Capítulo IX

Sor Fidelma estaba despierta incluso antes de que la voz tensa atravesara la oscuridad. Su sueño se había visto perturbado por el ruido del picaporte de la pequeña puerta de su habitación al girar, y su mente, alerta ante posibles peligros, hizo que se despertara en un instante. Había una sombra en el vano de la puerta. Todavía era de noche y tan sólo la luz etérea de la luna iluminaba el espacio. Hacía un frío intenso y su aliento iba formando nubecillas, mientras ella se incorporó bajo la pálida luz azul que lo bañaba todo.

– ¡Sor Fidelma! -La figura alta de una religiosa emitió ese grito con voz casi nerviosa.

Fidelma la reconoció, a pesar del tono anormal. Era la abadesa Draigen.

Fidelma se sentó inmediatamente en la cama y alcanzó el pedernal y la yesca para encender una vela de sebo.

– ¿Madre abadesa? ¿Qué pasa?

– Tenéis que venir conmigo inmediatamente. -La voz de Draigen se quebraba con mal disimulada emoción.

Fidelma consiguió encender la vela y se volvió hacia la figura. La abadesa estaba vestida del todo, y su rostro, incluso bajo el resplandor amarillento de la luz del candil, parecía pálido y denotaba horror.

– ¿Ha sucedido algo?

Fidelma se dio cuenta, casi al momento, de que su pregunta era superflua. Sin esperar una respuesta, se levantó rápidamente de la cama. No hizo caso del frío, pues entendía que algo terrible había sucedido. La abadesa permanecía temblando pero más de miedo que por el aire frío de la noche. Se mostraba incapaz de responder con coherencia. Parecía conmocionada.

Fidelma se echó por encima la capa y se puso los zapatos.

– Guiadme, Draigen -la instruyó con calma-. Voy con vos.

La abadesa se detuvo un momento y luego se giró hacia el patio. Había casi tanta luz como si fuera de día, pues había caído otra nevisca que brillaba bajo la luz de la luna.

Fidelma echó una mirada al cielo; inmediatamente percibió la posición de la luna y calculó que varias horas habían pasado desde la medianoche. Sin embargo, todavía faltaba para el amanecer. Todo parecía en calma. Bajo el silencio de la noche, sólo se oía el crujir de sus zapatos de cuero sobre la nieve helada del patio.

Fidelma entendió que se dirigían hacia la torre.

Iba siguiendo a la abadesa, sin decir nada, sosteniendo con una mano la vela y con la otra protegiendo la llama del viento. Pero la noche invernal era tan fría que la llama apenas vacilaba.

La abadesa no se detuvo ante la puerta de la torre sino que entró de inmediato. En el interior, la biblioteca estaba a oscuras, pero Draigen se apresuró hasta el pie de las escaleras que conducían al segundo piso, casi sin esperar a que Fidelma iluminara el camino. Avanzaron rápido hacia el tercer piso, donde trabajaban los copistas. Al comienzo del siguiente tramo de escaleras que conducían al piso donde estaba situado el reloj de agua, Fidelma percibió una vela apagada y un receptáculo en el suelo, como si se hubiera caído sin querer. Draigen se detuvo bruscamente allí, de manera que Fidelma se vio obligada a desviarse un poco, por miedo a chocar con ella. Bajo la luz de la vela vacilante de Fidelma, el rostro de la abadesa Draigen era mortecino. Sin embargo, parecía que poco a poco se iba recomponiendo.

– Tenéis que prepararos, hermana. Lo que vais a ver no es agradable. -Eran las primeras palabras que pronunciaba Draigen desde que había despertado a Fidelma.

Sin decir nada más, se giró y subió las escaleras. Fidelma no dijo nada. Sentía que no había nada que decir, hasta que conociera el significado de aquella excursión nocturna.

Siguió a la abadesa hasta el interior de la estancia donde estaba la clepsidra. El fuego emitía un resplandor rojo pálido, el agua estaba quieta, humeando en el gran recipiente de bronce. También había dos linternas, cuya luz hacía que su vela resultara superflua.

Llevaba poco más de un segundo en la habitación cuando vio el cuerpo estirado en el suelo. No había que examinarlo mucho para ver que se trataba de una mujer y que llevaba el hábito de las hermanas de la comunidad. Era obvio.

La abadesa Draigen no dijo nada, se quedó a un lado.

Fidelma colocó con cuidado la vela sobre un banco, y se acercó. Aunque había sido testigo de muchas muertes violentas en el mundo violento en el que vivía, Fidelma no pudo contener el estremecimiento de repulsa que la embargó. Habían cortado la cabeza al cadáver. No estaba a la vista.

El cuerpo descansaba boca abajo. Yacía con los brazos extendidos. Enseguida percibió que en la mano derecha tenía un pequeño crucifijo, y alrededor del brazo izquierdo tenía atada una pequeña varita de álamo con algunos caracteres en ogham. Había un amasijo de sangre, todavía roja y líquida, alrededor del cuello cortado. Vio que había otro charco de sangre bajo el cuerpo, a la altura del pecho.

