Capítulo 30


Así pues, al final lo ha conseguido, señor Defoe. Ahí tiene mi relato sobre England con pelos y señales, y no sólo los nombres de los barcos que apresaron Taylor y él, juntos o por separado. Admita que su propia historia sobre Edward England era bastante limitada, poco más que un esquema que nadie se hubiera creído de no ser por la fama que usted tenía.

La vida es, de todas formas, algo muy especial. Ya lo decía England a su manera. ¿No le parece, señor Defoe? A pesar de todo, he empezado a preguntarme cuál fue el sentido de un destino como el de England. ¿Sirve de algo ser como era England? Seguramente usted, señor Defoe, se estará frotando las manos al pensar que empiezo a arrepentirme de mi vida criminal, como England, y que debería quedarme en vela por las noches, carcomido de arrepentimiento por mi vida pecaminosa y atea. Pues está muy equivocado. Yo no era tan bueno como England ni tan malo como Taylor, y eso es lo que hay. Mi norma era tener la espalda a cubierto, eso es una cosa, y las consideraciones sobre el bien y el mal es otra muy distinta. Es una pena que no podamos hablar de esto porque usted, dondequiera que se encuentre, sigue tan callado como una tumba.

Incluso aquí, en mi roca, se extiende el silencio cada vez más; por lo que sé, no me estoy quedando sordo. De cualquier forma, ya no existe aquel alboroto, ni se oyen los ruidos de antes. La mayor parte de los negros me han abandonado a mi suerte, lo cual me parece justo. Ni siquiera tengo ya ganas de irritarme cuando vienen a pedirme permiso antes de marcharse. Me agota escribir una vida como la mía, me quedo sin fuerzas. Sí, seguramente me estoy matando al intentar darle algo de vida al cadáver de la memoria. En eso parece que hago lo mismo que usted, señor Defoe. Usted siempre llegaba sin resuello a nuestras charlas en el Angel Pub. Ya fuera por una cosa o por otra: un político cuyos puntos de vista usted rechazaba furiosamente, como si el mundo se hubiera de venir abajo; un acreedor que le pisaba los talones; uno que no tenía la misma opinión que usted y al que iba a hacer callar para siempre; un impresor que usted quería que ardiera en el Infierno porque, para salvar el pellejo, había revelado que había sido usted quien se ocultaba tras una incómoda diatriba; un crítico al que hubiese aplastado porque lo había acusado de falsedad o porque no había entendido del todo alguno de sus escritos, si es que los leyó. Siempre había algo que lo sacaba de sus casillas, y hacía que usted se enfureciera contra la incomprensión de la gente.

Un día, cuando apareció usted, yo ya estaba sentado en una mesa junto a la ventana del Angel Pub y había visto que un grajo se posaba en la oreja de un ahorcado en el muelle de las Ejecuciones, cosa que me alegró enormemente por el grajo.

Usted se sentó pesadamente a la mesa. Sus ojos estaban completamente rojos y acuosos, la piel pálida, casi transparente, como si la sangre se le hubiera ido del cuerpo, y su mano derecha parecía enrampada como si cogiera un lápiz invisible. Encargué dos vasos grandes de un ron de caña de primera, y usted se lo bebió de un trago sin parpadear. No me hubiera sorprendido oír cómo el líquido llegaba hasta su estómago, de lo vacío que estaba.

– Amigo mío -dijo usted cuando el ron le devolvió un poco de vida-, eso de ser escritor es un asco. He estado toda la noche escribiendo páginas y más páginas: me he peleado con la peste, he corrido en el burdel con Moll Flanders, he enseñado al coronel Jack a robar, y por si fuera poco, al final he aportado como prueba, después de cuatrocientas páginas, el principio del buen matrimonio cristiano. Dos obras el año pasado. Casi cuatro mil páginas y un par de artículos a la semana. ¿Cómo va a desear alguien esta vida? Por lo menos, usted pudo protegerse con los guantes, pero mire mi mano: agarrotada de tanto escribir. Míreme, estoy completamente drenado, tan vacío como una cuba de ron ya agotada, como diría usted probablemente.

– ¿Por qué? -pregunté-. Si continúa así va a acabar con su vida.

– Exactamente -contestó Defoe con una sonrisa cansada-. Eso es precisamente lo que estoy haciendo. Toda la vida he luchado con mi lápiz por una cosa o por otra, a favor y en contra, con todos los trucos y las tretas permitidos y prohibidos. Fui el brazo derecho del Gobierno, primero de buena fe y luego sin ella. Mi lápiz era un arma certera y afilada, pero ¿era yo quien la esgrimía?

