Capítulo XV

– Eso desafía todas las leyes de la hospitalidad -exclamó Ross indignado-. Es ultrajante. Si los mercaderes no pueden comerciar sin temor a que los cojan como esclavos, el mundo está en un estado lamentable.

– «Ultrajante» no fue la palabra que utilizó el capitán galo -observó Eadulf con acritud.

– ¿No opuso resistencia? -preguntó Fidelma. -La sorpresa fue absoluta. Mientras, el joven jefe nos decía que todos éramos sus rehenes; esclavos, hubiera sido más correcto. A la tripulación la pusieron a trabajar en las minas de cobre, pero como yo era religioso, me trataron con más deferencia que a los demás. Me llevaron a una choza, donde conocí a sor Comnat. Me pareció una atrocidad encontrarla atada como un animal.

Sor Comnat intervino por primera vez desde que habían empezado a hablar.

– El hermano Eadulf tiene razón. Llevaba allí prisionera casi más de tres semanas. Gracias a Dios que habéis venido, hermana. Yo esperaba que sor Almu hubiera conseguido que alguien nos ayudara.

Fidelma tomó la mano temblorosa de la anciana para consolarla.

– No fue sor Almu quien nos advirtió.

– ¿Entonces cómo habéis encontrado este sitio?

– De nuevo, es una historia larga y, en este momento, me importa más conocer vuestra historia, pues de ello dependen muchas. Por lo que entiendo, sor Comnat, vos y sor Almu partisteis de la abadía de El Salmón de los Tres Pozos hace tres semanas. ¿Qué sucedió?

La bibliotecaria dudaba.

– ¿Sabéis el paradero de sor Almu? -insistió.

Fidelma decidió que tenía que ser directa.

– Me temo que sor Almu está muerta. Lo siento.

La anciana estaba sin duda horrorizada. Se tambaleó un poco y el hermano Eadulf estiró una mano para sujetarla.

– Estáis entre amigos, buena hermana -la tranquilizó el hermano Eadulf-. Ella es abogado de los tribunales. Fidelma de Kildare. La conozco bien. Así que no temáis. Explicadle vuestra historia como me la contasteis a mí.

La mujer consiguió recomponerse, aunque estaba sin duda angustiada. Se frotó la frente con la mano temblorosa, como si intentara recordar.

– ¿Fidelma de Kildare? ¿ La Fidelma que resolvió el misterio de las muertes en Ros Ailithir?

– Sí. Yo soy Fidelma.

– Entonces sois la hermana de Colgú, el rey de Cashel. Tenéis que avisar a vuestro hermano. Avisadlo inmediatamente. -La voz de la mujer se hizo de repente estridente y Fidelma puso su mano entre las de la anciana para tranquilizarla.

– No lo entiendo. ¿De qué tengo que advertirlo?

– Su reino está en peligro. Hay que avisarlo -repitió sor Comnat.

– Dejadme que lo entienda todo bien; ¿qué sucedió desde que vos y sor Almu abandonasteis la abadía?

Sor Comnat pensó un rato y luego respiró profundamente.

– Hace más de tres semanas partí junto con sor Almu hacia la abadía de Ard Fhearta, con una copia de un libro que habíamos hecho para ellos. Llegamos hasta la fortaleza de Gulban. Pensábamos descansar allí aquella noche. Nos recibieron con hospitalidad, pero a la mañana siguiente nos dimos cuenta de que había numerosos guerreros adiestrándose alrededor del fuerte. Es más, entre ellos había soldados extraños.

Sor Almu reconoció a Torcán de los Uí Fidgenti, en compañía de Gulban. Sabemos que los Uí Fidgenti no son amigos de la gente de los Loígde, así que nos preguntamos qué querría decir aquello. Almu encontró a una joven que había conocido antes de ingresar en la abadía. Esa mujer nos dijo que Gulban había formado una alianza con Eoganán de los Uí Fidgenti.

– ¿Una alianza? ¿Con qué motivo? -inquirió Ross, ansioso.

– Al parecer, Gulban estaba enfurecido ante la decisión de la asamblea de los Loígde de hacer jefe a Bran Finn, hijo de Mael Ochtraighe, en lugar de a Salbach.

– Yo sé que Gulban arguyó que tenía que haber sido él el jefe después de que hubiera deshonrado el cargo -dijo Fidelma-. Yo estaba en esa asamblea.

