– Tengo que llevarte a mi camión, regresar y llevar la cosecha a la dársena de procesamiento. Alguien me habrá visto entrando, así que tenemos que darnos prisa.
La mujer se agachó sobre él, tratando de deslizar un brazo alrededor de su espalda. Lev le golpeó el brazo para alejarlo y la miró fijamente a los ojos, deseando que supiera que esto era asunto suyo.
– Si esto es una trampa, la mataré.
– Lo sé, tipo duro -respondió.
Había algo malo en su respuesta, en su voz, en esa mirada fija. Ella no le temía. Todos le temían. Le miraban y veían a un asesino. Ella se estiró a por él otra vez y él bloqueó el brazo. La exasperación cruzó su cara. Ni ira ni temor, sino la exasperación que uno podría sentir hacia un niño revoltoso. Ella se frotó el antebrazo.
– Escúchame, Lev. -Pronunció mal su nombre, pero le gustó el modo en que lo hizo rodar en la lengua-. Estamos a punto de tener compañía. Estoy intentando llevar tu lamentable culo al camión y sacarte fuera de la vista antes de que eso ocurra. Coopera conmigo o quédate aquí y permite que quienquiera que te esté cazando te dispare.
Él miró a esos ojos negros. Suaves, líquidos y sorprendentemente hermosos. ¿De dónde coño había salido ella? Era como una ninfa del mar, alzándose del océano para arrastrarlo fuera de la tumba acuática. Sacudió la cabeza ante esas puras tonterías. Él no leía cuentos de hadas y seguro como el infierno no creía en ellos y ella seguro como el infierno no hablaba como las princesas de los libros tampoco.
Asintió con la cabeza pero le hizo gestos para que fuera a su lado izquierdo, dejando libre la mano derecha. Era ambidextro, podía matar con igual precisión desde ambos lados, pero estaba débil y no iba a correr riesgos. Ella envolvió el brazo en torno a él y sorprendentemente, teniendo en cuenta cuán delgada estaba, la mujer era fuerte.
Las piernas de Lev eran como de goma, pero las forzó a moverse. Un pie delante del otro. Podía oírla respirar por el esfuerzo de soportar su considerable peso. Ella apenas le llegaba al hombro. Eso le hacía sentirse como menos que un hombre, inclinándose sobre ella de ese modo. Lo odiaba, odiaba la idea de estar tan indefenso que no tuviera elección. Murmuró para sí.
– ¿Estás jurando en ruso? -levantó la mirada mientras le ayudaba a llegar cerca del muele-. Pon las manos en el borde y por amor de Dios, no te caigas. Bajaré y te ayudaré en el muelle.
Pensaba que había estado jurando en silencio, no en voz alta. Eso sólo sirvió para recordarle que estaba muy ido. En realidad no estaba lo bastante golpeado para confiar en sí mismo. Agarró el borde, permitiendo que su mirada barriera el puerto. Estaba sorprendentemente vacío. Supo inmediatamente que no había estado aquí antes. Recordaba lugares, como mapas en la cabeza. Podía "ver" realmente cuadrículas, y una vez que había estado en algún lugar, el mapa se imprimía de forma indeleble en su mente. Por supuesto, no podía fiarse de su mente en este momento. Ni siquiera estaba absolutamente seguro de quien era, cuál de esas numerosas identidades era realmente la suya, o que se suponía que estaba haciendo.
La mujer subió al muelle y se estiró a por él. Había determinación en su cara y que Dios le ayudara… compasión. ¿Qué demonios era él? ¿Un perrito perdido? Mantuvo la cabeza baja, aunque no veía a nadie cerca ni poniendo atención. Ella caminó con él a un viejo camión mantenido, como su barco, en buenas condiciones. Apostaría a que si levantaba el capó, encontraría el motor brillando.
– Tengo que traer mi equipo y encargarme de la unidad. Si te llevo a casa y regreso, estaré haciendo algo extraordinario y alguien lo advertirá. Puedes tumbarte en el asiento mientras me ocupo de mi negocio. Permanece bajo la manta y fuera de la vista. La cosa es, que esto me va a llevar un poco de tiempo.
Trató de no parecer alarmado. Ya nadaba dentro y fuera de la realidad. Quería esconderse, salir de la vista, donde tenía una mejor oportunidad de reagruparse y sobrevivir.
– ¿Por qué tanto tiempo?
– Ellos levantarán las redes de mi barco, las pesarán y las pondrán en palés para que la carretilla las lleve al camión. Eso lleva tiempo, pero la mayor parte de los barcos no han salido así que no parece que tenga que esperar. Tendré que limpiar mi barco también. No puedo correr el riesgo de dejar espinas de erizos en la cubierta. Puedo blanquear mi equipo en casa.
