Capítulo XVII

Era ya casi oscuro cuando Fidelma se despertó en su cama. Estuvo un momento desorientada. Entonces recordó que había vuelto al hostal de los huéspedes después de la infructuosa exploración de la cueva que había bajo la abadía, y vencida por la fatiga se había ido a su celda, tumbado en la cama y se había quedado dormida inmediatamente. Miró por la ventana. Como todavía no era de noche, la penumbra era la propia de una tarde de invierno. Calculó que todavía faltaba para el ángelus de la tarde. Se lavó la cara con el agua fría de la jofaina y se secó. Como había dormido con la ropa puesta sentía frío, estiró y movió los brazos para entrar en calor. Tenía hambre. Preocupada, se dio cuenta de que se había perdido la comida de mediodía.

Salió al pasillo bien iluminado por velas y se dirigió hacia la sala principal, deseando que nadie se hubiera percatado de su ausencia. Con gran sorpresa vio que había un trapo que cubría varios objetos familiares sobre la mesa, lo levantó y vio platos con comida.

¡Sor Brónach!

No se le podía ocultar nada a la doirseór de la abadía, pensó Fidelma. Eso la incomodaba. Sor Brónach sabía que ella había pasado la noche anterior fuera; por tanto, sabía que se había echado exhausta durante las horas de sol para recuperarse. Si sor Brónach era inocente del levantamiento planeado contra Cashel, si era leal a Cashel, no había por qué alarmarse. Pero Fidelma dudaba de que se pudiera confiar absolutamente en alguien en esta tierra de Beara. Después de todo, todos apoyarían a su jefe Gulban.

Se sentó y sació el hambre con los platos que sor Brónach le había dejado. Luego, sintiéndose mejor después de haber descansado y comido, abandonó el hostal justo al oír el gong que daba la hora, seguido de la campana que llamaba a la comunidad a las oraciones vespertinas. A la abadía no le había costado mucho volver a poner la clepsidra a punto, pensó. Eso seguramente se debía a sor Brónach. Desde luego ahora habría que tener gran coraje para quedarse de guardia por la noche en la torre después de la muerte de sor Síomha.

Fidelma se resguardó entre las sombras al ver a los grupos de hermanas y a una o dos figuras solas que avanzaban con rapidez hacia la duirthech, respondiendo a la llamada de la campana. Hizo el movimiento para ocultarse de manera automática y tan sólo un momento después de tener una idea. Aprovecharía para escurrirse hasta el barco galo y buscar la ayuda de Eadulf. Ya se iba haciendo una idea de cuál sería el siguiente paso de la investigación.

Esperó a oír las voces de la comunidad que se alzaban juntas en el Confiteor, el nombre con el que se conocía la confesión general que normalmente precedía a las oraciones vespertinas. Tenía su origen en la primera palabra de la confesión. Luego Fidelma se escabulló por entre los edificios de la abadía y descendió hasta el muelle.

Vio dos linternas centelleando en la bahía, en el barco galo. Estaba bastante oscuro pero Fidelma no sentía inquietud. Encontró el bote y subió, desató la cuerda de amarre y ayudándose de los remos se fue alejando del muelle de madera. Le costó un poco desarmar los remos y avanzar con bogas firmes en dirección al barco.

No se oía ni un sonido y la oscuridad se intensificaba con una capa de nubes bajas. Ni siquiera se percibían los sonidos de las aves nocturnas o los chapoteos de algunas criaturas acuáticas. Sólo los golpes de los remos y el murmullo del agua mientras ella impulsaba el bote sobre las aguas quietas rompían el silencio.

– ¡Hey!

Fidelma reconoció el saludo de Odar al acercarse al barco.

– ¡Soy yo! ¡Fidelma! -respondió acercando el bote al costado.

Unas manos dispuestas la ayudaron a subir y amarrar su bote.

Odar y Eadulf estaban en la cubierta y desde allí la saludaron.

– Estábamos preocupados por vos -dijo Eadulf en tono brusco-. Esta tarde hemos tenido una visita.

– ¿Olcán? -se interesó Fidelma.

Odar hizo un gesto afirmativo.

– ¿Cómo lo sabéis? -preguntó.

– También vino a la abadía a hacer preguntas. Yo creo que sabe que Eadulf y Comnat han escapado. Estaba especialmente interesado en saber adónde había ido Ross.