Fidelma suspiró hondo y luego exhaló lentamente.

– ¿Quién es? -preguntó a la abadesa.

– Sor Síomha.

Fidelma parpadeó con rapidez.

– ¿Cómo podéis estar tan segura?

La abadesa emitió un sonido ahogado, que parecía una risotada cínica.

– Nos habéis dado una lección sobre cómo reconocer un cadáver sin conocer el rostro hace sólo un momento, hermana. Ésta es su ropa. Veréis una cicatriz en la pierna izquierda, de una vez que se cayó y se cortó. Además, estaba de guardia en el reloj de agua durante el primer cadar del día. Por todo esto sé que es Síomha.

Fidelma apretó los labios y se inclinó. Levantó el dobladillo de la falta y vio, sobre la carne blanca de la pierna izquierda, una raja profunda ya cicatrizada. Fidelma giró entonces el cuerpo hacia su lado izquierdo y lo miró de frente. Por la cantidad de sangre y la tela rajada, supuso que a Síomha la habían acuchillado en el corazón antes de cortarle la cabeza. Con suavidad, dejó que el cuerpo volviera a su posición inicial. Observó las manos del cadáver y no se sorprendió cuando vio el barro rojizo bajo las uñas y en los mismos dedos. Luego se agachó y desató la varilla de álamo temblón y leyó la inscripción en ogham.

– ¡ La Mórrígú está despierta!

Frunció el ceño y, sosteniendo la varita en la mano, se levantó y miró a Draigen.

La abadesa no se había recuperado totalmente del susto. Tenía los ojos rojos, el rostro pálido, sus labios palpitaban. Fidelma casi sintió pena por ella.

– Hemos de hablar -le dijo suavemente-. ¿Queréis que sea aquí o preferís que vayamos a otro sitio?

– Hemos de despertar a la abadía -replicó Draigen.

– Pero primero las preguntas.

– Entonces es mejor que me hagáis las preguntas aquí.

– Muy bien.

– Permitid que os diga esto inmediatamente -continuó Draigen antes de que Fidelma pudiera exponer su primera pregunta-. Ya he cogido a la malvada hechicera que ha hecho esto.

Fidelma controló su sorpresa.

– ¿Ah, sí?

– Ha sido sor Berrach. La he pillado en flagrante delito.

Fidelma fue incapaz de reprimir su sorpresa. La afirmación de la abadesa Draigen la dejó sin habla durante varios minutos.

– Creo -dijo Fidelma tras esa pausa-, yo creo que primero me tenéis que explicar vuestra historia.

La abadesa Draigen se sentó con brusquedad, apartó la vista del cuerpo y la fijó en algún otro punto situado más allá de la lejana ventana, donde la luz de la luna relucía sobre las aguas de la bahía, recortando el perfil del mercante galo anclado.

– Os he dicho que sor Síomha se ocupaba del primer cadar, es decir la cuarta parte del día, en el puesto de vigilancia de la clepsidra. Eso es de medianoche hasta la llamada del ángelus de la mañana.

Fidelma no hizo ninguna pregunta. Sor Brónach ya le había explicado cómo funcionaba el reloj de agua.

– Yo no podía descansar. Siento mucha ansiedad. ¿Y si vuestra suposición fuera cierta y algo malo hubiera sucedido a nuestras dos hermanas a su regreso de Ard Fhearta? No podía quedarme dormida. Y como no podía dormir, me di cuenta de que había pasado un buen rato desde que había oído el sonido del gong, que ha de sonar cada vez que pasa un período de tiempo.

La abadesa hizo una breve pausa para reflexionar antes de continuar.

– Me di cuenta de que hacía tiempo que no sonaba el gong. Eso no era propio de sor Síomha, que es muy puntillosa en tales asuntos. Me levanté de la cama, me vestí y vine hacia la torre para averiguar qué sucedía.

– ¿Llevabais una vela? -interrumpió Fidelma.

La abadesa frunció el ceño con incertidumbre ante aquella pregunta, y luego asintió con la cabeza rápidamente.

– Sí, sí. Había encendido una vela en mi habitación y la utilicé para iluminarme el camino al atravesar el patio para venir a la torre. Entré en la torre, atravesé la biblioteca y la sala de los copistas. Estaba cruzando esa estancia cuando algo hizo que llamara a sor Síomha. Estaba todo tan tranquilo… Sentí que algo iba mal y por eso llamé.

– Continuad -insistió Fidelma después de ver que dudaba.

– Un momento después, una sombra oscura se lanzó escaleras abajo. Sucedió de forma tan repentina que me apartó hacia un lado y se me cayó la vela. La persona me empujó y salió de la habitación.

– ¿Y entonces?

– Seguí subiendo las escaleras hasta esta habitación.

– ¿Sin la vela?

