Capítulo 16


Tardé dos semanas en recuperarme y volver a ser yo mismo para poder hacer algo a bordo utilizando la cabeza, claro está. Si no me equivoco, señor Defoe, todo el mundo comprenderá que John Silver, después de tal resurrección, no podía hacer como si no hubiera pasado nada. Después de aquello, oí muchas cosas cuando estaba tumbado bocabajo con mi costra en la espalda. Butterworth había prohibido a los hombres que se relacionaran conmigo, como si yo fuera un leproso, pero uno tras otro se acercaron a la enfermería para presentar su respeto. Y una vez tras otra oí la fantástica historia de mi salvación, porque lo que yo no sabía era que con aquel hercúleo estirón había llevado a uno de los hombres de estribor al agua y que en cuestión de segundos lo habían devorado los tiburones que habían acudido atraídos por mi sangre. A mí me habían izado inmediatamente los hombres de babor sin esperar las órdenes de Butterworth. Éste estaba hecho una furia, claro, pero no se atrevió a intervenir: hasta un imbécil como él entendió que no estaba lejos el amotinamiento si hubiera dejado que me devoraran los tiburones, ya que no era el castigo que se me había impuesto.

No tenía duda ninguna: parte de la tripulación estaba de mi lado. Al hedor de mis heridas purulentas se fraguaban planes siniestros. Supe que si yo me erigía en cabecilla, la mitad de la tripulación estaría dispuesta a amotinarse. Para no quedar como un loco, fanfarroneé con que había cruzado la raya para ponerme en contra de Butterworth, y todos me creyeron, aunque la verdad era muy otra. Pero en cuanto al amotinamiento cerré la boca. Había hecho lo mío, y además tenía que pensar en asegurarme la llegada a las Antillas. Por mi parte ya estaba bien de hacer locuras.

Pero un día apareció Lacy y explicó que Butterworth había hecho pintar lo que estaba manchado con mi sangre tan pronto se hubo secado. Y después vino Scudamore, el cirujano de a bordo, con una noticia peor. Supe por él que el Libre de penas no iba directamente a las Antillas.

– ¿No has oído a los carpinteros martillear en cubierta?

– No -dije sin mentir.

Había tenido bastante trabajo con sobrevivir.

– Pues sí -continuó Scudamore-. En cubierta se están construyendo empalizadas y camarotes para la tripulación. Vamos a subir a bordo una carga de marfil negro. Dentro de una semana tocamos la costa de África.

¡Esclavos! Naturalmente. ¿Cómo había podido ser tan tonto de preguntar sólo el destino y no la ruta antes de alistarme? Pensé en el capitán Barlow, que ya me lo había advertido. Y yo que me había pavoneado de mi capacidad de aprendizaje y de que nada me entraba por un oído y me salía por el otro. Si uno quería morir, había dicho Barlow, navegar con esclavos era la manera más segura. Los esclavos caían como moscas, estaba claro, pero también la tripulación. «Tira al capitán por la borda, amotínate, haz cualquier cosa con tal de no llegar a eso», había dicho Barlow.

Así pues, empecé a escuchar lo que se susurraba y se insinuaba a bordo. Varios hombres querían amotinarse inmediatamente antes de que los esclavos subieran a bordo con sus fiebres y sus tumores. Yo no opinaba lo mismo.

– En primer lugar -les dije a Mundon, a Tompkins y a Lacy, que estaban de rodillas alrededor de mi cabecera-, aquí no se inicia ningún motín hasta que yo esté recuperado y pueda salir a bailar. En segundo lugar, no somos suficientes. Tengo la intención de que sean los negros quienes hagan el trabajo más sucio. Hay que tener cuidado con el propio pellejo.

– ¿Y tú dices eso? -susurró Tompkins, que por algo tenía la cabeza en su sitio a diferencia de los otros dos, que apenas si sabían que la tenían-. Entonces, ¿por qué demonios cruzaste la raya?

– Acuérdate de una cosa; Tompkins -le largué-: nadie le dice a John Silver lo que tiene o lo que no tiene que hacer.

– No quería decir nada malo -dijo Tompkins rápidamente.

– Permíteme que lo dude.

Hablé con voz amable y lisonjera.

– ¿Creéis que ibais a estar arrodillados ante mí, hablándome de motines, si yo no hubiera pasado la raya? ¿Creéis que estoy tan loco que iba a pasar por encima de una raya así por nada?

– ¡Por todos los demonios! -dijo Lacy, silbando bajito.

