Capítulo 31


Los días transcurren sin que me dé cuenta, unos iguales que otros. Me despierto, me levanto, desayuno, recuerdo y escribo, ceno, me duermo de nuevo y sueño. Me despierto, escribo, estiro las piernas, digo algunas palabras si hay alguien a mi alrededor, cosa poco frecuente, escribo, ceno. Anochece, contemplo la oscuridad, no veo nada, oigo ruidos, recuerdo de nuevo una cara que no sabía que había existido en mi vida; un tono de voz, no sé de quién; o el olor de la tierra al amanecer, pero de dónde; un machete, el mío, que abre un tajo en algún pecho, y el grito que le sigue; o un pirata sin nombre, no soy yo, que se ahoga en su propio vómito de ron con los bolsillos llenos de monedas de oro; u otro, yo mismo, que patalea cuando el lazo se le ciñe alrededor del cuello. Pero no, no puede ser un recuerdo, como mucho un temor, porque yo sigo vivo, aunque a veces llego a dudar de ello. Es sólo uno de esos monstruos con los que me castiga mi pensamiento; sigo mirando la oscuridad, llamo a alguien para espantar el silencio y olvidar el miedo y mis recuerdos, pero casi nunca hay nadie tan cerca que me llegue a oír. Me maldigo por haberlos dejado libres, mis indígenas, que no son míos. Incluso un esclavo debería saber llenar el silencio. De todas formas el tiempo pasa, me duermo, sueño como si estuviera despierto, despunta un nuevo día, pero ¿cómo sé yo que no era el que amaneció ayer o anteayer?


Por primera vez en mucho tiempo, creía yo, vino Jack. Se sorprendió de mi alegría, pero yo estaba realmente contento de verlo.

Necesitaba sentir que había alguien más que yo en este mundo; alguien que no fuera sólo un eco en mi mente.

– ¿Dónde te has metido últimamente? -le pregunté.

Me miró sin comprender.

– Sí, metido -expliqué-; en otras palabras, ¿dónde paras?

– Sí, ya entiendo el idioma -dijo Jack-. He estado por aquí.

– ¿Por aquí? -repetí yo, inquieto.

– Sí, ¿dónde si no?

– He estado llamando… -empecé a decir, pero me interrumpí.

¿Me había imaginado que había llamado a Jack o a cualquier otro? ¿Lo había soñado?

– A veces no estoy -dijo Jack-. Voy a buscar comida para la despensa.

Sí, estaba claro, me dije: tenemos que comer para vivir, queramos o no. Quizá lo había llamado justamente cuando estaba fuera buscando provisiones frescas o llenando la despensa. También pensé que se cuidaba de los víveres él solo, y que ni siquiera me preguntaba lo que necesitábamos, o cómo lo íbamos a pagar. ¿Era justo que se ocupara de mí sólo porque me llamara John Silver?

– Espero que los demás te echen una mano -dije-. Habría colaborado, pero ya sabes cómo están las cosas. No es fácil para un tipo como yo andar correteando por el monte cazando jabatos.

Naturalmente, aquello era mentira. Por lo que yo recordaba, tener una sola pierna nunca me había impedido hacer lo que hiciera falta. A pesar de todo, era una buena excusa.

– Ya lo sé -dijo Jack.

– ¿Sabes qué?

– Que te haces viejo, como todos.

– Viejo y chocho. Ya no sirvo para gran cosa, ¿verdad?

– No -contestó Jack, que era un alma sincera.

– Y entonces ¿por qué te quedas aquí? -pregunté-. Eres libre de ir adonde quieras. ¿Por qué no te vuelves con tu tribu, como los demás? Á mí no me debes nada. No compré tu libertad para que me cuidaras.

– Ya lo sé.

– Pues entonces…

– Mi tribu se las arregla sin mí.

– ¿Qué diablos quieres decir con eso? ¿Es que no me las arreglaría yo solo? No he hecho otra cosa en toda mi vida. Maldita sea, aún puedo ir saltando por ahí con mi única pierna.

– No es la pierna -contestó Jack-. Es la cabeza.

Señaló mis papeles.

– ¿Y qué diablos te importa a ti?

– Espero.

– ¿A qué? Lo digo si es que puedo preguntar, claro.

– A que acabes.

– ¿Has venido para decirme eso? ¿Que estoy loco porque me dedico a escribir? ¿Que me tendría que dedicar a otra cosa? ¿Acaso te he pedido consejo? Si eso es lo único que querías, ya te puedes largar con viento fresco. ¡Tan verdad como que me llamo Silver!

– No -contestó Jack tranquilamente-, he venido por otra cosa. Un barco está entrando en la bahía.

– ¿Un barco? -dije cambiando de golpe el pensamiento.

– Sí. ¿Les damos una lección para el resto de sus días? ¿No es eso lo que normalmente te gusta hacer? Cuando anclen estarán a tiro -añadió.

Saqué el catalejo y me fui hacia el lado del mar, aunque con ciertas dificultades. No, ya no estaba yo tan ágil y ligero como antaño. Probablemente mi única pierna empezaba a cansarse de tener que hacer sola todo el trabajo, sin ninguna asistencia, las tres cuartas partes de una vida. Tenía toda la razón.

Miré por el catalejo y lo primero que se puso ante mi vista fue una bandera de la Armada británica ondeando indolentemente en la brisa. Claro que incluso los barcos mercantes ingleses tenían derecho a llevar la bandera de la Armada al sur del Ecuador. Se imaginaban que los piratas y otra chusma de mal vivir se dejarían engañar, precisamente nosotros que sabíamos mejor que nadie identificar y calificar un barco.