– Vi que las lámparas estaban encendidas, tal como están ahora. Luego descubrí el cuerpo de sor Síomha.

– ¿Visteis el cadáver decapitado en el suelo?

El rostro de la abadesa Draigen mostraba enojo.

– La persona que pasó junto a mí en las escaleras era sor Berrach. No tengo ninguna duda. Sabéis que, conociendo a Berrach, resulta imposible tomarla por otra persona.

Fidelma lo admitía, pero quería asegurarse.

– Eso es lo que me preocupa. Decís que Berrach «se lanzó escaleras abajo» (ésas han sido vuestras palabras), pero ambas sabemos que Berrach tiene una deformación. ¿Estáis segura de que era Berrach? Recordad que se os cayó la vela de la mano y pasó junto a vos en la oscuridad.

– Tal vez no he elegido bien mis palabras con la agitación. La figura se movía con presteza, pero, incluso así, reconozco su malformación en todas partes.

Fidelma admitió en silencio que sor Berrach no era una persona que se pudiera confundir fácilmente con otra.

– ¿Y después de que pasara corriendo junto a vos…?

– Fui inmediatamente a buscaros, para que fuerais testigo de esta locura.

Fidelma estaba ceñuda.

– Vayamos en busca de sor Berrach.

La abadesa ya controlaba plenamente sus emociones, después de haberse liberado con la explicación de la historia. Gruñó con cinismo.

– Ya se debe de haber marchado de la abadía.

– Aunque así sea, a menos que pueda conseguir un caballo y cabalgar, no puede haber ido muy lejos. Sin embargo…

Fidelma se quedó callada al oír una suave pisada en las escaleras de abajo.

La abadesa se adelantó como si fuera a decir algo, pero Fidelma se puso un dedo en los labios e hizo que retrocediera. Alguien subía por las escaleras hacia la habitación de la clepsidra.

Fidelma se puso tensa y le irritó que así fuera. Si algo le habían enseñado era a no responder ante estímulos externos, para poder estar preparada en todo momento. Con cuidado fue relajando los músculos tensos. Se situó junto a la abadesa, de manera que quienquiera que entrara en la habitación lo hiciera de espaldas a ellas. Fidelma percibió enseguida que no se trataba de la figura de una persona joven, y reconoció quién era antes de que volviera su rostro hacia la habitación.

– ¡Sor Brónach! ¿Qué estáis haciendo aquí a esta hora?

Brónach casi se cae del susto. Luego se tranquilizó y reconoció a Fidelma y a la abadesa.

– Vengo de la habitación de sor Berrach. La muchacha está consternada. Me ha explicado el asesinato que se ha cometido aquí.

– ¿La habéis visto? -inquirió Draigen-. ¿Os despertó?

– No. Yo ya estaba despierta. Yo misma ya iba a venir a la torre -explicó Brónach-. Me había dado cuenta de que había pasado un buen rato desde la última vez que había oído el gong. De hecho, desde entonces deben de haber transcurrido varios períodos de tiempo. Así que me había levantado para venir a ver qué le sucedía a la vigilante. Cuando estaba a punto de salir de mi celda, oí que alguien pasaba a toda prisa por el pasillo. Me di cuenta de que era sor Berrach. Fui a verla y la encontré sentada en su cama llena de angustia. Me dijo que sor Síomha estaba muerta y vine directamente aquí para ver si se lo estaba imaginando…

De repente percibió el bulto en el suelo, detrás de Fidelma, y abrió la boca. Se la tapó con la mano. Sus ojos reflejaban terror.

– Es sor Síomha -confirmó la abadesa Draigen con solemnidad.

A Fidelma le pareció percibir una momentánea mirada de alivio en el rostro de sor Brónach. Pero desapareció antes de que estuviera segura. De todas maneras, la luz de las linternas ayudaba a distorsionar las expresiones faciales.

– Sor Brónach, os ruego que miréis qué se puede hacer para poner en hora la clepsidra -dijo la abadesa Draigen, totalmente recuperada-. Durante generaciones esta comunidad se ha enorgullecido de la precisión del reloj de agua. Haced lo que podáis para recuperar la exactitud de nuestros cálculos.

Sor Brónach estaba perpleja, pero inclinó la cabeza como muestra de conformidad.

– Haré todo lo que pueda, madre abadesa, pero… -Lanzó una mirada nerviosa al cadáver.

– Despertaré a algunas de las hermanas para que vengan y se lleven a la desafortunada hermana al subterraneas. No estaréis sola.

A Fidelma se le ocurrió algo cuando se giraba en dirección a las escaleras. Regresó corriendo hacia sor Brónach.

– ¿No me enseñasteis que cada vez que transcurría un período de tiempo y sonaba el gong, el vigilante tenía que apuntar la hora en una tablilla de arcilla?

Sor Brónach afirmó con la cabeza.

– Ésa es la costumbre, por si nos despistamos.

– ¿A qué hora hizo la última anotación en la tablilla sor Síomha?