Tenía sentido, pero todo lo que él quería hacer era cerrar los ojos y dormir. Necesitaba algún lugar seguro. Forzó un asentimiento.
– ¿Estás seguro que estarás bien? Puedo llevarte a un hospital…
– No. -Lo dijo firmemente-. Estaría muerto enseguida.
– ¿Estás seguro que alguien te busca?
Habían tratado de matarlo, ¿verdad? De otro modo, ella no habría tenido que arrastrarlo fuera del mar medio muerto. Se encogió de hombros y se concentró en entrar al camión sin caer de cabeza a sus pies.
Ella le ayudó a entrar y le entregó la manta. Él le agarró la mano, el pulgar trazó pautas circulares en medio de la palma.
– Díme tu nombre.
– Rikki. Rikki Sitmore. -Destelló una pequeña sonrisa-. Tengo apellido.
Él tuvo el impulso de sonreír. Había algo irresistible en ella. Quiso decirle que él tenía múltiples apellidos, pero se abstuvo.
– Trataré de darme prisa, pero tomará tiempo.
– Eso has dicho.
Rikki le hizo muecas, puso los ojos en blanco y cerró la puerta. Había razones por las qué ella no se acercaba a la gente, todos estaban locos. Le había sacado del mar, y si hubiera estado pensando en algo, le habría dejado allí. Ahora era su responsabilidad. Empujando las gafas de sol firmemente sobre su cara para que cubrieran su mirada directa, trepó a bordo del barco. Por alguna razón podía mirar directamente a Lev, y extrañamente, la manera en que le miraba no le había molestado como pasaba con la mayoría de las personas.
Encogiéndose de hombros, se empujó con el barco y se balanceó alrededor de los otros barcos atados a la dársena para llevar el suyo bajo la plataforma. El torno ya estaba en posición y Ralph bajó los ganchos para que ella conectara las redes a la escala.
– Has entrado temprano -dijo-. Acabo de llegar.
Ella se encogió de hombros.
– Nadie más salió hoy -dijo Ralph, garabateando en el papel y pegando el nombre del barco a los cajones blancos que llenó de erizos.
Rikki se sintió aliviada. Le gustaban los otros buzos y el pensamiento de esa monstruosa ola arrollándolos era aterrador.
– He visto que tenías compañía. ¿Algo malo?
Ella se tensó pero forzó un encogimiento de hombros casual.
– No -murmuró después de un largo silencio difícil. Los hombres estaban acostumbrados a sus respuestas tristes y raramente trataban de comprometerse con ella.
Se dio la vuelta rápidamente, dejándole que tratara con los cajones él mismo. Normalmente ella ayudaba, pero no quiso correr el riesgo de que le hiciera ninguna pregunta más. Condujo su barco de vuelta a su muelle y lo fregó meticulosamente como siempre hacía, perdiéndose en la tarea mientras el agua mecía al Sea Gypsy, meciéndole a ella suavemente. Se concentró completamente, no permitiendo nada en su mente excepto la pura sensación del barco, el cielo y las gaviotas rodeados por agua. Adoraba la manera en que las gotitas de agua brillaban en la cubierta como diamantes, los prismas de colores centelleantes, cada una hermosa y única. A veces, quedaba atrapada mirándolas durante largos espacios de tiempo. Tenía que forzar su mente a permanecer centrada en terminar lo más rápidamente posible, y tomaba disciplina no desaparecer en la rutina y fluir como hacía generalmente.
Cada red era guardada con cuidado, las mangas enrolladas del modo en que solía enrollarlas, un círculo flojo y preciso. Nadie jamás tocaba su equipo. No lo guardaban exactamente como se suponía que tenía que ir, lo cual era otra razón por la que no tenía un ayudante en su barco. Pero cómo podía explicarle a Blythe cuán incómodo era para ella, gente tocando sus cosas e intentando hacerlo bien, pero sólo volviéndola loca al no poner las cosas exactamente donde debían estar. Había una manera correcta y nadie parecía capaz de comprender eso.
Suspiró y se empujó las gafas a la nariz. Se había quedado en el barco tanto como era posible. El barco y el equipo estaban tan limpios como podía. Había inspeccionado el compresor de aire y las mangas, y ahora, si no había un cadáver en el asiento de su camión, tendría que encarar la música y hacer algo con él. Mejor el cadáver. Si ninguna de su familia estaba en casa, estaría pegada a él, y no tenía absolutamente ni idea de qué hacer con él porque nadie, nadie, entraba en su casa mientras se encontraba en ella.