Conté hasta doce portillas de cañón en el buque, sólo por la banda de estribor, todas cerradas. Vi en cubierta a unos cuantos lobos de mar corrientes y molientes; no había ni sombra de una casaca roja. No era un barco de guerra, ni tampoco una expedición de castigo, sólo un inoportuno contratiempo, suficientemente serio, nada más.

De repente empecé a echar de menos a alguien con quien hablar, alguien que dijera cosas de otro lugar, tal vez incluso noticias. Se me ocurrió que tal vez nadie más que Jack y la gente de la isla sabían que yo existía.

– Es sólo un barco mercante -le dije a Jack-. No hay que preocuparse.

De nuevo dirigí el catalejo hacia el navío. Habían arriado los botes y empezaban a tirar de él hacia el punto de anclaje, sin saberlo, justo bajo nuestros cañones. Desde el mar, mi fuerte parecía una parte de la roca donde estaba construido. Jack tenía razón. Podríamos hundirlo sin pérdida de tiempo, si eso era lo que queríamos. Se aprestó a anclar y viró la popa hacia nosotros de manera que pude leer su nombre: Delight of Bristol. ¿Cómo podía bautizarse un barco así? La verdad es que Bristol estaba bien lejos de ser un encanto, al menos por lo que yo recordaba.

– Esperemos con los cañones a punto -le dije a Jack-. A lo mejor trae noticias.

– ¿Noticias? -preguntó Jack.

– Viene de Bristol. Es mi tierra, si es que alguna vez he tenido tierra propia.

«De Bristol», pensé. El lugar donde, probablemente, Trelawney, Livesey, Hawkins y Gunn, a estas alturas, se revolcaban en riquezas gracias al tesoro de Flint: allí iban en coches con tiro de cuatro caballos, allí se empolvaban sus pelucas, como si ésas fueran las únicas preocupaciones que tuvieran en la vida. Tenía allí delante la oportunidad de saber qué lugar ocupaba en el mundo. ¿Habría cumplido Trelawney su promesa de no delatarme ante la justicia? ¿Habría logrado mantener su proverbial bocaza bajo control? Probablemente no. Y en ese caso, ¿qué era yo? Seguro que un hombre odiado y temido, que era lo natural, pero ¿qué más? ¿Creían que yo estaba con vida? ¿Había algunos que no aspiraban a otra cosa mejor que enviar una expedición de castigo en mi honor? ¿O habrían hecho lo posible por olvidarme, como si nunca hubiera existido? Sí, de golpe no era poco lo que yo quería saber.

– Tengo la intención de invitar al capitán a cenar -dije a Jack-. ¿Lo puedes arreglar?

Jack asintió, pero sin asomo de entusiasmo.

– A lo mejor les podemos comprar algunas cosas -apunté, como si necesitara disculparme.

Como si yo necesitara algo, ¡con el poco tiempo que me quedaba a este lado de la tumba! ¡Bastaba pensar en cómo había sido, en qué me había convertido!

¡Había sido!, pensé de pronto. Necesitaba un espejo. ¡Me tenía que ver! Tenía que decirme, sin dudas ni indecisiones, éste es John Silver, tiene este aspecto y así está, ¡y que el Diablo se lleve la memoria y los recuerdos de los que dicen otra cosa!

Cuando Jack volvió, yo ya estaba en la puerta, esperándolo.

– El capitán vendrá -explicó Jack-. Con mucho gusto, dijo. Le conté que te llamabas Smith y que eras comerciante.

Lo había olvidado, ¡maldito sea! El cadáver aún vivía, quizá, pero había tirado por la borda la prudencia.

– ¡Bien hecho! -le dije a Jack dándome cuenta de lo que habría ocurrido si un capitán de Bristol llegara a saber que John Silver residía en este lugar y lo divulgaba a los cuatro vientos.

Nos habríamos visto obligados a hundir el barco y matar a la tripulación. Hasta el último hombre. Como en los viejos tiempos.

– ¿Cómo se llama el capitán? -pregunté.

– Snelgrave -dijo Jack.

– ¿Snelgrave? ¿Todavía vive?

Vaya. Bien por él y por los marineros que navegaban con él. Snelgrave era uno de los pocos capitanes que había escapado con vida de manos de los piratas. Su tripulación lo había avalado. Juraron que nunca había utilizado la violencia con ellos y que siempre habían recibido las raciones de comida acordadas y el ron que se había estipulado en el contrato. Davis, que navegó con England y conmigo y después como capitán, nunca se desentendió a la hora de repartir los castigos que eran justos. En cambio, a Snelgrave lo había tratado como a un huésped de honor y le había ofrecido un barco con su carga para que pudiera volver a casa sin pérdidas. Snelgrave, muy correcto, había dicho que no. Tuvo miedo con toda la razón, claro está, de que nadie le creyera a la vuelta; más bien al contrario, habrían supuesto que él estaba en connivencia con los piratas que habían secuestrado su barco. Davis no era tan estúpido como para no darse cuenta que era muy inteligente lo que razonaba Snelgrave, y continuó tratándolo como a un huésped hasta que lo pudo mandar a casa en un bergantín holandés que, por casualidad, se había atrevido a meterse en la desembocadura del río Sierra Leona. Gracias a Snelgrave, y especialmente por eso, la tripulación del bergantín y su capitán se libraron de aquello sólo con un susto.

Y ahora Snelgrave estaba aquí, vivito y coleando, en un barco de Bristol. Él, más que nadie, tenía que haber oído hablar de John Silver. Con un poco de agudeza y con buen tino podría sonsacarle si seguían persiguiendo a un viejo como yo en estos tiempos, qué precio habían puesto a mi cabeza, hasta qué punto era despreciado, odiado y desdeñado o si simplemente ya me habían olvidado y había vivido para provecho de nadie.


