Capítulo IV

– Y ahora, hermana, supongo que querréis inspeccionar el cadáver.

Sor Fidelma se sobresaltó sorprendida al oír la sugerencia de la abadesa Draigen. Estaban saliendo del refectorio de la abadía, donde la mayor parte de la comunidad de El Salmón de los Tres Pozos había cenado junta.

La noche ya se había posado sobre la diminuta comunidad y los edificios estaban envueltos en la penumbra, aunque se habían encendido algunas lámparas en lugares estratégicos entre los edificios para ayudar a las hermanas. Era otra noche fría, y la escarcha blanca ya recubría el suelo, casi como una capa de nieve. Los fuegos de leña humeaban entre los edificios de la abadía. Por lo que Fidelma había podido distinguir, había una docena de edificios alrededor de un patio enlosado con granito, en el que se levantaba una gran cruz. En un lado del patio, había un claustro que daba a un alto edificio de madera, la duirthech o casa de roble, que era la capilla de la abadía. De hecho la mayoría de los edificios eran de madera, principalmente con vigas de roble. El campo que rodeaba la abadía estaba lleno de robles. También había algún edificio de piedra. Fidelma supuso que eran almacenes. Dominando todos esos edificios, y situada en uno de los extremos de la duirthech, había una torre achaparrada con los bajos de piedra pero los pisos superiores de madera.

La abadía de El Salmón de los Tres Pozos no era muy diferente de muchas otras que Fidelma había visto a lo largo y ancho de los cinco reinos. Sin embargo no había muros exteriores como en las principales abadías, por ejemplo la de Ros Ailithir. Se había enterado, durante la cena en la que estaba permitida alguna conversación, al contrario de otras casas en que un lector solía leer pasajes de los Evangelios, de que la comunidad estaba constituida por tan sólo cincuenta hermanas. Bajo la dirección de la abadesa Draigen, una de las dedicaciones principales de la abadía era vigilar el reloj de agua y marcar el paso del tiempo. Al parecer, la abadía también estaba orgullosa de su biblioteca y algunas de las hermanas pasaban el tiempo copiando libros para otras comunidades. Era un sitio tranquilo, para el estudio y la contemplación.

– Bien, hermana -volvió a preguntar la abadesa-, ¿queréis ver el cadáver?

– Sí -admitió Fidelma-. Aunque me sorprende que todavía no lo hayáis enterrado. ¿Cuántos días hace que se descubrió?

La abadesa se giró en la puerta del refectorio, atravesó el patio y se encaminó hacia la capilla de madera.

– Han transcurrido seis días desde que la desafortunada fue sacada de nuestro pozo. Si hubierais tardado más en llegar, por supuesto, hubiéramos tenido que enterrarlo. Sin embargo, como estamos en invierno, el tiempo ha sido lo bastante frío para mantener el cuerpo un tiempo, y tenemos un lugar frío para guardar la comida bajo la capilla, un subterraneus, donde lo hemos colocado. Se supone que hay varias cuevas bajo los edificios de la abadía. Pero, incluso en estas condiciones, no lo hubiéramos podido conservar siempre. Hemos dispuesto que se entierre el cuerpo en el cementerio de la abadía, mañana por la mañana.

– ¿Habéis descubierto la identidad de la desafortunada?

– Deseo que resolváis ese asunto.

La abadesa atravesó el claustro, siguió por el pasillo enlosado, pasó ante las puertas de la capilla hasta la entrada de una pequeña construcción hecha con bloques de granito, cuyos muros estaban construidos con el método de la piedra seca, simplemente colocando una pieza sobre otra. Era un edificio anexo, en un lateral de la torre de madera. Este edificio de piedra, que también se comunicaba con la torre, era al parecer un almacén. El acre olor a hierbas y especies almacenadas inundó los sentidos de Fidelma y la dejó momentáneamente sin aliento. Sin embargo, era un olor agradable, refrescante.

La abadesa Draigen atravesó la estancia hasta llegar a un estante y tomó una vasija. Cogió dos cuadrados de lino y los empapó en el líquido del recipiente. Fidelma inhaló el olor estimulante de la lavanda. Con solemnidad, la abadesa Draigen le tendió el cuadrado de tela impregnado.

– Necesitaréis esto, hermana -le advirtió.

