Capítulo XIV

Los ecos del gong anunciando la medianoche resonaron claramente procedentes de la torre de la abadía. Fidelma, bien envuelta en su capa de lana ribeteada con piel de castor, atravesaba en silencio los bosques envueltos en un velo blanco. La nieve recién caída crujía bajo sus pies y un vaho blanco producido por el aire frío la precedía como neblina. A pesar de la hora, la noche era clara gracias a una luna llena y redonda, que había aparecido entre las nubes, y cuyos rayos brillaban al tocar la alfombra de nieve del suelo.

Estaba segura de que nadie la había visto abandonar la casa de huéspedes y había salido en silencio de los terrenos de la abadía, hasta los bosques circundantes. Se había parado un par de veces para mirar hacia atrás, pero no había visto que nada se moviera en el silencio mortal de la noche. Avanzaba rápido, jadeante; el aire frío la obligaba a hacer mayor esfuerzo del normal.

Se tranquilizó cuando oyó el suave relinchar de unos caballos delante de ella y, al cabo de unos minutos, vio a Ross y a Odar que sujetaban las riendas de los animales.

– ¡Muy bien hecho, Ross! -lo saludó sin aliento.

– ¿Va todo bien, hermana? -preguntó el marino ansioso-. ¿Os ha visto salir alguien de la abadía?

Fidelma sacudió la cabeza.

– Pongámonos en marcha, pues creo que tenemos mucho que hacer esta noche.

Odar se acercó y la ayudó a subir a la silla de una yegua oscura. Luego Ross y Odar subieron a sus monturas. Ross dirigía el grupo, pues al parecer sabía la dirección que habían de tomar. Fidelma iba detrás y tras ella Odar, en la retaguardia.

– ¿Dónde habéis conseguido los caballos? -preguntó Fidelma mientras avanzaban por el sendero del bosque. Sabía de caballos.

– Se ha ocupado Odar.

– Un granjero no lejos de aquí. Un hombre que se llama Barr -informó Odar en un tono brusco-. Parece que su granja ha prosperado desde la última vez que hice algún negocio con él. Entonces no podía permitirse tener caballos. Le he pagado el alquiler de una noche.

– ¿Barr? -preguntó Fidelma frunciendo el ceño-. Me parece que he oído ese nombre antes. No importa. Oh, sí -dijo al recordar repentinamente-. Ya sé. ¿Y ha encontrado Barr a su hija perdida?

Odar la miró asombrado.

– ¿Hija? Barr ni siquiera está casado, por lo que menos aún puede tener hijos.

Fidelma frunció los labios pero no respondió.

De repente se puso a temblar a causa del frío, a pesar de su capa; el viento helado empezó a susurrar por las laderas cubiertas de nieve de las grandes montañas.

Ross señaló hacia arriba.

– Nuestro camino sube por la montaña hasta el otro lado. Hay un sendero que pasa por el pico y llega al otro extremo de la península. Luego desciende por detrás de los asentamientos donde excavan en busca de cobre.

– He traído un frasco con cuirm en mi alforja que os ayudará a soportar el frío, hermana -añadió Odar-. ¿Queréis un sorbo?

– Eso ha sido una buena idea, Odar -respondió Fidelma agradecida-. Pero creo que será mejor que lo guardemos para luego, pues todavía tenemos que abandonar el abrigo que nos ofrece este bosque y subir las heladas laderas de las montañas. Luego tendré todavía más frío y lo necesitaré.

– Eso que decís es muy sabio, hermana -admitió Odar, impasible.

Continuaron cabalgando en silencio, con las cabezas gachas, pues el viento se iba levantando lentamente y lanzaba contra ellos una fina nieve. Había más nubes de nieve que se arracimaban en el oeste, pero Fidelma no estaba segura de si agradecerlo o consternarle. Por un lado pensaba que las nubes podrían ocultar la luna brillante que se reflejaba en la nieve y hacía que la noche fuera tan clara como el día, pero los hacía visibles a una distancia considerable. Por otro lado, estaba consternada ante la idea de que las grandes nubes descargaran nieve y convirtieran aquella excursión nocturna en algo incómodo y más peligroso todavía.

