Capítulo 23


Así pues, me condujeron junto con los demás hasta el fuerte de Saint Thomas al día siguiente de que el Libre de penas hubiera fondeado en la rada. Nos metieron en un almacén y nos dieron de comer en grandes cantidades: papillas con una gruesa capa de azúcar, carne fresca, corteza de cerdo y grasa, verduras y ron del malo, el que los negros con razón llamaban kil devil, pues ¿no utilizaban el ron para eso mismo, para matar al diablo en el infierno de vida que llevaban?

Scudamore se dio una vuelta para ver si en el último minuto podía disimular los defectos más evidentes y así sacar hasta el último chelín de su deseada bonificación. A tres que tenían diarrea los curó poniéndoles un tapón hecho con hilo de cuerda en el mismo agujero del culo, una de las trampas más habituales.

Durante cuatro días nos cebaron, nos lavaron y nos embadurnaron mientras mandaban mensajes a los propietarios de las plantaciones de la isla, para que supieran que había llegado un nuevo cargamento de esclavos y que la subasta se celebraría al domingo siguiente, después de la misa mayor.

La víspera de la gran fiesta popular Scudamore me llevó aparte.

– Silver -dijo-, me duele verte aquí entre los demás, aunque seas un trabajador contratado y lleves esos harapos encima. La piel blanca hace daño a la vista. Los negros pueden pensar que no hay diferencia entre nosotros y ellos.

– No es culpa mía -contesté.

– Aún te puedes arrepentir -dijo Scudamore.

– Sí, y que me lleven ante un tribunal para que me cuelguen después. No, si los amotinados que juraron se contentan con que me vendan como trabajador contratado, lo prefiero al juicio que sólo puede acabar de una manera.

– Olvidas mi testimonio.

– De ninguna manera -contesté-. Ya sé que quieres lo mejor para mí. Pero Butterworth está muerto, y era el único que podía hacer valer su palabra. Ahora sería la palabra de un cirujano de a bordo contra la de siete marinos expertos. No me atrevo a correr el riesgo.

Naturalmente, no dije lo que pensaba: que en cualquier caso el mayor riesgo de todos era que Scudamore me convenciera para llevarme hasta la balaustrada del tribunal y después prestara un testimonio que, con toda seguridad, me quitaría de en medio para siempre. A pesar de todo, le daba miedo que un tipo como yo saliera con vida, aunque fuera como esclavo, porque creo que al final había comprendido que no podía jugar conmigo. La vida no era un juego como se imaginaba Scudamore, porque los juegos tienen sus reglas, pero en asuntos de vida o muerte no hay reglas que valgan. Era lo mismo que se tratara de un cirujano como Scudamore o de otras muchas personas cultivadas.

El día de la subasta nos soltaron en un prado vallado. Había corrillos de individuos expectantes apoyados en la valla o en grupos repartidos y en pie. Se reían, se llamaban unos a otros, cuchicheaban, señalaban con el dedo y gritaban frases obscenas y burlonas. Estas últimas, si he de ser sincero, diré que se referían en su mayor parte a mí, porque no cabía ninguna duda de que yo era una atracción en aquel mercado de carne.

Busqué con la mirada a la mujer que me gustaba. Estaba sola, apartada, pero con la mirada bien alta, como si todo aquello nada tuviera que ver con ella. Me abrí camino entre los demás y me puse delante de ella. Vi lo que quería ver, comprobé que era de las que no se someten ante nadie, ni siquiera ante mí. Pero contestó a mi mirada y me sonrió.

No hubo más, porque de repente redoblaron los tambores y un hombre con una camisa de fiesta se levantó y anunció que la subasta iba a empezar. Seguí cerca de la mujer porque sabía lo que nos esperaba. Nos habían explicado que esa subasta sería una rebatiña, algo habitual cuando el mercado lo montaban los vendedores y los amos de las plantaciones se llevaban lo que podían. La Compañía ponía un precio fijo por esclavo, y después dejaban entrar a los terratenientes en el cercado. Los esclavos a los que pusieran la mano encima se los podían llevar por el precio estipulado., Así pues, se dio la señal. Yo le di la mano a la mujer y ella no dio señales de que mi actitud le molestara. Mi intención era que nos llevaran a los dos y nos compraran juntos, igual que las mujeres abrazan a sus hijos apretándolos contra sí para que no los separasen, aunque pocas veces conseguían quedarse con ellos, claro. A veces incluso separaban a la mujer y al hijo que llevaba en el vientre, aunque naturalmente no en una rebatiña.