De pronto se echó a reír a carcajada limpia.

– ¿Sabe una cosa, Long? -continuó-. Este brazo derecho no ha sido mío durante veinte años. Imagínese que el Gobierno me pagaba por escribir el periodicucho de Mist, Mist, que era el enemigo número uno del Gobierno. Me pagaban con fondos reservados para suavizar las críticas que hacía Mist del Gobierno. Mi vida, señor Long, ha sido un continuo robo y una continua delación. En pocas palabras, no me ha pertenecido. Así pues, ahora escribo Crusoe, Moll Flanders, Singleton y los demás para evitar ser yo mismo. O quizá porque por vez primera en mi vida puedo ser yo mismo. ¿Lo puede entender?

– No.

– Pues así es, de todas maneras. Cuando escribo sobre Moll Flanders disfruto de mi vida como nunca.

– En ese caso, esta nueva vida tiene que ser endiabladamente cansada -observé-, al menos a juzgar por su aspecto. Si se puede saber, ¿quién es Moll Flanders?

– Una puta -dijo usted en tono de disculpa.

Me tocaba a mí el turno de reír.

– Entonces ya entiendo por qué tiene usted ese aspecto de llevar encima siete penas y ocho pesadumbres. ¿No podía haber optado por una profesión y posición más sencillas? Sin ánimo de ofender, podía haber usted elegido otra cosa. Un rico noble con propiedades y aquel feliz matrimonio cristiano del cual escribe.

Pero no, por lo visto no pudo. Sólo quería escribir sobre los condenados y los pecadores, y por ello pasó lo que pasó. Una cosa es segura: no envidié la vida que llevaba. Por cierto que le pregunté si estaba satisfecho de su vida.

– Dicha sea la verdad -contestó usted abriendo los brazos-, no tengo tiempo de pensarlo.


Pero un día, el último que nos vimos, llegó usted con unos ojos como platos. Por una vez, su mirada relucía de esperanza y de satisfacción.

– ¡Por fin! -gritó usted aún en la puerta-. Hoy lo va a ver.

– Ver ¿qué?

– Un ahorcamiento, naturalmente. Hoy van a colgar a tres piratas del grupo de Taylor.

– Veo que se alegra -comenté.

– Más que eso, amigo mío. Soy muy feliz, por usted y por mí. Usted quería ver un ahorcamiento, ¿no?

– Yo no he dicho eso. Fue usted quien lo dijo.


Y la verdad es que así era, pero Defoe, que era muy pícaro, ya se había imaginado cómo estaban las cosas. Lo cierto es que a mí no me alegraba aquello tanto como a él. Además, era gente de la banda de Taylor, marineros que yo conocía al dedillo después de haber sido su contramaestre durante más de medio año. Pero eso ni siquiera Defoe lo sabía. Muy pocos estaban enterados de que había navegado con Taylor.

– Lo que sea, señor mío -dijo Defoe-. Pero un ahorcamiento siempre vale la pena, siempre es un espectáculo enriquecedor; tiene que admitirlo, y además creo que ya estábamos de acuerdo. No me malinterprete, no me alegro por el pobre diablo que va a morir. Yo no soy así, ¿verdad? Pero la muerte es de alguna manera el punto culminante de la vida, sea antes de tiempo o en el momento perfecto, si es que éste existe. No es el punto culminante en lo que se refiere a felicidad, desde luego, pero sí el momento en que toda la vida aparece bajo una luz más clara. Es entonces cuando uno tiene que juzgar irrevocablemente si la vida ha valido la pena. ¿No le parece? ¿No es la muerte la unidad de medida de la vida?

– No -dije-; la condena sí es la unidad de medida.

– ¿Qué me dice? -dijo con una sonrisa satisfecha a la vez que tomaba nota aun estando borracho como una cuba-. ¿Dice usted que es la misma condena? Entonces, ¿cómo se puede medir la vida de los otros, de la mayoría, de los que nunca serán condenados a muerte?

En aquel tiempo yo no tenía respuesta a su pregunta, que por otra parte tampoco era mi problema.

