Capítulo VI

Cuando sor Síomha no apareció en la residencia de huéspedes media hora después de mediodía, a la hora en que la había citado Fidelma, ésta decidió ir en busca de la administradora de la comunidad. Comprobó la hora al pasar ante el reloj de sol de bronce situado en el centro del patio que ostentaba una rimbombante inscripción en latín: Horas non numero nisi serenas («No cuento las horas si no son soleadas»). El día era frío pero, sin duda, claro y soleado. Las nubes con nieve que habían pasado durante la noche hacía tiempo que se habían ido.

Fue la joven sor Lerben quien pudo indicar el camino a Fidelma hasta la torre que se elevaba detrás de la iglesia de madera. Fidelma había descubierto que sor Lerben era más una criada personal que una simple ayudante de la abadesa. Lerben dijo a Fidelma que encontraría a sor Síomha en la torre, ocupándose del reloj de agua. La torre era una gran construcción situada justo al lado del almacén de piedra donde Fidelma había entrado la noche anterior. La base de la torre era de piedra y los pisos superiores de madera, y alcanzaban una altura de treinta y cinco pies. Fidelma vio, en la parte superior de la torre, la campana principal que llamaba a la oración a los miembros de la comunidad.

A medida que ascendía por las escaleras de madera en el interior de la base de piedra, Fidelma se fue sintiendo más molesta por la arrogancia de la administradora, que había ignorado su requerimiento. Si un dálaigh exigía la presencia de un testigo, éste tenía que obedecer so pena de recibir una multa. Fidelma decidió que se aseguraría de que la orgullosa sor Síomha aprendiera la lección.

La torre cuadrada estaba constituida por una serie de salas situadas una encima de la otra, con suelo de tablas de abedul que se apoyaban en pesadas vigas de roble. Unas escaleras conducían de una sala a otra. Cada cámara tenía cuatro ventanitas que daban a los cuatro lados del edificio, pero esas aberturas oscurecían las estancias en vez de proporcionarles luz. La torre en sí, o al menos los dos primeros pisos, estaba ocupada por la tech-screptra, la «casa de los manuscritos» o biblioteca de la comunidad. Unos marcos de madera recorrían la habitación con filas de perchas o colgadores. De cada uno de ellos pendía una tiag liubhar o saca para libro.

Fidelma se detuvo asombrada ante aquella colección de volúmenes que poseía la abadía de El Salmón de los Tres Pozos. Debía de haber más de cincuenta colgados de los ganchos en los dos primeros pisos. Fidelma examinó con atención varios de ellos y encontró, para gran sorpresa suya, copias de los trabajos del eminente erudito irlandés Longarad de Sliabh Marga. Otra saca contenía las obras de Dallán Forgaill de Connacht, que había presidido las grandes asambleas de bardos de su tiempo y que había sido asesinado hacía setenta años. Las sospechas habían recaído en Guaire el Hospitalario, rey de Connacht, pero nunca se pudo probar su implicación. Era uno de los grandes misterios que Fidelma consideraba a menudo, y habría deseado vivir en aquellos tiempos para poder resolver el enigma de la muerte de Dallán.

Miró en el interior de una tercera saca y encontró una copia de Teagasc Rí, La enseñanza del Rey. El autor de este trabajo era el Rey Supremo Cormac Mac Art, que había muerto en Tara en 254. Aunque no se convirtió a la fe, era conocido como uno de los monarcas más sabios y benefactores. Había escrito el libro de instrucciones sobre la vida, la salud, el matrimonio y las costumbres. Fidelma sonrió al recordar su primer día de enseñanza con su mentor, el brehon Morann de Tara. Se había mostrado tímida y casi con miedo a hablar. Morann había citado una línea del libro de Cormac: «Si sois demasiado habladora, no os prestarán atención; si sois demasiado callada, no os tomarán en consideración».

Fidelma frunció el ceño mientras examinaba las hojas de pergamino del libro. Muchas de ellas estaban manchadas de un barro rojizo. ¿Cómo podía permitir cualquier buen bibliotecario que un tesoro como ése estuviera tan pintarrajeado? Pensó en hablar de ello con la bibliotecaria y volvió a dejarlo en su saca, mientras se echaba en cara haberse olvidado momentáneamente del propósito que la había llevado a la torre.

