Capítulo XI

Sor Fidelma estaba a punto de empezar a atravesar el patio tras sor Berrach cuando una tos hueca la detuvo.

– Me han dicho que requeríais mi presencia aquí esta mañana, hermana.

Se giró y se encontró con los ojos azules y graciosos del hermano Febal. Seguía llevando el tradicional color negro en los párpados, que los realzaban. Iba todo él envuelto, de la cabeza a los pies, con una gran capa de gruesa lana ribeteada de piel, que también tenía una capucha, y en la mano llevaba una fuerte cambutta o bastón de caminante.

Se lo quedó mirando un momento sin expresión. Habían pasado tantas cosas desde que había hablado con Adnár el día anterior por la tarde… Intentó concentrarse.

– Así es -admitió con rapidez. Echó una mirada alrededor y luego indicó el camino que descendía hacia la cala y el embarcadero de la abadía. Se daba cuenta de que el hermano Febal no sería bienvenido en la abadía si lo viera la abadesa Draigen o cualquiera de sus ayudantes-. Venid a caminar un rato conmigo y hablaremos.

El hermano Febal la examinó curioso, con sus grandes ojos azules, y luego asintió con la cabeza y se puso a caminar junto a ella. El sol estaba más alto en el cielo, pero todavía hacía bastante frío.

– ¿De qué queréis hablar? -empezó, casi con un tono de guasa.

– Quisiera haceros algunas preguntas, Febal -replicó Fidelma.

Adsum! -respondió en un latín pretencioso-. ¡Por eso estoy aquí!

– ¿Os habéis enterado de que ha habido otra muerte aquí en la abadía? -preguntó Fidelma.

– Las noticias corren deprisa en esta tierra, sor Fidelma. Se ha hablado de ello en Dún Boí.

– ¿Quién?

– Creo que la noticia la trajo un criado -respondió con vaguedad, y pareció que luego cambiaba de tema-. Me han pedido que os dé un recado, hermana. Es de Adnár y del señor Olcán. Os piden que asistáis al banquete de esta noche en Dún Boí. Mi señor Torcán se suma especialmente a esta invitación. Es su deseo compensaros por el susto que recibisteis ayer en el bosque. Adnár ha ofrecido enviar su barquero personal para que os lleve y traiga de la abadía a salvo.

Sonrió burlonamente y buscó en el interior de la bolsita de cuero que llevaba atada al cinturón.

– ¡Ah, sí, y mirad! -Sacó un monedero-. De parte de Torcán traigo también la multa que le impusisteis. Entiendo que es para las buenas obras de la abadía.

Fidelma tomó la bolsa con las monedas y, sin molestarse en contarlas, la colocó en el interior de su crumena.

– Me ocuparé de entregarlo.

Iba tomando en consideración la idea de la invitación. Resultaba que quería saber más de las actitudes en Dún Boí respecto a la situación en la abadía, y finalmente aceptó la propuesta.

– Podéis decirle a Adnár que esperaré a que me recoja su barquero.

Siguieron caminando durante un ratito y luego Fidelma empezó a preguntar.

– ¿Conocíais a sor Síomha?

– ¿Quién no? -respondió sin entusiasmo.

– ¿Podéis ser más explícito?

– Como rechtaire de esta abadía, sor Síomha estaba en un cargo inmediatamente inferior al de la abadesa. Venía con frecuencia a la fortaleza de mi señor.

– ¿Con qué motivo? -preguntó Fidelma, en cierto modo sorprendida.

– Debéis saber que Adnár no se lleva nada bien con la abadesa Draigen. Por tanto era mejor que sor Síomha se ocupara de los asuntos entre la abadía y mi señor.

– ¿Y había muchos asuntos de qué ocuparse? -insistió Fidelma.

– Como jefe de esta costa, Adnár controla buena parte del comercio; la abadía necesitaba bienes y artículos y había que informar a Adnár. Por tanto, como rechtaire de la abadía, sor Síomha visitaba a Adnár con frecuencia.