Defoe me llevó consigo al muelle de las Ejecuciones, donde ya se había reunido una masa de gente desenfrenada y entusiasmada. Defoe era de los que se ponían con las manos en jarras a la vez que iba abriéndose paso a codazos con gritos lujuriosos, de manera que al final estuvimos en primera fila, sólo a unos pasos de las tres horcas y del verdugo que estaba muy ocupado en manipular los nudos para que corrieran fácil y libremente. Eché una mirada a un lado y a otro, poniéndome en guardia. Ya sabía cómo era cuando la gente se apiñaba, no se podía confiar en nadie. Con unos gritos acompasados, el entusiasmo de un agitador, de miedo o de ron, podían lograr de golpe que cualquiera se desbocase como un purasangre. Y en medio podía esconderse cualquier elemento: chivatos, fiscales, policías de aduanas, aquellos a los que les gustaría echar el guante a un tipo como yo.

Enseguida se oyeron los tambores. Los agentes de policía gritaron y graznaron para que la masa se apartara y dejara pasar un carro con los tres condenados y un cura que desgranaba una oración tras otra. Dos de los tres condenados iban cabizbajos, se veía de lejos. El tercero, sin embargo, andaba bien erguido y gritando con descaro a las jóvenes que quedaban a su alcance, que por cierto se sonrojaban olvidando por completo que en cuestión de unos minutos ese hombre ya no podría cumplir sus deseos más íntimos nunca más. Algunos muchachos aplaudían la bravura del hombre pensando que ellos se hubieran comportado de igual forma en una situación como aquélla.

– ¿Ve la diferencia? -dijo Defoe-. ¿Cómo es posible?

No contesté, apenas le escuché. No podía quitar ojo de aquellos hombres que dentro de poco iban a dejar de existir. ¡Yo, que había visto a tantos quedar destrozados por las balas de los cañones y de las estacas sin que me afectara en absoluto! Dicho de otro modo, aquello era completamente distinto. Aquí no cabía la esperanza, ni el seguir luchando por conservar la vida. No había más elección que guardar la compostura, la espalda recta o encorvada, la bravura o la congoja, como si eso tuviera importancia. Naturalmente, Defoe creía que era importante mantener la compostura, que eso decía algo acerca de la vida. Es posible, pero en la actitud de aquel hombre valiente yo sólo veía embustes y tonterías. Debería haber cerrado el pico. Jugar con la horca, apuntarse un tanto cuando ya era demasiado tarde, era vergonzoso. No, esos hombres deberían haber arengado a la masa diciéndoles que encarrilaran sus mezquinas vidas. Porque si había algo que yo creía saber con seguridad, a la sombra de la horca, era que mi vida valía la pena vivirla, aunque sólo fuera para no acabar colgado de la cuerda.

– ¿No se encuentra bien? -me preguntó de pronto Defoe, dándome un codazo punzante como una aguja.

– No me pasa nada -le contesté-. Por lo menos comparado con esos desgraciados.

– No es usted de gran ayuda -dijo en tono reprobador-. Había esperado mucho más de un hombre tan experimentado como usted.

– ¿Sobre qué?

– Supuse que podría deducir qué tipo de piratas fueron en vida. Que se podría confirmar cómo se debe vivir para afrontar la muerte con la frente bien alta. En serio, había esperado un poco más de cooperación.

No quería defraudarlo, así que miré un poco más detenidamente a aquellos tres. De pronto, cuando estaban suficientemente cerca, los reconocí. Claro que sí: eran tres hombres de Taylor, tres marineros rasos que seguramente nunca levantaron la voz ni enseñaron las uñas si no hubo razón para ello. Como el resto de nosotros se habían enrolado con la esperanza de compartir un botín. No les gustaba su capitán, comían mal, trabajaban de más debido a la escasa tripulación, no esperaban nada ni antes ni después, es decir, lo normal, y se acabó, en lo que se refería a ellos, por lo que yo podía juzgar. Lo único que habían pretendido era un poco de alivio en sus desgraciadas vidas, y por eso los iban a colgar.

Los subieron a la tarima y colocaron a cada uno delante de su escalera y debajo de su lazo. Y fue entonces cuando se vio que la frescura del que iba bien erguido no era más que una pose. Ante la visión del lazo se quedó mudo, ni pizca más arrogante que los otros. Al contrario, porque las piernas le empezaron a temblar hasta tal punto que apenas se tenía en pie.

– ¿Lo ve? -le dije a Defoe devolviéndole el codazo-. La única diferencia es que éste no se podía imaginar lo que iba a pasar. Lo ha tenido que ver con sus propios ojos. Hay muchos como él entre los piratas, ya lo puede usted anotar en su libro.

En aquel mismo momento empezaron a leer solemnemente la condena.

