Capítulo XVI

Sor Fidelma se quejó al sentir como si la sacaran de un capullo oscuro y cálido a la dura, fría y grisácea luz. Sor Brónach estaba inclinada sobre ella mientras le sacudía el hombro.

– Os habéis dormido, hermana. Es tarde -le decía sor Brónach.

Fidelma parpadeó con rapidez, el corazón le latía con fuerza. Le costó un rato recordar dónde estaba. Luego se dio cuenta de que se había escabullido hasta el interior de la abadía, a la casa de los huéspedes, justo cuando empezaba a amanecer. Había dejado a los otros en los bosques situados detrás de la abadía, para que fueran a realizar las tareas fijadas, y había recorrido a pie la pequeña distancia hasta el complejo de la abadía, bajo un cielo duro y frío. Estaba exhausta, se había sacado la ropa y se había tumbado en el camastro. Le parecía que de eso hacía tan sólo un momento. En realidad habían pasado ya dos horas, o al menos eso calculó por la luz de la ventana.

Por un instante se preguntó si tendría que decirle a sor Brónach que quería seguir durmiendo. ¿Tal vez pudiera alegar que se encontraba mal? Pero sor Brónach estaba allí de pie, mirándola con desaprobación, y Fidelma no quería levantar ninguna sospecha de que había pasado la noche fuera. Hacía mucho frío y vio que había cubitos de hielo en la jofaina que la esperaba para hacer las abluciones matinales. Era consciente de que sor Brónach la observaba mientras se empezaba a lavar.

– Hay un joven guerrero que está esperando para veros -dijo finalmente sor Brónach con desaprobación.

Fidelma sintió un escalofrío en el cogote.

– ¿Oh? ¿Sabéis quién es? -preguntó mientras se apartaba de la jofaina y alcanzaba la toalla.

– Sí, lo conozco. Es el joven Olcán, el hijo del jefe de los Beara.

Fidelma apretó las mandíbulas automáticamente.

¡Vaya! ¿Los guerreros de las minas habrían alertado a Olcán de que Comnat y Eadulf habían escapado?

– Decidle que enseguida me reúno con él -dijo Fidelma mientras se inclinaba para seguir con su aseo.

Sor Brónach se fue. Fidelma se lavó mientras se sentía terriblemente cansada y deseaba regresar a la cálida y confortable cama. Aguantó ese impulso, se obligó a parecer que había pasado la noche durmiendo relajada.

Diez minutos después, fue al encuentro de Olcán, que estaba sentado en la duirthech, la capilla de roble de la abadía. El fuego estaba encendido en un brasero, en la parte posterior de la capilla, y parecía el único lugar cálido fuera de los límites prohibidos de los dominios de la comunidad, donde los visitantes pudieran resguardarse de las inclemencias del tiempo.

– Os deseo un buen día, hermana -saludó Olcán levantándose. Estaba alegre y sonriente-. Parece que os habéis dormido…

Fidelma deseó que sor Brónach hubiera sido más cauta con la información.

– La fiesta que preparó Adnár la pasada noche fue bien agradable -contestó-. El vino excelente y la buena comida no están a mi alcance cada día. Me temo que abusé demasiado.

– Sin embargo os fuisteis pronto -señaló Olcán.

Fidelma no se inmutó, intentando deducir si había alguna indirecta en el tono del joven.

– Pronto para vos, pero no para una persona de la fe -respondió Fidelma-. Era medianoche cuando llegué a la abadía.

– Y ahora ya han pasado las ocho -dijo Olcán, levantándose y estirándose frente al brasero. Se dirigió a una de las ventanas de la capilla que daba a la bahía-. Veo que el barc de Ross ha vuelto a partir. Se debe de haber ido con la marea de la mañana.

¿Estaba Olcán jugando a algo con ella? No adivinaba adónde llevaban sus comentarios.