– Yo desconfié de él inmediatamente -confirmó Odar-. Escondimos al hermano Eadulf abajo cuando él subió a bordo.

– ¿Sospechó algo?

– No -respondió Odar-. Le dije que Ross se había ido a hacer algún negocio por la costa. Hizo ver que comprobaba el derecho que tenía Ross a quedarse con el barco por haberlo rescatado.

– Excelente -aprobó Fidelma-. Eso encaja con lo que yo le dije. Yo creo que los conspiradores están definitivamente preocupados de que Eadulf o Comnat puedan dar la alarma antes de que sus planes estén listos del todo.

Odar se encaminó hacia el camarote del capitán y Eadulf fue tras Fidelma.

– ¿En tal caso no sería prudente marcharnos enseguida de aquí? -preguntó Odar.

Fidelma dio una respuesta negativa con la cabeza.

– Yo todavía tengo que cumplir con mi deber en la abadía. Y creo que estoy cerca de resolver finalmente este misterio.

– ¿Pero seguro que sabemos quién es el responsable del asesinato de Almu? -inquirió Eadulf-. Odar me estaba explicando lo que había acontecido en la abadía y parece lógico que Almu murió a manos del joven de las minas de cobre que la ayudó a escapar. Que hiciera eso y luego detuviera cualquier intento de búsqueda indica que era alguien de un cierto rango, tal vez un jefe. Parece que Olcán sea el culpable.

– ¿Al ver a Olcán lo reconocisteis?

– No -admitió Eadulf-. Pero parece que encaja.

Fidelma sonrió burlonamente a Eadulf.

– Habéis estado ocupado -dijo divertida-. El problema de vuestra teoría, Eadulf, es que no aporta un motivo. ¿Por qué dejar escapar a Almu y luego matarla? Para toda acción hay un motivo, aunque el motivo sea la locura. Olcán no me parece un loco. ¿Cómo explicaríais la muerte de Síomha?

Eadulf se encogió de hombros.

– Ese crimen todavía no lo he resuelto.

Fidelma esbozó una sonrisa.

– Entonces quizá yo pueda informaros, Eadulf. Por la mañana necesitaré vuestra ayuda. Hay un lugar misterioso debajo de la abadía en el que tengo que entrar y no puedo hacerlo sola. Vos conocéis mis métodos. Ya habéis trabajado conmigo. Vuestra ayuda puede ser muy valiosa.

Eadulf observó a Fidelma detenidamente. Conocía aquella expresión. Estaba claro que no iba a conseguir más información de ella hasta que estuviera lista. Suspiró.

– ¿No sería mejor esperar a que regresara Ross antes de embarcarnos en ese asunto?

– Cuanto más tiempo dejemos pasar, mayor facilidad tendrán para escapar los responsables de las muertes de Almu y Síomha. No, antes del amanecer, mañana, quiero que nos encontremos al pie de la torre de la abadía. Y tened cuidado. Id antes de que se haga de día, porque siempre hay una hermana en la torre vigilando el reloj de agua.

– ¿Por qué no esta noche?

– Porque desconfío de la doirseór, sor Brónach. Sabe que estuve fuera la pasada noche y creo que sospecha de mí y me vigila de cerca.

– ¿Creéis que está involucrada?

– Tal vez. Aunque involucrada en qué, no estoy todavía segura. ¿Implicada en la conspiración de insurrección? ¿O implicada en los asesinatos? No lo sé.

– Parecéis estar segura de que las dos cosas son asuntos distintos -observó Eadulf.

– No estoy segura. Espero que mañana conozcamos la verdad.


Todavía era oscuro cuando Fidelma se levantó, se lavó la cara y se vistió deprisa, tras lo cual se echó por encima su pesada capa para protegerse del frío. Fuera, los edificios y el patio de la abadía estaban blancos y Fidelma pensó que había vuelto a nevar. Sin embargo, se dio cuenta de que era escarcha por el centelleo de la capa. También vio que arriba, en las montañas, sí había caído nieve, que reflejaba la luz previa al amanecer creando un paisaje crepuscular. Se detuvo a examinar el cielo desde la ventana y calculó la hora que era por las estrellas apagadas, pues las nubes que habían traído la nieve ya habían desaparecido. Un par de puntos oscuros moviéndose en la montaña llamaron su atención. Entrecerró los ojos para ver mejor, y distinguió dos jinetes abriéndose camino entre la nieve a un paso peligroso. Los dos jinetes iban en sus corceles tan deprisa que Fidelma se quedó un momento fascinada. Se dio cuenta de que iban camino de la fortaleza de Adnár y se preguntó qué sería lo que llevaba a aquellos visitantes a cabalgar tan pronto por la mañana y con tanta urgencia.

