Capítulo 40


Sí, Jim, a pesar de todo era demasiado pronto para desearle a John Silver una larga vida. Dicho con perdón, parece que se haya hecho para quitarle la vida. Pero ahora es el momento de poner punto final, sí, por fin estoy seguro de lo que quiero. La muerte, Jim, nunca se debe aceptar por adelantado, ni siquiera la de uno mismo, como he predicado hasta la saciedad.

Me sujeté a la poca vida que me quedaba por culpa de esas páginas que están molestando encima de mi mesa y que relatan cómo fue Long John Silver, llamado Barbacoa por sus amigos, si es que tenía alguno, y por sus enemigos, los cuales le sobraban. Se acabaron los engaños y las quimeras. Se acabaron las burlas y los embustes. Las cartas boca arriba por primera vez. Sólo la verdad escueta, lisa y llana, sin segundas intenciones ni trucos. Las cosas tal cual eran, nada más. ¡Y pensar que se hizo para eso, no para mantenerme cuerdo un poco más, como creía yo, sino sólo para mantenerme con vida! Porque así fue, me guste o no.

Y ahora, cuando veo las hogueras al pie del acantilado, cuando oigo las llamadas y los gritos de los soldados que vienen a buscarme, vivo y no muerto, sé que ésta es la vida que cuenta. Si no aceptan mis condiciones, me defenderé yo mismo, está claro, con uñas y dientes. Les quitaré la vida a los que tienen la orden de ponerme la mano encima. «Toma y daca»: ése era mi lema y no lo siento ni por mí ni por ellos.

Al final le dije a Jack que se marchase. No fue fácil deshacerme de él, el último que quedaba. Insistió en que quería dar su vida por mí. ¡Absurdo! ¿Qué provecho se imaginaba que obtendría yo de su vida cuando los dos estuviéramos muertos? Eso le grité con mi vozarrón de los viejos tiempos. Por lo menos había cien hombres a bordo de la fragata que tan pacíficamente había anclado en la bahía de Ranter, además de los soldados de la Marina y los treinta y seis cañones que se podían bajar a tierra. La mitad de la tripulación moriría cuando iniciaran el ataque al acantilado, claro que sí, y quizá más si éramos dos. Pero el final sería el mismo: una muerte ignominiosa para él y para mí.

Jack empezó a hablar de ir en busca de refuerzos y reunir un grupo de indígenas que pudieran atacar a los ingleses por la espalda.

– Son soldados de la Marina -objeté-. Sería una carnicería, ni más ni menos.

Sabía muy bien qué pasaría si un centenar de negros con unos cuantos mosquetes y pistolas sueltas, si no con arcos y lanzas, se echaran sobre unos cuarenta soldados de la Marina bien entrenados y el doble de marineros de la Flota Real, de sobra acostumbrados a la batalla. Matarían a los indígenas como a las reses antes de que fuera nuestro turno. Claro que Jack parecía seguir en sus trece, por mucho que yo rugiera y se lo dijera de una forma u otra.

– ¿Estás sordo?-grité.

– Me quedo -dijo.

– ¡En el Infierno! -bramé a la vez que sujetaba las dos pistolas que estaban sobre la mesa-. Si no te largas con viento fresco, te dejo frito aquí mismo. Así tendrás lo que quieres.

– De acuerdo -dijo aquel diablo tranquilamente, con una sonrisa.

Me puso tan furioso que apunté una de las pistolas a mi propia cabeza. Parece que eso surtió efecto, y el diablo sabrá si en el acaloramiento no lo hice en serio. Ahora me tocaba sonreír a mí.

– Ya ves -dije amablemente-, no hay nada que hacer. Sabes tan bien como yo que digo lo que pienso. A ti nunca te he engañado. Es mejor que nos separemos como amigos.

– Claro -respondió Jack desalentado-. Tú y yo somos hermanos, ¿no?

– Como quieras, Jack. Somos hermanos pero en ese caso me apuesto la cabeza a que los dos somos bastardos, cada uno por su lado y a su manera. Y no estés tan endiabladamente triste. De todas formas estoy acabado, ya lo sabes. La carcasa está podrida y el capitán ya chochea. Así es, ya lo ves. Tú tampoco eres un niño, pero eres fuerte y estás sano. Aún te quedan unos cuantos años buenos. Vuelve con tu gente, como los demás, haz lo que quieras, pero ¡lárgate de aquí!

