Hoy por la mañana, cuando el disco solar se levantaba en el horizonte, el cielo estaba de color rubí, aunque eso no sea para alegrarse. El rojo predice lluvia y las nubes azul grisáceo que engañan tras la montaña rápidamente dejan de ser guirnaldas del mar para convertirse en rocas ondulantes.
Mi primera idea esta mañana fue seguir donde lo dejé, pero entonces me puse a sopesar si no sería sólo por negligencia que hasta ahora, a pesar de todo, recordase mi vida en orden cronológico, sí, casi con la precisión de un cronómetro. ¿No había pensado que la única vida realmente adecuada para mí era la que me daba vueltas en la cabeza según soplara el viento? ¿Y no había creído que esa vida que me pertenecía por derecho propio sería un tumulto en el que una cosa llevaría a la otra, primero la pierna, después Deval, después Dunn y posiblemente Edward England, el último de los cuales me hacía recordar a Plantain, cuyo bienaventurado recuerdo me llevaba hacia Defoe y así sucesivamente hasta el infinito, hasta que me quedara vacío? De todos modos, me encontré con que había escrito que había nacido, una observación innecesaria, creo yo, y después vino lo demás por su camino. ¿Negligencia? Sí, es posible, pero también curiosidad, como si mi vida fuera una buena anécdota relatada alrededor del mástil. ¿Cómo podía acabar como había acabado? No dejo de preguntármelo, y tal vez empiezo a entender que la otra vida, el tiempo de tormenta, el caos ingobernable de relámpagos que reina en la memoria, no se pueden poner por escrito. Y tampoco es más verdad que eso otro, lo que empieza con el nacimiento o en cualquier otro momento, porque las dos vidas están a pesar de todo en mi cabeza. Dicho de otro modo, en lo que se refiere a la verdad de la vida, no sé por dónde cogerla.
¿Podría haberme ayudado Defoe en esto? Él escribió para no tener que vivir su propia vida. Tengo que contestar que no. Convenció a otros para que creyeran en sus palabras, pero, ¿sabía él mismo quién era, entre los cientos de nombres prestados que utilizó para ser libre? Su trabajo consistía en dejar pasmada a la gente. Era un agente secreto y al mismo tiempo un escritor libre. ¿Hay algo mejor? ¿Se puede desear más en esta vida? Formábamos una extraña pareja usted y yo, señor Defoe, pero quisiera decir que no es de extrañar que nos encontráramos en el Angel Pub de Londres, usted como historiador de la piratería y yo como testigo presencial de una categoría poco común.
En aquellos tiempos había navegado con England por el Caribe y por el océano Índico durante un par de años. Con el Fancy habíamos conseguido más y mejores presas que casi todos los demás, casi siempre sin lucha, porque, como mucho, éramos ciento cincuenta hombres, y ¿qué navío mercante con treinta marineros a bordo querría perder hasta la última gota de su sangre por plantar cara a un poder muy superior, total para defender los beneficios de los armadores y sus miserables sueldos? Sin embargo, había capitanes que estaban locos y que ordenaban el enfrentamiento por cuestión de honor. Pagaban el doble: en primer lugar, el barco con la carga, y en segundo lugar la sangre y la muerte. ¿Con qué provecho? Naturalmente, también había capitanes que sólo luchaban por salvar sus propias vidas, los tiranos enterados de que no habría clemencia cuando la bandera estaba arriada y se pasaban cuentas. Edward England tenía sus más y sus menos, y si hubiera podido mandar en solitaria majestad, muchos capitanes, potentados y curas habrían salvado el pellejo, aunque por los pelos, en los barcos que abordábamos sin miramientos. Pero England se sometió a las decisiones del consejo si en alguna ocasión decía la última palabra, y la ejecución era la regla tras un interrogatorio con la tripulación sobre cómo habían sido tratados. Era realmente como el mismo England había dicho una vez: la única pareja que alcanzaba a discernir claramente era la que formaban la vida y la muerte.
Por eso pasó lo que pasó. England fue destituido, pero contra todo pronóstico salvó la vida en Madagascar, aunque yo aposté a su favor y gané. Encontró refugio en casa de Plantain y se salvó como pudo hasta que llegó el día de arriar la bandera.
Después de su destitución seguí una temporada a bordo con Taylor, con mi loro recién ganado, pero sin alegría y sin ganas. Los ricos botines del Cassandra y las enormes sumas arrebatadas al virrey de Goa fueron para la mayoría como un veneno. De pronto, cada cual tuvo la fortuna con la que había soñado, la fortuna por la que tanto habían suspirado, hasta pensar que era lo más importante de su vida. ¿Y qué pasó? Casi todos se volvieron locos: gastaban el dinero a espuertas, como si los doblones fueran mechas encendidas, y bebían como si les hubiera llegado la última hora. Piastras y joyas, botines y presas: eso era lo único que tenían en mente cuando nos hacíamos a la mar, y ahora que habían obtenido lo que querían, callaban por lo mismo, no sabían qué hacer con su vida. Era miserable y vergonzoso verlos sufrir.
