Capítulo 36


¿Te preguntas si Flint era un ser vivo? Mi respuesta es que sí, aunque resultara difícil de creer cuando el Walrus apareció sin previo aviso delante de la popa de nuestro miserable bergantín, en la madrugada de una húmeda mañana, antes de que el sol hubiera tenido tiempo de disipar la niebla. Nuestras velas habían colgado flácidas toda la noche y los únicos ruidos que se oyeron durante mi guardia fueron los ronquidos de la tripulación, los chirridos del maderamen y el gotear del rocío en las velas y los remos.

A pesar de todo ahí estaba el barco de Flint, como una aparición espectral, con la negra izada en popa. La bandera estaba tensada en un travesaño para que resultara bien visible incluso cuando no soplaba el viento. Hasta en eso había pensado Flint, que no en vano era un concienzudo capitán. Sin embargo, ¿cómo nos había encontrado en la oscuridad y con aquella niebla? ¿Y cómo había conseguido atraparnos sin un soplo de viento en las velas?

Despacio, como llevado por una mano invisible, el barco fantasma se deslizaba por nuestro costado con las compuertas de los cañones abiertas. Vi algunas figuras de pie, apoyadas en la amura, despreocupadas, como si fueran la tripulación de un barco mercante.

Estaban tan seguros de sí mismos y de su superioridad que no les importaba si parte de la tripulación se quedaba mirando, y quizás hubiera algunos aún dormidos, tan tranquila y apacible parecía la cubierta.

Naturalmente, yo estaba nervioso por ver al pirata anónimo que ya se había hecho tan famoso sin apenas existir. Salió a popa en el mismo momento en que todos los cañones del barco empezaban a disparar. Le vi hacer un movimiento con la cabeza y… ¡zas! Unos cuantos hombres subieron rápidamente al aparejo, manipularon la vela mayor y situaron el barco a nuestro lado. Entonces entendí que, de todas formas, Flint no era sobrenatural, sino un hombre de este mundo. Lo único que había hecho fue aprovechar el viento que soplaba más arriba con la vela mayor, mientras que nosotros, con un mástil más corto, quedamos al recalmón. Así ocurría a veces, que un viento invisible frenaba a la altura del agua mientras continuaba soplando ligero en lo alto. De todas formas, aquel hombre era un capitán endiabladamente hábil.

Un nuevo gesto por su parte y dispararon unos cuantos tiros antes de ponerse al habla. Tenían un hábil artillero, porque disparó contra nuestro bauprés de manera que el trinquete cayó con gran estruendo. Después Flint se dirigió despacio hacia la amura y nos pidió que arriáramos la bandera.

– Con mucho gusto -grité por toda respuesta a la vez que se armaba un gran revuelo a bordo de nuestro bergantín, ya que yo no había tenido intención de despertar a los demás-. No hay peligro -les dije mientras arriaban la bandera-. Hemos encontrado lo que íbamos buscando.

Entonces pusieron buena cara; el más contento fue Israel Hands, que no había tomado ni un solo vaso de algo fuerte durante las cuatro semanas que habíamos pasado entre las islas. Tampoco aquello había sido muy entretenido, porque Hands no tenía madera de lobo solitario.

– ¡Desde el mar! ¡Desde el mar! -gritó, usando la contraseña con que los caballeros de fortuna alertaban de un peligro procedente de mar abierto-. ¡Arriad un bote, por todos los demonios! ¿Vamos a tener que esperar todo el día para subir a bordo?

A todo esto cundió el desconcierto entre los temerarios piratas que se miraban unos a otros sin saber qué pensar. No estaban acostumbrados a encontrarse con tanta alegría en su presencia. Pocos años antes, bueno, cuando yo navegaba con England, se podía decir que la mitad de la tripulación de los barcos mercantes no quería otra cosa que unirse a nosotros. Sí, había momentos en que ni siquiera un barco de guerra bien cargado de artillería se atrevía a atacarnos, de puro miedo a que su propia tripulación se amotinara. Éramos nosotros los que elegíamos o rechazábamos.

