Capítulo 25


Ayer por la tarde me pareció ver una vela en el horizonte, pero cuando saqué los prismáticos había desaparecido. ¿Había sido mi imaginación? Puede ser. De todas formas, me llenó de añoranza de estar de nuevo en el mar. He estado aquí inclinado sobre mi vida y sobre el montón de gentuza que aparece y desaparece de mi memoria con la misma velocidad con que el viento viene y se va. Durante varios días no he traspasado mi puerta.

Sin embargo, el espejismo de la vela me puso de nuevo en pie y salí al patio. Allí fuera todo estaba en silencio. Llamé, pero no se veía ni un alma, y nadie contestó a mi llamada.

Bueno, pensé, no era asunto mío saber dónde estaban. Si hubieran tenido sentido común, hace tiempo que se habrían largado para siempre, igual que aquellos dos que me habían pedido mi permiso y bendición.

Con mi pata de palo bajé tambaleándome por el escarpado camino. ¿Dónde estaba mi agilidad de antes? Casi me tenía que apoyar y sujetar en cada hendidura de la roca. Una vez abajo, en terreno llano, tuve que pararme a recobrar el aliento. ¿De qué servía un casco agrietado como el mío? Más para mal que para bien. Y es que ¿podría siquiera volver a subir por la roca otra vez?

Me fui acercando a la playa muy despacio. No había en la Tierra una arena más bonita que aquélla, blanca como el yeso y fina como el polvo. Me quité toda la ropa y el zapato, y me senté pesadamente con el pie en el mar. El agua estaba caliente y apenas refrescaba. Tenía un color pálido, entre verde y azulado, un verde resplandeciente de piedra preciosa y azul marino. Era extraño, pero de todas formas cierto: todos los océanos tienen su color característico, distintos y extraños matices de azul, de verde y gris que se mezclaban con las tempestades, los vientos, las tormentas de arena, los ángulos del sol, las nubes y la temperatura, en la especial coloración de cada mar.

También había vivido para eso, para ver y descubrir. Estas cosas se olvidan fácilmente cuando se lleva una vida como la mía. ¿Quién podría creer que en medio de todo aquel desorden hubiera un lugar para la belleza? Sin embargo, he tenido piedras preciosas y he disfrutado de muchísimas horas apoyado en la amura sólo para ver el mar. A pesar de todo, he visto ponerse el sol en un mar en llamas, lo he visto salir como cobre candente. He visto a la luna vestir de velos la noche y brillar con la fosforescencia del mar, y espejarse en la lentitud de la resaca. He visto el océano tan liso y el aire tan limpio, que las estrellas del cielo se multiplicaban hasta que al final era imposible saber qué estaba arriba y qué abajo, tanto que parecía que se navegaba en el interior de un globo brillante. He visto cielos y nubes que a un artista le costaría toda una vida intentar igualar. Sí, en mi vida también hubo esas cosas y también valía la pena vivir por ellas, aunque no quedasen grabadas en la memoria como todo lo demás.

Ahora ya había pasado todo. Me quedaba aquel trozo de océano Indico que se llamaba bahía de Ranter y que ya ni siquiera veía del todo bien. Allá lejos, todo parecía una niebla turbia. ¡Yo, que siempre había visto el horizonte nítido como la hoja de un cuchillo! No, Long John Silver ya no servía para nada, se mirara por donde se mirase. Dentro de poco sólo quedaría su historia. Qué gusto perder de vista aquel viejo barco varado.

Estaba yo reflexionando en aquellas cosas sentado en la playa cuando se me ocurrió que estaba pensando como si John Silver fuera otro que no tenía mucho que ver conmigo y que parecía agarrarse a la vida con todas sus fuerzas y a mi costa. ¡Hasta ese punto había llegado! Aquella vida de la que yo escribía ya no me pertenecía.

No puedo resistirme a pensar en usted, señor Defoe: es verdad que lo he desatendido de un tiempo a esta parte. Usted dio vida a Crusoe a costa de Selkirk, inmortalizó a uno y al otro lo dejó en el olvido, como si nunca hubiera existido.

Y yo, ¿no estoy haciendo lo propio con todos aquellos pobres desgraciados como Deval, que parece que hayan abarrotado mi vida sin que yo moviera una mano? ¿No les estoy dando una vida que no se merecen? Recuerdo, señor Defoe, que usted escribió sobre ladrones de diversa índole para que sirvieran de ejemplo, y que una vez tras otra se sintió con ganas de subrayar con el mayor énfasis lo impíos, pecadores y desgraciados que habían sido hasta que cambiaron de parecer. Ahora bien, ¿está seguro de que nadie quiso imitarlos? La puta Moll Flanders, el pirata Singleton y el mayor Jack al final fueron felices a pesar de todo.

Claro está que, de otra parte, nadie está tan loco como para desear una vida como la de Scudamore, Deval, Wilkinson o la hija del gobernador Warrender. Quizá yo les dé vida, pero no hago mal a nadie, ¿no cree? Además, ¿qué importancia tiene eso? Sólo escribo para usted, señor Defoe, porque no tengo a nadie con quien hablar y usted casi no necesita tomar partido. Donde usted está, es de suponer que está a buen recaudo.


Fue duro volver a subir a mi fortificada vivienda. Duro para mi entendimiento, duro arrastrar mi desvencijado casco, duro dejar la orilla y subir ¿adonde? Al eco de las palabras en mi cabeza, al silencio y, por lo demás, al vacío. Todavía seguían sin responder a mis llamadas, y con espanto me di cuenta de que faltaba vida y movimiento a mi alrededor, el ruido de la gente, fuera la que fuese, que hacían sus negocios sin esperanza. Por primera vez en mucho tiempo saqué una botella y bebí hasta caer redondo. Quizá me ayudó, porque cuando me desperté había unas cuantas caras negras que me miraban con preocupación; la peor, la de Jack. Así pues, aún no me habían abandonado todos. Por lo visto todavía quedaba tiempo de poner el punto, antes de que fuera demasiado tarde.

– ¿Qué miráis? -pregunté-. ¿No habéis visto nunca a un marinero enfermo de pura borrachera? ¡Venga ya otra botella de ron!

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