Capítulo 27


Sí, señor Defoe. Vengo a cumplir lo pactado, y no soy de los que olvidan sus promesas, por lo menos si se hacen ante personas que no se preocupan de ellas, pues me parece haber observado que a la gente de confianza no se le hacen promesas. Yo no soy de ésos, porque ¿quién iba a confiar en mi palabra, excepto el mismo Long John?

Y con usted fue un poco así, así, a pesar de todo. Una vez le pregunté directamente si pensaba confiar en mi palabra en lo referente a Edward England y a los demás, y si pensaba atenerse a la verdad en su trabajo sobre los piratas.

– ¡Atenerme a la verdad! -exclamó usted reclinándose sobre la mesa-. Naturalmente que el libro será veraz con todos los documentos y los datos que he recogido, aunque en realidad poco importe qué sea si nadie se lo cree. Por eso se escriben esos prólogos donde se explica que todo es verídico. Crusoe no necesita prólogo. Se sostiene por sí solo, y será perfectamente creíble tal como es. Poner por escrito lo que ya he recabado sobre Roberts, Davis y Low… ¿qué es? Nada más que restos del naufragio de sus vidas infames y malvadas. No, Roberts, Davis y Low no se sostienen por sí mismos, pero ya verá usted.

– ¿Qué voy a ver?

Usted se echó a reír de tal manera que la peluca le daba saltos. ¡Un mozalbete dispuesto a hacer una auténtica travesura, eso es lo que era!

– ¿Sabe usted qué he hecho? -dijo en voz baja, como si fuera otro de sus secretos-. He escrito un largo capítulo sobre la vida del capitán Misson.

– ¿Quién diablos es Misson? -le pregunté.

Nunca había oído hablar de él, cosa bastante extraña, porque llevaba tanto tiempo metido en aquel negocio que había oído hablar de la mayoría.

– Es normal que no sepa nada de él -dijo usted con una sonrisa llena de satisfacción-. No existe.

– ¿No existe?

– No, me lo he inventado de cabo a rabo.

– ¿Inventado? ¿Pero no hay suficientes capitanes piratas de verdad?

– Probablemente, sí. Tengo treinta y cuatro capitanes en mi lista, y cuento con más de seiscientas páginas. ¿Es que no lo entiende? ¡Ya verá usted como el capitán Misson será uno de los que pasarán a la historia! ¡Igual que Crusoe! ¡Será Misson el que inspire a los escritores, y se le citará en los libros más serios! ¿Qué le parece?

»¿Lo ve? -continuó usted sin esperar mi respuesta-. He anotado que ustedes, los aventureros, tienen cosas muy buenas, sí, y seguramente no pensaba usted oír esto de un tipo como yo, pero sin embargo es así. Usted no se humilla ante la autoridad, apura la copa de la libertad hasta el último sorbo, se rebela ante cualquier abuso contra los débiles. En usted, el derecho está mucho antes que la clemencia, aparte de que opina sobre todo y deja también que opinen los demás. No establece distingos entre la gente de a bordo, ni por raza ni por religión. Sí, hay muchas cosas buenas que nuestros gobernantes deberían aprender de usted, si se atrevieran, porque el poder de los otros es lo que más le subleva a usted, y oír esto no halagaría a las grandes personalidades.

Usted hizo un gesto como de disculpa.

– No se moleste, pero cualquier capitán pirata y su tripulación entera arruinaría esas buenas intenciones con su crueldad, su codicia y su vida infame.

– Para eso viven -le interrumpí.

– Ya lo sé -contestó usted impaciente-, pero la cuestión es que yo no puedo destacar lo bueno sin que parezca que perdono lo malo. Y lo malo, señor Long, si me permite decírselo, nunca se puede compensar. Por eso he inventado al capitán Misson, un pirata que tiene todas las buenas cualidades sin estar cargado de crueldades e infamias. Eso es lo que he hecho.

– Desde luego, es usted un buen diablo -dije yo con sincera admiración.

– ¿Verdad que sí? -contestó usted.

– Pero no me extrañaría que le hicieran callar para siempre.

– Vale la pena -dijo usted muy resuelto-. Si la horca es su unidad de medida, la del escritor es calibrar cuánto le dejan abrir la boca. Si se trata de un escritor de verdad, claro.

