Capítulo 24


Aquellos últimos supervivientes, bastardos entre filibusteros y caballeros de fortuna, eran tan libres como aterradores, pero a su lado era como si se hubiera parado el reloj. Eran unos diablos nostálgicos que todavía soñaban con las grandes expediciones hacia Panamá y Cartagena; no comprendían que su momento de gloria había pasado. Hablaban de los buenos tiempos que pasaron con Morgan el Traidor; con l'Olonnais el Sanguinario; con Mombars el Exterminador; con Grammont el Ateo; con Le Roe el Brasileño y con Van Horn, que no tenía ningún mote, pero que era conocido porque durante las batallas navales corría por cubierta disparando a los que viera con el más mínimo gesto de duda o cobardía. Seguían a rajatabla sus tradiciones y rituales, la mayoría de los cuales eran irreprochables. Tenían un consejo y votaban. Se lo repartían todo a partes iguales, y juntos eran propietarios de todo lo que habían repartido. No tenían apellidos, se llamaban por el nombre y por el mote, porque no se tenía en cuenta quiénes eran en realidad ni tampoco de dónde venían, ni para bien ni para mal.

Como cazadores no tenían igual, y además eran unos auténticos expertos en lo tocante a las provisiones y la cocina. Sabían cómo hacer chocolate, que era uno de los secretos comerciales mejor guardado de los españoles, y sabían que el jabalí que se hubiera alimentado de melocotones resultaba mucho más sabroso. Sabían dar un punto muy apetecible a la carne de mono adobándola con sal gorda, y disparaban contra aquellos bicharracos sin que les cayera la mierda encima. Créanlo o no, pero he visto a monos cagarse en las manos y después tirar los excrementos a los cazadores dejándolos perdidos. Además, dispararles cuando estaban en los árboles no era tarea fácil, porque había que matarlos de un tiro. Si no, se quedaban colgados de una sola pata o de un brazo hasta que llegaban los demás en su auxilio y se llevaban al animal herido pegando unos chillidos escalofriantes, con unos lamentos que impresionaban al más pintado.

Sin embargo, en la mesa se tenía que servir comida, y eso sí lo sabían hacer aquellos viejos bucaneros. Y también sabían cómo se cocinaba de manera que babeábamos como perros con el olor. De ellos aprendí sobre aprovisionamiento y aprendí también otras cuestiones que luego me vinieron de perilla en muchos momentos de mi vida, tanto en la taberna Spy-Glass de Bristol como a bordo de aquella condenada goleta, la Hispaniola, que casi fue mi ruina.

Había otras cuestiones más incómodas. Aquellos diablos sentían el temor de Dios: bendecían la mesa y leían la Biblia. Yo les seguía la corriente porque a pesar de todo necesitaba su indulgencia para reponerme después de mi huida, pero la verdad es que no me hacía ni pizca de gracia. Y encima tenía que escuchar sus interminables historias sobre el bucanero Daniel, que incluso había llevado a bordo a un cuervo al que pidió que celebrase misa en un punto en que anclaron. No habían estado con Dios desde hacía mucho tiempo, como dijo él. Alzaron un altar de campaña en cubierta y el cura sacó a relucir su gorigori de siempre, pero estaba tan aterrado que temblaba como una hoja. No tenían campanilla para llamar a oración ni para anunciar los salmos, problema que Daniel solucionó disparando un cañón. Todo fue bien hasta llegar a la comunión, porque uno de los hombres trasegó toda la frasca de la sangre de Cristo y entonces empezó a jurar y a maldecir que daba gusto. Daniel lo puso en su sitio, pero cuando el desaforado se negó a demostrar el debido respeto, Daniel sacó la pistola y le pegó un tiro en la cabeza.

– No se preocupe -le dijo al aterrorizado cura-. Sólo era un tunante que no entendía el temor de Dios, así que lo he castigado para que le entren buenos pensamientos. ¡Continúe!

Esto lo contaban mis bucaneros una y otra vez, mientras los demás se reían a carcajadas. A mí me hacían relativa gracia, pues ¿de qué parte estaba yo? Del lado del marinero que se había querido emborrachar con la sangre de Cristo, naturalmente.

