Capítulo 8


Cuando volví de nuevo a la vida me encontré con una barba enmarañada, dos hombres preocupados pero con la mirada bondadosa y una cascada de pelo color zanahoria rodeada de un cielo nublado y gris.

– Tranquilo -dijo una voz desde la barba-. Te pondrás bien.

Me fui incorporando con cuidado y me apoyé en el codo. Me dolía todo el cuerpo, desde la planta de los pies hasta la coronilla. No era nada más que un cascajo como el Lady Mary, una astilla lista para el fuego.

El hombre me acercó una botella a la boca y pronto sentí que el ron me quemaba la garganta reseca y caldeaba todo mi cuerpo. Fue como si pudiera seguir su camino a través de todas mis extremidades, hasta llegar al final y redoblar el dolor cuando me devolvió el calor a los dedos de las manos y los pies.

– ¿Dónde estoy? -pregunté.

– En el cabo del Ahorcado -contestó el hombre.

Fue entonces cuando recordé y entendí que, por lo menos, no había perdido la capacidad de hablar. Luego, las palabras del hombre atravesaron mi aturdido cerebro y me llegaron hasta el alma.

– ¡El cabo del Ahorcado! -repetí-. Yo no he hecho nada.

Por todos los diablos, cómo se rió de mí aquel hombre, y ante mis propias narices. ¡Reírse de un pobre hombre medio muerto!

– Seguro que sí -dijo-, si tienes tanto miedo del verdugo después de lo que has pasado. Pero no te inquietes. Aquí, que yo sepa, nunca ha habido ninguna horca.

Silbó a modo de señal y enseguida aparecieron otros dos hombres de aspecto tosco. Me envolvieron en una manta y me llevaron como a un niño. A estribor vi que se levantaban dos colinas boscosas. A babor oí un crepitar de hogueras que se fue desvaneciendo a medida que nos alejamos. Los hombres hablaban una jerga rara, pero el que me había encontrado me explicaba de vez en cuando, en inglés, dónde estábamos y adonde nos dirigíamos.

– Aquí, buen hombre -dijo después de un rato-, aquí se encuentra Tobar na Dan, o sea, la fuente del poeta. Aquí estuvo uno de nuestros trovadores tocando el arpa y contando historias. Recorría las tierras y los reinos contando sus historias, pero siempre volvía a su fuente. Volvió incluso para suicidarse; se ahorcó, y de ahí le viene el nombre al cabo, no porque se cuelgue a la gente corriente como tú y como yo.

– ¿Se colgó? -balbucí yo nada más resucitar de entre los muertos-. Pero ¿por qué diablos tenía que existir alguien que quisiera arriar las velas voluntariamente?

– Nadie lo sabe -contestó el hombre-, pero el trovador tenía problemas de memoria. Se le olvidaban sus historias, se equivocaba y tenía que volver a empezar desde el principio. Alguien lo había visto arrancarse de cuajo un trozo de pelo y arañarse las manos hasta hacerse sangre de rabia y desesperación. Aquellas narraciones tenían más de mil años y habían sido contadas palabra por palabra desde tiempos inmemoriales. El trovador vivía de recordarlas, y ¿qué iba a hacer si olvidaba? ¿Contar historias distintas? ¿Inventarse otras nuevas? No se lo habrían perdonado.

– Esto es Eastern Point -dijo el hombre al rato-. La entrada a Kinsale. Allí fuera está Bulman Rock, como un grano feo. Enfrente ves la isla de Sandy Cove, y detrás está el mismísimo Sandy Cove, el cabo más bonito de los escondidos, de fácil acceso incluso por la noche.

– ¿Por la noche? -pregunté.

– A veces, a la buena harina le sienta mal la luz -dijo el hombre, riéndose con los otros.


Me dormí y no abrí los ojos hasta la mañana siguiente; desperté acostado en un jergón de paja, envuelto entre burdas sábanas, y no muy lejos de un fuego chisporroteante que me calentaba el cuerpo entumecido y maltrecho. De verdad que en toda mi vida los recuerdos no me han hecho sufrir, y mucho menos he vivido de ellos, pero si hay algo aparte de mi pierna que de vez en cuando ha vuelto a mi pensamiento, debo decir que fue aquel instante. Frustrar las esperanzas de la muerte de pillar a uno como yo fue casi como tocar el cielo con las manos.

Tampoco estuvo mal cuando abrí ya del todo los faros y vi una dulce cara de mujer. La chica no dijo nada, pero sonrió y desapareció por una puerta por donde entraba el sol, Al trasluz se transparentaba su blusa blanca de algodón y su larga falda, de manera que tuve un fugaz atisbo de su silueta. Al rato volvió con algo de comer y de beber, y después apareció el hombre que me había salvado la vida, porque eso era en realidad lo que había hecho.

