Capítulo 20


De manera que acompañé a Scudamore a la bodega, pero ya estaba hecho un manojo de nervios por dentro. Pensaba en la mujer y el motín, y esas ideas me daban vueltas en la cabeza como un tifón. En aquellos momentos estaba lleno de vida.

No puedo negar que se apaciguaron un poco cuando me metí en la bodega de carga, oí el murmullo y los lamentos de cientos de voces y percibí el acre olor a sudor, meados y excrementos. Me puse al lado de Scudamore en el pequeño espacio que estaba a nuestra disposición, alrededor de la escala de cuerda. Delante de mí, a la escasa luz que dejaban entrar las portezuelas entreabiertas, estaban tumbados hileras de hombres desnudos cuyos rostros demudados se volvieron hacia nosotros. Al cabo, cuando todas las caras se habían vuelto hacia el otro lado, primero los que estaban más cerca y luego las demás filas, hasta los últimos, que miraban hacia el cañón de proa, fueron apagando los murmullos y los lamentos, a los que siguió un silencio impresionante. Parecía que estuvieran esperando algo.

– Ya lo ves tú mismo -dijo Scudamore en voz baja, por si alguno de los esclavos pudiera entender inglés-, trescientos doce negros en total, esclavos de primera calidad, sin contar a las mujeres y los niños. Es una barbaridad de material vivo para estibarlo en un espacio de setenta veces veinte pies. Tuvimos suerte de no llenar hasta el tope, porque Butterworth es uno de los peores apiladores. Pertenece a esa clase de tipos que ponen a los esclavos de lado para que quepan más. Cuantos más se meten al principio, más quedan cuando llegamos, así razonan los apiladores. He navegado con apiladores y con los que no lo son, y los primeros no ganan más dinero que los segundos. La única diferencia es que con los apiladores nosotros vivimos un infierno. Son más los que mueren, es lógico, y apenas nos da tiempo de quitarnos los muertos de encima, por lo menos antes de que la de la guadaña haya hecho su criba en las filas. Y después están los que se acumulan en los estantes.

Ni me había dado cuenta, pero a lo largo de los dos costados del barco había esclavos tumbados en filas de dos.

– ¿Cómo demonios creen que se puede trabajar así? Prueba a meterte ahí y verás lo que es bueno. Apenas hay tres pies entre los estantes, de manera que no se pueden sentar aunque quieran. Además, se tiene que ir descalzo para no machacar a esos pobres diablos, pero ¿tú crees que entienden lo que es consideración? No, son un hatajo de desagradecidos. Lo único que va bien es untarles los pies con sus propios excrementos. Así, por lo menos, no muerden.

Scudamore se echó a reír.

– Es lo que yo pienso -prosiguió-. No es agradable, pero sí efectivo. ¿Ves las cubas? Son para sus necesidades. Las mujeres las hacen en cubierta, pero sería arriesgado subir a los hombres cada vez que quieren cagar o mear. Tú eres el encargado de subir las cubas a cubierta y vaciarlas.

Me lanzó una mirada interrogante.

– Te lo advertí -dijo-, pero no me hiciste caso. Ahora es demasiado tarde para cambiar de opinión.

– ¿Crees que soy tonto? -pregunté-. Dentro de un par de días todo habrá pasado y seremos hombres libres.

– Mira, Silver: no creo que seas tonto, ni mucho menos, pero ¿sabes siempre en lo que te metes? Difícilmente estarás alguna vez más cerca del Infierno. Sólo un par de días pueden acabar con cualquiera. Tendrías que verte después de un día o dos de tormenta. La mayor parte de estos negros no han puesto nunca los pies en un navío. Se marean y vomitan por todas partes. Las cubas ruedan y se caen, así que se ven obligados a mear y cagar en el sitio. ¿Cómo crees que se pone esto entonces? ¿Y debajo de los estantes? Los que duermen arriba echan la mierda directamente encima de los que están debajo. Y la peste, Silver, ni te imaginas. Con las portezuelas cerradas, no entra ni una pizca de aire fresco. Aquí abajo todo está tan espeso que las luces se apagan normalmente. ¡Y los gritos, los lamentos, los suspiros! El Infierno, Silver, no puede ser peor que esto. Y tú te has responsabilizado de mantener limpio el infierno, amigo mío.

– Dime una cosa -pregunté-. Si esto es tan horroroso como dices, ¿cómo puede ser que tú te metas en ello, aunque no tengas que quitar la mierda tú mismo?

