Al regresar a la fortaleza de Adnár aquella tarde, Fidelma decidió no dar ninguna señal de aviso al jefe cruzando directamente la bahía que separaba la comunidad de El Salmón de los Tres Pozos de la fortaleza de Dún Boí. Por ello atravesó el bosque y llegó a la fortaleza por tierra. La distancia era mayor, pero había estado tanto tiempo embarcada que le apetecía dar un paseo por el bosque para aclararse las ideas. El bosque le ofrecía el tipo de paseo por el que a ella le gustaba caminar. Los grandes robles se extendían por la línea costera y atravesaban las faldas de la gran montaña, situada detrás.
Había informado a sor Brónach de sus intenciones y había abandonado la abadía a media tarde. El día todavía era agradable, el suave sol calentaba la piel cuando se filtraba entre las ramas desnudas de los árboles. Bien arriba, más allá de la bóveda del bosque recubierta de nieve, el cielo era de un azul suave con vetas blancas, con nubes aborregadas que avanzaban empujadas por suaves vientos. El terreno estaba duro, con una helada invernal que endurecía lo que había de ser barro blando. El sol todavía no lo había atravesado y las hojas caídas hace semanas crujían a su paso.
De las puertas de la abadía salía un camino que, a través del bosque, recorría la bahía, pero a una distancia tal que el mar quedaba oculto a la mirada de cualquier viajero. Sólo de vez en cuando, a través de los árboles desnudos, se podía discernir un destello azul, provocado por el reflejo del sol. Ni siquiera se oía el ruido del mar, pues los altos robles constituían una buena barrera, en la que había entremezclados grupos de avellanos que intentaban sobrevivir entre sus poderosos y antiguos hermanos. Había matas de madroños con sus hojas dentadas perennes, sus troncos cortos y sus ramas retorcidas que se elevaban a más de veinte pies.
Aquí y allá en los árboles, Fidelma escuchaba el crujido de la maleza cuando un habitante del bosque se movía con cautela en busca de alimento. El chasquido brusco de las ramas cuando un ciervo se alejaba de un salto al oír que la joven se aproximaba, el susurro de las hojas secas y podridas cuando una ardilla curiosa intentaba recordar dónde había escondido su reserva de alimento. Los sonidos eran numerosos, pero identificables para cualquiera acostumbrado al mundo de la naturaleza.
Después de caminar un rato, Fidelma llegó a un sendero lindante que iba en dirección a las lejanas montañas, y vio que había señales de caballos que habían pasado hacía poco por allí. Como el terreno era duro, había restos de los excrementos de éstos. Recordó que aquella mañana había visto un desfile de caballos, jinetes y ayudantes que descendían de la montaña, y se dio cuenta de que debían de haber tomado el camino en aquel punto.
Sin saber cómo, de repente se encontró pensando en Eadulf de Seaxmund's Ham otra vez y preguntándose por qué le había venido a la mente. Dudaba de si Ross encontraría alguna pista respecto al barco abandonado. Era mucho pedir. El océano era grande y había cientos de millas de costa donde esconder cualquier pista que revelara qué había sucedido en aquella nave.
¿Tal vez Eadulf no estuviera a bordo?
No, sacudió la cabeza, rechazando esa teoría. No le hubiera dado ese misal a nadie… -voluntariamente.
Pero ¿y si se lo hubieran quitado una vez muerto? Fidelma tembló ligeramente y apretó los labios. Entonces quienquiera que hubiera perpetrado semejante acto sería llevado ante los tribunales. Ella lo haría.
De repente se detuvo.
Delante de ella un coro de pájaros gritaba con un estruendo que ahogaba casi todos los sonidos del bosque. Hacían un extraño «caaarg-caaarg». Vio un par de pájaros que revoloteaban hacia las altas y desnudas ramas de un roble, y reconoció las ancas blancas y el plumaje rosado del arrendajo común. En un cercano grupo de alisos, donde habían estado picoteando en las piñas marrones, varios pajarillos con picos cónicos y plumaje rayado se sumaron con su gorjeo agitado.
Algo la alarmó.
Fidelma dio un paso adelante indecisa.
Le salvó la vida.
Sintió el aire de una flecha al pasar a unas pulgadas de su cabeza y oyó el golpe cuando se clavó en el árbol que tenía detrás.