– Como Gulban no consiguió suficiente apoyo por parte de la asamblea y Bran Finn es ahora el jefe, parece que recurre a otros medios -intervino Ross.

– ¿Acaso planea lanzar un ataque contra Bran Finn con la ayuda de los Uí Fidgenti?

– Todavía peor -replicó sor Comnat-. Los príncipes Uí Fidgenti son muy poderosos, como debéis de saber. Planean marchar contra Cashel y destronar a Colgú, el rey. En las tierras de los Uí Fidgenti, hay un ejército reunido que Eoganán tiene planeado guiar directamente para asaltar Cashel. Si destronan a Colgú, sin duda Eoganán recompensará a Gulban haciéndole gobernante de los Loígde y de todo el sur de Muman.

– ¿Estáis segura de eso? -preguntó Fidelma, sorprendida por la duplicidad de los Uí Fidgenti, aunque ya supiera bien que la ambición de su príncipe era hacerse con el control de Cashel.

– Si yo no confiara en las palabras de la joven, que pensaba que éramos partidarias de Gulban, y si no confiara en lo que vieron mis propios ojos, es decir, los guerreros de Gulban entrenándose bajo la dirección de Torcán de los Uí Fidgenti, entonces mi propia captura, y la de Almu, serían suficientes para confirmar la historia.

– ¿Cómo os capturaron y por qué?

– Sor Almu y yo discutimos de lo que nos habíamos enterado y nos preguntamos qué era lo mejor que podíamos hacer. Nosotras debemos lealtad a Bran Finn, quien, a su vez, se la debe a Colgú de Cashel. Nos dimos cuenta de que teníamos que advertirlos de esta insurrección. Pero fuimos estúpidas, porque levantamos sospechas en los hombres de Gulban al tomar el camino que nos llevaba de vuelta a la abadía, en lugar de seguir nuestra ruta hasta Ard Fhearta, que habíamos dicho que era nuestro destino.

– ¿Así que Gulban os hizo a ambas prisioneras?

– Sin duda Gulban ordenó la cacería, aunque no nos enfrentamos a él. Sus guerreros nos trajeron a las minas de cobre, donde me habéis encontrado. Nos dijeron que podríamos cuidar de las necesidades espirituales y médicas de los rehenes que trabajaban en las minas, hasta que Gulban decidiera qué hacer con nosotras.

En este punto intervino el hermano Eadulf.

– Allí es donde conocí a la hermana -repitió-. Fue una semana después de que la compañera de sor Comnat escapara.

– ¿Conocéis los planes que tiene Eoganán contra Cashel? -preguntó a sor Comnat Fidelma.

– No con precisión -contestó pesarosa-. A sor Almu y a mí nos ponían unos grilletes al final de cada día, tal como me encontrasteis. Sor Almu, al ser más joven y fuerte que yo, decidió que intentaría escapar. Yo aprobé su decisión y la animé a que aprovechara cualquier oportunidad de fuga que se le presentara. Si conseguía regresar a la abadía y alertar a la comunidad, eso era lo más importante. Mi rescate podía esperar.

– ¿Y consiguió evadirse?

Sor Comnat suspiró largamente.

– Primero no. Hizo un intento pero la capturaron y la azotaron para asegurarse de que aprendíamos la lección. ¡Le pegaron en la espalda con una vara de abedul! No hay palabras para describir ese sacrilegio. Le costó varios días recuperarse.

Fidelma recordó las heridas en la espalda del cadáver del pozo. Ya no necesitaba nada más para identificarlo.

– Hace diez días -continuó sor Comnat-, al final de la jornada de trabajo, no regresó a la choza donde nos ponían los grilletes para pasar la noche. Luego me enteré de que mientras estaba cuidando de algunos de los enfermos, al parecer, había desaparecido, se había escapado al bosque. Hubo una ola de entusiasmo. Sin embargo, yo creo que había recibido ayuda para escapar, pues me había dicho que se había hecho amiga de un joven de los Uí Fidgenti que estaba dispuesto a auxiliarla.

– Eso implicaría que él tenía alguna autoridad entre ellos -observó Fidelma con cautela-. ¿No os advirtió de que iba a intentar escapar?

– Una especie de aviso, creo.

– ¿Una especie de aviso?

– Sí. Cuando se fue aquella mañana me sonrió y me dijo algo como que iba a cazar jabalíes. No recuerdo exactamente lo que dijo. No tenía sentido.

– ¿Jabalí? -preguntó Fidelma perpleja.