Blythe era la única persona a la que dejaba entrar y no podía estar dentro mientras Blythe estuviera. Se empujó el pulgar en la boca y lo mordisqueó, frunciendo el entrecejo a medida que avanzaba de vuelta al camión. Se paró fuera durante un momento, respirando, armándose de valor para entrar en unos confines tan cerrados. Él estaba en su camión. Eso era casi tan malo como que estuviera en su casa. Comenzaba a desear no haberlo sacado nunca del agua.
Mordiéndose el labio con fuerza, abrió la puerta. Lev estalló fuera de la manta, envolviendo ambas manos alrededor de su cuello y sujetándole la cabeza al asiento. Ella no podía moverse, no podía respirar. La furia la sacudió antes que el pánico la dominara. Los dedos eran como alfileres de acero, cortándole el aire. Su mundo comenzó a volverse negro y pequeñas estrellas estallaron en su cerebro. De repente, él la dejó ir. Ella resbaló al suelo, tosiendo, agarrándose la garganta, jadeando desesperadamente en busca de aire.
Las gafas habían salido volando. Cuando, por fin, pudo respirar, le fulminó, se encontró con sus ojos. Él parecía más confuso que nunca, no arrepentido, confuso. Y maldito fuera, ella era la única sin ninguna gracia social, o por lo menos sabía lo bastante para saber que él debería estar sintiendo toneladas de remordimiento.
– Sal inmediatamente de mi camión -gruñó, estirándose para coger las gafas oscuras y empujárselas sobre la cara. Evitó frotar las marcas que sabía tendría en la garganta. Se sentía hinchada y apretada. Él podría haberla matado fácilmente. Reconoció que podría haberlo hecho en segundos. El conocimiento no la mantuvo menos enojada.
– Lo siento.
– Sal. Fuera.
En vez de obedecerle, retrocedió en el asiento para darle espacio. Ella se sentó en la tierra un momento, jurando.
– ¿Todo bien? -preguntó Ralph. Estaba en la plataforma, frunciendo el entrecejo, las manos en las caderas.
El color barrió por su cara, lo pudo sentir mientras trepaba para ponerse de pie. Ralph bizqueó, tratando de ver dentro del camión. Ella miró a Lev. Estaba encorvado, la cara oculta, la manta alrededor de él.
– Sólo me he resbalado en la grava -gritó y subió al camión. Arrancó el motor sin mirar a Lev y levantó una mano hacia Ralph antes de salir del parking. Contó hasta cien antes de mirar al pasajero silencioso.
– ¿Estás loco? Porque si lo estás, dilo. Te dejaré caer en cualquier sitio al quieras ir y se acabó.
– Dije que lo sentía. Fue un reflejo. -Tiritaba continuamente debajo de la manta.
– Un reflejo. Ya veo. Matar personas es un reflejo.
La miró entonces, los ojos azules penetrantes a través de las gafas de sol.
– No te he matado.
Ella bufó.
– Lo has intentado.
– Si lo hubiera intentado, estarías muerta.
– Esa son dos veces.
– Dije que lo sentía y lo siento. La cabeza me está palpitando y al parecer no puedo ver la diferencia entre lo que es verdadero y lo que es alucinación.
– Entonces vete al hospital.
– No. También podrías matarme tu misma.
Rikki suspiró.
– No me tientes. -Paró en la señal de stop en lo alto de la colina y dio golpecitos al volante mientras consideraba qué hacer. Él era inestable, ninguna cuestión sobre ello, y ella no era enfermera pero… Suspiró otra vez y giró a la derecha hacia Sea Haven.
La granja estaba situada fuera de la Carretera 1. El viaje a la propiedad estaba bordeado de árboles de todas clases, inmensos gigantes. Incluso secoyas. Adoraba las secoyas, eran tan majestuosas y regias. Pensaba en ellas como centinelas que protegían el camino a la granja. La doble puerta era recargada. Lissa la había hecho, soldando y retorciendo el hierro en una obra de arte. Todas la adoraban. Una vez que la puerta se abrió, condujo lentamente, cerciorándose de cerrarla detrás de ella. Se concentro completamente en los alrededores, bloqueando a Lev mientras entraba en la granja.
Conocía cada árbol y arbusto. Sabía dónde estaba todo y si algo había sido perturbado, y siempre ponía atención a los detalles. Blythe le había advertido que era paranoica, pero antes de entrar en casa, Rikki siempre caminaba alrededor, rodeándola en busca de signos de alguien cerca. Huellas. Hojas aplastadas. Latas de gas. Queroseno. Algo inflamable.
