Habían descendido hasta el muelle para recibir a los recién llegados. Fidelma y Eadulf, la abadesa Draigen y sor Lerben, a quien Draigen había confirmado en su puesto de rechtaire de la abadía a pesar del consejo de Fidelma. Se quedaron observando el bote procedente del barc de Ross mientras era amarrado al embarcadero.
Ross se acercó acompañado de un hombre alto, de cabello plateado y aspecto imponente. Este anciano todavía era guapo y de aspecto enérgico a pesar de los años que aparentaba. Llevaba una cadena de oro, propia de su cargo, encima de la capa. Si su aspecto físico no lo distinguía bastante, la cadena proclamaba que se trataba de un hombre de posición.
Ross sonrió aliviado cuando vio a Fidelma entre el grupo que los recibía. Primero la saludó a ella, olvidándose del protocolo y sin hacer caso a la abadesa Draigen.
– Gracias a Dios que estáis a salvo y bien, hermana. He pasado varias noches sin dormir desde que os dejé -dijo sonriendo para saludar al hermano Eadulf.
Fidelma le devolvió el saludo.
– Estamos bien y a salvo, Ross -contestó Fidelma.
– Deo adjuvante! -murmuró el anciano-. Deo adjuvante! Vuestro hermano nunca me hubiera perdonado si os hubiera pasado algo.
Ross contestó la pregunta que adivinó en los ojos de Fidelma.
– Es Beccan, jefe brehon y juez del clan Loígde.
El anciano brehon tendió ambas manos hacia Fidelma con expresión grave, pero había humor en sus ojos.
– ¡Sor Fidelma! He oído hablar mucho de vos. Me han pedido que asista en lugar de Bran Finn, jefe del clan Loígde, para juzgar quién es culpable y de qué crímenes en relación con esta traición.
Fidelma saludó al brehon. Había supuesto que Bran Finn enviaría a su principal oficial legal para presidir el juicio. Presentó a Eadulf.
Beccan era solemne.
– Si no hubiera otro crimen, hermano, aparte de reteneros en cautividad, este asunto ya sería grave. La violación de las leyes de la hospitalidad con los forasteros de nuestro reino nos concierne a todos, desde al Rey Supremo hasta al más humilde. Por ello os pido perdón y os prometo que se os compensará.
– La única compensación que requiero -contestó Eadulf, con la misma solemnidad- es ver que se hace justicia y que la verdad prevalece.
– Bien dicho, sajón -contestó Beccan, algo sorprendido por la fluidez con que Eadulf hablaba su idioma-. Lo que decís proclama que habéis estudiado en nuestras escuelas. Habláis muy bien nuestra lengua.
– Estuve varios años estudiando en Durrow y en Tuam Brecain -explicó Eadulf.
La abadesa Draigen intervino, ofendida, porque no le habían hecho caso. En circunstancias normales, el protocolo exigía que ella tenía que haber sido la primera en saludar al brehon.
– Me alegro de que hayáis venido, Beccan. Hay mucho que aclarar aquí. Desgraciadamente, esta joven dálaigh enviada por Brocc no parece capaz de resolver estos misterios.
Beccan alzó las cejas interrogante.
– Ésta es la abadesa de la comunidad -la presentó Fidelma- y ésta su rechtaire.
El brehon las saludó con gravedad, sin hacer caso del disgusto que mostraba la cara de Draigen.
– Venid, abadesa, caminad conmigo. Traed a vuestra joven administradora y discutiremos lo que hay que hacer.
Inclinó la cabeza con una media sonrisa dirigida a Fidelma y haciendo pasar a la abadesa y a su acompañante.
– Es un hombre astuto -observó Ross-. Sabe que necesitamos tiempo para hablar sin que Draigen nos oiga -hizo una pausa y meneó la cabeza-. De verdad que temía por vuestra vida, Fidelma. Pensaba que os podríais ver envuelta en la insurrección.
– ¿Qué noticias hay de eso? ¿Qué ha sucedido? -preguntó Fidelma con ansiedad.
