Capítulo XIII

Sor Lerben estaba en la capilla puliendo la gran cruz de oro que estaba en el altar. Estaba inclinada realizando el trabajo con diligencia, y con el ceño fruncido por la concentración. El ruido de la puerta al cerrarse tras entrar Fidelma hizo que levantara la vista. Se detuvo y se irguió mientras Fidelma avanzaba por el pasillo entre las filas de bancos vacíos, y luego se detuvo ante ella. No era una expresión de bienvenida. Fidelma percibió un brillo beligerante de desagrado en los ojos de la joven.

– ¿Bien? -inquirió Lerben con una voz clara y glacial de soprano. Fidelma sintió pena por ella en lugar de ira. Parecía una niña pequeña petulante y airada, necesitada de protección. Una niña pequeña ofendida porque un adulto la cazaba haciendo algo prohibido. Su máscara de arrogancia se había mudado en malhumor.

– Tengo que haceros varias preguntas -le dijo Fidelma con amabilidad.

La muchacha volvió a colocar la cruz meticulosamente en su sitio y dobló con cuidado el trozo de lino que había usado para limpiar. Fidelma ya se había dado cuenta de que las acciones que realizaba la joven eran deliberadamente precisas y sin prisas. Se volvió hacia Fidelma, con las manos cruzadas en la parte interior de su hábito. Sus ojos se fijaron en un punto justo detrás del hombro de Fidelma.

Fidelma le indicó uno de los bancos.

– Sentémonos un rato y hablemos, sor Lerben.

– ¿Es una charla oficial? -preguntó Lerben.

Fidelma se quedó indiferente.

– ¿Oficial? Si lo que queréis decir es que si quiero hablar con vos en calidad de dálaigh de los tribunales, entonces sí es oficial. Pero no tomaré nota de los asuntos que hablemos.

Pareció que sor Lerben aceptaba la situación a desgana y se sentó. Apartó los ojos de los de Fidelma, que la examinaban.

– Os aseguro que no informaré a vuestra abadesa de lo que hablemos aquí -dijo Fidelma intentando que la muchacha se sintiera cómoda y preguntándose cuál sería la mejor manera de abordar el tema.

Se sentó junto a la joven, que permanecía en silencio.

– Olvidemos el conflicto que ha surgido entre ambas, Lerben. Yo también era orgullosa cuando tenía vuestra edad. Yo también creía que sabía muchas cosas. Pero estabais mal informada respecto a la ley eclesiástica. Después de todo, yo soy una abogada de los tribunales y si intentáis medir vuestros conocimientos con los míos, el único resultado es que los míos son mayores. No lo digo por jactancia sino simplemente para establecer un hecho.

La muchacha no contestó.

– Sé que os aconsejó la abadesa Draigen -continuó Fidelma pinchándola verbalmente.

– La abadesa Draigen tiene muchos conocimientos -soltó Lerben-. ¿Por qué había de dudar de ella?

– Admiráis a la abadesa Draigen. Lo entiendo. Pero desconoce la ley.

– Defiende nuestros derechos. Los derechos de las mujeres -refutó Lerben.

– ¿Hay necesidad de defender los derechos de las mujeres? ¿Acaso las leyes de los cinco reinos no son lo bastante precisas respecto a la protección de las mujeres? Las mujeres están protegidas del estupro, del acoso sexual e incluso del ataque verbal. Y son iguales ante la ley con respecto a los hombres.

– A veces eso no es suficiente -replicó la joven con seriedad-. La abadesa Draigen se da cuenta de las debilidades de nuestra sociedad y hace campaña para conseguir más derechos.

– Eso no lo entiendo. Tal vez pudierais explicármelo. Veis, si la abadesa quiere más derechos para las mujeres, ¿por qué expone que las leyes del Fénechus se han de rechazar y que hemos de aceptar las nuevas leyes eclesiásticas? ¿Por qué se muestra a favor de los Penitenciales que se alimentan de la filosofía del derecho romano? Esas leyes otorgan a las mujeres un papel servil.

Sor Lerben estaba deseosa de explicarse.

– Las leyes canónicas que Draigen desea apoyar harán que sea una mayor ofensa matar a una mujer que a un hombre. Una vida por una vida. En este momento todas las leyes de los cinco reinos dicen que se ha de pagar una compensación y que se ha de rehabilitar al asesino. Las leyes que sugiere la Iglesia romana son que el atacante debería pagar con su vida y sufrir dolor físico. La abadesa me ha mostrado algunos de los Penitenciales que dicen que si un hombre mata a una mujer como castigo hay que cortarle la mano y el pie y además ha de sufrir dolor antes de darle muerte.