Yo puse mi parte a buen recaudo y me fui a la bahía de Ranter en cuanto tuve noticias de que England seguía vivo, aunque aquello ya no fuera vida. Me quedé a su lado hasta que murió, y me preocupé de que tuviera un final digno, todo lo digno que pudiera ser, dados los reproches que se hacía a sí mismo y a su conciencia antes de arriar la bandera para siempre. Su angustia me ponía nervioso, creo, porque durante un tiempo no pude ser yo mismo. Empecé a preguntarme qué podía elegir un tipo como yo, qué podría tener sentido. ¿Qué valor tenía ser Long John Silver a este lado de la tumba? ¿Qué importancia tenía un tipo como yo en esta complicada vida? ¿Habría siquiera alguna diferencia si vivía y moría como los demás? ¿Adonde nos llevaba al final el ancho camino que ya parecía el único que yo podría transitar con mis dos pies? ¿Había todavía algún refugio en la vida para un tipo como yo?
Preguntas como éstas me daban tantas vueltas en la cabeza que me desalentaban y me abatían.
Lo que me hizo poner bien la quilla fue la expedición de castigo de Matthew, descubrir que se había equipado una expedición con órdenes concretas de apresar y llevar a Inglaterra y a la horca una sola y miserable vida, la de Plantain, un aventurero de pequeño calado que se había retirado con un grupo de putas de diversa índole y color. No dejaba de preguntarme por qué mientras disparaba y blandía el hacha como nunca para defender nuestras vidas, las de los dos. ¿Por qué se empeñaban en enviar a los soldados de la Marina hasta el otro confín de la tierra, arriesgando sus vidas para que el populacho viera cómo ahorcaban a Plantain? Seguro que había suficientes indeseables, verdadera carne de horca, mucho más cerca.
Se me ocurrió que necesitaba ver más mundo para vivir como mejor pudiera hasta que me visitara la muerte. Era un fuera de la ley, un proscrito a cuya cabeza habían puesto precio, pero ¿contra qué y contra quién iba yo a luchar y a estar en guardia? Necesitaba presenciar un linchamiento en Londres, oír los gritos de la muchedumbre, ver la cara del verdugo, las miradas de los guardianes, sí, memorizar los vapores de un linchamiento y el ruido en mi propio cuerpo, dentro del pellejo que me preocupaba tanto. Siempre he huido de la horca como de la peste, pero ¿no era ella la medida de una vida como la mía y la de Plantain? Creía tener valor cuando fui el primero en blandir el hacha y abordar la cubierta del enemigo, pero el valor consistía en tener siempre la horca ante los ojos, saber que la pena de muerte era la única medida para una vida como la mía. Con un castigo así pendiente sobre la cabeza, con una soga al cuello, nadie duda ni se confunde. Uno sabe bien lo que vale. O eso pensaba yo.
Así pues, decidí irme a Londres a la primera de cambio, dispuesto a ver y aprender. En Diego Suárez me alisté como marinero sin experiencia en un bergantín cargado de caña de azúcar con destino a Londres. Si mal no recuerdo, me hice llamar Zeewijk y me hice pasar por flamenco. Creo que nunca he padecido tanto. Ni una sola palabra podía escapar de mis labios. Gemía y gruñía como un animal o reía como un loco, ése era todo mi registro. Así aprendí una cosa: en el Infierno, si existía, cada uno habla su idioma. Pero no hubo nadie, hasta tal punto disimulé mis inclinaciones y mis ansias de abrir mi ágil bocaza, que albergara la menor sospecha de mi situación: nadie imaginó que estaba preñado de miles de palabras que me dolían en el cuerpo, de tanto como ansiaban ver la luz del día. Desperté admiración, claro está, por mis conocimientos marineros, por mi disposición y sobriedad entre los oficiales, mientras que el veneno corría a chorros por la sangre de la tripulación por ese mismo motivo. No me importaba. ¿Por qué me iba a importar? La tripulación no sabía quién era yo ni qué pretendía.
Atracamos por tanto en Londres sin que el señor John Silver hubiera pronunciado una sola palabra inteligible durante dos meses seguidos. Seguramente nunca estuve más cerca de la locura.
Recibí la miserable paga, pasé la inspección y dejé que me tragara la vida bulliciosa, apestosa y desordenada de la ciudad de Londres. Habíamos anclado en The Pool, y el nuestro era un ancho bergantín más entre los otros miles de barcos que llegaban con riquezas para las arcas ya repletas de Inglaterra. ¿No era ésta una visión digna de los dioses, me dije, si es que tenían ojos en la cara? Miles de mástiles, un bosque otoñal y sin hojas, sobresalían de los cascos. Los esquifes, las corbetas, las yolas, las goletas y las barcazas, o como quiera que se llamaran, se mecían sin cesar. Los marineros, los estibadores y los aguadores iban y venían, cargaban y descargaban, gritaban y juraban, reían no muy a menudo, porque a pesar de todo no era divertido su trabajo, graznaban como cuervos, levantaban los fardos y los llevaban, caían y se levantaban, o a veces se quedaban tendidos, pertrechaban y desmantelaban.
