoger la foto de Darnell Hicks, volví caminando al edificio del Times y subí a la redacción de la tercera planta. No me molesté en presentarme, porque ya había mandado a mi redactor la previsión para el artículo de la redada antidroga. Planeaba hacer algunas llamadas para darle más cuerpo antes de volver a Prendo y tratar de convencerle de que la noticia merecía salir en la página de inicio de la web y en la edición impresa.

La transcripción de 928 páginas de la confesión de Winslow, así como los otros documentos que había enviado a la central de copias me estaban esperando en mi escritorio. Me senté y tuve que resistirme a la tentación de zambullirme directamente en la confesión. Pero dejé de lado la pila de quince centímetros y encendí el ordenador. Abrí mi libreta de direcciones en la pantalla y busqué el número del reverendo William Treacher, el jefe de una asociación de pastores de South L. A. Siempre estaba dispuesto a dar una opinión contraria a la del departamento de policía.

Acababa de coger el teléfono para llamar al reverendo Treacher cuando sentí una presencia a mi lado y levanté la cabeza para encontrarme con Alan Prendergast.

– ¿Has recibido mi mensaje? -preguntó.

– No, acabo de llegar y quería llamar al reverendo Treacher antes que nadie. ¿Qué pasa?

– Quería hablar de tu artículo.

– ¿No has recibido el texto de previsión que mandé? Déjame hacer esta llamada rápida y puede que tenga algo más que añadir.

– No me refiero al artículo de hoy, Jack; ya se ocupa Cook. Quiero que me hables de tu artículo a largo plazo. Tenemos la reunión de futuros dentro de diez minutos.

– Espera un momento. ¿Qué quiere decir que Cook se ocupa?

– Que lo está escribiendo. Volvió de la conferencia de prensa y dijo que los dos lo estabais trabajando juntos. Ya ha llamado a Treacher. Tiene buen material.

Me contuve de decirle que se suponía que Cook y yo no íbamos a trabajar juntos en ello. Era mi artículo, y se lo había dicho.

– Bueno, ¿qué tienes, Jack? ¿Está relacionado con lo de hoy?

– Sí, más o menos.

Todavía estaba anonadado por la actitud de Cook. La competición dentro del periódico era moneda común. Simplemente no creí que ella fuera tan audaz como para mentir para conseguir un artículo.

– Jack, no tengo mucho tiempo.

– Eh, sí. Sí, es sobre el asesinato de Denise Babbit, pero desde el punto de vista del asesino. Va de cómo Alonzo Winslow, de dieciséis años, fue acusado de asesinato.

Prendo asintió.

– ¿Tienes línea?

Con línea se refería a si tenía línea directa, acceso directo al caso. No le interesaría un artículo que usara la expresión «según la policía» como atribución permanente. No esperaba ver la palabra «presuntamente» en el artículo si le daba un buen lugar en la maquetación de futuros. Quería la anatomía del crimen, una historia que fuera más allá de la noticia básica que todo el mundo ya conocía y que agitara el mundo del lector con adustas realidades. Quería contenido y profundidad, los rasgos característicos de cualquier artículo del Times.

– Tengo línea directa. Tengo a la abuela del chico y al abogado, y probablemente veré al chico mañana.

Señalé la pila de documentos recién añadida a mi escritorio.

– Y este es el premio gordo: una confesión de novecientas páginas. No debería tenerla, pero la tengo. Y nadie más la conseguirá.

Prendo hizo un ademán de aprobación y me di cuenta de que estaba pensando, tratando de encontrar una forma de vender el artículo en la reunión o de mejorarlo. Salió del cubículo, cogió una silla cercana y la acercó.

– Tengo una idea, Jack -dijo al sentarse e inclinarse hacia mí.

Estaba usando mi nombre demasiado y al inclinarse en exceso hacia mi espacio personal me hacía sentir incómodo. Parecía completamente falso, porque nunca lo había hecho antes. No me gustaba el rumbo que estaban tomando las cosas.

– ¿Qué pasa, Alan?

– ¿Y si no tratara solo de cómo un chico se convierte en un asesino? ¿Y si tratara de cómo una chica se convierte en víctima?

Pensé en ello un momento y asentí lentamente. Y ese fue mi error, porque cuando empiezas diciendo que sí cuesta mucho pisar el freno para decir no.

– Me ocupará más tiempo si he de dividir el foco del artículo así.

– No, porque no tendrás que dividir el foco. Tú te quedas con el chico y nos das un artículo alucinante. Ponemos a Cook con la víctima y ella cubre ese ángulo. Luego tú tejes las dos hebras y tenemos un artículo de columna uno.

La columna uno en la primera página del periódico se reservaba cada día al artículo diferencial. El artículo mejor escrito, el que causaba más impacto, el proyecto a largo plazo. Si la historia era lo bastante buena, salía en portada, en la mitad superior y en columna uno. Me pregunté si Prendergast sabía que me estaba tentando. En siete años en el Times nunca había conseguido un artículo en columna uno. En más de dos mil días en el trabajo, nunca había logrado el mejor artículo del día. Me estaba dando la oportunidad de irme con una columna uno como una enorme zanahoria gigante.