Fidelma se dio cuenta de que al menos esto le indicaría el momento preciso en que había sido asesinada sor Síomha.

Sor Brónach recorrió la estancia con la mirada en busca de la tablilla. La encontró boca abajo, junto al hogar de piedra, y la recogió.

– ¿Bien? -preguntó Fidelma, mientras la hermana la examinaba.

– La segunda hora del día está marcada y el primer pongc o período de tiempo posterior.

– Por tanto, fue asesinada entre las dos y cuarto y las dos y media de esta mañana -musitó Fidelma.

– ¿Es eso importante? -inquirió la abadesa Draigen con impaciencia-. Ya sabemos quién lo ha hecho.

– ¿Qué hora creéis vos que es ahora? -preguntó Fidelma.

– No tengo ni idea.

– Yo sí -dijo sor Brónach. Se dirigió hacia la ventana y levantó la mirada hacia el cielo. La expresión de su rostro denotaba complacencia-. Bien pasadas las cuatro. Yo creo que casi las cinco.

– Gracias, hermana -agradeció Fidelma, distraída. Su mente trabajaba rápido-. ¿Podéis calcular cuánto hace que encontrasteis el cuerpo? -preguntó a la abadesa Draigen.

La abadesa Draigen se encogió de hombros.

– No creo que importe…

– Hacedme el favor -insistió Fidelma.

– Hace menos de una hora, diría. Yo fui a buscaros inmediatamente después de encontrarlo.

– Cierto. De hecho fue hace menos de una hora -admitió Fidelma-. Yo diría que llevamos aquí menos de media hora.

– Deberíamos ir a buscar a sor Berrach, en lugar de estar perdiendo el tiempo con esto -insistió la abadesa Draigen.

– ¿Podéis interrogar a la pobre chica por la mañana? -Fue sor Brónach quien habló, con gran sorpresa por parte de Draigen-. Sor Berrach ha sufrido una gran conmoción al encontrar el cuerpo.

– ¿Os ha dicho que había encontrado el cuerpo? -preguntó Fidelma.

– No concretamente eso. Me dijo que sor Síomha estaba muerta en la torre. De manera que el hecho de que encontrara el cuerpo resulta obvio.

– Tal vez -replicó Fidelma-. Creo que tendríamos que ir a ver a sor Berrach ahora. Una cosa más, sin embargo, ya que estáis aquí, sor Brónach -añadió, de forma que la abadesa Draigen lanzó una mirada impaciente-. ¿Os dice algo la palabra Mórrígú?

Sor Brónach se estremeció.

– Desde luego, el nombre del maligno es bien conocido, hermana. En la Antigüedad, antes de que la palabra de Cristo llegara a esta tierra, se consideraba la diosa de la muerte y las batallas. Encarnaba todo lo que era perverso y horrible de los poderes sobrenaturales.

– Entonces, ¿vos tenéis conocimientos sobre el paganismo, no? -observó Fidelma.

Sor Brónach hizo un mohín.

– ¿Quién no conoce a los dioses y las antiguas costumbres? Yo crecí en estos bosques, donde muchos todavía se aferran a esas antiguas creencias.

Fidelma inclinó la cabeza y luego, ante el aparente alivio de la abadesa Draigen, se giró, cogió la vela y avanzó escaleras abajo. Habían llegado a la planta baja de la torre cuando un sonido, como un golpeteo, hizo que Fidelma se detuviera. Era el mismo ruido que se había oído en la duirthech, la capilla. El sonido lejano de golpes contra una madera hueca resonaba por el edificio.

Fidelma se giró hacia un rincón de la estancia a oscuras, donde el sonido era más fuerte, y avanzó con precaución, sosteniendo la vela delante de ella.

– ¿Nunca se ha investigado de dónde proviene este sonido? -preguntó Fidelma al llegar al extremo superior de las escaleras.

– No, ¿por qué habríamos de hacerlo? -resolló Draigen, nerviosa-. Sin duda no proviene de nuestro subterraneus.

Fidelma escudriñó en la penumbra.

– Sin embargo, parece que venga de ahí. Dijisteis que creíais que lo causaba el agua cuando se llenaba la cueva que hay bajo la abadía.

– Sí, así es -dijo Draigen, sin mostrarse totalmente convencida.

– ¿Adónde vais? -preguntó cuando vio que Fidelma empezaba a descender las escaleras de piedra hacia el interior de la cueva.

– Sólo quiero comprobar… -Fidelma no acabó la frase, pues fue bajando la estrecha escalera.

La cueva de abajo estaba vacía y en silencio. Fidelma miró a su alrededor, desconcertada. No había donde esconderse. Unas cuantas cajas en un rincón, eso era todo. Ahogando un suspiro, se giró y empezó a subir las escaleras, palpando a tientas el muro frío con una mano para guiarse en la penumbra.

La pared estaba húmeda y pringosa y cuando se dio cuenta se examinó los dedos a la luz de la vela. Luego observó la superficie del muro. Había una mancha de sangre. Era reciente.