El capitán Snelgrave dio gracias a Jack por su amabilidad cuando éste lo invitó a pasar. Snelgrave vino solo, es decir, sin miedo y sin malos presentimientos: buena señal. Vino hacia mí sin dudarlo y alargó la mano.

– ¡Me alegro de conocerle! -dijo con calidez, y parecía sincero-. He estado fuera durante casi un año y medio -continuó- con los mismos oficiales y la misma tripulación. A la larga es monótono. Seguro que hemos hablado de todo cien veces y no tenemos gran cosa que decirnos. Y los libros de la biblioteca a estas alturas nos los sabemos de memoria.

Se rió.

– A veces uno se pregunta cómo es la gente que elige los libros para las bibliotecas de nuestros barcos. Teníamos una Historia de Escocia en cuatro tomos, siempre se podía pasar el rato con ellos. Pero ¿qué me dice de Características del agua mineral en Francia? ¡Como entretenimiento para los navegantes de alta mar…! No es de extrañar que a veces sea muy aburrido. Lo cierto es que a bordo todos sintieron mucha envidia cuando supieron de su invitación, señor Smith. ¿No?

– ¡Eso es! Y yo estoy igual de contento de conocerle a usted, capitán Snelgrave. Es un gran honor.

– Oh, lo cierto es que a la hora de la verdad no es tan interesante ser capitán.

Ante aquello me vi obligado a sonreír.

– Seguro que es usted uno de los pocos que opinan así -observé-. Pocos capitanes le darían la razón. La verdad es que yo sólo he oído hablar de uno que estaría de acuerdo con usted en todo.

– ¡Vaya! ¿Quién es?

– Usted mismo, señor.

Snelgrave se echó a reír de buena gana antes de darse cuenta de que mi respuesta tenía varias interpretaciones posibles.

– ¿Así que usted sabe quién soy yo? -preguntó al parecer un poco sorprendido.

– Sí, y seguramente no soy el único.

– ¿Cómo dice?

– Si no es por otra cosa, sí al menos por sus Relatos de la trata de esclavos. Una obra extraordinaria, aunque debo añadir que, para empezar, no estaba seguro de que existiera usted. No creía que hubiera en el mundo capitanes tan rectos. Pero después me lo confirmaron unas fuentes fidedignas.

– ¿Puedo preguntar cuáles eran?

– Naturalmente. Una, el capitán Johnson, el que escribió la historia de los piratas.

– ¿Lo conoce? -interrumpió Snelgrave-. No sabía de nadie que lo hubiera conseguido. Daría mucho por conocerlo personalmente.

– Johnson no es su verdadero nombre.

– Ya me parecía. Y… ¿quién era la otra fuente que me presentó de forma tan ventajosa? Debe saber usted que en Londres hubo mucha resistencia cuando se publicó mi libro. Los capitanes de navío opinaban que la única forma de dirigir una tripulación era la mano dura, y que yo les había calumniado y había pretendido quitarles el honor profesional. Los armadores decían que yo mentía acerca de Howell Davis y de su invitación para realizar un viaje seguro de vuelta a casa. Fantasía, así le llamaban, y se divulgó que en realidad yo había estado en connivencia con el famoso capitán.

Naturalmente, me eché a reír.

– Ahí lo tiene usted. La otra fuente digna de crédito fue en realidad… ¡el mismo Flowell Davis!

Parecía que Snelgrave no sabía realmente qué pensar.

– Como comerciante en Madagascar -expliqué- no he podido evitar los contactos con una serie de los llamados elementos dudosos, entre ellos los caballeros de fortuna. Muchos se han establecido aquí, como usted seguramente sabrá.

Snelgrave no hizo gesto alguno. «Una persona extraña este Snelgrave», pensé, que podía oír el término «caballero de fortuna» sin ponerse a vomitar bilis.

– Me estaba preguntando -dijo Snelgrave- cómo llegó usted a este lugar desierto. Tiene que haber sitios más adecuados que éste para el comercio y las transacciones.

– Claro que sí -contesté risueño-. Por otra parte, la competencia no es tan dura aquí como en otros lugares. Pero ahora me he retirado para disfrutar de una existencia tranquila en el otoño de mi vida. Como usted verá, tengo una edad avanzada, y mi alma ya ha sufrido bastante; he ahorrado para lo imprescindible, o un poco más.

– Pero está alejado del honor y de la gloria, ¿no es así? -preguntó Snelgrave.

– Depende de lo que se pretenda decir con lo del honor y la gloria.

– Pensaba sobre todo en mercancías y provisiones, lo imprescindible en la vida, como dijo usted, quizá poco más. No deben de ser muchos los barcos que atracan en la bahía de Ranter hoy en día.

– Es verdad, y claro que puede suceder que eche de menos una cosa u otra de vez en cuando. Pero entonces aparece una vela en el horizonte, un comerciante árabe o inglés como usted, que me suministra lo indispensable.

– Estoy a su disposición con mucho gusto -se ofreció Snelgrave-, si es que tenemos lo que necesita.

– Ya hablaremos de eso durante la cena; creo que ya está servida.

Le indiqué el camino hacia el comedor. La mesa estaba puesta principescamente, con toda la plata, la vajilla de porcelana y la cristalería disponible, como era lo habitual cuando teníamos invitados. Era una forma, como otra cualquiera, de determinar el carácter y las inclinaciones de la gente.

– Veo que no padece usted ninguna necesidad -dijo Snelgrave de corazón-. Tendrían que verme ahora mis hombres. Se pondrían verdes de envidia.

– Si es su deseo -sugerí-, incluso podríamos organizar una fiesta para los hombres. Una auténtica barbacoa con cerdo asado y cabrito. Yo me hago cargo de la carne fresca y usted del ron y de la cerveza.