– ¿Te ha dado la idea ella?

– ¿Quién?

– ¿Quién va a ser? Cook.

– No, tío, se me acaba de ocurrir. ¿Qué te parece?

– Me pregunto quién se va a ocupar de los sucesos policiales mientras los dos estemos llevando esto.

– Bueno, os podéis ir turnando, como habéis hecho. Y es posible que consiga ayuda de cuando en cuando del grupo de asignación general. Aunque solo estuvieras tú en esto, no os puedo liberar por completo.

Cuando ponían a trabajar en sucesos policiales a periodistas de asignación general, los artículos resultantes solían ser superficiales y previsibles. No era la forma de cubrir el puesto, pero ¿qué me importaba a mí ya? Me quedaban once días, y punto final.

No creí a Prendergast ni por un momento y no me engañó su insinuación de la columna uno. Pero era lo bastante listo para darme cuenta de que su sugerencia -tanto si era suya como si era de Angela Cook- propiciaría un artículo mejor. Y yo tendría más opciones de lograr lo que quería.

– Podríamos llamarlo la colisión -dije-: el punto en que los dos (asesino y víctima) se juntan y cómo llegan allí.

– ¡Perfecto! -exclamó Prendergast.

Se levantó, sonriendo.

– Lo sacaré en la reunión, pero ¿por qué no os reunís Cook y tú y me dais algo para la previsión al final del día? Les diré que entregarás el artículo al final de la semana.

Pensé en ello. No era mucho tiempo, pero podía hacerse y sabía que conseguiría más días si los necesitaba.

– De acuerdo -dije.

– Bien -dijo Prendo-. He de irme.

Se dirigió a su reunión. En un mensaje de correo cuidadosamente redactado invité a Angela a reunirse conmigo en la cafetería. No dejé entrever ningún indicio de que estuviera cabreado o de que desconfiara de ella. Angela respondió al momento, diciendo que se reuniría conmigo allí dentro de quince minutos.

Como estaba liberado del artículo del día y tenía quince minutos que llenar, saqué la pila al centro del escritorio y empecé a leer la confesión de Alonzo Winslow.

El interrogatorio lo llevaron a cabo los detectives Gilbert Walker y William Grady, del Departamento de Policía de Santa Mónica, y empezó a las once de la mañana del domingo 26 de abril, unas tres horas después de que Winslow hubiera sido detenido. La transcripción estaba en formato de preguntas y respuestas con muy pocas explicaciones añadidas. Era fácil y rápida de leer: preguntas y respuestas casi todas cortas al principio. Un toma y daca de ping pong.

Empezaron leyéndole sus derechos a Winslow y consiguiendo que el joven de dieciséis años reconociera que los comprendía. Luego pasaron a una serie de preguntas empleadas al principio de los interrogatorios con menores, concebidas para determinar si el sospechoso era capaz de distinguir el bien del mal. Una vez establecido eso, Winslow se convirtió en pieza de caza.

Por su parte, Winslow cayó víctima de su ego y del error más antiguo del hombre: pensó que podía ser más listo que ellos. Pensó que podría salir de allí con sus respuestas y quizá conseguir cierta información interna sobre su investigación. Así que enseguida accedió a hablar -¿qué chico inocente no lo haría?- y los detectives jugaron con él como con una marioneta. El objetivo era registrar cualquier explicación poco verosímil o cualquier mentira.

Pasé como una exhalación por las primeras doscientas páginas, saltando hoja tras hoja en las que Winslow negaba una y otra vez saber nada relacionado con el asesinato de Denise Babbit. Luego, los detectives poco a poco llevaron la conversación hacia el paradero de Winslow la noche en cuestión, obviamente tratando de que quedara constancia de hechos o de mentiras, porque de cualquier manera resultaría útil para el caso: un hecho era una boya que podía ayudarles a navegar a través de la entrevista; una mentira podía ser usada como una porra contra Winslow una vez que se revelara.

Winslow les contó que estaba durmiendo en casa y que «Ma» -Wanda Sessums- podía dar fe. Negó repetidamente conocer a Denise Babbit, reiterando una y otra vez que no la conocía ni sabía nada sobre su rapto y asesinato. Se mantuvo firme hasta que, en la página 305, los detectives empezaron a mentirle y a tenderle trampas.


WALKER: Esto no va a funcionar, Alonzo. Has de darnos algo. No puedes quedarte ahí y decir «no, no, no, yo no sé nada», y esperar salir de aquí. Sabemos que sabes algo. De verdad lo sabemos, hijo.

WINSLOW: ¿Qué coño vais a saber? Nunca he visto a esa chica de la que estáis hablando.

WALKER: ¿De verdad? Entonces, ¿cómo es que tenemos una cinta donde sales tú grabado dejando su coche en el aparcamiento de al lado de la playa?