– ¿Qué hay, hermana? -preguntó Draigen desde el extremo superior del tramo de escaleras.

Fidelma se lo iba a explicar, pero cambió de opinión.

– Nada, madre abadesa, no es nada.

Fuera en el patio, encontraron entonces a la ansiosa sor Lerben.

– Algo pasa, madre abadesa -las saludó jadeante-. La bobalicona de sor Berrach está sollozando en su celda. Yo he visto luces en la torre, pero no he oído el gong del reloj de agua.

La abadesa Draigen puso su mano sobre el hombro de la joven.

– Preparaos, pequeña. Han matado a sor Síomha. La responsable es Berrach…

– Eso no lo sabéis con seguridad -interrumpió Fidelma-. Vayamos a interrogar a la chica antes de culparla.

Pero sor Lerben ya se había marchado apresuradamente con la noticia, llorando, a despertar a la comunidad dormida. Apenas habían atravesado el patio, la información sobre el hecho ya se había difundido como un fuego. Todas se despertaban para enterarse de lo que había sucedido. La abadesa Draigen dijo a una novicia que pasaba que fuera a los dormitorios y acallara aquel barullo, pero antes de que la otra pudiera responder el patio empezó a llenarse de monjas ansiosas. El rumor de voces histéricas y enojadas fue llenando el aire. Se encendieron velas y lámparas y las hermanas, vestidas a toda prisa o envueltas en capas, fueron formando corrillos para hablar con miedo y enfado.

Al parecer, sor Berrach se había atrincherado en su celda. Sor Lerben regresó y dijo que todavía se oían los gritos y lamentaciones de Berrach, una curiosa mezcla de oraciones y antiguas maldiciones.

– ¿Qué hemos de hacer, madre abadesa?

– Iré a hablar con ella -intervino Fidelma con decisión.

– No es una buena idea -advirtió la abadesa.

– ¿Por qué?

– Sabéis lo fuerte que está Berrach, a pesar de su deformidad. Os podría atacar fácilmente.

Fidelma sonrió levemente.

– No creo que deba temerla. ¿Dónde está su celda?

La joven sor Lerben lanzó una mirada a la abadesa y luego hizo un gesto con el brazo en dirección a uno de los edificios.

– Tiene la última celda de aquel edificio, hermana. ¿Pero no deberíais ir armada?

Fidelma sacudió la cabeza con expresión enojada.

– Esperad aquí y no vengáis hasta que os llame.

Levantó una mano para proteger la vela de la brisa de la mañana y se dirigió hacia el edificio que le había indicado sor Lerben. Era una gran construcción de madera consistente en un pasillo con unas doce habitaciones tipo celda en un lado. De hecho, todos los dormitorios de la comunidad estaban construidos de esa manera.

Entró y examinó el pasillo a oscuras.

Se oían los llantos de sor Berrach procedentes de la última habitación.

– ¡Sor Berrach! -gritó Fidelma, intentando que su voz no transmitiera la ansiedad que sentía en realidad-. ¡Sor Berrach! Soy Fidelma.

Parecía que se detenía el llanto. Se oyeron uno o dos resuellos.

– Berrach, soy sor Fidelma. ¿Os acordáis de mí?

Se hizo otra pausa y luego se oyó la voz de Berrach.

– Por supuesto. No soy idiota.

– Nunca lo he creído -replicó Fidelma con tono conciliador-. ¿Podemos hablar?

– ¿Estáis sola?

– Bien sola, Berrach.

– Entonces avanzad hasta que os vea.

Lentamente, sosteniendo en lo alto la vela, Fidelma fue caminando por el pasillo. Oía el arrastrar de muebles, y supuso que Berrach estaba retirando la barricada de la puerta. Cuando estaba llegando al final del pasillo, la puerta se abrió de golpe.

– ¡Alto! -avisó Berrach.

Fidelma obedeció inmediatamente.

La puerta se abrió más y la cabeza de Berrach apareció y se aseguró de que no había nadie más allí. Luego abrió más la puerta.

– Entrad, hermana.

Fidelma miró a la joven. Tenía los ojos rojos y las mejillas con lágrimas. Entró en la celda y se quedó quieta, mientras detrás de ella Berrach cerraba la puerta y empujaba una mesa para asegurarla.

– ¿Por qué os atrincheráis? -preguntó Fidelma-. ¿De quién tenéis miedo?

Berrach se dirigió balanceándose hacia la cama, se sentó y se agarró con fuerza al bastón.

– ¿No sabéis que han asesinado a sor Síomha?

– ¿Y eso qué tiene que ver con que os atrincheréis en vuestra celda?

– Porque me van a acusar del crimen y no sé qué voy a hacer.

Fidelma miró a su alrededor; vio una sillita y se sentó, dejó la vela sobre una mesa.

– ¿Por qué os iban a acusar de eso?

Sor Berrach la miró con ironía.