– ¿A cambio de qué? -preguntó Snelgrave-. No puedo olvidar que debo rendir cuentas a un armador.

– Bah, a usted no le costaría nada. Digamos que los libros que usted ya se sabe de memoria. Ya he leído todos los que hay en mi biblioteca. Y quizá también podría prescindir de un espejo.

Snelgrave arqueó sus pobladas cejas.

– Sí -continué-, sepa usted que no tengo ningún espejo, y que apenas sé qué aspecto tengo. Fue pura suerte que mi aparición no le pusiera los pelos de punta.

– No es para tanto -dijo Snelgrave diplomáticamente.

Me reí para mis adentros.

– Ya, pero tampoco estoy hecho un ramillete de rosas. Menos mal que está usted acostumbrado a tener marineros a su alrededor. Que yo recuerde, tampoco ellos acostumbran a tener aspecto de los mejores hijos de Dios.

– Quizá no -dijo Snelgrave, encogiéndose de hombros-. Pero me gustaría ver a los mejores hijos de Dios arriar las velas en medio de una estremecedora tormenta, cuando la lluvia da unos latigazos tales que uno se ve obligado a cerrar los ojos para no quedarse ciego por el resto de su vida.

– No, tiene usted razón. Con una mano en el pecho y la otra en el catecismo no se hace gran cosa, pero ¿qué dice usted?, ¿organizamos una fiesta?

– Con mucho gusto -dijo Snelgrave después de pensarlo un momento-. A los armadores siempre los puedo aplacar de alguna manera. Mi problema es que a los hombres les doy la ración de comida y de ron estipuladas, así que no he ahorrado nada. Y como por eso mismo no se mueren, tampoco gano nada. Usted sabe bien cómo son las cosas; el veinte por ciento suele desaparecer en cada viaje a las Antillas. En la comida es el mismo ahorro, razonan muchos de mis colegas. ¿No es extraño, bien mirado? Los capitanes de barcos dedicados a la trata de esclavos tienen una bonificación por cada esclavo que llega con vida a la otra orilla, pero con los hombres sucede lo contrario. Se gana un pico con cada uno que se queda en el camino.

– Claro que sí, algo sé de eso -dije-. Pero no se preocupe por las cuentas. Todo correrá a mi cargo, así de sencillo. De todas maneras tengo suficiente, tengo de sobra hasta que muera.

Me animó la idea de celebrar una auténtica fiesta con mucha comida, ron y marineros sanos, capaces de vivir sin pensar en las consecuencias del día siguiente. Snelgrave comió con buen apetito lo que se le ofreció. Incluso las ancas de rana, de la variante más pequeña, esas que los indígenas llamaban ninfas, las masticaba con toda tranquilidad. Con sólo ver la langosta con zumo de limón y granos de pimienta verde, se le hizo la boca agua; luego, cuando se sirvió una cesta repleta de frutos de todo el mundo, menos cerezas, que no se daban en Madagascar, casi pierde la cabeza de placer.

– Vaya -dijo-, desde luego no le falta de nada. Dudo que alguien, ni siquiera en Londres, ni siquiera el propio Rey, pueda comer tan bien.

– Vivir tan lejos de los honores y la gloria tiene sus ventajas -comenté, acercándole una pipa que encendió satisfecho-. Dígame -le pedí cuando se hubo encendido bien-, ¿cómo está Bristol en estos tiempos?

– ¿Conoce Bristol?

– Nací allí, al menos eso decía mi madre. Que sea verdad o mentira, no le sabría decir. De todas maneras, allí crecí antes de que me mandaran a la escuela en Escocia, y después me hice a la mar.

– ¿Y desde entonces no ha vuelto?

Dudé. Decir que un cojo como yo había sido el dueño de la taberna Spy-Glass era lo mismo que revelar claramente mi identidad.

– Claro que sí -me limité a decir-: estuve por negocios y me quedé un tiempo. Hará ya unos diez años.

– Supongo que fue a visitar a sus padres.

– Bueno, se puede decir que sí -dije yo a falta de algún pretexto mejor.

No había tenido en cuenta, pensé, que era lógico que Snelgrave preguntara por los padres. Ya no era tan rápido como antes. Tenía que haber sido por escribir tanto sobre cómo fueron las cosas, toda la verdad de cabo a rabo, lo que me hizo olvidar que tenía que ir con mucho cuidado.

– Mi padre arrió velas pronto -dije sin faltar a la verdad-. Y mi madre se fue a la tumba cuando yo volví.

– Mmm, Smith -dijo Snelgrave-. Creo que no conozco en Bristol a nadie con ese nombre. ¿No es inglés?

– Claro que sí, pero es posible que mi padre viviera bajo alas prestadas. Por lo que tengo entendido, hacía contrabando en los alrededores de Bristol.

– Eso no ha cambiado -se rió Snelgrave-. Los contrabandistas están a gusto, y cada día proliferan más. Lo último que oí fue que controlaban el quince por ciento del comercio en la bahía. Son dignos de admiración.

– ¿Y el resto de la navegación?

– Como siempre Bristol va por detrás de Londres en lo que se refiere al comercio y a la cantidad de barcos. Alguien me dijo que se podían ver miles de barcos en Bristol, tanto arriba como abajo del río y en el puerto, y que de cincuenta mil habitantes dos mil eran marineros. No es poco. El mercado de Tolsey tiene más vida que nunca. Quizás usted ya sepa que Bristol se ha convertido también en el principal centro inglés en la trata de esclavos.

– No, no lo sabía.

– Pues ya ve. Un comercio sucio, si quiere usted que le diga mi opinión, pero lucrativo. Algunos de los grandes terratenientes han diversificado, como se dice ahora, para dividir riesgos. De la ganadería a la trata de esclavos. Chalksey, Massie y Redwood son algunos de los que han amasado enormes fortunas en muy pocos años. Y también Trelawney, claro está…

– ¡Trelawney! -interrumpí con una voz que apenas pude dominar.