La gente de las plantaciones se abalanzó sobre nosotros. Nos empujaban, nos tiraban de los brazos y de cualquier sitio de donde podían agarrarnos. Gritos, voces, risas. Los niños chillaban cuando los separaban de sus madres. La gente maldecía y se enzarzaba en peleas cuando pretendían quedarse con el mismo esclavo.

Algunos tenían el sentido común de examinar a los esclavos a los que habían puesto la mano encima y a unos los rechazaban, mientras que otros, con sus caras enrojecidas, se los quedaban sin hacer distingos. Uno de ellos, con una mueca de suficiencia, se quiso llevar a la mujer que yo tenía a mi lado. Yo me dejé arrastrar, pero me detuvo de un golpe en el pecho.

– Vete al infierno -me dijo el hombre en mi propia lengua-. No quiero a ningún diablo traidor.

– Soy un esclavo -dije cortésmente-. Sé hacer muchas cosas.

– Vete a cagar -fue su breve respuesta.

Era verdad que se habían difundido los rumores. Y hay que ver, al poco rato vi la jeta de bestia de Roger Ball entre la multitud, justo detrás de la valla. Me señaló con el dedo, dijo algo a los que estaban a su alrededor y se echó a reír con su carcajada ruidosa, burlona, autosuficiente y falta de alegría. Estuve en un tris de perder los estribos, acercarme a él y retorcerle el pescuezo. Pero por fin había aprendido el precio que tendría que pagar por perder la cabeza, y logré conservar la calma.

Poco a poco se fueron apagando el tumulto y la alarma. Los amos de las plantaciones, sin aliento y sudorosos, iban de acá para allá rodeados de sus esclavos. Vi a Jack en un grupo junto a la mujer y a tres de su propia raza, tres sakalava. Era más de lo que podía desear. También observé que los tres hombres a los que Scudamore les había puesto un tapón en el culo habían sido vendidos. Yo, el esclavo por excelencia, y dos más que padecían una visible infección, éramos los únicos que nadie quería llevarse.

El hombre de la camisa elegante hacía muchos gestos mientras hablaba en danés. Era evidente que hablaba bien de los tres que quedábamos. Al cabo de un momento, un hombre bien trajeado se acercó al subastador. Los dos estuvieron discutiendo, se estrecharon la mano y el más elegante se fue después hasta los dos enfermos y se los llevó. Seguramente era el cirujano, del lugar: al tratarse de una rebatiña había perdido su cuota habitual de enfermos para curarlos y venderlos más tarde.

Así pues, al final sólo quedaba yo, Long John Silver. El subastador gesticuló aún más con los brazos poniendo de manifiesto lo muy aprovechable, inteligente y fuerte que podía llegar a ser yo con un tratamiento adecuado. Todos guardaban silencio, excepto Roger Ball, naturalmente, que se puso a gritar.

– Tienes lo que te mereces, Silver. No hay diablo que te quiera tocar, ni siquiera con pinzas.

Se oyeron risas aisladas aquí y allá. El subastador miró a su alrededor como si dudase y gritó algo a la muchedumbre; me pareció que ofrecía mi persona a cualquier precio. No pasó mucho rato hasta que el gentío dejó paso a una cabeza de pelo entrecano, pero cuando apareció por completo me di cuenta de lo que llevaba: una sotana negra hasta los pies. Se acercaba a mí con pasos tranquilos y dignos. ¿Qué diablos quería decir aquello? ¿Me iban a perdonar los pecados antes de ahorcarme? ¿Me habían engañado todos?

– Ven conmigo, hijo mío -dijo el cura paternalmente en un inglés con marcado acento extranjero.

– ¿Por qué? -pregunté.

– ¿Por qué? -repitió el cura-. Para ponerte al servicio de la misión de la plantación, naturalmente.

¿Qué otra cosa podía ser? Allí terminaban los esclavos marcados con la cruz del padre Feltman, porque ahora que me fijaba, no estaban en la rebatiña. ¿Y yo, qué? ¿Era por pura codicia que el cura se había apiadado de mí? A mí no me podía convertir. Como blanco que era, ya profesaba la verdadera fe, al margen de lo que pensara.

