Sor Fidelma abandonó la torre pasando por las habitaciones de la biblioteca y empezó a cruzar el patio de la abadía. Estaba a medio camino cuando percibió la presencia de una religiosa bajita y robusta que caminaba balanceándose hacia ella con la ayuda de un bastón. Reconoció que se trataba de la religiosa tullida que había visto en el funeral en compañía de sor Brónach y estaba claro que intentaba alcanzar a Fidelma. Ésta se detuvo y esperó a que la hermana llegara hasta ella. Una vez más, Fidelma sintió pena al contemplar el rostro poco agraciado y ancho de la joven, con unos ojos pálidos y acuosos. Pero era una cara joven e inteligente. Cuando la hermana habló, Fidelma comprobó que además era tartamuda. La muchacha torcía los labios y hacía muecas mientras intentaba articular las palabras, como si fuera un ejercicio doloroso.
– ¿So… Sor Fidelma? So… sor… Lerben os está buscando… La ma… ma… madre abadesa… solicita vuestra pres… presencia inmediatamente en su habitación.
Fidelma intentó no mudar su expresión, pero sentía una macabra satisfacción. Había calculado que sor Síomha se habría quejado enseguida de ella a la abadesa Draigen. Resultaba obvio para qué quería verla.
– Muy bien. ¿Podéis mostrarme el camino? No me acuerdo de dónde está la habitación de la abadesa, ¿hermana…?
Fidelma levantó las cejas con un evidente gesto interrogativo.
– Soy so… sor Berrach -contestó la joven.
– Muy bien, sor Berrach. ¿Me podéis acompañar?
La joven religiosa asintió con la cabeza rápidamente varias veces, y luego se giró para emprender el camino. Su cuerpo se balanceaba de un lado a otro sobre unas piernas cortas y deformadas mientras iban atravesando el patio en dirección al grupo de edificios de piedra donde la abadesa tenía sus habitaciones. Se detuvo ante una gruesa puerta de roble y llamó tímidamente con el extremo de su bastón. Luego la abrió.
– So… so… sor Fidelma, ma… madre abadesa -jadeó la joven, que se giró con una expresión de alivio en el rostro, como agradecida por poder escapar, y desapareció.
Fidelma entró y cerró la puerta tras ella.
La abadesa Draigen estaba sentada sola en su habitación ante un escritorio de roble oscuro. La estancia estaba en penumbra, pues a través de las ventanas no entraba mucha luz. Aunque fuera justo después de mediodía, había una vela de sebo sobre la mesa junto a la que estaba leyendo. La expresión con la que miró a Fidelma, iluminada por la vela vacilante, era hostil y tensa.
– Se me ha informado de que habéis sido extremadamente descortés con mi rechtaire. Una administradora se merece un respeto. Estoy segura de que no tengo que recordároslo.
Fidelma avanzó y se sentó frente a la abadesa. Por un momento, los rasgos de ésta mostraron sorpresa y luego indignación.
– Hermana, os olvidáis de quién sois. No os he pedido que os sentarais.
Normalmente Fidelma era respetuosa con las reglas y bastante fácil de complacer, pero cuando creía que iba en su interés no le importaba transgredirlas para conseguir alguna ventaja.
– Abadesa Draigen, no estoy de humor para formalidades. ¿He de recordaros que he obtenido el grado de anruth y que puedo sentarme en presencia de reyes, es más, puedo discutir de igual a igual? Incluso me pueden invitar a sentarme en presencia del Rey Supremo, si él lo desea. No estoy aquí para discutir los rituales de la etiqueta. Estoy aquí para investigar un caso de asesinato.
Si la abadesa Draigen había esperado ejercer su autoridad sobre Fidelma, sus intenciones se vieron frustradas. La fría respuesta parecía que le impedía hablar. Se quedó simplemente mirando a la joven monja con expresión hostil.
Fidelma sintió una punzada de arrepentimiento por su comportamiento. Sabía que se había comportado sin guardar ningún respeto, aunque dentro de sus derechos como dálaigh, pero tenía muchas cosas en la mente y sentía que tenía poco tiempo para nimiedades y convenciones. Decidió relajarse un poco y se inclinó con una mirada algo más amistosa.