– Porque la abadesa Draigen me vio en la torre cuando se encontró el cuerpo. Y porque no gusto a la mayoría de la gente de esta comunidad debido a mi deformidad. Seguro que me acusarán de matarla.

Fidelma se reclinó y cruzó las manos sobre su regazo. Se quedó un buen rato mirando a Berrach con detenimiento.

– Al parecer habéis perdido el tartamudeo -observó Fidelma.

La joven hizo una mueca irónica.

– Sois rápida, sor Fidelma. No como las otras. Sólo ven lo que quieren ver y no perciben nada más.

– ¿Supongo que tartamudeabais porque era lo que se esperaba de vos?

Sor Berrach abrió bien los ojos.

– Sois inteligente, hermana. -Se detuvo y luego continuó-. Una mente deforme necesita forzosamente un cuerpo deforme. Ésa es la filosofía de la ignorancia. Tartamudeo delante de ellas porque creen que soy una bobalicona. Si diera muestras de inteligencia, pensarían que estoy poseída por algún espíritu maligno.

– Sois honesta conmigo, ¿por qué no podéis serlo con las demás?

Sor Berrach volvió a hacer una mueca.

– Seré honesta con vos porque sabéis ver tras la cortina del prejuicio lo que otros no ven.

– Me halagáis.

– El halago no es propio de mí.

– Decidme qué ha sucedido.

– ¿Esta noche?

– Sí. La abadesa Draigen os vio bajando de la habitación donde está el reloj de agua. Sor Síomha, tal como sabéis, ha sido encontrada sin cabeza en esa habitación. Vos ibais deprisa y de un empujón hicisteis a un lado a la abadesa y a ésta se le cayó la vela y se apagó. -Fidelma observó la ropa de sor Berrach-. Veo una mancha en vuestro hábito, hermana. Supongo que es de la sangre de sor Síomha.

Los ojos azules y desconfiados de sor Berrach se clavaron en los de Fidelma.

– Yo no la maté.

– Os creo. ¿Confías lo suficiente en mí como para explicarme con exactitud lo que sucedió?

Sor Berrach extendió las manos, casi con un gesto patético.

– Aquí se creen que soy una simplona sólo porque estoy tullida. Nací así. Con problemas en la columna, o eso es lo que dijo el médico a mi madre. Pero tengo el cuerpo y los brazos fuertes. Las piernas no se me han desarrollado bien.

Sor Berrach hizo una pausa, pero Fidelma no dijo nada esperando que la joven continuara.

– Primero el médico dijo que no podría vivir y luego dijo que no debía vivir. Mi madre no pudo criarme en su comunidad. Mi padre no quiso nada conmigo. Después de que naciera yo, incluso abandonó a mi madre. Así que crecí con mi abuela, pero la mataron cuando yo era pequeña. Sobreviví y me trajeron a esta abadía cuando tenía tres años y me cuidó Brónach. Sobreviví y he vivido. Esta comunidad ha sido siempre mi hogar.

La joven sollozó en voz baja. Fidelma entendió entonces por qué sor Brónach siempre se mostraba protectora con la joven.

– Ahora decidme qué sucedió en la torre -insistió con suavidad.

– Cada noche, antes del amanecer, cuando casi toda la comunidad todavía duerme, yo me levanto y voy a la biblioteca -le confió Berrach-. Allí me dedico a leer. He leído casi todas las grandes obras.

Fidelma se sorprendió.

– ¿Por qué esperar casi al amanecer para ir a leer a la biblioteca?

Berrach se echó a reír, pero sin regocijo.

– Se creen que soy una simplona que no piensa, no digamos que sabe leer. He aprendido a leer sola en mi lengua y también en latín, griego e incluso algo de hebreo.

Fidelma se quedó mirando atentamente a la joven, pero no parecía que estuviera alardeando, sino simplemente señalando un hecho. Un pensamiento extraño cruzó de repente la mente de Fidelma.

– ¿Sabíais que esta abadía tiene una copia de los anales de Clonmacnoise?

Sor Berrach asintió de inmediato.

– Es una copia que hizo nuestra bibliotecaria -informó la muchacha.

– ¿La habéis leído?

– No. Pero he leído muchos otros libros.

– Continuad -suspiró Fidelma, decepcionada-. Decíais que os levantáis y vais a la biblioteca antes del amanecer. ¿No os da miedo estar sola en un lugar así?

– Siempre había una hermana de vigilancia arriba, en la torre. Últimamente -se estremeció- ha sido sor Síomha la que ha hecho las guardias nocturnas. Antes de estos acontecimientos no había nada que temer.

Fidelma hizo una mueca.

– No me refería a un peligro físico. ¿Qué me decís de ese sonido que se oyó bajo la duirthech y que asustó a las hermanas el otro día? Me han dicho que se ha oído otras veces.

Sor Berrach se quedó pensativa.