– En cualquier caso, no regresó. Me dijeron que los guardias ni siquiera se molestaron en enviar a una patrulla en su busca. Cada día recé por que tuviera éxito en su huida, aunque corrió el rumor de que probablemente había perecido en las montañas. Sin embargo, yo tenía esperanzas. Yo esperaba que llegara un grupo a rescatarnos. -La mujer hizo una pausa y luego continuó-. Luego, ay de mí, llegaron más prisioneros, galos, y también este monje sajón, Eadulf, que habla tan bien nuestra lengua.

– Lo que dice sor Comnat tiene sentido con lo que me sucedió a mí -añadió Eadulf-. La captura del barco galo con la tormenta a bordo, eso es. Creo que eso eran armas que Gulban había comprado en nombre de los Uí Fidgenti.

– ¿Armas para ayudar a Eoganán a derrocar a Cashel? -preguntó Ross con los ojos bien abiertos.

– Son buenas armas de asedio -confirmó Eadulf.

– Una veintena de esos terribles artefactos de destrucción, junto con guerreros francos expertos en su uso -murmuró Ross- sembrarían el terror en Cashel. Ya entiendo. Esas armas no se han visto ni usado nunca en los cinco reinos. Nuestros guerreros luchan cara a cara, con espada, lanza y escudo. Pero con esas armas Eoganán o Gulban pensaban obtener una gran ventaja.

– ¿Realmente los francos y su tormenta supondrían tal ventaja? -preguntó Eadulf-. Esas armas son bien conocidas entre los reinos sajones y francos y en todas partes.

– Yo llevo años comerciando -contestó Ross con solemnidad-, pero cuando el rey de Cashel lo ha requerido, he respondido. Era todavía joven cuando luché en la batalla de Carn Conaill durante la fiesta de Pentecostés. No creo que lo recordéis, Fidelma. ¿No? Fue cuando Guaire Aidne de Connacht intentó derrocar al Rey Supremo, Dairmait Mac Aedo Sláine. Naturalmente, Cúan, hijo de Almalgaid, el rey de Cashel, estaba al frente de las tropas de Muman, apoyando al Rey Supremo. Pero su tocayo Cúan, hijo de Conall, príncipe de los Uí Fidgenti, apoyaba a Guaire. Los Uí Fidgenti eran perversos incluso entonces, siempre en busca de un atajo para llegar al poder. Aquella fue una batalla sangrienta. Ambos Cúanes fueron asesinados. Pero Guaire huyó del campo de batalla y el Rey Supremo fue el vencedor. Aquélla fue mi primera batalla sangrienta. Gracias a Dios, fue también la última.

Fidelma intentaba conservar la paciencia.

– ¿Qué tiene esto que ver con la tormenta? -dijo amenazante.

– Muy fácil -contestó Ross-. He visto matanzas. Conozco el daño que pueden llegar a hacer tales máquinas. Podrían morir centenares de guerreros y Cashel no podría defenderse. Se podrían abrir brechas en las fortificaciones de Cashel. El alcance destructivo de esas máquinas es, como dice el sajón, de más de quinientas yardas. Lo sé por lo que he oído cuando comerciaba con la Galia; tales máquinas de guerra hacían a los romanos casi invencibles.

Fidelma los miró a todos con aspecto sombrío.

– Por eso la importación de tales armas había de mantenerse en secreto. Gulban y Eoganán de los Uí Fidgenti planean utilizarlas como un arma secreta, sin duda para encabezar un ataque sorpresa contra Cashel.

– Todo empieza a tener sentido ahora -suspiró Eadulf-. Y explica por qué, en cuanto las armas y los francos habían desembarcado, los hombres de ese Gulban apresaron el barco galo y su tripulación, y a mí también, el único pasajero. Era una manera de evitar que cualquier noticia del cargamento saliera de este lugar. En mal día cogí yo ese barco.

– Decidme cómo escapó el capitán galo -le invitó a seguir Fidelma repentinamente.

– ¿Cómo lo sabéis? -inquirió Eadulf-. Ahora os lo iba a explicar.

– De nuevo forma parte de una larga historia pero basta decir que descubrimos el barco galo.

– Yo hablé con alguna gente que había visto a un prisionero galo a bordo -explicó Ross-. Me dijeron que había escapado y el barco había desaparecido mientras los guerreros de los Uí Fidgenti estaban en tierra.

Fidelma le hizo señal de callar.

– Dejad que Eadulf explique su historia.