Se dirigió hasta un rincón de la estancia, desde donde empezaba a descender un tramo de escaleras. Las bajaron hasta el interior de una cueva que tendría unos treinta pies de largo, veinte pies de ancho y cuyo techo natural abovedado tenía diez pies de alto o más. Fidelma percibió lo que al principio parecían ser unas marcas de arañazos en el arco de entrada, y luego se dio cuenta de que eran los trazos grabados de un toro; no, un toro no. Era más como un ternero. La abadesa se dio cuenta de que lo estaba examinando.

– Este lugar se utilizaba antaño para el culto pagano, eso dicen. El pozo que Necht bendijo, por ejemplo. Hay algunos vestigios de los tiempos antiguos, como estas marcas de una vaca o de algún animal.

Fidelma agradeció en silencio aquella información. Se dio cuenta de que había otras escaleras que ascendían hacia la oscuridad, justo al otro lado de la entrada abovedada.

– Ésas llevan directamente arriba, a la torre de la abadía -explicó la abadesa antes de que Fidelma pudiera hacer la pregunta obvia-. Es donde alojamos nuestra modesta biblioteca y, en lo alto de la torre, nuestro orgullo…, un reloj de agua.

Penetraron en el interior mismo de la cueva. Hacía un frío mortal. Fidelma dedujo que el subterraneus tenía que estar bajo el nivel del mar en aquel punto. La cueva estaba iluminada. Enseguida vio que la luz vacilante provenía de cuatro velas altas situadas en el otro extremo.

A Fidelma no había que decirle qué era lo que yacía bajo la mortaja de lino, sobre lo que parecía ser una mesa cuyas cuatro esquinas estaban ocupadas por las velas. La silueta era fácilmente reconocible salvo porque el cuerpo parecía reducido. Fidelma se acercó con prudencia. No había mucho más en la cueva. Había algunas cajas apiladas contra un muro, y cerca había unas filas de amphorae y recipientes de arcilla cuyos olores indicaban que se usaban para contener vino y licores.

A pesar del frío, la abadesa Draigen estaba erguida. Necesitaba el trozo de tela impregnado en lavanda. Aunque se habían colocado estratégicamente hierbas y otras plantas olorosas alrededor del cuerpo, no conseguían ocultar el hedor que provenía del cadáver ya en descomposición. Fidelma contuvo la respiración y se llevó el trozo de lino hasta las fosas nasales. Con invierno glacial o no, el cadáver apestaba a podrido.

La abadesa Draigen, situada al otro lado del cadáver, sonrió levemente; su cara estaba medio oculta por el trozo de trapo impregnado en lavanda.

– El servicio del entierro tendrá lugar mañana con la primera luz, hermana, eso si no necesitáis el cadáver más tiempo para vuestra investigación. Cuanto antes se haga, mejor.

Era más una afirmación que una pregunta.

Fidelma no contestó sino que, preparándose, retiró la mortaja del cuerpo.

No importaban las veces que Fidelma se hubiera topado con la muerte -y la muerte violenta no le resultaba extraña-; siempre sentía odio ante la brutalidad que presentaba. Siempre intentaba mirarse los cadáveres como en abstracto, intentaba no pensar en ellos como seres vivientes que han sentido y que han amado, reído y disfrutado de la vida. Apretó los labios con fuerza e hizo el esfuerzo de bajar la mirada hacia la carne blanca y podrida.

– Como veréis, hermana -señaló la abadesa innecesariamente-, le han cortado la cabeza. Así que no tenemos forma de identificar a la desafortunada.

Fidelma había dirigido los ojos inmediatamente a la herida que había por encima del corazón.

– Acuchillada primero -dijo, como para sí-. La ligera magulladura indica que la herida no fue posterior a la muerte. Acuchillada en el corazón y decapitada.

La abadesa Draigen observaba a la joven dálaigh con expresión impávida.

Fidelma se obligó a examinar la carne cortada alrededor del cuello. Luego se retiró y miró el cuerpo en su totalidad.

– Una mujer joven. Poco más que en la edad de elegir. Yo aventuraría que no tenía más de dieciocho años. Quizá fuera más joven.

Sus ojos percibieron una decoloración de la carne alrededor del tobillo derecho. Fidelma frunció el ceño y lo examinó de cerca.

– ¿Es por aquí por donde estaba atada a la cuerda del pozo? -preguntó.

La abadesa Draigen negó con la cabeza.

– Las hermanas que encontraron el cadáver dijeron que estaba colgado del tobillo izquierdo y atado con una cuerda.