– Abadesa Draigen, he de ser directa, pues el tiempo impide otro rumbo. He sido brusca con sor Síomha, porque tenía que poner freno a su vanidad para encontrar respuestas a mis preguntas. Es muy joven para ocupar el cargo de administradora de la casa. Tal vez… ¿demasiado joven?
La abadesa Draigen se quedó callada un momento y luego dio una respuesta glacial.
– ¿Cuestionáis la elección de mi administradora?
– Vos sabéis tomar vuestras propias decisiones, madre abadesa -replicó Fidelma-. Simplemente hago la observación de que sor Síomha es muy joven e inexperta para según qué asuntos. Su inexperiencia es la causa de su arrogancia. Estoy segura de que en vuestra comunidad hay otros miembros igual de capaces de desempeñar el cargo de rechtaire de la comunidad. ¿Sor Brónach, por ejemplo?
La abadesa Draigen entornó los ojos.
– Sor Brónach. Es introvertida y carece de aptitudes. Mi elección ha sido cuidadosa. Vos podéis ser dálaigh de los tribunales, pero yo soy la abadesa aquí, y yo tomo las decisiones.
Fidelma extendió las manos.
– No es mi intención inmiscuirme. Pero digo lo que creo. Fue mi respuesta a la vanidad e intolerancia que mostró hacia mí sor Síomha lo que me llevó a actuar así.
La abadesa Draigen hizo un gesto de desdén.
– Parecéis insinuar que sor Síomha tiene algo que ver con el cadáver. Me cuesta creer que eso fuera sencillamente una reacción frente a la personalidad de alguien.
Fidelma sonrió enseguida. Sor Síomha no era tonta, y sin duda había informado de todo a Draigen.
– No me agradaron algunas respuestas, abadesa -le confió-. Y ya que hablamos de este asunto, me gustaría haceros algunas preguntas.
La abadesa Draigen apretó la boca.
– No he terminado con el asunto de las quejas de sor Síomha.
– Volveremos a eso dentro de un momento -le aseguró Fidelma haciendo un gesto de indiferencia con la mano-. ¿Cuánto hace que sois abadesa?
Era una manera tan brusca de iniciar el interrogatorio que la abadesa echó la cabeza hacia atrás sorprendida y estudió con detenimiento la cara de Fidelma. Al percibir su calmada resolución, la abadesa se reclinó en su silla.
– Hace seis años que soy abadesa de esta comunidad. Anteriormente, también fui rechtaire aquí.
– ¿Durante cuánto tiempo?
– Cuatro años.
– ¿Y antes de eso?
– Llevaba en esta comunidad más de diez años.
– ¿Así que lleváis aquí veinte años en total? ¿Sois de esta zona del país?
– No sé qué tiene eso que ver con el asunto que estáis investigando.
– Es para tener más conocimientos -respondió Fidelma como para engatusarla-. ¿Sois de esta zona?
– Sí. Mi padre era un óc-aire; un miembro de un clan libre de esta zona que tenía su propia tierra, aunque ésta no era lo bastante buena como para ser autosuficiente.
– ¿Así que ingresasteis en la comunidad?
Los ojos de la abadesa centellearon.
– No tuve ninguna necesidad, ¡si eso es lo que insinuáis! Yo era libre de hacer lo que quisiera en la vida.
– Yo no he dicho nada de eso.
– Mi padre era un hombre orgulloso. Lo llamaban Adnár Mhór -Adnár el Grande.
La abadesa Draigen cerró de golpe la boca, como si se hubiera dado cuenta de que había hablado demasiado.
– ¿Adnár? -preguntó Fidelma al tiempo que se inclinaba hacia delante y se quedaba mirando a Draigen. Ahora se daba cuenta de lo que había visto en la cara de la abadesa y de su vecino el bó-aire.
– ¿Adnár de Dún Boí es vuestro hermano?
La abadesa Draigen no lo negó.
– No os lleváis bien con vuestro hermano.
Era una observación, pero la abadesa Draigen no ocultó su desagrado.
– Mi hermano no es nada de lo que su nombre indica -dijo tensa.
Fidelma sonrió levemente. El significado del nombre Adnár era «alguien muy modesto».
– Ya que comentáis el significado de los nombres, ¿debo suponer que vos erais el principal bastón de vuestra familia?