– Sí -dijo Snelgrave, pero si le sorprendió mi reacción no lo demostró-. ¿Lo conoce?

– He tenido negocios con él -dije con precaución-. Y me engañó. Bueno, no él personalmente, porque era bastante duro de entendederas, pero tenía un consejero que le ayudaba a calcular y a tomar decisiones. Decía que era médico.

– Livesey -dijo Snelgrave chupando la pipa.

– Eso es, se llamaba Livesey. Me atrevo a afirmar que tenía la cabeza sobre los hombros, aunque a mí la naturaleza no me haya dotado tanto para hacer un juicio exacto. ¿Quién sabe? Si no hubiera sido por Livesey, a lo mejor ahora estaría sentado en el Parlamento.

– ¿Y qué hubiera hecho usted allí? -preguntó Snelgrave, pillándome de nuevo desprevenido, porque eso de haber estado en el Parlamento nunca lo había sopesado. Sólo era algo que acostumbraba a decir a bordo del Walrus, cuando los demás se enfadaban conmigo porque yo no derrochaba, al contrario que ellos, el dinero que habíamos conseguido en nuestros saqueos.

– Bueno -dije-, me podría haber dedicado a procurar que tipos como Trelawney y Livesey acabaran entre rejas hasta devolverme todo lo que me debían. Así habría hecho la vida más placentera a los marineros como usted, imponiendo duros castigos a los capitanes que no acataran las órdenes. ¿Qué más? Abolir la trata de esclavos, los contratos de trabajo, la tortura, el látigo; habría colgado a todos los estafadores, habría perdonado a todos los piratas. Habría abolido el monopolio del comercio en el mar, incluida la Ley de Navegación, y habría desmantelado las Compañías. Ya ve, un poco de todo. Pensándolo bien, hay bastantes cosas que hacer para un tipo como yo.

– Según lo que tengo entendido -sonrió Snelgrave-, no estaría usted en el Parlamento. Yo propondría el Ministerio de la Marina para un tipo como usted.

– Sí, tal vez, pero ya no, es demasiado tarde y estoy satisfecho con lo que tengo. Al principio tuve algún problema, pero después mejoraron las cosas. Bueno, menos con Trelawney y Livesey, claro está. Dígame, ¿cómo es posible que esos tipos hayan conseguido dinero para dedicarse a la trata de esclavos?

– ¿No lo ha oído? -preguntó Snelgrave.

– No -dije-. ¿Qué debería haber oído?

– Que Trelawney fue a las Antillas y encontró el tesoro de Flint, una fortuna incalculable. Se dice que era mayor que el tesoro que se trajo Drake en su Golden Hind, aunque parezca difícil imaginarlo. Drake llevaba consigo seiscientas mil libras, más que el erario de un año en toda Gran Bretaña.

– ¡Por todos los demonios! -dije silbando-. ¡No me diga! ¿El tesoro de Flint? ¿Y más grande que el de Drake? ¡Drake llegó a ser noble por eso!

– Así es. Durante muchos meses no se habló de otra cosa. Debe usted saber que Trelawney y los demás tuvieron suerte de salir con vida de aquella expedición. Parte de la tripulación de Flint se enteró de lo que había ocurrido y consiguieron enrolarse en el barco de Trelawney. El antiguo contramaestre de Flint, de nombre John Silver, consiguió granjearse la confianza de Trelawney hasta el punto de que se fiaba más de Silver que de su propio capitán.

– No me extraña -añadí-. Teniendo en cuenta cómo son la mayoría de los capitanes de barco, si usted me lo permite…

– Parecía un hombre peculiar ese tal Silver -continuó Snelgrave-; conseguía que tanto el peor como el mejor bailaran a su antojo. Trelawney pagó caras su buena fe y su codicia. La mayor parte de los que zarparon con él no volvieron a ver Inglaterra, y entre ellos había hombres honrados o inocentes, incluso las dos cosas.

– Parece una historia tremenda -dije-, pero como conozco al terrateniente Trelawney bastante bien, seguramente él pensará que fue un precio bajo para tal fortuna. Era de ésos.

– Desgraciadamente, tiene usted razón. No tenía muchos escrúpulos. ¡Pero que Livesey se dedicara a la trata de esclavos…! A pesar de todo, era médico.

– A mí no me extraña. ¿Iban a ser los cirujanos de campaña mejores personas sólo porque a veces logran salvar una vida, la que fuera, y sólo a veces, además? Sin los cirujanos de campaña, el comercio de esclavos sería una auténtica ruina.

– Parece que esta cuestión le llega al corazón.

– Yo también he navegado. Ya sabe usted lo que pasa con los lobos de mar. Nunca han confiado mucho en los médicos. Les llaman los veletas del capitán, si me permite la expresión.

– Ya lo sé -dijo Snelgrave con seriedad-. Por eso yo dejo que mis cirujanos duerman cerca del mástil. No quiero que se corra el rumor de que me rodeo de delatores.

– Dígame: este John Silver, ¿qué se hizo de él?

Miré a Snelgrave directamente a los ojos, pero no apartó la mirada, ni tampoco se fijó especialmente en mi pierna cortada.

– Sobre él se dicen las historias más inverosímiles: que vive a cuerpo de rey en una isla de las Antillas, con su mujer negra y con el loro de Flint. Se dice que volvió a la isla de Flint en compañía de un joven abogado, Jim Hawkins, que era el grumete de la primera expedición, para llevarse lo que restaba del tesoro. Un tipo que yo conocí personalmente, un marinero borracho que se llamaba Gunn, afirmaba que Silver estaba en Irlanda y vivía con una novia de su juventud a la que nunca había podido olvidar. Un tercero defendía que Silver había cambiado de nombre, lo mismo que una vez hizo Avery, que se había puesto una pata de palo con zapato y vivía camuflado entre nosotros. Un cuarto… En fin, lo dejo aquí. Creo que podría continuar toda la noche.