Fidelma se fijó en el tobillo izquierdo y vio unas débiles marcas y sangre. Sin duda, tales marcas parecían más propias de la quemadura de una cuerda y no había magulladuras, lo que mostraba que sin duda la cuerda se había colocado después de la muerte. Volvió a fijarse en el tobillo derecho. No, esa marca se había hecho en vida. Y no parecía que la hubiera hecho una cuerda. Era un círculo regular alrededor de la pierna, una franja de decoloración de dos pulgadas. La piel había quedado claramente marcada cuando la muchacha todavía estaba viva.

Fidelma pasó a fijarse en los pies. Las plantas tenían la piel endurecida y había innumerables cortes y llagas, lo que mostraba que la persona, en vida, no había tenido una existencia opulenta y probablemente no había llevado muchos zapatos. Las uñas de los pies estaban descuidadas y muchas de ellas estaban resquebrajadas y rotas. Y curiosamente, bajo las uñas, había restos de suciedad. Se había intentado limpiar el cuerpo, pero esta suciedad parecía incrustada y su textura era roja, como una arcilla de color rojo oscuro que penetrara en la misma piel de los pies.

– Supongo que el cuerpo se ha lavado desde que se extrajo del pozo -preguntó Fidelma levantando la mirada.

– Por supuesto -contestó la abadesa, al parecer irritada por la pregunta.

Era costumbre lavar el cuerpo de los muertos mientras se esperaba el entierro.

Fidelma no hizo ningún comentario más y se fijó en las piernas y el torso. No revelaban nada, salvo que, en vida, la muchacha tenía un cuerpo y unos miembros bien proporcionados. Luego puso su atención en las manos. Fidelma controló su sorpresa, pues las manos no parecían corresponderse con la imagen de los pies. Eran suaves, sin durezas, con las uñas limpias y cuidadas. Vio que la mano derecha tenía una mancha azul extraña que cubría el lateral del dedo meñique y el extremo de la mano. La misma mancha se encontraba en el pulgar y el índice. Examinó la otra mano, pero no tenía las mismas manchas. Las manos no eran las de alguien acostumbrado al trabajo manual. Sin embargo, esto contrastaba totalmente con los pies.

– Me han dicho que el cadáver sujetaba unas cosas. ¿Dónde están? -preguntó Fidelma al cabo de un rato.

La abadesa cambió de postura al pasar el peso de una pierna a otra.

– Cuando las hermanas lavaron el cuerpo y lo prepararon, le quitaron los objetos. Los tengo en mi habitación.

Fidelma contuvo una respuesta desaprobatoria que le vino a la boca. ¿Qué sentido tenía aquel examen si las pruebas vitales se habían retirado? Se contuvo y se dirigió a la abadesa.

– Haced el favor de decirme dónde estaban colocados esos objetos en el cadáver.

La abadesa Draigen resopló indignada. Obviamente no estaba acostumbrada a recibir órdenes, y menos aún de una religiosa joven.

– Sor Síomha y sor Brónach, que fueron quienes lo encontraron, os podrán informar respecto a ese punto.

– Hablaré con ellas luego -replicó Fidelma con paciencia-. Ahora, me gustaría saber dónde se encontraron los objetos.

La abadesa frunció los labios y luego se relajó un poco, pero su voz se percibió tensa.

– Había un crucifijo de cobre, con una correa de cuero, de pobre factura, agarrado en la mano derecha del cadáver. La correa estaba envuelta alrededor de la muñeca.

– ¿Parecía que lo hubieran colocado allí?

– No; los dedos de la mano estaban bien apretados alrededor de él. De hecho, las hermanas tuvieron que romper los huesos de dos dedos para sacarlo.

Fidelma se obligó a examinar la mano para verificarlo.

– Y aparte de tener que romper los dedos, cuando se lavó el cuerpo, ¿se hizo algo en particular en las manos? ¿Se les hizo la manicura?

– No lo sé. El cuerpo se lavó y limpió, según la costumbre.

– ¿Podéis hacer alguna conjetura respecto a la mancha azul?

– Yo no.

– ¿Y qué era el otro objeto que se encontró?

– Era una varilla de madera con inscripciones en ogham, en el brazo izquierdo -continuó la abadesa-. Eso estaba atado en el antebrazo y se pudo quitar más fácilmente.

– ¿Atado? ¿Y todavía la tenéis? ¿La tenéis junto con la atadura? -insistió Fidelma.

– Por supuesto -contestó la abadesa.