– Pero me equivoqué -continué-. Creía que a bordo había hombres con coraje, pero son unos cobardes. Ni un diablo movió un dedo cuando le planté cara a Butterworth. Y ahora venís vosotros diciendo que nos amotinemos. Naturalmente que sí, pero esta vez soy yo el que manda. ¿Queda claro? Para empezar, hablaréis con los que sean de fiar.

– Y ¿cómo sabremos quiénes son? -preguntó Tompkins que, como he dicho, tenía la cabeza sobre los hombros.

– Pregúntales si creen en Dios -expliqué-. Sin decir nada del motín, claro. Eso vendrá después.

– No hay ningún lobo de mar que crea en Dios -exclamó Tompkins, desdeñoso.

– Insiste en que contesten -dije-. Pídeles que juren por la Biblia que no creen en Dios y ya verás cuántos bailan al son de otra música cuando llega la hora de la verdad. He visto a veteranos que podrían darle con la Biblia en la cabeza al primer pastor de almas que les saliera al paso, arrodillarse y rezar por su vida cuando las cosas se ponían crudas.

Los tres se miraban inseguros y seguramente se preguntaban si ellos mismos se atreverían a jurar por la Biblia que no creían en Dios.

– Os diré lo que vamos a hacer -continué-. Reunid a todos los que apoyen nuestra causa y ved que estén dispuestos. Todos jurarán por la Biblia y firmarán sobre el papel del redondel de Robin.

– ¿Qué es eso? -preguntó Lacy en tono de lo más inocente.

– Cualquiera diría que es la primera vez que os embarcáis, por todos los diablos -exclamé-. Y que tenga que cargar con gente como vosotros, que aún se mean en los pantalones…

– Tranquilo, John -dijo Tompkins-. Quizá no sepamos tanto como tú, pero si hay jaleo tenemos malas pulgas.

– Está bien, Tompkins. Era lo único que quería saber.

Vi cómo sus ojos brillaban de orgullo.

– El redondel de Robin -expliqué amablemente- no es otra cosa que una medida de prevención. De una parte, todos tienen que estar dispuestos a firmar una declaración para que no se echen atrás cuanto empiece el juego. De otra parte, el mismo papel te lleva directamente a la horca si llega a parar a manos equivocadas. Como siempre son los que firman primero los sospechosos de ser los agitadores, firmaréis alrededor de un círculo para que no se sepa quién empezó.

– Por el mismísimo Diablo -dijo Lacy de nuevo.

– Sí, ¿verdad? En marcha. Dentro de unos días estaré de nuevo en pie y entonces serán otros los que sean conscientes de sus vidas.

Ya estaban las cosas en marcha, pensé cuando me dejaron solo. En lugar de un viaje tranquilo y seguro hacia una nueva vida en las Antillas, me encontraba de nuevo con un motín. De todas maneras, esta vez sabía lo que me hacía. Por ejemplo, no iba a aparecer por cubierta antes de que el redondel de Robin estuviera listo y firmado por los demás. No había ningún motivo para dejarme ver sin necesidad, para arriesgar el pellejo que me había salido de nuevo en la espalda, no antes de ver en qué dirección soplaba el viento.


Cuando unos días después Scudamore me dio el alta y salí a cubierta con las piernas flojas y los ojos entornados para protegerme del intenso sol, el barco estaba irreconocible. La línea blanca sin más ni más había sido sustituida por dos fuertes empalizadas que cruzaban la cubierta. Ambas continuaban por encima de las amuras hasta sobresalir una braza por lo menos, para que ningún negro pudiera escabullirse por aquel camino. La empalizada de popa estaba atravesada por dos cañones, y en el castillo de popa había otros tres más pequeños, para perdigones y metralla, que apuntaban hacia el patio de recreo de los esclavos que quedaba entre las dos empalizadas.

A lo largo de los lados del navío vi con gran sorpresa algunos hombres que intentaban levantar unas redes que en los buques de guerra normalmente se llenaban de mantas y otros materiales blandos para proteger a los hombres de las astillas de madera que saltaban por los aires. ¿Qué íbamos a hacer con ellas? ¿Era otro invento bélico de Butterworth?

– ¿Vamos a pelear? -pregunté a Scudamore, que estaba apoyado en la amura.

– Vaya, Silver -dijo contento-. Me alegro de verte de nuevo en pie.

– ¿Por qué? -pregunté.

Scudamore parpadeó con aire socarrón y echó una mirada cargada de intención al primero de a bordo, que estaba oyéndonos.