Condujo a la casa de Blythe primero. Era la primera elección de deshacerse de Lev. Él necesitaba alguien fuerte, Blythe era práctica y vería a través de él si mentía, por lo menos eso esperaba ella. En su mayor parte sólo quería deshacerse del hombre. Supo en el minuto que paró delante de la gran casa que Blythe no había vuelto.
– Maldita sea -siseó-. ¿Cuánto tiempo lleva casarse? ¿Cinco minutos?
– ¿Quieres casarte? -preguntó, confuso.
– No. Deja que piense. Iba a encontrar a alguien que podría cuidar de ti. Blythe o Lexi son las mejores en que puedo pensar, pero… -No quería a Lexi cerca de este extraño. Era demasiado joven.
– Quiero quedarme contigo.
Ella le echó un vistazo rápido y enojado.
– Bien, no puedes. Nadie entra en mi casa. No me gusta.
Sus dientes castañetearon.
– Sólo un ratito, hasta que pueda averiguar qué está pasando. Ni siquiera sé mi propio nombre con toda seguridad.
¿Qué elección tenía ella? No había hecho ni una cosa bien todavía. ¿Pero cómo iba a arreglárselas al tener a alguien en su casa? ¿Su santuario? Ni siquiera sabía si era peligroso, pero adivinó que probablemente lo era. Si ella iba a provocar incendios, los comenzaría en sueños, cuando estaba bajo estrés. Tener a este extranjero en su casa sería definitivamente estresante.
– No sé qué hacer. -Por primera vez, comenzaba realmente a tener miedo-. Quizá podría calentarte. Puedes esperar a Blythe en mi casa.
– ¿Quién es Blythe?
– Mi hermana. Algo así. Es complicado.
Condujo a casa, mirando el camino, buscando vestigios de neumáticos.
– Quédate aquí -ordenó cuando aparcó el camión y saltó. Vaciló con la puerta abierta-. Si me pones una mano encima cuando regrese, asegúrate de matarme, porque no sobrevivirás si no lo haces.
Lev vio como apretaba la boca en una línea de advertencia. Pensó que parecía más tentadora que peligrosa. Le fascinaba. Ella no había chillado, ni una vez. No había reaccionado de ninguna de las maneras en que una mujer a solas con un asesino debería haber actuado.
– Quítate las gafas.
Ella retrocedió.
– ¿Por qué?
– Quiero verte los ojos.
– Estás realmente loco. -Comenzó a alejarse.
– Rikki.
Era la primera vez que la llamaba por su nombre y tensó los hombros. Giró la cabeza y le miró por encima del hombro.
– Necesito ver tus ojos. Tus ojos… me tocan.
Ella se humedeció el labio inferior con la lengua. Frunció el entrecejo, pero levantó la mano a las gafas, curvando allí los dedos durante un segundo mientras decidía si darle el gusto o no. Él se encontró conteniendo el aliento. Ella se quitó las gafas y él pudo respirar otra vez. Se encontró allí, en las profundidades insondables de esos ojos. El mar más profundo había vuelto a la vida y le miraba. Le encontraba. Le salvaba. Algo roto en su cabeza se arreglaba. Respiró hondo y asintió.
Ella se puso las gafas de vuelta sobre la nariz y se alejó. Él no apartó los ojos mientras ella buscaba en el suelo que rodeaba su casa. Buscaba algo y era meticulosa con su inspección. Tenía un pequeño porche en el frente de su casa, y como su barco y el camión, estaba inmaculado. Se agachó y escudriñó la tierra cerca de una manga. La manga estaba envuelta alrededor de un cilindro muy pulcramente y había obviamente mucha manga, pero él no pudo distinguir ni una arruga en ella.
Desapareció en la esquina de la casa y él empujó la puerta para abrirla inmediatamente, su corazón se contrajo hasta que dolió. Por un momento tuvo miedo de que se parara. Había dolido de ese modo justo antes de que se le parara. Recordó el momento vívidamente. Había estado ahogándose en esos ojos, controlando el dolor, tan conectado que fue parte de ella, viviendo y respirando, y entonces ella había mirado hacia las profundidades oscuras, rompiendo el contacto. Inmediatamente el dolor había golpeado, violento y brutal, y el pecho se le apretó hasta que pensó que estallaría, y luego se hundió en la oscuridad. Vacío. Un vacío, frío, oscuro y despiadado.
No le gustaba perderla de vista, no cuando era su salvación, y eso no tenía sentido para él. Nada tenía sentido. Trató de dar unos pocos pasos cautelosos y tuvo que agarrarse a la puerta. El suelo se inclinó y el estómago dio bandazos.
– ¿Qué estás haciendo? ¿No te dije que esperaras?
