Capítulo X

Las integrantes jóvenes de la comunidad parecían casi poseídas, mientras se apiñaban en el extremo del pasillo gritando en voz alta el nombre de Berrach. Su histeria estaba casi fuera de control y a Fidelma le dio rabia cuando se dio cuenta de que Draigen no había hecho nada para apaciguarlas. Parecía que la misma Lerben hubiera fomentado aquel frenesí ilógico, y se encontraba de pie delante de lo que era poco más que una muchedumbre. La abadesa no estaba por ningún lado.

– ¿Las hermanas han decidido? -inquirió Fidelma alzando la voz con un tono glacial.

Sor Lerben fue categórica.

– El asunto es ahora sencillo. La abadía ha dado refugio a una hechicera durante todos estos años, y ella se lo ha agradecido asesinando e idolatrando a los dioses paganos. Recibirá un justo castigo. Vuestro trabajo ha terminado.

Se oyó el murmullo de asentimiento de las religiosas amontonadas detrás de ella. Fidelma percibió que muchas de ellas tan sólo estaban atemorizadas y que aquel pavor se había transformado en histeria. Sor Lerben había conducido aquella pasión arrolladora contra Berrach. Las hermanas apenas se controlaban. Parecía que iban a abalanzarse de un momento a otro. Fidelma se plantó con firmeza en el pasillo y levantó una mano.

– En nombre de Dios, ¿os dais cuenta de lo que vais a hacer? -exclamó alzando su voz sobre aquel griterío-. Soy abogado de los tribunales y el rey y el obispo me han encargado la investigación de este asunto. ¿Os vais a tomar la justicia por vuestra mano y cometer un crimen tan terrible?

– Tenemos derecho -replicó sor Lerben.

– Decidme por qué -exigió Fidelma. Luego razonó que cualquier diálogo era mejor que la violencia ciega-. ¿Qué derecho tenéis? Tan sólo sois una novicia en esta abadía, sin posición social. ¿Dónde está la abadesa Draigen? Tal vez os pueda explicar ese derecho.

Los ojos de sor Lerben centellearon de ira.

– La abadesa Draigen se ha retirado a su habitación a rezar. Me ha nombrado rechtaire hasta que se recupere de este terrible golpe. Ahora yo estoy al cargo. Entregadnos a la asesina.

Fidelma estaba asombrada por la arrogancia de la joven.

– Sois joven, Lerben. Muy joven para desarrollar con responsabilidad este cargo. Lo que sugerís va contra la ley de los cinco reinos. Ahora calmaos y decid a las hermanas que se dispersen.

Para su sorpresa, Lerben se mantuvo en sus trece.

– ¿Acaso Ultan, arzobispo de Armagh y jefe apostólico de la fe en los cinco reinos no decretó que nuestra Iglesia había de seguir las leyes de la Iglesia de Pedro en Roma? Bien, hemos juzgado a nuestra pecadora hermana según esa ley eclesiástica y la hemos declarado culpable.

– ¿Según qué ley?

Fidelma no daba crédito a sus oídos. Seguro que alguien había incitado a esta joven novicia, que afirmaba ser la administradora de la abadía, a ir en contra de las leyes de la tierra. Sentía como si se hubiera enredado en una discusión con alguien que afirmara que el cielo de día era de color negro y de noche era blanco. ¿Cómo iba a encontrar ninguna lógica?

– ¡Por la ley de la Palabra Divina! -replicó Lerben, inmune a la autoridad de Fidelma-. ¿Acaso no dice el Éxodo: «A la hechicera no la dejarás con vida»?

– ¿La abadesa os ha enseñado eso, Lerben? -la desafió Fidelma.

– ¿Vais a discutir la Palabra Divina? -replicó la novicia con tozudez.

– Nuestro Señor dijo, según Mateo: «No juzguéis, para no ser juzgados. Porque el juicio que vosotros hacéis, se aplicará a vosotros, y la medida que usáis, se usará con vosotros». -Fidelma le lanzó la cita a Lerben y luego se giró hacia las religiosas que estaban detrás de ella y súbitamente dominadas-. Hermanas, me parece que os han engañado. Calmaos y regresad a vuestros dormitorios. Berrach no es culpable.

Se elevó un murmullo. Sor Lerben intentó volver a restaurar su autoridad. Tenía la cara roja y estaba enojada, pues resultaba claro que había esperado ganarse el respeto y la lealtad incondicional de las hermanas con sus conocimientos.