Con desgana, salió de la biblioteca y subió hasta el tercer piso. Allí había una habitación dispuesta para los escribas y copistas de la comunidad. Ahora estaba vacía, pero había escritorios preparados con montones de plumas de oca, cisne y cuervo listas para ser afiladas. Algunos tableros estaban ya con las vitelas, las pieles de cordero, cabra o ternero extendidas. Había botes de tinta hecha con carbón, negra y duradera.

Fidelma miró en torno suyo y supuso que los escribientes que ocupaban la sala estaban comiendo después del ángelus de mediodía. El pálido sol se filtraba hasta la habitación a través de las ventanas del sur y del oeste, y la iluminaba con un haz de luz traslúcida, que le daba un aspecto cálido y cómodo a pesar del aire glacial. Era un lugar espacioso y seguro para trabajar, le pareció a Fidelma. Desde allí la vista era impresionante. Hacia el sur y el oeste, a través de las ventanas, veía el mar reluciente y los cabos entre los que se extendía la cala. El barco galo seguía anclado. Tenía las velas enrolladas pero a bordo no se veía señal de Odar ni de sus hombres. Supuso que estarían descansando o comiendo. El agua chispeaba alrededor de la nave, reflejando el azul pastel del cielo. Mirando directamente hacia el oeste, se veía la fortaleza de Adnár, y si se dirigía la vista hacia el norte y el este, los bosques y los picos cubiertos de nieve de las montañas que había detrás de la abadía; picos que recorrían la península como la espalda de un lagarto.

Se acercó a la ventana orientada al norte para mirar. Abajo, los edificios de la abadía se extendían alrededor de un gran claro al pie del cabo. El lugar parecía desierto ahora, y le confirmaba que las hermanas estaban comiendo en el refectorio. La abadía de El Salmón de los Tres Pozos estaba, sin duda, situada en un lugar realmente hermoso. La gran cruz se alzaba, blanca, bajo el sol. Justo debajo estaba el patio, con el reloj de sol en el centro. Había numerosos edificios que no se comunicaban entre sí y que formaban los laterales del patio, con la gran iglesia de madera, la duirthech, ocupando el lateral sur del patio enlosado. Detrás de los edificios principales que daban al patio había otras muchas construcciones de madera y algunas de piedra, donde vivían y trabajaban los miembros de la comunidad.

Fidelma estaba a punto de regresar al interior de la estancia cuando vio algo que se movía en un sendero, a una media milla de distancia de la abadía. Había un caminito que parecía descender de las montañas, desaparecía tras una línea de árboles e iba probablemente en dirección a la fortaleza de Adnár. Una docena de jinetes avanzaba con cautela por aquel sendero. Fidelma entornó los ojos para ver mejor. Tras los jinetes, más hombres avanzaban corriendo. Sintió lástima de ellos al ver que tenían que mantener el paso de los caballos por aquel terreno rocoso e inclinado.

No podía distinguir nada, salvo que los primeros caballeros iban ricamente equipados. El sol hacía relucir los vivos colores de sus vestimentas y también centellear los bruñidos escudos de varios de los hombres montados. A la cabeza de la columna, uno de los jinetes portaba un gran estandarte. Una corriente de seda, con emblemas que ella no podía distinguir, se sacudía y retorcía bajo la brisa. Fidelma frunció el ceño al ver algo extraño en los hombros de uno de los jinetes. Desde allí, en un primer momento le pareció que tuviera dos cabezas. ¡No! De vez en cuando veía que aquella cosa se movía, y se dio cuenta de que encaramado en el hombro del jinete iba un gran halcón. La fila de caballeros, con los infantes tras ellos, pasó bajó la hilera de árboles y Fidelma los perdió de vista.

Se quedó un rato preguntándose si volvería a verlos de nuevo, pero el espeso robledal los ocultaba. Sintió curiosidad por saber quiénes podrían ser y luego se olvidó. No tenía sentido perder el tiempo en eso si no tenía manera de contestar la pregunta.