Otra vez tuvo esa reacción extraña ante su tono irascible y quiso sonreír. No podía sacudir la cabeza porque quizás estallaría y si contestaba, vomitaría. Mantuvo los dientes apretados y se estiró ciegamente a por ella. Ella dio un paso hacia él y tomó su peso. Los dos casi se cayeron al suelo antes de que él lograra estabilizarse, utilizándola como muleta. Ella siseó y él esperó no haberle hecho daño. Rikki envolvió el brazo en torno a su cintura, murmurando para sí mientras caminaba hacia la puerta.
Otra vez tuvo el impulso de reír, lo cual era una locura cuando cada paso le ponía más enfermo. El suelo giró y unos pequeños cohetes le estallaron detrás de los ojos. Ella comenzó a temblar y a caminar más lentamente, reacia, cuando ganaron el porche.
– Quizá deberías sentarte en la silla aquí y descansar -sugirió ella.
– Tengo que acostarme. -Era verdad. E iba a tener que ser pronto.
Le oyó rechinar los dientes. Le sostuvo contra ella y desatrancó su puerta, la abrió de un empujón y lo llevó adentro. Él sintió su estremecimiento y procuró quitarle algo de peso, pero las piernas se convirtieron en goma. Rikki le mantuvo derecho con una fuerza sorprendente.
– Unos pocos pasos más y estarás en el dormitorio. Te tumbaré e intentaré quitarte la ropa mojada.
Sonó desapasionada, como si él no fuera un hombre. No pareció avergonzada por el pensamiento de quitarle la ropa, pero era un buzo y él sabía que ellos a menudo tenían que desnudarse con otros buzos a su alrededor. No le importaba que no estuviera avergonzada, pero le molestaba vagamente que no le viera como un hombre. Con su cabeza palpitando con tanta fuerza y el pecho tan tenso, no estaba seguro de nada, así que desechó la idea como idiota.
En el momento que se estiró en la cama, cerró los ojos y la dejó hacer. Ella encontró el cuchillo en una bota y el arma oculta en la otra. Había otro cuchillo atado a la pierna. Otra arma en el cinturón. Una tercera en el arnés. Otro cuchillo y tres pequeños puñales en lazos en su cinturón. Ella no dijo ni una palabra pero su respiración cambió. Inhaló varias veces bruscamente. Eso le hizo querer sonreír también. Encontró sus estrellas arrojadizas y dos cuchillos de lanzar, pero no vio los garrotes cosidos en su ropa.
– ¿Qué eres? ¿Alguna clase de asesino?
Él no contestó. Ella estaba tirándole de la ropa y supo el instante en que le vio como un hombre. Las manos se le paralizaron e hizo un simple sonido, una nota baja que él no pudo interpretar exactamente. Abrió los ojos y atrapó su mirada, los ojos enormes y hermosos, las pestañas abanicaban los pómulos salientes. Ella alzó la mirada y él sintió una sacudida física.
Ella carraspeó y tiró de sus vaqueros.
– Levanta.
Fue más difícil de lo pensó que sería. Su energía se había ido y su cuerpo se sentía como plomo. No podía controlar las continuas sacudidas. Ella tiró las ropas y le envolvió en mantas, encerrándole en un capullo cálido. Él encontró interesante que ella no dijera ni una palabra acerca de las numerosas cicatrices de su cuerpo.
Cuando se giró, le agarró la mano y esperó hasta que le miró.
– Necesito mis armas. Por si acaso.
– No me dispararás. O me apuñalaras. O me tiraras uno de esos chismes.
– No.
Ella bufó.
– ¿Cómo lo sabrías? No sabes lo que estás haciendo la mitad del tiempo.
– Tranquila.
Ella suspiró y empezó amontonar armas en la cama al lado de la almohada.
– Bien. Pero estaré realmente cabreada si tratas de matarme otra vez. Me quita años.
Él frunció el entrecejo mientras la miraba recoger la ropa y la manta húmeda que había sacado del barco. Ella no tenía ni un gramo de supervivencia. Él era un extraño. Ella tenía marcas de sus dedos en el cuello. Le había puesto un cuchillo en la garganta. Aún así, le había devuelto sus armas y le había dado la espalda como si fuera de poca importancia para ella. No tenía miedo de él, aunque Lev tenía la impresión de que tenía miedo de algo, quizá no temor exactamente, pero estaba preocupada o ansiosa.
La miró con ojos entrecerrados, manteniendo su respiración regular así que ella le descartó y llevó las ropas al cuarto de la ropa sucia. La oía pero no podía verla mientras ponía en marcha la lavadora. Entonces regresó, limpiando meticulosamente el piso de madera hasta que brilló. Debía haber calentado algunas mantas porque le quitó la manta y remetió dos más a su alrededor, todavía murmurando para sí.