Fidelma retrocedió y reconoció el cadáver.

Ahora venía la parte más desagradable del trabajo.

– Necesito ayuda para darle la vuelta, abadesa Draigen -dijo-. ¿Podéis prestármela?

– ¿Es necesario? -inquirió la abadesa.

– Sí. Podéis mandar que venga otra hermana, si así lo deseáis.

La abadesa sacudió la cabeza en señal de negación. Aspiró en el trozo de tela para inhalar el olor a lavanda y luego se lo metió entre las mangas. La abadesa se acercó y ayudó a Fidelma a girar el cuerpo, primero poniéndolo sobre un lado y luego dejando la espalda a la vista. Las marcas de cardenales recientes entrecruzaban la carne blanquecina, como si el cuerpo hubiera sido azotado antes de morir. Hechas en vida, algunas de aquellas abrasiones habían rajado la piel y sangrado.

Fidelma respiró profundamente y pronto lamentó haberlo hecho, pues el hedor a podredumbre le produjo arcadas y la hizo toser. Rebuscó su tela empapada en lavanda.

– ¿Ya habéis visto bastante? -preguntó la abadesa fríamente.

Fidelma asintió entre toses.

Juntas, pusieron el cuerpo tal como estaba antes.

– ¿Supongo que ahora querréis ver los objetos encontrados en el cadáver? -preguntó la abadesa, mientras conducía a Fidelma desde la cueva hacia el almacén principal.

– Lo primero que quiero hacer, madre abadesa -contestó Fidelma-, es lavarme.

La abadesa Draigen apretó los labios, casi con una expresión maliciosa.

– Naturalmente. Entonces, venid por aquí, hermana. El hostal de los huéspedes tiene una tina y es la hora en que suelen bañarse las hermanas, así que el agua debe de estar caliente.

A Fidelma ya le habían enseñado el tech-óired, el hostal de los huéspedes de la abadía, donde se alojaría ella durante su estancia en la abadía. Era un edificio de madera, largo y bajo, dividido en media docena de habitaciones con una estancia central para una sala de baño. Allí había un recipiente de bronce en el que se calentaba agua con un fuego de leña y luego se vertía en una dabach, o tina, de madera.

La abadía parecía seguir la moda general de bañarse en los cinco reinos. La gente solía tomar un baño cada noche, el fothrucud, que tenía lugar después de la cena, mientras que lo primero que hacía por la mañana era lavarse la cara, las manos y los pies, proceso que se conocía con el nombre de indlut. El baño diario era algo más que una costumbre entre la gente de los cinco reinos, se había convertido casi en un ritual religioso. Cada hostal de los cinco reinos tenía su casa de baños.

La abadesa dejó a Fidelma en la puerta del hostal de los huéspedes y quedó en verla al cabo de una hora en sus propias habitaciones. No había nadie más en el tech-óired, así que Fidelma tenía toda la estancia para ella. Estaba a punto de entrar en su habitación cuando oyó unos ruidos provenientes de la sala de baños central.

Frunció el ceño, avanzó por el oscuro pasillo y empujó la puerta para abrirla.

Una hermana de mediana edad se estaba enderezando, después de reavivar el fuego que había debajo del contenedor de bronce, dentro del cual ya humeaba el agua. Vio a Fidelma y rápidamente bajó la mirada, cruzó las manos bajo sus hábitos e inclinó la cabeza.

Bene vobis -saludó en voz baja.

Fidelma entró en la sala.

Deus vobiscum -contestó, con la fórmula en latín-. No me había dado cuenta de que había otros huéspedes aquí.

– Oh, no los hay. Yo soy la doirseór de la abadía, pero también me ocupo del hostal de los huéspedes. He estado preparando el baño.

Fidelma se sorprendió un poco.

– Sois muy amable, hermana.

– Es mi deber -contestó la religiosa de mediana edad sin levantar la mirada.

Fidelma echó una mirada para examinar la sala de baños, impecablemente limpia, la tina de madera preparada y casi llena con agua caliente, la estancia caldeada con el fuego. Unas agradables hierbas olorosas impregnaban la atmósfera de la habitación. Un paño de lino estaba dispuesto con una pastilla de sléic, un jabón fragante. Cerca había un espejo y un peine junto con varios paños para secar el cuerpo. Todo estaba aseado y ordenado. Fidelma sonrió.

– Cumplís muy bien con vuestra tarea, hermana. ¿Cómo os llamáis?