Es verdad que me lo quería quitar de encima, porque me miraba como si me quisiera más que a nada en el mundo. Además, tenía los ojos anegados en lágrimas. Dio un paso hacia delante, me abrazó y me dijo que siempre había estado diciendo tonterías. Me deshice de su abrazo y lo eché con cajas destempladas. Fue al almacén de las armas y salió con un hacha y tres pistolas. Me dedicó una mirada que tardaré en olvidar, por lo menos antes de morir dentro de un día o dos, se dio la vuelta y desapareció sin hacer ruido, como tenía por costumbre.

Pero, ¿quién se quedó con tres palmos de narices si no yo? Jack bajó directamente hacia el campamento de los soldados, disparó los tres tiros y estuvo dando con el hacha a lo salvaje hasta que él mismo cayó cuando le alcanzó una bala bien dirigida. Se llevó la vida de catorce hombres, lo que muy detalladamente me contó a la cara un oficial impecable que subió hacia mí con la bandera blanca para traerme su asqueroso mensaje.

– ¿Era uno de sus hombres? -me preguntó el oficial con un gesto de desagrado en la cara.

– Sí -admití, porque no pensaba negar a Jack aunque fuera lo último que hiciese a este lado de la tumba-. Pero no cumplía mis órdenes. Le dije que se fuera para que no perdiera la vida sin necesidad. No soy tan tonto como para no entender cuál es la misión que tienen ustedes.

– Tenemos órdenes de llevar a Bristol a un tal Long John Silver, también llamado Barbacoa, donde será puesto en manos de la justicia para responder de las acusaciones de crímenes contra la humanidad que pesan sobre él. ¿Es usted?

– Señor mío -dije riéndome hasta que las lágrimas se me saltaron de los ojos-. ¡Viene usted con la orden de traer una fragata con varios cientos de hombres desde Inglaterra a la bahía de Ranter, encuentra a un cojo de edad avanzada y encima pregunta quién es!

– Tengo que estar seguro de lo que hago.

– ¿Seguro de qué?

– Seguro de que sea esa persona.

– Sí, claro -dije riéndome de nuevo, con el evidente desconcierto del oficial-. ¿Qué pasaría si usted se presentara ante Trelawney y su camarilla con un pobre diablo que en realidad no tuviera nada que ver con el asunto?

– ¿Trelawney? -exclamó el oficial-. ¿Lo conoce?

– Sí, hicimos un viaje juntos. Le preparaba la comida, si mal no recuerdo, pero nunca tuve la ocasión de darle su merecido.

– Así que usted es…

– Long John Silver, Barbacoa. Eso es, capitán, o lo que sea usted. Soy yo, el mismo que viste y calza, y estoy a su servicio, señor.

Me miró no sin echar antes un vistazo a su alrededor.

– Tengo órdenes…

– Sí, ya lo he oído. Pero ¿cómo? De veras que me gustaría saberlo. Me quiere usted vivo, supongo. Muerto no les serviría de nada a los señores de Bristol.

Al oficial no se le ocurrió otra cosa que asentir con firmeza.

– No será tan fácil como quizás haya creído -le dije-. No me puede disparar, por si la bala acierta. No puede bombardear mi roca, porque el techo podría caerme sobre la cabeza. Lo único que pueden hacer es venir al asalto y confiar en que los que no mueran consigan reducirme. ¿Vale la pena? Será una carnicería inmensa. Con este cañón de bronce que nunca se recalienta podría matar fácilmente a una cincuentena antes de que llegaran hasta mí. ¿Vale realmente la pena, pregunto?

– Tengo órdenes -repitió el oficial con tozudez.

– ¿Es lo único que tiene que decir? ¡Intente pensar por sí mismo! ¡A veces sale bien si uno lo intenta, maldita sea!

Pero el oficial se cerró como una ostra. ¿Qué era lo que le pasaba?, me pregunté, y entonces lo comprendí. Tenía miedo, estaba tan asustado que había perdido el juicio y el sentido común, ni más ni menos. No era de extrañar, claro. Naturalmente, había oído una barbaridad tras otra sobre mi humilde persona y seguramente imaginaba que tenía una compañía entera de piratas sedientos de sangre escondidos detrás de los matorrales. Se esperaba una bala en la espalda en cualquier momento. Además, había que añadir la energúmena aparición de Jack.

– Estoy solo -dije.

– ¿Solo?

Me miró incrédulo.

