Capítulo 4


No es del todo imposible que yo naciera en 1685 si, tal como creo, he vivido cincuenta y ocho años. De cualquier forma fue en Bristol, en una habitación con vistas al mar o, por lo menos, sobre ese jirón del Atlántico que llamaban canal de Bristol, y que albergaba más nidos de contrabandistas que cualquier otro cabo del mundo. Pero los que crean que fue el paisaje la razón de que yo me hiciera a la mar están muy equivocados. Todos los de Bristol se hacían a la mar tarde o temprano, incluido yo, aunque no fuera ésa mi intención.

Se decía que mi viejo tenía agallas, y es muy probable que fuera verdad. De lo único que estoy seguro es que, cuando volvía de la taberna, no le quedaban muchos arrestos. A veces parecía que le hubieran arrastrado a casa como si fuera un arado, haciendo surcos con la nariz por la grava de la calle. Tenía tantas dificultades para distinguir la derecha de la izquierda como para mantenerse en pie. Siempre he pensado que eso fue su suerte y la mía. Su suerte porque murió, y la mía por el mismo motivo.

Una noche, cuando volvía a casa de la taberna, dobló a la izquierda en lugar de doblar a la derecha y terminó dando con el puerto. Lo encontraron dos días después, arrastrado por la marea hasta una roca, y por una vez en la vida con la nariz al aire; bueno, con lo que le quedaba de nariz. Tenía la cara destrozada y estaba hinchado como un sapo. Lo vi cuando iban a cerrar el ataúd. Quizás hubiera teñido agallas, tal como se decía, pero por lo que yo recuerdo no las tuvo ni entonces ni nunca. Fue un alivio que se quitara de en medio y, dicho con todas las letras, que se muriera. Me lo pareció entonces y me lo sigue pareciendo ahora. Si de algo se puede prescindir en la tierra es de los padres, incluso del mismo Dios Nuestro Señor y de todos sus engreídos semejantes. Dejadlos que procreen y que después se emborrachen hasta morir. De todas formas, ¿no es eso lo que suelen hacer?

No fue ni mejor ni peor que mi progenitor fuera irlandés, o que mi madre hubiera nacido en una de las islas de Escocia. No sé cómo llegaron a Bristol, pero de lo que no cabe duda es que se enfrentaron con la misma crudeza de una batalla naval.

Mi madre era mi madre, y con eso está dicho lo más importante. Hizo lo que pudo y ¿cuál fue el resultado?: Long John Silver, contramaestre del Walrus, un hombre rico y temido por todos, un hombre cuya palabra pesaba allí donde él mandaba; un hombre culto, además, que sabía comportarse y hablar latín si hacía falta. ¿No tendría que estar contenta? ¿No se podía decir lo mismo de muchos de los grandes hombres que pisaban los suelos del palacio de Westminster o de sus fincas particulares?

Mi madre hizo realmente todo lo que pudo, quizá por mí, pero desde luego que lo hizo por ella misma. Según la recuerdo, era una mujer con la cabeza en su "sitio y bien parecida; dos cosas que sirven para mucho, o para bastante, depende de cómo se mire, y que a ella le duraron hasta que se volvió a casar con un comerciante acomodado. Él me odiaba, pero como era escocés yo fui a la escuela y por lo menos aprendí latín y leí la Biblia. «Siempre te será de provecho», decía. Es raro, pero tenía razón. Entre los aventureros, a menudo me beneficié de los rumores que corrían acerca de que era un hombre culto. Se decía que me habían dado una buena educación en mi juventud y que sabía hablar como un libro abierto. Hubiera bastado con el rumor. El hecho de que supiera latín no influía para nada en ese sentido. Porque ¿con quién iba yo a hablar en latín?

No sé cómo estarán las cosas ahora, pero cuando yo era joven Escocia era el único sitio donde todos los chavales tenían que ir a la escuela obligatoriamente. Por eso había tantos médicos de a bordo procedentes de Escocia entre las bandas de alegres caballeros de fortuna. Se puede decir que era una suerte para nosotros, porque así no teníamos que mezclarnos con los borrachos chapuceros que habían sido despedidos de la flota de Su Majestad. Había en Glasgow muchos médicos sin trabajo que se ponían al servicio de gente como nosotros por un sueldo normal, al menos hasta que descubrían que no había en este mundo contrato que los salvara de la horca cuando llegase la hora de la verdad. Después también empezaron a navegar a comisión; la única diferencia entre ellos y el resto de la tripulación era que ellos se manchaban las manos de sangre sin remordimientos de conciencia, mientras que la mayor parte de nosotros ni siquiera conocía la existencia de algo llamado conciencia.

Yo no iba a ser médico de a bordo: eso lo supe mucho antes de empezar la escuela. A pesar de los pesares, la sangre nunca había sido plato de mi gusto; así pues, ¿qué quedaba para elegir? O cura o abogado. Las dos profesiones me gustaban. Ambas ofrecían buenas posibilidades de mentir y de estafar a la gente; a grandes rasgos ésa era la idea, aunque más tarde me di cuenta de que siempre era lo mismo. Se tenía que decir lo que estaba dicho, escrito y decidido, ni una palabra más, ni una palabra menos. Por eso, al final todos creían que decían la verdad.

Aquello no era para mí, porque hasta donde alcanza mi recuerdo yo siempre he mentido, he exagerado y he inventado. Mi cabeza estaba repleta de sueños, y siempre me pareció más dulce el fruto en terreno prohibido. Mi madre me tachó de fantasioso y mi padrastro de embustero, sobre todo después de haber aireado por toda la ciudad que era un proxeneta, y aunque yo no sabía exactamente qué era eso, tampoco ignoraba que era sobradamente malo.