– ¿Y qué otra cosa puede hacer en la vida un hombre cultivado y sin obligaciones, que intentar mantener a la gente con vida? -dijo, cruzándose de brazos.

Miró a los negros que todavía estaban callados.

– Y ganar algo de dinero con las desgracias y miserias de otros -añadió-. Como los demás.

Se agarró de la escala de cuerda.

– Ahora te las compones lo mejor que puedas. Tengo que hacer dos rondas al día, y entonces me puedes ayudar a darles medicinas y esas cosas. Tendrás ayuda cuando tengas que repartir la bazofia que les damos, pero cuenta con que hay muchos que se negarán a comer. Para ésos tenemos herramientas especiales. Y a los que tienen que airearse en cubierta los vendrán a buscar los guardias. Tú sólo tendrás que cuidarte de que vayan por orden. Por lo demás, haz lo que te parezca.

Poco antes de que desapareciera hacia cubierta se volvió.

– Y admite un buen consejo -añadió-: olvídate de aquella mujer si no quieres que te pasen por la quilla otra vez. Te prometo que las que elegí para mí son igual de buenas, y que hay suficientes y nos sobran para los dos.

Al momento se cerró la portezuela y me quedé solo, cara a cara, frente a trescientos pares de ojos.

– De acuerdo -grité-, pronto se habrá acabado este infierno. ¿Hay alguien que entienda lo que digo? ¿Alguien que sepa otra cosa que su idioma indígena?

El silencio no se alteró, pero sin embargo oí una voz en aquel crepúsculo.

– Yo, señor -respondió uno.

Me abrí paso entre todos aquellos cuerpos que, para mi sorpresa, hicieron todo lo posible para que yo lograse llegar hasta donde quería. Los grilletes sonaban con un campanilleo cuando se apartaban. Aquí y allí vi sonrisas afables y algunas manos que se tendían para tocarme. Todo, pensé, porque les había devuelto sus miserables amuletos y porque los había mirado directamente a los ojos.

– ¿Y quién eres tú? -pregunté cuando llegué hasta uno de los últimos pares del lado de babor.

– Andrianamboaniarivo, señor.

– ¿Me estás tomando el pelo?

El negro me miró interrogante. No, por lo visto no me tomaba el pelo.

– ¿Te molesta si te llamo Jack? -le pregunté.

– No, señor -dijo el negro con una sonrisa.

De manera que no era retrasado.

– Y no me llames señor -añadí-. Soy el grumete de a bordo, nada más que eso; mi trabajo es quitar la mierda y limpiar el infierno.

– Gracias, gracias -dijo Jack.

– ¿Por qué? -me reí-. ¿Por limpiar la mierda? No creas que lo hago por vosotros.

– No, no, por la mierda no. Porque dejarnos los…

No sabía la palabra, así que señaló su cuello, donde llevaba colgando un diente de cocodrilo o algo parecido.

– Da lo mismo, buen hombre. No son estas baratijas lo que os salvará la vida. No, por lo que se refiere a la vida mejor haríais en creer en alguien como yo, de nombre John Silver. Soy más valioso que cien dientes de cocodrilos de los vuestros y que varias ramas de coral, créeme.

Jack me miró sin comprender.

– Queréis iros de aquí, ¿no? -pregunté-. Queréis volver a casa, supongo.

Eso por lo menos lo entendió, porque el odio que le asomaba a los ojos era apreciable.

– Ahora escucha atentamente lo que te voy a decir. Si no entiendes, me lo dices. Es importante, ¿comprendes?

Jack se quedó sin expresión en la cara.

– Asentir con la cabeza sabrás, aunque seas negro -le dije moviendo la cabeza-. Eso significa sí, por si no lo sabías.

A pesar de que no era seguro que tuvieran el mismo código de gestos que nosotros, Jack asintió y sonrió. Así pues, no era tonto del todo. Empezábamos bien.

– Dentro de un día o dos, el barco estará preparado para hacerse a la mar y llevaros a todos al infierno. ¿Sabes lo que es el infierno?

Jack asintió varias veces mirando intencionadamente a su alrededor.

– ¡Bien! -dije riéndome-. Entonces por lo menos estamos de acuerdo. El caso es que los esclavos no son los mejores hijos de Dios a los ojos del capitán. El capitán es aquí el rey, y contra tipos como él se puede iniciar una rebelión. Y si uno está de humor, se les puede hasta matar y después comérselos.

Jack sacudió la cabeza.