– No ha sido poco -dije echándome a reír para ocultar mi inquietud.

– No, e incluso se ha puesto por escrito.

– ¿Por escrito?

– Sí, eso es -continuó Snelgrave-. John Silver, y Flint también, que todo hay que decirlo, se hicieron archipiratas. Están en boca de todos, como si no hubieran existido otros piratas. El capitán Johnson se levantaría de la tumba si supiera que los únicos piratas de los que no escribió son los que siguen vivos.

– Sí -dije riéndome de nuevo, pero esta vez de buena gana-, desde luego que lo haría, estoy seguro. ¿Y usted? ¿Qué cree usted de este John Silver?

Snelgrave paseó su mirada por los alrededores.

– Bueno, si tengo que creer algo -dijo-, quisiera pensar que se ha retirado a un lugar como éste.

Hubiera apostado la cabeza, así de claro, a que Snelgrave no lo dijo con intención. Quizá tuviera sus sospechas; de ser así, lo disimulaba tan bien que mi perspicacia no notó nada.

– Claro que… ¿quién sabe? -pensó Snelgrave en voz alta-, quizá nos equivocamos todos. Un tipo como John Silver no parece regirse por las mismas leyes que valen para el resto de los mortales. La manera en que consiguió conservar la vida y llevarse bajo el brazo una parte del tesoro de Flint son buena prueba de ello.

– ¿Y a qué otras normas debería someterse? -pregunté.

– Posiblemente, las de la fantasía -respondió Snelgrave-. Parte de lo que se dice de él es tan increíble que no puede ser verdad.

Me eché a reír de nuevo. Snelgrave me ponía de buen humor, no había ninguna duda.

– Pues quizá podría preguntar a los pobres diablos que se encontraron con Silver si era un personaje fantástico.

– Sí, quizá lo haga. También debería saber más corsas, pues no en vano me he topado con piratas de carne y hueso y sé bien qué crueldades pueden llegar a cometer. Pero lo curioso es que Silver en realidad no existe. Johnson no puso nada de él en su libro. Tampoco el Almirantazgo sabe nada. Yo mismo lo he investigado.

– ¿Qué es lo que ha hecho?

– He investigado este asunto. He intentado descubrir el misterio de John Silver.

Lo cierto es que no era fácil para mí aguantar el tipo y contenerme. ¿Qué derecho tenía aquel hombre a interesarse por mí, a investigar el asunto, como él decía? Maldita sea, como si yo no fuera más que un travesaño de mástil.

– ¿Por qué motivo? -pregunté-. ¿Para que lo cuelguen?

– Ni mucho menos -protestó Snelgrave-. No es mi intención. No, sólo que ese hombre me cautiva. De verdad que me gustaría saber qué clase de tipo es.

– Entonces tenemos algo en común. -Me salió del alma.

– ¿Usted también? -dijo Snelgrave.

«Ahora -pensé-, ahora sí», pero no pasó nada.

– Sí -dije-. Después de lo que ha contado usted, parece que es un bicho raro. Además, siempre me han gustado los buenos relatos, como los que se cuentan alrededor del mástil.

– Entonces estoy seguro de que a bordo tengo algo que le puede interesar.


Cuando se fue, yo seguía sin saber a ciencia cierta lo que quería, pero posiblemente él tampoco tenía las cosas claras con respecto a mí. Con mano sabia desvié la conversación de las traicioneras aguas que corrían alrededor de John Silver, pero una cosa sí tuve tiempo de entender: que me esperaba la horca en cuanto pusiera un pie en Bristol. No por culpa de Trelawney. Por lo que yo tenía entendido, él a pesar de todo había cumplido su palabra de no llevarme a juicio en mi ausencia, ni por asesinato ni por motín, pero la historia de lo acaecido cuando se encontró el tesoro de Flint y pasó a otras manos se había extendido como una mancha de aceite. Y que yo estuviera libre, que probablemente fuera rico y quizá feliz, era naturalmente una molestia para todos los bienpensantes. No había ningún motivo para no creer en la horca balanceándose sobre mi cabeza. Yo era un grano, es verdad, una astilla en el ojo, pero seguía vivo. Yo existía, era irrefutable, incluso en varias ediciones, y estaba tan lejos de ser olvidado como cualquiera de mi gremio pudiera desear.

Al día siguiente hablé con Jack de la fiesta y le dije que iba a ser como en los viejos tiempos, cuando con la alegría se sabía lo que pretendía la gente. Le pedí que no escatimara nada en honor de Snelgrave y sus lobos de mar. A mediodía dejamos nuestro fuerte con comida y bebida para una tripulación completa. Jack se quedó en tierra para preparar una barbacoa de verdad. El, que había estado en las Antillas y había frecuentado a piratas y bucaneros, no necesitaba más instrucciones sobre el asunto. Yo me fui remando en lancha hasta el Delight of Bristol, llamé y me izaron a bordo con una polea, como si fuera un saco o como si me consideraran demasiado viejo para trepar por una escala de cuerda con mi única pierna.

Snelgrave me recibió con los brazos abiertos, me enseñó el barco, me presentó a los marineros que contestaron con gritos de júbilo y después me condujo al camarote de proa, donde habían puesto la mesa para almorzar. Snelgrave me preguntó enseguida qué nos faltaba y yo le respondí que pólvora, sal y aceite para las lámparas, además de lo que ya habíamos hablado: el espejo y los libros. Snelgrave señaló un paquete envuelto en tela de arpillera y dijo que era un regalo personal de su parte. Luego llamó y pidió -sí, de hecho no lo ordenó- que un grumete, su camarero, cargara el paquete y todo lo demás en su lancha. Yo puse sobre la mesa una pequeña bolsa con monedas.