La boca de Draigen esbozó una sonrisa. Su nombre significaba «endrino», y admitió que Fidelma era una buena rival en los juegos de palabras.
– Mi hermano Adnár abandonó a mi padre justo cuando éste necesitaba ayuda para trabajar la tierra. Mi madre había muerto y mi padre había perdido la fuerza… el deseo de medirse con la tierra y ganarse la vida. Adnár se marchó a servir al jefe de Beara -Gulban Ojos de Lince-, que se enfrentaba a los clanes del norte. Cuando Adnár regresó con ganado, su recompensa por sus servicios, mi padre ya había muerto. Yo había ingresado en esta comunidad y la tierra de mi padre se había vendido y donado a la abadía. Por eso mi hermano se convirtió en bó-aire: un jefe de vacas, un jefe sin tierras, pero con riquezas que incrementa con sus servicios a Gulban.
La vehemencia con la que hablaba era tal que Fidelma supuso que no había contado antes aquella historia y que utilizaba a Fidelma para dar rienda suelta a la ira que sentía contra su hermano.
– No veo motivo en esta historia para que vos y Adnár os odiéis de tal manera, a menos que discutierais con respecto a la tierra de vuestro padre.
Draigen no negó sus sentimientos respecto a su hermano.
– ¿Odiar? Odiar, tal vez sea una palabra demasiado fuerte. Yo desprecio a Adnár. Mi padre y mi madre hubieran llegado a viejos en su tierra, viendo como su hijo los recompensaba con su buena salud y su educación cultivando lo que ellos habían arrancado a la naturaleza. Murieron demasiado pronto. Mi padre falleció haciendo un trabajo que ya no podía realizar. Pero la enemistad empezó cuando Adnár exigió la tierra de nuestro padre al regresar.
– ¿Así que culpáis a vuestro hermano de la muerte de vuestro padre? Pero él os culpa de la pérdida de la que considera su tierra.
– Su demanda la dirimió un brehon. Se concluyó que Adnár no tenía derecho a ella.
– ¿Pero vos lo culpáis por la muerte de vuestro padre. ¿Es lógico?
– ¿Lógica? ¿Esa triste prisión para el sentimiento humano?
Fidelma negó con la cabeza.
– La lógica es el mecanismo para que prevalezca la verdad. Sin ella viviríamos en un mundo irracional.
– Yo puedo vivir cómodamente con mis sentimientos hacia mi hermano -advirtió Draigen.
– Ah… facilis descensos Averno -suspiró Fidelma.
– No hace falta que me citéis la Eneida de Virgilio, hermana. No hace falta que me advirtáis de que el descenso al infierno es fácil. Sermonead con vuestro latín a mi hermano.
– Lo siento -se disculpó Fidelma-. Me han venido las palabras a la cabeza. Lo siento por vos, Draigen. El odio es una gran pérdida de fuerza emocional. Pero decidme, me habéis dado vuestras razones para odiar… despreciar -dijo corrigiéndose al percibir la expresión de Draigen-, pero, ¿por qué os odia él tanto?
Se preguntó si tendría que decirle a Draigen lo que le había contado Adnár, que tenía relaciones con las monjas jóvenes de la comunidad; que incluso había llegado a afirmar que Draigen podría ser la responsable de la muerte de una amante para ocultar su relación. Se preguntaba cómo un hermano podía sentir tanta hostilidad hacia una hermana, hasta el punto de hacer una acusación tal. Seguro que no era sólo por la disputa de una tierra.
– No me importa ese odio. Él y su supuesta alma amiga pueden pudrirse de una enfermedad. ¡Yo rezo por la tristeza de la casa de mi hermano!
– ¿Así que conocéis al hermano Febal?
– ¿Conocerlo? -La abadesa Draigen soltó una risotada-. ¿Conocerlo? Fue mi marido.
Por segunda vez en poco tiempo, Fidelma estaba asombrada. Que Adnár fuera el hermano de Draigen la había sorprendido. Que Febal resultara ser su antiguo marido resultaba ser de lo más absurdo. Allí había algún misterio más profundo que ella no entendía.
La abadesa Draigen respondió con frialdad.