Lev estaba ya lejos y confundido, porque comenzaba a encontrar ese hábito bastante adorable. Siempre que permaneciera concentrado en ella, no pensaba en el dolor o en qué demonios le había sucedido. O en quien le quería muerto. O a quien se suponía que tenía que matar. No la quería fuera de su vista. Se movía con una callada eficiencia que le recordó el modo en que el agua fluía. Ella ponía atención a los detalles y advirtió que inspeccionaba las ventanas del cuarto. Una vez pasó el dedo por el saliente y murmuró un poco para sí misma.
Dejó el cuarto y volvió con una taza de agua. Él pudo ver como el vapor se elevaba cuando se agachó sobre él.
– Si bebes esto, te ayudará a calentarte. Tengo que limpiarte la herida de la cabeza. Todavía sangras y es un desastre. -Deslizó el brazo bajo él y le ayudó a medio levantarse, permitiendo que tomara unos pequeños sorbos del agua caliente antes de reclinarle otra vez.
– Gracias.
Ella le miró con sus enormes ojos negros.
– Eres un desastre. Realmente deberías estar en el hospital.
Lev tenía la sensación de que ella le quería en el hospital, no porque pensara que podría morir sino porque le quería fuera de su casa, fuera de su cama.
– No puedo.
Ella le frunció el entrecejo y se frotó el puente de la nariz.
– ¿Eres malditamente terco, verdad?
Él pensó que eso era evidente y no merecía la pena contestar, así que se permitió desaparecer en sus ojos. Tenía hermosos ojos. Adoraba como de líquidos y suaves eran. Ella comenzó a alejarse y le agarró del brazo.
– No te vayas.
– No me gusta que la gente me toque.
Debería haberla soltado, pero en su lugar frotó las yemas de los dedos por el brazo desnudo. Su camisa estaba medio abotonada, y estuvo tentado de acariciarle el vientre plano sólo para conocer su textura.
– A mí tampoco me gusta -dijo. Y era verdad. Gracioso. Nunca había admitido eso ante nadie. No importaba especialmente, hacía lo que tenía que hacer, pero no le gustaba, quizá no de la misma manera que a ella. Lo suyo era un asunto de espacio vital, un evitar la cercanía de los otros. Pero Rikki… estudió su cara-. No creo que mi toque te moleste tanto.
Ella parpadeó. Parpadeaba raramente, pero él había dado en el blanco. Ella apretó los labios y entonces entrecerró los ojos.
– Eres bastante arrogante para un hombre que no puede moverse sin una pila de armas a su lado.
– Tienes inclinación a la violencia.
Pareció ultrajada.
– ¿Qué? Tú eres el hostil. Yo soy la Madre Teresa aquí. Y no me gusta la gente enferma.
– ¿Te gusta alguien? -La diversión se arrastraba otra vez. Comenzaba a gustarle la sensación-. ¿Algo?
– No particularmente. -Se soltó el brazo como si recordara que le estaba tocando y se suponía que tenía que estar protestando-. Y tú especialmente.
Se frotó el brazo mientras se alejaba de la cama hacia el cuarto de baño. A Lev le pareció que el frotar se volvió más suave, casi una caricia, o quizá estaba sólo en su mente. Comprenderla se estaba volviendo rápidamente una obsesión, pero quizás era porque siempre que se concentraba en ella, no tenía que mirarse a sí mismo y no soportaba ese escrutinio. No ahora, no cuando se sentía expuesto y vulnerable.
Ella regresó, esta vez con una toallita caliente y un pequeño kit de emergencia muy ordenado.
– Esto quizás duela. Lexi haría un mejor trabajo. ¿Quieres esperarla? Es buena con la gente, especialmente con personas con dolor. Es su cosa, ayudarles.
– Hazlo. Hemos llegado muy lejos y estoy acostumbrado a ti. No querría atacar a Lexi por accidente.
La expresión de Rikki cambió, los ojos oscuros se volvieron tempestuosos.
– Mantén las manos lejos de ella. Yo no tendría problemas en meterte tu cuchillo en el corazón si la tocas.
Entonces tenía una vena protectora. Otro talón de Aquiles. Había estado comenzando a pensar que estaba aislada de todos. Pero allí estaba. La tormenta. La promesa. Y era mortalmente seria. Le gustó. No quería una santa. Él no era santo y uno nunca podía vivir con… ¿qué demonios estaba pensando? Se había llevado realmente un golpe en la cabeza.