Fidelma se acercó hasta él y miró hacia la bahía. Tan sólo estaba anclado el mercante galo, con su altos mástiles. Suspiró en silencio aliviada al ver que Ross había partido sin ser visto.

– Así es -dijo, como si fuera algo nuevo para ella.

Olcán la miró con ojos penetrantes.

– ¿No sabíais que se había ido? -preguntó repentinamente y con rudeza.

– Ross no me informa de sus asuntos. Sé que comercia con frecuencia a lo largo de esta costa. Seguro que regresará. Ha dejado a una parte de su tripulación aquí para vigilar el barco que reclama por haberlo salvado -dijo Fidelma señalando el mercante-, y además me tiene que llevar de vuelta a Ros Ailithir cuando termine mi investigación.

– ¿Y ha concluido esa investigación?

– Como dije la pasada noche, todavía falta mucho por aprender y por tomar en consideración.

– ¿Ah? Yo pensaba que tal vez había habido algún avance.

Fidelma consiguió mirarlo con expresión asombrada.

– ¿Algún avance? ¿Desde que me fui de la fiesta anoche? Nadie me ha despertado para informarme de nada.

– Quería decir… -Olcán se mostró dudoso y luego se encogió de hombros-. Nada. Sólo era una idea.

Dudaba y estaba incómodo.

– Sor Brónach me ha dicho que queríais verme -dijo Fidelma aprovechando la ventaja-. Supongo que será para algo más que para ver si he dormido bien e informarme de que el barco de Ross se ha ido.

Olcán se quedó confuso al percibir un ligero sarcasmo en la voz de Fidelma.

– Oh, sólo es que Torcán y yo vamos a cazar. Nos preguntábamos si querríais venir con nosotros, pues dijisteis, cuando nos conocimos, que os gustaría ir a explorar y visitar algunos de los antiguos lugares de esta península y pasaremos por algunos sitios fascinantes.

Fidelma guardó la compostura. Resultaba obvio que aquella excusa se le acababa de ocurrir a Olcán.

– Os agradezco la idea. Hoy tengo que continuar con mis pesquisas aquí.

– Entonces, si me perdonáis, hermana, regresaré junto a Torcán y nos pondremos en marcha. El montero de Adnár ha localizado una pequeña manada de ciervos en las montañas, al oeste.

Fidelma observó al joven que se ponía la capa y salía de la capilla. Lo siguió hasta la puerta y estudió su figura al retirarse, mientras atravesaba el patio y los edificios. Un momento después, lo vio montado a caballo, cabalgando rápidamente por los bosques en dirección a la fortaleza de Adnár.

Para ella estaba claro cuál había sido el propósito de Olcán.

Regresó deprisa al hostal de los huéspedes y encontró a sor Brónach.

– Siento haberme dormido, hermana -admitió-. Estuve de fiesta con Adnár la pasada noche. ¿Hay posibilidad de que pueda comer algo? Me he perdido la llamada al refectorio.

Sor Brónach se la quedó mirando un momento con curiosidad.

– Una fiesta larga tiene que haber sido -observó con malicia, metiéndose en la sala común del hostal-. Ya os he preparado una fuente para vos, al darme cuenta de que os habíais perdido la primera comida del día.

Fidelma se sentó agradecida en una silla. Delante de ella tenía unos platos con huevos duros de ganso, pan y miel, y una jarrita con aguamiel. Se estaba sirviendo cuando de repente se dio cuenta del significado de la observación de sor Brónach, y echó una mirada inquisitiva a la hermana de cara triste.

Sor Brónach casi sonrió y contestó a la pregunta que no le había hecho.

– Llevo demasiado tiempo al cargo de este hostal para no conocer las idas y venidas de los huéspedes.

– Entiendo -dijo Fidelma reflexionando.

– Sin embargo -continuó la conserje de la abadía-, no es cosa mía hacer preguntas sobre los horarios de nuestros invitados, siempre que no interfieran en el funcionamiento de la comunidad.