Cuando ya llevaban cinco millas de camino la sabiduría que había mostrado Fidelma al querer conservar el cuirm, o licor alcohólico que había traído Odar, se hizo evidente. Estaban helados a pesar de las cálidas capas que llevaban y Fidelma hizo que su caballo se detuviera en un pequeño claro. Era una zona rocosa junto a la entrada de una especie de cueva. Sugirió que Odar les permitiera dar un sorbo de cuirm para fortalecerse. Una vez hubieron bebido, continuaron. Al cabo de una milla, aproximadamente, fueron descendiendo por una serie de senderos tortuosos dejando las montañas y atravesando unas colinas más suaves en dirección a la costa. Veían el mar negro y borbolleante, reflejado de vez en cuando bajo los rayos de la luna, cuando las nubes se separaban y dejaban que brillara.

Los caballos estaban asustados, y no lejos de allí empezaron a aullar unos lobos. Fidelma, mirando hacia la parte alta de las montañas, percibió varias sombras oscuras que se movían con prisa por la nieve blanca y reprimió un escalofrío.

– La reina de la noche está brillante -murmuró Ross, con aprensión-. Quizás está demasiado radiante.

Por un momento, Fidelma se preguntó a qué se refería, hasta que se dio cuenta de que los hombres de mar tenían un tabú y no se referían directamente a la luna o al sol. A menudo se referían a la luna como la «reina de la noche», o simplemente, «la luminosidad». La antigua lengua de Éireann tenía muchos otros nombres para la luna, todos ellos eufemismos para no mencionar el sagrado nombre de la luna. Era una costumbre pagana procedente de los tiempos en que se consideraba que la luna era una diosa cuyo poder no podía evocar ningún mortal mencionando su nombre.

– Afortunadamente, las nubes se van a espesar antes de que lleguemos al asentamiento -contestó Fidelma.

Los aullidos de la manada de lobos fueron desvaneciéndose en las montañas.

Después de lo que pareció una eternidad, Ross detuvo su caballo y señaló colina abajo. Fidelma tan sólo vio el diminuto fulgor de unos fuegos.

– Ésos son los edificios alrededor de las minas. Es una zona de campos, en el extremo de un acantilado. Debajo hay una playa y el muelle de donde zarpó el barco galo, según me dijeron los habitantes de la isla de Dóirse.

Fidelma oteó hacia delante. Por supuesto, primero parecía fácil decir que atravesarían la península a caballo hasta las minas y averiguarían lo que le había sucedido a la tripulación del mercante. Aquí, bajo la luz helada de la luna, se le presentaban los defectos del plan.

– ¿Qué vais a hacer, hermana? -le preguntó Ross interrumpiendo sus pensamientos y avivando su irritación.

– ¿Sabéis cuánta gente vive allí abajo?

– Hay muchos mineros y sus familias.

– ¿Son todos prisioneros, rehenes y esclavos?

Ross se encogió de hombros.

– No creo. Pero muchos lo son. Si los galos están entre ellos, los encontraremos fácilmente. O, al menos, conocerán su paradero.

– ¿Y guardias?

– En verdad no lo sé. Había pocos guerreros la última vez que comercié con estas minas. Pero, por lo que me han dicho los de la isla respecto a los guerreros Uí Fidgenti, debe de haber unos cincuenta soldados o incluso más.

– ¿Conocéis el trazado del asentamiento? ¿Cuáles son los lugares donde pueden estar con mayor probabilidad los prisioneros?

Como respuesta Ross descendió de su caballo y le hizo señas de hacer lo mismo. Eligió un trozo de nieve limpia y sacó su espada. Con la punta hizo varios agujeros.