Volvió a sus asuntos y abandonó el hostal con gran silencio, encaminándose a la crujiente alfombra de escarcha blanca que cubría el patio. El crujido de la escarcha bajo sus pies se elevó al apresurarse hacia la torre. Eadulf no estaba esperándola y ella se detuvo.

Casi enseguida captó del sonido de una madera chocando contra las aguas y poco después surgió ante ella la figura alta de Eadulf. Él también iba envuelto en una gruesa capa.

– Hace frío, Fidelma -dijo Eadulf a modo de saludo.

Fidelma se puso un dedo junto a los labios.

– ¡Seguidme en silencio! -le susurró.

Eadulf siguió a Fidelma, que pasó delante de la entrada a la torre y luego entró en el almacén de piedra. Allí se detuvo y fue a tientas en la oscuridad. Eadulf oyó el ruido del pedernal y al momento Fidelma había encendido una linterna para iluminar la habitación.

– ¿Qué vamos a hacer? -inquirió Eadulf en voz baja.

– Vamos a explorar la cueva -replicó Fidelma con un susurro.

Empezó a descender las escaleras de piedra hasta el interior de la cueva almacén y Eadulf la siguió con cautela.

– No se puede esconder gran cosa aquí -observó oteando por encima del hombro de Fidelma-. ¿Adónde llevan esas escaleras?

– ¿Ésas? Arriba, a la torre. Pero venid hacia aquí. Aquí es donde necesito vuestra ayuda.

Se dirigió hacia las cajas que no había podido mover el día anterior. Colocó con cuidado la lámpara.

– Lo más en silencio que podáis -instruyó a Eadulf haciéndole señal de que la ayudara a mover las cajas.

Con gran sorpresa se dio cuenta de que sólo las dos cajas de arriba eran pesadas. Eran, de hecho, muy pesadas, y Eadulf arrancó con cuidado uno de los trozos de madera podrida para examinar el contenido. Se quedó mirando el interior, indignado.

– ¿Tierra? Nada más que tierra y trozos de roca. ¿Quién iba a querer guardar tierra en una caja?

Fidelma estaba contenta porque ella iba por buen camino, pero no quiso aclararle nada más a Eadulf, y le hizo un gesto para que la ayudara a levantar las otras cajas. Estaban vacías y se movían con facilidad. Cuando Eadulf empujó una de las cajas de abajo, Fidelma sonrió con satisfacción.

La caja ocultaba un agujero en la pared de la cueva, una abertura oscura de unos dos pies de ancho y tres pies de alto. Se inclinó y lo examinó. Era un pasadizo diminuto que, al cabo de unos pies, parecía abrirse un poco. Por el aspecto de la entrada parecía que acababa de ser excavado. La lógica indicaba que el material extraído del pasadizo era la tierra y las piedras que estaban en las cajas. Sin embargo, también resultaba claro que la entrada inmediata al pasadizo se había rellenado con los escombros y que el pasadizo era más antiguo que los escombros que lo tapaban. Así pues, en algún período anterior, alguien había rellenado parte del pasadizo y, más recientemente, alguien lo había excavado.

Fidelma estiró el brazo y metió la linterna todo lo que pudo en el pasadizo. La luz no iluminaba mucho, pues al parecer el estrecho acceso describía una curva hacia la oscuridad. Sin embargo, vio que al cabo de unos pasos el pasadizo ganaba en altura, hasta unos cinco pies, aunque no era más ancho. Se quedó pensando en eso. El aire era helado y en cierto modo fétido. Olía a agua estancada. Pero aquel pasadizo había de llevar a algún sitio y alguien lo había excavado.

– Me voy a meter por ahí -decidió.

Eadulf se mostró dudoso.

– No creo que haya sitio. ¿Y si os quedáis atascada?

Fidelma le lanzó una mirada despectiva.

– Me podéis esperar aquí, si queréis.