Eso también lo sabía Flint, naturalmente. No hizo ningún gesto ante nuestras demostraciones de alegría, pero por seguridad tomó ciertas medidas que me satisficieron. El grupo de abordaje que había aprestado iba armado hasta los dientes y no corrió ningún riesgo inútil, aunque no estaba del todo en guardia.

– Quisiera despachar con vuestro capitán -dije cuando treparon a bordo y descubrieron que no éramos más que catorce hombres desarmados-. Si es que puede ser, claro -añadí amablemente.

– No puede ser -dijo alguien como si fuera la última palabra.

– Soy Long John Silver -anuncié-, contramaestre de England y de Taylor. Aquel diablo es Israel Hands, timonel de Teach. Los demás son mis guardianes, pero son hombres libres y hemos estado navegando con esta bañera desde hace casi un mes para que nos apresarais. Así que sed amables y llevadme hasta vuestro capitán.

Mis palabras surtieron algún efecto, claro está, aunque eran sin duda unos diablos suspicaces.

– ¿Cómo sabemos que dices la verdad? -preguntó uno de ellos.

– ¡Decir la verdad! -repetí de manera que dio un respingo-. ¿Tendré que mostrarte los papeles para que sepas quién soy? ¿Quieres que te demuestre que he navegado con England y con Taylor? Estoy ofreciendo un barco con catorce hombres y ya os ponéis a hablar de la verdad. ¿Os he pedido yo que me digáis quiénes sois vosotros?

Al oír esto último, algunos se echaron a reír a carcajadas.

– ¿Qué diablos os parece tan divertido? -pregunté.

– Que unos tipos como vosotros puedan pedir algo a gente como nosotros -contestó un tercero-. Por si no lo habéis notado, estáis a tiro de dieciocho de nuestros cañones.

– ¿Me estáis amenazando? -grité de mal talante.

– Llamadlo como queráis -dijo el mismo hombre, encogiéndose de hombros-. Aquí mandamos nosotros, y vosotros haréis lo que se os diga.

– ¡Vaya, así están las cosas! -contesté dulce como la miel.

Di unos pasos hacia el bocazas y hacia uno de sus compañeros, que sonreía con gesto burlón a su lado. El bocazas se llevó una mano al machete, aunque fue lo único que hizo. No se le ocurrió pensar que en este mundo había cosas que estaban antes que sus cañones hasta que fue demasiado tarde.

Agarré sus cabezas golpeando la una con la otra de un modo brutal, con unas manos que nada tenían que envidiar a las del viejo capitán Barlow.

También te has enterado de esto, Jim. Fueron dos los que maté con las manos desnudas, y no cuatro, como presumía Hands y como tú escribiste en el libro. ¿Cómo iba a romper nadie cuatro cabezas de un solo golpe? No, ¡hasta ahí podíamos llegar!

Claro que dos crismas rotas nos bastaron y sobraron para que otro gallo nos cantara. Mejor dicho, para que se hiciera un silencio de ultratumba.

– Nadie -rugí-, nadie, tenedlo bien presente, le dice a John Silver lo que tiene o no tiene que hacer.

Los piratas se quedaron como clavados en cubierta. Probablemente nunca habían visto un auténtico loco en estado sobrio. Se miraban inquietos e indecisos unos a otros sin que ninguno se atreviera a dar el primer paso. Los había pillado por sorpresa, porque ninguno había pensado que pudiera morir durante aquel amanecer tranquilo, cálido y nublado, sólo por hacerse cargo de un miserable e indefenso bergantín. Pero así estaban las cosas. Los caballeros de fortuna vivían como si al día siguiente pudiéramos estar muertos, pero eran pocos los que creían en la posibilidad tal de morir a corto plazo. Cuando se les cogía de improviso saltaban por la borda sin acordarse de que no sabían nadar. Se rendían, arriaban la bandera y olvidaban que la horca era lo único que les esperaba. Huían hacia la jungla olvidando que no llevaban ni armas ni agua para salvar el pellejo.