– ¿Y sor Síomha se llevaba bien con Adnár?

– Muy bien.

Fidelma miró enseguida al hermano Febal pero su rostro era inexpresivo. No estaba segura de haber percibido una ligera inflexión en su voz.

– ¿Conocíais bien a sor Síomha? -se vio instada a preguntar.

– La conocía, pero no bien -respondió el hermano Febal con firmeza.

Habían llegado al muelle de la abadía. Fidelma pasó delante y bajó unas escaleras hasta la playa. Se dirigió hacia unas rocas junto al agua que proporcionaban un buen abrigo para sentarse protegidos del viento del norte. El sol estaba bien alto en el cielo azul sin nubes y sus rayos, aunque débiles, calentaban. Tan sólo el grito lastimero de las gaviotas junto con el suave susurro del agua que lamía la orilla llena de guijarros rompía la tranquilidad.

Fidelma se sentó en una roca cómoda sobre la cual el sol lanzaba sus rayos cálidos y esperó a que el hermano Febal también se sentara.

– Cuando hablasteis ayer de la abadesa Draigen, os olvidasteis de mencionar que estuvisteis casado con ella.

– ¿Tiene importancia?

– Yo creo que sí. En vista de lo que teníais que decir de ella, creo que importa mucho. Por lo que dijo Adnár, entendí que fuisteis vos quien sugirió que la abadesa podría ser responsable de la muerte de la persona que se encontró en el pozo. Sea cierto o no, indica que no hay cariño entre ambos.

Febal se ruborizó y bajó la mirada a sus sandalias como si de repente sintiera la necesidad de examinarlas en detalle.

– Resulta obvio que no podéis ver a la que fue vuestra esposa -observó Fidelma-. Tal vez me sería de ayuda saber cómo os conocisteis.

Febal siguió mirándose los pies unos momentos, frunciendo el ceño, como intentando decidirse.

– Muy bien. Yo tenía diecisiete años cuando entré en esta abadía de El Salmón de los Tres Pozos. Ah, entonces era una casa mixta, una conhospitae. En aquel tiempo estaba la abadesa Marga. Era una mujer culta y ella fue la primera que animó a los amanuenses a que vinieran a copiar los libros en la biblioteca para venderlos o intercambiarlos con otras bibliotecas.

– ¿Por qué ingresasteis en la abadía? ¿Os interesaban los libros?

Febal sacudió la cabeza.

– Yo no soy amanuense. Mi padre era pescador. Murió ahogado. Yo no quería acabar como él, así que entré en la vida religiosa tan pronto como llegué a la edad de elegir.

– ¿Así que estabais aquí antes de que llegara la abadesa Draigen?

– Oh, sí. Ella llegó a la abadía a los quince años. Ya tenía la edad de elegir. Sus padres habían muerto y tomó los hábitos. Al menos así es como recuerdo yo la historia. A Draigen la educaron los miembros de la comunidad.

– ¿Y cuál era vuestra posición aquí cuando ella entró?

Febal sacó pecho con orgullo.

– Yo ya era el doirseór, el ostiario de la abadía.

– Un cargo de confianza -admitió Fidelma-. ¿Cómo se convirtió Draigen en vuestra esposa?

– Como sabéis, en algunas casas se anima a los hermanos a que se casen para educar a los hijos en Cristo. He de admitir que me sentía atraído por Draigen. Era una mujer bella e inteligente. Yo no sé lo que ella vio en mí, salvo que yo ya tenía un cargo de responsabilidad aquí.

– ¿Queréis decirme que creéis que sólo se casó con vos porque erais el doirseór de la abadía?

– Es una razón tan buena como cualquier otra.

– ¿Cómo cambiaron las cosas? ¿Cómo consiguió Draigen llegar a la posición que ocupa en la actualidad? ¿Cómo os separasteis de ella?

El rostro de Febal reflejó tristeza.