WINSLOW: ¿Qué cinta tenéis?

WALKER: La del aparcamiento. Se te ve dejando ese coche y nadie más se acerca a él hasta que encuentran el cadáver. Eso te lo carga todo a ti, tío.

WINSLOW: No, no soy yo. Yo no hice eso.


Por lo que sabía de los documentos de hallazgos que me había dado el abogado defensor, no había un vídeo de cómo dejaron el Mazda de la víctima en el aparcamiento. Pero también sabía que el Tribunal Supremo de Estados Unidos había confirmado la legalidad de que la policía mintiera a un sospechoso si la mentira podía ser vista razonablemente como tal por una persona inocente. Al hacer girar todo sobre la única prueba con la que contaban -la huella dactilar de Winslow en el espejo retrovisor- estaban dentro de los límites de esta directiva e iban conduciendo a Winslow por el camino que ellos querían tomar.

Una vez escribí un artículo sobre un interrogatorio en el que los detectives mostraron a un sospechoso una bolsa de pruebas que contenía la pistola usada en el homicidio. No era el arma homicida real, sino un duplicado exacto. Al verla, el sospechoso confesó el crimen porque supuso que la policía había encontrado todas las pruebas. Habían pillado a un asesino, pero yo no me sentía demasiado bien con ello. No me parecía bien ni justo que a los representantes de nuestro Gobierno se les permitiera emplear mentiras y trucos (igual que los delincuentes) con plena aprobación del Tribunal Supremo.

Seguí leyendo un centenar de páginas más hasta que sonó mi móvil. Miré la pantalla y me di cuenta de que se me había pasado mi reunión del café con Angela.

– ¿Angela? Lo siento. Me he liado. Bajo ahora mismo.

– Date prisa, por favor. He de terminar el artículo de hoy.

Bajé a toda prisa por la escalera hasta la cafetería de la planta baja y me reuní con ella en una mesa sin coger ningún café. Llegaba veinte minutos tarde y vi que su taza estaba vacía. Al lado de la taza había una pila de papeles impresos boca abajo.

– ¿Quieres otro cortado?

– No, gracias.

– Vale.

Miré alrededor. Era media tarde y la cafetería estaba casi vacía.

– Jack, ¿qué pasa? He de volver a subir.

La miré a los ojos.

– Solo quería decirte a la cara que no me ha gustado que te hayas quedado con el artículo de hoy. Técnicamente el puesto todavía es mío, y te he explicado que lo quería porque forma parte de otro mayor en el que estoy trabajando.

– Lo siento. Me he entusiasmado cuando has hecho todas las preguntas correctas en la conferencia de prensa y al volver a la sala de redacción he exagerado un poco las cosas. He dicho que estábamos trabajándolo juntos y Prendo me ha pedido que empezara a escribirlo.

– ¿Fue entonces cuando le has propuesto a Prendo que trabajáramos juntos también en mi otro artículo?

– No lo he hecho. No sé de qué estás hablando.

– Cuando he vuelto, me ha dicho que estábamos juntos en esto. Yo me ocupo del asesino y tú de la víctima. También me ha dicho que fue idea tuya.

Se puso colorada y negó con la cabeza, avergonzada. Había desenmascarado a dos mentirosos. Lo de Angela podía soportarlo, porque había algo honrado en su mentira: iba con audacia hacia lo que quería. La mentira de Prendo era la que dolía. Habíamos trabajado juntos mucho tiempo y nunca lo había visto como un mentiroso o un manipulador. Supuse que simplemente estaba eligiendo su bando. Yo me largaba y Angela se quedaba. No hacía falta ser un genio para ver que la estaba eligiendo a ella y no a mí. El futuro estaba con Angela.

– No puedo creer que me haya delatado.

– Bueno, supongo que hay que tener cuidado con la gente en la que confías en una redacción -dije-, aunque sea tu propio redactor.

– Supongo.

Angela cogió su taza y miró si quedaba algo, aunque sabía que no había nada. Cualquier cosa para evitar mirarme.

– Mira, Angela, no me gusta cómo has hecho esto, pero admiro la forma en que persigues lo que quieres. Los mejores periodistas que he conocido son así. Y he de decir que tu idea de hacer el doble perfil de asesino y víctima es la mejor manera de actuar.

Ahora me miró. Se le iluminó la cara.

– Jack, estoy deseando trabajar contigo.

– Lo que quiero dejar claro ahora mismo es que esto empieza conmigo y termina conmigo. Cuando el trabajo de investigación esté hecho, seré yo quien lo escriba. ¿De acuerdo?

– Oh, sí, por supuesto. Cuando me has dicho en qué estabas trabajando he tenido muchas ganas de formar parte de ello. Por eso se me ocurrió el ángulo de la víctima. Pero es tu artículo, Jack: tú lo escribes y tu nombre va primero en la firma.

La estudié con atención en busca de cualquier signo de que estuviera fingiendo, pero me había mirado a los ojos con sinceridad al hablar.

– Vale. Bueno, era todo lo que tenía que decir.