Se alejó de la ventana y se dirigió hacia las escaleras que conducían al cuarto y último piso de la torre.

Entró en el piso superior por una trampilla, sin detenerse a llamar o anunciar de alguna manera su presencia.

Sor Síomha estaba inclinada sobre un gran cuenco de bronce que estaba colocado sobre un hogar de piedra y humeaba suavemente. La rechtaire de la comunidad alzó la mirada airada con un airado fruncimiento de ceño y luego cambió un poco de expresión al reconocer a Fidelma.

– Me preguntaba cuándo vendríais -dijo la administradora de la comunidad con tono irritado.

Por una vez, Fidelma se quedó sin palabras. Abrió bien los ojos de forma involuntaria.

Sor Síomha se detuvo a ajustar un cuenquito de cobre que flotaba sobre el gran recipiente de bronce y luego se irguió y se giró hacia Fidelma.

Una vez más a Fidelma le pareció que aquella cara angelical no encajaba con la actitud y el cargo de rechtaire. Fidelma la examinó minuciosamente; tenía los ojos grandes y de color ámbar. Sus labios eran carnosos y aquí y allá un mechón de cabello negro asomaba por debajo de su tocado. Su rostro estaba salpicado de pecas. La joven hermana transmitía una imagen de ingenuidad e inocencia. Sin embargo, algo brillaba en el fondo de aquellos ojos color de ámbar, una expresión que a Fidelma le costaba interpretar. Era un fuego como de inquietud y enfado.

Fidelma frunció el ceño e intentó recuperar su enojo.

– Quedamos en encontrarnos en el hostal a mediodía… -empezó a decir, pero con gran sorpresa vio que la joven hermana negaba firmemente con la cabeza.

– No quedamos en nada -replicó con tono brusco-. Vos me dijisteis que estuviera allí a mediodía y luego os marchasteis antes de que pudiera contestar.

Fidelma estaba asombrada. Desde luego era una interpretación de la conversación. Sin embargo, había que tener en cuenta el atrevimiento inicial de la joven, que había hecho reaccionar a Fidelma para poner freno a la insolencia y falta de respeto que mostraba hacia su labor. Obviamente, no había aprendido la lección.

– ¿Os dais cuenta, sor Síomha, de que soy abogada de los tribunales y que tengo ciertos derechos? Os he convocado ante mi presencia como testigo, y el hecho de que hayáis desobedecido os obliga a pagar una multa.

Sor Síomha sonrió con arrogancia.

– No me preocupan vuestras leyes. Yo soy la administradora de esta comunidad y son mis responsabilidades aquí las que requieren mi atención. Mi primer deber es con mi abadesa y la regla de esta comunidad.

Fidelma tragó saliva bruscamente.

No sabía si el comportamiento de la joven hermana se debía a la inocencia o simplemente a la terquedad.

– Entonces tenéis mucho que aprender -contestó Fidelma cortante-. Me pagaréis esa multa, pues yo la encuentro justa y, para asegurarme de vuestra buena disposición, eso tendrá lugar ante la abadesa Draigen. Mientras tanto, explicadme cómo es que estabais con sor Brónach cuando el cadáver se sacó del pozo.

Sor Síomha abrió la boca como si fuera a discutir con Fidelma, pero luego cambió de opinión. Entonces se dirigió a una silla y se dejó caer en ella. Nada en su porte indicaba que era una religiosa. No se movía con calma, no cruzaba las manos con modestia, no había sumisión contemplativa. Su cuerpo mostraba agresividad y arrogancia.

Era el único asiento que había en la habitación, y a Fidelma no le quedó más remedio que quedarse de pie ante la muchacha sentada. Fidelma echó rápidamente una mirada alrededor. La estancia, como las otras, tenía cuatro ventanas, pero eran más grandes que las de los pisos inferiores. Había un montón de leños y ramitas en un rincón. En el otro lado, estaba el hogar de piedra cuyo humo se escapaba por la abertura oeste, aunque, con la brisa cambiante, a veces el humo volvía hacia el interior y llenaba la habitación de un olor acre. Una mesita, con tablillas para escribir y algunos graib, o estilos de metal, era el único mobiliario que había. Sin embargo, delante de la ventana norte había un gran gong de cobre y un palo.