– Éstas son las entradas a las minas, allí -dijo clavando la espada-. Y aquí está el sendero que desciende hasta el asentamiento. Aquí y aquí están las cabañas. Hay muchas chozas donde creo que viven los trabajadores. Aparte de eso, no puedo ayudaros en nada más.

Fidelma miró los dibujos y suspiró.

– Cabalgaremos hacia abajo un poquito más, y vos y Odar esperaréis con los caballos mientras yo me introduzco en el poblado a pie. -Levantó la mano para detener las protestas de Ross-. Yo puedo conseguir más sola que los tres juntos. Llamaríamos la atención.

– Pero no sabéis lo que vais a encontrar allí abajo -protestó Ross-. El lugar puede ser un campamento armado en el que no sean bienvenidos los extraños.

Antes de que pudiera protestar más, Fidelma ya había vuelto a montar e iba trotando sendero abajo hacia las luces vacilantes. Guando se estaban acercando a los edificios, un perro empezó a ladrar. Una voz estridente le gritó al animal, pensando -o al menos así le pareció a Fidelma, por lo que entendió- que la pobre bestia estaba ladrando a los lobos de la ladera. Fidelma levantó la mano e hizo señas a sus compañeros en dirección al abrigo que ofrecían los árboles y matorrales de los alrededores donde desmontaron. Sin decir palabra, entregó sus riendas a Ross y sacudió con vehemencia la cabeza cuando éste empezó a abrir la boca para protestar.

Se arrebujó bien en la capa y se fue acercando al asentamiento. No estaba cercado, como algunos, pero los edificios parecían dispuestos de forma desordenada. En realidad no tenía ni idea de adónde iba o lo que iba a hacer. Simplemente avanzaba con firmeza por entre las sombras de los edificios, como si tuviera todo el derecho de estar allí. Alguien surgió de entre dos de las cabañas con una linterna y empezó a caminar junto a ella sin echarle una segunda mirada. Era un guerrero corpulento, con un escudo y una lanza.

Con el corazón latiéndole con fuerza, Fidelma se volvió hacia él.

– ¡Guerrero! -le llamó, con toda la autoridad que pudo imprimir a su voz.

El hombre se detuvo y se giró. No pareció que le extrañara ver a un desconocido que lo abordara en la oscuridad y Fidelma dejó que la luz de su linterna iluminara el crucifijo que llevaba al cuello.

– ¿Sí, hermana? -inquirió el guerrero con voz que no mostraba sospecha, sino curiosidad y respeto.

Fidelma no veía sus rasgos y deseó que fueran reflejo de su tono amable. Decidió apostarlo todo a una jugada audaz.

– Entre los prisioneros hay un religioso sajón. Tengo que interrogarlo. ¿Sabéis dónde está retenido?

– ¿Un sajón? -El hombre se lo pensó un momento-. Oh, sí. Está junto con otros religiosos. ¿Veis aquella segunda cabaña allá, junto a aquellos árboles? Lo encontraréis allí.

– Gracias, guerrero.

El guerrero levantó una mano en señal de saludo y se alejó.

Fidelma no podía creer que aquello resultara tan fácil. Se puso a recordar el verso del Formio de Terencio: Audentes fortuna juvat, la fortuna favorece a los audaces. Su mentor, el brehon Morann de Tara, la repetía con frecuencia y añadía su propia máxima. Si uno no entraba en la guarida del lobo, no podía llevarse los cachorros. Sin duda la fortuna le había sonreído y había entrado en la guarida muy fácilmente.

Se apresuró hacia la choza que el guerrero le había indicado. Era una gran choza aislada, situada en el extremo del asentamiento, junto al inicio del bosque que servía de protección de las montañas. La siguiente construcción estaba a unas treinta yardas. El lugar estaba a oscuras, aunque vio una ventana en la que colgaba un trozo de arpillera. Detrás se percibía el débil brillo de una linterna vacilante. Se acercó hasta la ventana y escuchó. Primero no oyó ningún sonido. Luego percibió un extraño chirrido, como de metal contra metal. Se puso de puntillas, separó con cuidado la arpillera y miró hacia el interior.