– Sor Brónach, sabéis por qué estoy aquí. Es esencial que mi ausencia de la abadía no se sepa. ¿Tengo vuestra palabra al respecto?

La conserje hizo una mueca casi de desprecio.

– Ya lo he dicho todo.


Después del desayuno, Fidelma se dirigió a la biblioteca. Por el camino se encontró con la abadesa Draigen, que la saludó con desaprobación.

– No parece que estéis más cerca de resolver este misterio que cuando llegasteis -empezó diciendo la abadesa con tono jocoso.

Fidelma no mordió el anzuelo.

– Al contrario, madre abadesa -replicó contenta-, creo que hemos progresado mucho.

– ¿Progresar? Se ha cometido otro asesinato, el de sor Síomha, mientras estabais investigando. ¿Eso es progresar? A mi entender resulta más bien una cuestión de incompetencia.

– ¿Conocéis bien la historia de esta abadía? -preguntó Fidelma sin hacer caso de la amenaza.

La abadesa Draigen parecía desconcertada.

– ¿Qué tiene que ver la historia de la abadía con la investigación?

– ¿Conocéis su historia? -insistió Fidelma sin hacer caso de la última pregunta.

– Sor Comnat os la hubiera podido explicar, si estuviera aquí -respondió la abadesa-. La abadía la fundó hace un siglo santa Necht la Pura.

– Eso ya lo sabía. ¿Por qué eligió este lugar?

La abadesa levantó una mano y señaló los edificios de la abadía.

– ¿Acaso no es un lugar hermoso para establecer una fundación de la nueva fe?

– Sin duda lo es. Pero me han dicho que los pozos de aquí los utilizaban los sacerdotes paganos.

– Necht los santificó y purificó.

– ¿Así pues este lugar estaba en realidad dedicado a la antigua fe antes de la llegada del cristianismo?

– Sí. Según la historia, Necht llegó aquí y discutió la doctrina de Cristo con Dedelchú, jefe de los paganos que vivían aquí, en las cuevas.

– ¿Dedelchú?

– Así nos han contado la historia.

– ¿Sabéis por qué Necht llamó a esta abadía El Salmón de los Tres Pozos?

– Deberíais saber que El Salmón de los Tres Pozos es un eufemismo para referirse a Cristo.

– Pero también hay tres pozos aquí.

– Así es. Una agradable coincidencia.

– En los tiempos paganos se decía que los antiguos pozos tenían un salmón de conocimiento que moraba en el fondo.

La abadesa Draigen se encogió de hombros.

– No veo por qué estáis tan interesada en las antiguas creencias. Pero es bien sabido que el «Salmón del Conocimiento» era una poderosa imagen en las antiguas doctrinas. Bien podría ser que por eso llamemos a Cristo El Salmón de los Tres Pozos, expresando que él es parte de la Trinidad y fuente de conocimiento. Seguro que este asunto no nos va a llevar muy lejos si queremos saber quién es el culpable de los asesinatos aquí cometidos.

Fidelma se mostraba imperturbable.

– Tal vez. Gracias, madre abadesa.

Continuó de camino a la torre donde estaba la biblioteca y dejó a la abadesa mirándola asombrada.

– ¡Sor Fidelma!

El tono de la voz era suave pero apremiante. Al principio Fidelma no lo reconoció y se giró. Una figura delgada estaba de pie junto a la puerta del almacén, situado junto a la torre. Era sor Lerben.

Fidelma se aproximó a ella.

– Buenos días, hermana.

Sor Lerben le hizo señal a Fidelma de que entrara, como si no quisiera que la vieran hablando con ella. Fidelma frunció el ceño, pero obedeció aquel gesto apremiante. Dentro del almacén, sor Lerben iba escogiendo algunas hierbas con la ayuda de una linterna. Aunque fuera el día estaba nublado pero era brillante, el interior estaba oscuro y tenebroso.

– ¿Qué puedo hacer por vos, hermana? -preguntó Fidelma.