Se dejó caer de rodillas automáticamente, buscando con los ojos un mejor refugio.
Mientras estaba agazapada sin saber qué hacer, se oyó un grito agudo y dos grandes guerreros, con espesas barbas y corazas bruñidas, surgieron de entre la maleza y la agarraron por los brazos con mano férrea antes de que tuviera tiempo de calmarse. Uno de ellos blandía una espada, que levantó como para golpear. Fidelma se estremeció esperando el tajo.
– ¡Alto! -gritó una voz-. ¡Algo va mal!
El guerrero bajó el arma, indeciso.
En la penumbra del sendero del bosque, una figura montada a caballo surgió ante ellos. Llevaba un arco corto en una mano y las riendas de su corcel en la otra. Estaba claro que había sido el que había situado a Fidelma cerca de la muerte.
A Fidelma no le dio tiempo a contestar para expresar su sorpresa o protesta, porque empezaron a arrastrarla hacia la figura montada. Se detuvieron ante el jinete. Se inclinó hacia delante en su silla y examinó sus rasgos detenidamente.
– Nos hemos equivocado -exclamó mostrando indignación en su voz.
Fidelma echó hacia atrás la cabeza para examinarlo. Era impresionante. Su cabello era rojizo y sobre él llevaba un aro de cobre bruñido con varias piedras preciosas incrustadas. Su cara era larga y aguileña, con una amplia frente. La nariz era más un pico, con el puente delgado, de forma casi ganchuda. El cabello le crecía escaso en las sienes y se hacía más espeso en la nuca, de un rojo reluciente, con destellos cobrizos cuando le caía sobre los hombros. La boca era delgada, roja, bastante cruel; así le pareció a Fidelma. Los ojos eran grandes y casi violetas, y casi parecía que no tuviera pupila, aunque Fidelma supuso que eso tenía que ser una ilusión debida a la luz.
No tendría más de treinta años. Un guerrero musculoso. Su vestimenta, aunque no llevara el aro de cobre propio de su cargo, denotaba un rango. Iba vestido con sedas y linos ribeteados de piel. Llevaba una espada colgada del cinturón, y Fidelma se fijó en que el mango también estaba trabajado con piedras y metales semipreciosos. Un carcaj con flechas colgaba de su silla de montar y el arco, todavía en sus manos, era de artesanía fina.
El hombre continuó examinándola con el ceño fruncido.
– ¿Quién es? -preguntó con frialdad a los hombres que la aguantaban-. Uno de los guerreros soltó una risita.
– Vuestra presa, mi señor.
– Debe ser otra moza de la abadía esa de ahí -intervino el otro. Luego, con un extraño énfasis que Fidelma no consiguió entender, añadió algo-: Debe de haber molestado al ciervo tras el que íbamos, mi señor.
Fidelma finalmente recobró el aliento:
– ¡No había ningún ciervo a cien yardas de mí! -grito con ira contenida-. Decid a vuestros hombres que me suelten o, por Dios, que va a ser peor.
El hombre que estaba montado arqueó las cejas, sorprendido.
Los dos hombres que la sostenían por los brazos no hicieron más que apretar con más fuerza. Uno de ellos se echó a reír.
– Ésta tiene carácter, mi señor. -Entonces se giró, y puso su cara maloliente junto a la de Fidelma-. ¡Silencio, moza! ¿Sabes con quién hablas?
– No -dijo Fidelma apretando los dientes-, pues nadie ha tenido la educación de presentarlo. Pero permitidme que os diga con quién habláis… Yo soy Fidelma, dálaigh de los tribunales y hermana de Colgú, rey de Cashel. ¿Es esto suficiente para que me soltéis? ¡Sois culpable de asalto ante la ley!
Se hizo un silencio, y entonces el hombre a caballo se dirigió con rudeza a los dos guerreros.
– ¡Soltadla inmediatamente! ¡Dejadla!
La dejaron ir enseguida, casi como perros bien adiestrados que obedecen a su amo. Fidelma sintió que la sangre le volvía a circular por los brazos y las manos.
Los sonidos de un caballo que atravesaba el bosque hicieron que todos se giraran. Un segundo jinete, con un arco en la mano, avanzó al trote. Fidelma vio que era el joven Olcán. Tiró de sus riendas y miró hacia abajo, su expresión denotó asombro cuando reconoció a Fidelma. Entonces desmontó del caballo y avanzó hacia ella con las manos tendidas.