– Gracias -fue lo primero que pronunciaron mis labios agrietados.

Sólo sacudió la cabeza como si le restara importancia, y me preguntó cómo me sentía. Le dije cómo estaban las cosas: que estaba vivo y que no hacía falta añadir nada más sobre esa cuestión.

– Me llamo Dunn -se presentó el hombre-. Esta es mi hija Elisa, y te encuentras en Lazy Cove, cerca de Kinsale.

Asentí con un gesto y estuve a punto de decirle mi nombre, pero enseguida me vi contándole que conocía al capitán Wilkinson y que pretendía hacerme cargo de su barco, y que por tanto era un amotinado, y se podía colgar a cualquiera por mucho menos.

– Eres bienvenido; puedes quedarte aquí cuanto quieras, todo el tiempo que necesites -dijo Dunn.

– Os puedo ser útil -aseguré, y traté de coger mi cinturón. Ya no estaba.

– El cinturón está debajo de tu cama -me dijo Dunn-; bueno, lo que quedaba de él cuando te encontramos.

– Era lo que me quedaba de mi padre -aclaré aliviado-. Creo que era herencia del contrabando. Y de diez años de amargo y duro trabajo en el Lady Mary.

– No me importa de dónde viene tu dinero -dijo Dunn-. Puedes aportar un chelín por la comida, si lo consideras necesario, y asunto zanjado.

Y menos mal, puesto que me habría costado dar una explicación congruente. Me acogieron sin más requisitos que el de estar medio muerto y ser incapaz de arreglármelas por mí mismo. Habían visto mi fortuna, o lo que quedaba de ella, pero comprendí que el trato de persona respetable que me otorgaban era desinteresado.

– ¿El Lady Mary no traía tabaco desde Charleston? -preguntó Dunn.

– Sí -respondí-. Se hundió ayer frente a Old Head of Kinsale, con los hombres y con todo, excluyendóme a mí, claro. Me arrojaron por la borda antes de que el barco fuera a dar contra el acantilado y se hiciera trizas.

– Nos lo temíamos. Hoy hemos visto salir varios barcos desde Sandy Cove. Fue imposible salir ayer con la tempestad que había, incluso para nosotros, que estamos acostumbrados a las aguas bravas de por aquí. Nunca había visto una galerna que comenzara tan de repente y con tanta violencia. Fue una suerte que dierais la vuelta a Old Head. A lo mejor se ha salvado alguien más.

– No dimos la vuelta -puntualicé yo en voz baja-; fuimos por West Holeopen.

– ¡Por West Holeopen! -repitió Dunn-. Pero ¿cómo es posible que diéramos contigo en el cabo del Ahorcado?

Cerré los ojos y me vi de nuevo a la deriva como un pecio, a través del túnel de la montaña, con el eco y los gritos de muerte de los demás que se oían débilmente a mis espaldas. Después, para mi espanto, vi al pequeño Curwen y oí su grito. ¿Qué hacía él en mi cabeza? Según las reglas del juego estaba muerto. Muerto, antes incluso de tener la posibilidad de saber si valía la pena seguir con vida.

– ¿Hay noticias de los barcos? -pregunté.

– Que yo sepa, no -dijo Dunn-. Aquí en Lazy Cove vivimos un poco alejados del mundo. Tenemos que ir hasta Kinsale para enterarnos de las noticias y comprar víveres. Esta tarde me acercaré para saber qué pasa, pero no volveré hasta mañana.

– Te acompaño -dije.

Dunn movió la cabeza.

– Mejor será que te quedes -me aconsejó-. Has de descansar.

Tuve que conformarme porque todavía me sentía débil y fatigado. Pero el tiempo pasaba lentamente. Mi único alivio era ver el cuerpo de Elisa y su piel dorada por el sol pasar por la puerta.

De vez en cuando entraba y me preguntaba si necesitaba algo, o venía simplemente para arreglarme la manta. Me afeitaba y me lavaba con sus manos suavísimas. Nuestras miradas se encontraban y se rehuían con la misma celeridad. Sí, yo cada vez estaba más desconcertado, y me sentía más irresponsable a medida que avanzaba el día. Confirmé mi miserable condición, pues ¿cómo iba yo a sospechar que existían mujeres capaces de doblegar a hombres como yo por otro motivo que no fuera su trasero respingón?

Al anochecer entró Elisa y se sentó al lado de mi cama. Sin decir una palabra me tomó de la mano y la retuvo entre las suyas hasta que yo ya no supe qué hacer. Estaba estirado, completamente quieto, tieso como un palo.

– ¿Cómo te encuentras? -preguntó.