– Padre -dije-. Tenga misericordia de un pobre pecador.

– Claro que sí -dijo el cura sin darse la vuelta.

Y entonces ya no me pude aguantar más, y me eché a reír con todas mis fuerzas. Todos estaban de acuerdo en que el cura no podía haber comprado a un cabeza loca como yo. Ni yo mismo lo creía. Que me tocara ser esclavo en casa de aquellos que temían a Dios tuvo que ser una decisión tomada por voluntad suya. En la casa del cura me enteré de que la cosa había ido como supuse: que yo le había sido regalado y me había recogido por misericordia. El contrato era de tres años, y después sería libre de enrolarme donde quisiera, si así lo deseaba.

Tengo que reconocer que dediqué un breve pensamiento a England y a Deval, no porque sintiera lástima de su destino, sino para maldecir el mío propio. Pensé para mis adentros en cómo había sido mi vida hasta la fecha, y encontré que no había mucho de lo cual enorgullecerme, por más que yo insistiera en lo contrario. De todas maneras me iban a castigar por ello.

Me colocaron entre los negros de la plantación. Para trabajar en la casa tenía que ser un esclavo de confianza, y yo no lo era, desde luego. Me pusieron con unos veinte negros que abrieron los ojos de par en par cuando entré en su cabaña. Había aprendido de Jack algunas palabras de saludo y camaradería en el idioma de los africanos y las utilicé, pero los negros por lo visto hablaban danés. Por suerte, dos de ellos habían sido comprados a los ingleses en Jamaica después de la gran rebelión, y ésos me sirvieron de intérpretes.

Dejé que los negros me miraran hasta hartarse. Me recibieron con rencor, en parte porque era blanco y también porque era bussal, un bruto, como llamaban a los esclavos recién llegados. Sí, incluso entre aquellos siervos había un escalafón, y en él me tocaba ser el último. Sin embargo me puse en guardia, pregunté discretamente quién era el jefe y me lo señalaron: era el hombre con la mirada más altiva, el más orgulloso de todos. Me acerqué a él y lo agarré por el cuello. Apreté bien fuerte a la vez que pedí tranquilamente a mis portavoces que explicaran a los demás que John Silver era en efecto esclavo y bussal, pero que era intocable, invulnerable, que tenía alma, era tabú y muchas más cosas por el estilo. Cuando todos, inclusive el opresor que tenían entre ellos, hubieron entendido, lo solté y me tumbé en un camastro de paja que me pareció un auténtico lujo después de las bastas tablas del Libre de penas. Antes de quedarme dormido pensé que se habían acabado las medias tintas, y creo que a partir de aquel instante ya siempre estuve dispuesto a izar la bandera roja. La negra, la de los piratas, ya hacía tiempo que la había izado.


A la mañana siguiente, al amanecer, me despertó una patada, bien dirigida, propinada por una pierna que salía de una sotana de cura.

– Arriba -ordenó el cura.

Así pues, él también sabía alguna palabra en inglés. La verdad es que eran cultos.

– A mí no hace falta que me den patadas en nombre de Dios -le dije-. Haré lo que tenga que hacer.

Me incorporé bajo la atenta mirada del cura y nos sacaron al campo. El cura iba detrás de nosotros con un látigo en una mano y un mazo de madera en la otra. De vez en cuando fustigaba el aire como si fuéramos una yunta de bueyes. Por lo visto, los curas confiaban más en sí mismos y en su Dios que los otros propietarios de las plantaciones, porque no empleaban a ningún capataz.

Tan pronto pudimos vernos las manos, hincamos las azadas en la tierra dura y arcillosa. Cavamos hoyos, nada más que hoyos en línea recta, uno tras otro, sin descanso, desde el amanecer hasta el anochecer, bajo un sol de justicia que me quemaba la aún tierna piel de la espalda. A mediodía ya se me habían formado grandes ampollas en las manos. Aquello sólo podía acabar de una manera. Justo antes de que nos dieran la tercera ración de agua azucarada con ron, el combustible con el que nos calentaban, me rezagué. A esas alturas apenas si podía asir la azada. Inmediatamente oí un silbido y noté después el dolor que el látigo me producía al restallarme en la piel. Tuve que recurrir a toda mi capacidad de control para no matar allí mismo al diablo del cura, pero no era tan estúpido, porque ¿adonde podía llegar medio desnudo, con la espalda en carne viva y las manos llagadas? Así pues, me di la vuelta hacia él.