– ¿Sor Fidelma, estáis herida?
– Se lo debo a estos guerreros, Olcán -soltó ella mientras se frotaba los brazos magullados.
El primer jinete se giró hacia sus hombres con gesto airado.
– Volveos a la fortaleza -les espetó, y sin decir una palabra, los dos hombres se giraron y se fueron arrastrando los pies. El hombre alto se inclinó desde su silla hacia Fidelma.
– Lamento este incidente.
Olcán miró a Fidelma y luego al hombre, frunciendo el ceño. Y luego se acordó de las buenas maneras.
– Fidelma, permitidme que os presente a mi amigo, Torcán. Torcán, ésta es Fidelma de Kildare.
Fidelma entornó los ojos al reconocer en ese momento el nombre.
– ¿Torcán, el hijo de Eoganán de los Uí Fidgenti?
El hombre alto volvió a inclinarse, esta vez con un saludo algo más fingido.
– ¿Me conocéis?
– Os conozco -replicó Fidelma cortante-. Y estáis bien lejos de las tierras de los Uí Fidgenti.
Los Uí Fidgenti ocupaban las tierras al noroeste del reino de Muman. Por su hermano sabía que eran uno de lo pueblos más inquietos. Eoganán era un príncipe ambicioso, con un deseo cruel de dominar a los clanes de los alrededores y extender su poder.
– Y vos sin duda estáis lejos de Kildare, sor Fidelma -respondió el otro.
– Como abogada de los tribunales, me toca viajar grandes distancias para que se haga justicia -contestó Fidelma con seriedad-. ¿Y qué os ha traído de viaje a este rincón del reino?
Olcán intervino enseguida.
– Torcán ha sido huésped de mi padre, Gulban de Beara, y actualmente disfruta conmigo de la hospitalidad de Adnár.
– ¿Y por qué era necesario dispararme?
Olcán estaba asombrado.
– Hermana… -empezó a decir, pero Torcán sonreía burlonamente a Fidelma.
– Hermana, no era mi intención dispararos -protestó Torcán-. En realidad yo disparaba a un ciervo, o eso pensaba. Sin embargo, admito que mis hombres carecen de modales, y en ese aspecto me temo que os hemos agraviado, no con mi flecha sin puntería, lo cual lamento muchísimo.
O Torcán era corto de vista o un buen mentiroso, pues Fidelma sabía que no había ningún animal cerca de ella cuando disparó la flecha. Tampoco ningún cazador experimentado hubiera tomado sus movimientos por los de un ciervo. Sin embargo, había momentos en que la confrontación no llevaba a ningún lado y por tanto aceptó la explicación.
– Muy bien, Torcán. Acepto vuestra disculpa y no presentaré una acusación por injuria a causa de ponerme en peligro de muerte. Admito también que fue un accidente. Sin embargo, el comportamiento de vuestros guerreros no lo fue. Cada uno de ellos tendrá que pagar una multa de dos séts por maltratarme y magullarme y por darme un susto de muerte. Veréis que me rijo de acuerdo con las multas que se fijan en el Bretha Déin Chécht.
Torcán la miraba sintiendo emociones encontradas, aunque al parecer predominaba una renuente admiración por su serena actitud.
– ¿Aceptáis la multa en nombre de vuestros guerreros? -exigió Fidelma.
Torcán se rió entre dientes.
– Pagaré su multa, pero me aseguraré de que ellos me paguen.
– Bien. La multa se entregará a los fondos de la abadía de El Salmón de los Tres Pozos, como ayuda para sus trabajos.
– Os doy mi palabra de que se pagará. Daré instrucciones a uno de mis hombres para que vaya a la abadía con la suma, mañana por la mañana.
– Os tomo la palabra. Y ahora hacedme el favor de permitirme seguir mi camino.
– ¿Hacia qué dirección vais, hermana? -preguntó Olcán.
– Me dirijo hacia la fortaleza de Adnár.
– Entonces permitidme que comparta mi silla con vos -se ofreció Torcán.
Fidelma rechazó la invitación de cabalgar detrás del hijo del príncipe de los Uí Fidgenti.
– Prefiero seguir a pie.