Fidelma se quedó mirando con desagrado a la joven, que parecía tener un gran afán sanguinario.

– Y a una mujer se le puede dar muerte por la misma ofensa -indicó Fidelma-. ¿Y no es mejor buscar una compensación por la víctima, que exigir venganza contra el autor? ¿No es mejor intentar rehabilitar al que ha hecho mal y ayudar a la víctima, que exigir una venganza dolorosa con la que no se obtiene nada, sino un breve momento de satisfacción?

Sor Lerben sacudió la cabeza. Su tono era vehemente.

– Draigen dice que está en las Escrituras: «Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie…».

– A menudo se citan las palabras del Éxodo -interrumpió Fidelma cansada-. Seguro que es mejor atender a las palabras de Cristo. Mirad en el Evangelio de san Mateo y encontraréis estas palabras de Cristo: «Habéis oído lo que se ha dicho, ojo por ojo, diente por diente: pero yo os digo, no os resistáis al mal, sino que, a cualquiera que os pegue en la mejilla derecha, le ofrezcáis también la otra». Éstas son las palabras de nuestro Dios.

– Pero Draigen dijo…

Fidelma levantó una mano para acallar la réplica de la muchacha.

– Ningún compendio de leyes es perfecto, pero no tiene sentido rechazar unas leyes buenas y adoptar unas malas. Aquí las mujeres tienen derechos y están protegidas. Hay igualdad ante la ley. Para las leyes extranjeras que se están extendiendo por esta tierra mediante los Penitenciales sólo los ricos y la gente de rango pueden permitirse la ley.

– Pero la abadesa Draigen…

– No es una experta en leyes -interrumpió Fidelma con firmeza.

Desde luego no quería enzarzarse en un debate sobre los méritos de sistemas legales rivales, en particular con una joven que no sabía más que lo que le había dicho una autoridad parcial. Sabía con claridad que Draigen estaba a favor de los nuevos Penitenciales que, en opinión de Fidelma, amenazaban con minar las leyes de los cinco reinos.

Sor Lerben se sumió en un silencio huraño.

– Sé que admiráis a la abadesa -volvió a empezar Fidelma-. Eso es una actitud propia y correcta hacia la propia madre.

– ¿Lo sabéis? -preguntó sor Lerben levantando la barbilla en actitud defensiva.

– ¿Sin duda una abadía no es lugar para guardar un secreto? -preguntó Fidelma con suavidad-. Además, no hay ninguna ley ni en la Iglesia de Irlanda ni en la de Roma que prohíba el amor y el matrimonio entre un hombre y una mujer dedicados a la vida religiosa… Pero aquellos que apoyan las nuevas reglas eclesiásticas negarían ese amor -no pudo evitar añadir.

Fidelma sabía que en Europa, durante los dos últimos siglos, había surgido un grupo, pequeño pero vocinglero, que había expresado sus dudas respecto a la compatibilidad del matrimonio y la vida religiosa. Jerónimo y Ambrosio habían guiado a aquellos que pensaban que el celibato era una condición espiritual más elevada que el matrimonio y el amigo de Jerónimo, el papa Damasco, había sido el primero en expresar una actitud favorable hacia esa idea. Por el momento, incluso en Roma, sin embargo, los que estaban a favor del celibato todavía constituían un grupo pequeño, aunque sin duda influyente. Eran los que creían que el celibato debería ser obligatorio y habían influenciado en los Penitenciales. En aquel entonces, sin embargo, aún no tenían el respaldo del derecho eclesiástico de Roma.

Sor Lerben estaba atónita.

– ¿Cuánto lleváis en esta comunidad, Lerben? Supongo que desde que nacisteis.

– No. Cuando tenía siete años me dieron en adopción.

Era una antigua costumbre en los cinco reinos entre la gente pudiente enviar a los niños fuera de casa a los siete años para que los adoptaran o educaran, con un profesor. Para los niños esta adopción terminaba a los diecisiete años, para las niñas a los catorce.

– ¿Y regresasteis aquí a los catorce años? -preguntó Fidelma.

– Hace tres años -admitió la joven.

– ¿No pensasteis en ir a otro lugar que no fuera la abadía de vuestra madre?

– No, ¿por qué? Desde que me había ido habían cambiado muchas cosas. Mi madre había echado a todos los hombres.

– ¿Tanto os desagradan los hombres? -preguntó Fidelma, sorprendida.

– ¡Sí! -contestó la muchacha con vehemencia.

– ¿Y por qué?

– Los hombres son animales sucios y asquerosos.

Fidelma percibió la intensidad con que decía aquello y se preguntó qué experiencia había causado tal actitud.