– Lo hizo con tanta sutileza como una serpiente -dijo. Fidelma casi sonrió al oír aquella frase que la misma Draigen había utilizado hacía tan sólo unas horas-. La antigua abadesa, Marga, era un alma amable y confiada. Los años pasaron y Draigen se hizo mayor. Oh, no niego que no fuera inteligente. Respondió bien a la educación que recibió, de manera que de ser la hija de un pobre granjero pasó a saber bien latín, griego, hebreo así como nuestro idioma, y sabía leer y escribir en todas esas lenguas. Conocía las Escrituras y podía citar capítulos y versículos. Tenía una mente inteligente, pero ocultaba un temperamento maligno. Sé lo que digo.

Febal se calló e hizo una mueca.

– Pero os casasteis con ella -interrumpió Fidelma.

Febal la miró.

– Así es. Pero eso no quiere decir que me gustara su ambición. Rebasaba los límites de su condición de mujer.

Fidelma abrió la boca.

– ¿Cuáles son esos límites? -preguntó con acritud.

– Deberíais saberlo, si sois cristiana -dijo Febal, complaciente.

– Entonces conocerlos -dijo con un tono irritado.

– ¿Acaso no fue san Pablo quien escribió: «Dejad que las mujeres se queden en silencio en las iglesias; pues no les es permitido hablar; sino que deben guardar obediencia… Y si aprenden algo, dejad que pregunten a sus maridos en casa, pues es una vergüenza que una mujer hable en la iglesia»? Es de la Epístola a los Corintios.

– ¿Así que creéis que las mujeres no tienen lugar en las abadías e iglesias? -preguntó Fidelma, que ya había oído muchas veces aquel argumento.

– Las mujeres deberían obedecer a los hombres en la iglesia -declaró el hermano Febal-. Pablo, también en esa epístola, dice: «El señor de la mujer es el hombre… Dios creó al hombre no para la mujer, pero creó a la mujer para el hombre». Y en su Epístola a Timoteo, dice: «Las mujeres no han de enseñar, no deben usurpar la autoridad al hombre, sino que han de permanecer en silencio». ¿Hay algo más claro que eso?

– Eso son las palabras de un hombre, Pablo de Tarso -observó Fidelma con sequedad-. No son las palabras de Cristo. Sin embargo, yo iría más allá y considero que esas palabras no os impidieron ingresar en una conhospitae y luego casaros con una religiosa.

Los ojos de Febal ardieron de resentimiento.

– Entonces era joven. Pero me parece a mí que en vuestra respuesta no estáis de acuerdo con Pablo, divinamente inspirado por Cristo en sus enseñanzas.

– Pablo no era Cristo -replicó Fidelma con calma-. En esta tierra, los hombres y mujeres son iguales ante Dios.

El tono del hermano Febal era sarcástico.

– San Juan Crisóstomo señaló una vez que la mujer enseñaba una vez y lo estropeaba todo con sus enseñanzas. La fe ha cambiado esto. Agustín de Hipona indica que las mujeres no están hechas a imagen de Dios, mientras que el hombre lo está totalmente.

Fidelma miró con tristeza al hermano Febal, cuyo rostro estaba inundado por la vehemencia. Había conocido a muchos que sostenían tales argumentos. Era cierto que había casas religiosas en los cinco reinos donde los defensores de la nueva fe incluso desafiaban las antiguas leyes, como había hecho Draigen.

– ¿He de entender, hermano Febal -dijo con acritud- que no aceptáis la ley del Fénechus?

Febal entornó los ojos.

– Sólo cuando limitan los artículos de fe.

– ¿Y en qué artículo os basáis?

– En los Penitenciales de Finian de Clonard y de Cuimmíne Fata de Clonfert.

Fidelma sonrió con ironía. Resultaba extraño que unas pocas horas antes la abadesa Draigen hubiera citado los mismos Penitenciales, un conjunto de leyes eclesiásticas para el gobierno de las comunidades religiosas, para respaldar su causa. Resultaba curioso cuán de acuerdo estaba aquel matrimonio separado. Al menos Fidelma conoció los pensamientos que había tras algunas de las actitudes del hermano Febal.