La choza parecía estar dividida en dos estancias. La ventana daba a una de ellas. Estaba vacía, salvo por una lámpara que colgaba de las vigas y daba una débil luz. Había varios postes que sujetaban el tejado. Había una figura sentada al pie de uno de esos postes. Era un hombre, vestido con hábito marrón, sentado con el cuerpo inclinado sobre sus pies. Parecía que estaba haciendo algo. Fidelma respiró profundamente. La figura llevaba la tonsura de san Pedro de Roma. Echó una mirada alrededor para asegurarse de que no había nadie más en la estancia. No podía pasar por la ventana, pues había unas barras de madera que lo impedían. Se dirigió hacia la puerta y vio que había una pesada barra que la cerraba desde el exterior. Fidelma miró rápidamente a su alrededor y, asegurándose de que no había nadie a la vista, levantó la barra consiguiendo deslizaría de los engastes de hierro, y empujó la puerta para abrirla.

Se metió con rapidez dentro y cerró la puerta detrás de ella. Se quedó un rato de espaldas a la puerta y observando la estancia.

La figura que estaba en el suelo había dejado de mirarse los pies y estaba apoyada contra el poste, como en una actitud de reposo. Tenía los ojos bien cerrados.

Fidelma se adelantó y sonrió satisfecha.

– No es momento para dormir, hermano Eadulf -susurró.

Fue como si la figura se viera sacudida por un chorro de agua helada. Echó la cabeza hacia arriba, su cuerpo se tensó y se irguió. Abrió una boca de un palmo al contemplar la sombra que había sobre él.

Fidelma dio otro paso y la débil luz de la lámpara le iluminó la cara.

– ¡Dios mío! ¿Es posible que seáis vos? -dijo con voz incrédula el monje sajón.

Impulsivamente, Fidelma se inclinó hacia delante, con ambas manos tendidas, y agarró las que Eadulf le ofrecía. Tenía las manos libres, pero Fidelma se dio cuenta de que un grillete le sujetaba un tobillo al poste de madera contra el que se acurrucaba. Estaba sucio y descuidado, y parecía que no hubiera comido ni dormido en una semana. El monje sajón no podía creer lo que veía y se agarraba a sus manos con fuerza, como si tuviera miedo de que fuera una visión que había de desvanecerse repentinamente.

– ¡Fidelma!

Durante unos momentos ninguno de los dos fue capaz de hablar. Finalmente fue Fidelma la que rompió el silencio.

– De toda la gente, Eadulf -dijo Fidelma, forzando un tono de reprimenda, aunque con la voz entrecortada-, hermano Eadulf, sois la última persona que hubiera esperado ver en esta tierra minera.

– A decir verdad -contestó Eadulf, esbozando una mueca con las comisuras de los labios-, a decir verdad, he de admitir que nunca esperé volver a ver a nadie conocido otra vez. Pero ¿cómo habéis llegado aquí? ¿Seguro que no sois amiga de esta gente…?

– Hay mucho que contar -replicó Fidelma sacudiendo la cabeza-. Pero hemos de darnos prisa e irnos antes de que nos descubran. ¿Cómo estáis atado?

Eadulf se tragó las ciento y una preguntas que le venían, obviamente, a la mente y señaló el grillete de hierro que tenía en el tobillo.

– He intentado aflojarlo pero no tengo la herramienta apropiada.

Fidelma examinó el candado, frunciendo el ceño y concentrada. Era un mecanismo simple pero hacía falta algo largo y delgado para abrirlo haciendo palanca. Buscó en el interior de su crumena, extrajo el cuchillo que llevaba e intentó meter la punta para abrir el candado. Era demasiado ancho.

Eadulf la contempló con desánimo, mientras ella miraba en toda la habitación en busca de una pieza larga de metal para abrir el candado.

– No hay nada a mano. Ya lo he mirado.