– Esos sonidos se han producido otras veces, pero no con frecuencia. La abadesa Draigen dice que hay una cueva subterránea que se llena de agua, pero a veces las hermanas tienen miedo. A mí no me da miedo y no debería dárselo a nadie que crea en la fe.

– Eso es loable, hermana. ¿Aceptáis la explicación de la abadesa de que lo causa el agua al llenar una cueva subterránea de la abadía?

– Es una posibilidad. Más probable que esos que hablan de los inquietos espíritus de las víctimas de los sacrificios paganos que creen que se realizaron aquí.

– ¿Pero no estáis segura? ¿No de que sólo haya agua en la cueva subterránea?

– Algunas veces, como el otro día en la duirthech, la abadesa hace que esa explicación sea plausible. Otras veces, en particular cuando me encuentro en la biblioteca de noche, el sonido es más débil, más como el repiqueteo producido por alguien que estuviera golpeando una roca o cavando. Pero sea lo que sea, es un sonido producido por agentes terrenales, ¿por qué habría de tener miedo?

– Desde luego. ¿Y esta madrugada fuisteis como siempre a la biblioteca?

– Sí, las horas anteriores al amanecer. Fui con el mayor de los sigilos, pues no quería alarmar a la hermana que estaba de guardia en el reloj de agua. En especial al ser sor Síomha, que no me aguanta.

– ¿Cuándo entrasteis en la biblioteca esta mañana? ¿Podéis decirlo con exactitud?

– Tanto como recuerde; había oído sonar la segunda hora y el primer cuarto de la hora siguiente. No estoy segura. No era más tarde de la tercera hora, eso lo sé, pues no recuerdo que ésta sonara.

– Continuad.

– Entré en la biblioteca y busqué el libro que quería…

– ¿Cuál?

– ¿Queréis saber el título del libro? -preguntó sor Berrach frunciendo el ceño.

– Sí.

– El Itinerario de Aecio de Istria. Me llevé el libro a una mesita en un rincón. Siempre elijo ese lugar por si alguien entra inesperadamente: así tengo tiempo de esconderme. Estaba leyendo el pasaje de cómo Aecio vino a Irlanda a conocer y estudiar nuestras bibliotecas, cuando se me ocurrió que el tiempo iba pasando. No había oído que la vigilante de la clepsidra hiciera sonar el gong. Fui al pie de las escaleras y escuché. Todo estaba en silencio. Demasiado en silencio.

Berrach hizo una pausa y se frotó la mejilla distraídamente.

– Vi que algo no iba bien. Ya sabéis, cuando uno siente algo. Decidí subir a investigar…

– ¿Aunque no quisierais que se supiera que estabais allí, aún menos sor Síomha?

– Si algo iba mal, lo mejor era saber el qué.

– ¿Y qué hicisteis con el libro?

– Lo dejé sobre la mesa donde estaba leyendo.

– ¿Así que todavía estará allí? Muy bien. Continuad.

– Subí las escaleras con gran cautela hasta la habitación donde está la clepsidra. Creí ver a sor Síomha en el suelo.

¿Creísteis? -enfatizó Fidelma.

– El cuerpo no tenía cabeza. Pero no me di cuenta de eso enseguida. Sólo vi un cuerpo con hábito. Me arrodillé y le tomé el pulso, pensando que se habría desmayado, quizá de hambre u otra cosa. Toqué con la mano su cuello, frío, no helado, pero sí como con una frialdad… Luego noté algo pegajoso. Estaba buscando su cabeza…

Sor Berrach enmudeció y se estremeció al recordarlo.

– ¡Dios santo me proteja! En aquel momento me di cuenta de que a Síomha la habían asesinado de la misma manera que aquel cadáver que se encontró en el pozo. Creo que grité horrorizada.

– ¿Y entonces corristeis escaleras abajo? -interrumpió Fidelma.

– No inmediatamente. Cuando grité, oí un sonido detrás de mí en la habitación. Me giré, el corazón me latía rápido. Vi una sombra, una cabeza encapuchada y unos hombros, que se escabullían rápidamente en el piso inferior.

Fidelma se reclinó.

– ¿Era la cabeza y los hombros de un hombre o de una mujer?

Berrach sacudió la cabeza.

– Desgraciadamente no lo sé. Estaba en penumbra y se movió muy rápido. No estaba como para investigar más. Me encontraba paralizada por el miedo. Pensar que estaba sola en la oscuridad con el monstruo que había realizado aquel horror me aterrorizó. No sé cuánto tiempo estuve allí, arrodillada en la oscuridad junto al cuerpo. Un rato debió de pasar, desde luego.

– ¿Os quedasteis así arrodillada en la oscuridad? ¿No os movisteis ni gritasteis?

– El miedo hace que el cuerpo tenga reacciones extrañas, hermana. Puede hacer correr al cojo, y hacer que el activo se quede inmóvil como un lisiado.

Fidelma mostró su aprobación con un gesto impaciente.

– ¿Y luego qué, Berrach?