Torcán apretó los labios y luego se encogió de hombros.
– Muy bien, hermana. Tal vez nos veamos en la fortaleza dentro de un rato.
Hizo que su caballo girara, le dio una palmada en la grupa con el arco que todavía sostenía y se fue a medio galope por el sendero del bosque. Olcán se quedó un rato vacilante, mirando a Fidelma como si quisiera decirle algo más. Entonces volvió a montar su caballo y se despidió saludando con la mano; se fue cabalgando rápidamente tras su huésped. Fidelma se quedó quieta y mirándolos durante un rato, frunciendo el ceño con concentración. Intentaba comprender el significado de aquel encuentro; si es que tenía algún sentido. Sin embargo, sí que significaba algo. No creía que Torcán hablara en serio cuando sugirió que la había confundido con un ciervo, en particular en aquel bosque en invierno, con buena visibilidad puesto que los árboles estaban desnudos y la maleza era escasa. Y si aquello no era más que un accidente, ¿por qué había permitido que sus hombres la maltrataran? Parecía lógico llegar a la conclusión de que no esperaba que fuera ella, pues tan pronto como le dio su nombre y posición social, había ordenado que la soltaran. Entonces, ¿a quién esperaba en aquel camino? ¿A una mujer? ¿A una religiosa? Seguro que así era, pues nadie podía pasar por alto su sexo o su vocación por el hábito que llevaba. ¿Por qué querría matar a una religiosa un visitante de aquella zona, el hijo del príncipe de los Uí Fidgenti?
De repente sintió frío.
Probablemente alguien ya había matado a una religiosa, la había decapitado y había colgado su cuerpo en el interior del pozo de la abadía. Fidelma estaba segura de que el cadáver decapitado era el de una hermana de la fe. Su instinto y lo que habían mostrado las pruebas así se lo daban a entender. Se estremeció. ¿Se estaba acercando al cadáver anónimo?
Levantó la cabeza bruscamente y salió de sus reflexiones al oír el sonido de un caballo que galopaba por el camino. ¿Era Torcán que regresaba? Se quedó quieta y oteó el sendero. Un jinete se dirigía rápidamente hacia ella. Se puso tensa. El caballero pronto volvió a aparecer entre los setos del bosque. Era Adnár.
El hermoso jefe de cabello negro descendió con facilidad, casi antes de que la bestia se detuviera. Saludó a Fidelma con una mirada preocupada.
– Olcán me ha dicho que él y Torcán os encontraron en el camino del bosque y que os dirigíais hacia mi fortaleza. Olcán me ha dicho que había habido un accidente. ¿Es así? -preguntó Adnár, mientras la examinaba con detenimiento.
– Casi un accidente -corrigió Fidelma con pedantería.
– ¿Estáis herida?
– No. No es nada. Sin embargo, iba de camino a veros. Al venir vos, me ahorráis tener que seguir el trayecto. -Se giró y señaló un tronco caído-. Sentémonos allí un rato.
Adnár ató las riendas del caballo a una rama del árbol muerto y se reunió con Fidelma.
– No habéis sido totalmente honesto conmigo, Adnár -empezó a decir Fidelma.
El jefe levantó la cabeza sorprendido.
– ¿En qué sentido? -preguntó poniéndose a la defensiva.
– No me dijisteis que la abadesa Draigen era vuestra hermana. Ni el hermano Febal explicó que había estado casado con Draigen.
Fidelma no estaba preparada para la mirada divertida que mostró el rostro agraciado del hombre. Era como si hubiera esperado otro tipo de acusación. Bajó un poco los hombros mostrando relajación.
– ¡Ah, era eso! -dijo con tono despectivo.
– ¿No os parece importante?
– Bien poco -admitió Adnár-. No me gusta jactarme de mi relación con Draigen. Afortunadamente, tiene el cabello pelirrojo de mi padre mientras que yo tengo la melena negra de mi madre.
– ¿No creéis que mencionar vuestra relación podría ser importante para mí?
– Mirad, hermana, es una desgracia para mí y tal vez también para Draigen, haber nacido del mismo vientre. En cuanto a Febal, no voy a responder por él.
– Entonces responded por vos. ¿Realmente odiáis a vuestra hermana tanto como parece?
– Me es indiferente.
– Tan indiferente como para afirmar que tiene relaciones antinaturales con sus compañeras.