– Muy bien -empezó a decir Eadulf-. Hace pocos días, el capitán y dos de sus marineros consiguieron escapar de las minas. Se hicieron con una barquita y se dirigieron hacia una isla alejada de la costa…

– Dóirse -interrumpió Ross.

– El mercante galo todavía estaba en el puerto. Algunos de los guardias salieron en su persecución con la nave. Izaron las velas y persiguieron a la pequeña embarcación. Regresaron al día siguiente pero sin el barco ni los tres galos.

– ¿Sabéis lo que pasó?

Eadulf se encogió de hombros.

– Se cuchicheaba algo entre los prisioneros y yo me enteré mientras me ocupaba de ellos…, esto es, si es que hay que darle crédito. Se decía que los guerreros habían dado caza al bote y lo habían hundido, y habían matado a dos de los marineros galos. Al capitán lo habían rescatado y hecho prisionero. Como ya era casi de noche, los guerreros se habían metido en el puerto de la isla. Todos se fueron a tierra a disfrutar de la hospitalidad del jefe local, es decir, todos salvo un guerrero y el capitán galo. Durante la noche, el galo consiguió volver a escapar. Creo que dijeron que había matado al guerrero que se había quedado a bordo a vigilarlo. Él solo consiguió izar las velas y zarpar de noche. Era un buen marino. Yo pensé que tal vez fuera capaz de organizar un grupo de rescate para sus hombres. -Eadulf hizo una pausa para recordar-. ¿Pero decís que lo encontrasteis a él y el barco?

Fidelma hizo un gesto de negación.

– A él no, Eadulf. No sobrevivió. Encontramos el mercante a toda vela a la mañana siguiente pero no había nadie a bordo.

– ¿Nadie? ¿Y entonces qué pasó?

– Creo que ya sé de qué va el misterio -dijo Fidelma rápidamente.

Ross y Odar se inclinaron hacia delante con los ojos ávidos, en espera de la solución a aquel rompecabezas que los había desconcertado durante varios días.

– ¿De verdad lo podéis explicar? -preguntó Ross.

– Puedo lanzar una hipótesis y tener casi la certeza de que mi relato será fiel. Ese capitán galo era un hombre valiente. ¿Llegasteis a saber cómo se llamaba, Eadulf?

– Se llamaba Waroc -dijo Eadulf.

– Pues Waroc era un hombre valiente -repitió Fidelma-. Bueno, se escapó de la isla de Dóirse donde estaba amarrado el barco. Conocemos esa parte de la historia por la información que Ross recogió allí, y que concuerda con vuestro relato, Eadulf. Waroc, habiendo escapado de nuevo de sus captores, decidió que intentaría gobernar el barco él solo. Un aventura valiente, pero temeraria. Tal vez pensó simplemente en navegar a lo largo de la costa hasta un puerto amigo y pedir ayuda.

– ¿Cómo lo hizo?

– Cortó las cuerdas de amarre con un hacha. Eso lo vimos cuando subimos a bordo.

Odar asintió al recordar que había sido él quien se lo había mostrado a Ross y a Fidelma.

– Luego probablemente dejó que la marea lo sacara del estrecho -dijo Ross, que conocía aquellas aguas.

– Consiguió izar la vela mayor -continuó Fidelma-. La más difícil de izar era la gavia. No podemos estar seguros de si sus captores lo habían herido o había sido al escapar o incluso por el esfuerzo de intentar izar las velas él solo. Sin embargo, subió a la jarcia y casi consiguió colocarla. Tal vez el barco dio un bandazo, tal vez hubo una ráfaga de viento, o perdió pie. ¿Quién sabe? Pero Waroc se cayó. Un palo o un clavo rajaron su camisa y quizá su carne. Encontramos un trozo de lino en el aparejo. También encontramos sangre en el mismo aparejo. Al caer, intentó desesperadamente agarrarse a algo. Su mano se aferró a la barandilla del barco. Allí había una huella manchada de sangre. Luego, incapaz de sostenerse, se cayó por el costado. No debió de aguantar mucho en esas aguas invernales. Tal vez tardó sólo minutos en morir.

Un silencio incómodo reinó por un momento antes de que Fidelma terminara.

– Más tarde, aquella mañana, el barc de Ross se acercó al mercante que iba de aquí para allá llevado por las corrientes. Ross es un marino excelente y fue capaz de localizar las mareas y los vientos. Yo estaba decidida a encontraros, Eadulf.