Sin embargo, la tripulación de Flint estaba hecha de mejor pasta que la mayoría. Cuando me hube calmado, vi los primeros signos de determinación y comprendí que con mis modales descabellados y arriesgados había puesto en peligro mi pellejo y el de los demás.

– Mi invitación sigue en pie -dije zalamero-. Dos animales menos es un precio escaso a cambio de catorce hombres de primera, dos de los cuales saben todo lo que hay que saber del oficio.

Aún no había acabado de decir la última palabra cuando oí un grito a mis espaldas, un disparo y una bala que dio en la amura. Me di la vuelta. En la cubierta había un tercer pirata muerto, con la nuca destrozada. Jack había intervenido.

– ¡Bueno, bueno! -dije-. Tres contra catorce también puede considerarse un buen balance. Pero ¿no podemos ponernos en marcha antes de que esto se convierta en un baño de sangre?

En ese mismo momento resonó como una bocina la voz de Flint por encima del agua.

– Uno más y hundo vuestra maldita chatarra, con todos vosotros incluidos -gritó enfurecido, como se ponía siempre que morían marineros, gesticulando violentamente con el catalejo.

No cabía ninguna duda de que hablaba en serio.

– Daos prisa y traedme a esa gentuza -gritó a sus hombres.

Estos recobraron el color de la cara cuando oyeron la voz de su capitán; así eran de independientes. A Hands, a Jack y a mí nos llevaron en el bote, nos subieron por la popa y nos plantaron ante aquel pirata que todavía no tenía nombre.

Con nosotros iba un marinero que hizo lo que pudo para asustarnos. Nos aseguró que la ira de su capitán era mucho peor que arder en los infiernos. Nos deseó buen viaje al otro mundo y añadió que esperaba ser uno de los que tuvieran el placer de hacernos sufrir hasta arrancarnos la vida. Dijo que no me creyera que podía ir matando a buena gente sin más ni más.

Le dejé hablar y guardé buen recuerdo de él. Sin embargo, fue tiempo perdido porque cuando llegamos al castillo de popa, cuando ya nos podía oír el capitán, el marinero pronunció bien contento sus últimas palabras.

– ¡El capitán Flint os va a desollar vivos! -dijo.

Por un momento creí que no estaba exagerando, porque tan pronto como lo hubo dicho, el llamado Flint soltó un grito infernal, sacó su machete y salió disparado hacia nosotros. El muy idiota de Jack se abalanzó para recibir el machetazo en mi lugar. No tenía necesidad. El machete encontró al propio marinero de Flint con una fuerza violenta y acabó sus días en el sitio.

– ¡Maldito miserable! -gritó Flint dando una patada al cuerpo ya inerte mientras los otros marineros, desconcertados, se acercaban.

Al final se reunió un nutrido grupo de gente en cubierta. Flint parpadeó varias veces y se llevó la mano a la frente. Parecía como si despertara de una pesadilla. Primero miró al cadáver y después a los demás.

– Lo siento -dijo con una voz tan triste que, a juzgar por el tono, parecía sincera-. ¿Cuántas veces tendré que repetir que no pronunciéis ningún nombre delante de extraños? ¿Tanto os cuesta entender que este barco y su tripulación tienen que ser anónimos si queremos sobrevivir? ¿A cuántos voy a tener que matar sin provecho alguno antes de que se os meta en la mollera que, por todos los demonios, no pienso dejar que nos atrapen sólo porque algunos no saben cerrar el pico? Id al infierno, pero primero vaciad el barco y después hundidlo.

La tripulación salió a escape como si alguien los estuviera persiguiendo con un látigo.

– Y ahora, señores míos -dijo Flint mientras se volvía hacia nosotros-, ¿quién diablos se han creído que son? ¡Matar a mi gente después de haber arriado la bandera!

– La misma gentuza que ustedes -contesté ante la visible sorpresa de Flint,

Le hablé de quiénes éramos, qué queríamos y por qué. Le expliqué también que los doce negros se dejarían matar por mí sin que nadie los obligase; se lo dije para que no creyera que podía deshacerse de mí y después reclutar a los demás.

