Capítulo 17


Sí, señor Defoe. Con esas escenas de mi vida supondrá usted lo pesado que ha tenido que ser para un tipo como yo vivir entre gente vulgar y corriente. A veces me parece que he dedicado toda mi vida a discutir para conseguir que la gente razonara. Pero ¿ha servido de algo? A la larga, ¿hay alguna diferencia? ¡Maldición! Si no escucharon a tiempo, es problema de ellos. ¿Acaso tengo yo la culpa de ser el único que sigue con vida? ¿Es culpa mía estar aquí en mi roca, como si fuera el último miembro de una raza a punto de extinguirse?


Estoy cansado, lo admito. No es agradable que te avisen de que hay fiascos y fracasos en una vida como la mía. Y además, vino Jack con uno de mis libertos y su mujer. Los tres me miraban con una sumisión que no me ponía de mejor humor.

– ¿Qué diablos queréis? -pregunté directamente.

Los otros dos miraban a Jack.

– Necesitamos hablar contigo -dijo él de mala gana.

– ¿Crees que no me he dado cuenta? ¡Soltad la lengua, venga! Tengo otras cosas que hacer.

Pero… Maldición, seguían escarbando con los pies y mirando al suelo.

– ¿Qué es lo que pasa? -pregunté.

– La cosa -empezó Jack- es que estos dos quisieran volver con su tribu. Sus padres son viejos, no quieren dejar que mueran solos, y además es que son los mayores de la familia.

– ¿Y yo qué tengo que ver con eso?

– Quieren tu permiso -dijo Jack.

– ¿Y por qué no mi bendición, ya que estáis? -pregunté con voz bien dulce.

– No ha sido fácil para Andrianiaka decidir dejarte después de tanto tiempo -contestó Jack-. Si tú consintieras le sería más fácil.

– ¡Que yo consienta! Pero ¿crees que soy un maldito cura? Les puedo dar un trago de despedida. Dales una cuba de ron para que se puedan emborrachar hasta el velatorio de sus padres.

– Pero… -dijo Jack.

– Nada de peros -contesté. Estaba harto y cansado-. ¿Cuántas veces tendré que repetiros que sois hombres libres, libres como los pájaros, como el viento? ¿Tanto os cuesta entenderlo? Os liberé porque necesitaba vuestra ayuda. Ya me la habéis dado. ¡Gracias! Pero, por todos los demonios, no quiero llenarme de esclavos obedientes que vienen aquí a pedir mi permiso y mi bendición.

– John -dijo Jack con el tono de consideración que tenía la desfachatez de utilizar cuando pensaba que yo decía tonterías-. Somos sakalava. Hemos matado a muchos que creían que podían someternos y mataremos a muchos más si lo intentan de nuevo. Nos hemos quedado aquí porque nos devolviste la libertad para volver a nuestra tierra. Defenderemos tu vida con la nuestra.

– ¿Pero…?

Jack sonrió con una sonrisa bastante triste.

– Pero no es lo mismo que antes. Te haces viejo, estás aquí sentado y sólo escribes y seguramente morirás en paz. Ya no nos necesitas a todos.

Pensé en responder, pero no sabía qué decir.

– No te dejamos solo -continuó Jack-. Algunos siempre estarán a tu lado.

Estaba mudo de rabia. ¿Con qué derecho aquel tipo tenía la desfachatez de compadecerse de alguien como yo?

– Tenéis mi bendición -me limité a decir-. Y que se os lleve el Diablo.

Jack se puso como unas pascuas. Supondría que yo había elegido bien mis palabras, como tenía por costumbre.

– Gracias -dijo-. Si no les hubieras dado permiso, se habrían quedado.

¿Me tiraba de los pelos? Sí, pues ¿qué podía hacer yo ante tal locura? Nadie había logrado someter a los orgullosos guerreros de la raza sakalava, era verdad. Menos yo.


Les vi marcharse. El sol se ocultaba tras las cimas de los montes, al oeste. El círculo de fuego me deslumbró, así que pude ahorrarme la visión de los malditos negros despidiéndose desde la planicie de abajo. Eran creyentes, había dicho Jack. ¿Y qué? ¿Acaso era mi problema? Me quedé mirando hasta el anochecer, pero no a ellos, sino hacia el mar, hacia el inmenso horizonte. Lo echaba de menos, a pesar de todo. La vida sin represiones, como yo la había vivido, la vida que tenía un mañana, la vida que parecía no tener fin, ni punto, sino a lo sumo una coma aquí y allá, un poco de espacio y el resto, vida y movimiento.

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