– Ayer me hicisteis unas preguntas… -empezó a decir Lerben. Hizo una pausa, pero Fidelma no intentó coaccionarla-. Ayer dije algunas cosas respecto… respecto a Febal, mi padre.

Fidelma la miró fijamente.

– ¿Os queréis retractar? -preguntó.

– ¡No! -respondió con vehemencia la joven.

– Muy bien. ¿Entonces?

– ¿Tiene que quedar constancia en algún sitio? La abadesa Draigen me ha… ha explicado las funciones de dálaigh. Dice que… bueno, yo no quisiera que quedara escrito así, bueno… lo que dije del granjero y de mi padre.

Estaba claro que la chica estaba confusa respecto al asunto. Fidelma se ablandó.

– Si el asunto no tiene relevancia para mi investigación de las muertes de Almu y Síomha, no tiene por qué constar.

– ¿Si no es de relevancia? ¿Cómo lo sabréis?

– Cuando haya completado mis pesquisas. Por cierto, me sorprendió encontraros en el bosque el otro día llevándole un libro para Torcán a la fortaleza de Adnár. ¿No teníais miedo de encontraros con vuestro padre, Febal?

– ¿Él? -inquirió de nuevo con una voz aguda-. No. Ya no le tengo miedo. Ya no.

– ¿De qué conocéis a Torcán?

– No lo conozco.

Fidelma se mostró algo sorprendida.

– ¿Cómo, entonces, es que le llevabais ese libro, qué era…?

Sor Lerben se encogió de hombros.

– Una antigua crónica, creo. No lo sé. Ya os lo dije, no sé leer ni escribir muy bien.

– Sí, eso ya me lo dijisteis. ¿Así pues, os dieron ese libro para que lo llevarais a Torcán?

– Sí.

– ¿Quién os dio el libro? Yo creía que sólo la bibliotecaria tenía permiso para sacar libros de la biblioteca de la abadía.

Sor Lerben sacudió la cabeza en señal de negación.

– No, la rechtaire también puede.

– ¿La rechtaire?

– Sí, fue sor Síomha quien me entregó el libro y me pidió que lo llevara a la fortaleza de Adnár y se lo entregara a Torcán.

– ¡Sor Síomha! ¿Y eso fue en la tarde anterior a su muerte?

– Eso creo.

– ¿Os explicó por qué Torcán tenía permiso para tomar el libro en préstamo en lugar de venir a la abadía a mirarlo?

– No. Simplemente me dijo que se lo llevara y luego regresara. Eso es todo.

Fidelma se sentía terriblemente frustrada. Cada vez que creía que estaba a punto de aclarar algo, le surgían muchas más preguntas. Dio las gracias a sor Lerben y abandonó el almacén; luego entró en la torre.

La sala principal de la biblioteca estaba a oscuras y Fidelma estuvo buscando en vano una lámpara en la penumbra.

Iba avanzando a tientas hacia el pie de las escaleras que subían al segundo piso, cuando oyó un sonido parecido al que haría alguien arrastrando un saco por el suelo, arriba. Se detuvo un momento y luego ascendió por las escaleras poco a poco, escuchando. Volvió a oír el mismo sonido.

La cabeza de Fidelma alcanzó el nivel superior y alzó la mirada. Había alguien sentado a la luz de la ventana ojeando un libro. Fidelma dejó ir un suspiro de alivio.

Era sor Berrach. El sonido que había oído era el de la hermana tullida al moverse por la estancia.

– ¡Buenos días, sor Berrach! -dijo Fidelma entrando en la estancia.

– Oh, sois vos, sor Fidelma.

– ¿Qué estáis haciendo?

Berrach levantó la barbilla, un poco a la defensiva.

– Ya os dije que me gustaba leer. Como sor Comnat y sor Almu no han regresado a la abadía, y sor Síomha no está aquí para decirme lo que he de hacer, ya no tengo que escabullirme de noche para leer.