– Sor Brónach -contestó la hermana.

– ¿Brónach? Sois una de las dos hermanas que encontraron el cadáver.

La religiosa se estremeció ligeramente. Sus ojos seguían sin mirar a los de Fidelma.

– Es cierto hermana. Sor Síomha y yo encontramos el cadáver -dijo haciendo una rápida genuflexión.

– Entonces me vais a ahorrar tiempo si mientras me baño me explicáis todo.

– ¿Mientras os bañáis, hermana? -preguntó sor Brónach con tono desaprobatorio.

Fidelma estaba extrañada.

– ¿No os parece bien?

– ¿A mí…? No.

La mujer se giró y, con sorprendente fuerza, levantó el recipiente de bronce que estaba al fuego y vertió el agua caliente dentro de la dabach de madera, ya en parte llena con agua humeante.

– Vuestro baño está preparado, hermana.

– Muy bien. Tengo ropa limpia y mi propia cíorbholg.

La cíorbholg era, literalmente, una bolsa para el peine, que resultaba indispensable para todas las mujeres de Irlanda, pues en esa bolsita no sólo llevaban peines sino artículos de aseo. Las antiguas leyes del Libro de Acaill incluso establecían que en ciertos casos de disputa, una mujer podía quedar exenta de responsabilidad si enseñaba su «bolsa para el peine» y su rueca, la vara de tres pies de longitud en la que se enrollaba la lana o el lino. Éstos eran los símbolos de la condición de mujer.

Fidelma fue a coger una muda de su bolsa. Era meticulosa con el arreglo personal y le gustaba que su ropa se lavara con regularidad. Había tenido pocas ocasiones para lavar o cambiarse de ropa en el pequeño barco de Ross, así que ahora aprovechaba la ocasión. Cuando regresó, sor Brónach estaba calentando más agua en el fuego.

– Si me entregáis la ropa sucia, hermana -dijo cuando Fidelma volvió a entrar-, la lavaré mientras vos os bañáis. La podemos colgar ante el fuego para que se seque.

Fidelma se lo agradeció, pero una vez más no pudo conseguir que la triste religiosa la mirara a los ojos. Se desnudó, temblando a causa del frío que hacía a pesar del fuego, y se deslizó con rapidez dentro del agua caliente de la bañera, exhalando un suspiro de satisfacción.

Alcanzó el sléic y empezó a enjabonarse el cuerpo, mientras sor Brónach recogía la ropa sucia que se había quitado y la metía dentro de un recipiente de bronce.

– Así -empezó Fidelma, mientras se deleitaba con la espuma del jabón perfumado-, me decíais que vos y sor Síomha encontrasteis el cuerpo.

– Eso es, hermana.

– ¿Y quién es sor Síomha?

– Es la administradora de la abadía, la rechtaire o, como se dice en las abadías grandes de esta tierra con la palabra latina, la dispensator.

– Decidme por favor cuándo y cómo encontrasteis el cadáver.

– Las hermanas estaban en las oraciones de mediodía y el gong tocó el inicio del tercer cadar del día.

El tercer cuarto del día empezaba a mediodía.

– Mi trabajo en aquel momento era preparar la bañera para la abadesa. Ella prefiere bañarse a esa hora. El agua se extrae del pozo principal.

Fidelma estaba reclinada en la bañera.

– ¿El pozo principal? -dijo frunciendo ligeramente el ceño-. ¿Hay más de un pozo aquí?

Brónach asintió con tristeza.

– ¿Acaso no estamos en la comunidad de Eo na dTrí dTobar? -preguntó.

– El Salmón de los Tres Pozos -repitió Fidelma, inquisitiva-. Pero eso es sólo una metáfora para referirse a Cristo.

– Incluso así, hermana, hay tres pozos en este lugar. El pozo sagrado de santa Necht, que fundó esta comunidad, y dos manantiales más pequeños que están en los bosques tras la abadía. En este momento, toda el agua se trae de las fuentes del bosque, pues la abadesa Draigen no ha acabado con los rituales de purificación del pozo principal.

Fidelma se alegró de enterarse de eso, pues le horrorizaba la idea de beber agua en la que había estado sumergido un cadáver decapitado.

– ¿Así que fuisteis a extraer agua del pozo?

– Así es, pero no pude manejar bien el mecanismo giratorio. Estaba muy duro. Luego me di cuenta de que era por el peso del cuerpo. Mientras hacía todo lo posible para enrollar la cuerda y subir el cubo de agua, llego sor Síomha para reprenderme por mi tardanza. Yo creo que ella no se creyó que yo tuviera dificultades.