– Me fui de aquí hacia Ros Ailithir con sor Comnat. Estábamos a sólo medio día de navegación de aquí cuando, con gran fortuna, encontramos un barco de guerra leal de los Loígde. El capitán, a quien yo conocía, decidió él mismo navegar directamente a las minas de cobre de Gulban. Nosotros continuamos hasta Ros Ailithir y buscamos al abad Brocc y Bran Finn, quien inmediatamente reunió a su clan y envió unos mensajeros a vuestro hermano en Cashel. Bran me puso un barco de guerra de escolta y, junto con el brehon, navegamos de regreso aquí lo más rápido que pudimos. Sor Comnat también ha insistido en regresar.
– ¿Ha habido algún ataque contra Cashel? -preguntó Eadulf, sabedor de lo ansiosa que estaba Fidelma con respecto a la suerte de su hermano.
– No lo sabemos -respondió Ross-. Beccan ha recibido instrucciones de recluir a Adnár y a cualquiera que pueda apoyar a Gulban. Protegerá la abadía hasta que sepa algo más de Bran Finn. Tan pronto como tengamos noticias de Cashel, Beccan juzgará el asunto de las muertes de la abadía.
Fidelma se quedó un momento pensativa.
– Eso me va bien, Ross -admitió Fidelma-. De hecho, la demora es una ayuda, pues hay algunos puntos que quisiera aclarar antes de presentar mi caso. ¿Pero estamos aquí seguros de los hombres de Gulban?
Ross señaló en silencio el barco de guerra de Cashel en la bahía.
– Hay bastante garantía -gruñó Eadulf. Luego entornó los ojos-. Y aquí viene el jefe local, Adnár, para presentarse al brehon.
Un bote salía del embarcadero de Dún Boí y atravesaba las aguas. En la popa se veía sentada la figura con cabello negro de Adnár.
– Creo que me gustaría subir a vuestro barc y hablar con sor Comnat -dijo Fidelma, que en realidad no tenía muchas ganas de volver a enfrentarse a Adnár en aquel momento.
Ross ayudó inmediatamente a Fidelma a subir a su bote, seguida de Eadulf, y consiguieron partir antes de que la barca de Adnár llegara al muelle.
Encontraron a sor Comnat en el camarote del barc de Ross. Aunque su rostro todavía se veía tenso, parecía encontrarse en un estado de salud mucho mejor que cuando Fidelma la había visto por última vez.
– ¿Va todo bien? -preguntó sor Comnat casi inmediatamente, cuando Fidelma y Eadulf entraron en el camarote.
– Al parecer eso no lo sabremos hasta dentro de uno o dos días, hermana -respondió Fidelma-. Sin embargo, Torcán de los Uí Fidgenti se puede añadir a la lista de muertes de la abadía.
– ¿El hijo de Eoganán de los Uí Fidgenti? ¿Ha estado en la abadía? -preguntó la anciana alarmada.
Fidelma se sentó en un lado de la litera y le hizo un gesto a sor Comnat para que volviera a sentarse.
– ¿Mencionasteis que lo visteis entrenando a los hombres de Gulban cuando os capturaron con sor Almu?
– Sí.
– El hermano Eadulf lo ha identificado como el joven jefe que estaba al cargo de las minas.
– Sí. Estaba en las minas de cobre.
– Decidme, sor Comnat, vos que sois buena estudiosa, ¿conocéis el significado de la palabra «Torcán»?
Sor Comnat estaba perpleja.
– ¿Qué tiene eso que ver?
– Disculpadme.
– Bueno, dejadme ver… Derivaría de torcc, que significa jabalí.
– Me explicasteis que sor Almu os había dicho algo antes de escapar y que vos no entendisteis, ¿no es así?
– Sí. Dijo… -Su voz se fue apagando al darse cuenta de la conexión-. Quizá no entendí bien el comentario. Almu dijo algo respecto a un jabalí, o eso creí yo… ¿Queréis decir que fue Torcán el que ayudó a escapar a Almu y luego la mató? ¿Pero por qué? No tiene sentido.
– Dijisteis que sor Almu era amiga de Síomha, ¿no es así?
Sor Comnat asintió con la cabeza.
– Eran muy buenas amigas.
– Si Almu hubiera conseguido llegar a la abadía a salvo, hubiera ido en busca de Síomha, tal vez, antes incluso de hablar, digamos, con la abadesa Draigen, ¿no es así?
– Tal vez.