– A pesar de todo -continuó Scudamore-, es mi obligación remendar a tipos como tú. Para eso me pagan. Necesitaremos a todos los hombres cuando los negros suban a bordo.

¿Era Scudamore uno de los amotinados? Tuve una idea.

– Seguro que hay trabajo para ti como cirujano de a bordo, un par de cientos de negros que vigilar.

– Vete al infierno -dijo Scudamore, torciendo el gesto-. No son fáciles de transportar.

– ¿No necesitas ayuda? -pregunté.

– ¿Qué quieres decir?

– Escucha, cirujano. Acabo de mudar de piel como una culebra cualquiera y tengo todo el cuerpo dolorido. No creo que pueda subirme a los aparejos como un mono. Todavía no. ¿No podrías hacer que Butterworth me nombre tu ayudante?

Scudamore no pudo disimular su sorpresa.

– ¿Tú, ayudante? ¿Sabes de qué estás hablando? Allá abajo, la bodega es tan estrecha que tienes que ir a cuatro patas para ir a buscar las cubas de mierda, secar los vómitos y repartir la comida. Para eso utilizamos a los grumetes.

– Sé lo que me hago. Yo sé cómo organizar a la gente. Es por el bien de todos.

Un brillo de comprensión afloró a los ojos de Scudamore. Estaba con nosotros, no cabía duda.

– Muy bien, Silver. Veré lo que puedo hacer.

– Gracias, Scudamore. Sabía que podía confiar en ti. Pero la red, ¿para qué es?

– Para que los negros no salten por la borda.

– ¡Están locos! Es lo mismo que convertirse en pasto de los tiburones y arriar banderas.

– Así son las cosas, Silver. Son salvajes desagradecidos. Muchos de ellos prefieren la muerte.

– ¡Idiotas! -exclamé.

– Sí, están convencidos de que se reúnen con sus antepasados cuando la palman. Pero mientras aún llega el olor de la tierra firme, la mayoría quiere mantenerse con vida. Por otra parte, es entonces cuando hay que tener cuidado con los motines. Se desesperan, Silver, cuando huelen que el navío se aleja de tierra. Por eso, todos los capitanes dedicados a la trata de esclavos tienen órdenes de levar anclas a medianoche, para que los negros no sepan lo que pasa hasta que ya es demasiado tarde.

– ¿Es así? -dije pensativo-. ¿Y cuánto se tarda hasta entonces, hasta que llega la hora de levar anclas, quiero decir?

– Depende de cuántos esclavos haya en los almacenes de las factorías. A veces ya nos está esperando toda una carga completa, pero en otras ocasiones ha sido menester esperar meses, y eso no tiene ninguna gracia. Sólo sirve para pescar un montón de enfermedades.

– No podemos esperar tanto.

– ¿Esperar a qué?

– A morir de fiebre entre escalofríos.

Me di la vuelta para irme.

– Hay otra cosa que puede ser de provecho -dijo Scudamore-. Algunos negros son magníficos guerreros. Tienen amuletos con los que se creen infalibles. Con esas cosas alrededor del cuello es horroroso dominarlos. Por eso acostumbramos a quitarles los amuletos y tirarlos delante de ellos. Eso los deja hechos unos corderitos. Pero a la vez es una pena ver cómo se amustian como las hojas en otoño, ya entiendes lo que quiero decir.

Scudamore me miró de nuevo intencionadamente. Se imaginaba que él y yo teníamos algo más que el estar en connivencia, que éramos amigos íntimos o algo por el estilo.

– Scudamore -le dije dándole una palmada sobre el hombro-, vales tu peso en oro.

– ¿Verdad que sí? -respondió aquel loco.


De cualquier forma, hizo lo que le pedí y le habló de mí a Butterworth, que admitió mi solicitud sin dudar. Butterworth seguramente esperaba que yo pillase alguna enfermedad, cuanto más peligrosa mejor, y me liberó de mi servicio como marinero veterano.

A la vez, aprovechó para reducirme el salario al de un grumete, pero ¿qué se podía esperar?

Pasaron diez días hasta que divisamos Accra y el fuerte blanco de los daneses, Christiansborg. Durante esos días fui un diablo servicial con mi recién ganada libertad como grumete. Estaba en todas partes, hablaba con todos y aprovechaba para husmear en todos los rincones; me enteré de dónde estaban los arsenales y la santabárbara, qué dispositivo había que soltar para sacar a los esclavos al castillo de popa; cogí la llave de la bolsa de Scudamore e hice una copia para los grilletes de los esclavos. Esas cuestiones básicas que no se le ocurrían a nadie.