– Bien.

– ¿Necesitas ayuda con el artículo de hoy?

– No, creo que estoy lista. Y estoy consiguiendo cosas buenas de la comunidad gracias a la pregunta que has hecho en la conferencia de prensa. El reverendo Treacher lo ha llamado un síntoma más del racismo en el departamento. Crean un operativo en cuanto matan a una mujer blanca que se droga y se gana la vida quitándose la ropa, pero no hacen nada cuando los pandilleros matan a uno de los ochocientos vecinos inocentes de ese barrio.

Sonaba como una buena cita, pero venía de una voz no adecuada. La realidad era que Treacher era una comadreja oportunista. Nunca me había tragado que defendiera a la comunidad. Pensaba que por lo general solo se defendía a sí mismo, yendo a la tele y a los periódicos para mayor gloria de su celebridad y por los beneficios que eso le reportaba. Una vez le sugerí a un redactor que investigáramos a Treacher, pero me lo impidió de inmediato. Me dijo: «No, Jack, lo necesitamos».

Y era verdad. El periódico necesitaba a gente como Treacher, que manifestara el punto de vista contrario y ofreciera el comentario incendiario para mantener el fuego ardiendo.

– Suena bien -le dije a Angela-. Te dejo para que vuelvas a ponerte con eso; yo subiré y escribiré la previsión para el otro artículo.

– Toma -dijo.

Deslizó una pequeña pila de papeles por la mesa hacia mí.

– ¿Qué es esto?

– Nada, en realidad, pero puede ahorrarte algo de tiempo. Anoche, antes de irme a casa, estuve pensando en el artículo del que me habías hablado. Casi te llamé para charlar más de ello y proponerte trabajar juntos. Pero me corté y entré en Google. Busqué las palabras «asesinato» y «maletero» y encontré que hay una larga historia de gente que termina en los maleteros de los coches. Un montón de mujeres, Jack. Y un montón de mafiosos también.

Di la vuelta a las hojas y miré la página de arriba. Era un artículo del Las Vegas Review Journal de casi un año antes. Supe por el primer párrafo que era sobre la condena de un hombre acusado de asesinar a su exmujer, meter el cadáver en el maletero de su coche y luego aparcarlo en su propio garaje.

– Es una historia que sonaba un poco como la tuya -explicó Angela-. Hay algunos casos históricos, por ejemplo uno local de los años noventa, un tipo del cine al que encontraron en el maletero de su Rolls Royce, aparcado en la colina de encima del Hollywood Bowl. E incluso he encontrado una web que se llama asesinodelmaletero.com, pero todavía está en construcción.

Asentí, vacilante.

– Ah, gracias. No estoy seguro de dónde encajará, pero supongo que es bueno ser concienzudo.

– Sí, eso es lo que pensé.

Apartó la silla y se llevó su taza vacía.

– Vale, pues. Te enviaré por mail una copia del artículo de hoy en cuanto lo tenga listo para mandarlo.

– No tienes por qué. Ahora es tu artículo.

– No, tu nombre también va a salir. Tú hiciste las preguntas que le dieron C y P.

Contenido y profundidad, lo que querían los redactores, sobre lo que se cimentaba la reputación del Times, lo que te grababan en la cabeza desde el primer día que pisabas el Ataúd de Terciopelo. «Dale a tus artículos contenido y profundidad. No te limites a contar lo que ocurre. Cuenta lo que significa y cómo encaja en la vida de la ciudad y del lector.»

– Bueno, gracias -dije-. Avísame y le daré una lectura rápida.

– ¿Quieres que subamos juntos?

– Eh, no, voy a tomar un café y quizás echar un vistazo a este material que has conseguido.

– Como quieras.

Me dedicó una sonrisa de puchero como para decirme que me estaba perdiendo algo realmente bueno y luego se alejó. La vi tirando su taza de café en el cubo y salir de la cafetería. No estaba seguro de lo que estaba ocurriendo. No sabía si era su compañero o su mentor, si la estaba formando para que se hiciera cargo del puesto o ya se había hecho cargo. Mi instinto me decía que, aunque solo me quedaban once días en el trabajo, tendría que cubrirme las espaldas con ella durante todos y cada uno de ellos.


Después de escribir el texto para la previsión que envié por correo electrónico a Prendergast y de dar el visto bueno al artículo de Angela para la edición impresa, encontré un cubículo desocupado en un rincón de la sala de redacción donde podría concentrarme en la transcripción del caso Alonzo Winslow sin que me molestaran las llamadas telefónicas, los mails ni otros periodistas. Estaba plenamente concentrado en la transcripción y mientras leía iba marcando con post-it amarillo las páginas que contenían citas significativas.

La lectura era rápida salvo en lugares donde había algo más que el toma y daca. En un momento dado, los detectives engañaron a Winslow para que reconociera algo que le perjudicara y tuve que leer el pasaje dos veces para comprender lo que habían hecho. Al parecer, Grady sacó una cinta métrica. Le explicó a Winslow que querían medir la línea que iba desde la punta del pulgar a la punta del índice de cada mano.