– Permitidme que regrese al día en que el viejo mendigo vino a venderos una copia de la obra del Rey Supremo Cormac, Teagasg Rí. ¿Lo recordáis?
Sor Comnat estaba desconcertada. Le hubiera gustado preguntar por qué Fidelma saltaba de un tema a otro, pero percibió un resplandor en los ojos de la joven.
– Sí -respondió-. Fue la semana anterior a que sor Almu y yo nos fuéramos hacia Ard Fhearta.
– ¿El mendigo fue directamente a la biblioteca?
– No. Se reunió con la abadesa y le dio el libro a ella. La abadesa entonces me mandó llamar y me preguntó si valía la pena comprarlo. La abadesa tiene muchas dotes pero el oficio de bibliotecario y el conocimiento de los libros no es lo suyo. Yo vi que era una buena copia.
– ¿No había páginas cortadas o dañadas en esa copia?
– No. Estaba en excelentes condiciones para ser un libro tan antiguo. Tenía un valor adicional. Al final había añadida una breve biografía del Rey Supremo. Así que yo estuve de acuerdo en que la abadía lo comprara o lo trocara por comida con el anciano.
– Entiendo. ¿Se quedó la abadesa con el libro?
– No, me hice cargo yo de él y lo traje directamente a la biblioteca. Pedí a sor Almu que lo examinara y lo catalogara.
– ¿Sor Almu era competente a pesar de que fuera tan joven?
– Muy competente. Escribía muy bien y sabía griego, latín y hebreo.
– ¿Sabía ogham y la lengua de los Féine?
– Por supuesto. Se la había enseñado yo misma. Tenía una mente despierta. No se dedicaba mucho a la propagación de la fe, pero tenía una actitud muy entusiasta respecto a los libros y le gustaban mucho las crónicas antiguas.
– ¿Así que sor Almu examinó el libro?
– Así es.
– ¿Si hubiera encontrado algo de importancia en ese libro, a quién se lo hubiera comentado?
Sor Comnat frunció ligeramente el ceño.
– Yo soy la bibliotecaria.
– Pero -Fidelma eligió con cuidado las palabras-, y al decir esto no os quisiera molestar, ¿pudiera ser que, como amiga, se lo confiara a sor Síomha?
– Es posible. No entiendo por qué habría de hacerlo.
Fidelma se levantó de repente y sonrió.
– No os preocupéis, sor Comnat. Creo que empiezo a entenderlo todo ahora.
Fuera, en la cubierta, Fidelma preguntó a Ross si uno de sus marineros podía llevarlos remando directamente a la fortaleza de Adnár. Mientras iban de camino, Eadulf confesó su total perplejidad a pesar de que Fidelma había comentado todos los acontecimientos sucedidos desde que ella había llegado a la abadía de El Salmón de los Tres Pozos. Eadulf ya conocía la expresión vacía de Fidelma. Conocía el significado de aquellos rasgos tranquilos. Cuanto más cerca estaba Fidelma de su presa, más reacia era a revelar lo que tenía en su mente.
Pero le puso una mano en el hombro para tranquilizarlo.
– No podremos presentarnos en la vista judicial hasta que Beccan esté preparado -dijo-. Tenéis mucho tiempo para llegar a entenderlo todo.
– ¿Queréis decir que Almu y Síomha compartían algún secreto que Torcán buscaba? ¿Un secreto por el que las mató y nos hubiera matado?
– Tenéis una mente rápida, Eadulf -dijo Fidelma esbozando una sonrisa.
El bote ya había llegado al muelle de la fortaleza de Adnár. Un guerrero impedía la entrada al fuerte.
– Adnár se encuentra en la abadía, hermana. No está aquí.
– No deseo ver a Adnár. Sino a Olcán.
– Olcán es un prisionero. No tengo autoridad para permitiros verlo.
Fidelma frunció el ceño.
– Soy dálaigh de los tribunales. Aceptaréis mi autoridad.
El guerrero dudó y luego, al ver el ceño fruncido de la joven, decidió batirse en retirada.
– Por aquí, hermana -murmuró.
Olcán estaba encerrado en una celda en el sótano de la fortaleza. Estaba desaliñado y rabioso.
– ¡Hermana! ¿Qué está sucediendo? -preguntó, levantándose de golpe de un jergón de paja-. ¿Por qué me retienen en cautividad?