Eadulf se mostró sorprendido.

– ¿Vos ibais en ese barc?

– Me habían pedido que fuera a la abadía de sor Comnat a investigar el caso de un cadáver que se había descubierto.

– ¿Pero cómo sabíais que yo iba en ese barco? ¡Ah! -dijo con mirada de comprenderlo todo-. ¿Encontrasteis la saca con el libro en mi camarote?

– Tengo vuestro misal a salvo -confirmó Fidelma-. Está en la abadía de sor Comnat, que no está lejos de aquí. Y hemos de llegar allí antes del amanecer, si no nos van a hacer preguntas.

Sor Comnat examinaba a Fidelma con ansiedad.

– ¿Habéis mencionado un cadáver? Habéis dicho que sor Almu no había conseguido escapar… Habéis dicho que estaba muerta.

Fidelma volvió a apretarle el brazo con la mano en señal de consuelo.

– No estoy segura, hermana, pero estoy bastante convencida de que el cadáver descubierto hace algo más de una semana es el de sor Almu.

– En cualquier caso, alguien tiene que haber reconocido el cuerpo.

Fidelma no quería causarle mayor dolor, pero no tenía sentido ocultarle la verdad.

– El cadáver estaba decapitado. No tenía cabeza. Era el cuerpo de una joven, apenas de dieciocho años. Tenía manchas de tinta en la mano derecha, en el pulgar, en el índice y a lo largo del meñique, lo que me indica que trabajaba de amanuense o en una biblioteca. También había señales de que había llevado grilletes recientemente y tenía azotes en la espalda.

Sor Comnat contuvo la respiración.

– Entonces es la pobre Almu, pero… ¿dónde se descubrió el cuerpo?

– En el pozo principal de la abadía.

– No lo entiendo. Si la capturaron los hombres de Gulban o cualquiera de los Uí Fidgenti, ¿por qué habrían de llamar la atención colocando el cadáver en el pozo de la abadía?

Fidelma esbozó una sonrisa.

– Eso es un misterio que todavía tengo que resolver.

– Hemos de trazar un plan -intervino Ross-. No falta mucho para que amanezca y tan pronto como se eche de menos a sor Comnat y al sajón saldrán grupos en su busca.

– Tenéis razón, Ross -admitió Fidelma-. Uno de nosotros tiene que navegar hasta Ros Ailithir y advertir a Bran Finn y a mi hermano. Hay que enviar a algunos guerreros hasta aquí para que estas máquinas infernales -las tormenta como las llama Eadulf- sean destruidas antes de que se puedan usar contra Cashel.

– Todos tendríamos que irnos. La abadía ya no es un lugar seguro ahora -replicó Ross-. Si Adnár sospecha algo, no estaréis a salvo. Adnár ocupa la fortaleza que está frente a la abadía -explicó a Eadulf- y, en este momento, tiene de huéspedes al Olcán, el hijo de Gulban, y a Torcán de los Uí Fidgenti.

Eadulf silbó suavemente.

– Eso no es un buen augurio.

– Y Adnár, si está implicado en esta conspiración, puede tener cómplices en la misma abadía -añadió Fidelma, pensativa.

– Así que todos tendríamos que tomar mi barc y dirigirnos a Ros Ailithir. Podemos estar allí mañana al anochecer.

– No, Ross. Os llevareis a sor Comnat y os dirigiréis inmediatamente a Ros Ailithir para informar al abad Brocc. Sor Comnat será vuestro testigo. También hay que enviar mensajeros a mi hermano en Cashel, para que pueda prepararse contra cualquier ataque de los Uí Fidgenti. Al mismo tiempo, decidle a Bran Finn que envíe a unos guerreros a las minas de cobre lo antes posible para que se destruyan las tormenta y se capture a los mercenarios francos antes de que puedan encaminarse hacia Cashel.

– ¿Y nosotros qué? -preguntó Eadulf.

– Yo tengo que regresar a la abadía, pues, si no, se darán cuenta de que se ha descubierto la conspiración y los hombres de Gulban podrían actuar contra Cashel con mayor rapidez. Por ello, el barco galo ha de permanecer donde está, ya que su desaparición también alertaría a nuestros enemigos. En cuanto a vos, Eadulf, iréis con Odar. Odar y algunos de los hombres de Ross han hecho de tripulación en el barco galo. Os ocultaréis a bordo. Odar y sus hombres me podrían ayudar a escapar en el caso de que yo sea descubierta.

