Capítulo 22


¿Se puede uno imaginar algo más risible, ridículo y desolador? Allí estaba yo, Long John Silver, llamado Barbacoa, más tarde respetado y temido, condenado a ser un esclavo, atado de pies y manos por mi propia estupidez y por los deseos de venganza de otros. Nunca en mi vida hube caído más bajo.

Los primeros días, lo admito, no tenía ganas de nada. Me negué a comer, no porque quisiera morirme o parecer rebelde, sino porque había perdido el apetito. Me negué a que me sacaran a que me diera el aire, no porque me quisiera pudrir enmohecido bajo cubierta, sino porque no le encontraba sentido. Ya no era un ser humano, si es que alguna vez lo había sido.

Si me puse de nuevo en pie fue gracias a Jack, porque mientras yo no pusiera los pies en cubierta, Scudamore se negó a sacar a Jack solo. Que Jack tuviera que sufrir por mi culpa fue cosa de Scudamore. Seguramente esperaba que los negros me dieran la espalda y me hicieran la vida imposible.

Después de unos días, Jack empezó a discutir conmigo porque quería respirar una pizca de aire fresco. Me gritó y me dio más de una sonora bofetada, cosa que me parece bastante justa. Por fin se introdujo el dolor en mi adormecido cerebro. Primero me vino el miedo a morir mientras que, a pesar de los pesares, estaba vivo, esclavo o no. Después, la visión del capitán Wilkinson en el Lady Mary dando un golpe de hacha a Bowles, el predicador de sermones del juicio final, que lo hizo caerse por la borda. Así pues, ¿no era yo mejor que Bowles?, me dije. ¿No me daba vergüenza?

– Tú ganas -le dije al fin a Jack.

Jack me puso la mano en el hombro y yo se lo permití.

– Está bien -dijo-. Mi gente no se rinde nunca. No bandera blanca como vosotros. Tú eres como nosotros.

– ¿Cómo demonios sabes tú de qué pasta estoy hecho yo? -objeté.

– ¿Por qué tú tumbado aquí, con nosotros?

De golpe me di cuenta de que el negro que tenía a mi lado había dado en el clavo. ¿Se había visto alguna vez que a un hombre blanco lo encerraran junto a los esclavos? Incluso a los criminales que los ingleses enviaban a las colonias se les mantenía apartados de los esclavos si coincidían en el mismo barco. Aquel pensamiento fue como un consuelo para un alma como la mía, y me ayudó a ponerme de nuevo en el buen camino.

Al día siguiente me metí la comida en la boca y le dije a Scudamore que no tenía inconveniente en que me sacaran al aire junto a los otros.

– Si es posible -añadí con toda la amabilidad de que fui capaz.

– Vaya, vaya -dijo Scudamore-. El cadáver vuelve a moverse de nuevo.

– Es mi compañero de aquí el que parece que tenga hormigas en el culo -contesté.

– ¿Tu compañero? -repitió Scudamore-, ¿Así que ahora se le llama así?

– Uno acepta lo que le ofrecen.

Poco después de mediodía nos bajamos de la tarima arrastrándonos como pudimos. Naturalmente, me fui por mi cuenta, pero al momento di de bruces en el suelo con gran estrépito. Jack me había frenado haciendo fuerza contra una viga.

– Tú y yo hermanos -dijo-. Hermanos hacer todo juntos.

– Tienes razón -contesté-. Ya no me acordaba. Somos hermanos hasta que el Infierno nos separe.

Y tenía razón, pero por el Diablo que era difícil aprender. El mínimo movimiento, darse la vuelta, cagar, mear o arrastrarse hasta cubierta, tenía que hacerse con la debida consideración hacia el otro. De golpe, en todo, menos en respirar y pensar, éramos como un solo hombre. A mis ojos, era un milagro que no hubiera más pares de negros que se volvieran locos y no se hicieran daño entre sí.

Sólo el hecho de subir por la escala de cuerda era todo un espectáculo. Eran órdenes de Butterworth que no nos separaran en nuestras visitas a cubierta. El motín le había abierto los ojos. Nos costó tres intentos subir, y eso teniendo la ayuda de un capataz que nos azotaba con el látigo y nos arreaba patadas en el trasero. Hubo tal lío que llegamos a cubierta con una sonrisa de oreja a oreja.

– Eres un torpe diablo -dije.

Fue entonces cuando advertí el silencio que reinaba a nuestro alrededor. No se oía ninguna llamada, ningún grito, maldición ni conversación: sólo el rumor del mar y el gemido chirriante de los aparejos y del casco. ¿Y cuál era el motivo, sino mi aparición en cubierta, completamente desnudo y blanco como un fantasma? Se había reunido toda la tripulación para contemplar mi triste figura hasta saciarse. Las cabezas sobresalían por detrás de las empalizadas allá donde dirigiera la mirada. Ni siquiera Butterworth había podido dominar su curiosidad, y estaba tieso en el castillo de popa con una expresión de honda satisfacción pintada en el rostro. Había hombres en cada uno de los dos cañones.

– ¿Qué diablos miráis? -grité-. ¿Es que no habíais visto nunca a un esclavo?

Después los repasé con la mirada uno por uno, uno tras otro, y vi que algunos se echaban atrás o apartaban la vista. Realmente me volví a sentir un hombre de nuevo.

Pero cuando me di la vuelta vi que Jack estaba mirando hacia arriba. Allí, bajo el palo mayor, estaban colgados tres cuerpos de negros con los pies y las manos cortadas y con las pichas, que todavía brillaban, rojas como tomates después de habérselas restregado con sal, pimienta y ceniza, es decir, lo habitual.