– ¿Acaso no rechazáis los dictámenes de Ultan? -le preguntó a Fidelma.

– Desde luego, si no están de acuerdo con la verdad y la ley de esta tierra.

– ¡Draigen es la abadesa y su palabra es la ley! -replicó la muchacha.

– No es así -le respondió Fidelma secamente, sabiendo que tenía que distender la tensión rápidamente. Cuanto más tiempo se fuera enconando la situación más fácilmente se descontrolaría. Se dio cuenta de que su sospecha era real. Draigen debía de haber animado a Lerben a conducir aquel temor contra Berrach. De la única manera que podía detener aquella peligrosa situación era intentando ejercer su propia autoridad. Volvió a repetir con claridad su posición.

– He sido nombrada por vuestro Rey Supremo. He venido aquí a petición de vuestro rey y de vuestro obispo; por la autoridad del abad de Ros Ailithir, si no respetáis otra. Si hacéis daño a Berrach de cualquier manera, vos y todas las que actúan con vos, seréis responsables del asesinato de un familiar.

Un murmullo de consternación se alzó entre las hermanas. Conocían bastante la ley para darse cuenta de que el crimen de asesinato de un familiar era uno de los más serios en el código criminal de los cinco reinos. Despojaba incluso al Rey Supremo de su puesto de honor; era una razón legal para quitarle al rey la corona. La crucifixión de Cristo se consideraba entre los irlandeses como el peor de los asesinatos, pues los judíos se consideraban los parientes maternos de Cristo. Todas las leyes y obras de sabiduría desde tiempos inmemoriales subrayaban la horrible naturaleza del asesinato de un familiar, pues tal acto atacaba al mismo corazón de la estructura de la sociedad basada en la familia.

– ¿Os atreveríais a acusarme…? -Empezó a decir sor Lerben-. ¿Os atreveríais a acusarme de eso? -Pero ya iba perdiendo apoyos en aquella discusión.

– Hermanas -dijo Fidelma dirigiéndose a las que se apiñaban indecisas detrás de Lerben. Como era ella a quien prestaban atención no tenía sentido responder a la novicia arrogante e inexperta-. Hermanas, he interrogado a sor Berrach y creo que es inocente del asesinato de Síomha. Se tropezó con el cadáver justo un momento antes de que lo hiciera la abadesa Draigen. No es más culpable del crimen que la abadesa Draigen. No dejéis que el miedo os guíe. Es muy fácil arremeter contra lo que nos produce miedo. Dispersaos e id hacia vuestros dormitorios y olvidemos este momento de locura.

Las hermanas se miraron unas a otras, un poco dócilmente bajo la penumbra, y algunas empezaron a dispersarse.

Sor Lerben dio un paso al frente con la boca bien apretada, pero Fidelma decidió rápidamente seguir con su ventaja. Vislumbró a la ansiosa sor Brónach que acababa de llegar y estaba al fondo del grupo.

– Sor Brónach, quiero que escoltéis a sor Lerben hasta su habitación mientras yo voy a ver a la abadesa. Es una orden que debéis obedecer dado mi rango -añadió cuando Brónach dudaba.

Luego se dio deliberadamente la vuelta y volvió a entrar en la habitación de Berrach. Se detuvo justo pasada la puerta, con los ojos cerrados, el corazón latiendo deprisa, preguntándose si habría apaciguado totalmente la situación. ¿Haría Lerben otro intento para recuperar a sus seguidoras y apresar a Berrach? En el pasillo se oyó un murmullo y luego trasiego de pies y finalmente silencio. Fidelma abrió los ojos.

La muchacha estaba sentada sobre la cama temblando sin control.

Fidelma echó rápidamente una mirada al pasillo. Estaba vacío. Suspiró aliviada.

– Está bien -dijo, regresando a la habitación y sentándose sobre la cama junto a Berrach-. Se han dispersado.

– ¿Cómo pueden ser tan malas? -se estremeció la joven-. Me iban a sacar para matarme.

Fidelma posó su mano sobre el brazo de la joven para consolarla.

– En realidad no son malas. Tan sólo tienen miedo. De todas las pasiones, es el temor la que debilita el juicio, especialmente cuando se es tan joven e inexperto como Lerben.

La muchacha se quedó un rato en silencio.