– Entonces, como hombre que cree que las mujeres no tienen lugar en la Iglesia, os debía de molestar estar en una conhospitae, una casa mixta. Me pregunto cómo ingresasteis en una institución así. Es más, me extraña que considerarais casaros con Draigen.

– Ya os he dicho que era joven cuando entré en la abadía. No había leído totalmente las Escrituras. No conocía las obras de Finian ni de Cuimmíne. Y al principio Draigen era una muchacha callada, entusiasta y dispuesta a obedecer. Yo no sabía que estaba esperando el momento oportuno, aprendiendo lo que podía, mientras esperaba su oportunidad.

– ¿La oportunidad de Draigen llegó cuando la hicieron rechtaire? ¿Fue entonces cuando pedisteis la anulación del matrimonio?

– Dejamos de ser marido y mujer al cabo de un año, más o menos, de estar casados. Íbamos cada uno por nuestra cuenta en la abadía. Yo la odiaba. No lo voy a negar. Yo era ostiario y cuando el antiguo rechtaire murió me tocaba a mí ascender a ese cargo. Pero la abadesa Marga le había tomado cariño a Draigen…

– ¿Qué edad tenía Draigen en aquella época?

Febal frunció el ceño, intentando recordar.

– Debía de tener unos veinticinco años, creo. Sí, eso debía de ser.

– ¿Y la abadesa Marga la hizo administradora?

– Sí. El segundo cargo con mayor poder de la abadía. Y a Draigen sin duda le gustaba hacer uso de ese poder.

– ¿En qué sentido?

– Empezó a hacer la vida imposible a los miembros masculinos de la comunidad y hacía entrar a más mujeres en la abadía. Se mostraba desagradable con cualquier hombre que mostrara talento. Enviaba a los hombres a misiones o les imponía penitencias que les obligaban a salir en peregrinación. Pronto apenas quedaron hombres en la abadía.

– ¿Queréis decir que a Draigen le desagradaban los hombres?

– ¡Odiaba a todos los hombres! -espetó el hermano Febal.

Fidelma lo incitó con suavidad.

– ¿Y vuestra actitud hacia las mujeres se debe a cómo os trató ella, o esa antipatía hacia las mujeres de la Iglesia es anterior a ese momento?

– Mi actitud se basa en la lógica -reprobó Febal sin rencor-. Ni me gustan, ni me disgustan las mujeres. Pero san Columbanus escribió en un poema:


Que todo aquel de mente respetuosa evite el veneno mortal

que la lengua orgullosa de una mala mujer tiene.

La mujer destruyó la corona recogida durante la vida…


– En este poema, señala que la caída de nuestra especie se debió a Eva -añadió Febal con cierto aire de suficiencia.

– Veo que os habéis dejado el último verso del poema -replicó Fidelma-. El verso es:


Pero la mujer dio alegrías de vivir duraderas.


– En ese verso se refiere a María, Madre de Nuestro Salvador.

El hermano Febal se ruborizó al verse corregido.

– Ella sabía cuál era su sitio -dijo-. Draigen, no. Era una mujer mala que usaba el poder para ascender.

– Ah, sí. Según Adnár, Draigen empezó a preferir la compañía de mujeres jóvenes.

– Tenía varias amantes jóvenes -le aseguró Febal sin dudar-. Probablemente también tenía asuntos con mujeres mayores, y por ello fue subiendo de categoría con tanta rapidez en la abadía.

Fidelma se inclinó hacia el hermano Febal y lo miró fríamente a los ojos.

– Mi deber como dálaigh de los tribunales es advertiros, hermano. Si queréis que esto se mencione como un hecho establecido, entonces tendréis que defender vuestra acusación. Si esa acusación es falsa, sois responsable ante la ley…

– Conozco lo que dice la ley. Mantengo lo que he dicho. Se sabe bien que la abadesa Draigen se lleva a muchas jóvenes novicias a la cama.