– Creo que ya está bien de husmear en mi vida personal, hermana. Como vos habéis dicho sucintamente, estáis aquí para investigar un asesinato. Al hacerlo, parece que desplegáis un gran talento para disgustar a la gente, incluyendo a mi administradora además de a mí misma. Tal vez ahora os limitéis a vuestra investigación.
Fidelma vaciló, no quería que empeorara la situación. Entonces decidió que tenía que seguir el camino por donde la conducía su investigación.
– Yo pensaba, abadesa Draigen, que me limitaba a la investigación. Tal vez os guste saber que tanto vuestro hermano como Febal sugieren que podríais estar implicada en el asesinato de la joven que se encontró en el pozo.
Los ojos de la abadesa centellearon airados.
– ¿Sí? ¿Por qué motivo?
– Sugirieron que teníais una reputación.
– ¿Una reputación?
– De naturaleza sexual. Insinuaron que el crimen pudo cometerse para encubrir tales delitos.
La abadesa Draigen no disimuló su mirada de repugnancia.
– Podía esperar eso de mi hermano y su pelotillero. ¡Son almas del diablo! ¡Así mueran como gatos!
Fidelma suspiró profundamente. La maldición de los gatos se refería a que murieran ahogados.
– Madre abadesa, no se corresponde con vuestra posición lanzar tales maldiciones. He de volver a preguntaros, ¿por qué vuestro hermano y el hermano Febal apuntarían tales acusaciones contra vos, o se harían eco de tales rumores? Vuestra actitud me indica que no tienen fundamento.
– Preguntadle a Adnár y a su pelotillero, Febal, si lo queréis saber. Estoy segura de que se inventarán una historia adecuada.
– Madre abadesa, desde que he llegado he encontrado mucha arrogancia y decepción. También hay mucho odio, maldad y temor aquí. Si hay algo que debería saber respecto a este asunto, insisto en que me lo digáis ahora. Si no lo averiguaré. Podéis estar segura.
El rostro de la abadesa era grave.
– Y yo os puedo asegurar, sor Fidelma, que la aparición de un cadáver sin identificar en esta abadía no tiene nada que ver con la mutua animadversión que existe entre mi hermano, yo misma y mi antiguo marido, el hermano Febal.
Fidelma intentó leer algo tras la expresión pétrea de la abadesa, pero no vio nada.
– He de hacer estas preguntas -dijo Fidelma levantándose lentamente-. Si no lo hiciera no estaría cumpliendo con mi trabajo.
Draigen la siguió con la mirada.
– Podéis hacer lo que creéis que tenéis que hacer, hermana. Ahora veo la causa de vuestras preguntas a sor Síomha sobre mí. Os aseguro que no soy culpable de ningún crimen. Si lo fuera, seguro que no me hubiera dirigido a Brocc, el abad de Ros Ailithir, pidiéndole un abogado de los tribunales para que viniera a investigar.
– Sigo vuestro razonamiento, hermana abadesa. Sin embargo, muchos otros han ideado formas de eludir la sospecha de una sutileza que vos no imaginaríais.
Draigen resopló disgustada.
– Entonces tenéis que hacer lo que creáis conveniente. Ni yo ni sor Síomha tenemos nada que temer a la verdad.
Sor Fidelma estaba ya a medio camino de la puerta cuando la última frase de la abadesa hizo que se detuviera. Se dio la vuelta y miró de frente a la abadesa Draigen.
– Ya que lo mencionáis, he visto miedo en los ojos de sor Síomha. Le pregunté si reconocía el cuerpo decapitado…
Levantó una mano para acallar la inmediata protesta de Draigen.
– Uno puede reconocer un cadáver aunque le falte la cabeza.
– Yo estoy segura de que sor Síomha no lo reconoció.
– Eso me dijo. Pero ¿por qué le dio miedo esa pregunta?
La abadesa Draigen se encogió de hombros.
– Eso yo no lo sé.
– Por supuesto. Su temor pareció mayor cuando le pregunté si todas las hermanas de esta comunidad estaban aquí.
La abadesa Draigen dejó ir otra de sus risitas.
– ¿Creéis que el cadáver sin cabeza era una de nuestras hermanas? Vamos, sor Fidelma, debéis de tener más talento y no pensar que no nos daríamos cuenta de que una de nuestras propias hermanas ha sido asesinada, decapitada y lanzada al pozo.