– Nunca le he gustado a sor Lerben. Ahora no me puedo quedar aquí. ¿Habéis oído lo que ha dicho? La abadesa Draigen la ha hecho administradora de la abadía ahora que sor Síomha está muerta.

– Una elección poco sabia, sin duda, insensata -admitió Fidelma-. Y voy a hablar de este asunto con la abadesa. Lerben es demasiado joven para ser rechtaire. Esperad un poco, Berrach. Las hermanas recobrarán el sentido común y sentirán remordimientos.

– Si me tienen tanto miedo, su temor no va a disminuir sino que se convertirá en odio. Yo no volveré a estar segura aquí.

– Dadles una oportunidad. Al menos, permitidme que hable con la abadesa Draigen.

Sor Berrach no dijo nada. Fidelma lo entendió como una señal de que aceptaba su sugerencia.

Se levantó y fue hacia la puerta desde donde le lanzó una mirada rápida.

– ¿Os encontráis bien para quedaros aquí un rato? -le preguntó.

Sor Berrach estaba triste.

Deo favente -respondió-. Con la ayuda de Dios.

Fidelma abandonó la celda y se dirigió con aspecto ceñudo hacia la habitación de la abadesa Draigen.

Mientras iba pensando en el asunto, sentía que le bullía la sangre. Estaba rabiosa por la conducta de la abadesa. ¿Cómo podía haberle dado aquel poder a Lerben? ¿Cómo era posible que hubiera animado a la novicia a llevar a cabo nada menos que un crimen? ¿A qué se debía el odio de la abadesa hacia Berrach?

Allí donde miraba había odio. Estaba tan furiosa que le vino una idea a la cabeza. Era fácil ponerse furioso, pero ¿acaso no dijo Publius Siró que había que rechazar la ira? Ésta convertía a la gente en ciega y tonta. Recordó las palabras de su mentor, el brehon Morann de Tara: quienquiera que experimente el ardor de la ira experimentará el frío glacial del arrepentimiento.

Acabó de hacer tal reflexión justo cuando se encontraba frente a la puerta de la habitación de la abadesa Draigen. La abrió y entró sin avisar.

La abadesa Draigen estaba sentada en su habitación, erguida y con la boca apretada con determinación. Sor Lerben estaba junto al fuego, evidentemente se había librado de la escolta de sor Brónach. Miró a Fidelma con antipatía cuando ésta entró con resolución en la estancia.

– Hablaré sólo con vos, madre abadesa.

– Yo… -empezó a decir sor Lerben.

– Vos os vais -le soltó Fidelma.

La abadesa Draigen dirigió su mirada hacia la joven novicia y luego hizo un gesto de despedida con la mano. La joven se mordió la lengua. Se fue con la cabeza alta.

Antes de que Fidelma pudiera hablar, el rostro de la abadesa Draigen se llenó de ira.

– Es la segunda vez que os habéis inmiscuido en las órdenes de alguien que yo he nombrado. He elegido a sor Lerben para el puesto de rechtaire en sustitución de sor Síomha.

Fidelma sonrió levemente al percibir aquella ira.

– El miedo traiciona a las almas despreciables -replicó mientras se sentaba.

La abadesa Draigen hizo una mueca.

– También es la segunda vez que me citáis a vuestros filósofos latinos.

– Habéis animado a Lerben a que encendiera los temores de la comunidad antes de que os pudiera informar de mi interrogatorio a sor Berrach -dijo Fidelma sin responder a su pregunta-. ¿Qué creíais que podría ella conseguir incitando a las hermanas a cometer tal crimen? ¿Creíais que vos, responsable de tal acción, pues sois la abadesa, podríais eludir el castigo?

Draigen le aguantó la mirada.

– Yo estaba enterada de que Lerben y sus compañeras habían condenado a Berrach. Han actuado según la ley de Dios. Yo apruebo sus decisiones. Yo creo que Berrach es culpable de la muerte de sor Síomha. Los signos paganos son malignos. El libro del Deuteronomio dice que aquellos que practican tales maldades son culpables de abominación al Señor y hay que eliminarlos. Sor Lerben actuaba según las enseñanzas del arzobispo de Ultán. Yo he aprobado sus acciones. Mi autoridad es Armagh.