Fidelma esperó a que el soldado se hubiera retirado de la celda y hubiera cerrado la puerta; luego contestó al joven.
– ¿No os lo ha dicho Adnár?
El hijo de Gulban miró a Fidelma y luego a Eadulf y tendió las manos en señal de impotencia.
– Me acusa de conspiración.
– Vuestro padre Gulban ha conspirado con los Uí Fidgenti para derrocar a Colgú.
– ¿Mi padre? -preguntó Olcán con amargura-. Mi padre no me confía sus planes. ¿Acaso soy culpable de ser hijo de mi padre?
– No por esa razón, pero Adnár afirma que estáis involucrado en esta conspiración con Torcán. ¿Negáis saber algo de este complot? ¿Aunque vuestro amigo Torcán estuviera implicado en él?
El rostro de Olcán sólo mostraba rabia.
– Torcán era un huésped de mi padre. Fue por deseo de mi padre que lo acompañé a cazar y a pescar. Me pidió que le hiciera compañía y que fuera atento con él.
– ¿Por qué vinisteis a la abadía el otro día y me interrogasteis y luego fuisteis a ver a Odar en el barco galo y lo interrogasteis?
– Porque Torcán me pidió que lo hiciera.
La respuesta sorprendió a Fidelma.
– ¿Obedecéis a Torcán sin exigirle una explicación, como si fuerais un chico de los recados?
– No, no fue así. Torcán dijo que sospechaba que vos y Ross estabais tramando algo… Creía que habíais interferido en el derecho de Adnár con respecto al barco galo.
– ¿Y vos lo creísteis?
– Yo sabía que estaba pasando algo extraño en este lugar. Yo sabía que vos y Ross teníais algo que ver.
– ¿Queréis decir que no oísteis nada de la insurrección hasta que Adnár os encarceló?
– Desde luego. Yo estaba dormido en mi cama, ayer por la mañana, cuando Adnár y sus hombres me despertaron y me trajeron aquí. Luego vino él más tarde y me dijo que había matado a Torcán. Me dijo que mi padre, Torcán y Eoganán de los Uí Fidgenti estaban involucrados en un complot contra Cashel. Por el santo Cristo, hermana, a mí no me interesa el poder ni los príncipes. Yo no sabía nada.
Fidelma meneó la cabeza, maravillada.
– Vuestra historia es tan poco convincente, Olcán, que sólo puede ser verdad. Un conspirador, sin duda, un asesino, urdiría un cuento más elaborado.
Eadulf miró a Fidelma sorprendido. Él pensaba precisamente que la historia de Olcán lo hacía culpable.
– Fidelma -interrumpió-, sor Comnat nos ha dicho que la capital de Gulban era un campamento militar donde Torcán entrenaba a los hombres de Gulban. ¿Cómo puede ser que Olcán no tuviera conocimiento de ello?
– Hace meses que no veo a mi padre. No nos llevamos muy bien. Eso ya os lo he explicado.
– ¿Cuánto hace que sois huésped de Adnár? -preguntó Fidelma.
– Llegué aquí dos días antes que vos. Creo que ya os lo mencioné anteriormente.
– ¿Así que no estabais aquí cuando se encontró el cadáver sin cabeza en la abadía?
– No. Ya os lo dije.
– ¿Dónde estabais antes?
– Estuve de huésped del jefe del clan de Duibhne.
– ¿Cuánto tiempo?
– Durante tres meses.
– Sólo tenemos que enviar a alguien al jefe de los Duibhne para verificarlo.
– Hacedlo sin duda. No tengo nada que ocultar.
– ¿Cuándo regresasteis a Beara?
– Unos días antes de venir aquí. Me vine más o menos directo hacia aquí, sabiendo que la bienvenida que me ofrecería Adnár sería mejor que cualquiera que me dispensara mi padre. Ya ha adoptado a un primo mío como tánaiste, su heredero elegido. Yo no tengo ambiciones entre el clan de mi padre.
– ¿Entonces cómo pudo Gulban pediros que hicierais de huésped de Torcán? -preguntó Eadulf.