– Eso sería lo lógico. Sin embargo, las integrantes de una comunidad religiosa difícilmente podrían reconocer el cuerpo desnudo y sin cabeza de alguien a quien están acostumbradas a ver y reconocer sólo por la cara.
– Eso es cierto. Pero aquí no falta nadie -confirmó la abadesa Draigen.
– ¿Así que todos los miembros de la comunidad están dentro de los límites de la abadía?
La abadesa Draigen dudó.
– No. Yo no he dicho eso. He dicho que no falta ningún miembro.
Fidelma sentía que se le disparaba la adrenalina.
– No acabo de entender esa diferencia.
– A menudo las integrantes de nuestra comunidad parten en misiones, viajan a otras abadías.
– Ah -dijo Fidelma, poniéndose tensa-. ¿Así que hay miembros que están fuera de la comunidad en este momento?
– Sólo dos.
– ¿Por qué no me lo han dicho antes?
– No lo habéis preguntado, hermana -replicó la abadesa.
Fidelma apretó la boca.
– Bastantes dificultades conlleva este asunto para añadir juegos e interpretaciones semánticas. Decidme quién está fuera de la abadía ahora y por qué.
La abadesa Draigen parpadeó ante la dureza que mostraba la voz de Fidelma.
– Sor Comnat y sor Almu no se hallan aquí en este momento. Están en una misión en la abadía de san Brenainn en Ard Fhearta.
– ¿Cuándo partieron?
– Hace tres semanas.
– ¿Y por qué?
La abadesa Draigen estaba irritada.
– Tal vez no sepáis que en esta abadía tenemos cierta reputación por nuestras copistas. Copiamos libros para otras casas. Nuestras hermanas justo han acabado una copia de la vida de Murchú de san Patricio de Ard Macha. Sor Comnat era nuestra leabhar coimedach, nuestra bibliotecaria, y Almu era su ayudante. Se les encargó la copia del libro de Ard Fhearta.
– ¿Por qué no me dijo esto sor Síomha? -preguntó Fidelma.
– Probablemente porque…
– Estoy cansada de oír probabilidades, abadesa Draigen -la interrumpió-. Llamad a sor Síomha ahora.
La abadesa Draigen se calló e intentó controlar su ira. Luego, con la mandíbula tensa, alcanzó una campanita de plata que había sobre la mesa. Sor Lerben entró al cabo de un momento y la abadesa le dijo que le pidiera a la rechtaire que se presentara inmediatamente.
Al poco rato se oyeron unos golpes en la puerta y ésta se abrió. Sor Síomha entró, vio a Fidelma y su boca esbozó una leve sonrisa de satisfacción.
– ¿Me habéis llamado, madre abadesa?
– Yo os he hecho venir -replicó entonces Fidelma con dureza.
Sor Síomha estaba asombrada; la complacencia se borró de su rostro.
– Hace un rato os he preguntado si todos los miembros de la comunidad se encontraban aquí. Me habéis contestado que sí. Ahora descubro que faltan dos, sor Comnat y sor Almu. ¿Por qué me habéis engañado?
Sor Síomha se sonrojó y echó una mirada rápida a la abadesa, que inclinó la cabeza ligeramente.
– No tenéis que pedir permiso a la madre abadesa para responder a mis preguntas -dijo Fidelma secamente.
– Todos los miembros de la comunidad estaban -replicó sor Síomha a la defensiva-. Yo no os he engañado.
– No me dijisteis nada de Comnat y Almu.
– ¿Qué había de deciros? Están en una misión en Ard Fhearta.
– No están en la abadía.
– Pero no faltan.
Fidelma estaba desesperada.
– ¡Semántica! -se burló-. ¿Os importa más la morfología, la formación de las palabras, que la verdad?
– Vos no… -empezó a decir sor Síomha, pero esta vez fue la abadesa Draigen la que intervino.
– Hemos de ayudar a sor Fidelma todo lo que podamos, sor Síomha -dijo, lo que hizo que la joven hermana la mirara sorprendida-. Después de todo, es dálaigh de los tribunales.
Hubo una ligera pausa.