Fidelma decidió que Aristóteles era sabio cuando decía que cualquiera podía sentir ira, pero que el secreto estaba en saber cuándo sentirla por la persona adecuada y de la manera adecuada. Era realmente con la abadesa Draigen con quien tenía que tratar. La joven Lerben era sólo su voz. Resultaba evidente que la abadesa Draigen le había dicho a Lerben lo que tenía que hacer. Sin embargo, aquél tampoco era el momento para enfadarse con la abadesa Draigen, pues su ira se encontraría con una pared.

– Digamos con claridad que hay bastantes pruebas para culpar a Berrach de la muerte de sor Síomha, en este momento, al igual que para culparos a vos o a sor Brónach. Vuestra forma de incitar a Lerben a la violencia se basa en los temores ocultos que tienen las demás a causa de la deformidad de la pobre Berrach. No es así cómo debería actuar un miembro de la fe. Por lo tanto, quiero que me garanticéis que nada malo le va a suceder a Berrach, hasta que yo haya acabado mi investigación.

La abadesa Draigen se mordió los labios.

– No lo voy a jurar, pues va contra las Escrituras.

Fidelma sonrió con cinismo.

– Conozco el fragmento al que os referís, madre abadesa. Es el capítulo cinco de Mateo. Pero aunque Cristo dijo que no había que jurar por ningún objeto sagrado, exhortaba a la gente a decir «sí» o «no». Por lo tanto, os exhorto a que me digáis «sí», que vais a garantizar que Berrach va a estar a salvo. La otra respuesta es «no», en cuyo caso tendré que informar del asunto al abad Brocc de Ros Ailithir y ocuparme yo misma de proteger a sor Berrach.

La abadesa Draigen resopló.

– Entonces os doy un «sí». Lo único que puedo añadir es que informaré de este asunto, no al abad Brocc, sino al propio Ultan de Armagh.

Fidelma entornó los ojos.

– ¿Acaso queréis decir que preferís aceptar la regla de Roma en esta tierra?

– Yo soy de la escuela romana -admitió la abadesa.

– Así pues ya sabemos dónde estamos -replicó Fidelma.

Fidelma conocía bien el creciente conflicto que había entre la Iglesia de los cinco reinos de Éireann y Roma. También se estaba desarrollando un debate en cuanto a los sistemas de la ley. Los cinco reinos llevaban empapados de tradición legal desde hacía doce siglos, antes de que el Rey Supremo Ollamh Fodhla hubiera ordenado que las leyes de los brehons, los jueces, se reunieran en un código unificado. Pero con la llegada de la nueva fe, ideas novedosas habían penetrado en la tierra. Desde Roma, los abogados de la nueva fe habían menospreciado las leyes de las tierras que convertían y habían creado sus propias leyes eclesiásticas. Estas leyes canónicas se basaban en las decisiones de consejos de obispos y abades, que claramente se ocupaban del gobierno de las iglesias y del clero y de la administración de los sacramentos, y que ahora empezaban a amenazar las leyes civiles de aquella tierra.

Así por ejemplo, algunas fundaciones religiosas habían pretendido imponerse a las leyes civiles, es más, incluso a las leyes criminales. Pero eran pocas y dispersas. Sin embargo, Fidelma sabía que Ultan de Armagh estaba a favor de una mayor fusión con Roma y de la legislación eclesiástica. El mismo Ultan se había convertido en una figura controvertida pues, desde que había sucedido a Commené en el puesto de arzobispo, hacía seis años, había demostrado una y otra vez que quería que la Iglesia de los cinco reinos se rigiera según los modos de Roma.

– Yo me atengo a las enseñanzas de Ultan y a las pruebas que él ha revelado de que no podemos ser gobernados por las leyes de los brehons -dijo Draigen.

– ¿Pruebas?

La abadesa mostró un libro manuscrito que estaba sobre la mesa.

Fidelma le echó una mirada.

– «Los obispos Patricio, Auxilio e Isernio dan la bienvenida a los sacerdotes y diáconos y todos los clérigos…» -dejó los manuscritos.

– No es un secreto que Ultan hace circular este documento -le dijo Fidelma a Draigen-. Yo sé que pretende presentarlo como la constancia escrita de un consejo celebrado hace doscientos años por los que ocuparon un lugar importante en la evangelización de los cinco reinos. El arzobispo Ultan afirma que las treinta y cinco disposiciones de ese supuesto sínodo son las bases de la ley eclesiástica, y la primera de ellas establece que cada miembro de la Iglesia que apele a los tribunales seglares de Éireann merece la excomunión.