– Sin ellos la especie humana se habría extinguido -indicó con suavidad-. Vuestro padre era un hombre.

– ¡Pues que se extinga! -exclamó la muchacha sin cortarse-. Mi padre era un cerdo.

El odio que se percibía en los rasgos de la joven llegó a asombrar a Fidelma.

– ¿Supongo que habláis de Febal?

– Sí.

Fidelma empezó a concebir una idea.

– ¿Así que es vuestro padre el que ha influido en vuestra predisposición hacia los hombres?

– Mi padre… ¡así se muera!

Las maldiciones eran pérfidas.

– ¿Qué os hizo vuestro padre para que lo odiéis así?

– Es lo que le hizo a mi madre. No quiero hablar de mi padre.

Sor Lerben estaba pálida y Fidelma vio que su delgado cuerpo se estremecía de aversión. Fidelma empezó a darse cuenta de que la muchacha albergaba un gran conflicto.

– ¿Y habéis encontrado consuelo aquí? -continuó preguntando deprisa-. ¿Habéis hecho amistad con alguna de las otras hermanas?

La muchacha se encogió de hombros con indiferencia.

– Algunas.

– Sin embargo, sor Berrach, no.

Lerben se estremeció.

– ¡Esa tullida! Tenía que haber muerto al nacer.

– ¿Y sor Brónach?

– Una vieja estúpida. ¡Siempre anda alrededor de esa débil de Berrach! Ya ha vivido lo que tenía que vivir.

– ¿Y qué me decís de sor Síomha, la administradora? ¿Erais amigas?

Sor Lerben hizo una mueca.

– Era una creída, ésa. ¡Era sucia y asquerosa!

– ¿Por qué? ¿Por qué sucia y asquerosa, Lerben? -exigió Fidelma, observando que la joven se ruborizaba.

– Le gustaban los hombres. Tenía un amante.

– Un amante. ¿Sabéis quién?

– Creo que es obvio. Estas últimas semanas, esas noches en que no hacía guardia en la clepsidra, yo la he visto regresar antes del amanecer de la fortaleza de Adnár. Síomha no se rebajaría a tener relaciones con guerreros comunes o criados, así que no tenéis que buscar muy lejos para saber con quién se ha mancillado.

– ¿Os referís a vuestro tío? ¿Adnár?

– Yo no lo llamo así. Síomha se creía muy importante. Siempre intentando decir a todos lo que había que hacer.

– Después de todo, era la rechtaire de la abadía -señaló Fidelma-. ¿Hablasteis de este asunto con vuestra madre?

Sor Lerben levantó la cabeza, desafiante.

– No. Y ahora soy yo la rechtaire.

– ¿A los diecisiete años? -preguntó Fidelma con una sonrisa-. Todavía tenéis mucho que aprender de la vida religiosa antes de poder aspirar verdaderamente a ese cargo.

– Draigen me ha nombrado rechtaire. Eso es todo.

Fidelma decidió no seguir con ese tema. Había otras cosas que quería saber primero.

– ¿Conocéis bien a sor Comnat y sor Almu?

Lerben parpadeó. El cambio que había dado Fidelma de un tema a otro la había desconcertado.

– Las conocía, sí.

¿Conocía?¿No sigue siendo Comnat la bibliotecaria y Almu su ayudante?

– Se fueron a Ard Fhearta y llevan fuera varias semanas. Es normal pensar en ellas como si se hubieran ido.

– ¿Las conocíais bien? -se corrigió Fidelma.

– A Comnat sólo la veía durante los servicios. Una mujer mayor, más que Brónach.

– ¿No teníais mucho que ver con ella?

– Se pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca y el resto aislada, rezando en su celda.

– ¿No os interesan los libros?

– No he aprendido a leer ni a escribir bien. Draigen todavía me está enseñando.

Fidelma estaba sorprendida.

– Creía que os habían enviado fuera para recibir una educación.

– Mi padre lo arregló. Me envió a casa de un granjero borracho. Hay un pueblo no lejos de aquí que se llama Eadar Ghabbal. Está a diez millas al este. Me envió allí para trabajar de criada. Me convertí en una esclava.

– ¿Y no os enseñaron a leer ni a escribir?

– No.

– ¿Vuestros padres sabían el tipo de lugar al que os habían enviado?

– Mi padre lo sabía muy bien. Por eso lo arregló así. Fue la última vez que mi madre le permitió que se inmiscuyera en nuestras vidas. A menudo visitaba al granjero. -La voz de Lerben era de una emoción contenida-. Allí es donde aprendí lo cerdos que son los hombres. El granjero… me violó. Al final conseguí escapar de aquel lugar horrible. Mi madre se enteró cuando conseguí regresar a la abadía. Mi padre le había ocultado la verdad. Fue su venganza. El granjero llegó aquí borracho, mi padre iba con él. Intentaron que yo regresara, alegando que yo había robado al granjero y había roto el contrato que mi padre había hecho. Draigen me protegió, me dio santuario aquí, y los echó.