– Eso es cierto.
Adnár hablaba con seriedad, sin ira. Fidelma había visto previamente su humor irritable y le sorprendía verlo tan calmado, sentado allí en el bosque, con las manos cruzadas sobre las rodillas, mirando al suelo.
– ¿Tal vez deberíais explicarme la historia?
– No es relevante para vuestra investigación.
– Sin embargo, afirmáis que las tendencias sexuales de Draigen son relevantes. ¿Cómo, entonces, voy a juzgar eso si no conozco la verdad?
Adnár movió ligeramente los hombros como para encogerlos, pero cambió de idea.
– ¿Os dijo que nuestro padre, cuyo nombre llevo, era un óc-aire, un plebeyo que trabajaba su propia tierra pero no tenía la suficiente ni bastantes bienes para autoabastecerse? Trabajó toda su vida una franja de tierra inhóspita, en la ladera de una montaña rocosa. Nuestra madre trabajó con él y, en tiempos de cosecha, era ella la que la recogía, mientras que mi padre iba a servir al jefe local a fin de conseguir lo necesario para mantenernos.
Hizo una pausa y continuó.
– Draigen era la más joven, yo dos años mayor. Ambos teníamos que ayudar a nuestros padres en su pequeño trozo de tierra y no había ni tiempo ni dinero sobrantes para nuestra educación.
Su voz denotaba un tono amargo, pero Fidelma no hizo ningún comentario.
– De niño, no quise seguir los pasos de mi padre. No quería pasarme el resto de mi vida trabajando una tierra poco rentable para sobrevivir. Era ambicioso. Así que me escabullía a la morada del clan, cada vez que oía que un guerrero atravesaba el territorio. Trataba de persuadir al guerrero para que me explicara la vida de soldado, el código del guerrero y cómo había que entrenarse para serlo. Me hice mis propias armas de madera, y me metía en el bosque y practicaba luchando contra los arbustos con una espada de madera. Me hice un arco y unas flechas y me convertí en un buen arquero yo solo. Sabía que ésa era la única manera de escapar de la pobreza.
– Tan pronto como alcancé la edad de elegir, en mi diecisiete cumpleaños, cuando ninguna ley podía detenerme, me fui de casa en busca de nuestro jefe Gulban de los Beara. Estaba en guerra contra los Corco Duibhne, por los límites de su territorio. Me distinguí como arquero, y pronto me pusieron al mando de un grupo de cien hombres. A los diecinueve años, Gulban me hizo cenn-feadhna, capitán. Fue el día de mi vida en que me he sentido más orgulloso.
– Las guerras me hicieron rico en ganado y, cuando terminaron, regresé aquí y me nombraron bó-aire, un jefe de ganado. Aunque la tierra no era mía, mi rebaño era lo suficientemente grande como para ser una persona de influencia y riqueza. No me avergüenzo de mi huida de la pobreza.
– Es un relato loable, Adnár. Cualquier historia de un hombre o una mujer que ha superado las dificultades es encomiable. Pero no me explica nada respecto a la animosidad existente entre vos y vuestra hermana, ni de por qué la acusáis de tener tales relaciones.
Adnár hizo una expresiva mueca.
– Draigen habla mucho de su lealtad a nuestros padres. Dice que yo los abandoné. Ella no fue mucho más leal que yo. Ella quería huir de la pobreza tanto como yo. Cuando estaba cerca de la edad de elegir, incluso intentaba conjurar a los antiguos espíritus paganos -las diosas de los tiempos antiguos- para que la ayudaran.
Fidelma lo miró de cerca. Pero Adnár parecía estar ensimismado en sus recuerdos, en absoluto daba la sensación de que estuviera hablando para impresionarla.
– ¿Qué hizo?
– Había una anciana que moraba en los bosques cercanos que se mantenía fiel a los viejos usos. Se llamaba Suanech, recuerdo. Todos los niños le tenían miedo. Afirmaba que adoraba a Boí, la esposa de Lugh, dios de todas las artes y oficios. Boí era la diosa de la vaca, o la anciana de Beara. Entendéis, esta tierra había sido su dominio en los oscuros días paganos. Mi fortaleza se llama así, Dún Boí, por ella.
– Hay muchos ancianos que todavía se aferran a los viejos tiempos y los antiguos dioses -señaló Fidelma.