La abadesa Draigen se la quedó mirando sorprendida.

– Parece que conocéis bien esa obra, sor Fidelma -admitió.

Fidelma se encogió de hombros.

– Lo suficiente para poner en duda su autenticidad. Si esas reglas se hubieran escrito en esta tierra hace doscientos años lo sabríamos.

Draigen se inclinó, molesta.

– Resulta obvio que lo ocultaron los que rechazaban el derecho de Roma a ser guía de la Iglesia.

– Pero nadie ha visto el manuscrito original, sólo las copias hechas por orden de Ultan.

– ¿Os atrevéis a poner en duda al arzobispo Ultan?

– Tengo ese derecho. Ese libro tiene disposiciones que, aunque de acuerdo con Roma, son contrarias a las leyes civiles y criminales de Éireann.

– Así es exactamente -admitió Draigen con aire de suficiencia-. Por eso sostenemos que la gente de la fe debería desconocer las leyes civiles y volverse hacia la ley eclesiástica para encontrar el camino de la verdad. Tal como dicen las leyes de Patricio, ningún miembro de la fe debería apelar a un juez seglar bajo pena de excomunión.

Fidelma lo encontraba divertido.

– Este planteamiento por sí mismo es un embrollo, pues ¿acaso no hay constancia de que Patricio utilizó a su propio brehon, Erc de Baile Shaláine, para representarlo a él mismo en todos los procedimientos legales de los tribunales de esta tierra?

La abadesa Draigen estaba asombrada.

– Yo no…

– Mucho más que un embrollo -insistió Fidelma, aprovechando la delantera que llevaba- es lo que escribió Patricio a favor de las leyes de esta tierra. Ese libro no es más que una falsificación realizada por vuestra facción prorromana, pues el mismo Patricio, junto con sus compañeros, los obispos Benigno y Cairenech, formaron parte de la comisión de nueve personas eminentes que se reunieron a petición del Rey Supremo, Laoghaire, para estudiar y revisar las leyes de los brehons y después ponerlas por escrito en los nuevos caracteres latinos. Eso fue en el año 438 de Nuestro Señor. Supongo que estaréis de acuerdo, Draigen, de que hubiera sido inconcebible que Patricio y sus colegas aconsejaran respecto a las leyes civiles y criminales de Éireann, dándoles un apoyo público, al tiempo que concebían un conjunto de reglas contrario a ellas y que exigieran que ningún miembro de la Iglesia apelara a ellas bajo pena de excomunión.

Se hizo un silencio. El rostro de la abadesa Draigen denotaba ira mientras intentaba encontrar la forma de refutar aquel argumento de manera lógica. Fidelma sonrió levemente ante aquel rostro que se ruborizaba, se inclinó hacia delante y empezó a dar unos golpecitos sobre el libro con el dedo índice.

– En la introducción de esta falsificación encontraréis una sabia advertencia: es mucho mejor discutir que enojarse.

La abadesa se quedó sentada, presa de la indignación, y Fidelma continuó atacando.

– Hay una cosa que me intriga, madre abadesa. Si creéis en lo que afirmáis, ¿por qué le pedisteis al abad Brocc que enviara a un brehon a investigar este asunto desde el principio? No respetáis las leyes seglares.

– Todavía nos gobiernan las leyes seglares -dijo la abadesa con voz punzante-. Adnár es el bó-aire y tiene la jurisdicción de magistrado. Yo hubiera reconocido la autoridad del mismo diablo con tal de soslayar el poder de mi hermano y evitar que interviniera en los asuntos de esta abadía.

– Así que aceptáis la ley de los brehons sólo cuando os beneficia. Eso no es un ejemplo para vuestra comunidad.

A Draigen le costó un rato recuperarse.

– No me vais a convencer. Yo estoy con Ultan y creo en la validez de este libro.

Fidelma inclinó la cabeza.

– Eso es cosa vuestra, madre abadesa. Si es así, he de haceros saber que las leyes eclesiásticas de Roma que me ha citado Lerben esta mañana no son justificables.

– ¿Cuáles? -exigió Draigen.

– Las que ella pronunció le daban autoridad para detener a sor Berrach y matarla, si hubiera sido culpable del crimen del cual la acusabais. Sin duda, dada su juventud, fuisteis vos quien instruyó a Lerben al respecto. Citó el libro del Éxodo, capítulo 22, versículo 18.