– John Silver -dijo Flint, pensativo-. He oído hablar de usted. Un tipo difícil, según tengo entendido.

– Depende completamente de cómo se comporten conmigo, señor. También puedo ser un buen compañero de barco. Hay testigos.

– Y ¿cómo se puede lograr que muestre este lado? -preguntó Flint.

– Desde luego, no tomándose ciertas libertades que puedan perjudicarme. Y menos a mis espaldas.

– ¿Como los dos que ha matado?

– Algo parecido.

– Está bien, Silver. Sean bienvenidos a bordo.

– Si el consejo acepta -añadí.

– Sí, claro -dijo Flint-, lo había olvidado. Usted es el hombre más importante de la tripulación, como contramaestre, y los representa ante Dios, el Diablo y ante todos los capitanes de la tierra.

– Ante Dios no, señor. No nos llevamos muy bien, Él y yo.

– Me lo imaginaba -sonrió Flint.

Flint casi nunca reía. La risa no era su fuerte. En el fondo era un diablo melancólico y triste.

– Por usted voy a llamar a consejo. Siempre les apetece dar su opinión, pero debe recordar una cosa, Silver. Tengo mis propios principios y mis propias normas. Se modifican por encima de mi cadáver, sólo quiero que lo sepa usted.

– ¿Y cuáles son, si se puede saber?

– Que nadie podrá poner en peligro la seguridad y la fuerza de este barco. Que ni por orgullo ni por estupidez se cometerá un error, siempre el mismo, como casi todos en nuestro gremio. Somos los últimos, Silver, maldita sea, y vamos a mantenernos dispuestos y con vida para espantar a todos los comerciantes, navieros y capitanes de la tierra. Mi meta es liquidar, de una vez por todas, el comercio marítimo, y además estoy aquí para acabar con el abuso de los buenos marineros, Silver.

– ¿Y el trueque? -pregunté-. ¿Botín, dinero, oro?

– Eso también. Porque es la esencia del comercio. Es la parte más dura.

Flint me miró sacando pecho para averiguar el efecto que me habían producido sus palabras. Yo hice como si no me diera cuenta, naturalmente, aunque no había esperado que Flint fuera un tipo con semejantes principios. Claro que por principio hubo gente que aparentaba navegar en sociedad, y no estoy hablando del capitán Mission, que fue una pura invención y un mero deseo del señor Defoe. Roberts y Davis sí eran de los que creían tener a la razón y a Dios de su parte. Cuando Roberts arengaba a la tripulación, siempre mencionaba sus principios. Siempre hablaba de la falta de libertad, tanto en tierra como en el mar; sí, incluso tuvo la desfachatez de concederle un sitio a bordo a un cura, pero el consejo, con mucho sentido común, votó en contra de aquella propuesta. Flint no era un gran pensador, como lo fueron Roberts o Davis. Flint apenas pensaba, diría yo: era un entusiasta. Hablar de sentido común con él era una pérdida de tiempo. No, a Flint había que tratarlo como a un instrumento de música si se quería conseguir algo de él, cosa nada fácil, porque estaba mal afinado y tenía un humor tan variable como el tiempo y el viento. ¡Y pensar que él, el diablo más sanguinario, a pesar de todo quería el bien, tenía metas y opinión, y cuidaba de que los marineros llevaran una buena vida!

Por mi parte no había inconveniente.

– Soy uno de los tuyos -le dije.

No hubo mucho más que decir. Nos dieron nuestros cofres y los fijamos entre los demás, en un rincón que había libre en el entrepuente. En el barco había gente por todas partes, claro que no era raro con ciento treinta hombres a bordo. Un tercio todavía estaba durmiendo en sus literas. No podían dormir más a la vez porque no había sitio.