– ¡Bueno! Tal vez no tanto. Yo tampoco le hincaría el diente a un tipejo correoso como Butterworth, por muy caníbal que fuera. En cualquier caso, el capitán Butterworth cree que vosotros no os iríais al otro lado del mar si pudierais elegir. Por eso piensa zarpar de Accra a medianoche, cuando estéis durmiendo a pierna suelta. Cuando os despertéis al día siguiente habrá desaparecido el olor a tierra y después no hay nada más que el gran océano hasta que lleguemos a la otra orilla. Pero entonces, señor mío, entonces es demasiado tarde, porque en las Antillas nos encontraremos con soldados con mosquetes que estarán vigilando para que los objetos de valor como vosotros lleguen a tierra. ¿Has entendido? Si no hacemos nada ahora, luego será demasiado tarde y después el infierno aún será peor y los que quedéis vivos seréis pasto de los tiburones.

– Entiendo infierno -dijo Jack muy serio-. ¿Cómo matar capitán? -preguntó mirándose los grilletes y mirando a su compañero encadenado, que escuchaba nuestras intrigas con el mayor interés.

Entonces fue cuando me di cuenta que seguía el silencio a nuestro alrededor. Por tanto, bajé la voz y le expliqué todos mis preparativos: el arsenal, los hombres que habían hecho el juramento y tenían que estar dispuestos en el mástil, en los cañones de cubierta y en las trampillas de tiro y, al final, le hablé de mi amor por la libertad.

Puso los ojos como platos.

– ¿Por qué? -preguntó.

– ¿Por qué, qué?

– Tú, hombre blanco. No negro, no esclavo.

– ¿Y qué tiene que ver? Lo que importa es que quedéis libres.

Asintió aunque todavía tenía sus dudas. De todas formas, por nada podría estar en contra.

– A ver qué te parece esto -dije sin esperar respuesta-. Cuando veo a gente como vosotros siempre pienso que la próxima vez me tocará a mí.

Jack me miró a los ojos como si de verdad hubiera entendido.

– Tú y yo somos hermanos -dijo-. Mi pueblo, los sakalava, no nos rendimos ante nadie.

– ¿No? -pregunté-. Y entonces, ¿qué diablos haces aquí?

Eso le hizo callar.

– Te he dado algo en que pensar, ¿verdad? -añadí animado.

– Somos hermanos -insistió Jack tercamente.

– Como quieras -admití, magnánimo-. Sólo tenéis que hacer lo que os he dicho. Y una cosa más antes de que se me olvide: vigilad que los capataces vayan los primeros cuando asaltéis el castillo de popa.

Jack alzó las cejas, igual que los demás.

– Claro, como escudo -expliqué-. Eso es lo justo.

A Jack se le iluminó la cara y yo no pude por menos que pensar que nos habíamos entendido muy bien, mejor de lo que nunca hubiera supuesto.

– ¿Se lo puedes explicar a los demás? ¿Os entendéis entre vosotros?

– Con algunos -contestó Jack-. Pero no difícil explicar.

Hizo un gesto con el dedo que cualquier hubiera podido interpretar: insinuaba la idea de cortar el cuello de algunos. Me di la vuelta y cogí la primera cuba que hacía las veces de letrina. Mientras la llevaba hacia cubierta oí un murmullo esperanzado, incluso alegre, y las voces que transmitían mi mensaje como un reguero de pólvora, con idioma o sin idioma.

Así pues, no tenía necesidad de preocuparme porque el mensaje llegara a destino. Cada vez que volvía de cubierta para recoger una nueva cuba, veía cómo iba cambiando la expresión de sus caras. Y allá donde iba me encontraba con amabilidad, admiración, respeto y expresiones resueltas. Cuando pensé en los malhumorados amotinados con los que me había liado, me arrepentí de inmediato de no haber pedido a los negros que tiraran a toda la raza blanca por la borda excepto a mí, claro.

Cuando hube tirado al mar los últimos y malolientes desechos, me quedé un rato descansando al aire libre, aunque hacía un calor sofocante. Se diría que los tipos como Butterworth tienen ojos en la nuca, porque fue precisamente su semblante sarcástico el que apareció a mi lado.

– ¿Está Silver libre de servicio? -preguntó a modo de introducción.

No contesté.

– Pues entonces vaya abajo, que es donde está su puesto -bramó. Luego continuó sin cambiar apenas la inflexión de su voz-: Además, ya es hora de ir a inspeccionar la carga. Zarpamos esta noche. Usted primero, Silver.