Fidelma no respondió, pero se levantó y examinó la linterna que colgaba del poste de madera. La alcanzó, la descolgó y examinó el clavo de hierro del que colgaba. Dejó la lámpara y con el cuchillo empezó a arrancar el clavo. Le costó un poco quitar la madera suficiente alrededor del clavo para luego poder sacarlo con facilidad. Luego volvió a su tarea.

– Todavía no entiendo cómo habéis llegado hasta aquí, Fidelma -dijo Eadulf mientras observaba cómo ella retorcía el clavo en el interior de la cerradura.

– Llevaría un buen rato explicarlo. Más importante es cómo vos habéis llegado hasta aquí.

– Yo iba de pasajero en un mercante galo. El capitán recaló en este puerto para comerciar y de repente nos capturaron a todos.

– ¿Dónde está el resto de los cautivos?

– Casi todos están retenidos en las minas para trabajar. Aquí hay unas minas de cobre…

– Ya sé. ¡Ah! Eso es.

Se oyó un clic y el mecanismo se abrió. Fidelma le sacó el grillete del tobillo.

Eadulf empezó a darse masajes en la carne magullada.

– Bueno, no lamento abandonar la hospitalidad de esta gente -murmuró. Luego echó una mirada a la puerta cerrada que separaba aquella parte de la choza de la segunda estancia-. Sin embargo…

– ¿Qué hay? -inquirió Fidelma impaciente, ya avanzando hacia la puerta de salida-. Hemos de irnos ahora. No vamos a tener siempre la suerte de nuestro lado.

– Hay una anciana religiosa prisionera en la habitación de al lado. Lleva aquí varias semanas. No me gustaría dejarla. ¿Podemos llevarla con nosotros?

Fidelma no dudó un momento.

– ¿Está sola?

Eadulf asintió con la cabeza.

Fidelma cogió la lámpara, se dirigió con cautela a la otra estancia y abrió la puerta.

Una anciana de cabello blanco yacía en un jergón de paja en un rincón. Estaba dormida. Al igual que Eadulf, tenía un tobillo cogido con un grillete atado a la pared mediante una cadena.

Fidelma se inclinó y la sacudió suavemente.

La anciana religiosa se despertó y abrió los ojos asustada. Intentó decir algo, pero Fidelma le puso un dedo en los labios y le sonrió para tranquilizarla.

– Estoy aquí para ayudaros. Supongo que sois sor Comnat.

La mujer la miró asombrada y luego hizo un gesto afirmativo.

Fidelma tomó el clavo y se inclinó sobre el candado.

– Esto no nos llevará nada.

Sor Comnat miraba a Fidelma y luego a Eadulf, que estaba en la puerta, estirándose y dándose masajes en la pierna para restablecer la circulación.

– ¡Gracias a Dios! -susurró la anciana-. ¿Entonces sor Almu consiguió llegar a salvo?

Fidelma apretó los labios un momento y luego sacudió la cabeza con energía.

– Hablaremos de esto luego.

El candado de sor Comnat no era tan difícil de abrir como el de Eadulf o acaso Fidelma ya había aprendido a manejar aquel mecanismo. Se oyó un clic y el candado se abrió.

– ¿Y ahora? -preguntó Eadulf-. Hay muchos guerreros en este lugar.

Fidelma ayudó entonces a la débil religiosa a ponerse en pie.

– Tengo unos amigos con caballos cerca de aquí. Venid.

Sostuvo a sor Comnat, que se tambaleaba un poco a causa de la debilidad, y la acompañó a la puerta de la choza.

– Echad una mirada fuera a ver si está despejado -indicó a Eadulf.

El monje asintió brevemente con la cabeza y abrió la puerta. Al cabo de un momento regresó con una mirada burlona de satisfacción.

– No se ve a nadie fuera.

– Entonces vamos. Avancemos por el lateral de la choza, hasta la protección de los bosques de allí atrás. Tened cuidado, porque al menos hay un perro en este lugar.