– ¿Y si ya sospechan de vos? Saben que sois la hermana de Colgú -protestó Ross-. Os pueden tomar como rehén.

– Es un riesgo que he de correr -contestó Fidelma con determinación-. Aquí hay otro misterio además de la conspiración para derribar a Cashel. He de quedarme y resolverlo. Si todo va bien, Ross, podréis regresar dentro de tres días.

– ¿Y quién os garantiza que estaréis a salvo esos tres días, Fidelma? -preguntó Eadulf-. Si os quedáis en la abadía, yo también lo haré.

– ¡Imposible!

Pero Ross asentía con la cabeza.

– El sajón tiene razón, hermana -admitió-. Alguien tiene que quedarse cerca de vos.

– ¡Imposible! -repitió Fidelma-. Una vez se conozca la desaparición de sor Comnat y Eadulf, a alguien se le ocurrirá buscarlos en la abadía. Eadulf estará allí bien a la vista. No, Eadulf se quedará a bordo del barco galo con Odar.

– Pero seguro que es una alternativa igualmente peligrosa -objetó Odar-. Cuando los Uí Fidgenti logren saber dónde está el barco galo vendrán a reclamarlo sin tardanza.

– Ahora ya hace varios días que saben dónde está -señaló Fidelma-. El barco galo seguro que fue inmediatamente reconocido tan pronto como Ross se adentró en la bahía de Dún Boí. Por eso probablemente Adnár intentó reclamar sus derechos sobre él. Era una manera de recuperarlo sin llamar la atención. Me parece que a nuestros enemigos les conviene de momento que esté anclado en Dún Boí. El barco galo es el último lugar en el que se les ocurrirá buscaros, Eadulf. Acordaremos un sistema de señales para haceros saber a Odar y a vos si hay dificultades.

– Una buena idea -dijo Odar, dando por fin su opinión-. Si hay algún problema, tenéis que hacer una señal, hermana, o venir al barco para que podamos zarpar si el peligro amenaza.

– Sigo sin entender por qué tenéis que quedaros en la abadía -objetó Eadulf.

– Yo he hecho un juramento como dálaigh que he de cumplir -explicó Fidelma-. Hay algo maligno en la abadía que tengo que descubrir. Algo maligno, que yo creo que no está relacionado con lo que está pasando aquí, algo que está por encima de los anhelos de poder político. En la abadía ha habido dos muertes que se tienen que resolver.

Sor Comnat dejó ir un gemido.

– ¿Otra muerte, aparte de la de la pobre sor Almu? ¿Quién más ha muerto en la abadía, hermana?

– Sor Síomha, la rechtaire.

Sor Comnat abrió bien los ojos, perpleja.

– ¿La amiga de sor Almu? ¿También está muerta?

– Y asesinada de la misma manera. Hay algo maligno allí dentro y yo tengo que destruirlo.

– ¿No sería mejor esperar a que Ross regrese con ayuda? -sugirió Eadulf-. Entonces podéis continuar vuestras investigaciones sin miedo a un asesino o a algo peor.

Fidelma sonrió al monje sajón.

– No; he de trabajar mientras no haya sospechas de que se ha descubierto la conspiración. Pues, si me equivoco, y hay alguna complicidad, mi presa podría huir antes de que yo resuelva esos crímenes.

Sor Comnat iba sacudiendo la cabeza.

– No entiendo esto.

– No hace falta. Hemos de ponernos en marcha, y vos tenéis que decir al abad Brocc de Ros Ailithir y a Bran Finn, jefe de los Loígde, todo lo que sabéis de lo que ha sucedido aquí.

Fidelma se puso en pie y ayudó a la anciana hermana a levantarse. Vio que Ross seguía observando el cielo y empezaba a inquietarse por la llegada del amanecer.

– Calmaos, Ross -lo amonestó con humor-. Horacio en sus Odas ordena aequam memento rebus in arduis servare mentem, mantened la cabeza clara cuando se intenta una tarea difícil. Llevaos a la buena hermana a vuestro barc. Espero vuestro regreso para dentro de tres días. -Lanzó una mirada a Odar-. Cuando Eadulf esté a salvo a bordo del barco galo, aseguraos de devolver los caballos. No queremos que Barr venga a buscarlos y ponga en alerta a Adnár.

Subió sobre su corcel. Se pusieron al medio galope, justo cuando el cielo al este empezaba a disolverse y unas sombras de luz se abrían en el horizonte.

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