– Sí -dije-, tan solo como Dios Padre en el Cielo. La tripulación y las ratas han abandonado la nave; sólo quedo yo.

– Sólo… -empezó el oficial, recobrando un poco de color.

– Sólo yo, sí -le interrumpí-. Sé lo que está pensando: que no le será difícil echarme el guante. «Un solo hombre contra ciento cincuenta no puede ser un asunto difícil», piensa usted. No tan deprisa, señor mío. Piense que tiene que apresarme vivo y que yo sé utilizar este cañón con tanta destreza como cualquier cañonero de la Flota Real, sí, incluso mejor. Cincuenta hombres de los suyos, ésa es todavía mi oferta. Y ni siquiera en ese caso podrá estar seguro de cogerme vivo. Siempre me puedo disparar una bala en la sien. ¿Cree usted que no sería capaz? Veo que duda. Entonces le voy a poner en claro que soy un hombre viejo, el barco que se hunde, eso es lo que soy. ¿Cree que voy a dejar que me pongan entre rejas y pasarme seis meses bajo cubierta, sólo para ponerme ante un juez y después que me ahorquen como a un perro?

El oficial me miró indeciso, no porque aún tuviera miedo, sino porque por fin se había puesto a pensar.

– Le propongo un trato -acabé-. Me cargo a cincuenta de sus sonrosados marinos y me abandono a la gracia divina para morir. Muerto del todo, seré sólo un cadáver que acabará pudriéndose antes de ser colgado y expuesto ante la gente de Bristol. ¿Qué me dice?

– ¿Qué es lo que usted quiere? -preguntó a disgusto y nervioso, pero no sin interés.

– Llegar a un acuerdo -dije.

– A mí no se me puede comprar -fue su rápida respuesta.

– Lo suponía. Imagino que habrá recibido usted una buena suma por hacerse cargo de esta misión, y que además ha sido elegido por su integridad, ya que tendría que vérselas conmigo. No, no estaba pensando en comprarlo. Reconozco a un hombre de principios en cuanto lo veo, tan cierto como que me llamo Silver. Acompáñeme dentro, que le voy a enseñar algo. No tenga miedo, estoy solo y no pienso atacarle por la espalda. Como ya he dicho, tiene usted todas las de ganar y nada que perder si llegamos a un acuerdo. Vivo no me va a llevar de vuelta, de eso puede estar seguro. En cambio, le puedo ofrecer algo que por lo menos tiene el mismo valor, o incluso más, que la miserable vida que me queda.

Todavía dudaba, pero me acompañó al interior. Abrió desmesuradamente los ojos en el quicio cuando vio todas mis riquezas, en especial todas las piedras preciosas que estaban esparcidas por encima de mi escritorio. Por casualidad, un rayo de sol cayó directamente sobre la mesa y arrancó de las piedras el destello de lo que eran, porque nada puede igualar el brillo de las gemas y la oscilación del reflejo.

– ¿No se arrepiente, verdad? -pregunté juguetón.

El oficial meneó la cabeza.

– Si nos ponemos de acuerdo -continué-, se puede llevar lo que quede de esto cuando haya muerto. A mí me da lo mismo.

Me di cuenta de que la codicia le brillaba en los ojos.

– Aquí -dije señalando el montón de papeles que campeaban en el centro de la mesa-, aquí está lo que quería enseñarle.

Me miró sin comprender, como si yo realmente no estuviera del todo en mis cabales. No era muy locuaz aquel fiel siervo de Su Majestad. Por lo visto, no sólo tenía miedo de mí, sino también de caer en la tentación y dejar paso a sus deseos encontrados.

– Estas hojas -expliqué, seguramente no sin una carga de orgullo, porque a pesar de todo había sido un pequeño infierno acabarlas- contienen el relato de una vida que me ha pertenecido, la verdadera historia de Long John Silver, también llamado Barbacoa. No se sorprenda. Sé leer y escribir. Si no, ¿cómo cree que podría haber engañado a tanta gente? Seguramente habrá leído usted el breve escrito de Hawkins… para conocer a qué tipo de monstruo, a ese que llaman enemigo de la humanidad, tenía usted que conducir a casa.

Saltaba a la vista que el oficial ya no sabía qué pensar, pero por lo menos asentía.