Y en eso llevaba usted toda la razón, pero ¿entendía usted realmente lo que incitaba a todos aquellos aventureros a vivir a la sombra de la horca? Creo que no lo entendió nunca, a pesar de sus interminables preguntas.

– Señor Silver -me dijo en una ocasión en que dimos un paseíto para estirar las piernas y para que nadie nos oyera, y pasamos por delante de los cadáveres ahorcados en el muelle de las Ejecuciones-, ¿ha observado la expresión de sus caras?

– No -contesté yo-. Me parece que no les queda mucho que expresar.

– Está muy equivocado -dijo usted con su habitual entusiasmo-. Lo que pasa es que no se ha fijado. Sí, confieso que justamente ese cadáver no es el mejor ejemplo de lo que quiero decir. Ningún cadáver es igual a otro cuando se les cuelga de la cadena para escarmiento de la gente después de haberlos puesto bajo la marea alta para purificarlos, según dicen, en el agua hedionda del Támesis. Es una suerte para las autoridades que no haya tiburones en nuestras aguas. ¿Verdad que hubiera sido divertido que sólo quedara colgado un tronco de la cuerda cuando hubiera bajado la marea?

Y se rió usted con todas sus ganas, tanto que me hizo pensar si no hubiera sido usted en realidad un excelente pirata. Desde luego, tenía un macabro sentido del humor.

– Uno debe estar siempre despierto -continuó usted- para ver con sus propios ojos incluso el momento de su muerte. Algunos, amigo mío, parece como si hubieran expiado todos sus delitos y adquieren un semblante tranquilo y sereno. Ningún miedo, ningún grito ante lo desconocido que les espera. Otros se retuercen en posturas horrorosas, muertos de miedo y fuera de sí ante lo inminente. Tienen miedo del castigo que les corresponda por sus pecados. ¿Puede explicármelo? ¿Cómo es que algunos van al encuentro de la muerte con bravura, sin protestas y tranquilos de espíritu? Si me lo permite, quisiera confesarle algo que no le he revelado a nadie, sí, apenas una vez a mí mismo. Me da miedo la muerte. Sólo el pensamiento de que voy a morir me vuelve loco. Usted, que ha visto tantas muertes, o arriar tantas velas, como usted mismo diría, ¿cree que no hay remedio? No contra la muerte, porque naturalmente es irrevocable, pero sí para el condenado miedo. Todos esos piratas, sí, también los he contado, como usted entenderá…

Y entonces sacó usted del bolsillo un papel arrugado y me lo enseñó con la misma sonrisa de siempre, la sonrisa orgullosa e infantil que tenía usted cuando había descubierto algo del mundo y creía que era el único en saberlo.

– He contado los barcos y he sacado la media de hombres a bordo, que eran unos ochenta. He restado una parte que pudieron servir en varios, he añadido los barcos de los que desconocíamos la tripulación, y a éstos los he dotado con la tripulación media y ¡mire esto!

Usted señaló unas cifras subrayadas con doble raya.

– ¡Cinco mil piratas! Doscientos arriba o doscientos abajo. Ya veo que se asombra. No creía usted que fueran tantos. En fin, esto es cierto sólo en parte, porque muchos la palman y vienen otros nuevos. Digamos mil quinientos para redondear. Una quinta parte de nuestra propia flota real. Una fuerza formidable si se juntaran bajo un solo mando y una sola voluntad. Pero no era esto lo que quería decirle. Quería hablarle de la muerte, si a usted no le importa…

No fue porque usted esperase mi respuesta. Casi siempre, en nuestras conversaciones, apenas me dejaba meter baza. Usted era un hombre charlatán, a pesar de que no hizo más que escribir palabras durante toda su vida. Cualquiera hubiese pensado que ya debía de estar harto de hacer siempre lo mismo. Yo he notado que las palabras son para algunos como usted y como yo, a mi manera, una especie de enfermedad y un veneno, como Dios para los curas o como el ron para los caballeros de fortuna.