– ¿Qué le pasó al granjero?

– Murió cuando se quemó su granja.

Fidelma examinó los rasgos de la joven con detenimiento, pero no pudo percibir ninguna expresión. Eran casi vacíos, como si hubiera ahuyentado cualquier emoción.

– ¿Habéis visto a vuestro padre desde entonces?

– Sólo a distancia. Mi madre le advirtió que no seguiría con vida si intentaba hacerme daño.

Fidelma se quedó un rato sentada en silencio, dándole vueltas a todo aquello.

– ¿Decís que Draigen os ha estado enseñando a leer y escribir desde que regresasteis a la abadía?

– Cuando tiene tiempo.

– ¿Qué me decís de sor Almu? ¿Era joven, no? No debía de ser mucho mayor que vos… Era una buena estudiosa, por lo que os podía haber enseñado a leer y a escribir.

Se percibió una cierta vacilación.

– No me era muy simpática. Era un año mayor que yo, más o menos. La amiga de Almu era sor Síomha.

– ¿Almu era un chica hermosa?

– Depende de lo que entendáis por hermosa.

Fidelma consideró que era una buena respuesta.

– ¿Os gustaba?

– En realidad no la conocía. Ella también trabajaba en la biblioteca, copiando esos libros viejos y mohosos. ¿Por qué me preguntáis todo esto?

– Oh, sólo para tener alguna información -dijo Fidelma levantándose-. Ya he acabado.

– Entonces, yo volveré a mis deberes.

Fidelma respondió con un vago gesto afirmativo y empezó a caminar pasillo abajo hacia la puerta. Entonces se detuvo allí y echó una mirada atrás como si se le hubiera ocurrido algo.

– ¿Por qué habéis dicho que sor Brónach ya ha vivido lo que tenía que vivir? -preguntó bruscamente-. ¿Qué queríais decir con eso?

Sor Lerben levantó la vista de la tarea que había reanudado; la limpieza de los iconos de oro de la capilla. Por un momento pareció que no había entendido a Fidelma, luego su expresión se aclaró.

– Porque es vieja. Draigen dice que ya ha tenido un hombre, hijos y ya no le queda nada que vivir. Draigen dice…

Fidelma ya se había ido con aire pensativo.


Todavía estaba absorta en sus pensamientos cuando el barquero de Adnár se presentó en la casa de huéspedes de la abadía para llevar a Fidelma a la fortaleza del bó-aire. Ya estaba oscuro, pero el bote tenía unas linternas dispuestas de popa a proa y había dos hombres que se inclinaban sobre los remos de manera que la embarcación hendía las aguas e iba avanzando. Ayudaron a Fidelma a descender en el muelle a oscuras y el barquero, con una de las lámparas, le fue iluminando el camino mientras ascendían las escaleras hasta la fortaleza.

Una vez en el interior de las murallas de granito, la fortaleza estaba bien iluminada, con antorchas ardiendo, y se oía una música que provenía de los edificios principales. Unos guerreros patrullaban aquí y allá, pero, de no ser por eso, parecía una ciudadela tranquila.

Adnár bajaba las escaleras a su encuentro, tendiendo las manos en señal de saludo.

– Bienvenida, sor Fidelma. Bienvenida. Me alegro de que hayáis venido.

La acompañó escaleras arriba hasta el interior del salón de festejos, donde ella había desayunado la mañana anterior. El mobiliario no había cambiado, pero la gran mesa estaba llena de montañas de comida y un fuego rugía en el hogar despidiendo un gran calor. Había un músico sentado en una esquina, tocando discretamente un instrumento de cuerda.

El mismo Adnár la ayudó a quitarse la capa y la acompañó a la mesa redonda. Allí un ayudante se inclinó para quitarle los zapatos. Era la costumbre, tanto en las comunidades seglares como en las eclesiásticas, quitarse los zapatos o las sandalias antes de sentarse a un festejo.

Estaba Olcán y también Torcán. Ambos jóvenes la saludaron con tanta efusividad que parecía que cada uno quisiera ser más que el otro. Tan sólo el hermano Febal se quedó callado, con la mirada baja, con una actitud casi hosca. Fidelma intentó no exteriorizar la aversión que le producía. Debía de tener la mente abierta. Sin embargo, si lo que había afirmado sor Lerben era cierto, era un hombre malvado y amargado.