Cuando se metió dentro, el frío era glacial. La superficie rocosa estaba húmeda y en algunos puntos cortante: la arañaba y le rasgaba la ropa. No fue mucho más fácil una vez hubo avanzado unos pasos. De repente el pasadizo giraba y luego volvía a girar y, con una brusquedad confusa, se encontró en una cueva más pequeña, de techo bajo, de no más de seis pies de altura. También estaba a oscuras y casi helada y el aire apestaba, era un hedor a putrefacción.

Levantó la linterna y con la otra mano se apoyó.

La superficie que tocaba era curiosa, fría y blanda. También le dio la sensación de que parecía una piel de animal húmeda. Retiró la mano inmediatamente y acercó la linterna.

Sintió náuseas y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no gritar de asco.

Había puesto la mano en una cabeza. Una cabeza cortada colocada en un estante de piedra en el muro de la cueva. Era la cabeza de una mujer, con el cabello largo y castaño aplastado por la humedad. Al lado había la cabeza de otra mujer. Una de ellas estaba en estado de descomposición, con la carne blanca y podrida. La peste era insoportable.

Fidelma no necesitó ser vidente para saber que aquéllas eran las cabezas de sor Almu y sor Síomha. Los rasgos de sor Síomha se reconocían fácilmente.

Fidelma sintió que una mano le tocaba el hombro y esta vez el miedo se transformó en un terrible gemido. Casi se le cae la linterna de la mano. Se giró y vio a Eadulf que la miraba perplejo.

– ¡Maldita sea…! -soltó con vehemencia, antes de suspirar aliviada.

Eadulf parpadeó, no estaba acostumbrado a oír una maldición en los labios de la religiosa irlandesa.

– Lo siento, pensaba que os habíais dado cuenta de que os iba siguiendo.

Se detuvo cuando sus ojos se posaron en el horripilante descubrimiento bajo la luz vacilante de la linterna de Fidelma. Tragó saliva.

– ¿Son…?

Fidelma todavía intentaba recomponerse.

– Sí. Una fue sin duda sor Síomha. La otra supongo que fue sor Almu.

– No lo entiendo. ¿Por qué han colocado aquí sus cabezas?

– Hay muchas cosas confusas en este momento -respondió Fidelma-. Exploremos un poco más.

Fidelma, con la cabeza gacha, avanzó un poco hacia el interior de la cueva sosteniendo delante la linterna. De repente la mano de Eadulf la agarró por la muñeca e hizo que se detuviera. Fidelma se sobresaltó.

– ¡Un paso más y hubierais caído dentro! -explicó Eadulf mientras la miraba asustado.

Fidelma miró a sus pies.

Delante de ella había una gran zona oscura. La lámpara parecía que se reflejara en un espejo. Se dio cuenta de que era agua. La mayor parte de la cueva era una estanque subterráneo. Y flotando en el agua había lo que parecía que eran dos toneles vacíos. De vez en cuando había una onda y los barriles se acercaban peligrosamente el uno al otro. Si se tocaban, reflexionó Fidelma, producirían aquel sonido hueco. Esto sin duda retumbaría, pues la cueva hacía de caja de resonancia.

Pero aparte del estanque y los barriles, no había nada más en la cueva. Al parecer el estanque se alimentaba de la bahía a través de algún conducto subterráneo, lo que explicaba las ondas que surgían de vez en cuando sobre la superficie. Pero la mayor parte del agua parecía estancada, así que supuso que el estanque no era totalmente fruto de las mareas. Sin embargo, la sorprendía el vacío de la cueva, pues ella esperaba encontrar más, mucho más, que simplemente un estanque desolado y unos barriles vacíos. Vio que entre las rocas y salientes que constituían el suelo de la cueva, la tierra era de un lodo rojizo. Acercó la linterna a las paredes rocosas y observó unos trazos.

– ¿Qué es esto? -preguntó Eadulf-. Iluminad por aquí.

Señalaba algo justo en el borde del círculo de luz que emitía la lámpara, algo en la pared de la cueva a la altura de los ojos. Fidelma se acercó.

Las señales sobre la pared se parecían a las que había al pie de las escaleras, sobre el arco, en el interior de la cueva del almacén.

– «El sabueso de Dedel» -dijo Fidelma en voz baja.

Eadulf mostró su desaprobación.

– ¿Un sabueso? A mí me parece más bien una vaca -objetó.

– Dedelchú -dijo Fidelma, casi para sí-. El signo del sabueso de Dedel. Un sacerdote pagano…

De repente Eadulf soltó un gemido de dolor.