– Dicho de otro modo, eran unos mil quinientos piratas los que jugueteaban con la vida y la muerte como si les diera lo mismo. Según mis cálculos, señor mío, incluyendo al último, a Roberts, más de cuatrocientos fueron ahorcados y ya han expiado sus culpas. ¿Y cuántos no han arriado velas en la batalla o por las enfermedades? Sólo una tercera parte ya cayó por culpa de la sífilis. Sin embargo, parece que esta cuestión no le preocupa a usted en exceso. Una parte seguramente se arrepiente en cuanto cuelga la soga de sus cuellos, pero casi nunca antes de ese momento. Creo en Dios, señor Silver, en una vida después de ésta, en el perdón de los pecados. ¿Por qué no puedo ser tan despreocupado como sus aventureros? ¿Por qué no puedo contemplar la muerte con esperanza mientras disfruto de la vida? ¿Me puede contestar a eso?

No, no pude, pero tampoco creo que usted lo esperase. Lo que quería decir es que usted tenía miedo a la muerte porque su fe en una vida después de ésta sólo era una ficción, un simulacro y un secreto, igual que todo lo que usted emprendía. Si no, ¿por qué diablos habría sentido tal apasionado fervor por escribir todo lo que llevaba en el alma? ¿No podría haber esperado al Paraíso? Usted tenía la piel lívida, y calambres y dolores en la mano. ¿Para qué, si de todas formas ya era inmortal? No, señor mío; si tenía miedo a la muerte era porque en el fondo usted sabía tan bien como yo y como los caballeros de fortuna que sólo se nos ofrece una posibilidad de vivir, y era entonces cuando todo tenía que quedar solucionado.

Un día invité a Israel Hands a nuestra mesa para que viera usted con sus propios ojos a una leyenda viva. Por fin vería a un auténtico pirata, a uno igual que los demás, uno de esos a los que usted llamaba despreocupados, uno que apenas se preocupaba de cómo vivía o moría. Era impensable que ustedes dos pudieran entenderse.

Así pues, Israel Hands se sentó con nosotros siguiendo mi consejo. Me miraba con interés porque sabía lo que me proponía, y a usted lo miraba con avaricia, porque le había prometido una guinea por la molestia, naturalmente que a mi cuenta.

– Hands -empezó usted-, por lo que me ha dicho mi amigo deduzco que tiene usted cierta experiencia en la piratería. ¿Puedo preguntarle por qué se hizo pirata, caballero de fortuna o como quiera que se llame?

– Navegaba con rumbo a las Bermudas, desde Bristol, a las órdenes de un capitán llamado Thurbar. Nos apresó Teach, también conocido como Barbanegra, que era un diablo, y nos dio a elegir. O nos íbamos con él, o nos bajaban a tierra.

– ¿Y ustedes eligieron a Barbanegra?

– Sí, ¡por todos los demonios! Era un feo diablo que me pegó un tiro en la pierna por puro placer. ¡Era un cerdo!

– ¿Le disparó en la pierna? ¿Por qué motivo?

Hands soltó un buen escupitajo en el suelo.

– Barbanegra era un diablo -repitió-. Era un maldito, un auténtico hijo de puta. Yo era su timonel y a mí me disparó en la pierna. Para divertirse, aquella carroña. Estábamos en su camarote bebiendo una botella. Estábamos borrachos como cubas porque habíamos conseguido una buena presa. Mi parte ascendía a cien libras de aquella época. Aquello sí que era dinero. Con quinientas uno puede arreglárselas, comprar papeles y vivir como un caballero el resto de sus días, pero Barbanegra no quería ni oír hablar de eso. Ser caballero de fortuna, dijo echando chispas, era una vocación, como ser cura. De cualquier forma, él no quería a bordo ningún elegante con ínfulas de petimetre. Infectaban el aire con su hediondo perfume y sus modales estudiados. Los caballeros y los señores de postín eran un montón de estiércol, mierda de vaca, bastardos, malditos, mucho más. Si entre sus hombres había alguno que quisiera hacer migas con ellos, por mis muertos que lo podrían hacer en el Infierno. Y mientras gritaba, fue y sacó las pistolas. Por debajo de la mesa, el muy diablo, sin que nos diéramos cuenta. Entonces se echó a reír como un crío que se prepara para hacer una travesura y disparó, yo creo que al azar, y me dio en la pierna. Aún no puedo andar bien. ¡Que se lo lleven los demonios!

De nuevo situó un jugoso escupitajo en el suelo.

– ¿Y qué hizo usted después? -preguntó usted-. ¿Se vengó por el agravio?