De Scudamore aprendí lo poco que había por aprender del arte de las curaciones, que no era, dicho sea con perdón, ningún arte mayor, por lo menos en lo que se refería al interior. Las heridas eran lo que mejor se le daba a Scudamore, y podía amputar una pierna o un brazo con los ojos cerrados. Era tan hábil con la aguja de coser, la sierra de huesos y los hierros candentes como nosotros en amarres, nudos y pasadores de cabo. ¿Y el resto? Sanguijuelas, sangrías, paños calientes y fríos, gotas de alcanfor en aguardiente o sólo aguardiente, remedios para que cagaran, remedios para que pararan de cagar, así de sencillo, pero, ¿servía de algo?

– Por los cojones -dijo Scudamore y escupió por encima de la amura-. Nunca he notado la diferencia. En uno de mis viajes estuve sin hacer nada, me limité a alimentarlos y dejar que respiraran aire fresco. ¿Y sabes una cosa? No había menos negros en la subasta cuando llegamos, quizás incluso más. Me dieron el mismo sueldo y el mismo complemento que siempre, pero sin matarme a trabajar. Claro, ya sé lo que estás pensando, que podría haber sido una casualidad, y los historiales los tuve que falsificar, porque ¿quién contrataría a un cirujano como yo, educado en Edimburgo y todo, si se pasa el día rascándose la barriga? No, Silver: casi todo lo que hacemos es tan absurdo como la brujería de los indígenas. Y lo que sirve de algo para las heridas y las amputaciones, un zurcidor de velas o un carpintero de ribera podría hacerlo igual de bien. Lo verás con tus propios ojos, ahora que has sido tan tonto como para solicitar el puesto de ayudante del cirujano.

– No por mucho tiempo -dije.

– Si las cosas van como tienen que ir y como tú quieres… De todos modos, ¿siempre van así?

Scudamore me miró fijamente a los ojos.

– ¿Qué diablos quieres decir? -pregunté en voz baja-. ¿Hay alguien que vaya hablando por detrás?

– Que yo sepa, no -dijo Scudamore con una sonrisa torcida-. Pero he visto el papel. Parece que falta un nombre, como si hubiera alguien que no se atreve a sacar la cabeza. Por ejemplo, tú.

Me esforcé por fingir sorpresa, como si no supiera de qué estaba hablando.

– No te inquietes -dijo Scudamore dándome un golpe en la espalda-. No soy tan tonto para sacar la cabeza sin necesidad. Yo también sé nadar y guardar la ropa. Soy un hombre con cultura. Como tú.

Cuando arribamos a Accra se armó un buen revuelo a bordo. Fondeamos en la rada y disparamos los cañones, nueve disparos en total, y del fuerte nos respondieron con la misma moneda. Las barcas iban y venían sin parar entre el fuerte y el navío. Descargamos primero el correo, los despachos y el dinero bajo vigilancia, y después los artículos de primera necesidad. Butterworth bajó a tierra, naturalmente, ataviado como un pavo real. A su ayudante de cámara, según oí, le había ordenado que sacara brillo a sus botones de latón durante dos días seguidos.

Mientras Butterworth estaba en tierra para negociar sobre la carga y los oficiales estaban ocupados con el desembarque, fui deprisa al mamparo que separaba la bodega del castillo de popa. El carpintero, Soakes, era uno de los que cumplen las órdenes a rajatabla, y por tanto no era de fiar, así que tuve que conformarme con las herramientas del cofre de cirugía. Tomó su tiempo. Primero taladré con la broca de trepanar y luego abrí dos agujeros anchos como una espalda con la sierra de huesos. Se me ocurrió silbar bajito mientras hacía el trabajo. Esto, pensé, serrar un agujero secreto, era realmente un pasatiempo adecuado para un tipo como yo.

Aquella misma noche cité a jugar a los dados a todos los amotinados que habían jurado. Algunos ya estaban borrachos como cubas. Les brillaban los ojos de falso valor y ganas de brega. Sus amuletos y fetiches eran el ron y el aguardiente. Nuestros marineros de pelo en pecho y manos con cicatrices no eran mejores que los negros en lo que a eso se refería.

– Comprendo que necesitéis un trago -dije suavemente a la concurrencia-. Si hubiera estado en vuestro pellejo y si hubiera tenido con qué, me habría emborrachado hace tiempo.