Según la ley, la homosexualidad no era un delito punible si no fuera porque Draigen tenía una posición de poder que podía utilizar para coaccionar a las jóvenes reacias a meterse en su cama. La homosexualidad era sólo un motivo de divorcio por ambos lados según el Cáin Lanamna. En Kildare, la abadía de Fidelma, se sabía que Brígida, la fundadora de la comunidad, tenía una amante llamada Darlughdaca, una joven novicia, que compartía su lecho. Una vez, cuando Darlughdaca miró con aprecio a un joven guerrero que se alojaba en Kildare, Brígida tuvo un ataque de celos y, según lo que se cuenta, le impuso una penitencia a Darlughdaca, la cual consistía en caminar sobre carbón caliente. Pero cuando Brígida murió, Darlughdaca llegó a abadesa.

– ¿Quién lo dice? -insistió Fidelma.

– Todo el mundo lo sabe.

– Por lo general, eso significa que es simplemente un rumor. Yo necesitaría un testigo más concreto antes de aceptar esa acusación. Ahora decidme, ¿cómo llegó Draigen a ser abadesa?

El hermano Febal levantó una mano y se rascó la punta de la nariz mientras reflexionaba.

– La voluntad del diablo, supongo. Marga era vieja, como os he dicho. Estaba achacosa. Al final, Draigen insistió en ser la única que cuidara de ella. Le preparaba las medicinas y la acompañaba en su habitación. A mí no me sorprendió cuando se anunció que Marga había muerto.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hace cinco veranos.

– ¿Y Draigen pasó a ser abadesa?

– Oh, la comunidad se reunió, tal como en todas las casas de los cinco reinos la comunidad se reúne y discute los méritos de los candidatos.

– ¿Pero Draigen era el único candidato?

– Yo elevé una protesta y exigí que mi nombre se considerara antes para ser abad.

– ¿Y?

– En aquel momento ya sólo había en la abadía dos hermanos mayores y yo. Se rieron de nosotros. Draigen se convirtió en abadesa. En aquella misma reunión anunció que la abadía dejaría de ser una conhospitae. A mí me despojaron de mi cargo de doirseór. Me dijeron que me marchara con los otros hermanos.

– ¿Os fuisteis y os unisteis a Adnár?

– Sí. Mis dos compañeros decidieron ir al norte e ingresaron en la comunidad de Emly. Yo me quedé aquí, pues Adnár, el jefe local, buscaba a un hermano que fuera su alma amiga y celebrara misa para él.

– ¿Cuándo os enterasteis de que Adnár era el hermano de Draigen?

– Hace tiempo.

– ¿Podéis ser más preciso?

– Adnár regresó de su servicio en los ejércitos de Gulban Ojos de Lince, unos años antes de que Draigen fuera nombrada rechtaire de la abadía. Se hablaba mucho de ellos entonces. Incluso puso una demanda legal contra ella por su parte de la propiedad. La desestimaron.

– ¿Desestimaron? -preguntó Fidelma frunciendo el ceño-. Sin embargo, por lo que parece Adnár tenía posibilidades.

– Sin embargo, la desestimaron. Todos sabían que yo había estado casado con Draigen y Adnár, obviamente, sintió compasión por mí.

– ¿Y habéis hecho uso de esa relación?

– ¿Por qué lo iba a hacer y de qué manera?

– Vos sentíais rencor hacia Draigen. ¿Se reflejaba eso en el servicio que prestabais a su hermano?

Febal sonrió, sin calidez ni humor.

– No tenía por qué usarlo. Los hermanos ya se odiaban desde un principio. Adnár culpaba a Draigen de la pérdida de su tierra. Draigen culpaba a Adnár de la muerte de sus padres.