– ¿Por qué? -preguntó Fidelma desde la bañera.

La monja de mediana edad dejó de remover el caldero que tenía la ropa de Fidelma en su interior y reflexionó.

– Dijo que hacía poco había sacado agua del pozo y que el mecanismo iba bien.

– ¿Alguien más había usado el pozo aquella mañana antes que sor Síomha o antes de que vos fuerais a por agua?

– No, no lo creo. No había necesidad de extraer agua hasta el mediodía.

– Continuad.

– Bueno, pues las dos tiramos del mecanismo hasta que apareció el cadáver.

– Las dos os quedasteis sorprendidas, por supuesto.

– Por supuesto. Aquello no tenía cabeza. Estábamos asustadas.

– ¿Os fijasteis en algo más del cadáver?

– ¿El crucifijo? Sí. Y, por supuesto, la vara de álamo temblón.

– ¿La vara de álamo temblón?

– Atada en el antebrazo izquierdo había una varita de madera de álamo con caracteres ogham tallados.

– ¿Y qué hicisteis con ella?

– ¿Hacer?

– ¿Qué decían los caracteres? Vos reconocisteis claramente lo que era.

Brónach se encogió de hombros.

– Ay, yo reconozco los caracteres ogham cuando los veo escritos, hermana, pero no conozco su significado.

– ¿Sor Síomha los leyó?

Brónach negó con la cabeza y levantó el recipiente de bronce del fuego, sacó la ropa con un palo y la puso en una tina con agua fría.

– ¿Así que ninguna de las dos podía leer ogham ni reconocer lo que significaba?

– Yo le dije a la abadesa entonces que creía que era algún símbolo pagano. ¿Los antiguos no ataban varillas en los cadáveres para protegerlos de las almas vengativas de los muertos?

Fidelma se quedó mirando a la hermana de mediana edad, pero estaba de espaldas, inclinada, dando golpes a la ropa para extraer el agua.

– No lo he oído nunca, sor Brónach. ¿Qué respondió la abadesa cuando le explicasteis eso?

– La abadesa Draigen se reservó la opinión.

– ¿El tono de su voz denotaba enfado?

Fidelma se levantó de la bañera y alcanzó la toalla antes de salir. Se frotó con energía, satisfecha de sentir sus miembros tonificados. Se sintió fresca y relajada cuando se puso la ropa limpia. Desde que había regresado de Roma se había dado el gusto de usar camisetas de sída o seda blanca, que se había traído de allí. Se dio cuenta de que sor Brónach lanzaba una miraba a su ropa, una mirada casi de envidia; era la primera emoción que percibía en ella su semblante casi permanentemente afligido. Encima de la ropa interior Fidelma se puso su inar marrón o túnica, que le llegaba casi hasta los pies y se ataba en la cintura con un cordón con borlas. Deslizó los pies en el interior de sus zapatos de piel, bien cortados y estrechos en la punta, cuaran, que estaban cosidos por el empeine y no necesitaban correas para atarlos.

Se giró hacia el espejo y acabó su aseo arreglándose el cabello rojizo, largo y rebelde.

Era consciente de que sor Brónach se había quedado callada, mientras acababa de lavar la ropa sucia de Fidelma.

Fidelma la recompensó con una sonrisa.

– Bueno, hermana. Me vuelvo a sentir humana.

Sor Brónach se limitó a asentir con la cabeza, sin hacer ningún comentario.

– ¿Tenéis que decirme algo más? -insistió Fidelma-. Por ejemplo, ¿qué sucedió después de que vos y sor Síomha sacarais el cuerpo del pozo?

Sor Brónach continuó con la cabeza gacha.

– Rezamos por la muerta y luego fui en busca de la abadesa mientras sor Síomha permanecía junto al cadáver.

– ¿Y regresasteis entonces directamente con la abadesa Draigen?

– En cuanto la encontré.

– ¿Y la abadesa se hizo cargo de él?

– Desde luego.

Fidelma recogió su bolsa y se giró en dirección a la puerta, pero entonces se detuvo un momento y echó una mirada atrás.

– Os estoy agradecida, sor Brónach. Os ocupáis bien de vuestro hostal de huéspedes.

Sor Brónach no alzó la vista.

– Es mi deber -dijo escuetamente.