– Fue la mañana siguiente a la llegada de Fidelma aquí. Llegó Torcán con un mensaje escrito de mi padre, en el que me pedía que lo acompañara mientras cazaba en la zona. Mi padre sabía que mis preferencias están puestas más en la caza que en otras persecuciones. Es probable que todavía tenga el mensaje en mi equipaje.
– ¿Y no habéis oído hablar o conocido rumores de conspiración o insurrección?
– ¡Nada, os lo juro!
– ¿Cómo se enteró Adnár del complot contra Cashel? -insistió Eadulf.
– Supongo que se lo oyó a Torcán o a uno de sus hombres. No lo sé.
– Pero, él dijo… -empezó a decir Eadulf.
Se oyó un ruido en la puerta de la celda y el hermano Febal apareció en la entrada. Sus rasgos agradables denotaban ira.
– ¿Qué significa esto? ¿Qué derecho tenéis a estar aquí, hermana? -exigió al reconocer a Fidelma-. Este joven es prisionero de Adnár. Está acusado de conspirar contra Cashel.
– Tengo derecho a interrogarlo por mi rango y autoridad -replicó Fidelma con calma-. Deberíais saberlo, Febal.
– No puedo permitirlo sin la aprobación de Adnár.
– No tenéis que hacerlo. -Fidelma lanzó una mirada pensativa a Olcán-. He terminado con vos, Olcán. Pronto se verá este asunto ante el jefe brehon de los Loígde. Hasta entonces tendréis que soportar este nuevo hospedaje.
– ¡Pero soy inocente! -protestó Olcán.
– Entonces considerad esta desgracia como una prueba -dijo Fidelma sonriendo-. Séneca, en De Providentia, nos advirtió: Ignis aurum probat, miseria fortes viros. El fuego prueba el oro; la adversidad, a los hombres fuertes. Probad que sois fuerte.
Abandonó la celda seguida de Eadulf.
El hermano Febal salió tras ellos e hizo una señal al guardia para que cerrara la puerta.
– Tendré que informar de esto a Adnár.
– Todo el mundo en esta fortaleza es ahora responsable ante el barco de guerra de los Loígde, anclado en la bahía, y ante Beccan, el jefe juez de las Loígde, que actúa en representación de Bran Finn, vuestro jefe. Así que no es Adnár quien tiene que aprobar y desaprobar. En la vista descubriremos la verdad de estas tragedias.
El hermano Febal la miró con resentimiento.
– Nadie desea más que yo que llegue ese momento. Todo lo que he dicho respecto a Draigen saldrá a la luz.
Antes de que pudiera decir nada más, Fidelma había acompañado a Eadulf en dirección al pequeño embarcadero situado en el exterior de la fortaleza. Sorprendió a Eadulf cuando le dijo al barquero que los llevara otra vez al mercante galo y una vez allí pidió a Odar que fuera con ellos.
– Quiero que me llevéis a ver a ese granjero que os proporcionó los caballos -le dijo.
– ¿Barr?
– Sí, ése es el hombre. ¿Está lejos de aquí?
– Un trecho a pie por las montañas, pero se recorre fácilmente si no nos paramos -respondió el marinero.
Barr era un hombre pequeño y corpulento con una barba castaña frondosa y daba la impresión de que no se lavaba nunca. Su ropa estaba tan sucia como su cara. Estaba cavando un pedazo de tierra cuando llegaron.
Los miró con sus ojitos oscuros en la cara redonda, y Fidelma pensó entonces que un cerdo resultaría más bello que él.
– Odar -saludó el granjero con voz áspera-, si venís para negociar otra vez los caballos, los he vendido. El cuirm es un consuelo mejor que los caballos en este frío invierno.
– No hemos venido por lo caballos, Barr -afirmó Fidelma.
El hombre esperó con mirada interrogante.
– ¿Habéis encontrado ya a vuestra hija?
El hombre soltó una risotada.
– Yo no tengo hija. Qué…
Abrió bien los ojos y se ruborizó por completo, con aspecto culpable. Desde luego, Barr no era un buen mentiroso.
– ¿Por qué dijisteis a la abadesa que vuestra hija había desaparecido?
Barr estaba confundido.
– ¿Os dijeron que fuerais a la abadía, no?
– No había nada malo en ello -protestó el granjero-. El joven me pidió que fuera a ver un cadáver, haciendo ver que mi hija había desaparecido y que yo quería identificarla.