Winslow cooperó y entonces los detectives anunciaron que las medidas coincidían en un margen de medio centímetro con las marcas de estrangulación en el cuello de Denise Babbit. Winslow respondió con una vigorosa negativa de implicación en el homicidio y entonces cometió un gran error.


WINSLOW: Además, a la zorra no la estrangularon con las manos. Un hijoputa le ató una bolsa de plástico en la cabeza.

WALKER: ¿Y cómo lo sabes, Alonzo?


Casi pude ver a Walker sonriendo al decirlo. Winslow había dado un traspié enorme.


WINSLOW: No lo sé, tío. Lo habrán dicho por la tele o algo. Lo oí en alguna parte.

WALKER: No, hijo, no lo has oído porque no ha salido de aquí. La única persona que lo sabía es la persona que la mató. Y tú vas a hablarnos de ello ahora que todavía podemos ayudarte, ¿o quieres hacerte el tonto y caer con todo el equipo?

WINSLOW: Os estoy diciendo que yo no la maté así, joder.

GRADY: Entonces dinos qué le hiciste.

WINSLOW: Nada, tío. Nada.


El daño ya estaba hecho y el descenso por la pendiente había empezado. No hace falta ser un interrogador en Abu Graib para saber que el tiempo nunca ayuda al sospechoso. Walker y Grady tenían paciencia, y a medida que pasaban los minutos y las horas, la voluntad de Alonzo Winslow finalmente empezó a flaquear. Era demasiado enfrentarse solo a dos policías veteranos que conocían detalles del caso que él ignoraba. A partir de la página 830 del manuscrito el sospechoso se empezó a quebrar.


WINSLOW: Quiero ir a casa. Quiero ver a Ma. Por favor, dejadme hablar con ella y mañana volveré a hablar con vosotros.

WALKER: Eso no va a pasar, Alonzo. No podemos soltarte hasta que conozcamos la verdad. Si quieres empezar a contárnosla, entonces podemos hablar de llevarte a casa con Ma.

WINSLOW: Yo no lo hice. No conocía a esa zorra.

GRADY: Entonces, ¿cómo es que tus huellas estaban en todo el coche? ¿Y por qué sabías cómo la estrangularon?

WINSLOW: No lo sé. No puede ser verdad lo de las huellas, me estáis mintiendo, cabrones.

WALKER: Crees que te estamos mintiendo porque limpiaste bien ese coche, pero olvidaste algo, Alonzo: ¡el retrovisor! ¿Recuerdas que lo giraste para asegurarte de que nadie te seguía? Sí, eso fue. Ese fue el error que te va a poner en una celda durante el resto de tu vida a menos que reconozcas las cosas y seas un hombre y nos cuentes lo que pasó.

GRADY: Podemos entenderlo… Una chica guapa como esa. Quizá te habló mal o quizá quería cambiar conejo por caballo; sabemos cómo funciona. Pero pasó algo y acabó muerta. Si puedes contárnoslo, podremos trabajar contigo, quizás incluso llevarte a ver a Ma.

WINSLOW: No, tíos, no os enteráis.

WALKER: Alonzo, estoy cansado de tus mentiras. Yo también quiero irme a casa. Llevamos demasiado tiempo en esto, tratando de ayudarte. Quiero ir a casa a cenar. Así que, o lo solucionamos ahora, o te vas a una celda. Llamaré a tu Ma y le diré que no vas a volver nunca.

WINSLOW: ¿Por qué queréis hacerme esto? Yo no soy nadie, tíos. ¿Por qué queréis cargarme esta mierda?

GRADY: Te la cargaste tú solo, chico, cuando la estrangulaste.

WINSLOW: No lo hice.

WALKER: Como quieras. Puedes contarle eso a Ma a través del cristal cuando te venga a visitar. Levántate. Te vas a una celda y yo me vuelvo a casa.

GRADY: ¡Te ha dicho que te levantes!

WINSLOW: Está bien, está bien. Os lo contaré. Os contaré lo que sé y luego me soltáis.

GRADY: Nos contarás lo que pasó de verdad.

WALKER: Y luego hablamos de ello. Tienes diez segundos o se acabó.

WINSLOW: Vale, vale, os lo cuento. Estaba paseando a Fuckface, vi el coche al lado de las torres y cuando miré dentro vi las llaves y su bolso allí.

WALKER: Espera un momento. ¿Quién es Fuckface?

WINSLOW: Mi perro.

WALKER: ¿Tienes un perro? ¿Qué clase de perro?

WINSLOW: Uno para protección. Tipo pitbull.

WALKER: ¿Es un perro de pelo corto?

WINSLOW: Sí, corto.

WALKER: De pelaje corto. No tiene el pelo largo.

WINSLOW: No, tiene el pelo corto.

WALKER: Vale. ¿Dónde estaba la chica?

WINSLOW: En ninguna parte, tío. Ya os he dicho que nunca la vi, cuando estaba viva quiero decir.