Fidelma apenas tuvo tiempo de girarse; el monje sajón se desplomó contra ella y la empujó tambaleándose hacia la pared. Por un momento Fidelma pensó que iba a dejar ir la valiosa linterna, pero consiguió mantener el equilibrio. No sabía lo que le había sucedido a Eadulf y su primer pensamiento fue inclinarse para ver qué le había hecho caer. Por un momento, la desconcertó ver sangre en la cabeza. Entonces algo la hizo mirar hacia arriba.

Unos pasos más allá, justo en el interior de los pálidos rayos de la linterna, había una figura. La luz centelleaba con maldad en la hoja desnuda de una espada que sostenía amenazadora en su mano. Fidelma sintió un escalofrío que le recorría el cuerpo.

– ¡Así que sois vos, Torcán! -exclamó controlando la voz, deseando que no se percibiera el temor en su tono.

El joven príncipe de los Uí Fidgenti no mostraba expresión alguna en el rostro.

– He venido a… -empezó a decir, con la espada levantada.

Luego todo se le hizo borroso.

Levantó la hoja en aquel espacio reducido al nivel de su garganta. Torcán, el hijo de Eoganán de los Uí Fidgenti, la había retirado para coger fuerza y… Entonces se detuvo y pareció sorprendido. Se tambaleó unos pasos. Se le abrió la boca y algo oscuro empezó a chorrear por una comisura. Se quedó bamboleándose, con una expresión extraña, casi cómica. La espada se le cayó de la mano, y resonó contra el suelo rocoso de la cueva. Torcán se fue desplomando lentamente, tan lentamente, que primero cayó de rodillas y luego de bruces.

Fue entonces cuando Fidelma vio una segunda sombra detrás. Agarraba con tanta fuerza la linterna que hubiera sido imposible arrancársela en aquel momento. La sombra avanzó, llevaba una espada en una mano. La luz iluminó las manchas de sangre de Torcán en la hoja.

Tras un silencio, Fidelma oyó que Eadulf empezaba a gemir. El monje sajón se puso de rodillas y sacudió la cabeza.

– Alguien me ha golpeado -se quejó.

– Eso es bien obvio -murmuró Fidelma con amable ironía. Sus ojos no dejaban de mirar al recién llegado.

Adnár de Dún Boí dio un paso más adentrándose en el círculo de luz.

– ¿Estáis malherida? -preguntó, envainando su espada.

Eadulf, recobrado el conocimiento, consiguió ponerse en pie. Todavía tenía sangre en la cabeza, pero sacó fuerzas de donde pudo. Bajó la vista hacia el cuerpo de Torcán y abrió los ojos sorprendido cuando vio los rasgos del joven. Empezó a abrir la boca para decir algo, pero Fidelma le tiró del brazo para que callara.

– Yo no estoy herida, pero mi compañero necesita ayuda -respondió Fidelma.

Se inclinó para examinar el cuerpo de Torcán, pero no había que mirarlo mucho para darse cuenta de que el golpe de espada de Adnár había resultado mortal. Fidelma alzó la vista y miró al jefe de Dún Boí.

– Parece que me habéis salvado la vida, Adnár.

Adnár se mostró preocupado al mirar al hijo muerto del príncipe de los Uí Fidgenti.

– No era mi intención matarle -confesó-. Deseaba obtener alguna información más de Torcán.

– ¿Información?

– Me acabo de enterar de graves noticias, Fidelma. -Adnár se detuvo y lanzó una mirada rápida al alto monje sajón-. Sin duda éste es el hermano Eadulf. Estáis herido, hermano. Tal vez sería mejor que saliéramos de este lugar insalubre y que os curen la herida.

Fidelma examinó la cabeza de Eadulf a la luz de la linterna.

– Una herida superficial -fue su veredicto-. Sin embargo, hay que vendarla. Creo que Torcán os ha golpeado con una roca y no con su espada. Venid, hay que limpiarla inmediatamente. Conducidnos hasta el interior de la otra cueva, Adnár.

El jefe se escabulló por la retorcida abertura, seguido por Eadulf y luego por Fidelma.