– ¡Ya no tienes la bocaza tan suelta, maldito esclavo! -se oyó una voz chillona.

Era Roger Ball.

Enseguida se oyeron otras voces que se burlaban, se mofaban y maldecían. Todos me llamaban de la misma forma, «esclavo» y en eso se quedó. «Esclavo» se convirtió en mi nombre, como si no hubiera a bordo ninguno más, y creo que hasta los negros recibieron mejor trato de lo habitual, con la excepción de Jack, porque yo recibiría el trato que justamente correspondía a un auténtico esclavo.

Mientras seguían las mofas y befas observé a los tres colgados, pero tardé un instante en descubrir qué caras tenían los cuerpos: eran tres capataces. Esto, pensé, era auténtico humor negro y me eché a reír con todas mis fuerzas. Cuando acabé, descubrí que mi risa había acallado toda la mofa. Por lo visto, aquella risa podía volver loco a cualquiera, porque vi desconcierto en las miradas que nadie se atrevió a desviar.

Cuando a Jack y a mí nos hubieron colocado como sardinas en nuestra maldita tarima, empezó a asaltarme la duda. Quizás había hecho callar a la tripulación y al capitán, quizás había conseguido sembrar un poco de confusión e inseguridad en sus pensamientos, tal vez un poco de miedo. Pero eso fue todo, y ¿para qué? Para nada, porque solía tratarse de ese tipo de personas que decidía dejar de pensar para así deshacerse de cualquier problema que inquietase su discutible conciencia.

Además comprendí que había un límite, sí, una especie de línea que nunca debía cruzar si quería conservar mi preciado pellejo. Claro que siempre había la posibilidad de hacerse el loco y mostrarse completamente impredecible, porque a los dementes no se les acostumbraba a pegar, ya que no había nada que sacarles. También es verdad que, para librarse de ellos, no pocas veces acababan en la horca. Así que tampoco éste era un buen camino a seguir para salir del atolladero.

Estaba desalentado, y peor lo tuvimos cuando dos días después nos encontramos con mal tiempo. No era una tormenta de verdad, sólo un firme viento fuerte que hacía que el Libre de penas oscilara como un péndulo mientras golpeaba en un balanceo contrario a otra tormenta que venía de lejos. Pero fue suficiente para que las escotillas se cerraran del todo y se iniciara el infierno acerca del cual me había advertido Scudamore.

Empezaron a oírse aullidos y lamentos sin igual entre los negros, que creían que iban a morir como malditos marineros de agua dulce que eran. ¿Puede alguien entender que entre ellos hubiera muchos que preferían morir a vivir y algunos que, por decisión propia, se negaban a comer para ayudar a la de la guadaña en su trabajo, y que esos mismos, cuando llegó la tormenta, gritasen igual que los demás? Además, se mareaban y vomitaban, se cagaban y se meaban encima. Creo que Jack y yo éramos los únicos que intentamos hacer uso de la cuba, no porque Jack en realidad tuviera mucho interés, sino porque yo le expliqué que le metería su propia mierda por la garganta si no hacía lo que le decía. A la larga no hubo mucha diferencia, porque estábamos tumbados entre otros que no se preocupaban en absoluto de si estaban en su sitio o en el nuestro.

Al final, en ese pestilente valle de lágrimas perdí el control y les grité con un vozarrón que por lo visto les llegaba hasta la médula y que, de todas formas, se oía hasta en el más escondido rincón de toda la zona de carga, que medía sesenta pies de largo.

– ¡Maldita sea, dejad ya de sollozar como idiotas! No vais a arriar velas sólo por un poco de viento.

»¿No les puedes explicar a estos idiotas -le pedí a Jack- que no nos vamos a hundir?

– No escuchan -dijo Jack animoso-. Creen que les ha llegado la hora.

– ¡Me importa un rábano! -grité-. No me voy a conformar con cualquier cosa, recordadlo. Y ahora, haz lo que yo te diga. Diles que éste es un buen barco, que no tengan miedo del viento. Diles que yo he vivido lo mismo cientos de veces y como se ve, estoy vivo, aunque todavía no en plena forma. Y hazles entender que es normal que se encuentren como una mierda al principio, cuando el barco va arriba y abajo. Ya se les pasará. Y que por mucho que quiera, nadie se muere por eso.

Jack no acababa de entender todos mis puntos de vista, pero al final conseguí convencerlo de que era verdad lo que le decía hasta que oí que susurraba a los que estaban más cerca de nosotros. Pero sonaba a desgracia.

– ¿Y tú te consideras un sakalava? -le dije en tono burlón.

Antes de acabar la frase tenía ya dos manos que, sin fuerza, me apretaban la garganta.

– ¡Vaya! -dije muy alegre-. ¿Piensas estrangular a tu propio hermano?

Las manos desaparecieron y al instante oí un cacareo en la oscuridad. Por todos los demonios, creo que se reía y sentí un poco de orgullo, a pesar de todo, por lo que podía conseguir en mis buenos momentos. Hacer que la gente recupere las ganas de vivir siempre ha sido una de mis habilidades. Pero no le hice la vida fácil. «Lo uno no puede prescindir de lo otro», ése es mi lema, por si alguien tiene ganas de aprenderlo.

Cuando Jack se hubo animado de nuevo, hizo que todos le escucharan. Tardó un rato, pero poco a poco se fueron tranquilizando las voces lo suficiente para que el ambiente se hiciera soportable.