Draigen asintió rápidamente.

– Conocéis las Escrituras. Sí, así es la ley. A la hechicera no la dejarás con vida. Según eso, se podía matar a Berrach, cuando se demostrara que era una bruja que hacía uso de prácticas paganas.

– Pero, si os atenéis a la declaración de Ultan, y buscáis justificación en ese texto que pretende recoger las leyes del primer sínodo de Patricio en esta tierra, cogedlo y leedme la décima sexta ley.

La incertidumbre de la abadesa quedó reflejada en sus ojos cuando miró a Fidelma. Después de un momento de duda, se inclinó, tomó el libro y empezó a leer.

– ¿Podéis leer esa ley en voz alta? -insistió Fidelma.

– Ya sabéis lo que dice -contestó la abadesa, irritada.

Fidelma le sacó con suavidad el libro y empezó a leer en voz alta:

– «Un cristiano que crea que hay algo en el mundo como una hechicera, es decir, una bruja, y que acusa a cualquiera de serlo, ha de recibir la excomunión, y no puede volver a la iglesia hasta que -con su propia declaración- revoque su acusación criminal y haya hecho la penitencia con todo rigor.»

Deliberadamente, Fidelma cerró el libro y lo volvió a poner donde estaba. Después se sentó y miró a la abadesa con aire pensativo.

– Si vos acatáis los edictos de Ultan, deberéis aceptar que son la ley eclesiástica que tenéis que obedecer. La abadesa Draigen no replicó. Estaba claramente confundida.

– Los castigos están claros. -La voz de Fidelma era suave pero desdeñosa-. Excomunión o retractación de tales acusaciones o penitencia rigurosa.

La abadesa Draigen tragó saliva.

– Sois sutil como una serpiente -dijo en voz baja-. No creéis que se tenga que obedecer esta ley y sin embargo la utilizáis para cogerme en una trampa.

– No es así -replicó Fidelma, sin hacer caso del insulto-. Vertías simplex oratio est, el lenguaje de la verdad es simple.

– Sin embargo vos no creéis en esta ley que ahora me imponéis -repitió la abadesa con tozudez.

– Pero vos decís que sí creéis en ella. Si tenéis una mente lógica, tenéis que obedecerla. Es más, sois vos quien me la mencionó para justificarme el crimen que casi se comete.

Se oyó la campana de la torre. Sor Lerben entró con arrogancia. Miró con desprecio a Fidelma.

– Supongo que querréis saber que la campana para maitines está sonando, madre abadesa. La congregación os espera.

– Tengo oídos, Lerben. Cuando mi puerta esté cerrada, tenéis que llamar antes de entrar -contestó la abadesa Draigen con un ladrido quejumbroso. La joven novicia se mostró asombrada. Obviamente, no esperaba aquella reacción. Se sonrojó e iba a decir algo, pero percibió la mirada airada de la abadesa y se retiró con rapidez.

– ¿Queréis rechazar las enseñanzas de Ultan…? -insistió Fidelma-. ¿Tal vez necesitéis consejo de vuestra anam-chara, vuestra alma amiga?

La abadesa Draigen, airada, se puso súbitamente de pie.

– Mi anam-chara era sor Síomha -replicó secamente-. Pareció que iba a seguir discutiendo, pero apretó las mandíbulas-. Muy bien; revocaré mi acusación contra Berrach.

Fidelma también se puso en pie.

– Eso está bien. Tiene que ser delante de la comunidad, ya que tales acusaciones se hicieron ante la comunidad. Revocad la acusación, disculpaos y haced penitencia.

La expresión en el rostro de la abadesa era de desagrado.

– Ya he dicho que lo haría.

– Bien. Entonces, ahora es el momento apropiado, ya que la comunidad se reúne para maitines. Yo escoltaré a sor Berrach a la capilla, pues podría desconfiar y tener miedo después de toda la violencia que le han mostrado -añadió en voz baja- en un santuario de la fe.

Luego abandonó la habitación de la abadesa.