– Sin embargo, para que el deber tenga sentido tenéis que encontrar satisfacción en su realización -replicó Fidelma-. Mi mentor, el brehon Morann de Tara, dijo una vez: cuando el deber no es más que una ley, acaba entonces el placer; pues el mayor de los deberes es el de ser feliz. Buenas noches, sor Brónach.


En la habitación de la abadesa Draigen, ésta contemplaba la cara sonrojada de Fidelma -su carne todavía estaba enrojecida después del calor del baño- con envidiosa aprobación. La abadesa estaba sentada ante una mesa sobre la que había un Evangelio encuadernado en piel, abierto en una página que había estado contemplando.

– Sentaos, hermana -le mandó-. ¿Queréis acompañarme con un vaso de vino caliente con especias para evitar el frío de la noche?

Fidelma dudó sólo un momento.

– Gracias, madre abadesa -dijo.

Cuando una joven novicia, que se había presentado como sor Lerben, la ayudante personal de la abadesa, la había conducido hasta allí, atravesando el patio de la abadía, había sentido una suave ráfaga de nieve y sabía que la noche iba a ser todavía más helada.

La abadesa se levantó y se dirigió a un estante donde había una jarra. Una barra de hierro se estaba ya calentando en el fuego y la abadesa la envolvió en un trozo de cuero, la sacó del fuego e introdujo el extremo al rojo vivo en el interior de la jarra. Luego vertió el líquido calentado en dos copas de cerámica y le ofreció una a Fidelma.

– Bien, hermana -dijo mientras iban sorbiendo con gusto el vino-, tengo esos objetos que queríais ver.

Cogió algo que estaba envuelto en un trapo y lo colocó sobre la mesa, luego se sentó enfrente y empezó de nuevo a dar sorbos mientras observaba a Fidelma por encima del borde de la copa.

Fidelma dejó la suya y desenvolvió el trapo. Había un pequeño crucifijo de cobre y la correa de cuero.

Ella se quedó observando el objeto bruñido durante un buen rato, y luego se acordó de repente del vino y dio un sorbo rápido.

– Bien, hermana -preguntó la abadesa-, ¿qué os parece?

– El crucifijo, poca cosa -contestó Fidelma-. Es de lo más común. Artesanía pobre y del tipo que se pueden permitir muchas de las hermanas. Bien podría ser artesanía local. Es un crucifijo que la mayoría de religiosas podría poseer. Si éste pertenecía a la muchacha cuyo cuerpo encontrasteis, denota que era soltera.

– En eso estoy de acuerdo. La mayor parte de las hermanas de nuestra comunidad tiene crucifijos similares, hechos de cobre. El cobre abunda en esta zona y los artesanos locales producen muchos como éste. Sin embargo, no parece que la muchacha sea de la región. Un granjero de las cercanías pensó que podía ser su hija desaparecida. Vino a ver el cuerpo pero resultó que no lo era. Su hija tenía una cicatriz que no está en este cadáver.

Fidelma alzó la cabeza y dejó de contemplar el crucifijo.

– ¿Qué? ¿Cuándo vino ese granjero?

– Vino a la abadía el día después de que encontráramos el cuerpo. Se llama Barr.

– ¿Cómo sabía que lo habíais hallado?

– Las noticias corren rápido en esta parte del mundo. Sin embargo, Barr se pasó un buen rato examinando el cuerpo, obviamente quería estar seguro. El cadáver puede ser el de una religiosa de otra región.

Ciertamente, pensó Fidelma, eso encajaría con el estado de las manos del cadáver si fuera miembro de una casa religiosa. Las mujeres que no trabajaban en el campo, sin duda los hombres también, se enorgullecían de tener las manos bien cuidadas. Las uñas se tenían siempre bien cortadas y redondeadas y se consideraba vergonzoso, tanto en los hombres como en las mujeres, tener las uñas descuidadas. Uno de los mayores insultos era llamar a alguien créchtingnech o «uñas descuidadas».

Sin embargo, no encajaba con aquellos pies tan ásperos, con la marca de unas esposas en el tobillo y con las señales de azotes en la espalda.

La abadesa había cogido otro trozo de tela y lo había dejado con cuidado sobre la mesa.

– Ésta es la varita de álamo que se encontró atada en el antebrazo izquierdo -anunció, retirando cuidadosamente la tela.