– Ustedes tres, Thomas Roberts, John Cane y William Davison, en nombre de nuestro respetado George, Majestad de Gran Bretaña y bajo su autoridad, han sido condenados según lo siguiente: por el hecho de, con desprecio manifiesto e infringiendo las leyes de nuestro país, a las que deberían haberse sometido, de mala fe haberse unido y aliado de una forma que disturba y aniquila los contactos comerciales marítimos de Su Majestad y, de acuerdo con esta mala intención, haber intervenido en treinta y dos ataques a barcos en las Antillas y a lo largo de las costas de África. Gracias al testimonio de súbditos honrados y fidedignos, han sido ustedes condenados por traidores, ladrones, piratas y enemigos de la humanidad.

Ninguno de los condenados parecía haber oído la sentencia. Seguían con la cabeza baja cuando fue leída la orden de ejecución.

– Ustedes tres, Thomas Roberts, John Cane y William Davison, han sido condenados a ser devueltos de donde salieron para después llevarlos al lugar donde se cumplirá la sentencia, que es el muelle de las Ejecuciones. Allí serán colgados del cuello, entre el ascenso y el descenso de la marea hasta que les llegue la muerte. Después serán bajados y sus cuerpos serán expuestos al escarnio público.

Había ido precisamente para eso. ¿Y qué fue lo que oí? ¡Pues que yo también era un enemigo de toda la endiablada humanidad, ni más ni menos! ¿Quedaba algo para un tipo como yo? Si a aquellos pobres desgraciados que apenas habían matado una mosca se les condenaba a la muerte, ¿cuál no sería la alegría, en nombre de la justicia, si echaran el guante a un tipo como yo? No estaba en las listas del Almirantazgo, eso era seguro, y Defoe no abriría la boca, pero un solo testigo entre los súbditos que se llamaban honrados y fidedignos bastaría para mandarme a la horca. Y frente a eso, ¿de qué servirían mis guantes y mis manos sin marcas?

– Aún hay más -dijo Defoe de pronto.

El ejecutor sacó un nuevo documento.

– Paso a leer una declaración de los condenados. Dice así: «Nosotros tres, Thomas Roberts, John Cane y William Davison nos arrepentimos profundamente, sentimos haber deshonrado a Dios y no haber obedecido a nuestros padres. Hemos maldecido y jurado, hemos tomado el nombre de Dios en vano. Hemos pecado contra la castidad. Y hemos desafiado al Espíritu Santo, siendo culpables de robos y de otros crímenes de piratería en los que también hemos matado. Pero uno de los pecados que nos han seducido al menos tanto como los demás ha sido la bebida. La bebida fuerte es lo que nos ha incitado y nos ha hecho capaces de cometer los crímenes que ahora nos resultan más amargos que la muerte. Desearíamos que los capitanes de barco no trataran a sus hombres de manera tan dura y brutal, como hacen muchos, porque eso nos lleva a la tentación. En honor a la verdad, afirmamos que despreciamos los pecados que pesan sobre nuestra conciencia. Advertimos a todo el mundo, en especial a la gente joven, de los pecados como éstos. Deseamos que todos queden advertidos con nuestro ejemplo. Pedimos perdón por Jesucristo Nuestro Señor y Salvador; toda nuestra esperanza está en sus manos. Dejad que nuestra terrible deuda quede lavada con su sangre. Sabemos que tenemos dentro un corazón endurecido y lleno de maldad. Rezamos a Dios para que se apiade de nosotros. Somos siervos de Cristo, humildemente agradecidos por los esfuerzos hechos por nuestra salvación. Dios premie su benevolencia. No dudamos, sino que esperamos que Dios, a través de Cristo, tenga misericordia de nosotros en la hora de nuestra muerte y que nos abra la puerta de Su reino. Deseamos que otros, sobre todo los que están en la mar, sean partícipes de Dios cuando hoy vean lo que nos pasa a nosotros.»

La voz del ejecutor se apagó y se hizo un silencio sepulcral. Parecía que algunos estaban afectados por aquellas necedades. Los curas estaban bien satisfechos, pero su Dios no levantó ni un dedo para ayudar a un marinero en apuros. Estaba al lado del capitán cuando éste dejó caer el golpe del látigo en la espalda de los marineros, cuando disminuyó su ración de comida, cuando dejó de pagarles la soldada, cuando les obligó a subir al aparejo en plena tormenta y cuando los dejó morir de enfermedad si eso le permitía ahorrar dinero de sus arcas. ¿Y quién enviaba las tormentas en que naufragaban los barcos? ¿Quién era el que levantaba marejadas que hacían que a los lobos de mar se les helaran las manos y perdieran el agarre a los remos, y así los marineros desaparecieran por la borda?