– Finalmente me puse de pie, con la sensación de que tenía la sangre helada en las venas. No sé cuánto tiempo duró eso, como os he dicho. Quería hacer sonar la alarma y estaba a punto de darle al gong. Encendí una linterna. Entonces oí otro ruido.

– ¿Un ruido? ¿Qué tipo de ruido?

– Oí un portazo. Oí pisadas que subían por las escaleras. Oí que se acercaban. Lo que pensé en verdad, hermana, fue que el asesino regresaba, regresaba para asegurarse de que yo no diría nada.

Hizo una pausa y por un momento pareció que respiraba con dificultad, pero luego se recuperó.

– Entonces el miedo, en lugar de inmovilizarme como había hecho anteriormente, me dio fuerzas. Me giré, bajé a toda prisa las escaleras. Recuerdo que vi subir una figura. Pensé que era la figura encapuchada que regresaba. ¡Es la verdad! Hice uso de todas mis fuerzas para chocar violentamente con ella, para que se hiciera a un lado, y me diera tiempo a escapar…

– ¿Recordáis si esa figura llevaba una luz?

Berrach frunció el ceño.

– ¿Una luz?

– Una lámpara o una vela.

La muchacha reflexionó.

– No lo recuerdo. Creo que podría ser una vela. ¿Es eso importante? La oí gritar. Hasta que estuve atravesando el patio no me di cuenta de que era la abadesa.

– ¿Por qué no regresasteis cuando os disteis cuenta?

– Estaba confundida. Después de todo, había visto la figura encapuchada en la estancia del reloj de agua. Tal vez había sido la misma abadesa la asesina. ¿Cómo lo iba a saber?

Fidelma no contestó.

– Me vine hacia aquí tan rápido como pude. Acababa de llegar a mi celda cuando entró Brónach y me preguntó qué me preocupaba. Se lo expliqué y ella me dijo que iría a ver qué había sucedido. Yo tenía miedo de que el asesino me hubiera seguido.

– Pero el asesino no lo hizo. ¿Y no os dio miedo que Brónach fuera sola a la torre?

– Estaba confundida -repitió Berrach.

– ¿Por qué os atrincherasteis?

– Oí el barullo de la comunidad que se iba despertando. Había luces en la torre y luego en los dormitorios. Estaba a punto de salir cuando oí a una de las hermanas, creo que era Lerben, que gritaba: «¡Berrach ha matado a sor Síomha!». Entonces supe que estaba condenada. ¿Qué posibilidades tiene una persona como yo de que se le haga justicia? Me castigarán por algo que no he hecho.

Fidelma la miró con comprensión.

– Una pregunta más, Berrach. ¿Visteis algo particular en el cuerpo de sor Síomha? ¿Aparte de que no tenía cabeza, claro está?

Berrach consiguió por un momento que sus temores no se mezclaran con sus pensamientos y levantó la mirada hacia Fidelma con aspecto interrogante.

– ¿Particular?

– ¿Que tuviera similitud con el cuerpo decapitado que se encontró en el pozo? -precisó Fidelma.

Sor Berrach se lo pensó.

– No creo.

– Me refiero a si visteis algo atado en el brazo izquierdo.

El asombro de la joven parecía auténtico, mientras sacudía la cabeza en señal de negación.

– ¿Sabéis algo de las antiguas costumbres paganas?

– ¿Quién no? -replicó Berrach-. En estos lugares remotos, alejados de las grandes ciudades y catedrales, deberíais saber que la gente todavía vive cerca de la naturaleza, que se mantienen las antiguas costumbres. Mirad la sangre de un cristiano de aquí y veréis que es pagana.

Fidelma estaba a punto de decir algo más cuando oyó unos ruidos que iban en aumento. Eran unas voces que cantaban y provenían del exterior del edificio. Se quedó estupefacta y mirando fijamente. Las voces coreaban un nombre: «¡Berrach, Berrach, Berrach!».

La hermana gimió lastimera.

– ¿Habéis oído? -gimoteó-. ¿Veis? Han venido a castigarme.

– ¡Sor Fidelma!

Fidelma reconoció la voz de sor Lerben que se alzaba sobre el sonido. Lentamente las voces se fueron acallando.

Fidelma se levantó y se dirigió hacia la puerta. Miró a sor Berrach y la animó con una sonrisa.

– Confiad en mí -le dijo a la chica para tranquilizarla.

Luego empujó la mesa y abrió la puerta.

Sor Lerben estaba en el extremo del pasillo; algunas de sus novicias se arremolinaban detrás de ella con lámparas.

– ¿Estáis bien, hermana? -inquirió la joven religiosa-. Hemos estado preocupados al no saber nada de vos.

– ¿Qué significan estos gritos? Haced que las hermanas regresen a sus celdas.

– Los miembros de esta comunidad han venido a por la asesina. La muerte de sor Síomha no puede quedar impune. Las hermanas han decidido que el único castigo es la muerte.

Загрузка...