De alguna manera, y a pesar de todo, me aceptaron entre ellos e incluso me llegaron a apreciar. Cosas más raras se han visto.

Así pues, cuando ya llevaba allí varios meses y había recuperado la salud gracias a la buena comida, un día vino su jefe y me llevó aparte. Era un hombre corpulento, con la barba y el pelo como una cabra, y casi seguro que lo habían elegido más por su fuerza que por su cabeza, o al menos eso me pareció. Me miró con confianza y me pasó un brazo por los hombros, como si fuéramos viejos amigos.

– Ya llevas tres meses con nosotros -empezó solemnemente-. Has aprendido a disparar como un hombre, a descuartizar un buey, y a hacer una barbacoa y a preparar un bucan. Tienes tus manías y a veces haces tonterías, pero has sido un buen compañero, uno de los nuestros. Sabes que estamos a favor de la justicia, que repartimos lo que tenemos para que nadie tenga más que otro. Nos llamamos «Hermanos de la costa» y no lo decimos porque sí. Somos hermanos, sí, formamos una gran familia. ¿Qué te parece, John? ¿Quieres ser uno de los nuestros? Es una vida dura, pero sana y libre, aunque no morimos siendo ricos, pero ¿cuántos de nosotros hubieran acabado nadando en la abundancia? No creo que te arrepientas.

Guardó silencio y me dejó tiempo para pensar, aunque la verdad era que no había mucho en que pensar, me dije en aquellos momentos. Su parloteo sobre la Hermandad no me afectaba, ya que yo ya estaba harto de oír aquella canción entre los negros del Libre de penas. Ellos también me habían querido hacer uno de los suyos, como si pudieran cambiar el color de mi piel. Y ahora estos «Hermanos de la costa» me acogían en su seno, me hacían jurar fidelidad y todo eso, aparte de prometer que sería como debía ser. De acuerdo. Eso, para ellos. Los juramentos y las promesas sólo eran palabras vanas.

Además, yo en aquel tiempo no sabía del todo cuál era mi intención en la vida o en el mundo. Ya estaba fuera de la ley tanto aquí como allá, y no podía seguir adelante sin tener cuidado de dónde ponía los pies. No era dueño de nada. Mis libras se las habían quedado Butterworth y sus sucesores. Mi pistola y mi ropa no me pertenecían, era todo por el bien de todos según las reglas de los bucaneros. Así que igual me podía quedar allí como en cualquier otra parte hasta que surgiera algo más prometedor en todos los sentidos posibles.

– ¡Trato hecho! -le dije a Pierre le Bon, que así se llamaba-. Acepto. Con una sola condición.

– ¿Cuál? -preguntó con curiosidad.

– Que no tenga que rezar en la mesa.

Pierre le Bon no tenía tanto temor de Dios, porque se echó a reír de manera que la barba le iba dando saltos.

– No creo que nadie se oponga -dijo.

Y no lo hicieron. Al contrario. Cuando volvimos al campamento y Pierre dio la noticia fue como si todos hubieran tenido un hijo recién nacido; me dieron la enhorabuena con palmadas en la espalda, expresando constantemente su alegría. Si durante los últimos tiempos no hubiera estado tan ocupado en reponer mis fuerzas y recuperarme por completo, me habría dado cuenta de que no todo iba bien. Según mi experiencia, casi siempre ocurre lo mismo con la gente que tiene que prometer fidelidad a los demás para poder vivir juntos, hasta que la muerte los separe, como si no tuvieran que morir nunca.

Aquello fue subiendo de tono hasta acabar en un festejo para celebrar mi ingreso en la Hermandad. Todo el grupo, unos veinte bucaneros con sus mujeres negras o de color chocolate, y los esclavos de turno, se puso en movimiento para ir a buscar comida y bebida. Iban a sacrificar en mi honor aquel jabalí tan bien alimentado. Se le daría la botadura a la fiesta por la tarde, y antes del anochecer ya estarían todos borrachos como cubas porque después los mosquetes harían de la vida un infierno.