– ¿Y usted qué diablos cree? No, la tripulación había votado a favor de Teach y se rieron con él. A todos les pareció la mar de divertido ver a uno como yo andar por cubierta. Y Barbanegra era un pendenciero convencido de que si no mataba a uno de vez en cuando, los demás olvidarían lo miserables que eran. Ningún diablo me votaría como capitán, puede usted estar seguro. Yo sabía guiar un barco y poner el rumbo, y también pelear. Lo que pasa es que con una pierna destrozada no valía nada. Apelé a nuestras normas de a bordo y solicité una compensación por la mutilación de un miembro. Me tenían que dar cuatrocientos ochavos, pero sólo recibí doscientos, porque aquellas carroñas del consejo afirmaron que las normas sólo eran aplicables en caso de heridas de batalla. Y, maldita sea, encima tuve que echarme la culpa por estar en el camino de las balas de Barbanegra. De todas maneras no me salió mal del todo. Me licencié, me acogí a la amnistía del Rey, volví a Londres, compré la posada de aquí y eso es todo. Les tengo que decir a los señores que tuve una suerte de mil diablos. Dos meses más tarde, Maynard pescó a Barbanegra en James River, Virginia, y prácticamente los mató a todos. Lucharon hasta el final, la verdad es que lo hicieron, pero ahora están todos muertos. Era una buena tripulación que no se doblegaba ante nada. Daba gusto abordar con ellos.

Era otra cosa que estar en este agujero de mierda sirviendo cerveza a precio de ganga.

– ¿No está agradecido de seguir con vida, y sobre todo por llevar una existencia honrada? -preguntó usted.

Hands le miró como si usted fuera idiota.

– ¿Qué dice? ¿Agradecido? No tengo que agradecer nada a ningún diablo, escríbalo en todos sus papeles. ¡Una existencia honrada! ¡Y qué más! ¿Qué cree usted que es una existencia honrada para un tipo como yo? Es matarme a trabajar por nada. ¿Quién cree usted que sale ganando si yo soy honrado? Yo no, desde luego.

Hands le dio tal puñetazo a la mesa que los vasos saltaron.

– No se puede vivir así -prosiguió-. No, déme un buen barco y un capitán capaz, y dejo este agujero pestilente mañana mismo. Compañeros, peleas, ron en cantidad, prostitutas que hacen cola cuando llegamos a tierra, y tumbarse en cubierta al sol y no hacer nada, eso sí es una vida honrada, maldita sea.

– ¿Y eso merece la horca? -preguntó usted con discreción, mirando con clara intención hacia el muelle de las Ejecuciones.

Hands le miró con una expresión viva en la cara.

– He oído que es usted un hombre sabio -dijo-. Por mí no hay inconveniente. Me importa un rábano, pero le diré que si no fuera por la horca no habría muchos que se hubieran hecho aventureros. Es como ir a la guerra. Si no se corriera peligro de muerte, no tendría sentido.

Miré a Hands. Apenas sabía lo que estaba diciendo, menos aún qué pensaba, pero algo de sentido común sí había en sus palabras. Aunque no era lo que usted quería ni esperaba. Usted se negó rotundamente a creer que hubiera gente capaz de poner la vida en juego por nada. Se llamaban caballeros de fortuna, pero en lo que se refería a la felicidad eran unos chapuceros. Su apuesta era una vida corta y alegre, pero ¿adonde han ido a parar? Están todos muertos. Los están despellejando vivos en el Infierno, si es que existe. ¡Y pensar que eran tan meticulosos, que elegían a sus capitanes de manera que pudieran despedirlos, que opinaban de todo y de nada, y que cada hombre valía un voto, pensar que se repartían el botín a partes iguales y cosas por el estilo! Meticulosos, sí, pero ¿sabían de qué servían?

No, los colgaron por locos y su corta vida enseguida la malgastaron. Se quejaban de todo y a todos, pero aparte de ellos mismos ¿quién tenía la culpa de que murieran como moscas? Usted, señor Defoe, hizo preguntas sobre lo justo y lo injusto, sobre lo bueno y lo malo, sobre la libertad y la obligación. Sí, entendían bastante de injusticias y de tiranías, acaso más que la mayoría, pero en todo lo demás eran ciegos como las gallinas. En eso no se diferenciaban mucho de la gente normal y corriente.

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