– Muy bien, hermana abadesa -dijo sor Síomha, inclinando la cabeza en señal de conformidad.
– Bien, por lo que he entendido -empezó a decir Fidelma con determinación- hay dos miembros de esta comunidad que no están en la abadía.
– Sí.
– ¿Y son los únicos miembros de vuestra comunidad que faltan?
– No es que falten… -empezó a decir sor Síomha, pero se detuvo ante la mirada furiosa de Fidelma-. No hay nadie más fuera de la abadía en este momento -confirmó.
– Me han dicho que partieron hacia Ard Fhearta hace tres semanas.
– Sí.
– Sin duda no es un viaje de ida y vuelta tan largo. ¿Cuándo se esperaba su regreso?
Fue la abadesa Draigen quien habló.
– Se están retrasando. Eso es cierto, hermana.
– ¿Que se están retrasando? -Fidelma frunció el ceño con desdén-. ¿Y a nadie se le ocurrió informarme de ese hecho?
– No tiene nada que ver con este asunto -interrumpió la abadesa.
– Yo soy quien decide lo que tiene o no tiene que ver con este asunto -replicó Fidelma con tono glacial-. ¿Habéis tenido noticia de las hermanas desde que se han ido?
– Ninguna -contestó sor Síomha.
– ¿Y cuándo se esperaba que regresaran?
– Al cabo de diez días.
– ¿Habéis informado al bó-aire de la zona? -Dirigió la pregunta a la abadesa Draigen-. No importa lo que penséis de Adnár, es el magistrado local.
– No sería de ayuda -dijo Draigen a la defensiva-. Pero, sin embargo, tenéis razón. Será informado de que han desaparecido. Hay mensajeros que cubren la ruta entre su fortaleza y la de Gulban, que está en el camino hacia Ard Fhearta.
– Iré pronto a ver a Adnár para discutir el asunto del que hemos hablado, abadesa. Le informaré de eso. Decidme, ¿cómo son las hermanas? Una descripción física, por favor.
– Sor Comnat lleva aquí al menos treinta años. Tiene sesenta años o más y ha sido nuestra bibliotecaria y jefa copista durante quince. Es muy buena en su trabajo.
– Necesito una descripción física -insistió Fidelma.
– Es bajita y delgada -replicó Draigen-. Tiene el pelo gris, aunque sus cejas todavía tienen el color negro de su juventud y los ojos también son negros. Tiene una señal característica, una cicatriz en la frente producida por una espada.
Fidelma descartó mentalmente a la bibliotecaria como la víctima decapitada.
– ¿Y sor Almu?
– Fue elegida para acompañar a sor Comnat, no sólo porque es su ayudante sino porque es joven y fuerte. Debe de tener unos dieciocho años. Cabello rubio con ojos azules y guapa. Es más bien bajita.
Fidelma se quedó callada.
– El cuerpo decapitado debía de tener unos dieciocho años. Daba la impresión de ser de tez clara y de poca estatura.
– ¿Suponéis que el cuerpo decapitado es sor Almu? -inquirió la abadesa con incredulidad.
– ¡No lo es! -exclamó sor Síomha.
– Almu era una buena amiga de mi administradora -explicó Draigen-. Yo creo que reconocería el cuerpo de Almu.
Fidelma cruzó los brazos con determinación para subrayar lo que iba a decir.
– Ya que nos gusta la semántica, madre abadesa, permitidme que sea precisa. Yo digo que podría ser sor Almu. ¿Vos decís que Almu es ayudante de la bibliotecaria y trabaja copiando libros?
– Sí. Sor Almu promete ser una de nuestras mejores copistas. Es muy competente en ese arte.
– Había manchas azules en los dedos de la mano del cadáver. ¿No indicaría eso que esa persona había trabajado con una pluma?
– ¿Manchas? -interrumpió sor Síomha preocupada-. ¿Qué manchas?
– ¿Queréis decir que no os fijasteis en las manchas azules que había en el pulgar, en el índice y en el extremo del dedo meñique, donde descansa sobre el papel? ¿El negro azulado de una tinta? ¿El tipo de mancha que tendría alguien que trabaja de copista?
– Pero sor Almu está con sor Comnat en Ard Fhearta -protestó la abadesa.