El trapo caliente se movió por su cabeza. No era ruda, pero no podía llamarla apacible tampoco. Evidentemente no era del tipo suave, pero cuidó de la herida con la misma eficiencia con que lo hacía todo. Fue meticulosamente detallada, tomándose su tiempo para cerrar la laceración con puntos autoadhesivos. Le quitó cada huella de sangre de cara y cuello. La oyó lavarse las manos y todo el equipo que había utilizado antes de regresar.
– Te dejaré dormir. -Había intranquilidad en su voz.
– No te vayas todavía. -Porque no se atrevía a dormirse. La podría matar si despertaba desorientado. Debía poder averiguar qué demonios pasaba. Quería aspirarla, sentirla dentro y fuera, hasta que la pudiera identificar en cualquier parte, en cualquier momento. Estaba casi allí, unos pocos minutos más y estaría dentro de él. Sólo necesitaba… algo. Estaba allí en su mente, ese algo evasivo. Unos pocos minutos más…
Ella le dio ese pequeño ceño con el que se estaba familiarizando. En el momento que hizo esa mueca, su corazón se contrajo. Dios, ella tenía alguna clase de agarre sobre él, como si le hubiera robado una parte allí bajo el mar.
– Mira. -Abrió las manos delante de ella-. En caso de que no lo hayas averiguado, no soy exactamente normal. No puedo tener a nadie aquí. Tan pronto como Blythe regrese, te vas.
Él mantuvo la mirada fija en la suya.
– En caso de que no lo hayas averiguado ya, no soy exactamente normal tampoco. Estás a salvo conmigo. Conozco tu sensación. Tu olor. No cometeré los mismos errores otra vez.
– Voy a ducharme.
Oh, Dios. Le estaba matando. Le hacía querer reír en voz alta. ¿Adónde había ido su sentido de supervivencia? Él no sentía emoción, eso era demasiado peligroso. Tiritó debajo de las mantas, de repente atemorizado por ella. Por él mismo.
– Todavía tienes frío. Debería haber pensado en frotarte con aceite templado. Lexi lo hace y a veces lo utilizo cuando vengo de bucear. Te calienta rápidamente. Puedes darte la vuelta, porque no voy a frotarte por delante.
– ¿Por qué no?
– Si deseas un masaje, date la vuelta.
Él lo logró, aunque tuvo que rechinar los dientes y no le molestó levantar la cabeza de la almohada. Mantuvo la cara girada hacia ella y las manos a centímetros de su arma. El seguro estaba quitado y podía apuntar y disparar en un latido del corazón si ella hacía un movimiento equivocado. Sí. Este era él. Reconoció al hombre. Dio un suspiro de alivio y la miró a la cara mientras apartaba la manta y se vertía aceite en las manos.
El primer toque de las manos le alarmó a un nivel tan profundo que no comprendió. No había mentido cuando dijo que no le gustaba que nadie le tocara. Tenía el control de su cuerpo siempre. Completo, absoluto y total control. Podía manipular a otros a través de su toque experto, a causa de la extensa instrucción en todos los tipos posibles de placer sexual, pero él era quien ordenaba la respuesta de su cuerpo, no su compañera. Decidía quien y cuando, y él siempre, siempre, tenía el control. Hasta este momento.
Su respiración cambió. El calor se precipitó por sus venas. Se dijo que era aceite, esparciendo calor sobre la piel, pero sintió como el calor crepitaba, ardía más abajo, en el centro hasta que por voluntad propia, sin si consentimiento u orden, su ingle se agitó, creció pesada y gruesa, y latió con necesidad. Tenía una herida en la cabeza, el dolor le atravesaba si se atrevía a moverla, pero estaba duro como una piedra. ¿Qué coño pasaba?
Respiró y se permitió absorber la sensación de esas manos sobre él. Le masajeó el aceite en los hombros, los dedos se demoraron en el largo tajo del omóplato. Luego la palma se deslizó al brazo para trazar el balazo de allí y su cuerpo tembló. Le masajeó profundamente con dedos fuertes, frotando el aceite sobre el bíceps y bajando por los antebrazos a los dedos. El aliento se le quedó inmovilizado en el cuerpo.
Los dedos eran mágicos, deslizándose sobre los suyos, en medio, su piel absorbía el aceite mientras él se fundía en ella. El calor del aceite se añadió a la ilusión de llegar a ser parte de ella. Su corazón palpitaba a un ritmo extraño, latiendo por ella. Quería saborearle en su boca, respirarla en sus pulmones, ser parte de su cuerpo, buscar refugio en lo profundo de ella. Un instinto de hacía mucho tiempo se revolvió en su mente rota, algo que había oído una vez, un recuerdo de la lejana niñez sobre una mujer que le completaría. Un elemento que necesitaba.
– No me has preguntado. -Necesitaba distracción.