En el subterraneus de la abadía, donde o Torcán o Adnár habían dejado una segunda linterna, Fidelma rogó a Eadulf que se sentara en una de las cajas de madera mientras ella cogía un trozo de tela y le indicaba a Adnár que le acercara una de las jarras amontonadas en un lateral de la cueva, cuyos olores anunciaban que contenían cuirm. Empapó la tela en el líquido y empezó a aplicarlo en la herida de Eadulf.

– ¿Cuál es esa noticia grave de la que os habéis enterado, Adnár? -preguntó mientras iba trabajando, sin hacer caso de los suaves quejidos de protesta de Eadulf debidos al contacto de la herida con el alcohol.

– Tenéis que enviar un mensaje a vuestro hermano Colgú. Está en peligro. El padre de Torcán, Eoganán de los Uí Fidgenti, está organizando una insurrección contra vuestro hermano. Torcán formaba parte de la conspiración, pues le oí hablar de ello. Yo creo que Olcán también está implicado, pues su padre, Gulban Ojos de Lince, también era un conspirador. Su recompensa sería que Eoganán lo convertiría en jefe de los Loígde. He ordenado que se vigile a Olcán. He seguido a Torcán hasta aquí, creyendo que venía a encontrarse con otros conspiradores. Entonces vi que estaba a punto de golpearos y yo le ataqué primero. Mi única intención era herirlo, para que pudiera explicarnos más de esa conspiración.

La sorpresa de Fidelma no era fingida. Estaba segura de que Adnár formaba parte de la conspiración de los Uí Fidgenti. La declaración tan dramática de Adnár anuló sus sospechas.

– Gulban es vuestro jefe, Adnár -señaló Fidelma-. Sin duda le debéis primero lealtad a él.

– No cuando conspira contra los Loígde y mi rey legítimo. ¿Por qué razón -preguntó de repente frunciendo el ceño- desaprobáis mi lealtad a los Loígde y a Cashel?

Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.

Adnár continuó hablando:

– No entiendo qué quería conseguir Torcán matándoos. Hubiera sido mejor para él y para sus compañeros en la conspiración tomaros como rehén en caso de que hubiera sido necesaria alguna negociación si el ataque a Cashel fracasaba.

– Hay más cosas -comentó Fidelma con calma-. En aquella cueva de allá están las cabezas de sor Almu, que escapó de las minas de cobre de Gulban, y que, creo yo, intentaba advertir a la abadía de la rebelión. Hay otra cabeza, la de sor Síomha.

Adnár la miró sorprendido.

– No lo entiendo. ¿Queréis decir que Torcán también las mató? Pero, ¿por qué? ¿Tal vez para que no revelaran su conspiración?

Fidelma había acabado de limpiar la herida de Eadulf. Era una simple abrasión y confirmaba lo que ella había supuesto, que había sido hecha con una piedra. Torcán debió de lanzarla o golpearle en un lado de la cabeza.

– Si lo que decís es cierto, como magistrado que sois, deberé ser testigo de ese hallazgo.

Como ella no se opuso, Adnár desapareció por la abertura hacia el interior de la siguiente cueva.

– Es mejor que me digáis qué está sucediendo -gruñó Eadulf, aguantándose la cabeza con una mano.

– Lo que sucede -susurró Fidelma- es que la neblina de la confusión se está empezando a despejar.

– Para mí no -suspiró Eadulf perplejo-. Pero el chico que acaban de matar fue nuestro secuestrador en las minas de cobre.

– Ah, ya sabía que me lo ibais a revelar -dijo Fidelma- Pero por ahora no digáis nada.

– ¿Entonces, quién es ese hombre?

Fidelma se ablandó un poco y se lo explicó. Adnár ya había regresado entonces, con expresión ceñuda.

– Las he visto, hermana. Es una mala cosa. Como dálaigh, tenéis más jurisdicción que yo. ¿Qué pensáis hacer respecto a este asunto?

Fidelma no respondió directamente. En lugar de eso, ayudó a Eadulf a levantarse.

– Primero, tenéis que ayudarme a llevar a Eadulf al hostal de huéspedes -respondió-. Le han dado un golpe. Creo que le tienen que aplicar alguna hierba en la herida y después ponerse a descansar un poco. Luego, Adnár, hablaremos.


Más tarde aquella mañana, Fidelma y Eadulf regresaron a la cueva con un grupito. La abadesa Draigen, que no hizo caso a su hermano con estudiada frialdad, fue junto con sor Brónach. Cada una, por turno, identificó los horribles restos de sor Almu y sor Síomha. Dos hermanas colocaron los restos en un saco y se los llevaron bajo las órdenes de sor Brónach, para enterrarlos con los otros restos.