¡Aquella misma noche! Fui a la bodega y esperé hasta que Butterworth estuvo a mi lado. El murmullo cesó a medida que los esclavos descubrían nuestra presencia. Butterworth sacó su pañuelo y se lo aplicó contra la nariz y la boca. No se atrevió a adentrarse mucho entre las piernas de los esclavos. Cuando salí de las sombras volvió el palique, y había que ser rematadamente tonto para no apreciar la vitalidad de aquellas conversaciones. Elevé la voz.

– Negros, aquí está el capitán Butterworth, el rey del navío. Es a él y a Dios a quienes debemos dar gracias cuando lleguemos a tierra.

Se acalló el murmullo y entendí que Jack lo había traducido a los demás. Hábil, pensé, porque ahora todos sabían cómo era el mismísimo Diablo.

– ¿A qué viene este vocerío del demonio? -me preguntó Butterworth-. ¿Cree acaso que entienden el idioma civilizado?

– No es eso, señor. Es el tono lo que cuenta. Es lo mismo que con los perros, señor. ¿No ha hablado nunca con un perro? Reconozca de todos modos que parecen satisfechos y contentos.

– Puede ser -refunfuñó Butterworth-. Parece que todo está en regla. Y eso es una suerte para usted. No le quito el ojo de encima, Silver.

– Claro, señor, claro, pero yo sé cómo tratar a la gente, señor.

– Excepto a usted mismo, por lo visto -me reprendió Butterworth, dándose media vuelta para subir cuanto antes a cubierta.

En cuanto se fue me entraron las prisas. Expliqué a Jack qué iba a ocurrir aquella misma noche, pero añadí que deberían esperar con los grilletes hasta que Scudamore hubiera hecho su ronda y se hubiera servido la cena. A través de Tompkins transmití el mensaje a los demás. En cuanto la rebelión estuviera en marcha se deberían retirar detrás del mástil y no mover ni un dedo hasta que yo se lo indicara. Era la única forma de que los negros supieran los que eran un botín permitido y los que no.

Cuando Scudamore apareció para hacer la ronda, le di la noticia de los planes y le dije que se escondiera detrás del mástil si tenía interés en ver nacer el sol al día siguiente. Me dio las gracias por la información, pero no demostró pasión ni entusiasmo. Tampoco yo lo esperaba.

A eso de las ocho de la tarde, los esclavos empezaron a abrir los grilletes. La expresión de sus caras cuando se levantaron y se restregaron los tobillos fue un espectáculo para los dioses, sí, e incluso para mí.

Cuatro horas más tarde, de pie en la trampilla, oí que el lugarteniente daba a los hombres la orden de soltar amarras. Bajé de nuevo y me encontré con Jack, que estaba preparado junto a la escala de cuerda. En los tiros de popa estaban preparados los tres capataces esperando aterrados lo que pudiera llegar. Ya no llevaban la cabeza tan alta, y eso no estaba nada mal.

Le hice una señal con la cabeza a Jack y al momento la masa humana de negros se puso en movimiento. Yo no tenía mucho más que hacer; me bastaba con esperar. Me tumbé en una de las tarimas y cerré los ojos. Oí el primer disparo y los gritos de dolor, y me dio tiempo de alegrarme justo antes de perder el conocimiento.


Cuando recuperé la conciencia era todavía de noche y antes incluso de abrir los ojos comprendí que algo había salido mal. No porque me estallara la cabeza de dolor, ni porque notara el olor del calor de los cuerpos, de excrementos y de otras cosas que no supe identificar, y tampoco por el pequeño detalle de que estaba solo, aunque no oía otros sonidos humanos que débiles lamentos, sino más bien porque estábamos navegando, tan cierto como que me llamo John Silver. El Libre de penas cabeceaba suavemente, apoyándose en las velas izadas, sobre una marejada incipiente o agonizante, con el viento en la cuadra. Amenazaba tempestad y no hubiera sido así en caso de que el motín hubiera tenido éxito.

¿Qué había pasado, dónde estaba yo? Intenté levantarme, pero mis piernas estaban sujetas como un tornillo y antes de que decidiera ponerme de pie me di con la cabeza contra una viga, de manera que el dolor se duplicó y la sangre caliente y repugnante, sin duda la mía, me corrió por la frente y se deslizó a lo largo de la nariz, hasta la barbilla. De pronto reconocí el olor que antes no había identificado. Era de sangre, no de otra cosa. Estiré una pierna con fuerza y algo que estaba sujeto empezó a ceder, pero entonces, a mi lado, oí una voz desconsolada e inmensa.

