Capítulo 15


Cae por su propio peso que invité al señor Defoe a oír la historia de Edward England. Que fuera verdad ya era otra cosa. En aquel tiempo mi inclinación hacia la verdad era poca, por lo que no le referí todo sobre cómo y por qué, gracias a mi mediación, se hizo England caballero de fortuna, y eso es tan verdad como el amén en la iglesia. Además, no confiaba plenamente en la integridad de Defoe: él sólo me había dado su palabra que yo no aparecería en sus libros. Y si había algo que yo no deseaba era acabar mis días como un Selkirk, o peor aún, como un Crusoe.

Pero si hubiese un cielo, y si usted, señor Defoe, después de todas las mentiras y traiciones, hubiera tenido acceso a él, y si allí arriba pudiera oír lo que nosotros, los pobres pecadores, pensamos aquí en la tierra, me gustaría explicarle lo que verdaderamente pasó conmigo y con England. En aquella época, cuando usted y yo nos sentábamos en el Angel Pub, habría tenido que robarle un día o dos de su preciado tiempo. Ahora, supongo y espero por su bien que ya no tenga tanta prisa allí donde se encuentre, que ya no escriba como antes, con tanta furia y tanto frenesí que parecía cavar su propia tumba. Además, ¿qué pensarían en el Cielo? ¿Y por qué iba a escribir usted libros en el Paraíso? ¿Para mejorar a la gente?

Por tanto, debería tener tiempo y paciencia para escucharme. Es vergonzoso decirlo y siento un vacío infinito, pero he empezado a escribir a pesar de que es absurdo, a pesar de que no tiene sentido relatar historias, ni siquiera la mía. Dicho de otro modo, admito ante usted que a veces desearía que alguien escuchara lo que quiero decir, sí, y que esto de la escritura no fuera tan endemoniadamente solitario, aunque ¿cómo me iba yo a imaginar que iba a ser así cuando empecé? La verdad es que usted no me dijo nada de esto. El caso es que me embarqué en Saint Malo, como ya habrá oído si todo funciona bien ahí arriba, en el gran navío llamado Libre de penas, a las órdenes de Butterworth, uno de los capitanes de la Armada inglesa que tuvieron que buscarse un nuevo destino cuando acabó la guerra. Butterworth hizo lo que pudo para que el Libre de penas pareciera un buque de guerra. No es de extrañar que la mayor parte de la tripulación danesa intentara alistarse en otro barco nada más llegar a Londres y cambiarse por la tripulación británica. Tan pronto dejamos atrás Ouessant, Butterworth empezó a ejercitarnos para el combate.

– Hombres -nos aclaró-, la guerra ha terminado, gracias a Dios. Hay paz en el mundo, paz entre las naciones. Pero sabéis igual que yo que los piratas y los demás merodeadores no van a dejar de saquear y apresar sólo porque haya paz. No cumplen ninguna ley, sino que continúan asesinando y robando. Por eso tenemos que saber defendernos y estar preparados para entregar la vida por nuestra libertad. Tenemos veinticuatro cañones a bordo. Cuando esté listo con ustedes, podremos luchar contra quien sea.

Se oyó un rumor y una queja por las palabras de Butterworth; el descontento se hacía patente. Quizá Butterworth tendría que haber pensado que en el Libre de penas no había soldados de la Armada a su disposición para obligar a la tripulación a la obediencia. La mitad de los hombres no deseaban más que pasar a ser piratas y gozar de la libertad.

Escuché a Butterworth sólo a medias. A mí no me iba a incordiar. Me había alistado para un viaje de ida a las Antillas y no pensaba aventurar la seguridad de mi viaje por ponerme en su contra. Había probado lo uno y lo otro desde la última vez, creía yo, y lo tenía todo reciente en la memoria. No, a mí un tipo como Butterworth no me iba a arrastrar a una locura.

Pero había decidido por Butterworth y por mí mismo demasiado pronto.

Al salir a cubierta una mañana bonita y clara, cuando acabábamos de entrar en el viento norte portugués, vi que Butterworth había hecho pintar una línea blanca a lo largo de la cubierta, a la altura del mástil. Estuve a punto de pisarla cuando el primero de a bordo me advirtió y me aclaró que nosotros, los marineros, no podíamos pasar la línea sin permiso expreso, suyo o del capitán. Me di la vuelta en redondo, aturdido como si alguien me hubiera dado con un pasador de cabo. Supe por Murrin, un experto marinero que había hecho el servicio militar en la Armada, que estas líneas eran regla en todos los buques de guerra, y que pasar la raya sin que te lo hubieran ordenado costaba cincuenta golpes de látigo.