– Por supuesto. ¿Os ofreció dinero?
– El suficiente para comprar tres buenos caballos. -El granjero hizo una mueca-. Veis, hice negocio con él, ansiaba que le hiciera el favor.
– ¿Y exactamente qué se suponía que teníais que hacer?
– Simplemente mirar el cadáver, muy detenidamente, y presentarle al joven una descripción.
– ¿Una descripción? -insistió Fidelma-. ¿Y eso es todo?
– Sí. Fue un dinero fácil.
– Conseguido mintiendo a la abadesa y a su comunidad -indicó Fidelma-. ¿Habíais visto a ese joven anteriormente?
– No. Sólo cuando se quedó una noche esperando a la mujer.
– ¿Se quedó una noche? ¿Esperando a qué mujer?
– Se suponía que tenía que encontrarse con una mujer en mi granja. Ella no apareció. A la mañana siguiente se fue, pero regresó al día siguiente y entonces hicimos el negocio.
– ¿Podéis describirlo?
– Tranquilo. Tenía criados. Oí a uno de ellos que lo llamaba por su nombre. Era lord Torcán.
Dos días después, justo cuando las integrantes de la comunidad de la abadía de El Salmón de los Tres Pozos salían del refectorio después de la primera comida del día, llegó otro barco de guerra a la bahía y se colocó junto al barc de Ross, el mercante galo y el barco de guerra de los Loígde. También llevaba las banderas de los Loígde y de Cashel ondeando en los mástiles.
Fidelma y Eadulf siguieron de cerca a la abadesa Draigen, a Beccan y a Ross; todos descendieron hasta el muelle y contemplaron que partía una barquita del barco recién llegado. Vieron a un joven marinero muy musculoso que cogía los remos, mientras un religioso envuelto en una capa se sentaba junto a un delgado guerrero en la popa. Cuando el bote alcanzó el embarcadero, el ágil guerrero saltó a tierra el primero mientras que al religioso le ayudó a bajar el marinero.
El guerrero se acercó a Beccan, a quien claramente reconoció, y lo saludó.
– Éste es Máil de los Loígde -lo presentó Beccan.
Pero se quedó indeciso mientras el compañero del guerrero, un joven con cara de querubín vestido como hermano de la fe, llegó y saludó a todos con un gesto general. El joven monje tenía un aspecto agradable. A pesar de sus mejillas coloradas y rasgos suaves infantiles, había algo en él que le proporcionaba un aura de mando.
– Soy el hermano Cillín de Mullach -anunció.
Máil, el guerrero, decidió obviamente que se necesitaba una presentación más completa.
– El hermano Cillín acaba de servir en Ros Ailithir. El abad Brocc y Bran Finn lo han enviado a este lugar después de oír cómo estaban las cosas.
El hermano Cillín los contempló con solemnidad.
– En efecto, me han puesto al cargo de todos los religiosos de esta península.
Sor Draigen emitió un grito sofocado. Cillín lo oyó y sonrió, mientras parpadeaba mirando en dirección a la abadesa.
– La tarea que me ha encomendado el abad Brocc es reorganizar a los religiosos e intentar que regresen a los caminos de la fe y de la obediencia. Me quedaré aquí uno o dos días y luego me dirigiré hacia el norte, a la capital de Gulban.
Fidelma se fijó en la expresión de la abadesa. Estaba claro que no recibiría a Cillín amistosamente.
– Hermano Cillín -dijo Fidelma adelantándose y saludando al monje-. ¿Tenéis alguna noticia de Ros Ailithir?
– Sin duda, hermana. Sin duda. Eoganán y sus rebeldes se han movido. ¿No os habéis enterado?
El corazón de Fidelma estaba desbordado por la ansiedad.
– ¿Queréis decir que en realidad Eoganán se ha alzado contra Cashel? ¿Qué noticias tenéis de mi hermano, Colgú? -preguntó sin aparentar estar demasiado ansiosa.
– No temáis -respondió rápidamente Máil, el guerrero-. Colgú está a salvo en Cashel. La insurrección ha terminado. Es más, terminó antes de comenzar.
– ¿Tenéis detalles? -preguntó Beccan.
Fidelma estaba demasiado aliviada para poder hablar.