WALKER: Ajá, así que esta es una historia de un chico y su perro. ¿Qué pasó después?

WINSLOW: Después me metí dentro y arranqué.

Walker: ¿Con el perro?

WINSLOW: Sí, con mi perro.

WALKER: ¿Adónde fuiste?

WINSLOW: Solo a dar un rulo. A tomar el aire.

WALKER: Muy bien, ya está. Estoy harto de tus mentiras. Es hora de irnos.

WINSLOW: Espera, espera. Fui a los contenedores, ¿vale? En Rodia. Quería ver qué había en el coche, ¿vale, tío? Así que aparqué y miré en el bolso y había como doscientos cincuenta dólares; miré en la guantera y luego abrí el maletero, y allí estaba: desnuda como el día del juicio, y ya estaba muerta, tío. Estaba desnuda pero no la toqué. Eso es todo.

GRADY: Entonces nos estás diciendo, y esperas que lo creamos, que robaste el coche y ya estaba la chica muerta en el maletero.

WINSLOW: Eso es, tío. No me vais a cargar nada más. Cuando la vi allí, vi que la había cagado. Cerré el maletero antes de lo que tardas en decir hijoputa. Me llevé el coche lejos de allí y pensé en volver a dejarlo donde lo había encontrado, pero luego pensé que eso metería presión a mis chicos, así que lo llevé hasta la playa. Pensé que como era una chica blanca, mejor llevarla a un barrio blanco. Eso es lo que hice, nada más.

WALKER: ¿Cuándo limpiaste el coche?

WINSLOW: Allí mismo, tío. Como has dicho, se me pasó el espejo. Puta mierda.

WALKER: ¿Quién te ayudó a dejar el coche?

WINSLOW: Nadie me ayudó. Iba solo.

WALKER: ¿Quién limpió el coche?

WINSLOW: Yo.

WALKER: ¿Dónde y cuándo?

WINSLOW: En el aparcamiento, cuando llegué allí.

GRADY: ¿Cómo volviste al barrio?

WINSLOW: Caminando casi todo el rato. Caminé toda la puta noche hasta Oakwood y allí cogí un bus.

WALKER: ¿El perro todavía iba contigo?

WINSLOW: No, tío, se lo dejé a mi novia. Se queda allí porque a Ma no le gusta tener un perro en la casa por la ropa de la gente y tal.

WALKER: Entonces, ¿quién mató a la chica?

WINSLOW: ¿Y yo qué sé? Estaba muerta cuando la encontré.

WALKER: Tú solo robaste el coche y te llevaste el dinero.

WINSLOW: Eso es, tío. Es lo único que tenéis. Eso lo reconozco.

WALKER: Bueno, Alonzo, eso no se ajusta a las pruebas que tenemos. Tenemos tu ADN en ella.

WINSLOW: No, ¡eso es mentira!

WALKER: Sí, lo tenemos. La mataste, chaval, y vas a pagar por ello.

WINSLOW: ¡No! ¡Yo no maté a nadie!


Y así continuó durante otras cien páginas, con los detectives lanzando mentiras y acusaciones a Winslow y este negándolas. Pero al leer esas últimas páginas, enseguida me di cuenta de algo que destacaba como un titular de cuerpo setenta y dos. Alonzo Winslow nunca dijo que lo hizo; no admitió haber estrangulado a Denise Babbit. Si acaso lo negó docenas de veces. La única confesión de la llamada confesión era el reconocimiento de que había cogido el dinero de la víctima y luego abandonado su coche con el cadáver dentro. Pero había un buen trecho entre eso y confesar el crimen.

Me levanté y volví rápidamente a mi cubículo. Rebusqué en la pila de papeles de mi bandeja el comunicado de prensa que había distribuido el Departamento de Policía de Santa Mónica después de que detuvieran a Winslow por el asesinato. Por fin lo encontré y me senté a releer los cuatro párrafos. Sabiendo lo que ahora sabía de la transcripción, me di cuenta de cómo la policía había manipulado a los medios con algo que en realidad no era cierto.


La Policía de Santa Mónica anunció hoy que se ha detenido a un joven de 16 años miembro de una banda del sur de Los Ángeles por la muerte de Denise Babbit. El joven, cuyo nombre no se hace público debido a su edad, se encuentra en un centro de menores de Sylmar.

Portavoces de la policía anunciaron que la identificación de huellas dactilares encontradas en el coche de la víctima después de que su cadáver fuera puesto en el maletero el sábado por la mañana condujo a los detectives al sospechoso. Este fue detenido el domingo en el barrio de Rodia Gardens, en Watts, donde se cree que se produjo el secuestro y asesinato.

El sospechoso se enfrenta a cargos por homicidio, secuestro, violación y robo. En su confesión a los investigadores, el sospechoso dijo que trasladó el coche con el cadáver en el maletero a un aparcamiento de playa en Santa Mónica para alejar las sospechas de que Babbit había sido asesinada en Watts.