– Por el amor de Dios, padre -supliqué-. Tenga clemencia.

– Un tipo como usted debería tener cuidado al poner el nombre de Dios en su bocaza. Aquí son ustedes los que trabajan para nosotros, para que nosotros podamos trabajar para Dios.

– Pero yo soy cristiano, padre. Fui bautizado con agua bendita y todo eso. No creía que los cristianos pudieran probar el látigo.

– Pues estaba muy equivocado. Lo único que no está permitido, según las normas, es que un negro le ponga la mano encima a un blanco. Para todo lo demás hay carta blanca. Y nosotros acatamos las normas, señor mío.

A ese cura no había forma de conmoverlo. Después supe que se llamaba Holt y que era el peor de todos, y debo decir que ninguno de ellos era precisamente de lo más granado entre los hijos de Dios. Hacía dos semanas que Holt había matado a golpes a un crío de dos años con sus propias manos. Y para los pequeños, además, cogía el látigo de cuatro colas de seda, que estaba destinado a los adultos. Un fenómeno insuperable en la zona, aquel Holt, famoso en toda la isla.

Así pues, apreté los dientes aunque interiormente bramaba de dolor cuando intenté sujetar la azada con las manos llagadas. Lo que me salvó de más latigazos fue la ayuda de los demás, tengo que decirlo en su defensa. Cuando vieron cómo estaban las cosas fueron bajando el ritmo imperceptiblemente, tanto como pudieron, sin que Holt lo notara. Esa misma noche, una de las mujeres hizo un emplasto y me lo aplicó en la espalda y en las manos. Durante tres días repitió el mismo tratamiento, tras lo cual las manos me quedaron curadas y sin marcas o cicatrices visibles. Dicho queda que yo apreciaba mucho mis manos, que había cuidado con tanto mimo desde aquella conversación que mantuve con el capitán Barlow.

Una noche me fui hasta la mujer para demostrarle mi agradecimiento. Pero cuando estábamos en lo mejor y nuestros cuerpos estaban más unidos, me separaron de ella, me soltaron un par de patadas y me sacaron de la cabaña.

A la mañana siguiente nos hicieron formar a todos delante de la capilla. La mujer sería castigada en nombre de Dios por su lascivia con ciento cincuenta azotes con el látigo de cuatro colas.

En ninguna parte de la isla se castigaba a las mujeres por gusto. Naturalmente, los curas recibían a sus esposas enviadas desde Copenhague, sin inspeccionarlas y elegidas al azar entre las limitadas disponibilidades de la congregación. Así las cosas, a Martin, el encargado, le tocó una vieja de sesenta y cinco años a la que no soportaba ni siquiera en nombre de Dios. No, no me sorprendía que los curas azotaran los cuerpos jóvenes, prietos, lozanos y apetitosos de las negras. Y no podían acostarse con ellas porque entonces quedarían malditos y sufrirían enormes remordimientos de conciencia durante el resto de sus vidas.

Según la costumbre, habríamos de ser nosotros, los esclavos, los que aplicaríamos el castigo. Cuando los blancos habían cogido el látigo o el hierro al rojo vivo, por lo visto había ocurrido en más de una ocasión que los negros perdieron completamente los estribos en lugar de dejarse atemorizar. Y es raro, porque los negros se rendían cada vez más. ¿Se puede ser más lerdo?

Uno tras otro nos adelantamos a dar los azotes y oímos gritar a la mujer hasta que perdió el conocimiento. Cuando hice restallar el látigo por quinta vez tenía la espalda completamente ensangrentada. Por el amor de Dios -si es que existía-, al menos me quedaba la esperanza de que alguno de los otros supiera hacer su emplasto.


Salta a la vista que yo no estaba a gusto en el sitio al que había ido a parar. Empecé por ir metiéndome en casa del arcipreste que, comparado con los demás, era de naturaleza más comprensiva. De este modo se dio cuenta con un punto de complacencia que yo tenía cierto talento para los idiomas, y que sabía garabatear con una caligrafía bastante legible. No me nombró nunca criado de la casa, pero a veces me sacaba del campo de caña de azúcar para copiar o pasar a limpio algún escrito. Me acuerdo todavía de una carta de la misión sobre un esclavo recién bautizado. En la carta, éste agradecía su salvación y pedía disculpas por no escribir la carta él mismo, cosa que no era de extrañar, ya que no tenía manos ni pies. Se los habían cortado por haberse escapado con los cimarrones.