Así pues, había gente por todas partes, hasta en el último rincón. Gente que jugaba a dados, que trajinaba y cosía, que estaba colgada sobre la barandilla mirando el horizonte, que cantaba y silbaba, que tallaba madera, queso añejo duro, marfil, sí, incluso carne seca. Otros narraban historias, arreglaban sus cofres por enésima vez, jugaban con los perros y los gatos de a bordo, cazaban cucarachas o se despiojaban. Una parte dormía, otra embreaba y pintaba mientras unos pocos, a pesar de todo, dirigían el barco, cazaban la vela, navegaban y vigilaban. Había otros que limpiaban sus armas, competían en echar un pulso y en tiro al blanco, tenían servicio de cocina y hacían la comida. Y también estaban los que no hacían absolutamente nada, la mayoría, como si nunca hubieran hecho nada y como si eso fuera lo que más deseaban.

Casi me había olvidado de lo mal que se estaba, de que tendría que acostumbrarme a llevarme bien con aquel gentío que lo invadía todo. Sí, claro que obraba a nuestro favor el entender que debíamos dejarnos en paz unos a otros, porque al fin y al cabo no nos habíamos enrolado para navegar al Infierno. De allí veníamos, poco más o menos.

Le pregunté a uno sobre las guardias y los puestos.

– ¡Ah! -dijo-. Sólo tenemos puestos en caso de combate, naturalmente. Si no, sólo en la cocina hay un servicio por turnos, porque allí nadie quiere ir. Allí sólo se reciben quejas. Y claro, luego está el camarote.

Del resto se cuida el que pase por cubierta en ese momento.

– ¿Es suficiente? -pregunté, pues me acordaba de que a bordo del Fancy había un montón de inútiles que nunca movían un dedo, en parte porque tampoco podían.

– Debo decir que aquí son todos marineros de primera. Saben perfectamente lo que tienen que hacer. Espera a vernos cuando tengamos que maniobrar de verdad. Da gusto vernos, te lo aseguro. Casi resulta increíble cuando se les ve ahí tumbados haciendo el vago, ¿verdad?

Se rió con todo el orgullo de formar parte de aquella tropa. Y decía la verdad, porque nunca he visto un barco mejor guiado que el Walrus, ni una tripulación con la que su barco cantara de alegría como aquél. Claro que eran igual de eficientes a la hora de pasar el rato sin hacer nada de provecho. A pesar de todo, casi nunca teníamos necesidad de navegar deprisa. En general, esperábamos dejándonos mecer por el agua en algún rincón del gran océano, allí donde pudiera aparecer un mercante sin escolta. Sí, la pereza y la vagancia eran tan preciadas como todo el oro del mundo. El oro les quemaba las manos en cuanto lo tocaban, también sabían sacar partido del tiempo libre. Nunca se echaban a suertes el servicio de cocina u otras actividades aburridas, porque todos tenían miedo de perder.

Me pasé en cubierta toda aquella mañana mientras vaciaban y hundían nuestro viejo barco. Quería ver y aprender, catar el ambiente, enterarme del humor y la destreza de los hombres. Supe que teníamos varios artistas a bordo, un cirujano con diploma, tres carpinteros -dos escoceses y un finlandés, gente de países con bosques que eran por tanto los mejores en su oficio, como era sabido en todo el mundo-; teníamos cuatro músicos para estimularnos, darnos valor y consolarnos en la melancolía, y hasta dos prácticos, uno para las Antillas y otro para la costa occidental africana. Sí, Flint había conseguido reunir conocimientos.

Todos los marineros estaban curtidos tanto en su aspecto como en su experiencia. Sólo había un puñado que no había navegado antes en sociedad. Flint solamente quería contar con aquellos que tuvieran la soga al cuello. Según él, eran los únicos en los que se podía confiar. Algo había de verdad en ello, pero Flint había olvidado lo más importante: que la mayoría no se preocupaba de cómo vivían o morían. Por lo visto, tenían la soga al cuello, pero no por eso eran como yo. Todo lo contrario. Con la sombra de la horca sobre sus cabezas podían arriesgar la vida por casi cualquier cosa. No, no luchaban por su vida ya que de todas formas seguramente iban a morir pronto.

Sin embargo, era una tripulación capaz, es cierto, y un capitán como Flint le daba un poco de vida a pesar de todo, cuando era necesario para que los tipos como él o como yo consiguiéramos lo que queríamos. Además, tenían su orgullo profesional. Arriar bandera era un atentado contra su honor. Era necesario mantener cierta dignidad.