Esto hizo que me pusiera de mejor humor, y se me ocurrió darle un golpe a Jack en lo que yo creía que era la espalda pero que resultó ser su plexo solar, y casi se le cortó la respiración.

– Perdona, compañero -le dije con generosidad-. Ahora creo que empezamos a hacer negocios con esta pandilla.

– ¿Negocios? -preguntó Jack.

– Lo primero -le dije a Jack- es procurar que éstos entiendan lo que les decimos. Si queremos conservar el pellejo hay que utilizar la boca para algo más que para comer. El silencio es lo mismo que la muerte, así que ya lo sabes. Si conseguimos entendernos seremos capaces de montar en este barco un pequeño infierno y así vengarnos. Es lo justo.

Al cabo de un rato Jack se contagió de mi entusiasmo y empezó a hacer preguntas y a enviar mensajes a diestro y siniestro.

Tardamos dos días enteros en ordenar aquella barahúnda. Juro que no fue fácil controlar a trescientos esclavos sin poder hacerme entender. Se trataba de convencer a los que sabían idiomas, de manera que los mensajes llegaran lo más pronto posible. Algunos sabían algo de inglés, y otros cien hablaban dos o más idiomas. Muchos eran presos de guerra y habían servido como esclavos de otros durante varios años, hasta que a algún rey al final se le había ocurrido ganar dinero vendiéndolos a los blancos. No, los negros no eran mucho mejores que nosotros.

Le pregunté a Jack si había a bordo más gente de su tribu y me nombró a una docena. Ninguno de los nombres se podía pronunciar sin que a uno se le torciera la lengua, pero eran sakalava, y cuando me enteré de que Jack era descendiente de uno de los reyes sakalava comprendí al instante que los demás le harían caso y cumplirían las órdenes, lo mismo que hace todo el mundo. Así que lo primero que hice fue empezar a fastidiar a Scudamore con los sakalava.

Se armó un buen cirio. Los negros se arrastraban deslizándose ora por encima, ora por debajo, se enredaban unos con otros, se empujaban, se desordenaban y se revolvían, siempre en parejas inseparables. Funcionaba bien mientras los dos estuvieran dispuestos a ir juntos. Pero otros tuvieron que ir arrastrando los pesados fardos en que se habían convertido sus compañeros, porque estaban tan enfermos que ya no podrían volver a andar, o también porque se habían rendido y habían perdido toda esperanza, otra enfermedad muy común, aunque del espíritu. También podía ser que estuvieran muertos y que no hubiera dado tiempo de echarlos por la borda.

Los suspiros y los lamentos no se podían evitar del todo, pero por lo menos había logrado explicarles que algunos de nosotros acabaríamos como los tres capataces si descubrían lo que estábamos tramando.

Por la mañana estábamos todos tan cansados, incluido yo mismo, que la mitad de la bodega era un solo ronquido. Hice acopio de mis últimas fuerzas para verle la jeta a Scudamore cuando vino haciendo la primera ronda. Aquella expresión tardaré mucho en olvidarla. Tuvo que notar que algo había cambiado en cuanto llegó abajo, porque se paró de golpe en la escalera.

– Están durmiendo -le chilló a Tim Allison, el más joven de a bordo, que se había hecho cargo de mi poco envidiable trabajo de mantener limpio el infierno.

– ¿Qué otra cosa pueden hacer? -preguntó Tim con buena lógica.

– Son como gatos, Tim. Duermen con un ojo abierto y las orejas levantadas. Y tan pronto oyen nuestros pasos, se despejan completamente. Tienen miedo de que los matemos mientras duermen. Pero ahora duermen como troncos. Esta noche aquí ha pasado algo, no sé qué. ¡Estáte alerta, Tim! Hay que andarse con pies de plomo.

– Sí, señor.

Scudamore avanzó unos cuantos pasos y se agachó para ver a su primer paciente. Me imaginaba los ojos que iba a poner.

– Pero ¿qué diablos es esto? -preguntó.

Tim se apresuró en llegar a su lado.

– ¿Qué pasa, señor? -preguntó.

– ¿Qué pasa? -repitió Scudamore para sus adentros, incrédulo-. Ayer este hombre se estaba muriendo de fiebre. Casi lo había tachado de la lista. Y ahora está aquí durmiendo tan campante, tan sano como tú y como yo, por lo que a mí se me alcanza juzgar.

– Pues qué bien, señor -dijo Tim-. Lo ha salvado.

– Es posible -dijo Scudamore pensativo-, es posible.

No se sorprendió menos cuando fue echando un vistazo al resto de sus pacientes. Parecía que durante la noche todos hubieran sanado. Tim hablaba de milagros, pero Scudamore no era tan tonto. Empezó a dar vueltas de arriba abajo y pronto descubrió a los que ya no les quedaban muchas esperanzas de vida. Scudamore refunfuñó y maldijo porque se vio obligado a empezar desde el principio y a examinar de nuevo a todos, uno por uno. Tardó casi todo el día y cuando hubo acabado estaba tan furioso, desconcertado y extenuado que me reí de él. Mi alegría no tenía límites. Claro que no tardó mucho en plantarse delante de mí con una expresión que no presagiaba nada bueno.

– Por todos los demonios que tienes mala cara -le dije-. Por lo visto, esta mañana te has levantado con el pie izquierdo.

– Silver -dijo rabioso-, no sé qué te hace tanta gracia, pero ándate con cuidado. No se te olvide que vives por misericordia, por mi misericordia.

– No lo he olvidado, Scudamore. Siempre te estaré agradecido, de sobra lo sabes.

– Ni lo intentes, Silver. A mí no me engañas.