En el exterior se detuvo un momento y respiró profundamente. Empezaba a sentir afinidad con Adnár; su hermana era una mujer curiosa. No tendría más remedio que explicar aquel asunto al abad Brocc, pues, si Draigen era inocente de otras cosas, era culpable de incitar a un delito de asesinato y de utilizar la juventud y la falta de conocimientos y de experiencia de otra persona para intentar perpetrar un crimen. Eso no se podía absolver. Desde luego, había algo perverso en el carácter de Draigen.

La campana iba sonando y las figuras de las religiosas se apresuraban hacia la duirthech, la capilla de la comunidad. En la celda de sor Berrach, Fidelma encontró a la joven tullida consolada por sor Brónach y les explicó brevemente lo que había ocurrido entre la abadesa y ella.

Cuando Fidelma llegó con sor Berrach, avanzando con dificultad con la ayuda de su bastón y sosteniéndose en la solícita sor Brónach, la comunidad ya estaba reunida. La abadesa estaba de pie detrás del altar, casi directamente detrás de la gran cruz ornamentada, mientras la congregación elevaba sus cantos en latín:


Munther Beara beata

fide fundatacerta,

spe salutis ornata,

caritate perfecta.


Fidelma se preguntaba si la abadesa Draigen había elegido el canto a propósito. Eran unas palabras muy sencillas. «La bendita comunidad de Beara, basada en una fe segura, adornada con la esperanza de la salvación, perfeccionada por la caridad.» Las hermanas cantaban ese mensaje con una convicción ciega.

Mientras Fidelma avanzaba con Berrach, las voces fueron perdiendo unisonancia y se desvanecieron. Las cabezas se fueron levantando y se sintió que una tensión nerviosa recorría los bancos de la congregación.

Fidelma dio un suave apretón a Berrach en el brazo para infundirle valor.

El canto se fue apagando y la abadesa Draigen cambió majestuosamente de posición y fue a situarse ante el altar.

– Hijas mías, estoy ante vosotras para pedir vuestro perdón, pues soy culpable de una grave falta. Y he permitido que alguien joven e inexperto actuara erróneamente siguiendo mi consejo.

Las primeras palabras provocaron tal silencio que incluso se podía oír la áspera respiración invernal de algunas de las hermanas.

– Es más, soy culpable de hacer un daño terrible a un miembro de esta comunidad.

La congregación empezaba a entender, y las hermanas lanzaron miradas de arrepentimiento hacia Berrach y Fidelma. Berrach seguía apoyándose en su bastón, con la mirada baja. Sor Brónach permanecía con la cabeza bien alta como si fuera la que aceptaba la disculpa. Fidelma, al otro lado de Berrach, también mantenía erguida la cabeza con la mirada puesta en los ojos de la abadesa.

– Han sucedido cosas en esta abadía que han causado gran alarma entre los miembros de la comunidad; alarma y miedo. Esta mañana, como sabéis, nuestra rechtaire, sor Síomha, ha sido cruelmente asesinada. Actuando según un conocimiento parcial del asunto, he acusado a una hermana de esta comunidad. Invadida por un entusiasmo impetuoso para castigar a la persona que yo consideraba culpable, olvidé las enseñanzas de Nuestro Señor, pues ¿acaso no está escrito en el libro de Juan que «quien está libre de pecado, que tire la primera piedra»? Yo no estaba libre de pecado y tiré la primera piedra. Por mis acciones injustas, ansío vuestro perdón y haré una penitencia diaria durante un año a partir de este día. Esta penitencia me la habéis de imponer vosotras, hermanas, reunidas en esta congregación.

Se giró para mirar a sor Lerben. La joven novicia estaba con la cabeza bien alta y amenazante. Fidelma la miró y le inquietó la profundidad de la rabia contenida que denotaban sus rasgos. «No tardaré en tener problemas con sor Lerben», pensó.

– Es más, aconsejé mal a la joven sor Lerben y, después de nombrarla nueva rechtaire, le pedí que actuara bajo mis consejos. Soy totalmente responsable. Lerben no tenía suficiente experiencia para entender que yo estaba en un error. Me disculpo en su nombre.

Ante los ojos sorprendidos de las hermanas reunidas, sor Lerben salió bruscamente de la capilla haciendo ruido, como un niño malhumorado.

La abadesa Draigen la vio irse con tristeza. No dijo nada y luego volvió su atención a sor Berrach.

– Sor Berrach, ante Dios y ante esta congregación, os pido perdón. Fue el miedo y la abominación ante la espantosa muerte que ha sufrido sor Síomha y el alma anónima encontrada en nuestro pozo los que me hicieron errar y gritaros «hechicera» e incitar a la congregación a haceros daño. Mía es la culpa y a vos os vuelvo a pedir la absolución.