Sin embargo, sentí admiración por Flint cuando descubrí que había enrolado a media docena de indios de la costa de los Mosquitos.


Por odio a los españoles, aquellos indios hacía tiempo que se aliaron a los bucaneros, y desde entonces habían estado con nosotros. Eran los únicos que en tierra eran amigos nuestros, y los hombres jóvenes de la tribu eran enviados a nuestro servicio durante unos años, por un lado para dar un golpe bajo a los españoles, según decían los ancianos, y por otro para que aprovecharan y vieran mundo. Siempre iba bien, decían los ancianos, porque los hombres jóvenes necesitan aplacar su curiosidad para tener el cuerpo tranquilo. Así pues, durante unos años navegaban con nosotros, los caballeros de fortuna, y luchaban arriesgando la vida como los demás antes de volver a su tribu. Se llevaban alguna herramienta de hierro porque no querían parte del botín. Sí, se echaban a reír al ver nuestra caza salvaje en pos del oro y la plata en toda sus formas y aspectos.

Así pues, ¿por qué se convirtieron en nuestros aliados? ¿Qué aprecio podían tener por Flint y por otros de su calaña? Sólo había un motivo, lo aseguro, porque los indios conocían bien la vida y la muerte.

Una vez al año, los indios ofrecían la vida de un hombre, un prisionero que habían guardado para tal fin. Durante un año entero, antes de que se ofreciera el sacrificio, el elegido veía cumplidos sus más mínimos deseos, todos excepto la libertad. Tenía esclavos que lo cuidaban de día y de noche, se le vestía con caros ropajes, se le daba la mejor comida, la más sabrosa, no necesitaba mover un dedo y vivía con todas las comodidades y lujos de que disponía la tribu. Se le trataba como a un semidiós y la gente se arrodillaba cuando pasaba ante él; sí, por él hasta se arrastraban por el fango. Después de un año de vivir así, lo quemaban vivo en la hoguera y lo lloraban como a un familiar fallecido.

Y esto… ¿qué tenía que ver con nosotros? No estoy muy seguro, pero quizás haya que pensar en esas ocasiones en que ahorcan a los tipos como nosotros para que los demás tengan paz de espíritu. Se burlan de nosotros, nos escupen y nos desprecian. Nos tratan como a piojos, ratas y cucarachas. Nos ahorcan como si fuéramos escoria miserable. No, no sabes cómo nos tomamos la vida, porque en realidad tú y los tuyos no os preocupáis de la vida. A los herejes, los esclavos, los judíos, las brujas, los criminales, los piratas, los indios, los enemigos de todas las razas, a los pedigüeños, sí, e incluso a los marineros, les quitáis la vida muy a la ligera. Los indios por lo menos entienden que a nadie se le puede quitar la vida sin más ni más. A veces he pensado que nosotros, los caballeros de fortuna, éramos como los esclavos que los indios sacrificaban una vez al año. La única diferencia es que nosotros nos ofrecíamos voluntariamente, adrede, y sin encontrar la más mínima comprensión por nuestra buena disposición.

Después, cuando fui conociendo mejor a Flint, le pregunté por qué había aceptado a aquellos indios a bordo.

– Velan por mi vida -contestó, y ya no conseguí más explicaciones.

Claro que comprendí que en aquel asunto no debía creer a Flint a pie juntillas. Era un tipo capaz de morir sólo porque la vida tuviera algún sentido; era el esclavo que se inmolaba en la ofrenda, ni más ni menos. Los indios se convirtieron en sus amigos sólo por este motivo; si lo exigiera la necesidad, sabían cómo inmolar a una persona.


Mientras yo seguía con mis pensamientos, con los ojos y los oídos bien abiertos, apareció Pew, el viejo prestidigitador.

– Buenos días, señor Silver -saludó mirándome con respeto, casi miedo, al ser yo uno de los pocos que siempre le había tratado como se merecía: como un perro-. Me alegro de verlo. Siempre será un placer. ¿El señor Silver va a ser el nuevo contramaestre? No hay mejor hombre para ese puesto. Ya vi cómo mató a Hipps y a Lewis con las manos desnudas.