Salieron de la choza y Fidelma le hizo señal a Eadulf de que cerrara la puerta y colocara en su sitio la barra de madera, de forma que, a primera vista, pareciera que la choza estaba bien cerrada. Luego avanzaron con cautela por el exterior de la choza. Un perro empezó a aullar, pero su grito se confundió con los aullidos lejanos de los lobos en la montaña. Oyeron una voz que lo maldecía y luego un gañido. Obviamente, el irritado amo del perro había lanzado algo a la pobre bestia.

Guiados por Fidelma, continuaron por el exterior de la choza y penetraron en los árboles y matorrales que había detrás. Había un grupo de tejos de copas redondas, y espesos madroños y acebos. Algunas de las especies de acebos tenían las brillantes bayas rojas y también había muchos árboles jóvenes con la corteza verde. Las hojas de hiedra penetraban entre los árboles, entre los mayores, de manera que el bosque les daba la bienvenida con una protección natural. Intentando no pincharse con las espinas de las hojas más bajas, Fidelma se fue abriendo paso hacia el abrigo de los bosques.

– Mis amigos deberían de estar cerca de aquí -susurró, indicando el camino.

Los fue guiando en silencio describiendo un semicírculo alrededor del asentamiento, bien protegidos por los árboles y arbustos hasta que encontraron a Ross, que esperaba impaciente con Odar y los caballos. El fornido capitán examinó a los compañeros de Fidelma, sorprendido.

– No hay tiempo para explicaciones ahora -le cortó Fidelma antes de que pudiera empezar a preguntar-. Hemos de alejarnos de este lugar cuanto antes.

Ross respondió enseguida a aquella premura.

– Podemos dirigirnos a las cuevas que hay en la ladera, unas millas atrás. La vieja… la hermana puede montar detrás de vos, Fidelma. El monje puede montar detrás de mí.

Fidelma accedió y se subió al caballo.

– Odar, ayudad a sor Comnat a subir detrás de mí -le apremió.

Todavía sin duda aturdida, la religiosa subió con la ayuda de Odar. Ross montó y luego ayudó a Eadulf a colocarse detrás de él. Luego se giró y se puso en marcha a la cabeza del grupo siguiendo el sendero que subía por el bosque, y que sin duda los ocultaba de cualquiera que estuviera en el asentamiento. Al cabo de media hora hizo un alto en un pequeño claro, donde la nieve se había convertido en aguanieve delante de la entrada rocosa de una gran cueva. Les hizo señal de desmontar y luego condujo los caballos al interior de la cueva para que nadie pudiera verlos.

– Vamos -instruyó a los otros-, hay mucho sitio y no nos verán.

Ross tenía razón. Era una cueva grande y había podido atar los caballos bien separados de la entrada y ellos se habían reunido formando un pequeño círculo, sentados sobre unas piedras que les servían de asiento.

– Creo que vuestro frasco de cuirm es ahora muy apropiado, Odar -dijo Fidelma con solemnidad.

El marinero se dirigió a su alforja y sacó la vasija, la destapó y la ofreció primero a la anciana sor Comnat. Ésta tosió un poco a causa de lo fuerte que era el líquido y luego sonrió agradecida.

Fidelma fue la siguiente, y luego se la pasó en silencio a Eadulf.

– Creo que lo necesitáis más que yo.

Eadulf no discutió, cogió el frasco y bebió un buen trago. Luego sonrió como disculpándose y se la devolvió, después se limpió la boca con el dorso de la mano.

– Hace mucho que no me doy un gusto -confesó.

Todos por turnos se fueron calentando con un trago del líquido.

– ¿Qué ha sucedido, Eadulf? -preguntó Fidelma cuando los efectos de la bebida se empezaban a notar un poco-. Primero nos dais vos vuestra explicación. ¿Cómo habéis llegado a estar prisionero en este lugar? Cuando os dejé en Roma, erais el instructor del nuevo arzobispo de Canterbury. Yo pensaba que estaríais en Roma al menos un par de años antes de regresar a vuestro país.