En otro rincón había una escalera que daba acceso al terrado de la torre, donde estaba la estructura de la que colgaba la gran campana de bronce. Cuando llegaba la hora de un servicio o de una oración, una hermana subía y la hacía sonar.

Fidelma reparó en todo esto con una breve mirada. Luego, volvió a posar la vista sobre sor Síomha, que seguía sentada.

– No habéis contestado mi pregunta -dijo Fidelma con suavidad.

– Sin duda sor Brónach os ha dicho lo que sucedió -respondió con tozudez.

La expresión de Fidelma dejaba traslucir un fulgor peligroso.

– Y ahora me lo vais a decir vos.

La administradora contuvo un suspiro. Su voz sonó monótona, como la de un niño que repite una lección ya sabida.

– Era la obligación de sor Brónach sacar agua del pozo cada día. Cuando la abadesa Draigen regresa de las oraciones de mediodía en la iglesia, sor Brónach ya tiene normalmente el agua preparada en su habitación. Aquel día no había rastro del agua ni de sor Brónach. Yo estaba con la abadesa y ésta me pidió, como administradora que soy, que fuera en busca de Brónach…

– ¿Sor Brónach es la portera de esta abadía, no es así? -interrumpió Fidelma, que conocía perfectamente la respuesta, pero que buscaba la manera de cortar aquel tono monótono.

Síomha parecía desconcertada, pero movió ligeramente la cabeza en un gesto afirmativo.

– Lleva aquí muchos años. Es la de más edad de casi todas las integrantes de esta comunidad, salvo por la bibliotecaria, que es la mayor. Tiene ese cargo más por su edad que por su capacidad.

– No es de vuestro agrado, ¿no es así? -observó Fidelma secamente.

– ¿Agrado? -La joven se mostró sorprendida por la pregunta-. ¿No fue Esopo quien escribió que no pueden agradarse las cosas que no se parecen? Entre sor Brónach y yo no hay ninguna afinidad.

– No hace falta ser el alma gemela de alguien para sentir afecto por él.

– La compasión no es la base del afecto -replicó la joven-. Ése es el único sentimiento que me despierta sor Brónach.

Fidelma se dio cuenta de que sor Síomha no carecía de inteligencia, a pesar de su vanidad. Tenía una habilidad verbal que ocultaba sus pensamientos más íntimos. Pero, al menos, Fidelma había cortado su tono. Se podía percibir mucho más cuando la voz era más animada. Fidelma decidió probar con otra táctica.

– Tengo la impresión de que no tenéis amistad con muchas de las hermanas de la comunidad. ¿Es así?

Esa idea la había colegido de su charla con sor Brónach, pero le sorprendió ver que Síomha no la negaba.

– Como administradora, mi trabajo no consiste en agradar a todos. Tengo que tomar muchas decisiones. No todas ellas son del gusto de la comunidad. Pero soy rechtaire y tengo un puesto de responsabilidad.

– Pero vuestras decisiones requieren la aprobación de la abadesa Draigen, por supuesto.

– La abadesa confía en mí implícitamente -dijo la joven con cierta jactancia.

– Ya entiendo. Bien, continuemos con el descubrimiento del cuerpo. Así que, a petición de la madre abadesa, fuisteis en busca de sor Brónach.

– Estaba junto al pozo, pero tenía dificultades para tirar de la cuerda. Yo pensé que intentaba excusar su tardanza.

– ¿Ah sí? ¿Y eso?

– Yo había sacado agua una o dos horas antes y no me había costado.

Fidelma se inclinó rápidamente.

– ¿Recordáis con precisión a qué hora habíais sacado agua del pozo?

Sor Síomha ladeó la cabeza, como reflexionando.

– No más de dos horas antes.

– Y en ese momento no había por supuesto nada extraño…

– Si hubiera habido algo -contestó sor Síomha con gran ironía-, yo lo hubiera dicho.

– Por supuesto. Pero, ¿había algo anormal alrededor del pozo? Algún rastro inquietante, manchas de sangre en la nieve?