Olcán inició la conversación.

– ¿Cómo van vuestras investigaciones? ¿Me ha parecido entender que habéis interrogado al hermano Febal? ¿Acaso es él el terrible asesino y el degollador de mujeres?

El hermano Febal no participó de la broma.

Fidelma les respondió con gravedad.

– Tendremos que esperar hasta que la investigación esté completada para emitir juicios.

Adnár arqueó las cejas, jocosamente sorprendido.

– ¡Que el cielo nos caiga sobre las cabezas! En verdad creo que sospecha de vos, Febal.

El hermano Febal se encogió de hombros.

– No tengo nada que temer a la verdad.

En el rostro pálido de Olcán se esbozó una sonrisa burlona y señaló la mesa.

– Bueno, tengo miedo de morir de inanición si no empezamos. Sor Fidelma, ¿nos haréis el honor de decir el Gratias como es costumbre?

Fidelma inclinó la cabeza.

– Benedic nobis, Domine Deus, et omnibus donis Tuis quae ex lorgia…

Entonó la oración ritual y empezaron a comer. Los criados se acercaron para servir el vino y pasar las bandejas. A Fidelma le sorprendió ver que Adnár no sólo había dispuesto un cuchillo para cada persona, pues se comía con un cuchillo en la mano derecha y se usaban los dedos de la izquierda solamente, sino que cada comensal tenía una lámhbrat limpia, o servilleta, que por lo general se colocaba sobre las rodillas mientras se comía y, al final de la comida, se utilizaba para limpiarse las manos. Tal refinamiento sólo solía encontrarse en las mesas de los reyes y obispos. Estaba claro que Adnár tenía pretensiones sociales al disponer la mesa para el festejo.

– Por favor, empezad, Fidelma. ¿Preferís vino o aguamiel?

Unas copas de plata estaban llenas de vino tinto importado, pero también había sobre la mesa jarras con aguamiel. Fidelma vio que el hermano Febal tomaba aguamiel. Había varios platos para elegir: carne de buey, cordero y venado. También había platos de pescado, huevos de oca y un plato de ron o carne de foca. Era un plato que había sido muy popular, pero que ahora tomaba poca gente. Existía la historia de una familia del oeste del país que una vez se había transformado en focas por culpa de un druida, y ahora nadie quería comer carne de foca por si se comían a sus propios parientes.

Fidelma se sirvió algo de venado cocinado con ajo salvaje, pasteles de cebada y chirivía.

– En serio -dijo Adnár-, ¿cómo va vuestra investigación? ¿Habéis descubierto la identidad del cadáver decapitado?

– No con seguridad -contestó Fidelma, sorbiendo del vino.

La mirada de Torcán era escrutadora.

– ¿Eso quiere decir que sospecháis de alguien?

Fidelma hizo ver que tenía la boca demasiado llena para contestar.

– Bueno, yo sé quién creo que lo hizo -murmuró el hermano Febal.

Olcán, de rostro cetrino, señaló con su cuchillo hacia Febal.

– Eso ya se lo habéis hecho saber a sor Fidelma. Ciertamente la abadesa Draigen no es una persona que os inspire afecto.

– Se lo inspira a su hija -observó Fidelma.

El hermano Febal cazó inmediatamente aquella inflexión.

– ¿Así que habéis estado hablando con Lerben? -preguntó imperturbable-. Bueno, no es más que una rama del mismo árbol que su madre. ¡Mentirosas, las dos!

– ¿No es acaso también rama del mismo árbol que su padre? -preguntó Fidelma con una expresión inocente.

– Si me ha acusado de… -empezó a decir, y se ruborizó con la ira.

– ¿De qué podría acusaros?

El hermano Febal negó con la cabeza.

– De nada. De nada. Simplemente, la mujer es una mentirosa compulsiva. Eso es todo.

– ¿Y vos seguís diciendo que su madre prefiere las mujeres a los hombres? ¿Os reafirmáis en esa acusación? ¿Y la acusación de una relación antinatural entre madre e hija?

– ¿No lo he dicho?

– Nadie en la abadía estaría de acuerdo con vos. Ni siquiera sor Brónach, cuyo nombre me disteis como testigo.

– Nadie en la abadía tiene narices para ir contra Draigen, especialmente Brónach. ¡Es una mártir hecha a sí misma!

Fidelma se dio cuenta de que Torcán miraba al hermano Febal con expresión curiosa. Fue Olcán el que cambió el tono tenso de la conversación.

– Personalmente, y por lo que parece, creo que el asesino es algún loco. Hay muchas historias de extraños hombres de la montaña que atacan por sorpresa y asesinan a la gente. ¿Qué persona en sus cabales decapitaría a un semejante?