– Podría pensarse que buscasteis una posición en la casa de Adnár para enfrentar el uno contra el otro. Para que surgieran más problemas entre ellos. Se podría creer que habéis difundido mentiras respecto a Draigen. ¿Ese asunto de su preferencia por las jóvenes novicias, por ejemplo?

– No es cierto. Ya había bastantes problemas entre ellos. Adnár me ofreció su hospitalidad en Dún Boí. Yo la acepté. Me produjo satisfacción que Draigen no consiguiera echarme del todo de esta tierra, que es mi hogar.

– ¿Pero odiáis a Draigen y estáis resentido con ella?

– Nadie conoce el odio que albergo en mi corazón contra esa mujer. Pero si decís que miento respecto a ella, id en busca de sor Brónach y preguntadle si su abadesa comparte el lecho con sor Lerben.

A Fidelma le sorprendió un poco que de repente el hermano Febal fuera tan específico en sus acusaciones.

– Lo haré. Pero permitidme que os recuerde, hermano, que el odio no es un principio de nuestra fe. ¿No dijo Juan, citando a Nuestro Salvador: «Un nuevo mandamiento os doy, que os améis los unos a los otros, como yo os he amado»?

El hermano Febal se echó a reír amargamente.

– Cristo hablaba de nuestros semejantes. Draigen es una serpiente, un diablo…, el diablo. ¿No dice Pedro que estemos vigilantes y odiemos al diablo? Yo obedezco a Pedro y odio a la serpiente que preside este lugar.

Fidelma percibía la intensidad de la ira que sentía Febal contra la abadesa, y veía que no había manera de curar la herida.

– ¿Entonces es tan sólo vuestra ira la que os incitó a decirle a Adnár que había sido probablemente vuestra hermana quien había asesinado a aquel cadáver decapitado? ¿Si no es así, qué otros motivos tenéis? No me digáis que todo el mundo lo sabe.

Febal le echó una mirada rápida.

– ¿No sabéis entonces que Draigen ya ha matado anteriormente?

Fidelma no esperaba aquella respuesta.

– Tenéis que probar esa acusación. ¿A quién mató?

– A una vieja que habitaba en los bosques no lejos de aquí.

– ¿Cuándo fue eso?

– Justo antes de que ingresara en esta comunidad, cuando tenía quince años.

– Entonces ¿no sois testimonio de primera mano?

– No. Pero es una historia conocida.

– Ah, todos lo saben -repitió ella con sarcasmo-. ¿Quién lo sabe?

– Se rumorea…

– Un rumor no es una prueba…

– Entonces preguntad a sor Brónach.

– ¿Por qué a sor Brónach?

– Era su madre la persona que Draigen mató.

Fidelma se quedó un momento mirando fijamente a Febal, sorprendida.

– A ver, que lo entienda yo -dijo lentamente al cabo de un rato-. ¿Queréis decir que la abadesa Draigen mató a la madre de sor Brónach? ¿La misma Brónach que es doirseór?

– La misma -gruñó Febal con indiferencia.

– ¿Y queréis decir que Brónach lo sabe?

– Por supuesto. Preguntádselo, si no me creéis. Y también os confirmará que Lerben comparte lecho con la abadesa.

Fidelma se quedó callada.

– Creo que vos creéis esto -dijo al cabo de un rato-. Un relato tan curioso sólo puede ser verdad, pues si fuera una mentira quedaría al descubierto fácilmente. Sin embargo, no habéis dicho que fuera una muerte ilícita.

– ¿Hay algún asesinato legal? -resopló Febal.

– Es cierto, pero algunos asesinatos se pueden juzgar peor que otros. Frialdad, premeditación. ¿Tenéis datos del hecho?

El religioso se encogió de hombros.

– Yo preferiría que recabarais los datos de Brónach, porque así no se diría que yo os he engañado.

– Muy bien. Pero hay un largo camino desde un asesinato ocurrido hace veinte años hasta vuestras sospechas de que Draigen mató a la persona cuyo cuerpo se encontró en el pozo de este monasterio. Y si fuera responsable de esa muerte, lógicamente se deduciría que sería la responsable de la muerte de sor Síomha.