– Nada.

– ¿Había alguien más con vos?

– ¿Por qué habría de haber alguien?

– No importa. Simplemente quería asegurarme de que podíamos limitar el tiempo en que el cuerpo se metió en el pozo. Al parecer la muchacha fue introducida en el poco tiempo antes de ser encontrada. Eso significaría que quienquiera que la metiera en el pozo lo hizo a plena luz del día, con la posibilidad de que lo viera alguien de la abadía. ¿No os parece extraño?

– No sé qué decir.

– Muy bien. Continuad.

– Tiramos de la cuerda, cosa que nos costó tiempo y esfuerzo. Entonces vimos que el cadáver estaba atado a ella. Cortamos la cuerda y fuimos a buscar a la abadesa.

Los detalles encajaban con los que había proporcionado sor Brónach.

– ¿Reconocisteis el cadáver?

– No. ¿Por qué habría de hacerlo? -preguntó con brusquedad.

– ¿Falta alguien de esta comunidad?

Los grandes ojos color ámbar se abrieron perceptiblemente. Por un momento Fidelma estuvo segura de que un destello de temor revoloteaba en las profundidades insondables.

– Alguien había desaparecido, ¿quién era? -preguntó Fidelma rápidamente, con la esperanza de sacar ventaja de aquella casi imperceptible reacción.

Sor Síomha parpadeó y luego volvió a recuperar el control de sí misma.

– No tengo ni idea de lo que estáis hablando -replicó-. No ha desaparecido nadie -Fidelma consiguió captar la débil inflexión- de nuestra comunidad. Si lo que intentáis decir es que el cuerpo era de una de nuestras hermanas, estáis equivocada.

– Pensadlo bien y recordad cuál es el castigo por no decir la verdad a un oficial de los tribunales.

Sor Síomha se levantó airada.

– No tengo por qué mentir. ¿De qué me acusáis? -exigió.

– No os acuso de nada… por ahora -contestó Fidelma, sin inmutarse ante aquel desafío-. ¿Así que afirmáis que no ha desaparecido nadie de la comunidad? ¿Todas las hermanas están aquí?

– Sí.

Fidelma no pudo evitar percibir una ligera indecisión en la respuesta de sor Síomha. Sin embargo, no tenía sentido seguir presionando a la administradora y continuó.

– Cuando fuisteis en busca de la abadesa, ¿dio ésta alguna muestra de que reconocía el cadáver?

La administradora se la quedó mirando un momento como si intentara descubrir los motivos que se ocultaban tras la pregunta.

– ¿Por qué iba a reconocer el cadáver la abadesa? De todas maneras, no tenía cabeza.

– Así que la abadesa Draigen se mostró sorprendida y horrorizada al ver el cadáver.

– Desde luego, como todas.

– ¿Y no tenéis ni idea de a quién pudo pertenecer ese cuerpo?

– ¡Santo Dios! -soltó la joven-. Ya he hablado demasiado. Me parece que vuestras preguntas son absolutamente inaceptables e informaré de todo esto a la abadesa Draigen.

Fidelma sonrió ligeramente.

– Ah, sí, la abadesa Draigen. ¿Qué relación tenéis con ella?

La mirada hostil de la administradora vaciló.

– No entiendo bien lo que queréis decir -dijo con voz fría y un cierto tono amenazador.

– Yo creo que me he expresado con claridad.

– Disfruto de la confianza de la abadesa.

– ¿Cuánto tiempo hace que sois rechtaire aquí?

– Ahora ha hecho un año.

– ¿Cuándo os incorporasteis a la comunidad?

– Hace dos años.

– ¿No es eso poco tiempo para estar en una comunidad y que ya os hayan confiado el segundo cargo más importante de la abadía, el de rechtaire?

– La abadesa Draigen confió en mí.

– Eso no es lo que he preguntado.

– Soy competente. ¿Si alguien tiene aptitudes para un trabajo tiene alguna importancia si es joven o no?

– Sin embargo, por lo que yo sé, considero que el tiempo transcurrido entre vuestra llegada y el nombramiento en este cargo es realmente corto.

– No tengo elementos para comparar.