– Entonces debéis de pensar que nuestros antepasados eran unos locos -comentó Torcán con tono serio, pero sonriendo-. Hace muchos años se consideraba esencial cortar la cabeza del enemigo muerto.

– Yo he oído antes esa antigua costumbre -observó Fidelma-. ¿Sabéis algo más al respecto?

El hijo del príncipe de los Uí Fidgenti eligió otro trozo de carne con su cuchillo e hizo un gesto afirmativo.

– Antaño era un código del guerrero. Los grandes guerreros, después de la batalla, cortaban las cabezas de los enemigos muertos para colgarlas de sus carros y conducirlas triunfantemente de vuelta a sus fortalezas. ¿No fue el héroe Conall Cearnach quien juró no volver a dormir a menos que pudiera hacer eso con la cabeza de un enemigo bajo su pie?

– ¿Por qué lo harían? -preguntó Olcán-. ¿Cortar la cabeza de sus enemigos? Ya era mucho sobrevivir a una batalla para tener que perder el tiempo con un ejercicio tan inútil.

Fidelma le contestó.

– Antiguamente, antes de la llegada de la fe, se creía que el alma de una persona se encontraba en el interior de la cabeza. La cabeza era el centro del intelecto y del razonamiento. ¿Qué otra cosa podía producir tales pensamientos sino el alma? Cuando el cuerpo moría, el alma permanecía hasta que viajaba al Otro Mundo. ¿No es así, hermano Febal?

El hermano Febal se sorprendió al ver que se dirigía a él con un tono aparentemente amigable, y asintió con renuencia.

– Ésa era la creencia, eso tengo entendido. Hasta hace poco, una señal de respeto y afecto entre nosotros era poner la cabeza en el pecho de una persona para saludarla.

– ¿Pero por qué los guerreros separaban la cabeza del cuerpo de sus enemigos? -insistió Olcán.

– Era -explicó Torcán- porque los antiguos guerreros creían que si las cabezas de sus enemigos se separaban del cuerpo, capturarían su alma. Si su enemigo era un gran guerrero, un gran campeón, les traspasaría algo de esa grandeza.

– Una idea primitiva -murmuró Olcán.

– Quizá -admitió Torcán-. A pesar de las historias de los santos y de la nueva fe, habría que escuchar las de nuestros antiguos héroes, como Cúchullain, que entró en Dún Dealg con centenares de cabezas adornando su carro.

Adnár amonestó a sus huéspedes.

– Ésta no es en absoluto una conversación adecuada en presencia de una mujer.

– Era una práctica en la que incluso participaban nuestras grandes guerreras -señaló Torcán, sin hacer caso de la sugerencia que le había dado Adnár.

– Parece que sabéis mucho al respecto -observó Fidelma-. Decidme, Torcán, ¿se separaría incluso la cabeza de alguien que, por ejemplo, hubiera sido un asesino?

A Torcán le sorprendió la pregunta.

– ¿Por qué preguntáis eso?

– Por curiosidad.

– Antiguamente no importaba siempre que la persona se considerara un gran guerrero, campeón o jefe de su gente.

– Así, si alguien, influenciado por las antiguas costumbres, se encontrara con su enemigo, y considerara a su enemigo un asesino, ¿podría cortarle la cabeza como símbolo?

Olcán esbozó una sonrisa.

– Empiezo a entender adónde se dirigen las preguntas de la buena hermana.

El hermano Febal resopló indignado y metió su nariz en la jarra de aguamiel.

Torcán estaba preocupado.

– Es más de lo que sé -admitió-. Pero en respuesta a vuestra pregunta, sí es posible. ¿Por qué lo preguntáis?

– Lo pregunta porque sospecha que el cadáver decapitado y el de sor Síomha pueden haber sido víctimas de algún antiguo antepasado cazador de cabezas nuestro -comentó despectivamente el hermano Febal.

Fidelma estaba tranquila y no mordió el anzuelo.

– No exactamente, Febal. Sin embargo, está claro que los asesinos, quienesquiera que sean, le ponen simbolismo a los métodos de matar.

Adnár se inclinaba sobre la mesa, interesado.

– ¿Qué simbolismo?

– Eso es lo que quiero averiguar -replicó Fidelma-. Está claro que el asesino quería que quien encontrara los cadáveres conociera y valorara ese simbolismo.

– ¿Queréis decir que el asesino en realidad os está dando las claves de los motivos e intenciones que tiene? -preguntó Olcán, asombrado.

– El asesino o la asesina -corrigió Fidelma con amabilidad-. Sí. Yo creo ahora que la forma en que se dejaron los cadáveres pretendía dar un mensaje para los que los encontraran.