– No, Scudamore, he aprendido la lección: en eso no te gana nadie.

– ¿Has tenido tú algo que ver en todo esto? -preguntó.

– ¿En qué? -pregunté inocentemente.

– En jugar al escondite con los negros.

– Perdona, Scudamore, pero no sé de qué estás hablando.

– ¿No?

– Por mi honor, Scudamore.

– Tu honor -dijo riéndose de mala manera-. No daría yo mucho por él.

– Tampoco está a la venta -contesté-. Si no me crees, es asunto tuyo. No tengo por qué cargar con la responsabilidad de tu estupidez, además de apechugar con mis propias culpas.

Scudamore me echó una mirada rencorosa, se dio la vuelta y desapareció. Mi primera buena acción sería sacar de sus casillas a Scudamore hasta volverlo loco, siempre que pudiera. Y en aquella empresa tuve cierto éxito, porque cada noche durante los dos meses que duró el periplo mudábamos a los pacientes de Scudamore. Al final ya no pudo más y le pidió al capitán que, además de los grilletes, nos encadenaran al barco definitivamente, pero el primero de a bordo que había suplido a Butterworth rechazó su solicitud. La cifra de muertes entre los esclavos estaba por debajo de la media y por tanto no se harían cambios radicales. Y la verdad es que la palmaron menos que de costumbre, pero no fue gracias a Scudamore. Con toda modestia este logro se le puede atribuir a un humilde servidor, que engañó a unos cuantos negros para que quisieran vivir un poco más de tiempo.


Sin embargo, Butterworth no sobrevivió al periplo, y nadie puede afirmar que su desaparición fuera una grave pérdida, si es que alguna lo es… excluyéndome a mí, claro. Butterworth mismo tuvo la culpa por calentorro, algo de lo que tuvo tiempo de arrepentirse antes de morir. Hacía dos semanas que habíamos zarpado de Accra cuando para mi alegría oí el relato completo de boca de Tim, a quien sin grandes esfuerzos había convertido en mi confidente. Yo le daba lástima y le hice creer que tenía muy buenos motivos para ello, cosa que además era verdad. No esperaba buen humor en mí.

Así pues, Tim vino corriendo todo lo que pudo entre aquel lío de piernas y brazos, y me contó que Butterworth se estaba muriendo.

– No te asustes, chico -le dije, porque parecía un alma en pena-. Con gusto me hubiera cambiado por Butterworth, en vez de estar aquí tumbado pudriéndome. ¡Si supieras la de veces que he deseado dormirme para siempre!

Pero Tim estaba tan abrumado que apenas oyó lo que le decía.

– Señor Silver -dijo al fin-, es horroroso.

Y a fe mía que vi cómo se le humedecían los ojos.

– Tranquilízate -le dije reprimiéndolo-. Un capitán más o menos no es nada por lo que padecer. Los hay a montones.

– No es eso, señor Silver. Al capitán Butterworth le han arrancado la picha de un mordisco.

– ¿Qué dices? -exclamé estupefacto, con todo el respeto del que fui capaz.

– Lo vi con mis propios ojos -continuó Tim con un nudo en la garganta-. El capitán me había ordenado que hiciera guardia ante su puerta para que no pasara nadie, fuera quien fuese. Entonces oí un grito horroroso dentro del camarote y no supe qué hacer. No me atrevía a abrir la puerta sin que me dieran la orden. Entonces se abrió la puerta de golpe y una de las negras salió disparada sin que yo acertara a detenerla. Miré dentro del camarote porque oía lamentos y entonces lo vi, señor Silver. Estaba sentado en una silla con una sola pierna, pálido como un cadáver, como si ya estuviera muerto: en la mano tenía un trozo de picha. La sangre le manaba como un río, señor Silver, era horroroso. Le manaba a borbotones, como si bombeara. ¡Oh, qué horror!

Las piernas ya no le aguantaron y cayó a mis pies. Me levanté y tiré de Jack hasta quedarnos medio sentados, y le di a Tim unas palmadas paternales en la cabeza.

– No te lo tomes tan a pecho -le dije-. La vida a veces es así, pero al final te acostumbras. Piensa en todos los que están en la Marina y se bañan en sangre en cada combate. ¿Qué iba a ser esto si empezaran a llorar por un simple arañazo?

– Pero es que era la picha -dijo Tim con la voz quebrada-, era…

El pobre se quedó sin poder articular más palabras con sus temblorosos labios.

– ¡Cálmate ya! -dije-. Al fin y al cabo, por lo que yo me sé, Butterworth tampoco podrá usar su miembro en el Cielo. Esas cosas son tabú allá arriba.

Tim alzó la vista, mirándome con ojos suplicantes.

– Despabila -le insistí-. Los negros podrían pensar que lloras por el capitán Butterworth. Nosotros aquí abajo y él allá arriba, no se puede decir que seamos muy amigos.

– No, no -dijo Tim moviendo la cabeza-. Yo no le tengo simpatía, pero…

– … pero tienes bastante fantasía. Seguro que piensas en lo que debe de sentir cualquiera si le arrancan el rabo de cuajo. Pero no es el tuyo. El tuyo está donde siempre ha estado. Nadie, entiéndelo bien, Tim, nadie se siente bien al ponerse en el lugar de los otros. Entonces ya te puedes echar por la borda. No, anímate y hazle un favor a tu amigo John Silver. Sube a cubierta y entérate de lo ocurrido, a ver si el diablo del capitán sobrevive o no. Y la mujer, ¿sabes quién es?

– No -dijo Tim, que había recuperado un poco de color en la cara cenicienta-. La vi un momento, y todas parecen iguales.