Se echó a reír, y habría querido darme una palmada en la espalda, pero no se atrevió.

– Éste es nuestro viejo Silver -dijo a todos- No tiene igual, con la excepción de Flint. Con Silver y Flint, podemos hacernos con el mundo entero. ¿No tengo razón, señor Silver?

– Depende de cuántas bestias cobardes como tú tengamos que llevar con nosotros -contesté.

– Claro, claro -dijo Pew alejándose con una reverencia sumisa.

Así era, pensé; incluso con él tenía yo que vivir y negociar. Era uno de los más miserables, pero también él podía decir lo que pensaba; era imposible otra cosa si queríamos tener la fiesta en paz.

Me fui hasta el bauprés y subí por la red. El bauprés y la cofa del vigía eran dos de los pocos sitios donde uno podía estar tranquilo con sus pensamientos. Me tumbé y escuché el oleaje que batía en la proa, el viento en la arboladura y las voces confusas de cubierta. «Todo saldrá bien -pensé-, cuando me acostumbre al gentío y las estrecheces.» Por fin sentía cierto sosiego, ya nada corría prisa ni era apremiante. No estaba mal del todo dejar pasar el tiempo, hacer alguna cosilla, casi siempre de poca monta y alguna vez de más enjundia, agradable en lo posible, mientras me hacía rico y Dolores me esperaba en tierra.


Me quedé dormido y me despertó el vozarrón de Flint.

– ¡Todos a cubierta! -exclamó-. ¡Todo el mundo a consejo!

Se armó una barahúnda sin igual, porque no estaban acostumbrados a aquello. Gritaban nerviosos a los que se quedaron tumbados durmiendo. Corrió como un reguero de pólvora cierta murmuración de esperanza. Si Flint llamaba a consejo, algo grande estaba preparándose. Bajé a cubierta y fui a parar detrás de Flint.

Como si tuviera ojos en la nuca, se dio la vuelta y me hizo una señal con la cabeza. Ante nosotros estaba la colección más variopinta que yo hubiera visto nunca.

– Muchachos -gritó Flint-, la mayor parte de vosotros habrá notado que hemos recibido refuerzos. Este es John Silver, contramaestre con England y con Taylor, que se ha unido a nosotros con sus trece hombres. Seguro que algunos ya lo conocéis. Si no me equivoco, algunos navegasteis con England y con Taylor. ¿Hay alguien que tenga inconvenientes? ¿Admitimos a Silver y compañía?

– ¡Aceptado! ¡Aceptado!

– Mató a Hipps y a Lewis por su insolencia -dijo Flint secamente.

– ¡No importa!

Pew y otros cuantos estaban de acuerdo con él.

– ¡Silver es nuestro hombre! -gritó Pew para que aumentara el consentimiento.

Pero cuando el jaleo se hubo calmado, se alzó una voz inconfundible.

– No el mío -gritó Deval, ¿quién si no?, con su voz chillona-. John Silver contravino las decisiones del consejo y de Taylor y salvó la vida de England y del capitán Mackra.

Se hizo un silencio expectante en las filas. Todos sabían que aquella acusación que Deval había hecho era muy grave, una de esas por las que, entre dos caballeros de fortuna, se ponía en juego la vida y la muerte. Flint sonrió dándose la vuelta. Quería ver cómo me las componía para salir de aquel atolladero. Le divertía, al muy cabrón.

Y aquel piojo de Deval se imaginaba que por fin se iba a vengar. ¿Qué hacía allí? Comprendí que había acabado con la compañía de Taylor. Taylor, que tenía vista para aquellas cosas, había colmado a Deval de amabilidades y lo había convertido en su brazo derecho. Deval había acompañado a Taylor de vuelta a las Antillas, había vivido de su botín durante algún tiempo y después había conseguido enrolarse en el Walrus sin hacerse notar. Seguramente esperaba que Flint lo valorase a él igual que Taylor, pero si había alguien que no necesitaba una votación para romperle la crisma a cualquiera, ése era Flint. De todas formas, una cosa era segura, pensaba yo mientras me encontraba delante de aquella expectante tripulación del Walrus: si yo había sido una pesadilla para Edward England, Deval era la mía.