– Mejor -contesté-. Mucho mejor.

– Has tenido suerte. Si mi padre no te hubiera encontrado, seguramente a estas horas estarías muerto. Tiene que haber sido la Providencia la que te ha traído hasta aquí. Debes dar gracias a Dios por estar vivo.

– ¿Por qué iba a ayudar Dios a un tipo como yo, cuando no levantó ni un dedo por los demás? -dije-. No, mejor me doy gracias a mí mismo y a un indio de Norfolk que me enseñó a nadar. Y a tu padre, que me recogió. Y a ti, que me estás cuidando.

– Quizá fuera ése el motivo que había tras todo lo que ha pasado. Que vinieras aquí.

– ¿Qué quieres decir?

Por toda respuesta recibí una mirada que me absorbió por completo, como una sanguijuela. Era el mismísimo Diablo, pensé. Allí estaba yo tumbado, con una vida que había dado por perdida; no debería tener otros pensamientos en la cabeza. En cambio, estaba confundido y atontado por unas faldas. ¿No sería esto lo que yo había querido decir con aquello de empezar a vivir cuando el Lady Mary llegara a puerto?

– ¿Has estado mucho tiempo en el mar? -preguntó Elisa, mirándome con sus ojos tentadores.

Conté.

– Cuatro meses, creo.

– ¿Y todo este tiempo sin tener una mujer?

– Sí -carraspeé.

– ¿Te gustaría tener a una mujer ahora?

Quizás asentí con la cabeza como respuesta, pero La verdad es que perdí el hilo y me descarrié del todo cuando Elisa se hubo desnudado y se metió bajo la manta y apretó su cuerpo contra el mío. Todos mis pensamientos se desvanecieron y John Silver dejó de existir como aquel que era y como quería ser, maldito sea.

Cuando recobré el sentido, Elisa estaba a mi lado con una sonrisa satisfecha y juguetona.

– Tú podrías hacer feliz a una mujer -observó-. No eres como los demás. Eres suave y tierno. -Me cogió la mano-. Nunca había visto a un marinero con unas manos como éstas.

– Yo tampoco -dije.

– ¿De verdad eres marinero?

– Sí, ¿qué otra cosa puedo ser, si no?

– He estado con otros marineros, algunos que navegan con mi padre, otros en Francia cuando he acompañado a mi padre hasta allí. Pero sus manos eran toscas, callosas y con cicatrices horrorosas. No eran suaves como las tuyas. ¿Es para acariciar mejor a tu mujer? Nunca he conocido a nadie que me tocara como tú.

La miré fijamente. ¿Qué había hecho yo? ¿La había tocado? Tenía la mente en blanco. Por lo visto, durante un instante había perdido el dominio de mí mismo, y ese descubrimiento me daba escalofríos. Claro que había estado con mujeres antes, con muchas mujeres, como las que se acuestan con los marineros en cada puerto, pero a aquéllas las había tomado por detrás, por delante, por debajo o por encima, de cualquier modo, sin pamplinas ni rodeos, ni antes ni después. ¿Cómo, dónde podía haber aprendido yo a acariciar las mujeres? Era marinero, un navegante experto buen conocedor de la alta mar. Sabía ayustar y zurcir, hacer nudos y escotar, pero para mí era una novedad descubrir que además era diestro en el amor.

Todo esto y algunas otras cosas intenté explicarle Elisa, pero ¿entendía ella lo que yo decía? En honor a la verdad, seguramente me puse a hablar porque no sabía qué decir.

– Nunca he conocido a nadie como tú -dijo cuando acabé-, y no sólo por tus caricias.

Me cogió la mano y la puso entre sus cálidos muslos. Juro por lo poco que todavía considero santo que intenté retirarla, pero los escalofríos habían desaparecido, y así pasó lo que pasó, dicho sea con permiso. John Silver dejó de utilizar la cabeza y se convirtió en un trozo de cera que en las manos de Elisa se derretía hasta lograr un auténtico placer y después, por qué no, quizás encontrar la felicidad. ¿En qué consistía la felicidad para un hombre como yo, si es que puedo preguntarlo?

Después Elisa se hizo un ovillo y la abracé contra mi pecho durante toda la noche, más que si hubiera sido el cofre del tesoro de Flint, mucho más. Al amanecer, cuando despertó, se desperezó y de nuevo se hizo mujer.

– ¡Por todos los demonios que yo tampoco he conocido a nadie como tú! -dije con escalofríos o sin ellos en voz bien alta-. Tan cierto como que me llamo John Silver.

– John Silver -sonrió Elisa-. Un buen nombre.

Debería haberme mordido la lengua. Sin pensarlo, había destruido la posibilidad de que se me diera por muerto o desaparecido. Y para colmo me había entregado desprevenido a la violencia de otra persona.