La fe había llegado a los cinco reinos hacía tan sólo dos siglos y Fidelma se daba cuenta de que todavía había focos aislados donde las creencias en los antiguos dioses todavía prevalecían.
– Y encontraréis muchos territorios donde incluso las montañas reciben los nombres de esos dioses -admitió Adnár.
– ¿Así que vuestra hermana se vio influenciada por esta anciana pagana? -insistió Fidelma-. ¿Cuándo regresó a la verdadera fe e ingresó en la vida religiosa?
Adnár sonrió irónicamente.
– ¿Quién dice que regresó a la verdadera fe?
Fidelma lo miró con sorpresa.
– ¿Qué queréis decir?
– No digo nada. Simplemente hago una sugerencia. Desde que era pequeña, en particular cuando iba a ver a la anciana, siempre ha actuado de forma extraña.
– Todavía no me habéis mostrado la prueba de vuestras afirmaciones o el porqué de esta animosidad entre ambos.
– Aquella anciana la influenció mucho con sus cuentos y con su…
Se detuvo y se encogió de hombros.
– Cuando yo estaba sirviendo en el ejército de Gulban, mi padre y mi madre murieron, Draigen fue a vivir con esta anciana a los bosques.
– ¿Eso hizo que la odiarais?
El hombre negó con la cabeza.
– No. No conozco bien la historia, pero Draigen tuvo problemas con la ley y tuvo que pagar una indemnización. Para ello vendió el miserable trozo de tierra e ingresó en la abadía de El Salmón de los Tres Pozos.
La pérdida de la tierra me disgustó. No lo negaré. Yo tenía que haber heredado parte de ella. Interpuse una demanda contra Draigen por mi porción de la tierra, pero un brehon la desestimó.
– Entiendo. ¿Esta demanda fue la causa de la animosidad?
Adnár se encogió de hombros.
– Yo me tomé mal lo que Draigen había hecho. Pero había acumulado riquezas. En realidad no lo necesitaba. Fue el principio. No, el odio se inició por parte de Draigen. Tal vez me odiaba por haber puesto la demanda. Después me esquivaba. Cuando me convertí en bó-aire de este distrito, se vio obligada a tener tratos conmigo, pero siempre hacía uso de un tercero como intermediario. Su odio hacia mí era grande.
– ¿Os dio Draigen una razón que explicara su animadversión?
– Oh, sí. Ella me culpa de la muerte de nuestros padres. Pero yo considero que no tiene razón. Tal vez en realidad era simplemente el resentimiento por mi demanda legal. En cualquier caso, y cualquiera que sea la causa primera, los años tan sólo han incrementado este encono.
– Ella lo niega y dice que sois vos quien la odia. Así que os lo vuelvo a preguntar; ¿habéis llegado a sentir aversión hacia ella?
Fidelma se dio cuenta de que se enfrentaba a dos testimonios opuestos sin lugar al compromiso.
– Al principio me sentí herido, luego furioso contra ella. Yo no creo que en realidad haya sentido verdadero odio. Por supuesto, se oían historias de la abadía respecto a Draigen. Yo llegué a oír historias de su inclinación por las jóvenes novicias. Entonces, cuando me enteré de la historia del cuerpo de una joven encontrado en el pozo, temí lo peor.
– ¿Por qué?
Por primera vez levantó la cabeza y miró a Fidelma directamente a los ojos.
– ¿Por qué? -repitió, como si no hubiera entendido la pregunta.
– ¿Por qué había de llevaros eso a la conclusión de que vuestra hermana, vuestra propia hermana, había asesinado a esta chica a causa de unas relaciones ilícitas? No veo la relación. Al menos, no por lo que me habéis dicho.
Adnár se mostró incómodo un momento mientras pensaba.
– Es cierto que no os puedo proporcionar una verdadera razón lógica. Simplemente siento que encaja de alguna horrible manera.
– ¿Vuestro anam-chara, el hermano Febal, os sugirió esta explicación?
La pregunta era directa.
Adnár parpadeó con rapidez.
Fidelma se dio cuenta, por el rubor de las mejillas de Adnár, que había dado en la diana con aquella pregunta.
– ¿Cuánto hace que conocéis al hermano Febal?
– Desde que regresé y pasé a ser bó-aire.