Fidelma se sentó junto a Berrach.

– Yo también he venido a leer algo pero no he encontrado ninguna lámpara abajo.

– Aquí hay varias velas -dijo Berrach señalando una mesa-. ¿Queréis algún libro en particular?

– Iba a buscar uno de los anales que me han dicho que se conservan aquí. ¿Pero qué estáis leyendo? -Fidelma se inclinó y echó una mirada al texto.

Eó na dTrí dTobar… ¡El Salmón de los Tres Pozos! -Fidelma se sorprendió-. ¿Qué texto es éste?

– Un relato corto de la vida de Necht la Pura, fundadora de esta abadía -replicó sor Berrach.

– ¿Y menciona la discusión con Dedelchú, el sacerdote pagano?

Sor Berrach la miró sorprendida.

– Sabéis mucho de este lugar. Yo llevo aquí toda mi vida y sólo ahora leo este libro.

– Uno se va enterando de unas cosas aquí, de otras allá, Berrach. ¿Explica muchas cosas de Dedelchú? Es un nombre extraño. El significado del último elemento es fácil de reconocer, «sabueso de…» (el sabueso de Dedel). ¿Me pregunto qué o quién sería el originario Dedel? Me fascina el significado de estos nombres antiguos, ¿y a vos?

Sor Berrach la respondió con un gesto de negación con la cabeza.

– No especialmente. Me interesa más la historia, la vida de la gente. Pero tenemos una copia del Glosario de Longarad en la biblioteca.

– ¿Ah, sí? ¿Así que habéis podido leer algunos de los anales?

Berrach admitió que así era.

– He leído todos los anales que hay en esta biblioteca.

– ¿Conocéis los anales de Clonmacnoise?

– ¿Conocer? Sí. La misma sor Comnat hizo una copia. Se pasó seis meses fuera en la abadía de San Ciarán y copió el libro con el permiso del abad. Lo encontraréis en las estanterías de allí.

– Ya no está en la abadía. Está prestado, según sor Lerben, a Torcán, un huésped de Adnár.

– ¿Torcán, hijo de Eoganán de los Uí Fidgenti? -Sor Berrach estaba asombrada-. ¿Y para qué lo querría?

– Yo esperaba averiguarlo. Creo que estaba muy interesado en la historia de Cormac Mac Art. Había una página que se había consultado mucho. Era una entrada que tenía que ver con la muerte de Cormac Mac Art. ¿Supongo que no sabréis lo que pondría allí?

Berrach frunció el ceño reflexionando.

– Tengo muy buena memoria. Lo recuerdo con claridad. -Hizo una pausa y pensó atentamente-. La entrada hablaba de cómo Cormac asesinó a su enemigo Fergus y se convirtió en un Rey Supremo sabio y virtuoso. Hablaba de su libro de instrucciones y… -Hizo una pausa-. Ah, sí; continuaba hablando de cómo se había levantado un ternero de oro en Tara y se había desarrollado un culto alrededor de él, pues fue convertido en un dios. Los sacerdotes de este culto pidieron a Cormac que fuera a adorar a la imagen de oro, pero éste se negó diciendo que pronto se adoraría al herrero que había hecho aquella bella imagen. La entrada dice que el sacerdote principal de este culto consiguió que unas espinas de salmón se clavaran en la garganta del Rey Supremo durante una comida, de manera que Cormac llegara a morir.

Fidelma estaba fascinada con la facilidad con que Berrach recordaba el pasaje.

– ¿Conocéis algo más de la historia?

La joven religiosa sacudió la cabeza.

– Sólo que es simbólica, creo. Es decir, la historia del sacerdote pagano capaz de matar a Cormac con tres espinas de salmón.

¿Tres espinas de salmón? -preguntó Fidelma rápidamente-. ¿Qué simbolismo veis en ello?