– El capitán Mackra puede arder en los infiernos, por lo que a mí respecta -empecé-. Pero sí, es verdad, aunque lo diga un miserable como ese Deval aquí presente: le salvé la vida a England. Y escuchad bien lo que os digo, porque lo volvería a hacer. England era un hombre honrado y un experto capitán. Bajo sus órdenes nos hicimos con veintiséis barcos y nunca se metió en las decisiones del consejo. Era demasiado íntegro para imponer la autoridad tiránica que caracterizaba a la mayoría de capitanes, ese hatajo de navegantes orgullosos y bocazas que elegíamos, a falta de algo mejor, para que guiasen nuestros barcos.

Por el rabillo del ojo vi cómo se helaba la sonrisa en los labios de Flint, pero sólo por un momento. No era tan lerdo como para no entender que era juego limpio utilizar los medios que tuviera a mi alcance.

– Es cierto -continué-, que me puse en contra de Taylor, y no sólo una vez, sino cien. Era un diablo cobarde y calculador que nunca había metido la mano en algo de verdad.

Los hombres se echaron a reír, porque todos sabían que las manos de Taylor no servían para mucho.

– Taylor -bramé- traicionaría incluso a su madre por un chelín. ¿Cuántos fueron los que recibieron su parte cuando Taylor volvió a las Antillas para comprarse el salvoconducto? ¿Cuántos? Taylor sólo quería salvar su propio pellejo. Le importaba un carajo la gente como vosotros. Y un tipo como él, ¿a quién creéis que eligió como verdugo? ¿Quién fue el que escogió Taylor para que fuera su sucio esbirro, si es ésa la palabra correcta? ¿Quién le lamía el culo a Taylor para que éste le diera una palmadita en el hombro? ¿Quién si no nuestro excelente compañero Deval, que hace cualquier cosa por una mínima muestra de amabilidad, incluso con tipos como Taylor? Y ya digo, no es de extrañar. Su madre era una puta que no quiso saber nada de él, y lo vendió por unas monedas a un putero que se llamaba Dunn, con el que tenía una cría. ¡Y Deval creía que lo habían acogido porque era él! Es la verdad, señores míos; ahora, decidan como les salga de los cojones.

– No es verdad -gritó Deval, bilioso de rabia, de humillación y de vergüenza.

– Maldita sea, no te toca juzgar a ti -le contesté-. Es asunto del consejo. Si quieres vértelas conmigo en privado, eso es otro cantar, pero tú me querías colgar delante de todos y tengo derecho a defenderme.

– ¡Bien dicho! -gritó alguien.

Y entonces se me ocurrió narrar la historia de Deval, pero antes de llegar a la mitad, Deval había desaparecido bajo cubierta, entre las burlas y las mofas de la tripulación. Miré a Flint a los ojos sin demostrar la más mínima emoción, y recibí a cambio una mirada de reconocimiento.

– ¿Se admite a John Silver? -preguntó.

Hubo gritos de júbilo. Si no antes, fue entonces cuando me di cuenta de lo que significa relatar historias que los demás consideren verídicas, aunque yo aquella vez había dicho la verdad.

Métetelo en la cabeza, Jim, aunque ya lo sabes bastante bien a juzgar por lo que escribiste acerca de mí.

Teníamos un grumete a bordo del Walrus, John se llamaba, que me consoló cuando perdí la pierna. Ya me fijé en él entonces, el primer día, porque no estaba lejos de mí y me miraba con los ojos como platos. John era el único que creía mis palabras y todo cuanto salía de mi boca era verdad para él. Se encariñó conmigo, Jim, como tú, por mi pico de oro. Es lo más importante, recuérdalo bien: hablar a la gente de manera que el mundo no sea tan endiabladamente solitario, sobre todo cuando esto se acaba y llega la hora de pasar cuentas.

Загрузка...