El Departamento de Policía de Santa Mónica desea dar las gracias al Departamento de Policía de Los Ángeles por la detención del sospechoso.


El comunicado de prensa no era impreciso. No obstante, ahora lo veía cínico y me di cuenta de que estaba cuidadosamente redactado para expresar algo que no era cierto, para dar a entender que existía una confesión plena del asesinato cuando en realidad no había nada que se le pareciera. El abogado de Winslow tenía razón: la confesión no se sostenía y había una posibilidad sólida de que su cliente fuera inocente.

Puede que en el campo del periodismo de investigación derrocar a un presidente sea como hallar el Santo Grial pero, cuando se trata del más humilde periodismo de sucesos, demostrar la inocencia de un condenado es lo que más se le parece. No importa cómo trató de explicarlo Sonny Lester el día que fuimos a Rodia Gardens: sacar a un hombre inocente lo supera todo. Alonzo Winslow todavía no había sido declarado culpable, pero en los medios ya lo habían condenado.

Yo había formado parte del linchamiento y en ese momento vi que tenía una oportunidad de cambiar todo eso y hacer lo correcto. Quizá podría rescatarlo.

Pensé en algo y busqué lo que había impreso Angela después de su pesquisa de casos de asesinato con cadáveres en el maletero y recordé que lo había tirado. Me levanté, salí rápidamente de la redacción y volví a bajar por la escalera a la cafetería. Fui derecho al contenedor de basura que había usado después de echar un vistazo a los papeles que Angela me había entregado como oferta de paz. Los había examinado y descartado, pensando en ese momento que no había forma de que artículos sobre otras víctimas que habían terminado en un maletero guardaran relación alguna con un artículo sobre la colisión de un asesino confeso de dieciséis años y su víctima.

Ahora ya no estaba tan seguro. Recordaba detalles de las noticias de Las Vegas que ya no parecían tan distantes a la luz de mis conclusiones tras la supuesta confesión de Alonzo.

El contenedor era un gran cubo de uso industrial. Levanté la tapa y vi que estaba de suerte. Las hojas impresas estaban encima de los residuos del día, así que me tranquilicé.

Caí en la cuenta de que podría haber entrado en Google y haber hecho la misma búsqueda que había efectuado Angela en lugar de hurgar en un cubo de basura, pero ya estaba metido hasta el fondo y sería más rápido. Saqué los papeles para ir a leerlos a una mesa.

– ¡Eh!

Al volverme, vi a una mujer voluminosa con el pelo recogido en una redecilla que me miraba con los brazos en jarras.

– ¿Va a dejar eso así?

Miré a mi espalda y vi que había dejado la tapa del cubo en el suelo.

– Lo siento.

Volví a poner la tapa en su lugar y concluí que sería mejor revisar los artículos en la redacción. Al menos los redactores no llevaban redecillas.

De nuevo en mi mesa, hojeé la pila. Angela había encontrado varias historias sobre cadáveres hallados en maleteros; la mayoría eran bastante antiguas y parecían irrelevantes. Sin embargo, una serie de artículos del Las Vegas Review Journal no lo eran. Había cinco y más o menos repetían la misma información: eran sobre la detención y juicio de un hombre acusado de matar a su exmujer y meter el cadáver en el maletero de su propio coche.

Curiosamente, los artículos estaban escritos por un periodista al que conocía. Rick Heikes había trabajado para el Los Angeles Times hasta que aceptó una de las primeras bajas incentivadas. Cobró el cheque del Times y enseguida encontró trabajo en el Review Journal, y seguía allí desde entonces. El Times era el perdedor, porque había dejado que otro buen profesional se fuera a otro periódico.

Examiné rápidamente los artículos hasta que encontré el que recordaba. Era una noticia sobre el testimonio del forense del condado de Clark en el juicio.


EL FORENSE CONCLUYE QUE LA EXMUJER DE BRIAN OGLEVY

FUE RAPTADA Y TORTURADA DURANTE HORAS


Por Rick Heikes

De la redacción del Review Journal


Los resultados de la autopsia mostraron que Sharon Oglevy fue estrangulada más de doce horas después de su rapto, según declaró el miércoles el forense del condado de Clark en el juicio por homicidio contra el exmarido de la víctima.

Gary Shaw testificó por la fiscalía y reveló nuevos detalles del secuestro, violación y asesinato. Declaró que durante la autopsia se determinó que la muerte se produjo entre 12 y 18 horas después de que un testigo viera que metían a la fuerza a Oglevy en una furgoneta en un garaje de detrás del Cleopatra Casino and Resort, donde la víctima trabajaba de bailarina en el show exótico Femmes Fatales.

«Estuvo al menos doce horas con su secuestrador y le hicieron cosas horribles antes de matarla», testificó Shaw a preguntas del fiscal.