La raya del Libre de penas me hizo olvidar todos mis buenos propósitos. Enseñarme aquella línea blanca que me separaba de ellos fue lo mismo que poner un sabroso hueso ante el hocico de un perro muerto de hambre y darle una buena paliza aunque ni siquiera lo tocara.

Cae por su propio peso que al final acabé cruzando la raya. De forma alocada y sin reflexionar, pero tenía que morder el hueso. Fue como si me fuera a morir de hambre si no lo hacía. ¿Lo entiende, señor Defoe? Usted que ha estudiado a la gente de día y de noche, ha espiado y ha contado lo que ha visto. Fui el primero en cruzar la raya, sin pensar en un amotinamiento sino llevado por esa precipitación que me caracterizaba en esas situaciones.

Naturalmente, eso de poco me sirvió.

– ¿Qué tiene que decir en su defensa? -gritó Butterworth rojo como un tomate tan pronto el oficial me metió en el camarote a empujones.

– ¿Defensa? -pregunté con sincera incredulidad-. ¿Por qué, señor?

– Lo sabe muy bien.

– No, señor. Pido perdón, señor.

– ¿Intenta usted además tomarme el pelo? Ha rehusado cumplir mis órdenes, ni más ni menos. Es amotinamiento, para que se entere.

– ¿Amotinamiento, señor? ¡Nunca en la vida! Me he alistado para llegar a las Antillas. Nada más.

La cara de Butterworth adquirió una mueca burlona.

– ¡Nada más! Muy bien, gracias. He conocido a muchos tipos como usted, y son los que acaban siendo bandoleros en tierra y piratas en el mar. A mí no me engaña.

– Señor, ni siquiera lo he intentado.

Butterworth se dirigió hacia el oficial.

– Usted mismo ha oído de qué calaña es. Un diablo descarado que necesita aprender una lección. ¡Disponga lo necesario para pasarlo por la quilla!

– Pero, señor… -razonó el oficial.

– Nada de peros. Podría ordenar que ahorcaran a esa escoria, pero se le va a dar la oportunidad de enmendarse.

¡Pasarme por la quilla! Al salir a la intensa luz del sol fue cuando de verdad me di cuenta de lo estúpido de mi comportamiento.

– No pensé en la raya -le dije suplicante al oficial-. No la vi.

– No sirve, Silver, y lo sabes tan bien como yo. No has tenido ojos más que para esa raya. Lo sabe todo el mundo.

– No podía evitarlo, señor. Fue un error.

– Deberías haberlo pensado antes.

– Pero no quiero morir, señor. ¿No podría hablar con el capitán? No volverá a ocurrir, señor. Se lo aseguro.

Rogué y me humillé todo lo que pude. Y orgullo no tenía cuando mi pellejo estaba en juego. Cuando estás muerto, de poco te sirve el orgullo.

– De acuerdo, Silver. Hasta ahora has hecho un buen servicio -dijo el oficial-. Voy a decir a los hombres que no tensen las cuerdas demasiado. No puedo hacer más.

Ya era algo, y me tranquilicé un poco para poder pensar. Ahora todo dependía de cómo fuera el Libre de penas por debajo. Por un momento vi una alfombra con tulipanes de mar afilados como cuchillos que me cortarían la espalda como si fuera mantequilla.

Los hombres no tardaron mucho en disponer los cordajes; eran cuatro, dos a cada lado del barco. Me pusieron en la proa y me ataron las muñecas y los tobillos. Miré a mi alrededor. En algunos noté intranquilidad y rabia: eran los que, supongo, tenían sentido común suficiente para ponerse en mi lugar. En otros vi sobre todo una alegre esperanza: seguro que entre ellos habían apostado si saldría con vida. Para ésos, pasar a alguien por la quilla era todo un espectáculo, una bienvenida interrupción en el periplo, tan entretenida como un ahorcamiento en tierra. Me di cuenta de que los dos que iban a aguantar la cuerda por la banda de estribor sonreían y se daban codazos. Cualquiera podía darse cuenta de que no se iban a preocupar mucho de lo que les había dicho el oficial.

En ese momento salió Butterworth a cubierta. No lo vi, porque estaba dispuesto con la espalda hacia popa, listo para que me bajaran con los pies por delante hasta la quilla, desde la proa hasta la popa, a lo largo de todo el Libre de penas, noventa y seis pies de eslora, ni más ni menos. Me iban a pasar por la quilla a lo largo del barco y no a lo ancho, que hubiese sido un castigo menos severo.