Draigen miraba con desprecio el cuerpo de Torcán, que todavía estaba tal como había caído.

– Tal vez vuestro compañero -dijo la abadesa señalando hacia Eadulf, que ya estaba mucho más recuperado- podría ayudar a Adnár a retirar este cadáver. No hay sitio para él en los terrenos de la abadía.

– Por supuesto, madre abadesa -admitió Eadulf dispuesto, sin captar la animadversión latente en el tono de aquélla.

Pero Fidelma retuvo un momento a Eadulf. Frunció el ceño mientras se inclinaba una vez más sobre el cadáver y pasaba su mano por donde su ojo observador había percibido un bulto bajo el jubón del muerto.

– Curioso -murmuró Fidelma, adelantándose y extrayendo unas hojas de pergamino.

La luz de la linterna dejó ver que estaban manchadas de barro rojizo.

– ¿Bien? -inquirió la abadesa Draigen, mostrándose expectante.

Fidelma dobló las páginas en silencio y se las metió en la crumena. Luego sonrió a la abadesa.

– Ahora se puede retirar el cuerpo. Pero quizá sería mejor que Adnár enviara a alguno de los criados de Torcán para hacerse cargo de él. Ese trabajo no es muy adecuado para un bó-aire y un hermano de la fe.

La abadesa resopló molesta y respondió.

– Como queráis, mientras lo retiréis.

Entonces se fue sin decir palabra. Adnár esperó a que se hubiera ido y luego se encogió de hombros.

– Haré lo que habéis dicho, sor Fidelma, y enviaré a los criados de Torcán para que recuperen el cadáver.

Como Fidelma no añadió nada, él también siguió a su hermana fuera del subterraneus.

Más tarde, cuando Fidelma estaba sentada en su celda del hostal de huéspedes frente a Eadulf, aplanó bien las hojas de pergamino que había recuperado del cuerpo de Torcán.

– ¿Qué es? -preguntó el monje sajón acercándose-. A la abadesa no le gustó que no le dijerais nada al respecto.

Fidelma las había identificado inmediatamente cuando las había sacado del cadáver de Torcán.

Eran las páginas que faltaban del libro Teagasg Rí, las Instrucciones del Rey. Las páginas que faltaban del apéndice biográfico de las instrucciones filosóficas de Cormac Mac Art. Les echó una ojeada rápida. Sí, tal como había sospechado, estaba la historia de Cormac y del ternero de oro. La historia continuaba hablando del sacerdote del ternero de oro y de cómo se suponía que había matado a Cormac, haciendo que se le clavaran tres espinas de salmón en la garganta.

– «Después de esta infamia -siguió leyendo en voz alta-, el impío sacerdote se retiró, llevándose con él el fabuloso ídolo que valía el precio de honor de todos los reyes de los cinco reinos de Éireann junto con el propio Rey Supremo. El sacerdote regresó a su país en el otro extremo del reino, al lugar de los Tres Salmones, y escondió el ternero de oro en las primitivas cuevas esperando el momento en que la nueva fe fuera derrotada. Y durante generaciones, cada sacerdote del ternero de oro, que esperaba el día de la expiación, tomó el nombre de Dedelchú.»

Eadulf frunció el ceño.

– ¿El sabueso de Dedel? Eso ya lo mencionasteis antes.

Fidelma sonrió.

– El sabueso del ternero. Lo busqué en el Glosario de Longarad. «Dedel» es una palabra antigua, apenas utilizada hoy en día, que significa específicamente un ternero de una vaca.

– Ah, ¿no os dije yo que esos dibujos eran más un ternero que un sabueso? -observó Eadulf alegremente.

Fidelma contuvo un suspiro.


Al día siguiente el sonido de una trompeta proveniente de la fortaleza de Adnár hizo que Fidelma saliera del hostal de los huéspedes y mirara hacia el otro lado de la bahía. Dos barcos entraban en el puerto. No le costó reconocer el barc de Ross. La otra elegante nave que la acompañaba, tras su estela, era sin duda un barco de guerra, en el que ondeaban los colores de los reyes de Cashel. Fidelma dejó ir un suspiro de alivio. La espera había terminado y, por primera vez desde que Ross había partido, ya no se sentía amenazada.

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