– ¡Acostar, señor! Todo pasado ahora.

Tanteé a mi lado y allí encontré un cuerpo desnudo acostado. Con los peores presentimientos alargué la mano hasta los pies y me encontré con unos grilletes alrededor de los tobillos, encadenado al cuerpo que tenía al lado.

– Pero, ¿qué diablos es esto?

– Todos podemos ser esclavos -oí decir a la misma voz, como si viniera de debajo de tierra-. Los sakalava, los hombres blancos.

Me tendí de nuevo sobre la tarima desnuda, sin más colchón que la poca grasa que uno puede tener en el cuerpo. Entonces fue cuando me di cuenta de que yo también estaba desnudo. Era un esclavo, Dios me ayude y me maldiga; me habían hecho esclavo a mí, a John Silver, el hombre deseoso de ser más libre que ninguno de los que conocía.

Seguramente me volví loco y grité a los cielos. Noté que un brazo me sujetaba y me sacudía.

– No más. Tú no sólo tú -dijo la misma voz perseverante de antes.

Entonces oí una risa sin alegría.

– Ahora nosotros hermanos, tú y yo. Tú también.

Aquellas palabras dolían como un latigazo.

– ¿De qué clase? -dije colérico.

– Tú esclavo, yo esclavo, nosotros esclavos. Ninguna diferencia -dijo Jack, porque era él quien estaba a mi lado.

– ¡Por todos los demonios que yo no soy esclavo, recuérdalo bien!

– Espera ver -contestó Jack.

¿Qué quería decir? Intenté reflexionar sobre los hechos. A pesar de todo, seguía vivo. Mantenerse con vida siempre era lo más importante. El motín había sido sofocado, de eso no cabía ninguna duda. El cómo y el porqué eran preguntas que debían esperar. A mí me habían dado en la cabeza con un objeto duro y me habían encadenado allí, de momento, por no tener nada mejor. Naturalmente, yo era sospechoso por haber sido el único que se quedó bajo cubierta cuando se inició la rebelión. Que yo estuviera preso era, por lo tanto, una cosa natural, me dije, y podía estar contento de no haber firmado en el redondel de Robin. Tal como estaban las cosas, no había ninguna prueba de que yo hubiera instigado todo aquello. Podría defender mi buena reputación si no me precipitaba y pensaba bien mi estrategia. Pero… ¿por qué estaba totalmente en cueros?

– Jack, ¿qué pasó? -pregunté.

– ¿Pasó? -contestó sordamente.

– Sí, eso, pasó. ¿Por qué estamos tumbados aquí? ¿Por qué no salieron bien las cosas?

Tuve que convencerlo con cumplidos para que me lo explicara, tan desconsolado como estaba. Lo primero era que alguien se había tenido que chivar. Todo estaba preparado para hacer frente a los rebeldes. Habían dejado que los tres capataces y otros dos se hicieran cargo de los cañones y después, dar la señal de ponerse tras las empalizadas a los otros. Cuando unos cien ya estaban en su puesto, apretados como sardinas, se hicieron con facilidad con los cinco apostados en los cañones; aquéllos fueron los tiros y los gritos que yo oí antes de desmayarme, y pusieron en claro a los demás sobre lo que les pasaría si movían un solo dedo. A la vez, otra parte de la tripulación se hizo cargo de los que iban trepando a través de los agujeros hechos por ellos mismos; fácil, ya que iban apareciendo poco a poco, de dos en dos. Al final, un grupo de marineros armados con mosquetes bajó a la bodega de carga por una de las escotas y atacaron a los que quedaban. Jack creía que fue uno de ellos el que me dio el golpe y me dejó tieso. Jack había visto todo el desbarajuste y pidió que lo encadenaran conmigo.

– Pero ¿cómo pudo ocurrir todo tan deprisa? -pregunté sorprendido-. Aún no es de día, todos están de vuelta y hemos zarpado.

– Otra noche -dijo Jack.

Eso era. Había estado sin sentido un día entero.

– Y ahora -añadió Jack-, sólo infierno. Tú decir así.

Podría tener una cara más alegre, eso seguro.

– Todavía no han acabado conmigo, tan cierto como que me llamo John Silver -contesté, y de nuevo me venció el sopor.

Necesitaba reunir todas mis fuerzas para lo que pudiera venir, creía, y en eso tenía toda la razón, pero no de la manera que yo me había imaginado.

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