El hermano Febal bajó la jarra de golpe.

– ¡Tonterías! Los asesinatos son fruto de una mente enferma. Y yo sé quién tiene la mente más enferma de esta península.

Adnár suspiró entristecido.

– No puedo argumentar en contra de esa evaluación. Tal vez esos símbolos, de los que habláis, sor Fidelma, no son más que un truco para despistaros en vuestras investigaciones. Alguna astucia para haceros seguir un camino que no lleva a ninguna parte.

Fidelma inclinó la cabeza considerando que era posible.

– Bien pudiera ser -admitió al cabo de un rato-. Pero conocer el simbolismo nos llevará, creo yo, al asesino, ya sea intencionado o no. Y os estoy muy en deuda, Torcán, por esa información respecto a la decapitación.

– ¡Ja! -sonrió satisfecho Olcán-. Creo, Torcán, que os habéis convertido en un sospechoso a ojos de la buena hermana. ¿No es así, sor Fidelma?

Fidelma no hizo caso del tono burlón.

– No -replicó Torcán, con ojos serios-. Yo creo que sor Fidelma sabe que si hubiera concebido una manera tan atroz de abandonar los cadáveres asesinados por la región, no hubiera empezado la charla sobre este simbolismo ni atraído la atención hacia mi persona.

Fidelma inclinó la cabeza en su dirección.

– Por otro lado -sonrió ella burlonamente-, bien pudiera ser que lo hicierais precisamente para despistarme.

Olcán se rió entre dientes y le dio una palmada a su amigo Torcán en el hombro.

– ¡Ya lo veis! Ahora tendréis que encontrar a un dálaigh que os defienda.

– ¡Tonterías! -exclamó Torcán con semblante preocupado-. Yo ni siquiera estaba aquí cuando se cometió el primer asesinato del que estabais hablando…

Se contuvo y sonrió avergonzado al darse cuenta de que era el blanco del humor de su amigo.

– Olcán tiene un extraño sentido del humor -se disculpó Adnár-. Estoy seguro de que Fidelma no habla en serio cuando dice que podríais ser el culpable.

– Yo no creo ni siquiera que mencionara tal idea primero -dijo con evasivas-. Simplemente respondía al argumento hipotético de Torcán. La última persona a quien diría que es sospechoso o sospechosa sería a ella misma… a menos que tuviera alguna intención.

– Bien dicho -dijo Adnár, sin hacer caso a la última frase-. Acabemos con esta conversación morbosa de cadáveres y asesinatos.

– Lo siento -admitió Fidelma-. Pero los cadáveres y el asesinato son, por desgracia, parte de mi trabajo. Sin embargo, estoy en deuda con Torcán por sus conocimientos. Su información sobre las antiguas costumbres ha sido de lo más útil.

Torcán negaba con modestia.

– Me interesan los antiguos códigos y usos guerreros del combate, pero eso es todo.

– Ah. Yo creía que sentíais fascinación por nuestra historia y nuestros antiguos anales -preguntó Fidelma.

– ¿Yo? No. Eso Olcán y Adnár, a quienes gusta bucear en los libros antiguos. Yo no. No os equivoquéis por lo que he hablado de los antiguos códigos guerreros. Eso se nos enseña como parte de nuestra educación de guerreros.

Por un momento Fidelma se preguntó si seguir en esa dirección preguntando a Torcán por qué había pedido que la biblioteca de la abadía le enviara una copia de los anales de Clonmacnoise. Sin embargo, antes de que pudiera continuar, el hermano Febal intervino.

– He visto que Ross y su barco han regresado.

Todos se habían dado cuenta de la presencia de la vela del barco de Ross en la bahía aquella tarde. No había necesidad de comentarlo.

Olcán se estaba sirviendo más vino. Se ruborizó y pareció que bebía con gran sed.

– Me han dicho que ese barco fue visto en la isla de Dóirse, costa abajo -continuó el hermano Febal.

Esta vez no pudo rechazar la invitación obvia a responder. Fidelma ocultó su preocupación ante la excelente comunicación que observó reinaba entre la gente de Gulban.

– Creo que Ross comercia regularmente a lo largo de la costa -respondió.

– Yo creía que hay poco que comerciar en Dóirse. Es una isla desolada a la merced de los vientos -observó Adnár.

– No conozco las condiciones del comercio a lo largo de esta costa -respondió Fidelma.

Algunos criados entraron para retirar los platos y presentaron otros nuevos de postre con manzanas, miel y frutos secos variados.

– Hacemos buen negocio con el cobre de nuestras minas -dijo Olcán mientras se servía más vino.