Cuando terminó la lectura de la confesión, los condenados elevaron las miradas. Al tiempo, el ejecutor tomó la palabra de nuevo.

– Que esto sirva de reflexión -voceó.

Entonces ya no pude contenerme.

– ¡Al diablo! -grité con mi vozarrón de contramaestre-. ¡A Dios le importan un cuerno los marineros y la gente normal!

Se hizo un silencio sepulcral. Pero yo y todos los presentes vimos que los tres condenados a muerte daban un respingo y volvían a la vida. Nuestras miradas se encontraron y entonces, sin más preámbulos, Thomas Roberts, el que a pesar de todo algo tenía en la cabeza, gritó:

– ¡Silver, John Silver! ¡Sálvanos de la horca!

Hubo una expectación sin igual, como cabe suponer, y suerte que tuve, porque si no aquello hubiera sido mi fin. Conseguí confundirme entre el gentío. Cuando ya me había alejado un poco volví a hablar.

– ¡Huid! -grité-. ¡La banda de Taylor está aquí para liberar a los prisioneros!

Se armó una algazara y fue fácil dejarme llevar por la corriente, pasar el río y acabar en el Angel Pub. Y ¿qué fue lo que vi desde allí, con un vaso en la mano? El señor Defoe estaba rodeado de policías, como si fuera el mismísimo Taylor. Defoe, supuse, no había pensado en salir por piernas. Bueno, pues a pesar de todo fue lo más justo. No me hizo caso cuando yo empecé a graznar, y ahora tiene que pagar por todo aquello. Por un momento, hasta que pudo explicarse, comprendió lo que se siente al ser detenido como enemigo de la humanidad, e incluso quizás entendió por fin que, en honor a la verdad, la berlina no era nada comparada con la horca.

Por lo demás, la multitud se había dispersado; los hombres de Taylor se habían perdido de vista. Lo que conseguí con todo esto fue que Thomas Roberts, John Cane y William Davison murieran en paz, bendita sea su memoria, porque cuando al final se estiró el lazo, sólo estaba Daniel Defoe mirando, cabizbajo y aterrado ante la muerte.

– Hands -le dije yo a aquél-, esto no es vida. Me voy a ir en el primer barco que vuelva a las Antillas y buscaré la felicidad con un capitán competente. ¿Se viene?

Su cara resplandeció como un sol, a su manera, y me invitó a un vaso de su mejor ron, que sabía a diablos.


Así fue, señor Defoe, como lo dejé a usted en Londres, un agujero pestilente, si quiere que le diga la verdad, y me largué en compañía de Israel Hands, herido en la pierna por Barbanegra y por fin trasladado de esta tierra para siempre y sin que el jovenzuelo Jim Hawkins lo echara de menos.

Allí lo dejé convencido de que sería para siempre, aunque usted, por insólitos caminos, consiguiera hacerme llegar una obra sobre los piratas, un libro firmado y dedicado: «A Long John Silver, con el deseo de que disfrute de una larga vida.» Mantuvo su promesa de que yo no figurase en el libro con mi nombre y se lo agradezco. Pero naturalmente descubrí, para mi satisfacción, que no pudo dejar de sacarme aunque fuera en un rincón, con motivo de la escena entre England, Taylor y Mackra. «Un hombre -escribía usted-, con unas patillas crecidas a lo salvaje, pata de palo y cargado de pistolas, salió a cubierta jurando y maldiciendo, y gritó llamando al capitán Mackra…» Así escribió y así pase, porque apenas dijo la verdad, teniendo en cuenta que yo nunca he gastado pata de palo. Esto si se ha de decir la verdad, como era la intención.

Así pues, lo dejo aquí de nuevo, Defoe, y esta vez creo que para siempre. Lo que queda de mi vida no es para sus oídos. Usted tenía dificultad para escribir sobre la crueldad de los piratas, sobre la sangre y sobre la muerte. El tiempo que pasé con Flint, supongo que lo habrá entendido, contenía bastante de todo eso, y el diablo sabrá si tengo ganas de explicarlo con detalle o si ni siquiera tengo ánimos para ello. Yo no conté, al contrario que usted, cuánta gente matamos, cuántos barcos apresamos y hundimos, a cuántos botines echamos el guante, cuántas millas recorrimos navegando.

No creo que nos encontremos en el cielo, ni siquiera si existiera. De todas maneras usted me hizo compañía durante un tiempo, en mi mayor soledad, cuando yo necesitaba a alguien con quien hablar. Se lo agradezco, aunque de todas formas usted no pudo elegir. Pero siempre es necesario tener a alguien con quien hablar.

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