– Aunque he sido comerciante -dije-, no estoy al día de los precios y los cambios. Pero aquí hay veinte ducados españoles. ¿Es suficiente?

– Más que suficiente. Es algo más que el mismo número de libras, de acuerdo con el valor actual de éstas.

– Entonces, quédese usted con la diferencia y repártalo entre la tripulación.

– Es usted muy generoso -dijo Snelgrave-. Y magnánimo.

– ¿Magnánimo? -contesté-. No lo creo. Hago simplemente lo que me parece bien. Nada más.

– Exactamente -dijo Snelgrave.

Durante la comida hablamos de las travesías marítimas y de lo que hacen los hombres de mar cuando están juntos. Snelgrave también relató indignado la gran estafa que se había descubierto en la Compañía de los Mares del Sur: los empleados, importantes o no, habían hecho un desfalco de miles de libras.

– Superó las pérdidas que la Compañía había sufrido por culpa de los piratas durante diez años -comentó Snelgrave.

– ¿Y a cuántos ahorcaron?

– A ninguno -contestó Snelgrave-. Tenían sus protectores. Algunos acabaron en Marshalsea por culpa de las deudas, eso fue todo.

Después remamos hasta la playa con los hombres y todo lo demás. Jack y algunos marineros de Snelgrave ya habían encendido la hoguera, y había dos cerdos asándose despacio encima de un fuego de bostas secas y virutas, como tenía que ser. Había ron y cerveza, sí; Jack incluso había conseguido traer a mujeres del lugar, todo un honor para los hombres blancos. Y además, maldita sea, él y el carpintero habían construido una larga mesa y los bancos para sentarse. El murmullo de satisfacción entre la tripulación se hizo cada vez más patente. Snelgrave me miraba admirado. Cuando todos habían tomado asiento o, cosa que hizo la mayoría, se habían tirado sobre la arena cálida y fina, en la que hundieron sus pies de lobos de mar, endurecidos de andar descalzos por cubierta y por el contacto con las cuerdas, entonces me preparé para lo que ya sabía que iba a ser a ciencia cierta mi última aparición como Long John Silver, llamado Barbacoa, el que siempre había sido y siempre sería, pasara lo que pasase, hasta el día en que muriese.

– Muchachos -dije con la voz potente de mis buenos tiempos-, ¿puedo pedir un momento de atención para un buen hombre que quiere deciros unas palabras?

Se acalló el murmullo y se hizo el silencio como antes, pero no como en la tumba, pues estábamos de fiesta y para eso yo también tenía una voz especial.

– No lejos de aquí -empecé-, con el océano como unidad de medida, dijéramos, al que estáis acostumbrados como navegantes de alta mar que sois, está la isla Sainte-Marie, o Nosy Boraha, como la llaman en su jerga los indígenas. Existe, por si alguno creyera lo contrario, y puedo demostrar que se puede jurar y maldecir igual de bien que en cualquier otro idioma, aunque, demonios, sea bastante difícil de pronunciar. Jack, mi hombre de confianza, se llama Andrianamboaniarivo, y os digo que si hubiera tenido huesos en la lengua a estas alturas se me habrían roto en pedacitos de tanto tiempo que hace que vivo aquí en la isla.

La mayoría rió.

– En suma -continué-, Sainte-Marie era el nido y la guarida de los piratas, es decir, su paraíso. Ni más ni menos. Y la verdad es que no era lo que parecía, porque no creo que nunca vieran ni sombra del Paraíso. Y con razón, en cierto modo. Me hubiera gustado ver la cara de san Pedro cuando abriera las puertas para decidir si dejaba pasar a Barbanegra, a Roberts, a Davis y a Flint, cuando pidieran permiso de entrada en el Reino de los cielos. Es una suerte que Dios sea omnipotente, porque si no, pensando cómo eran aquellos cuatro caballeros, se le habría caído el pelo. No, los piratas, los caballeros de fortuna o como se les quiera llamar, a favor o en contra, no eran los mejores hijos de Dios. Pero por lo menos sabían una cosa: que no valía la pena llorar las penas de antemano, porque de cualquier forma llegarían cuando fuera la hora…

Se oyeron murmullos de complacencia aquí y allá, casi en todas partes.

– … y cuando había fiesta, había fiesta. Sabían por lo menos celebrar, jaranear, cantar, tocar y bailar, a pesar de lo que se diga de ellos. Nosotros no somos piratas, por lo menos que yo sepa, pero ¿por qué íbamos a ser peores que los piratas en lo que se refiere a las fiestas? Como veis, aquí hay de todo, comida y bebida hasta que os atragantéis y os caigáis borrachos. Os lo merecéis tanto como los piratas de Sainte-Marie. Y si puedo creer en Snelgrave, vuestro capitán, nunca ha navegado con mejor tripulación. Eso lo sabrá el Diablo, diría yo, pero dejaremos que lo crea…

Se oyeron más risas, y los hombres se miraban unos a otros con un orgullo infantil. Así de fácil era.

– … pero lo que sí es seguro, y a este respecto sé bien de qué hablo, ya qUe he sobrevivido a casi todo y a casi todos, es que tenéis una suerte increíble por contar con el nombrado Snelgrave, aquí a mi lado, como capitán. Si todos hubieran sido como él, y no lo son, como muy bien sabéis, ninguna profesión del mundo hubiera podido compararse con la de los navegantes de alta mar. ¿No tengo razón?

La gente gritaba y vitoreaba.