Y así empecé. Nunca me preocupé de quién tenía derecho de paso o de quedarse a barlovento en el mundo de las palabras. Por eso, ya en la escuela le di la vuelta a las disposiciones de los cangrejos de tierra e inventé otras nuevas. Manipulé la Biblia de tal manera que al final ni yo mismo sabía qué estaba arriba y qué abajo, ni delante ni detrás.

En lo jurídico tuve éxito y me agasajaron. Nadie había estudiado las leyes del todo, y las leyes que yo promulgué en mi habitación eran tan buenas como las demás. Fue peor con lo de Dios y Su nombre, porque más de una vez me dieron algunas bofetadas y latigazos.

Cuando me cansé de repetir su nombre hasta la maldición, le di la vuelta a la historia. Dejé que Judas tomara el mando y ordené a Jesús que subiera al mástil, allí donde, por versión propia, tenía que estar. Permuté a Adán y a Eva, y dejé que todas las mujeres fueran hombres y al revés. Metí al Espíritu Santo en una botella con tapón, que es donde tienen que estar los espíritus, y listos; ya no hubo nadie que hablara de quién iba a ser el próximo papa. Dejé que Moisés tropezara por el monte, de manera que las Tablas de la Ley se rompieron en mil pedazos y en un santiamén nos ahorramos los Mandamientos y la conciencia. Y el resto, convertido en un auténtico lío. El cuento de nunca acabar.

Así fueron las cosas hasta el día en que me levanté del comedor a la hora de la oración vespertina, para leer la Biblia, como era costumbre los domingos. Abrí el libro sagrado y leí los Mandamientos como me dio la gana. Al primero, naturalmente, no se le podía hacer mucho; siempre me había parecido bien como estaba, con una pequeña corrección, para mayor seguridad: «No tendré a otro dios más que a mí mismo.»

De lo que hice con los demás ya no me acuerdo; sólo sé que iban por el mismo camino, cada cual a su manera, pero ninguno por el sagrado. Quiero creer que el octavo, el último que me dio tiempo a leer, sonaba tal como yo he vivido: «Siempre levantarás falsos testimonios y mentirás.»

No llegué a más. Cuando durante un instante levanté la mirada de la Biblia que yo creía estar leyendo, no estuve muy seguro de lo que había hecho. Pocas veces he experimentado un silencio como aquél. Imaginé que era yo quien los había hecho callar. Creí que había triunfado.

Pero entonces se levantó despacio el rector y se dirigió hacia mí. Todavía me parece oír el eco de sus pasos sobre las baldosas. Sin pronunciar palabra, me arrebató de las manos la palabra de Dios y miró atentamente la página abierta. Cuando ya había visto lo suficiente se volvió hacia mí.

– ¿No sabe usted leer, John Silver? -me preguntó con voz amenazante.

– Claro que sí -contesté muy animado.

No sé si fue mi respuesta alegre y descarada lo que le hizo perder la cabeza, pero inmediatamente después se puso rojo como la cresta de un gallo y gritó como un cerdo a medio degollar.

– ¡Si el señor Silver cree que puede hacer lo que quiera, está muy equivocado! Si el señor Silver se imagina que puede tomarle el pelo a la gente y blasfemar sin recibir su castigo, ¡está equivocado de la misma maldita manera! ¡Fuera de aquí! ¡Si alguna vez vuelvo a verlo por aquí, le coseré la boca! ¡Tan cierto como que me llamo Nutsford!

Yo estaba aterrado, y no sólo por el hecho de que tal vez no pudiera abrir la boca nunca más. Yo nunca había visto a Nutsford perder los estribos. Siempre había sido un hombre cortés y callado, en especial cuando tenía el placer de ponernos morados a bastonazos. Me quedé tan paralizado que Nutsford se vio en la obligación de sacarme del comedor a patadas, que me propinó en el trasero con esa precisión que sólo se consigue tras un largo y continuado entrenamiento.

Por primera y última vez en mi vida tuve auténtico miedo. Aprendí de una vez por todas qué era sentir miedo por la propia vida, por la piel. Las patadas eran lo de menos. De todas formas, cualquiera se hartaba de recibirlas por todo y por nada. Fue la ira apasionada del rector lo que me aterrorizó. Estaba convencido, y quizá con razón, de que si me quedaba allí me mataría. He visto a Taylor perder los estribos, y también he visto a England, aunque siempre se decía de él que era misericordioso; he estado presente cuando salía a la luz la cólera de Flint. Os lo juro por mi vida: Nutsford era peor que todos éstos, porque todo aquello lo hacía en el nombre de la fe y de la salvación; y he aprendido en la vida que no hay mejores credenciales que éstas para identificar a un verdugo.

Me salvé gracias a que el rector tuvo que volver al comedor para conducir su rebaño al redil antes de que ocurriera un desastre. Eso me dio tiempo para recoger mis ahorrillos, algunas monedas que me había dado mi madre y, a pesar de todo, mis libros. Pero la Biblia la dejé. Y no la he echado en falta desde entonces. Me bastaba y me sobraba con mis propios mandamientos. Por lo menos los podía cumplir.

Aquella noche, cuando corría entre matorrales y arbustos hacia Glasgow, comprendí lo que había hecho y me percaté de que me había engañado a mí mismo. Quiero creer que aprendí al menos una lección, aunque quizá fue algo que comprendí después: cuando uno decide estafar a la gente, no se puede ir de la lengua. Y también descubrí que es preferible encontrar tus propias palabras antes que hacer uso de las ajenas.

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