– ¿Qué sabéis de su vida?
– Hace tiempo, la abadía de El Salmón de los Tres Pozos era una comunidad mixta, una conhospitae, como se llama. El hermano Febal era uno de los monjes que la habitaban. Febal y Draigen se casaron. Con la antigua abadesa, Marga, el hermano Febal era el ostiario de la comunidad. Luego mi hermana fue nombrada rechtaire, o administradora, que como sabéis es un cargo de importancia, justo por debajo del de abadesa. Entiendo que la relación entre Draigen y Febal acabara bruscamente. Draigen, aprovechando la debilidad y la edad de la anciana abadesa, empezó a purgar la abadía de todos los miembros masculinos y decidió convertirla en una casa sólo para mujeres. El hermano Febal fue el último en ser expulsado de su cargo y se vino conmigo como asesor religioso. Poco después, murió la vieja abadesa. No me sorprendió que mi hermana Draigen fuera nombrada para sucederla.
– ¿Queréis decir que Draigen es cruel y ambiciosa?
– Eso podéis juzgarlo vos misma.
– Bueno, lo que también queréis decir es que el hermano Febal tiene un buen motivo para odiar a Draigen; buen motivo para avivar la enemistad entre vos y ella y buen motivo para crear rumores acerca de ese cadáver.
– Visto desde fuera puede ser cierto -admitió Adnár-. No intentaré convenceros de mi punto de vista. La única razón por la que quería veros y hablar con vos ante Draigen, cuando llegasteis ayer, era para alertaros respecto a ciertas cosas. Para pediros que siguierais esos caminos que os he señalado. Que lo hagáis o no es cosa vuestra. ¿Sois abogada de los tribunales y acaso vuestro grito de guerra no es quaere verum?
– Buscar la verdad es nuestro lema, no un grito de guerra -lo corrigió con pedantería-. Eso es lo que he de procurar hacer. Pero una acusación no es la verdad. Una sospecha no es un hecho. Tengo que hablar más con ese hermano Febal.
Adnár se pasó la mano por su mata de pelo negro y rizado.
– Podéis regresar conmigo a la fortaleza, sin embargo no estoy seguro de que Febal esté allí ahora. Cuando yo salí, creo que estaba a punto de acompañar a Torcán y a sus hombres a un lugar de peregrinaje, al otro lado de la montaña.
– Si es así, ¿cuándo regresará?
– A más tardar esta noche, sin duda.
– Entonces lo veré mañana. Decidle que venga a la abadía.
Adnár parecía molesto.
– Probablemente no quiera, Draigen no lo recibiría bien.
– Mi voluntad está por encima de la de Draigen en este asunto -replicó Fidelma con frialdad-. Me encontrará en la casa de los huéspedes, después del desayuno. Lo esperaré.
– Se lo comunicaré -dijo Adnár con un suspiro.
De repente, Adnár levantó la cabeza como si hubiera escuchado algo. Un momento después Fidelma oyó el crujir de unos zapatos sobre el suelo helado, y se giró. Por el sendero del bosque se acercaba la figura de una religiosa, con la cabeza gacha y cubierta; un sacculus colgaba de su hombro. No vio a Adnár y a Fidelma hasta que estaba a diez yardas de Fidelma y ésta le dio el alto.
– ¡Buenos días, hermana!
La muchacha se detuvo y levantó la mirada con un gesto de asombro en el rostro. Fidelma la reconoció inmediatamente. Era la joven hermana Lerben.
– Buenos días -murmuró ella.
Adnár esbozó una sonrisa.
– Parece que hoy se ha vuelto una costumbre que las religiosas de la abadía tomen este sendero -observó con ironía Adnár-. ¿No creéis que es peligroso andar sola por aquí, hermana? Pronto se hará de noche.
Lerben lo miró con expresión contrariada y luego bajó la vista.
– Voy a ver… -dijo vacilante, y luego miró a Fidelma- a ver a Torcán de los Uí Fidgenti. -Se llevó automáticamente la mano al sacculus.
Adnár continuó sonriendo y negó con la cabeza.
– Lástima, acabo de explicarle a sor Fidelma que Torcán acaba de irse de la fortaleza y no regresará hasta esta noche. ¿Queréis que le dé algún mensaje?