– ¡Por eso propongo un brindis a la salud del capitán Snelgrave!

Levanté mi vaso y se vitoreó tan entrañablemente que hasta conmovieron un corazón tan encallecido como el mío. Si no me equivoco, Snelgrave parecía avergonzado, y hasta se sonrojó aquel hombretón.

– Una cosa más -grité, acallando los alaridos-. He hablado de los aventureros de Sainte-Marie y pienso volver a hacerlo, pero no para que hagáis lo mismo. No, porque el tiempo de los piratas ha pasado ya, y así es mejor, creedme. Quizá galopaban en pos de la felicidad, pero lo que les pasaba a menudo era que se caían del caballo y se rompían la crisma. Y si me preguntáis a mí, yo diría que no es modelo a imitar. Eso creo. Quizá fueran felices a su manera, pero ¿de qué les sirve ahora? Y me refiero a todos ellos sin excepción. Ellos ya tenían esa regla, que ninguno sería más que otro, ni en vida ni ante la muerte. Y esa regla, muchachos, también la tenemos aquí, así que no os equivoquéis. Los negros que veis por aquí no son esclavos, y las mujeres no son putas: son hombres y mujeres libres como vosotros, y por tanto se les trata como a tales, ni más ni menos. Bebed, comed y cantad, que os lo habéis ganado, porque esto es lo más cercano al Paraíso que puede llegar a disfrutar alguien como vosotros o como yo en toda nuestra vida.

Se hizo un momento de silencio, porque esto último lo había dicho con cierta seriedad, pero después se oyó una voz de entre la multitud que tardaré en olvidar.

– ¡Viva John Silver! ¡Viva Long John!

Y antes de que me diera tiempo a entenderlo, los hombres y el capitán Snelgrave empezaron a vitorear de todo corazón. Hasta yo estaba seguro de que eran sinceros. La verdad es que, por lo que a ellos se refiere, a mí me pareció que valía la pena seguir viviendo: aunque me cogieron por sorpresa, no me quedé sin palabras.

– Os doy las gracias por los vítores -dije, cuando volví a tomar la palabra-, aunque no se refieran a mí. Me llamo John Smith, y si hay alguien que crea otra cosa que salga, que lo arreglaremos al momento.

No lo hizo nadie, porque mi tono de voz había cambiado.

– Es verdad, muchachos -atajó Snelgrave con su voz de capitán, porque a pesar de todo estaba dotado de tal-. Este es John Smith, comerciante, y os doy mi palabra. Además, ¿de qué sirve desear una larga vida con vítores tan ruidosos que llevan directamente a la horca? Propongo un brindis por John Smith, que además nos ha comprado unas mercancías, y cada uno de vosotros recibirá una gratificación cuando lleguemos a Bristol.

Y los gritos de alegría volvieron a surgir con gran estruendo que después fue en aumento cuando los hombres echaron mano de cuanto se les ofrecía con risas y gran vocerío.

Me hundí en la arena, cansado y pesado como nunca, pero también, hay que decirlo, con un extraño, curioso, no, prodigioso calor en el pecho. ¡Y pensar que hay gente completamente cuerda, no locos ni muertos de miedo, ni borrachos como cubas, que deseaba larga vida a John Silver, justo lo que él más anhelaba mientras siguiera vivo! Me dije que debería buscar al marinero que creía saber quién era yo, cortarle la cabeza y asustar a los demás para que callaran. Sin embargo, me avergüenza decirlo, pero me faltaban las fuerzas. Mi tiempo había pasado, con los vítores o sin ellos. ¿Quién se iba a preocupar por venir a buscar a una piltrafa sin fuerzas como yo para llevarlo a la horca? ¡Si no podía ni matar una mosca!

La fiesta continuó hasta su apogeo, noté, exceptuándome a mí. Bebí bastante, pero no me emborraché como había pensado. Uno tras otro pasaron por delante hablándome amablemente, dándome las gracias por esto y por aquello, pero no sé si contesté. Vi a un lobo de mar bailando encima de la mesa y a otros dos jugando a los dados; vi a Snelgrave, que mantenía una conversación profunda con Jack; vi a un marinero con una sonriente indígena sobre las rodillas; vi a otra pareja, un blanco y una negra, que desaparecieron creyendo que nadie les veía entre los matorrales; vi a un pobre diablo que vomitó en sus propios pies, a un tercero que tiró los calzones en la arena y se lanzó al agua. Era como tenía que ser, como siempre había sido. Pensé que aquello era algo para recordar en una vida como la mía.

Al amanecer me despedí del capitán Snelgrave con sincera alegría, quiero creer, por haber conocido a una persona como él, y con añoranza, supongo, porque sabía que no volvería a verlo a él ni a nadie que se le pareciera. No le hice la pregunta que había tenido en los labios todo el día, si sabía quién era yo, y si los hombres, cuando me vitoreaban deseándome una larga vida, lo hacían sabiendo mi identidad. De todas formas, ésa era la diferencia entre alguien como yo y un tirano como el capitán Wilkinson, cuando todo se acaba y se pasan las cuentas. Para él, los vítores de la tripulación eran mofa, vergüenza y castigo. Para mí, eran la auténtica prueba de haber vivido y no inútilmente. ¡Y yo que había creído que era suficiente con la horca!

Me fui cojeando hasta mi morada y me senté un momento a ver la hoguera y las sombras alrededor. Estaba cansado de cuerpo y alma, pero satisfecho. La verdad es que, por lo que podía entender, no quedaba mucho por lo que vivir. Ya me había despedido, mis recuerdos empezaban a acabarse, ya no parecían inagotables. Vi que se acercaba el final y le di la bienvenida. Poner el punto final yo mismo, eso era lo único que me faltaba para haber vivido como había enseñado.

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