– Si uno se fija bien, Tim, no son iguales.

– Me vi obligado a ir en busca de Scudamore -añadió como disculpa y aclaración.

– Hiciste bien -dije con énfasis.

Nada mejor que un poco de reconocimiento para ayudar a un joven acongojado y desalentado como Tim. Se puso de nuevo en pie y se fue, pero con las piernas temblorosas, si no me equivoco.

Me tumbé y le expliqué a Jack lo que había sucedido. Jack sonrió y me dio una palmada en el vientre como la que yo le había dado por error, y ahora él me imitaba cada vez que enviaba a los demás el mensaje. Al cabo de un instante se hizo patente la alegría de la gente. La verdad es que los negros que compartían mi suerte agitaban unas banderas de las que mi libro de señales no daba constancia, pero que cobraron sentido cuando me paré a observarlas. Y por una vez en la vida los dioses de los infieles y sus malas artes habían conseguido poner de rodillas a nuestro señor todopoderoso.

Más tarde volvió Tim.

– El capitán está muerto -dijo sin apenarse por ello.

Ya había conseguido olvidar lo que le había causado tanto espanto.

– ¿Qué quieres decir? -pregunté-. ¿No pudo nuestro hábil cirujano de a bordo solucionar una tontería como ésa, amputar una picha y cortar la hemorragia con un hierro candente?

– Ni siquiera pudo probarlo. El capitán se negó a que Scudamore lo tocara. Y cuando al final perdió el conocimiento ya era demasiado tarde para hacer algo.

– Para serte sincero, Tim, comprendo al capitán.

Tim me miró interrogante.

– Sí -expliqué-. ¿Quién no hubiera preferido plegar velas antes de que Scudamore le tocara lo más sagrado? Porque te voy a decir una cosa: Scudamore es un auténtico sodomita y un infiel. Para él nada es sagrado. ¡Ándate con mucho ojo!

Tim asintió con la cabeza y entendió la seriedad de mis palabras.

– ¿Y la mujer? -pregunté de paso.

– ¡El Demonio lo sabrá! -exclamó Tim-. Fui el único que la vio, y en realidad no llegué a fijarme en ella. Toda la culpa es mía.

– ¿Tuya? ¿Por qué?

– Porque no podremos castigar a la culpable.

– ¿Castigar? Si quieres saber mi opinión, habría que darle un premio. ¿Nadie sospecha quién pudo ser?

– No. Butterworth se llevaba a tantas que pudo ser cualquiera. Y además lo mantuvo en secreto. Las iba a buscar él personalmente, convencido de que nadie lo veía, porque eso está prohibido.

– Entonces se lo merecía, eso opino yo. ¿Así que no se va a castigar a nadie?

– Claro que sí. Les darán a probar el látigo a una docena, pero no tan fuerte que no se les haya curado cuando lleguemos.

Así pues, no iban a colgar a nadie, ni siquiera a la mujer que de un bocado se había librado de un hombre entero: si a alguien le interesa mi opinión, seguro que era la que yo había elegido para mí. No me cabía ninguna duda. Era la misma mujer que Butterworth me había robado delante de las narices; ella había acabado con aquel diablo. Y ésa, pensé con una satisfacción que me henchía el alma, era una mujer que me gustaba, una mujer ni más ni menos de mi estilo, tan cierto como que me llamo John Silver.

Lo que yo no sabía era hasta qué punto había asustado a la tripulación la vil muerte de Butterworth, o al menos hasta qué extremo apagó sus apetitos. El caso es que en un abrir y cerrar de ojos el Libre de penas se convirtió en el barco podrido por los cuatro costados, pero más casto que todos los que hubieran surcado los siete mares. Y lo mejor de todo fue que incluso Scudamore reprimió su repulsiva lascivia. No pasó mucho tiempo hasta que la mitad de la tripulación pareció un grupo de enterradores, porque las mujeres eran su única alegría aparte del ron, y la bebida estaba racionada. Sí: tal como estaban las cosas prefería seguir donde estaba a pesar del pestazo, los grilletes, las desolladuras, los lamentos de los enfermos y los ronquidos, los cabeceos de los moribundos, los que no querían vivir, el cereal que era nuestro único alimento hasta que nos acercáramos a tierra, las defecaciones cuyo hedor flotaba alrededor cuando soplaba el mínimo viento y las ventanillas se desajustaban, las mofas que caían sobre mí cuando aparecía por cubierta; sí, todo esto era preferible para un tipo como yo. A pesar de los pesares, era yo quien hacía algo de provecho, y no los de cubierta. Pero tengo que admitir, y lo hago con gusto, que envidiaba a la mujer que tan fácilmente y tan deprisa, dicho sea con perdón, logró poner en su sitio a toda la tripulación del Libre de penas.


Entretanto, hacía lo posible para dominar el tremendo desaliento que cundía bajo cubierta. Los animaba y les ayudaba con mi cabeza y mis palabras, un poco como yo quería, para empezar. Pero a medida que Jack y yo nos fuimos entendiendo mejor, en mi cabeza empezó a tomar forma un plan. Maldita sea; empecé a pensar que los tratantes de esclavos que compraran parte de esta carga se iban a encontrar con un pequeño infierno.

Así pues, asumí la tarea de explicar, a todo el que quisiera escucharme, lo que sabía del infierno que les esperaba al otro lado del océano. Por ejemplo, hice lo que pude para explicarles que la idea que se tenía de la gente como ellos era que fueran rentables, y les dije que los hombres blancos no se quedaban con los esclavos para castigarles, sino para llenar sus arcas.