– ¿Estabais en otra comunidad religiosa antes de llegar aquí?

Sor Síomha negó con la cabeza.

– ¿Entonces, a qué edad entrasteis aquí?

– A los dieciocho.

– ¿Así que no tenéis más de veinte?

– Me falta un mes para cumplir veintiuno -replicó la joven poniéndose a la defensiva.

– Entonces, realmente la abadesa Draigen debe confiar en vos implícitamente. Tengáis o no aptitudes para el trabajo, sois joven para tener el cargo de rechtaire -dijo Fidelma con solemnidad. Y antes de que sor Síomha pudiera responder, añadió-: Y vos, por supuesto, confiáis en la abadesa Draigen.

La muchacha frunció el ceño, incapaz de ver hacia dónde se dirigía el cuestionario de Fidelma.

– Por supuesto que sí. Es mi abadesa y la superiora de esta comunidad.

– ¿Y os agrada?

– Es una consejera sabia y firme.

– ¿No tenéis nada que decir contra ella?

– ¿Qué habría de decir? -soltó sor Síomha-. Os repito que no me gustan vuestras preguntas.

La muchacha se quedó mirando a Fidelma con una expresión de suspicacia e irritación.

– Las preguntas no son algo que a uno le tenga que gustar o no. Se han de contestar cuando las hace un dálaigh de los tribunales brehon. -Una vez más Fidelma decidió rechazar el desafío a su autoridad con una respuesta punzante.

Sor Síomha parpadeó rápidamente. Fidelma consideró que no debía de estar acostumbrada a que la desafiaran.

– Yo… yo no tengo ni idea de por qué me hacéis estas preguntas, pero parece que hay en ellas cierta crítica implícita contra mí y ahora contra la abadesa.

– ¿Por qué se os habría de criticar?

– ¿Os queréis pasar de lista conmigo?

– ¿Lista? -Fidelma puso expresión de sorprendida-. Yo no pretendo hacerme la lista. Yo simplemente hago preguntas para hacerme una idea de lo que ha sucedido aquí. ¿Os preocupa mucho?

– En absoluto. Cuanto antes se resuelva este misterio, antes podremos regresar a nuestra rutina.

Sor Fidelma suspiró para sí. Había intentado aporrear la arrogancia de sor Síomha y no lo había conseguido.

– Muy bien. Creo que sois una persona inteligente y de criterio, sor Síomha. Me decís que el cadáver decapitado era un desconocido para la comunidad. ¿De dónde creéis que vendría?

Sor Síomha se encogió de hombros.

– ¿Descubrir eso no es vuestro trabajo? -dijo la joven con sarcasmo.

– Y yo hago todo lo que puedo para lograrlo. Sin embargo, me habéis asegurado que no es un miembro de vuestra comunidad. Si es así, ¿podría pertenecer a alguna comunidad de por aquí?

– Estaba decapitado. Ya os he dicho antes que no lo reconocí.

– Pero podría haber sido una integrante de una comunidad de la zona. ¿Tal vez la joven perteneciera a la comunidad de Adnár, del otro lado de la bahía?

– ¡No! -La respuesta fue tan seca e inmediata que Fidelma se quedó sorprendida. Levantó las cejas, interrogante.

– ¿Por qué? ¿Conocéis bien la comunidad de Adnár?

– No… no; sólo que yo no creo…

– Ah -dijo Fidelma sonriendo-. Si sólo lo creéis o no lo creéis, entonces es que no lo sabéis. ¿No es así? En cuyo caso, estáis conjeturando, sor Síomha. Si conjeturáis en esto, tal vez también lo hayáis hecho con las respuestas a mis anteriores preguntas…

Sor Síomha parecía indignada.

– ¡Cómo os atrevéis a sugerir…!

– La indignación no es una respuesta -replicó Fidelma con complacencia-. Y la arrogancia no es una contestación a…

Llamaron tímidamente a la puerta. Sor Brónach asomó por la trampilla.

– ¿Qué hay? -le espetó sor Síomha.

La hermana de mediana edad parpadeó ante aquel recibimiento tan brusco.

– Es la madre abadesa, hermana. Os requiere en su presencia inmediatamente.