¡Qué pedazo de imbécil!

Mi primer pensamiento fue sencillo: escaparme con un arma en la mano, robar una embarcación y salir de allí. Me hice imprescindible en todo un poco, pero los encargos siempre recaían en algún negro al que daban un salvoconducto que le autorizaba a transitar los caminos cuando era preciso ir a buscar víveres. Hay que decir en favor de los curas que engañarlos no era tan fácil como se pudiera pensar, al menos en lo tocante a tratar con cuidado a la gente como yo.

No había nada que hacer aparte de confiar en la Providencia, es decir, en mí mismo. Una vez más avivé con mi atizador el fuego del odio de los indígenas y bien pronto estuvieron al rojo vivo, dicho sea con perdón. Tal como corresponde en estas ocasiones, les prometí el oro y el moro y a las dos semanas estaban literalmente que echaban chispas, porque yo incendié la vivienda de los curas.

Mientras los hombres de sotanas negras corrían arriba y abajo como gallinas enloquecidas, olvidadas todas las oraciones, me hice con sus armas en la capilla. Me reservé tres pistolas y el resto las repartí entre los negros. No era gran cosa, porque la mayoría no sabía ni cómo se cargaban. Para dar más ímpetu a la situación derribé a uno de los curas de un tiro certero. No sé quién era, y tampoco importa mucho, pero surtió efecto porque los demás interrumpieron su afán por apagar el fuego y corrieron a la capilla como si el incendio estuviera allí.

Oímos sus descorazonados gritos cuando descubrieron que la armería de la capilla había sido tomada y después el silencio que se hizo cuando pensaron de qué manera les iba a ayudar Dios a salir de aquel atolladero. La vivienda quedó destruida rápidamente; las sombras de las llamas se proyectaban sobre la capilla. Les dije a los míos que disparasen en cuanto atisbaran cualquier sotana, y que yo me iría a la parte de atrás para ver lo que podía hacer. Si algo saliera mal, añadí, correríamos a las montañas, porque después de aquello nos colgarían. Me ofrecí sin embargo a que hicieran creer a los curas que todo aquello había sido idea mía. «De eso ni hablar», dijeron los negros: si hacía falta se echarían al monte.

Me despedí de ellos con un punto de solemnidad que siempre quedaba bien, por si acaso nos volvíamos a ver, y me dirigí sigilosamente hacia la capilla. Cuando miré al interior a través de los ventanucos de la parte posterior, vi a uno de los curas de rodillas, rezando, por si acaso, mientras los demás celebraban un consejo. Probablemente decidieron que Holt fuera en busca de ayuda, porque se dirigió a la puerta de la capilla, la abrió con cuidado y se encontró con tres tiros que dieron contra el muro. Holt cerró de un portazo atronador; me di cuenta de que estaba muerto de miedo. Ahora que no tenía ni al látigo ni a Dios de su parte se le habían bajado los humos.

– Estamos perdidos -gritó-. Nunca podremos salir de aquí a buscar ayuda.

«Muy cierto», pensé: estaban prisioneros como ratas, porque la capilla sólo tenía una salida.

– ¡Eh, los de ahí dentro! -grité. Todos, incluso el cura que estaba rezando, dieron un respingo-. Soy John Silver.

Desde luego, este anuncio no tranquilizó a Holt.

– He podido escaparme de los malditos negros -dije-. Se les ha metido en la cabeza que van a matar a cualquier blanco que se les ponga a la vista. Puedo ir en busca de ayuda.

– ¿Seguro? -preguntó Martin.

– Sí. Por aquí no hay nadie. Los negros están en la puerta de la capilla, pero son tontos como gallinas. No entienden que podrían matarles a todos a través de los ventanucos. Sólo esperan a que salgan. No es difícil pasar por detrás de ellos, confíen en mí. Denme un salvoconducto para que me crean y me iré corriendo tan deprisa como me lleven las piernas, tan cierto como que me llamo John Silver.