Sor Lerben vaciló de nuevo y luego asintió con la cabeza rápidamente. Sacó del sacculus un pequeño objeto alargado envuelto en un trozo de tela.
– ¿Os aseguraréis de que se le entrega esto? Solicitó un libro en préstamo a nuestra biblioteca y me han pedido que se lo dé.
– Lo haré con placer, hermana.
Fidelma se avanzó y sin dificultad interceptó el paquete, antes de que Adnár pudiera cogerlo. Lo desenvolvió y miró el libro.
– Vaya, se trata de una copia de los anales guardados en Clonmacnoise, la gran abadía fundada por san Ciarán.
Levantó la vista y vio una mirada ansiosa en los ojos de sor Lerben. Pero Adnár sonreía.
– No sabía que el joven Torcán estuviera tan interesado en la historia -dijo.
Extendió una mano, pero Fidelma estaba hojeando las páginas de pergamino. Había advertido algunas manchas de barro rojizo en una página. Tan sólo pudo ver que ésta contenía una entrada referente al Rey Supremo Cormac Mac Art, antes de que Adnár se lo sacara suave pero firmemente de las manos y volviera a envolverlo.
– Éste no es lugar para estudiar libros -observó con humor-. Hace demasiado frío. No os preocupéis, hermana -dijo a Lerben-. Me aseguraré de que entreguen el libro a Torcán.
Fidelma se levantó y empezó a sacudirse las hojas, las ramitas y el polvo de su hábito.
– ¿Conocéis bien a Torcán? Está muy lejos la tierra de los Uí Fidgenti.
Adnár se guardó el libro bajo el brazo.
– Apenas lo conozco. Era huésped de Gulban en su fortaleza y ha venido aquí como huésped de Olcán, para cazar y ver algunos de los antiguos lugares por los que nuestro territorio es famoso.
– No creo que los Uí Fidgenti fueran bienvenidos por la gente de los Loígde.
Adnár se rió entre dientes.
– No voy a negar que hemos combatido unos contra otros. Es tiempo, sin embargo, de vencer los viejos prejuicios y disputas.
– Estoy de acuerdo -dijo Fidelma-. Sólo manifiesto lo que es obvio. Eoganán, el príncipe de los Uí Fidgenti, ha conspirado en muchas guerras contra los Loígde.
– Guerras territoriales -admitió Adnár-. Si cada uno se ocupara de su propio territorio y no intentara interferir en los asuntos de los otros clanes no habría necesidad de guerras -dijo sonriendo con ironía-. Pero gracias a Dios había necesidad de guerreros cuando yo era joven; si no, no hubiera alcanzado mi posición.
Fidelma se lo quedó mirando un momento con la cabeza inclinada.
– ¿Así que vos, que hicisteis vuestra riqueza luchando contra los Uí Fidgenti, tenéis de invitado al hijo del príncipe de esa tribu?
Adnár asintió con la cabeza.
– Así es la vida. Los enemigos de ayer son los amigos de hoy, aunque, tal como señalaba, para ser preciso, el joven es huésped de Olcán y no mío.
– Y los que fueron hermano y hermana ayer son los enemigos más acérrimos -añadió Fidelma.
Adnár se encogió de hombros.
– Podría ser de otra manera. Pero no lo es.
– Muy bien, Adnár. Os agradezco vuestra franqueza. Mañana espero al hermano Febal.
Se volvió hacia donde estaba la nerviosa sor Lerben, como si no fuera capaz de decidir si marcharse o intervenir en la conversación. Fidelma miró a la joven con una sonrisa cálida. Lerben no tendría más de dieciséis o diecisiete años.
– Venid, hermana. Volvamos a la abadía y hablaremos por el camino.
Fidelma empezó a desandar el trayecto por el bosque. Al cabo de un momento, Lerben la alcanzó, dejando a Adnár de pie junto a su caballo y acariciando ausente el hocico del animal mientras observaba cómo iban desapareciendo entre los árboles. Cogió el libro que tenía bajo el brazo, sacó el trapo que lo envolvía y se lo quedó mirando absorto en sus pensamientos durante un buen rato. Luego volvió a envolverlo y lo metió en su alforja, desató las riendas y se fue sendero arriba. Dio un golpecito en la grupa del caballo con sus tacones y lo puso al trote por el sendero del bosque, en dirección a su fortaleza.