– Yo creo que servía como una indicación de la identidad del sacerdote pagano. Cormac tal vez fuera asesinado, pero no hay manera de hacerlo de forma deliberada con tres espinas de salmón clavadas en la garganta de una persona, a menos que se acepte tal cosa como magia maligna. -Berrach sonrió irónicamente-. Y yo creo que vos ayudasteis a persuadir a esta comunidad de que cosas como la brujería y la magia no existían.

– ¿Qué más se sabe de este culto al ternero de oro?

– Poco más. La entrada en los anales de Clonmacnoise es, por lo que yo sé, la única referencia que hay de la creación y adoración de este ídolo, ese gran ternero de oro. He leído muchos otros anales, pero ningún otro menciona el culto al ternero de oro. Porque -añadió- si tan fabuloso ídolo existiera, valdría una fortuna.

Se oyó algo en la escalera. Era débil, pero Fidelma lo percibió, se giró bruscamente y le hizo señal a Berrach de permanecer en silencio. Estaba a punto de dirigirse a las escaleras cuando aparecieron los hombros y la cabeza de sor Brónach. A pesar de la penumbra, Fidelma vio que traía una expresión abochornada.

– Siento molestaros. Voy a la clepsidra.

A Fidelma le pareció que se trataba de una excusa inventada a toda prisa, pero a sor Berrach no pareció que le sorprendiera. Sonrió feliz a sor Brónach, que continuó su camino hacia el piso superior. Fidelma se volvió hacia Berrach y reanudó la conversación.

– Si recuerdo bien, el rey Cormac murió hace casi cuatrocientos años, ¿no es así?

– Así es.

– ¿Recordáis algo más de Cormac y de este ternero de oro?

Sor Berrach sacudió la cabeza.

– No, pero sé que sor Comnat le compró recientemente una copia de las instrucciones de Cormac a un mendigo. El libro se llamaba Teagasg Rí, Instrucciones del Rey. Un anciano que vivía arriba en las montañas vino a la abadía un día y le dijo a Comnat que su familia había conservado la copia durante mucho tiempo, pero que la quería cambiar por comida. Yo pasaba por ahí y oí la conversación. Si os interesa Cormac, entonces vale la pena leerlo. Está en la biblioteca.

Fidelma no contestó que ya sabía que el libro de instrucciones de Cormac estaba en la biblioteca y, sin duda, ella le había echado una mirada a la copia, que, como recordaba, estaba manchada de barro rojizo.

– ¿Cuándo tuvo lugar ese intercambio?

– No hace mucho. Una semana antes de que sor Comnat y sor Almu partieran hacia Ard Fhearta.

Fidelma se levantó, cogió una vela y la encendió.

– Gracias, sor Berrach. Voy a buscar ese libro ahora. Me habéis sido de gran ayuda.

Las Instrucciones de Cormac, Teagasg Rí, colgaban en una saca de un gancho. Extrajo el libro y miró a su alrededor en busca de un asiento. Colocó la vela en una estantería cercana y lo abrió y empezó a pasar las páginas de pergamino. Una vez más observó las extrañas manchas de barro rojizo que tenía. Pero el libro era ligeramente diferente a la última vez que lo había ojeado. Deseó haber prestado mayor atención entonces. Se dio cuenta de que faltaban dos páginas. Resultaba evidente que las habían cortado recientemente con una hoja afilada como la de un cuchillo, pues la siguiente tenía las marcas del corte.

¿Por qué habían cortado aquellas páginas? Examinó el texto detenidamente.

La sección no tenía nada que ver con la parte principal del libro, que era en realidad la filosofía del rey Cormac. Aquélla era una añadidura al libro, un comentario sobre la vida del Rey Supremo. No podía descifrar nada mirando las páginas anteriores y posteriores. Volvió a las primeras, buscando otra información.