A los negros, todo esto les entraba por un oído y les salía por el otro. Aún se mostraron más incrédulos cuando les expliqué lo que tendrían que sufrir cargando en los campos de azúcar, aparte de cavar zanjas, sembrar, cosechar, limpiar. Algunos incluso se reían, porque no iban a ser los blancos tan tontos como para dejar que los hombres hicieran el trabajo de las mujeres. En su pueblo eran las mujeres las que trabajaban la tierra mientras ellos iban a cazar o a la guerra. Cualquier otra cosa era indigna de ellos. Les dije que me importaba un ardite, porque su dignidad de verdad que no era mi preocupación, pero les advertí que los dueños de las plantaciones no se iban a preocupar de lo que ellos opinaran.

No me creyeron hasta que les conté lo que les pasaría si no trabajaban hasta caerse redondos o si se les ocurría huir a las montañas como cimarrones, que así los llamaban. En Saint Thomas no se contentaban con cuatro latigazos de honor o un ahorcamiento igualmente decoroso. No, por un delito así habrían dispuesto que se cortara la pierna o la mano al fugitivo, que se le marcara a fuego en la frente, se le pellizcara con tenazas al rojo vivo, se le quebrasen las extremidades, se le cortase una oreja u otras lindezas por el estilo.

Como ya había aprendido algo de la forma de pensar de los negros, al final les decía que no iban a ganar nada con dejarse morir después de ciento cincuenta latigazos o más. A su casa, con sus familiares, no volverían jamás… por lo menos enteros, porque si alguien se ahogaba o se dejaba morir, el cuerpo se despedazaba en trozos para colgarlos en los árboles de manera que todos vieran que el muerto estaba todavía entre ellos, tanto si quería como si no.

Palabras como aquéllas hacían mella, pero no es que les subieran los ánimos, claro está. Era un continuo lamento y una incesante maldición. Incluso Jack se quejaba y aseguraba que yo les quitaba las ganas de vivir, que no podían vivir sin esperar algo diferente.

– ¿Sabes una cosa? -le dije-. Hay montones de personas que viven sin esperanzas ni nada que se le parezca. De todas formas, no se quitan la vida como muchos de estos moribundos a los que tenemos que aguantar a bordo. No, señor: primero tienen que saber que están vivos para poder hacer algo después.

Pero sin Jack no hubiera sido posible meter en vereda a los negros. No sólo era nieto de un rey, sino que además tenía alma, según decían los indígenas, y no es fácil saber qué significa eso, pero para sus parientes la palabra de Jack era ley y le obedecían a ciegas. Así que de esa manera se impuso más que un capitán, que con la gracia de Dios necesitaba el látigo, pasar por la quilla a los amotinados, liarse a puñetazos, usar los pasadores de cabo y mucho más para someter a los suyos. Además, Jack había visto que, llegado el momento, para los blancos no había nada sagrado. Y sabía utilizar una escopeta, y había visto los estragos que una de doce libras, bien cargada de perdigones y metralla, podía hacer entre los cuerpos desnudos de los indígenas.

Sin embargo, ni siquiera Jack pudo abrirles los ojos a los que yo llamaba moribundos. Creo que en ese grupo habría unos veinte. Scudamore, en su jerga, decía que aquello era perenne melancolía y que el desenlace siempre era fatal, que por eso no era de extrañar que se tumbaran a morir. Y por si no fuera suficiente, yo tenía a uno de ésos a mi lado.

Aquel negro estaba callado como una tumba, de manera que no me habría dado cuenta de que existía de no haber sido por Scudamore, que de pronto empezó a dedicarle sus cuidados. Cuando me fijé en el negro me di cuenta de que no era más que piel y huesos y un par de ojos acuosos y enfebrecidos.

– Este diablo no ha comido ni bebido desde hace una semana -dijo Scudamore.

– ¿Qué le pasa? -pregunté.

– La cabeza. Se ha empecinado en dejar este mundo para siempre.

– ¿Y qué piensas hacer? No le dejarás que se salga con la suya, ¿eh?

– ¿Y qué quieres que le haga? Por lo demás, está sano.

Scudamore se sacó del bolsillo un artilugio que parecía un cruce entre un compás y un sacacorchos, algo que se llamaba speculum oris y que servía para abrir la boca. Scudamore separó los gruesos labios del negro con una mano e intentó meterle las dos puntas juntas entre los dientes, pero el negro cerró la boca con fuerza, de modo que oí cómo apretaba los maxilares. Scudamore no se dejó vencer por tan poco. Apretó aún más hasta que se desprendieron dos dientes y logró meter las puntas.

– Los dientes no están muy firmes al cabo de un tiempo -explicó tranquilamente-. Lo difícil es no empujar con tanta fuerza que llegues hasta la garganta.

– ¿No hay nadie que haya encontrado la forma? -pregunté.

– ¿Cuál?

– La de ofrecer resistencia y luego abrir la boca de golpe cuando tú menos te lo esperas. Así morirían en un santiamén, si es eso lo que quieren.

Scudamore me miró asombrado.

– No -dijo como si hubiera visto un fantasma-. La verdad es que no. Es raro, ahora que lo dices.