– ¿Le sorprendo, no es así? No soy como usted esperaba. ¡Claro que no! Al fin y al cabo no es de extrañar, si se pasan bien las cuentas, como yo acostumbraba a decir. El John Silver al que usted venía buscando está encima de la mesa. Así es, aunque resulte difícil creerlo. Naturalmente, a éste no lo pueden colgar de la horca como a mí, pero para los demás propósitos sí puede servirle. Se le puede poner ante la Justicia y condenarlo, no a muerte, claro, pero sí al olvido, que es un castigo tan bueno como otro cualquiera. Dicho de otro modo, esto es lo que le ofrezco en lugar de mi persona, y no es mal canje si le interesa saber mi opinión. Usted recibe una vida entera de principio a fin, con todos mis crímenes y mis buenos actos consignados por escrito, sin excusas ni pretextos, tal como ha sido.

– ¿Qué quiere decir? -exclamó el oficial.

– Una vida de carne y hueso en lugar de la chatarra vacía que soy ahora -proseguí-. Esto es lo que estoy dispuesto a entregarle. Trelawney y sus secuaces quieren vivo a Long John Silver. Aquí lo tienen, digo yo. Ahí está, ahí lo tienen para siempre, si lo aceptan. Quiero que lo lleve de vuelta, se lo entregue al joven Jim Hawkins para que lo lea y deje que decida el destino y las aventuras de John Silver en el porvenir. Hawkins ya ha encontrado un cabo. Pero quiero un recibo conforme usted se ha hecho cargo de la vida de John Silver. Será inscrito en el cuaderno de bitácora con mi testimonio y el de usted. A cambio, le prometo que no me llevaré a la tumba a unos cincuenta soldados de la Marina. Es una oferta generosa.

– No puedo aceptar -replicó el oficial, terco como una mula, lerdo como un becerro y ciego como una gallina.

– ¿Es que no entiende nada? -le espeté-. A mí no me va a llevar vivo a Bristol, ocurra lo que ocurra. Eso lo primero.

– Tendrá usted que comer y dormir -dijo el oficial, más seguro de sí mismo-. No podrá resistir una eternidad.

– Maldita sea, no se me había ocurrido. Venga, que le voy a enseñar algo muy interesante.

Fui cojeando por el jardín seguido del oficial.

– ¡Mire! -dije señalando una mecha en la tierra que sobresalía de un tubo-. Como soldado, por lo menos sabrá cómo es una mecha. Va directamente a un pañol que seguramente contiene cien veces más de pólvora que la que lleva a bordo de su fragata. No tiene usted tan poco conocimiento como para no imaginar lo que pasaría si le prendiera fuego. Todo el maldito acantilado en que estamos ahora mismo saltaría por los aires. ¿Lo entiende?

Para demostrarle que hablaba en serio encendí una cerilla y la situé a una pulgada de la mecha. Unas gotas de sudor perlaron la frente del oficial.

– Me lo imaginaba -dije prendiendo la mecha, dejando que se quemara una pulgada o dos antes de apagarla de nuevo.

El oficial se había quedado quieto como una estatua salvo por los temblores de las rodillas sin que pudiera hacer nada para dominarse, con gran regocijo por mi parte.

– No es necesario que se avergüence -lo tranquilicé-. No es usted el primero que tiene dificultades con John Silver. Pero puede estar contento de seguir todavía vivo. Si juega bien sus cartas no sólo podrá continuar así, sino que llegará a casa con el honor intacto. Y esto, señor mío, no puede decirse de muchos otros que se las hayan tenido conmigo. ¿Qué me dice?

Pareció jadear un par de veces.

– Tengo que hablar con el capitán del barco -dijo por fin.

– Muy bien -asentí, dándole una palmada amistosa en la espalda-. El capitán tiene que prestarme su cuaderno de bitácora. Y no olvide decir que todo lo que hay aquí arriba está a disposición de quien le eche el guante en cuanto yo esté muerto y enterrado. Tienen todo el día para ustedes, pero mejor será que vuelvan con la respuesta una hora antes del anochecer a más tardar. Si he de tener tiempo para matar a cincuenta quiero ver bien lo que hago. Ah, una cosa más. Quizás haya visto usted que sólo hay un estrecho camino que sube aquí arriba. Explíquele al capitán que un solo tiro de mi cañón, cargado de perdigones y de chatarra, bastaría para matar a media docena o más, y aún me daría tiempo de volver a cargarlo antes de que aparecieran los siguientes. Pídale que piense bien, sin remordimientos de conciencia, si puede elegir a doce de sus hombres, que con toda seguridad él pensará que ya han agotado su derecho a vivir, sólo por apresarme.