– Desde luego no está en esta abadía, de eso no hay duda -comentó Fidelma con rudeza-. ¿Estáis segura de que nadie reconoció el cuerpo?
– ¿Cómo se puede reconocer un cuerpo sin cabeza? -preguntó sor Síomha-. Y si fuera Almu, yo lo sabría. Es una amiga íntima mía, tal como ha dicho la abadesa.
– Tal vez tengáis razón -admitió Fidelma-. En cuanto a reconocer un cuerpo sin cabeza, bueno, ya os he mostrado un método. He de admitir que, en una comunidad religiosa, el primero y, normalmente, único contacto con los rasgos físicos de una compañera es con la cara. Pero me pregunto si en algún momento se os ocurrió que, dado que esas hermanas se atrasaban, cabía la remota posibilidad de que ese cuerpo, que tenía señales de que pudiera ser un miembro de la fe, era el de la ayudante de la bibliotecaria.
– Ni siquiera por un momento -replicó sor Síomha secamente-. Ni siquiera con vuestra sugerencia. No habéis proporcionado ninguna prueba de que el cuerpo pertenezca a Almu.
– No, ciertamente -admitió Fidelma-. Lo que voy a hacer ahora es proponer algunas hipótesis basadas en la información que estoy recabando. Información que… -Miró un momento a los ojos de la abadesa Draigen y luego se giró hacia sor Síomha, que bajó la vista-, información que, repito, se me hubiera tenido que dar por las buenas, en lugar de esta pérdida de tiempo con tantos pecados de amor propio.
– ¿Por qué querría alguien acuchillar y decapitar a sor Almu y lanzar su cuerpo al interior del pozo? -inquirió la abadesa-. Si es que se trata del cuerpo de esa hermana, claro está.
– No hemos podido probar que fuera Almu. Y sin duda no lo podremos hacer hasta que encontremos la otra parte del cadáver.
– ¿Queréis decir la cabeza? -preguntó la abadesa.
– Me han dicho que cuando se sacó el cadáver del pozo no se permitió que nadie extrajera agua y que la comunidad está usando los otros manantiales de los alrededores.
La abadesa Draigen asintió con la cabeza.
– ¿Ha bajado alguien hasta el fondo del pozo para ver si la cabeza está allí?
La abadesa miró a sor Síomha.
– Sí -contestó sor Síomha-. Como administradora, mi deber es procurar la purificación del pozo. Envié a una de nuestras jóvenes más fuertes al fondo.
– ¿Y quién es?
– Sor Berrach.
Fidelma se mostró absolutamente sorprendida.
– Pero sor Berrach es… -Se mordió la lengua, lamentando lo que había estado a punto de decir.
– ¿Una tullida? -soltó sor Síomha-. ¿Así que os habéis dado cuenta?
– Yo sólo percibí que sor Berrach tenía alguna tara. ¿Cómo puede ser fuerte?
– Berrach lleva en esta comunidad desde que tiene tres años -dijo la abadesa-. Había sido adoptada poco antes de que yo llegara aquí, y creció en la comunidad. Aunque el desarrollo de sus piernas se ha parado, ha desarrollado una fuerza en los brazos y el torso que es realmente sorprendente.
– ¿Y encontró algo cuando bajó al pozo? ¿Tal vez debería explicármelo ella misma?
La abadesa Draigen se inclinó hacia delante e hizo sonar la campana que estaba sobre la mesa.
– Entonces, se lo podéis preguntar vos misma.
Una vez más sor Lerben, la joven y atractiva novicia, abrió la puerta casi inmediatamente.
– Lerben -ordenó la abadesa-, id a buscar a sor Berrach.
La novicia inclinó la cabeza y desapareció. Al cabo de poco rato, se oyó un tímido golpecito en la puerta y, después de que la abadesa respondiera, apareció la prudente sor Berrach en la puerta.
– Entrad, hermana -Draigen le habló casi como consolándola-. No os alarméis. ¿Conocéis a sor Fidelma? Sí, por supuesto.
– ¿E… e… en qué puedo se… ser… serviros? -balbuceó la hermana, mientras iba avanzando por la habitación con su pesado bastón.