Sor Síomha espiró con calma.

– ¿Y cómo voy a dejar el reloj de agua? -preguntó señalando el recipiente que tenía detrás, con un tono algo sarcástico.

– Yo me ocupo de él -respondió sor Brónach.

Sor Síomha se levantó y miró un momento a Fidelma.

– Supongo que tengo vuestro permiso para marcharme ahora. Os he dicho todo lo que sé respecto a este asunto.

Fidelma inclinó la cabeza sin decir nada y la joven administradora de la comunidad salió de la habitación con un gesto malhumorado. Por una vez Fidelma se reprendió por haber permitido que el temperamento de una persona marcara el tono de sus preguntas. Había creído que la mordacidad y la machaconería de su interrogatorio acabarían rebajando la arrogancia de sor Síomha. Pero no lo había conseguido.

Sor Brónach rompió el silencio.

– Está preocupada -observó en voz baja mientras se dirigía al hogar y comprobaba el recipiente de agua humeante.

Mientras hacía esto, el cuenco de cobre que flotaba se hundió de repente y sor Brónach se giró inmediatamente hacia un gran gong que estaba situado junto a la ventana abierta. Cogió un palo y lo golpeó con firmeza, y el sonido pareció resonar en la abadía. Entonces fue rápidamente a sacar el cuenco del agua, usando con destreza unas largas tenazas de madera que medían dieciocho pulgadas de largo, para que las manos no entraran en contacto con el agua. Extrajo el cuenco y lo vació para que pudiera volver a flotar sobre la superficie del agua.

A Fidelma le intrigó aquella operación, y se olvidó por un momento de sor Síomha. Había visto uno o dos relojes de agua en funcionamiento.

– Explicadme este sistema, sor Brónach -dijo, realmente interesada.

Sor Brónach lanzó una mirada dubitativa a Fidelma, como si pensara que había algún motivo oculto en su pregunta. Al concluir que no era así, o que si lo había ella no lo percibía, señaló el mecanismo.

– Alguna persona tiene que estar constantemente vigilando el reloj, o clepsidra, tal como lo llamamos nosotras.

– Eso ya lo entiendo. Explicadme el mecanismo.

– Este recipiente -sor Brónach señaló el gran cuenco de bronce que estaba al fuego- está lleno de agua. El agua se mantiene siempre caliente y sobre ella se coloca el recipiente de cobre, que tiene un agujerito muy pequeño en la base.

– Entiendo.

– El agua caliente se va filtrando por el agujero de la base del recipiente, lo llena y entonces éste llega a hundirse. Cuando sucede esto, ha pasado un período de quince minutos. Lo llamamos pongc Cuando el recipiente se hunde hasta el fondo del gran cuenco, el vigilante tiene que hacer sonar el gong. Hay cuatro pongc en un uair y seis uair hacen un cadar. Cuando se hace sonar el cuarto pongc, el que está al cargo del gong hace una pausa y luego golpea tantas veces como el número del uair que corresponda; cuando se toca el sexto uair, hay que hacer otra pausa y luego tocar el número del cadar, del cuarto del día. En realidad es un método muy simple.

Como Brónach se iba entusiasmando con la explicación, pareció cobrar vida por primera vez en todos los breves encuentros que Fidelma había tenido con ella.

Fidelma se quedó un momento pensando, al ver una forma de mejorar sus conocimientos.

– ¿Y este reloj de agua es el método mediante el cual estáis convencida de la hora en que fue encontrado el cuerpo?

Sor Brónach asintió con la cabeza sin prestar atención, pues comprobaba la temperatura del agua y reavivaba el fuego que ardía bajo el gran cuenco.

– ¿Entonces es un trabajo aburrido ocuparse de este reloj de agua?

– Bastante aburrido -admitió la hermana.

– Me resulta por tanto sorprendente encontrar a la rechtaire de la comunidad, la administradora, realizando esta labor -comentó Fidelma intencionadamente.

Brónach respondió que no con la cabeza.