El hermano Febal hizo un gesto de desdén.

– No es una posibilidad que quepa descartar, sor Fidelma.

– De acuerdo. Si todas vuestras alegaciones tienen una base -admitió Fidelma.

Al momento el hermano Febal se indignó.

– ¿Me estáis llamando mentiroso?

Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.

– Examinemos lo que me habéis dicho. Decís que habéis oído que Draigen había matado a alguien antes de venir a esta abadía. Decís que se rumorea que Draigen anima a que las jóvenes novicias se metan en su cama. Pero aunque hubierais presenciado eso, no es un acto ilegal.

– ¡Ilegal a los ojos de Dios! -gruñó Febal.

– ¿Así que también habláis de Dios? -dijo Fidelma con calma, y luego siguió con mayor dureza: No me habéis dicho nada que se pudiera usar contra Draigen en un tribunal legal contra ella para probar que es responsable de las muertes que han ocurrido en esta abadía. Pero habéis hecho ciertas alegaciones que os podrían condenar por propagar historias maliciosas y por manchar la reputación de Draigen. Un buen abogado destruiría vuestra historia en un tribunal, por el simple hecho de que estuvisteis casado con Draigen, os despidieron de vuestro cargo en la abadía y luego os echaron de ella. No tenéis en absoluto una posición de fuerza, Febal, para probar nada ante la ley.

El hermano Febal se puso en pie.

– Esperaba mucho más de vos.

Fidelma le devolvió una mirada airada.

– Deberíais explicar eso -le invitó con voz glacial.

– ¡Sois una mujer! ¡«Que todo el que sea respetuoso evite la orgullosa lengua de una mujer»! Lo único que hacéis es protegeros unas a otras.

– Citáis mal el poema -indicó Fidelma.

– No importa. El sentido es el mismo. Me han dicho que os gusta citar a los sabios griegos y latinos. Pues aquí tenéis una cita para vos, Fidelma de Kildare. Es de Eurípides: «La mujer es el aliado natural de la mujer». Tenía que haber supuesto que haríais cuanto fuera posible para proteger a Draigen, siendo ella mujer como vos.

– No me voy a ofender, Febal. Creo que es vuestro odio hacia Draigen el que habla. Regresad a Dún Boí y calmaos. Hay mucho resentimiento en vos.

El hermano Febal se puso en pie, balanceándose un poco como si perdiera el equilibrio; parecía que estuviera decidiendo si decir algo más o no. Luego se giró y se alejó, mostrando en su modo de caminar y en el movimiento de sus hombros la ira que lo embargaba.

Fidelma lo fue observando hasta que desapareció.

De repente sintió una gran tristeza. Un sentimiento de soledad.

Siempre se entristecía cuando encontraba a alguien con una visión tan amarga de la vida. E inmediatamente se dio cuenta del porqué de esa soledad. Estaba pensando en el hermano Eadulf. Él era un hombre que amaba la vida y a la gente. No había malicia en él. Malicia. ¿Por qué se le había ocurrido esa palabra? Malicia era lo que había percibido en Febal. Su hostilidad estaba llena de malevolencia.

Es cierto que un hombre puede encontrar muchas justificaciones a sus emociones después de un acontecimiento, que no estaban allí cuando la semilla de esas emociones se plantó. La misoginia que se encontraba sin duda en los Penitenciales de Finian podría haber servido de justificación para los odios de Febal. Pero quizá su rencor tenía otras raíces. Y un hombre capaz de odiar, capaz de sentir esas fuertes emociones, podría sin duda expresar esas emociones por otras vías. Incluso el crimen.