En el campamento había un bucan fijo, un ahumadero, que no era sino una choza con los laterales cubiertos de hojas, de unos dos metros y medio de altura, y una reja de travesaños de madera por techo, donde se ponía la carne que habían dejado macerando con sal gorda durante todo un día. Dentro del bucan se prendía el fuego con piel de jabalí seca y con huesos. Era mejor que la leña, porque las sales de la propia piel y de los huesos del jabalí le iban mejor a la carne y le daban sabor, mientras que los vapores de la leña no llegaban a impregnar la carne. Y era verdad, porque la carne quedaba tan tierna y jugosa que se podía comer sin más preparación. Además, aguantaba meses intacta, y por eso era la provisión preferida de los caballeros de fortuna. Lo único que se hacía era mojarla en una pimentade, una salsa de grasa de jabalí fundida, el zumo de un par de limones y algunas especias.

Cuando la carne estuvo lista y la bebida del almacén equitativamente repartida, los bucaneros entonaron su maldita bendición de la mesa y dieron a Dios gracias por la comida que ellos mismos habían conseguido dejándose la piel. Después de la comida sacaron las pipas, aunque algunos se habían acostumbrado a la manera española y liaban el tabaco en lo que llamaban cigarrillos, y cuando la gente ya estaba achispada Pierre le Bon se puso de nuevo en pie para darme un discurso de bienvenida como nuevo miembro de la banda de los Hermanos de la costa. Soltó una larga retahíla sobre la lealtad y el compañerismo, sobre la necesidad de estar dispuesto a todo, en el tajo y en el ayudar, sobre la conveniencia de repartir lo que hubiera, de estar unidos y ser amigos, no sólo cuando la felicidad nos asistiera, sino también en los contratiempos, en la adversidad y en el placer, como decía él. No me habría extrañado que hubiera sido cura en alguna otra vida anterior.

Tras aquellas palabras tan serias me senté a fumar mi pipa sin imaginarme nada malo, pero Pierre le Bon, con una sonrisa benévola, hizo traer a un pobre diablo encorvado de entre los bucaneros libres. Tenía la piel correosa y dura como una piedra, era uno de esos con los que no se bromea, por lo menos sobre la vida o la muerte o sobre las oraciones de la mesa. En su jeta arrugada se quería hacer paso, sin conseguirlo, una sonrisa que demostrase cierta amabilidad.

– Éste -dijo Pierre le Bon- es Tom, llamado el Certero. Es uno de nuestros mejores tiradores. Pregunta a los demás. Se empiezan a cansar de hacer diana en las naranjas y cosas así porque Tom las sabe arrancar de la rama sin tocar la fruta.

Tom se pavoneaba de su fama.

– Hace un mes que los españoles cogieron al compañero de Tom cuando perseguíamos un rebaño de jabalíes en su territorio. De golpe nos vimos rodeados por un grupo de orgullosos españoles. Cazan a caballo con largas lanzas, de manera que pocas veces tenemos motivos para tenerles miedo con nuestras pistolas. El caso es que nos habíamos dispersado, pero aquellos miserables consiguieron derribar a Yann antes de que llegáramos. Tom se pudo tomar su revancha. Mató a ocho españoles antes de que se hiciera de noche, a pesar de sus caballos y de sus perros.

– Podría haber matado a más -dijo Tom rezumando odio-. Yann valía más que una veintena de aquellos tiranos. Era el mejor compañero con el que he estado emparejado.

– ¿Emparejado? -pregunté.

– Sí -dijo Pierre le Bon- tenemos esa costumbre.

– ¿Qué costumbre? -pregunté.

– Emparejarnos de dos en dos, ser inseparables y compartirlo todo con el otro.

– ¿Todo?

– Sí, todo -contestó Pierre le Bon-. Lo llamamos matelotaje, y así hemos vivido desde que existimos. Es como casarse, sólo eso.

– ¿Sólo eso? -pregunté-. ¿Sois todos bujarrones?

Eso les hizo troncharse de risa.

– No, Dios nos libre -dijo Pierre le Bon-. ¿De qué nos iba a servir? No. Mira, John: compartimos hasta las mujeres, porque así nos ahorramos desavenencias y discusiones. Digamos que Tom y tú os encontráis con una mujer hermosa, en tierra o en la mar. Lo que hacemos es jugarnos a cara o cruz quién de los dos se casa con ella, pero después os acostáis los dos con la mujer por turnos, porque se comparte todo, ¿no?