Todos los ojos se volvieron hacia sor Berrach.

Ésta dio un paso adelante. Se hizo un silencio tenso mientras ella permanecía allí, como dudando. Fidelma percibió que los músculos de la cara de la abadesa estaban en tensión, como si intentara controlar sus emociones. Fidelma se preguntaba si Berrach iba a rechazar la disculpa de la abadesa Draigen. Entonces la muchacha respondió.

– Madre abadesa, habéis citado las palabras del Evangelio de Juan. Juan dijo que nos engañamos si creemos que todos estamos libres de pecado. La aceptación de nuestros pecados y su confesión son el primer paso hacia la salvación. Os perdono por vuestro pecado…, sin embargo no os puedo absolver. Tan sólo Dios puede hacerlo.

Parecía que a la abadesa Draigen le hubieran dado una bofetada. Desde luego aquéllas no eran las palabras que había esperado. Y un murmullo de sorpresa se elevó entre las hermanas congregadas. De repente, se habían dado cuenta de que sor Berrach no tartamudeaba, sino que hablaba con frialdad, claridad y articulando bien.

La joven, apoyándose en su bastón, se dio la vuelta y lentamente y balanceándose por el pasillo se dirigió al exterior.

Reinó el silencio hasta que la puerta se cerró tras ella.

– En verdad así es, sólo Dios puede absolvernos. Nosotros tan sólo podemos perdonar.

Todas las cabezas se giraron cuando sor Brónach dio un paso adelante y habló sin rencor.

– ¡Amén! -añadió Fidelma en voz alta, cuando vio que la comunidad dudaba en responder.

Se oyó un murmullo de aprobación. La abadesa Draigen inclinó la cabeza en señal de aceptación del veredicto de la congregación y volvió a ocupar su lugar.


El canto volvió a elevarse:

María de tribu luda,

summi mater Domini,

opportunam dedit curam

aegrotanti homini…


(María de la tribu de Judá, madre del poderoso Señor, ha proporcionado una cura oportuna para la humanidad enferma.)

Fidelma hizo una genuflexión rápida en dirección al altar, se giró y salió de la capilla en busca de sor Berrach.

¿Una cura oportuna para la humanidad enferma? Fidelma apretó los labios con cinismo. Parecía que no había cura para la enfermedad que se iba extendiendo por aquella abadía. Ni siquiera estaba segura de cuál era la enfermedad, salvo que el odio estaba en el mismo centro de ella. Había algo allí que no entendía. No era un problema simple; no era un acertijo simple de quién mataba y por qué.

Se habían encontrado dos mujeres, ambas acuchilladas en el corazón, ambas decapitadas y ambas con un crucifijo en la mano derecha y una varilla escrita en ogham en la izquierda. ¿Qué relación tenían ambas entre sí? Tal vez si supiera eso podría descubrir un motivo. Sin embargo, el conjunto total de lo que había investigado apenas le había revelado nada de valor que señalara el camino hacia algún motivo, menos aún a un culpable.

Lo único que había aprendido era que la comunidad de El Salmón de los Tres Pozos estaba gobernada por una mujer de fuerte personalidad y cuyas actitudes eran, al menos, cuestionables.

Después de los maitines se cantaron las laudes, los salmos que marcaban las primeras horas de luz de la iglesia. Las voces de las hermanas se alzaban con curiosa vehemencia:


Que las alabanzas de Dios estén en sus bocas, y una espada de dos filos en sus manos.

Para ejecutar la venganza del cielo, y los castigos en la gente;

para atar a sus reyes con cadenas, y a sus nobles con grilletes de hierro;

para ejecutar en ellos el juicio escrito: este honor tienen todos sus santos. Alabado sea el Señor.


Fidelma se estremeció ligeramente.

¿Aquellas palabras tenían un significado del que ella no estaba enterada?

Sin embargo las laudes siempre eran los salmos del 148 al 150, que siempre se cantaban seguidos como un salmo largo cada mañana con la primera luz del día.

Las palabras no cambiaban. ¿Por qué le parecía ver en aquellas palabras alguna amenaza?

Sabía que había alguien que la estaba engañando. Pero dudaba quién era.

Загрузка...