Scudamore le dio vueltas a la palomilla de manera que las dos patillas se separaron, obligando al negro a que abriera la boca. Entonces Scudamore empezó a meterle aquella bazofia, que así llamábamos al lodo que nos daban de comer, directamente en el gaznate. Y el negro tragaba, es verdad, de igual manera que podría haberse dejado atragantar. Con el tiempo, he comprendido que no es tan fácil eso de ser suicida y menos aún como lo hacen algunos, porque a pesar de todo hay métodos peores que la muerte. De todas formas, el negro nos tomó el pelo tanto a Scudamore como a mí, porque en cuanto Scudamore se dio la vuelta el negro me vomitó encima. Le di un guantazo atronador. ¿No era suficiente con que me viera obligado a verlo morir? Además, ¿se creía con derecho a hacer lo que le diera la gana? Por el Diablo que algo de dignidad le quedaba a pesar de todo.

Al día siguiente se repitió el mismo espectáculo, pero con la diferencia de que esta vez vomitó hacia el otro lado. Scudamore no lograba nada, y yo cada vez estaba más irritado.

– Pregúntale por qué diablos quiere morir -le dije a Jack.

Jack tuvo que repetir la pregunta una y otra vez hasta que consiguió del moribundo algo parecido a una respuesta. Haberle convencido para que dijera algo ya fue como despertarlo a la vida un poco. No dijo mucho por respuesta, naturalmente. Era desdichado y quería irse a casa y se sentía fatal.

Le hice preguntar a Jack qué tenía de especial lo que le pasaba a aquel hombre. ¿Por qué no nos quitábamos la vida todos si él tenía razón al pensar que nuestra situación era lo peor que podía pasarnos?

Si no entendía mal, su actitud era como darnos un puñetazo en la cara a todos nosotros, que hacíamos cuanto estaba en nuestra mano por conservar el ánimo en aquel valle de lágrimas.

Y así un día y otro. No le dejé en paz ni un momento. Pero ¿de qué servía? ¿Escuchaba? Sí, a pesar de todo algo oía de lo que yo le decía. Un día le expliqué el truco del abrebocas y le dije que, si quería quitarse la vida, lo podía hacer más deprisa, así yo me ahorraría la molestia de tener una deshonra como él a mi lado. Y la verdad es que surtió efecto, dicho sea con permiso, porque cuando Scudamore empezó a hacer presión la siguiente vez, el negro abrió de golpe la boca y las puntiagudas patas del instrumento se le metieron en la boca y le atravesaron la nuca. Scudamore maldijo como un condenado cuando sacó el abrebocas y vio la sangre que le brotaba por los labios y la nuca. Ni siquiera se molestó en cortar la hemorragia. En un segundo, el Libre de penas tenía un negro menos y Scudamore había perdido una bonificación.

Naturalmente, Scudamore me miró como si yo tuviera la culpa.

– Menos mal que nos hemos librado de él -dije con sinceridad-. Me ponía de mal humor.

– Fuiste tú el que le dijo cómo lo tenía que hacer -me escupió Scudamore-. Fuiste tú el que lo mató.

– No, Scudamore. Sabes que estás exagerando. ¿Cómo iba yo a explicarle algo a un negro angoleño como él? Latín sí que sé, ¿pero crees que un negro lo entiende? Y si puedo preguntarlo, ¿quién sujetaba el abridor? ¿Yo? No, tira a ese pobre diablo al mar. Al fin y al cabo, era lo que más deseaba. Y no te pongas así, Scudamore. Bien mirado, no hay tanta diferencia entre un esclavo negro más o menos. Ni siquiera en tu jornal.

Scudamore rezongó, no es de extrañar, porque no lo tenía fácil, y al rato se marchó. Llegó hasta el punto de no atreverse a aparecer por la bodega de los esclavos de puro miedo de que lo mataran a golpes o se lo comieran. Fue algo de lo que nos alegramos todos, yo también, porque me ponía nervioso notar que no podía hacer entrar en razón a los moribundos. Así era y así sigue siendo, con los que no les sirven de nada las palabras que emplees, lo sé por experiencia. No escuchan. Sólo oyen el eco de sí mismos en su cabeza hueca. No se preocupan de mi existencia, así de fácil y ¿qué puedo hacer yo?


Cuando el viaje ya tocaba a su fin se pusieron en marcha la tripulación y el nuevo capitán. Nos hacían subir a cubierta muy a menudo para que nos laváramos y nos embadurnáramos con aceite unos a otros. La comida fue por primera vez como tenía que haber sido según las normas, incluido el ron, porque ahora sabían que las provisiones que quedaban alcanzaban para todos. Nos había ido bien. Habían muerto sesenta y cinco esclavos y ocho marineros también habían estirado la pata. La bodega de carga se enjuagó con salitre y se ahumó con ramas de enebro. Las ventanas se abrieron de par en par y entró un aire ecuatorial cálido pero puro. Incluso las heridas de las tablas sin pulir empezaron a curarse; y el nuevo capitán redujo la velocidad para que todos pareciéramos lo más sanos posible cuando tocáramos puerto.

Y en todo momento yo seguí hablando como un descosido. Creo que nunca he hablado tanto en toda mi vida. Cuando acabé, todos los que habían tenido a bien oírme sabían cómo se cargaba un mosquete, cómo se clavaba un cañón, cómo se acuchillaba desde abajo una caja torácica para que tuviera el efecto deseado, en fin, todas esas menudencias de provecho que yo había aprendido en los puertos y a bordo durante los diez años que había pasado con Wilkinson. Y sabía tanto como para asegurar que en el Libre de penas viajaban unos tipos que serían un infierno para sus amos y un mal negocio sin punto de comparación, porque si aquellos esclavos no se rebelaban antes o después, de cualquier forma se fugarían y se juntarían en las montañas con los negros cimarrones. Era tan verdad como un amén en la iglesia, y era una revancha tan buena como cualquier otra. Y si hay algo de lo que estoy orgulloso en la vida es de haber puesto de nuevo en pie a los negros, contra todo pronóstico y a pesar de que no tenían nada que perder ni nada que apostar.