– No es así; nuestra comunidad se enorgullece de la precisión de la clepsidra. Cada miembro de la comunidad, cuando ingresa en ella, se compromete a hacer turnos para vigilarla. Está escrito en nuestra regla. Sor Síomha ha mostrado un gran interés en aplicar esta regla. Así, durante estas últimas semanas, por ejemplo, ha insistido en hacer ella las guardias nocturnas, es decir, de medianoche a la hora del ángelus de la mañana. Incluso la madre abadesa a veces hace un turno, como todas las demás. Nadie puede quedarse haciendo guardia más de un cadar, o sea, un período de seis horas.

De repente Fidelma frunció el ceño.

– Si sor Síomha hace la guardia de noche, ¿qué estaba haciendo aquí ahora, después de mediodía?

– Yo no he dicho que hiciera todas las guardias nocturnas. Eso no está permitido, cada hermana ha de hacer su turno. Ella hace la mayoría y es una persona muy meticulosa.

– ¿Y sor Síomha hacía la guardia nocturna la noche anterior a que se descubriera el cuerpo?

– Sí. Creo que sí.

– Es mucho rato para estar aquí, sólo mirando, esperando que el recipiente se hunda y luego recordar cuántas veces hay que darle al gong -consideró Fidelma.

– No si uno es contemplativo -respondió sor Brónach-. No hay nada más relajante que hacer el período del primer cadar, es decir de medianoche hasta el ángelus de la mañana, a las seis. Ése es el momento que más me gusta. Probablemente por eso también a sor Síomha le gustan las guardias nocturnas. Una está aquí, sola con sus pensamientos.

– Pero con los pensamientos a una se le puede ir la cabeza -insistió Fidelma-. Puede olvidársele el período que ha pasado y cuántas veces hay que hacer sonar el gong.

Sor Brónach cogió una tablilla con un marco de madera en cuyo interior había una capa de arcilla blanda. Al lado había un estilo. Hizo una marca con el estilo y luego se la entregó a Fidelma.

– A veces pasa -confesó-, Pero hay una serie de rituales que hay que llevar a cabo. Cada vez que hacemos sonar el gong, hemos de registrar el pongc, el uair y el cadar.

– ¿Pero hay errores?

– Oh, sí. De hecho, la noche a la que hacíais referencia, la noche anterior a que encontráramos el cadáver, incluso sor Síomha se había equivocado.

– ¿Equivocado?

– Es un trabajo que requiere mucha exactitud, el de vigilante de un reloj, pero si olvidamos el número de veces que hay que tocar, simplemente tenemos que mirar las notas, y cuando la tableta está llena, la raspamos para que quede bien lisa y volvemos a empezar. Síomha se debió de equivocar con varios períodos de tiempo, pues cuando yo la sustituí aquella mañana, la tablilla de arcilla estaba retocada y era inexacta.

Fidelma observó con atención la tablilla de arcilla. No le importaban mucho las cifras que se enumeraban, sino la textura de la arcilla. Era de un curioso color rojo y le resultaba familiar.

– ¿Esto es arcilla de la zona? -preguntó.

Sor Brónach asintió con la cabeza.

– ¿Qué hace que tenga un color rojo tan extraño?

– Ah, eso. No estamos muy lejos de las minas de cobre y la tierra de los alrededores de aquí produce a menudo una arcilla característica. El cobre se mezcla con la arcilla natural y el agua y produce este efecto rojo tan fascinante. Nos va muy bien para las tablillas. Mantiene la superficie blanda durante más tiempo que la arcilla normal, así que no hemos de desperdiciar otros materiales para escribir. Es perfecta para la numeración de la clepsidra.

– Cobre -dijo Fidelma reflexionando-. Minas de cobre.

Pasó un dedo por la superficie de la arcilla húmeda y blanda y luego, con un movimiento brusco, metió la uña dentro y extrajo un fragmento.

– Cuidado, hermana -protestó sor Brónach-, no toquéis la numeración.

Sor Brónach parecía algo enfadada cuando le quitó con suavidad la tablilla a Fidelma de la mano y con cuidado borró el agujero que había hecho en la superficie.

– Lo siento -dijo Fidelma sonriendo ausente.

Estaba examinando con fascinación la materia rojiza qué tenía en la punta de los dedos.

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