Se levantó y se estiró, pues se sentía de repente incómoda. Le repugnaba, no la misoginia de Febal, sino el movimiento de la fe que representaba. Fidelma era una persona de su cultura, pero la fe estaba cambiando esa cultura con las nuevas ideas procedentes de Grecia, Roma y otros pueblos, las cuales iban cambiando las filosofías de los cinco reinos. Habían sido las mujeres, al igual que los hombres, las que habían convertido los cinco reinos a la nueva fe. Sus nombres eran una leyenda: las cinco hermanas de Patricio, jefe apostólico de los cinco reinos, y mujeres como Darerca, Brígida, Ita, Etáin y muchas otras. Fidelma podía recitar sus nombres como una letanía. Pero doscientos años de divulgación de la fe habían producido hombres, e incluso algunas mujeres también, que pretendían rechazar las leyes civiles y, encabezados por Finían de Clonard, habían concebido leyes eclesiásticas con la intención de que reemplazasen la ley del Fénechus, por la que se gobernaban los cinco reinos.

Febal había mencionado los Penitenciales de Cuimmíne, inspirados en la leyes de Finían. Ahora los llevaban de una fundación religiosa a otra, con la aprobación de Ultan de Armagh. Cuimmíne había muerto hacía tan sólo cuatro años y sus leyes eclesiásticas iban encontrando muchos adeptos entre los religiosos masculinos pues, tal como pensaba Febal, se basaban en los preceptos de Pablo de Tarso.

Fidelma tenía una buena razón para sentir animadversión hacia esos Penitenciales de Cuimmíne. Éste había sido el responsable de la trágica muerte de su amiga de la niñez, Liadin, educada con ella en Cashel. Liadin se había hecho religiosa y era una poetisa de gran talento. Luego había conocido a otro poeta del reino de Connacht, llamado Cuirithir, y se habían enamorado. Cuimmíne era el abad de la comunidad donde servía Cuirithir y lo echó, con la prohibición de volver a ver a Liadin; se basaba en los argumentos de Pablo de Tarso para oponerse a la relación. Era un abad de un ascetismo extremo. Cuirithir abandonó las costas de los cinco reinos y nunca se le volvió a ver. Liadin enfermó y murió, destrozada e infeliz, tanto había sido su dolor.

Fidelma sentía poco respeto por las leyes que hacían desgraciada a la gente sin motivo explicable, que negaban a los seres humanos su mayor cualidad: el amor. Liadin y Cuirithir no tenían que haber hecho caso del extremismo ascético de Cuimmíne y tenían que haber sido lo suficientemente fuertes para marcharse juntos. Cuando yacía moribunda, la joven Liadin había escrito su última canción, que acababa así:


Por qué he de ocultar

que él es lo que desea mi corazón

más que nada en el mundo.


Un alto horno

de amor ha fundido mi corazón

sin su amor, no puede latir.


Al cabo de unos días, su corazón había dejado de latir.

Fidelma resopló y sacudió la cabeza. No tenía que pensar en eso ahora. No tenía que emitir juicios morales, sino observar las pruebas con las que poder identificar a la persona responsable de los dos horribles crímenes. Al menos su siguiente paso estaba claro. Debía tener una larga charla con sor Brónach. Empezó a caminar por la orilla y luego subió al embarcadero.

Mientras ascendía por las escaleras del muelle avistó de repente una vela blanca que resaltaba en el verde y el marrón de las lejanas colinas que señalaban los extremos de la bahía. Oyó el sonido de un cuerno al otro lado de la cala, procedente de la fortaleza de Adnár, que obviamente advertía a los moradores de la entrada de un barco en la ensenada.

Fidelma levantó la mano para protegerse los ojos del sol y oteó hacia la franja de agua centelleante. De repente, su corazón empezó a latir con rapidez. Era el Foracha, el barc de Ross, que navegaba con rapidez y entraba en el puerto. Los pensamientos sobre Febal y Draigen se le fueron de la cabeza. Ahora se concentraba en las noticias que traería Ross. Su mente estaba ocupada en el misterio del mercante galo y, sobre todo, el corazón le latía con temor, temor ante las noticias que podría haber respecto al destino del hermano Eadulf.

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