– ¡Ah! -dije sin ton ni son-. Entonces, ¿por qué uno de nosotros se tiene que casar con ella, si da lo mismo?

– Para que no haya un tercero que la reclame.


¿Qué le parece, señor Defoe? Usted estudia a las personas, y estudia las variaciones en todas sus especialidades, pero ¿había oído hablar alguna vez de un método tan ingenioso? De todos modos, así era: a mí me iban a emparejar en matelotaje, hiciera frío o calor, con aquel Tom de piel curtida, llamado el Certero, cuyo único mérito era que sabía acertar a un rabo de naranja desde diez metros de distancia.

En ese momento supe que mi vida con aquellos bucaneros había llegado a su fin antes de que empezara.

Aquél fue el día de las sorpresas. Tom me cogió con su mano resudada y me condujo hasta su cabaña. Allí íbamos a vivir juntos hasta que la muerte nos separase, dijo Tom el Certero y después heredaríamos uno del otro la pistola, los esclavos, la cabaña, lo único que nos pertenecía, por el bien de todos.

– Pero con la cabaña casi no se puede contar -explicó-. Con un negro se puede levantar otra en un par de días. En despejar el suelo se puede tardar unas semanas.

¿Y a mí qué me importaba?, pensé mientras oía sin atención sus palabras amorosas, tan llenas de consideración que a mí se me tendría que haber hecho un nudo en la garganta según todas las normas.

Tom me llevó al campamento de los esclavos, que estaba un poco apartado, para enseñarme sus tres propiedades más preciadas: la primera era una mujer, que según Tom era tan caliente como buena cocinera; la segunda era un hombre que, según Tom, era hábil y fuerte. Una vez había cargado él solo trescientos kilos de carne en un día.

– Sin embargo, la tercera -continuó Tom señalando una figura encogida en una de las esquinas de aquella gran cabaña- no vale gran cosa. Sólo entiende el lenguaje del látigo, y ni siquiera mucho, pero lo mismo pasa con muchos trabajadores blancos contratados que vienen aquí. Algún idiota del otro lado del Atlántico les prometió el oro y el moro, cuando en realidad lo que habían firmado era matarse a trabajar por el sustento hasta quedar libres después de tres años. Por lo visto, algunos consideran que hacemos una obra de caridad al admitirlos, nada menos que nosotros, que no tenemos ni para dar limosa en la colecta de la iglesia.

Tom escupió con su habitual puntería entre las piernas de aquel pobre hombre que ni siquiera levantó la mirada.

– ¡Que no! -dijo Tom-. Es la última vez que invierto dinero en contratar un trabajador blanco. Aunque no cuestan gran cosa, a la larga salen más caros. Los que están a las órdenes de los ingleses lo tienen mejor que nosotros, porque pueden alargar el contrato sin que nadie se preocupe; sí, he oído hablar de uno que consiguió alargar un contrato durante veintiocho años. Incluso le dio tiempo de morirse él antes de que se acabara el contrato. El gobernador francés es meticuloso como el Diablo, porque necesita gente que pueda hacer de todo, aunque con los trabajadores contratados a veces salgan las cosas así, así. ¡Mira tú mismo a éste! Lo tenemos desde hace un año y ¿a quién le ha sido de provecho? A mí no, desde luego.

Di un par de pasos hacia delante, de manera que mi sombra cayera en el suelo delante de aquel desgraciado. Quizá fue la sombra lo que le hizo mirar hacia arriba, pero imagínese cuál fue mi asombro y mi desagrado cuando aquel personaje cambió de aspecto en cuanto me vio. Los ojos le empezaron a dar vueltas en las cuencas y todo su escuálido cuerpo empezó a temblar.

– ¡John Silver! -gritó temblando y se abalanzó a mis pies, tras lo cual se me agarró a las piernas para enderezarse-: John Silver -graznó entre sollozos.

– Pero ¿cómo diablos puede ser posible? -me salió de lo más hondo.

Cogí al hombre de los enmarañados cabellos y le hice volver la cara, empapada por todas las lágrimas que le habían salido de todos los agujeros posibles. Me quedé paralizado.

– ¡Deval! -exclamé al fin-. ¿Cómo demonios has llegado hasta aquí?

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