– Me podéis ayudar de una manera muy fácil -intervino sor Síomha-. Yo tenía la responsabilidad de inspeccionar el pozo de santa Necht después de que se sacara el cadáver. ¿Recordáis, sor Berrach, que os pedí ayuda, no es así?
La joven asintió con la cabeza, como deseosa de complacer.
– Me pedisteis que bajara al fondo del pozo con una linterna. Tenía que limpiar los muros y aclararlos con agua que la madre abadesa había bendecido.
Iba pronunciando las frases como una lección sabida. Fidelma se dio cuenta de que su tartamudeo desaparecía al explicar aquello. Se preguntó si la pobre hermana Berrach era una mujer simple con un cuerpo deformado y la mente de un niño.
– Así es -dijo con aprobación sor Síomha-. ¿Cómo estaba el pozo?
Pareció que sor Berrach se lo pensaba y luego sonrió y respondió.
– O… o… scuro. Sí, estaba muy o… oscuro a… allí abajo.
– Pero teníais algo para alumbrar aquella oscuridad -dijo Fidelma animándola, y se adelantó hacia la joven. Le puso una mano sobre el brazo y sintió la fuerza y el vigor de su cuerpo bajo la manga-. ¿Llevabais una linterna, no es así?
La muchacha, nerviosa, levantó la vista hacia ella y luego le devolvió la sonrisa a Fidelma.
– Oh, sí -dijo sonriendo-. Me dieron una li… linterna y con e… ella se ve… veía bas… bastante bien. Pero allí abajo n… n… no había mu… mucha luz.
– Ya. Entiendo lo que queréis decir, sor Berrach -dijo Fidelma-. ¿Y cuando llegasteis al fondo del pozo, visteis algo que… bueno… algo que no tuviera que estar allí abajo?
La muchacha ladeó la cabeza y pensó detenidamente.
– ¿Que no tu… tuv… tuviera que estar allí ab… abajo? -repitió lentamente.
Sor Síomha hizo patente su exasperación.
– La cabeza del cadáver -explicó directamente.
Sor Berrach se estremeció con violencia.
– No ha… había na… nada más allí ab… abajo que la oscuridad y el agua. No vi na… nada.
– Muy bien -dijo Fidelma sonriendo-. Podéis iros.
Cuando sor Berrach se hubo marchado la abadesa se reclinó y estudió a Fidelma.
– ¿Y bien, sor Fidelma? ¿Seguís aferrada a la idea de que se trata del cuerpo de sor Almu?
– Yo no he dicho que lo fuera -refutó Fidelma-. En este punto de mi investigación, tengo que especular. Tengo que hacer hipótesis. El hecho de que sor Comnat y sor Almu se retrasen en volver a la abadía puede ser solamente una coincidencia. Sin embargo, he de conocer todos los hechos si quiero progresar. No deseo más juegos. Cuando haga una pregunta, he de obtener la respuesta adecuada.
Lanzó una mirada a sor Síomha, pero dirigió sus comentarios a la abadesa Draigen. Percibió una mirada enojada en el rostro de la rechtaire de la comunidad de El Salmón de los Tres Pozos.
– Eso está muy claro, hermana -contestó con tirantez la abadesa-. Y quizás ahora que nos habéis vapuleado la dignidad y la autoestima, podamos regresar a nuestros respectivos asuntos.
– De buen grado -accedió sor Fidelma-. Pero una cosa más…
La abadesa Draigen esperó con las cejas alzadas.
– Me han dicho que hay unas minas de cobre por aquí.
La abadesa no se esperaba esa pregunta y se mostró sorprendida.
– ¿Minas de cobre?
– Sí. ¿No es así?
– Así es. Sí; hay muchas minas en esta península.
– ¿Dónde están en relación con la abadía?
– Las más cercanas están del otro lado de las montañas, hacia el sudoeste.
– ¿Ya quién pertenecen?
– Están dentro de los dominios de Gulban Ojos de Lince -respondió Draigen.
Ésa era la respuesta que esperaba Fidelma y asintió con la cabeza, pensativa.
– Gracias. No os retendré más.
Al salir de la habitación de la abadesa vio que sor Síomha le dirigía una mirada intensa. Si las miradas matasen, pensó Fidelma, ella se hubiera quedado muerta allí mismo.