El oficial se dio la vuelta sin decir ni palabra; se fue derrotado por la sorpresa, como cabe suponer, si es que había utilizado bien su sentido común. El riesgo estribaba en que estuviera tan aterrado y tan herido en su orgullo, que dejara de pensar; no le faltaba mucho para llegar a este punto.

Sin embargo, no pasaron ni dos horas hasta que volvió agitando la bandera blanca y con el cuaderno de bitácora bajo el brazo. Todavía no dijo nada. Tener que arriar banderas ante un tipo como yo probablemente ofendía todo lo que él consideraba digno en la vida. Abrí el cuaderno de bitácora y escribí: «Hemos recibido a bordo a Long John Silver. El relato aventurero y verdadero de mi libre vida y de mis días como caballero de fortuna y enemigo de la humanidad, para ser transportado a Bristol y entregado al caballero Jim Hawkins.» El oficial firmó debajo con una rúbrica angulosa, y yo testimonié su firma con mis más elegantes garabatos.

– Mañana puede venir a buscar los papeles, incluido el final -dije-. Tengo unas palabras que añadir.

El oficial cerró el cuaderno de bitácora.

– No crea que me pueden sorprender por la noche -advertí para acabar-. El cañón está cargado, voy a encender unas antorchas y no me falla el oído. Y no olviden la mecha, por lo que pueda suceder.

Sin embargo, por su expresión parecía que el riesgo era mínimo.

– ¡Anímese! -le dije-. John Silver, vivo o muerto, no lo es todo en esta vida.


Y así me quedé solo y me senté para acabar mi historia. Por fin soy el único que queda. Tiempo atrás debería haber entendido que todo acabaría de esta manera. Mi vida era un libro abierto, pero ¿lo leí antes de que fuera demasiado tarde? Claro que no.

Así pues, estaba solo ante la muerte. Seguramente ése era el precio que se tiene que pagar en este mundo por haber tenido las espaldas bien cubiertas. ¿Fue un final caro o barato? ¿Hay que echarse a reír o a llorar? Si acaso, el Diablo lo sabrá. La verdad es que nunca lloré en mi vida. Y ahora es un poco tarde para castigos y juicios. Quizá se pueda uno preguntar si la libertad y la soledad en este mundo van unidas, tal como parece, si uno aspira a ser una persona.

No lo digo porque yo lo haya padecido. Dicho de otro modo, me ha dado tiempo de vivir hasta el final sin darme cuenta. Ahora, sin embargo, he comprendido de todas formas que la soledad es el único pecado en la tierra y el único castigo verdadero para un tipo como yo. Eso, y probablemente sólo eso, sea peor que la muerte. ¿Me arrepiento? No, a mí también me queda todavía un poco de orgullo en el cuerpo. Además, ¿ante quién iba a arrepentirme? Nunca le prometí nada a nadie, ni siquiera a mí mismo, y mucho menos hasta que la muerte nos separase. Nunca me casé con el resto de la humanidad, sino que opté por convertirme en su enemigo. Sí, ni siquiera me casé conmigo mismo. Sin embargo, sobreviví sin castigo, como se ve, ¿y a quién le voy a dar las gracias, si no es a mí mismo? Que Dios tuviera algo que ver sería esperar demasiado. Pero de todas formas, si yo deseara algo a este lado de la tumba sería que el cielo me acogiera. ¡Me imagino qué cara pondrían los buenos fieles y los capitanes por la gracia de Dios cuando apareciera yo!

He vivido, eso es tan verdad como que me llamo John Silver, llamado Long, llamado Barbacoa, aunque esto no llegó a nada y quizá no era mucho de lo que presumir. Por otra parte, he hecho lo que he podido para sobrevivirme a mí mismo. Desde luego, que no era ésa mi intención, pero no tenía ni idea de lo que era escribir una vida como la mía. Mañana vendrá el oficial, el de los firmes principios, a buscar a este John Silver. Después de eso, ¿cuál será la vida de Silver, si es que le queda alguna? A decir verdad, me da lo mismo lo del otro lado, pero que se convierta en un escarmiento para los soldados de la Marina, curas y capitanes de barco, no creo que sea posible, maldita sea.

¿Qué me queda por decir? Hice lo que pude desde el principio hasta el fin. Fui yo mismo, fiel al que era, y en paz. Tuve la soga al cuello, pero las espaldas las tuve bien cubiertas… si me lo preguntan, claro.

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