El libro era viejo. El estilo era bastante tosco. No lo había escrito un buen escriba, de eso estaba segura. El trabajo principal estaba copiado con claridad, lo cual no resultaba sorprendente, pero la pequeña biografía de Cormac era nueva y parecía algo provinciana. En aquel momento deseó que sor Comnat se hubiera quedado en el barco galo con Eadulf. Le hubiera podido hacer alguna consulta respecto a las páginas que faltaban. ¡Eadulf! De repente se dio cuenta de que ni siquiera había pensado en él desde que se había arrastrado fuera de la cama aquella mañana. Sintió un placer momentáneo al saberlo vivo, a salvo y bien. Entonces, su mente volvió a la escapada de la noche anterior y de repente se sintió exhausta. Se hubiera puesto a dormir un ratito.

Se levantó, devolvió el libro a la saca de cuero y bostezó; sintió que una de las mandíbulas crujía. Se la frotó un momento. Luego cogió la vela y estaba a punto de apagarla. Entonces se acordó de la palabra «Dedel» y buscó en el Glosario de Longarad. No se sorprendió al ver cuál era la definición de la palabra. Le vino otro pensamiento.

Sofocó un segundo bostezo, cogió la vela y, protegiéndola de la corriente de aire, se dirigió a la escalera para bajarla y abandonar la biblioteca. Se detuvo a medio camino y vio que la sangre se había secado en un lado del pasillo. No tenía ninguna duda de que se trataba de la sangre de Síomha. ¿Habían matado a la hermana abajo en el subterraneus y la habían subido hasta la torre o la habían matado en la torre y se habían llevado la cabeza…?

Siguió bajando. Volvió a detenerse. Ahí estaba, la entrada abovedada y los trazos encima. Levantó una mano y pasó un dedo por la silueta del animal primitivo. Entonces suspiró.

– ¡Dedelchú! -susurró para sí-. «El sabueso de Dedel».

Atravesó la entrada hasta el interior de la cueva abovedada y la examinó minuciosamente bajo la luz vacilante de la linterna. El lugar donde había estado el cadáver ya no tenía las cuatro velas alrededor. Era una roca plana y alargada que al parecer las hermanas utilizaban como una especie de mesa. Empezando por la derecha, Fidelma empezó a caminar alrededor de los muros de la cueva, examinando todo minuciosamente, tanto como podía bajo la débil y vacilante luz. Poco había que examinar. Lo único que contenía la cueva eran las grandes cajas amontonadas una encima de otra en un lado de la cueva y la fila de amphorae y otros contenedores que olían a vino y otros licores.

Un buen registro de la cueva no reveló sino que se trataba de una gran cueva, con sólo las dos entradas: una junto a las escaleras provenientes del almacén de piedra; la otra junto a las escaleras provenientes directamente de la torre. Se quedó a un lado y contempló la penumbra con frustración. Estaba a punto de irse cuando un sonido repentino hizo que se sobresaltara y la vela saltó en su mano.

Era un sonido hueco, resonante. Como el sonido de dos barcos de madera que chocaran.

Parecía resonar justo detrás de ella. Pero detrás de ella no había nada más que sólida piedra gris, la piedra de los muros de la cueva. Se giró, la mente le iba muy deprisa mientras contemplaba las rocas sólidas buscando algo. Entonces otra vez se oyó el sonido hueco de dos naves chocando. Puso la mano en la fría y húmeda piedra y esperó. No se oía más que el silencio.

Estaba a punto de girarse para irse cuando percibió una zona oscura en el suelo rocoso. Se inclinó y vio que se trataba de tierra, todavía húmeda y pegajosa. Era de un color rojizo. Vio que formaba trozos irregulares, como si alguien hubiera pisado la tierra y luego hubiera caminado por la cueva. Fue siguiendo las huellas partiendo de la entrada, como si fuera el único camino lógico, y vio que subían por las cajas de madera amontonadas contra la pared.

Dejó la vela y empezó a empujar la caja de más arriba, pero carecía de la fuerza necesaria para moverla. Entonces volvió a oírse el sonido hueco. Parecía resonar entre las cajas. Luego, otra vez silencio.

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