Fidelma se quedó observando una varita de álamo de unas dieciocho pulgadas de longitud. En lo primero que se fijó fue en que tenía unas muescas que señalaban unas medidas regulares, y luego, en un lateral, había una línea escrita en ogham, la antigua escritura irlandesa. Los caracteres eran más recientes que las medidas que había en el otro lado de la varilla. Los miró más de cerca, mientras con sus labios iba articulando las palabras.

– Enterradla bien. ¡ La Mórrígú se ha despertado!

Su rostro palideció. Se sentó erguida y vio que los ojos de la abadesa la miraban con curiosidad.

– ¿Reconocéis lo que es? -preguntó la abadesa Draigen en voz baja.

– Es un -asintió lentamente Fidelma.

Un , o vara de álamo temblón, normalmente con una inscripción en ogham, era la medida para los cadáveres y las tumbas. El era una herramienta de enterrador y era considerado el peor de los horrores; nadie, bajo ningún concepto, la sostendría o la tocaría, salvo, por supuesto, la persona cuyo trabajo consistía en medir los cadáveres y las tumbas. El había sido el símbolo de la muerte y de la mala suerte desde los tiempos de los antiguos dioses. Así, lo peor que se le podía decir a una persona era «ojalá el fé te mida pronto».

Se hizo un silencio, mientras Fidelma se puso a contemplar durante un buen rato la varilla de madera.

Sólo cuando oyó un suspiro, leve pero irritado, se movió, y levantó los ojos y los dirigió a los de la abadesa Draigen.

Estaba claro que la abadesa sabía bien lo que simbolizaba la varita, pues su rostro mostraba preocupación.

– ¿Veis, ahora, Fidelma de Kildare, por qué no podía permitir que el bó-aire local asumiera sus poderes respecto a este asunto? ¿Entendéis ahora por qué mandé un mensaje al abad Brocc para que enviara un dálaigh de los tribunales brehon que no tuviera que responder ante nadie más que el rey de Cashel?

Fidelma le devolvió la mirada con seriedad.

– Lo entiendo, madre abadesa -dijo en voz baja-. Aquí hay mucha maldad. Mucha maldad.


A Fidelma le costó un buen rato quedarse dormida. Nevaba copiosamente, pero no era el aire glacial que atravesaba el techo lo que la impedía dormir. Tampoco era el enigma del cuerpo decapitado lo que agitaba sus pensamientos y la mantenía despierta mientras intentaba calmar la ansiedad que le producían. Por dos veces cogió el pequeño misal que tenía sobre la mesilla y lo giró una y otra vez en sus manos, contemplándolo como si fuera a darle una respuesta a sus preguntas.

¿Qué le había sucedido a Eadulf de Seaxmund's Ham?

Hacía más de doce meses que se había alejado de Eadulf en el muelle de madera cercano al puente de Probi, en Roma, y le había obsequiado con aquel misalito. En la primera página estaba su inscripción.

Eadulf y ella se habían embarcado dos veces en la investigación de muertes de miembros de sus respectivas iglesias y se habían dado cuenta de que, aunque de caracteres opuestos, se atraían mutuamente y sus aptitudes se complementaban al buscar las soluciones de los problemas que se les planteaban. Luego llegó el momento en que cada uno tenía que tomar su camino. Ella tenía que regresar a su tierra natal y a él lo habían nombrado scriptor y consejero de Teodoro de Tarso, el recién nombrado arzobispo de Canterbury, el apóstol principal de Roma en los reinos sajones. Teodoro, que era griego, y se acababa de convertir a la Iglesia de Roma, requería que alguien le instruyera en las costumbres de sus nuevas cargas espirituales. Aunque Fidelma había creído, en aquel momento, que nunca volvería a ver a Eadulf, había pensado más de una vez en el monje sajón. Había experimentado un sentimiento de soledad y tan sólo recientemente había llegado a admitir que echaba de menos la compañía de Eadulf.

Ahora se enfrentaba a un misterio, que era más molesto para su mente que cualquiera de los enigmas que había tenido que resolver con anterioridad.

¿Por qué aquel misalito, su regalo de despedida en Roma, estaba en un mercante galo abandonado, lejos de la costa sudoeste de Irlanda? ¿Eadulf era un pasajero de aquel barco? Si era así, ¿dónde estaba? Si no era así, ¿quién era el propietario del libro? ¿Y por qué se habría desprendido Eadulf de su regalo?

Finalmente, a pesar de las preguntas que palpitaban en su mente, el sueño se apoderó de ella.

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