– Parece que Colgú ordenó a sus guerreros que atacaran a Eoganán y a los Uí Fidgenti antes de que estuvieran preparados. La insurrección estaba planeada para la primavera, cuando el terreno estaría más duro y podrían mover las máquinas francas que Gulban había adquirido. El clan Arada condujo el ataque directamente al territorio de los Uí Fidgenti.
– Continuad -insistió Fidelma. Sabía que el clan de los Arada Cliach ocupaba un territorio hacia el oeste de Cashel, situado entre la antigua capital y las tierras de los Uí Fidgenti. Era un pueblo conocido por la equitación pues, en la antigüedad, habían sido famosos en los cinco reinos como aurigas.
Máil continuó hablando, obviamente a gusto en su papel de informador.
– Eoganán vio que no podía esperar la ayuda que estaba esperando procedente de Gulban y que tenía que reunir a sus hombres del clan para que lo defendieran. Los dos ejércitos se encontraron a los pies de la colina de Áine.
Fidelma conocía la colina de Áine. Era una colina baja y aislada donde había una antigua fortaleza, y que dominaba las llanuras que la rodeaban. Se decía que era el trono de la diosa cuyo nombre portaba.
– Hubo pocas bajas…
– Deo gratias! -intervino Beccan.
– Los Arada y Cashel resultaron victoriosos. Los Uí Fidgenti huyeron del campo dejando, entre muchos otros muertos rebeldes, a Eoganán, su príncipe. Ahora Cashel está a salvo. Vuestro hermano está bien.
Fidelma se quedó en silencio un buen rato, con la cabeza inclinada.
– ¿Y qué noticias hay de Gulban y sus mercenarios francos? -preguntó Eadulf.
Esta vez respondió el joven monje Cillín.
– Uno de nuestros barcos de guerra ya había sido alertado por Ross hace algunos días y se dirigió directamente a las minas de cobre de Gulban, justo cuando Gulban personalmente mandaba poner en movimiento esas máquinas de destrucción. ¿Cómo se llaman? ¿Tormenta? Los guerreros Loígde atacaron antes de que Gulban pudiera organizar una defensa y se prendió fuego a todas sus máquinas. Los francos que no murieron fueron capturados. Allí había algunos prisioneros galos y se les ha soltado.
– ¿Y cuándo sucedió eso? -preguntó Fidelma.
– Hace cuatro días -contestó Máil frunciendo el ceño-. ¿Por qué es tan importante saber las fechas exactas? ¿Os habéis puesto a escribir una crónica, hermana?
– ¿Una crónica? -Fidelma se rió irónicamente divertida, haciendo que los otros se la quedaran mirando sorprendidos-. Ah, amigo mío, estáis tan cerca de la verdad… ¿Cuatro días? -Fidelma estaba satisfecha-. Entonces, creo, Beccan -se giró hacia el anciano juez-, que no tenemos que demorarnos más. Estoy preparada para defender un caso para identificar a la persona responsable de las terribles muertes ocurridas en esta abadía, en cuanto lo deseéis.
– ¿Qué? -dijo la abadesa Draigen-. ¿Seguro que ya está todo aclarado? Fue el hijo de Eoganán el responsable; Torcán de los Uí Fidgenti. Seguro que Beccan está de acuerdo…
– ¿Está Torcán, el hijo de Eoganán, aquí? -interrumpió Máil, con rostro impaciente, dirigiéndose a la abadesa-. Tengo órdenes, de llevarlo a Cashel. Hay que encarcelarlo por su implicación en la conspiración de su padre.
– No, está muerto -explicó Fidelma-. Adnár, el jefe local, mató a Torcán cuando éste intentaba matarme.
Olcán, el hijo de Gulban, también está aquí, retenido como prisionero por Adnár, por formar parte de la insurrección.
– Entiendo -dijo Máil, mostrando claramente que aquellos acontecimientos se le escapaban.
– Lo entenderéis todo -dijo Fidelma sonriendo-. Al menos, eso espero, cuando exponga el caso ante Beccan. Ahora estoy preparada para hacerlo.
– Muy bien -accedió el anciano juez-. Reuniremos un tribunal en los edificios de la abadía esta tarde. Haced una lista de todos aquellos que queréis que estén presentes, hermana, y nos encargaremos de que asistan.