En el muelle de Billingsgate había cientos de barcazas atracadas. Allí estaban también los diques secos y los astilleros. Los armazones y las cuadernas sobresalían tras las tablas de madera, y se oían los martillazos y el ruido de los serruchos. Subían las vaharadas desde los fondos donde las tablas se reblandecían y se alabeaban. El olor a brea quemada irritaba la nariz, la garganta y los ojos. A lo largo de los muelles estaban los barcos mercantes, los talleres de velas, de aparejos, de cuerdas, todo ese tráfago que se necesitaba para construir y equipar un navío.
Nunca había visto tantos barcos juntos. El almacenamiento de botines por saquear parecía infinito. Y no era sólo Londres; en Bristol y en Glasgow los había visto con mis propios ojos, y después fue Portsmouth, Southampton y los demás puertos no sólo de Inglaterra. ¿Cuántos navíos podía haber en esta orilla del Atlántico? ¿Treinta mil? Y de todos ellos, ¿cuántos eran los que gobernaban los caballeros de fortuna? Conté aquellos de los que había oído hablar mientras estuve con England. Como mucho unos veinte. Caca de mosca y de mosquitos, eso éramos nosotros.
¿Y cómo fue que durante un tiempo casi conseguimos interrumpir el comercio con las Antillas? Claro que no fue porque se arruinaran los armadores, lo comprendo ahora. Siempre había navíos suficientes que regresaban con su carga para dar beneficio. No, tiene que haber sido el miedo. Era nuestra reputación, así de claro. Y pensar que durante un tiempo hubiéramos podido poner de rodillas al comercio naval por lo que se decía de nosotros, por afirmaciones sin sentido y fantasías salvajes. ¡Qué estímulo para un tipo como yo! Eran miles de barcos, y en realidad nosotros no pasábamos de ser una veintena de mosquitos ante los que se rendían por el imaginario pavor y miedo de la gente.
Durante varios días estuve deambulando por el desorden de Londres para ver cómo estaban las cosas. Vi las instituciones opulentas e infladas que proporcionaban el capital a los armadores y a sus navíos. Me sorprendí ante las compañías aseguradoras, que cubrían todo menos el personal, la Royal Exchange y la London. Me quedaba con la boca abierta ante las compañías, la de las Indias Orientales, la de los Mares del Sur, la Real Compañía de África, con su pompa y fastuosidad. Estuve ante la sede del Servicio de Aduanas, que con sus miles de empleados no quería otra cosa que echarnos el guante a los tipos como yo.
Si algo aprendí fue lo poco que sabía de cómo estaba establecido el mundo. No habíamos imaginado las ingentes sumas que se apostaban, se arriesgaban, se ganaban y a veces se perdían. ¿De qué manera podríamos habernos sobrevivido a nosotros mismos y ser tan invencibles como algunos creían? ¿Cómo habrían podido culminar semejante hazaña Roberts, Davis y todos los que desafiaban al mundo entero con sus proclamaciones? No, buscar la suerte por cuenta propia tiene que ser lo primero. El riesgo de morir a pisotones era demasiado grande cuando uno era un mosquito o un gusano de barco.
Por eso al final fui al Almirantazgo, resucitado en el cuerpo de un tal Power, fiscal de aduana, y pregunté por ese miserable pirata que atendía por el nombre de John Silver.
– ¿Tenemos algo de él? -pregunté.
– Tenemos su nombre aquí -dijo un funcionario cuya piel grasienta y pálida estaba a punto de caérsele a escamas por falta de aire fresco-. Instigador de un motín a bordo del Lady Mary, que se hundió frente a Old Head en Kinsale. Denunciado por el capitán Wilkinson. Eso es todo. En realidad, nadie sabe adonde fue.
– Yo lo sé -declaré con tono autoritario y prudente, aunque en el fondo con un punto de temor-. John Silver está muerto. Por fortuna, se quedó una cabeza más bajo de lo que era cuando Matthew atacó el nido de piratas en Saint-Marie, no hace mucho. Pueden tachar a ese hombre de las listas. Sin remordimientos de conciencia.
El pálido chupatintas hizo lo que le dije, y así desaparecí de este mundo. Y con el corazón aliviado dejé aquel reducto de maldad. A pesar de todo, fue como meter la cabeza en un nido de serpientes. Sin embargo, yo, John Silver, lo hice sin miedo, y así me granjeé el debido respeto cuando volví a las Antillas y poco tiempo después me fui con Flint.
Todos estos pretextos y suposiciones se hicieron realidad de forma muy fácil, porque ya lo llevaba en la sangre. Si no fue antes, por fin en Londres me enteré de que lo único que contaba a este lado de la tumba era la fe que tuvieran los demás en tu dignidad. Con esa fe uno podía hacer maravillas y permitirse extravagancias. Pero aprendí también que allí, en Londres, entre los que se llamaban los respetables, uno estaba obligado a ir constantemente con cuidado para que no le dieran una puñalada por la espalda. No era suficiente con tener ligera la boca. Además, había que tener ojos en la nuca.