Fidelma tenía intención de examinar el plato de frutos secos, pero tuvo la impresión de que Torcán la miraba intentando escrutar sus reacciones.

– He oído que hay muchas minas de cobre en este distrito. -Era mejor ceñirse a la verdad en lo que fuera posible-. ¿Comerciáis mucho con el extranjero?

– Vienen a menudo barcos galos con vino y se llevan cobre -respondió Adnár.

Fidelma levantó su copa como si fuera a brindar.

– Parece un buen intercambio -dijo sonriendo-. A juzgar por este vino.

Adnár desvió cualquier otra pregunta ofreciéndole más.

– ¿Cómo está vuestro hermano, nuestro rey? -preguntó Torcán de repente.

Al momento Fidelma sintió una nueva tensión en la mesa. De súbito se encontró en guardia preguntándose si las historias que Ross había oído eran ciertas. Se había estado preguntando cómo sacar ese tema sin levantar sospechas. Debía tener cuidado.

– ¿Mi hermano Colgú? No lo he visto desde el juicio en Ros Ailithir.

– Ah, sí, mi padre estuvo allí -replicó Olcán cogiendo una manzana.

– El mío también -añadió Torcán con frialdad-. Tengo entendido que Colgú tiene grandes planes para Muman.

Fidelma se mostró desdeñosa.

– Sólo he visto a mi hermano una vez desde que se convirtió en rey de Cashel -dijo-. Mi comunidad está en Kildare, en la casa de santa Brígida. No me han interesado mucho los asuntos de Muman.

– Ah -dijo Torcán con un suave respiro.

Olcán le lanzó una mirada turbia.

– ¿Pero estabais en Ros Ailithir cuando en la asamblea de los Loígde se rechazaron las reclamaciones de mi padre para ser jefe y se aclamó a Bran Finn Mael Ochtraighe?

Fidelma admitió que así había sido.

– Eso preocupó mucho a mi padre. Lo sabéis todo de Bran Finn, por supuesto.

Fidelma se dio cuenta de que los demás estaban incómodos.

– ¿Quién no? -respondió la muchacha-. Tiene reputación de poeta y guerrero.

– Mi padre, Gulban, cree que es un usurpador.

– ¡Olcán! -Torcán se giró con una mirada de advertencia al joven al que claramente el vino había afectado.

– Espero que demuestre ser mejor jefe que Salbach -añadió Fidelma.

Vio que Adnár lanzaba una mirada de advertencia a Torcán, asintiendo con la cabeza en dirección a Olcán, y luego se giraba y sonreía a Fidelma.

– Estoy seguro de que lo será -le aseguró el jefe de Dún Boí-. Tiene con él los buenos deseos de la gente, al igual que vuestro hermano Colgú. ¿No es así, Torcán?

– No, según mi padre, Gulban -murmuró Olcán.

– No le hagáis caso, sor Fidelma -dijo Torcán-. Es cosa del vino.

– Por supuesto -dijo Fidelma con tono grave, pero las palabras del antiguo proverbio romano le vinieron a la mente: In vino veritas, la verdad está en el vino.

Torcán levantó la cabeza.

– Sin duda, esperamos ir pronto a Cashel a ofrecer nuestra fidelidad a Colgú en persona.

De repente Olcán farfulló dentro de su copa, y se echó por encima algo del contenido. Empezó a toser con fuerza.

– Algo, algo… se me ha ido por el otro lado -dijo, mirando avergonzado a su alrededor.

Torcán, frunciendo el ceño, le acercó un poco de agua para beber.

– Es evidente que habéis bebido demasiado vino esta noche -le reprendió secamente.

Pero Fidelma ya se levantaba, al darse cuenta de lo avanzado de la hora.

– Es casi medianoche. He de regresar a la abadía.

– ¿Debéis marcharos? -Torcán era la amabilidad personificada-. Adnár se enorgullece de sus músicos y todavía tenemos que escucharlos.

– Gracias, pero he de regresar.

Adnár hizo señal a un criado para que se adelantara y le susurró unas instrucciones.

– He ordenado que el bote os lleve de regreso. Tal vez en otra ocasión podáis venir a escuchar tranquilamente a mis músicos.

– Así será -respondió Fidelma cuando un ayudante le trajo los zapatos y la ayudó a abrocharse la capa en los hombros.

Cuando la embarcación se iba alejando del muelle de Dún Boí adentrándose en la oscuridad de la noche, Fidelma se sintió aliviada de estar fuera de las murallas oscuras de la fortaleza. Tenía la sensación de haber pasado por el filo de un cuchillo entre la seguridad y el extremo peligro.

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