– Eso es lo que yo también pensaba -admitió Eadulf con tono afligido-. Pero, como dice Virgilio: Dis aliter visum, los dioses dispusieron otra cosa. No se puede escapar al destino.

Fidelma sintió que le invadía un cierto malestar al ver que Eadulf abordaba el tema con tanta lentitud y estaba a punto de dar una respuesta cáustica, pero luego se dio cuenta de la incongruencia. Había arriesgado mucho con el rescate de Eadulf para molestarse con él en cuanto abriera la boca. Eadulf la miraba perplejo.

– Continuad, Eadulf -le invitó Fidelma, todavía sonriendo-. Estabais en Roma y pensabais quedaros allí por algún tiempo.

– Teodoro de Tarso estaba preparando su viaje a Canterbury para instalarse allí como arzobispo. Había decidido enviar emisarios para preparar su establecimiento allí. Desde el sínodo que tuvo lugar en la abadía de Hilda, hacía dos años, los reinos sajones habían aceptado que Canterbury sería la sede de su obispo y apóstol, al igual que vos, en esta tierra, aceptasteis que fuera Armagh la sede de los sucesores de Patricio.

– Sí, sí -Fidelma sentía que su irritación iba en aumento otra vez por la lentitud de Eadulf-. ¿Pero qué hacéis aquí en Éireann?

– Pues venía a esto -protestó Eadulf con tono herido-. El arzobispo también quería enviar emisarios a los reinos irlandeses para establecer la paz después de la expulsión del clero irlandés de los reinos sajones. Quería abrir un diálogo con las iglesias irlandesas, especialmente porque había mantenido comunicación con muchos clérigos en Irlanda que deseaban introducir las leyes romanas en los establecimientos eclesiásticos.

Fidelma hizo una mueca expresiva.

– Sí, obispos como Ultan de Armagh estarían encantados de que hubiera diálogo. ¿Pero habéis dicho que fuisteis enviado como emisario al arzobispo Ultan?

– No, a Ultan no. Me enviaron de emisario al nuevo rey de Muman en Cashel.

– ¿A Colgú?

– Sí, a Colgú. Yo tenía que hacer de intermediario entre Canterbury y Cashel.

– ¿Y cómo desembarcasteis aquí, en este remoto lugar del reino?

– Viajé de Roma a la Galia. En Galia busqué en los puertos un barco que me llevara directamente a Muman, para que la travesía fuera más rápida. Ahí fue donde la suerte me abandonó. Conseguí un pasaje para un mercante galo que iba a un puerto de Muman donde había minas de cobre. El barco iba a comerciar, así me dijeron.

E1 capitán del mercante tenía que entregar un cargamento y me juró que cuando así lo hubiera hecho me llevaría a un lugar llamado Dún Garbhán, donde podría conseguir un caballo. Desde allí, por lo que recuerdo, el viaje hasta Cashel hubiera sido fácil. No suponía un problema para mí, pues yo había pasado varios años estudiando en esta tierra y conocía vagamente la ruta…

Fidelma sabía perfectamente que Eadulf había estudiado tanto en el gran colegio eclesiástico de Durrow como en el colegio médico de Tuaim Brecain y que hablaba bien irlandés, pues ésa era todavía su lengua común.

– Pero habéis dicho que la suerte os abandonó. ¿Qué sucedió?

– Yo no sabía qué cargamento se subió a bordo. Pero me di cuenta de que aparte de la tripulación había muchos otros francos a bordo. Estuve hablando con uno de ellos, que era bastante parlanchín. Al parecer, eran soldados, pero soldados mercenarios, preparados para vender sus servicios.

– ¿Soldados? -inquirió Fidelma arqueando las cejas-. ¿Qué hacía un mercante galo transportando soldados francos a este rincón de los cinco reinos?