Dunn volvió a mediodía. Elisa se le tiró al cuello como si no lo hubiera visto desde años antes, o como si no hubiera estado segura de volverlo a ver. Después le dijo algo al oído mirándome intencionadamente cuando se apartó de su pecho.

Dunn estaba satisfecho.

– Me alegra comprobar que te has recuperado -dijo.

Miré a Elisa.

– Es gracias a ella -dije sin querer.

– Sí -convino con una mirada picara e incluso con cierta comprensión-; lo entiendo.

Miré sorprendido la inocente cara de Elisa.

– Mi hija -dijo Dunn- es una mujer adulta, y eso lo sabe ella mejor que nadie. Yo no puedo hacer nada, aunque quisiera.

– Se llama John Silver -apuntó Elisa.

Dunn se volvió hacia ella.

– Vaya, así que ése es tu nombre.

Su voz cambió de tono y me miró como si no supiera exactamente qué tenía que pensar o que hacer.

– ¿Qué pasa? -preguntó Elisa inquieta cuando vio la expresión de Dunn.

– Depende -contestó Dunn.

– ¿De qué? -pregunté.

– De quién sea uno y de quién quiera ser. Si uno quiere ser John Silver para lo que le resta de vida, no es tan bueno como debería ser.

Dunn me clavó la mirada.

– Sólo se ha encontrado un superviviente del Lady Mary -dijo-. Es el capitán Wilkinson. Afirma que el barco se hundió porque la tripulación se amotinó. Y que el responsable del motín fue un tal John Silver.

Vaya, con que eso decía aquella asquerosa y mentirosa carroña. O sea, que así había pensado defenderse de su mala reputación: mandándome a la horca si estaba aún con vida o ensuciando mi buen nombre si hubiera muerto. ¡Él, que no había movido ni un dedo por salvar mi preciada vida!

No debí de ofrecer una visión agradable, ya que tanto Elisa como Dunn dieron un paso atrás, pero ella se adelantó enseguida y me puso la mano sobre la mejilla. Algo se me quebró por dentro: yo, más tarde temido y odiado por tantos, rompí a llorar como un chiquillo. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? O esto, o salir tras Wilkinson y matarlo con mis propias manos -que por aquel entonces ya podían compararse con las del capitán Barlow- con lo que sólo lograría que me colgaran.

Con el llanto vino también el maldito recuerdo del pequeño Curwen, que estaba en el castillo de popa y fue el único que miró por encima de la borda para ver qué había sido de John Silver, a quien según sus propias palabras le importaba un rábano el Lady Mary, con aparejos y tripulación, desde la quilla hasta el punto más alto de los mástiles que ya no existían, incluido el pequeño Curwen.

– ¿No es una maldición -gritó Dunn- que tiranos como Wilkinson sigan con vida cuando se mueren los marineros? Wilkinson, uno de los más endemoniados que surca los mares. ¡Mierda!

El arrebato de Dunn me devolvió a la realidad.

– ¿Conoces a Wilkinson? -pregunté.

– ¿Y quién no? -me respondió-. De todos los navegantes ¿quién no ha oído decir que el capitán Wilkinson es peor que el mismísimo Diablo? Y lo digo suponiendo que al diablo le diera por hacerse a la mar. Sonrió con amargura-. Pero ¿por qué se iba a preocupar el Diablo por Wilkinson y otros como él, que ya llevan su estandarte bien alto?

Dunn me pasó un brazo por los hombros.

– Tenemos mucho de qué hablar. En primer lugar, hay que inventar una nueva vida para John Silver, que según tengo entendido se fue a la tumba anteayer y que no resucitará hasta dentro de un tiempo.

Entramos y nos sentamos junto al fuego. Dunn me pidió que le explicara mi historia de cabo a rabo, que ahora era realmente el final, ya que John Silver tenía que irse a la tumba. Se lo conté todo tal y como había sido, excepto mi viaje milagroso a través de la montaña, porque ¿quién se lo iba a creer?

– Cuando llorabas antes, ¿era por Curwen? -preguntó Elisa cuando hube acabado.

– ¿Por qué iba a hacerlo? -respondí yo-. En todos los viajes mueren marineros; es la ley del mar. Es una pena, supongo, pero no más por uno que por otro.

– No necesitas defenderte -dijo Dunn-. Sea como fuere, ya tenemos bastantes accidentes por hoy. Ahora se trata de John Silver.

– Se queda aquí -resolvió Elisa sin dudarlo.

La miré fijamente.

– ¿Qué miras? -preguntó.

– Desde luego, no te entiendo -contesté.

– No -dijo-. ¿De qué te iba a servir?

Загрузка...