Al día siguiente, el cadáver de Oglevy fue hallado en el maletero del coche de su exmarido por agentes de policía que habían ido a su casa de Summerland para preguntar si conocía el paradero de su exmujer. El exmarido permitió a la policía que registrara la casa y se halló el cadáver en el maletero del coche aparcado en el garaje. El matrimonio se había disuelto ocho meses antes en un disputado divorcio. Sharon Oglevy había solicitado una orden de alejamiento que prohibía que su exmarido, jugador de blackjack, se acercara a menos de treinta metros. En su solicitud, la víctima había dicho que él había amenazado con matarla y enterrarla en el desierto.

Brian Oglevy fue acusado de homicidio en primer grado, secuestro y violación con un objeto extraño. Los investigadores creen que había metido el cadáver de la víctima en el maletero con la intención de enterrarlo después en el desierto. El acusado, que ha negado que matara a su exmujer y asegura que le han tendido una trampa para que cargara con la culpa del homicidio, permanece en prisión preventiva sin fianza desde su detención.

Shaw proporcionó al jurado varios detalles horrendos y escabrosos sobre el homicidio. Declaró que Sharon Oglevy fue violada y sodomizada repetidamente con un objeto extraño que le dejó importantes heridas internas. Explicó que los niveles de histamina del cadáver eran inusualmente altos, lo cual indicaba que las heridas que habían provocado que el organismo segregara esa sustancia química se habían producido antes de la muerte por asfixia.

Shaw testificó que Oglevy había sido asfixiada con una bolsa de plástico que le habían atado al cuello. Dijo que las diferentes marcas de cuerdas en el cuello de la víctima y el alto nivel de hemorragia en torno a los ojos indicaban que la habían asfixiado lentamente y que probablemente había perdido y recuperado la consciencia varias veces.

Pese a que el testimonio de Shaw aclaró gran parte de la teoría del fiscal sobre cómo se produjo el asesinato, todavía quedan interrogantes. La policía metropolitana de Las Vegas no ha conseguido determinar el lugar donde Brian Oglevy presuntamente retuvo y luego asesinó a su exesposa. Los técnicos de la escena del crimen pasaron tres días examinando su casa después de la detención y determinaron que era poco probable que el asesinato se hubiera cometido allí. Tampoco existen pruebas que relacionen al acusado con una furgoneta en la que según los testigos fue secuestrada Sharon Oglevy.

El abogado de Brian Oglevy, William Schifino, protestó en varias ocasiones durante el testimonio del fiscal, pidiendo al juez que impidiera que Shaw expresara su punto de vista personal de los detalles en su testimonio. Schifino tuvo éxito en ocasiones, pero en su mayor parte el juez dejó que Shaw se expresara.

El juicio continúa hoy. Se espera que Schifino presente su defensa en algún momento de la semana que viene. Brian Oglevy ha negado haber matado a su exmujer desde que se produjo el crimen, pero no ha ofrecido ninguna teoría sobre quién la asesinó y le tendió a él una trampa.


Estudié los artículos del Review Journal que se escribieron antes y después del que acababa de leer, y nada me cautivó tanto como el informe de la autopsia. Las horas de desaparición, la bolsa de plástico y la asfixia lenta eran descripciones que coincidían con las del asesinato de Denise Babbit. Y, por supuesto, el maletero del coche era la coincidencia más grande de todas.

Me aparté del escritorio, pero me quedé sentado, pensando. ¿Podía haber una conexión o estaba sumido en una fantasía de periodista viendo a gente inocente acusada de crímenes que no habían cometido? ¿Angela, a su manera aplicada pero ingenua, había dado con algo que había pasado inadvertido a todas las fuerzas del orden?

No lo sabía… todavía. Pero había una forma de averiguarlo. Tenía que ir a Las Vegas.

Me levanté y me dirigí a la Balsa. Tenía que informar a Prendo y conseguir una autorización de viaje. Pero cuando llegué, su silla estaba vacía.

– ¿Alguien ha visto a Prendo? -pregunté a los otros SL de la Balsa.

– Se ha ido a comer temprano -dijo uno-. Debería volver dentro de una hora.

Miré mi reloj. Eran las cuatro y necesitaba ponerme en marcha; primero tenía que pasar por casa a preparar una bolsa y luego dirigirme al aeropuerto. Si no podía coger un avión enseguida, iría en coche. Eché un vistazo al cubículo de Angela Cook y vi que también estaba vacío. Me acerqué a la centralita y miré a Lorene. Ella se apartó un auricular.

– ¿Se ha marchado Angela Cook?

– Dijo que se iba a comer algo con su redactor, pero que volvería. ¿Quieres su número de móvil?

– No, gracias, lo tengo.

Me dirigí a mi escritorio con la sospecha y la rabia creciendo en mi interior a partes iguales. Mi SL y mi sustituta se habían ido juntos a compartir el pan y a mí no me habían informado ni invitado. Para mí solo significaba una cosa: estaban planeando su siguiente asalto a mi artículo.

No me preocupaba. Les llevaba un paso de ventaja, un paso de gigante, y planeaba continuar así. Mientras ellos urdían su trama, yo iría a por el caso. Y llegaría antes que ellos.

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