Con la cabeza y el corazón palpitando y la ingle llena a reventar, con las manos de ella moviéndose por su espalda, aliviando cada dolor mientras el calor se vertía en su cuerpo, estaba desesperado por desviarse de las necesidades no familiares de su cuerpo. Y ella era una necesidad ahora. Como una droga infundida por la piel. A través de todos sus sentidos. Su cuerpo absorbió el aceite, pero era como si ella se vertiera en su interior.
– ¿Las cicatrices? ¿Me lo contarías si preguntara?
– Lo que sé. La bala casi me cortó la espina dorsal. -Esperó hasta que ella la encontró, hasta que las yemas de los dedos acariciaran el lugar como una caricia-. Amsterdam. Sé eso pero no por qué ni quién. La cuchillada en la cadera fue París y una en mi omóplato, Egipto. Sé donde estaba con cada una de ellas, pero no por qué.
– Debería haberte llevado al hospital.
Estaba frunciendo el ceño otra vez, él podía decirlo por su voz. Deseó poder verle la cara, pero ella estaba trabajando en sus nalgas y perdió su propia voz así como la capacidad de pensar claramente. Pequeñas explosiones explotaban en su cabeza e ingle. Su miembro estaba caliente y pesado y tan lleno que rezumaba. Las manos fueron a la parte trasera de los muslos.
Impersonal. Repitió la palabra en silencio una y otra vez. Ella habría hecho lo mismo por cualquiera que necesitara ayuda. Tendría que matar a cualquier hombre al que tocara de esta manera. Su cuerpo debería haber estado relajado, no preparado para tomar posesión del de ella. Era agudamente consciente de cada movimiento. De su respiración. Del balanceo del cabello. El latido del corazón. Las manos se movían sobre sus músculos, apretando hondo, acariciando y deslizándose. Sabía que estaba enteramente centrada en lo que hacía, no en él, y que Dios les ayudara a ambos, quería que le notara a él.
Necesitaba que le viera como un hombre, no algún condenado proyecto de mascota. O peor. Quizá estaba atrapada en el modo en que las gotas de aceite caían sobre su piel del mismo modo en que parecía estar enteramente concentrada en el agua.
Reunió su fuerza, empujó el dolor al fondo de su mente y cambió el peso, aliviando la monstruosa erección que ella no podía dejar de advertir. A ella le tomó un momento alzar la mirada de las pantorrillas que masajeaba. Detuvo las manos bruscamente y la oyó inhalar sorprendida. Él se dio la vuelta, necesitando verle la cara, los ojos.
Ella se empujó para alejarse y abrió los ojos de par en par, las largas pestañas velaron su expresión. Cuando fue a alejarse, levantó las manos, con las palmas hacia fuera, defensivamente, como si le estuviera advirtiendo que se alejara. Los instintos largamente enterrados y quizá incluso desconocidos tomaron el control. Él agitó la mano, empujando aire hacia la palma izquierda. Las chispas bailaron entre ellos, plata y oro, como luciérnagas diminutas. Ella gritó y se sostuvo la mano, ese ceño pequeño atrajo la atención de Lev a la suave boca.
– Déjame ver.
– ¿Qué has hecho?
– No lo sé. Déjame ver.
Su mirada cayó a la pesada erección y los ojos se volvieron tempestuosos.
– Aleja eso.
Allí estaba otra vez, ese impulso de sonreír.
– No es un arma. Y tú lo pones allí. Tú lo quitas.
– Bien, hemos averiguado una cosa sobre ti, ¿no? -Agarró la manta con fuerza y la lanzó sobre él, cubriendo la pesada erección-. No has tenido sexo en mucho tiempo.
Estaba tan cerca que él le atrapó la muñeca y le giró la palma herida, atrayendo la mano más cerca para inspeccionarla. Dos marcas débiles, unos círculos que se entrelazaban uno con el otro. Presionó la yema del pulgar sobre las marcas y frotó en un movimiento circular.
– Si crees que te he traído a casa para que puedas tener sexo, has escogido a la persona equivocada. Yo no hago ese tipo de cosa con cualquiera.
Los dedos se tensaron en torno a la mano.
– Me alegro de oír eso. -Movió el pulgar y los círculos se desvanecieron, dejando sólo una rojez débil. En vez de remordimiento por marcarla, sintió una extraña satisfacción. La soltó y dejó que sus ojos se cerraran. El masaje había sacado los últimos vestigios de frío de sus huesos y le había dejado agotado.
– Habla conmigo desde la puerta cuando debas despertarme. Asegúrate que estoy alerta antes de entrar.
– ¿Qué sucedió con ”estás a salvo”? -preguntó en voz alta y enviándole otro ceño, salió a zancadas, dejándole dormir.