Martin y sus compadres dudaron, claro está, sobre todo por las murmuraciones de Holt, que seguramente no me beneficiaban.

– Dense prisa -bramé con insistencia-. No tienen toda la noche si quieren ver de nuevo la luz del día.

Después pensé que tal vez aquél no fuera el mejor motivo para convencer a tipos como aquéllos, que no en vano tenían el futuro asegurado en el Cielo. Al cabo, Martin garabateó en un papel las codiciadas palabras.

– Si nos ayudas, Silver, te quedaremos eternamente agradecidos. Todos por ti rogaremos.

– Háganlo -contesté alegremente mientras agarraba el papel-. Hablen bien de mí en los cielos, que eso nunca va mal. En fin, ahora me voy. Están en buenas manos, hermanos.

Me retiré, aunque todavía no había terminado con ellos. Esperé un instante, volví al ventanuco y los vi a todos de rodillas, rezando como condenados. Apunté a Holt a la cabeza, disparé y me largué con el griterío de terror y el estruendo de los tiros disparados al azar por los negros.

Por fin, pensé cuando el fragor empezó a perderse a mis espaldas, podía sentirme contento conmigo mismo. No porque hubiera liberado al mundo de Holt, yo no era tan idiota, pues siempre habría otros dispuestos a pasar por la quilla al más pintado, igual que un capitán muerto por la clemencia infernal de Dios, que siempre era sustituido por otro antes de que te dieras cuenta; tampoco porque le hubiera dado a Holt su merecido castigo por todos sus latigazos, pues -¿quién sabe?- quizá ya lo hubieran acogido en el Cielo y en ese caso, ¿valía la pena mi castigo?; menos aún porque yo les hubiera dado a los curas una noche de insomnio haciéndoles creer que, a pesar de todo, los negros no eran tan lerdos como las gallinas. No, si estaba contento era porque les había tomado el pelo a todos, tanto a los negros como a los curas, en beneficio propio, de modo que era libre de nuevo, por primera vez desde hacía más de un año.

Con mi salvoconducto, me dirigí con prudencia hacia Charlotte Amalia en una noche cálida y estrellada, al arrullo de la apacible canción de las chicharras y el maldito zumbido de los mosquitos. Todavía estaba oscuro como la boca del lobo cuando llegué y esquivé a los guardianes del fuerte sin problemas. En el muelle había una yola perteneciente a alguno de los barcos mercantes fondeados. Me apropié del bote y, con las linternas de las anclas del barco como punto de referencia, pude pasar inadvertido hasta ganar el golfo y poner rumbo al este.

Que nadie piense que fue fácil recorrer yo solo cuatrocientas millas marinas en un barco descubierto, si bien saqué provecho de todo lo que Dunn nos había enseñado. Saber remontar una ola era imprescindible, porque en aquella época del año era cuando soplaban con más fuerza los alisios. Tan pronto dejé las islas que me abrigaban, me encontré con una fuerte marejada, con olas pesadas y estruendosas, coronadas de constantes crestas blancas. Tuve que guiar la yola con una mano y achicar el agua con la otra durante más de un día hasta que conseguí meterme en una bahía donde pude echar el ancla y dormir.

Fue peor aún cuando una semana más tarde amarré en el este de La Hispaniola, el principal enclave español en las Antillas. Durante el día tuve que esconderme muchas veces en agujeros y salir como mejor podía por la noche, a la luz de la luna. Mi situación era lastimosa; estaba en los huesos cuando por fin dejé atrás a los agentes del Papa. Tenía el pelo enmarañado y con tanto salitre que se me ponía de punta como un cepillo de cerdas. Los labios los tenía rígidos y agrietados, de manera que apenas podía pronunciar palabra. Tenía la piel seca como la yesca, y sudaba como si me castigase el calor estival. Casi no podía ni sentarme, porque tenía las piernas cubiertas de las peores rozaduras. Y aunque había dormido en el pañol, a veces me vi obligado a anclar tan cerca de tierra que fui devorado por todos aquellos insectos voladores sedientos de sangre. Sí, el señor John Silver no era una visión agradable para los dioses, o quizás era eso precisamente lo que era, cuando por fin lo encontraron y lo recogieron, medio muerto, unos cuantos bucaneros de la vieja escuela, que estaban dispuestos a convertirlo en uno de los suyos.

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