– Esa fue también mi reacción -admitió Eadulf-. Mi amigo franco se jactó bastante de la cantidad de dinero que él y sus amigos iban a recibir. Yo creo que fue sincero conmigo porque yo era sajón. Resultó que no eran soldados normales. Estaban especialmente adiestrados para usar la artillería.

Fidelma estaba pálida. Al no existir esa palabra en irlandés, Eadulf había utilizado la latina tormenta.

– Yo no sé de términos militares, Eadulf. Explicad qué quiere decir. Seguramente un tormentum es un instrumento para retorcer o girar, un torno, por ejemplo.

– También es un término militar para lanzar proyectiles -explicó Eadulf-. Los antiguos romanos los utilizaban mucho en las guerras. La ballistae era un artefacto para lanzar piedras y cantos rodados, al igual que la catapulta.

Fidelma se estremeció.

– Gracias a Dios tales máquinas destructivas no se han utilizado nunca en Irlanda. Aquí, cuando los guerreros combaten, al menos lo hacen frente a frente con espadas y escudos, y a menudo las batallas se resuelven con un único combate entre un campeón y otro. Tales máquinas son una abominación. -Hizo una pausa y luego miró a Eadulf como si de repente entendiera lo que aquello implicaba-. ¿Queréis decir…?

– ¿Por qué importar hombres diestros en el uso de tales máquinas como la tormenta si no fuera porque también tienen esas máquinas para usarlas?

– ¿El cargamento eran esas máquinas? -preguntó Fidelma.

– Después de que el soldado franco fuera tan locuaz, decidí bajar a la bodega del barco y verlo yo mismo. Estaba llena de esa maquinaria de guerra, principalmente catapultae.

– ¿Qué son?

– Máquinas especiales tiradas por caballos en la batalla. Una catapulta consiste en un gran arco montado en una caja con ruedas, como una carreta. Puede lanzar jabalinas a una distancia de quinientas yardas.

Fidelma recordó entonces la gran madeja de tripa que había encontrado en la bodega del barco.

– ¿Ese gran arco utiliza tripa?

– Sí. El arco se encuerda con madejas de pelo o tripa. La madeja se coloca con grandes arandelas de madera y se sujeta con clavijas. Luego se puede tensar más con unos radios encajados en unos agujeros en las clavijas. Se tensa la madeja y se coloca la jabalina. A veces se puede colocar encendida para causar mayores daños. La madeja se suelta con un mecanismo simple.

– ¿Cuántas máquinas de ésas visteis en la bodega?

– Tal vez veinte, sin duda menos no. Y en el barco había unos sesenta francos.

– ¿Y bien?

– Naturalmente me interesó. Pero en aquel momento no era asunto mío.

– ¿Cuándo pasó a ser asunto vuestro? -preguntó Fidelma.

– Tan pronto como desembarcamos en esta costa aparentemente hostil.

– Explicaos.

– La travesía hasta la costa irlandesa fue poco accidentada. Llegamos a puerto. Entonces subió a bordo un jefe joven. Yo no sé quién era, pero le mandó al capitán que desembarcara. Los soldados francos desembarcaron y supervisaron cómo se bajaban sus armas. Bajo la vigilancia de los guerreros, trajeron a unos esclavos a bordo para que realizaran el trabajo pesado, consistente en sacar las máquinas de la bodega.

Eran un buen grupo, de aspecto sucio, cubiertos de barro. Luego me enteré que trabajaban en las minas de cobre.

Hizo una pausa y al cabo de un rato, que utilizó para centrarse, resumió.

– Trajeron unos caballos a la costa y arrastraron las máquinas hasta las cuevas donde se excava en busca de cobre. Al parecer había que ocultar ahí las máquinas. Todavía están allí.

– ¿Cómo lo sabéis? -preguntó Ross.

Eadulf soltó una risotada amarga.

– Lo descubrí por tonto. Tan pronto como los soldados francos y las máquinas hubieron desembarcado subieron a bordo unos guerreros y nos apresaron a toda la tripulación y a mí. Ese mismo jefe joven nos dijo que éramos todos rehenes.

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