– Aquí hay un hombre -gruñó Butterworth- que se ha negado a cumplir mis órdenes. Saben igual que yo que tengo todo el derecho, incluso la obligación, de ordenar que lo maten por amotinamiento. Pero no soy inhumano. Este hombre va a tener la oportunidad de enmendarse. Dejemos sin embargo que sea un recuerdo para todos. La próxima vez no tendré clemencia ninguna.

Se oyeron algunos susurros malhumorados desde distintos puntos. Buen material para un motín, me dio tiempo de pensar antes de que Butterworth gritara su orden y yo fuera bajado a lo largo de la proa hacia el agua murmurante.

Luché contra el miedo que me fue entrando poco a poco e intenté darme fuerzas. Había sobrevivido una vez a la muerte, me decía al pensar en Old Head of Kinsale. No podía ser inútil. «¡Vivir!», gritaba mi interior. ¡Por todos los demonios, tenía que vivir!

Hice lo que me había enseñado el viejo indio de Chesapeake cuando iba a estar mucho tiempo debajo del agua: respiré profundamente varias veces para limpiar mis pulmones antes de cerrar la boca para siempre. «No chilles»; eso fue lo último que pensé. Un solo grito de dolor y habría dicho mi última palabra a este lado de la tumba.

Me rodeó el agua verde, se tensaron las cuerdas y el casco me desgarró la piel de la espalda. No me había dado tiempo de estar mucho rato sumergido cuando ya noté cómo se me levantaba la piel; el dolor abría profundas grietas en mi voluntad de vivir. Ya sabía una cosa. Noventa pies de eslora convertirían mi preciado cuerpo en un trozo de carne magullada, y de Long John Silver no quedaría nada. Sacudía las cuerdas como una mosca en una tela de araña. ¿Para qué? Estaba atado de pies y manos.

«¡De las manos!», pensé de pronto espoleado por una astilla de madera que se me había clavado en el muslo, y que me hizo acercar los brazos al cuerpo. De inmediato noté que la cuerda de babor se aflojaba. «Una brazada, dos brazadas, eso es, aguanta ahí.» Por esa banda los hombres habían escuchado las palabras del oficial y no tensaron la cuerda. «¡Así, bien! ¡Más floja!» Los que reían aguantando la cuerda de estribor, a los que les importaba un bledo John Silver, se darían cuenta de que vivía. Agarré sus cabos con las dos manos, encontré un punto de apoyo contra la quilla y tiré de la cuerda con toda mi alma, con una fuerza que ni antes ni después supe que llevaba dentro. El pecho me ardía de tal manera que creía que iba a estallar, me pitaban los oídos como un huracán, pero antes de perder el mundo de vista llegué a notar cómo se aflojaba la cuerda de estribor. Estaba libre.

Cuando abrí los ojos de nuevo, jadeando, ya me estaban subiendo a cubierta los de la banda de babor. Por tanto, seguía con vida, y mientras unas manos voluntariosas me colocaban suavemente sobre cubierta, expresé a gritos mi alegría para que nadie dudara de que me habían subido con vida, aunque puede ser que con el sentido común perdido. Me zafé de las manos que me querían ayudar a ponerme en pie y me acurruqué en cubierta como una masa sin forma. Juré y maldije, escupí y eché chispas, pero conseguí levantarme sujetándome al palo mayor. ¡El palo mayor! Me miré los pies. Allí estaba, la maldita línea blanca y de nuevo estaba yo en el lado prohibido, sin que nadie me hubiera dado permiso. ¡Qué ganas de vivir para un tipo como yo! Un hilo de sangre roja corría por mi espalda, a lo largo de las piernas, serpenteaba por cubierta y atravesaba la línea blanca, dividiéndola en dos. Miré hacia arriba y busqué los ojos de Butterworth. Antes de caerme quería que, por lo menos, me mirase a los ojos, si tenía valor para ello.

Butterworth estaba tieso como un palo en el castillo de popa y no podía quitarme los ojos de encima. Levanté una mano y le hice el saludo militar temblando.

– John Silver a sus órdenes, señor -me esforcé en decir, fingiendo como pude un remedo de sonrisa.

Fue entonces cuando me di cuenta del silencio que se había hecho en cubierta. Era un espectáculo sin igual, en el que se confundían admiración, miedo y respeto a la vez. Miré de nuevo a Butterworth, que al final apartó la mirada.

– Es suficiente -dijo con voz tensa; se dio la vuelta y desapareció en el camarote.

«¡Sin duda ninguna, eso es lo que se llama felicidad!» Éste fue mi último pensamiento antes de que me fallaran las fuerzas y me quedara dormido.

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