Ni siquiera había tenido mucho tiempo para pensar en mi propia situación. Me di cuenta cuando el lugarteniente apareció de pronto por la bodega unos días antes de tocar tierra.

– Silver -dijo-, según mi opinión ya has cumplido tu castigo.

– Señor -respondí respetuosamente- mi firma en el redondel de Robin estaba falsificada.

– He oído esos rumores. Es una cuestión que tiene que decidir un tribunal. Pero si es como tú dices, está claro que te dejarán libre. Ahora quiero dejarte libre. No está bien que baje a tierra un blanco entre los negros.

– Señor -solicité con toda mi capacidad de persuasión-, tengo muchos enemigos a bordo, y si vamos a juicio será mi palabra contra la de muchos. Es imposible, señor. Me colgarán. ¿No es suficiente con haber sido pasado por la quilla y llevar dos meses en este infierno?

El lugarteniente se quedó callado un instante.

– ¿Qué propone usted? -preguntó al final.

– En la subasta, junto con los demás, véndame como trabajador contratado al mejor postor.

El lugarteniente me miró asombrado.

– No es posible. Usted es blanco y cristiano.

– Los trabajadores contratados caen con la maza, aunque sean blancos.

– Sí, pero no junto a los negros.

– Pero, ¿no entiende usted, señor? Es mi única oportunidad de ablandar a los que están contra mí. Nada les alegraría tanto como verme vendido como esclavo. A sus ojos, no hay peor castigo para un tipo como yo. Se contentarían con verme humillado y arrastrándome por la mierda.

El lugarteniente me miró durante un buen rato.

– Es usted el único que sirve para algo en este barco -añadí-. Tiene que entenderlo.

– Se hará como usted desea -gruñó-, pero que me lleven los diablos si lo entiendo.

– No hace falta, señor. Gracias, señor, no olvidaré nunca este favor. Confíe en John Silver.

– Ya -contestó-, no hay mucho riesgo de que se le olvide cuando haya pasado dos años en las plantaciones. Será culpa suya.

– Sí, señor, tampoco se me iba a ocurrir otra cosa.


El viaje había durado dos meses; al fin y al cabo, fue tan normal y feliz como se podría imaginar. Una quinta parte de la carga se la llevó la viruela, la melancolía perenne y otras enfermedades. Para un personaje como Butterworth, la verdad es que daba lo mismo; su familia, si es que tenía alguna, debería dar gracias a Dios por el buen servicio, y no sólo porque estuviera en las normas de los capitanes dar gracias a Dios en una misa especial al terminar un periplo de trata de esclavos con final feliz y libre de peligros.

Casi una tercera parte de la tripulación también lo acompañó a la muerte. No era motivo de lamentación. Nunca habían tenido suficiente para apostar en el juego de la vida y perdieron también lo único que tenían: sus vidas, lo único que podían apostar. También por eso era preciso dar gracias a Dios, igual daba que fuera armador o capitán, aunque en silencio. El viaje de vuelta no había exigido tanta tripulación como esclavos, pero se redujo de la forma más natural que se pueda imaginar, y lo extraño es que ninguno de los juramentados la palmó. Tuvieron que aguardar hasta que navegaron a las órdenes de Robert y los colgaron junto a otros cuarenta y seis, entre ellos Scudamore, en las afueras del fuerte de Cape-Corso, bajo las marcas de la marea alta, como dictaba la costumbre, en el año de gracia de 1722.

Así pues, el periplo parecía haber sido un éxito para los que no sabían más, pero hubo otros, como el lugarteniente, el sustituto de Butterworth, y el propio Scudamore, que probablemente fueran de otra opinión, y que vieron con alivio cuando los soldados subieron a bordo y les liberaron de sus responsabilidades con respecto al buen estado de los negros, porque los habitantes de Saint Thomas no habrían visto nunca unos esclavos como los que bajaron a tierra del buen barco Libre de penas.

Miraban alrededor, hablaban en su jerga y se comportaron como la gente en general. Sabían lo que les esperaba. Ya no creían que los fueran a sacrificar como a las reses; al contrario, entendían que ya no tenían nada que perder aparte de la vida.

«Y todo esto -pensaba yo no poco orgulloso cuando iba entre ellos, tan completamente desnudo como ellos, igual de embadurnado con la misma grasa brillante que ellos-, para deslumbrar a los amos de las plantaciones en la subasta», todo esto era obra mía. Yo, John Silver, desnudo, experto y pálido marinero en medio de ellos, con mi bocaza diestra, les había dado una razón para vivir, por todos los demonios, y conocimientos de cómo era el mundo, y el precio que se pagaría si uno se lo callaba. Ni siquiera Butterworth, aunque viviera, hubiera podido evitarlo. El había hecho de mí un esclavo, así que la culpa era suya. Ahora, un ejército inquieto sería puesto a la venta, ni más ni menos.

Detrás de nosotros salió la tripulación del Libre de penas, hombres agotados, derrotados, enfermos, y con una desesperada necesidad de emborracharse para olvidar sus desgracias. Parecían lo que parecían tras sobrevivir a la podredumbre de la esclavitud. La verdad es que no había nada especial en ello. Para ellos no había esperanza. No sabían lo que valía la vida: más que nada, era algo que debía sumergirse hasta ahogarla en aguardiente. De cualquier forma, era una manera de vengarse, aunque no fuera mérito mío.

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