– ¿En nuestros pellejos? -gritó Roger Ball que ahora estaría dispuesto a saltar por los aires bajo el mando de Robert antes de verse apresado, elección que no me sorprendía viniendo de él-. ¿Qué diablos hay de especial en ti? No eres mejor que nosotros, Silver. ¡Sólo porque dio la casualidad de que aguantaste que te pasaran por la quilla!

– Tienes toda la razón, Ball -admití-. Dio la casualidad de que sobreviví, pero eso no significa nada. Seguramente tú también lo habrías hecho, con esta piel tan endiabladamente correosa que tienes. No hay nada que pueda tumbar a un buey como tú. Eh, ¿no tengo razón? ¡Roger Ball es un hombre de verdad!

Algunos asintieron con entusiasmo. Querían quedar bien con Ball, que tenía poca correa y que en verdad era fuerte como un toro. A partir de ahí creyeron, por mi tono inocente, en cada palabra que decía. Me di cuenta de que sólo Tompkins intuía que aún no había dicho mi última palabra.

– Exacto -asintió Ball con una sonrisita de suficiencia que yo, con placer, le hubiera arrancado de cuajo-. Exacto -repitió-. A mí nadie tiene que decirme nada, ni Silver ni ningún otro.

Miró a su alrededor con mucho aplomo. Así era en todos los barcos. Siempre había alguno de la calaña de Ball, tan presuntuosos y brutos que en sus cabezotas no había sitio para otra cosa. ¿Y qué pasaba con ellos? Carne de cañón, pasto de tiburones o la horca.

– Muy bien, muy bien -dije yo tranquilamente-. Tienes la cabeza en su sitio, Ball. Sólo que tendrías que utilizarla más a menudo.

– ¿Qué diablos quieres decir con eso? -rugió en tono amenazador.

– Sólo eso, muchachos -dije con una voz que me salió en aquella ocasión como caída del cielo-, que este hombre valiente, fuerte y listo, habría tenido derecho a reclamar algo si hubiera sido él quien cruzó la raya. Así habría sido si él se hubiera atrevido a desafiar a Butterworth y exhortaros al motín, y no yo. Pero decidme, ¿hizo algo Roger Ball?

Se hizo el silencio.

– Tienes la boca demasiado grande, Ball, pero obedecer órdenes, por todos los diablos, eso sí que lo haces sin parpadear.

Ball cerró los puños. Estaba a punto de explotar de rabia, pero hasta él se dio cuenta de que yo tenía todo el apoyo de los hombres. Cogí los dados y los lancé sobre la mesa.

– Aposté mi única y preciada vida cuando crucé la raya -dije cuando los dados se detuvieron-. Me da prioridad ante uno como tú. Si hay alguien que tenga algún inconveniente, que lo diga ahora.

El silencio no pudo ser más elocuente.

– Tompkins, ¿tienes el redondel de Robin?

Tompkins sacó un papel arrugado y lo echó en la mesa como si le quemara en los dedos. Lo miré, lo doblé y me lo guardé inmediatamente.

– Todos lo habéis firmado y estáis bajo juramento. Sabéis lo que significa. Si este papel llega a las manos inadecuadas, os habréis condenado a la horca o a veinte años en Newgate. Así que ninguno se puede retirar y dejar que los otros arriesguen su vida.

– ¿Por qué no lo has firmado tú, John? -preguntó Tompkins con cuidado.

– Sospechaba que alguien haría esa pregunta. Creía que precisamente tú, Tompkins, eras lo bastante sagaz para saber. Tengo cuidado con mi pellejo, eso es lo primero. Si todos fueran igual de escrupulosos que yo, habría firmado de buena gana. Ni siquiera habríamos necesitado el redondel de Robin. Me habría hecho responsable de todo y habría escrito mi nombre, John Silver, con letras bien grandes y gordas, arriba del todo. Pero… ¡mirad a vuestro alrededor! La mitad de estos valientes amotinados ya han empezado a emborracharse para armarse de valor. ¿Es así como uno cuida su pellejo? No, con el aguardiente uno se convierte en un tonto de capirote, en un irresponsable. ¿Por qué creéis que han fracasado tantos con unos planes tan grandiosos como los vuestros? Porque alguno ha celebrado la victoria de antemano, ha bebido hasta emborracharse, ha hablado con quien no debía o ha perdido la cabeza. Así son las cosas. Por eso no he firmado, y por eso me encargo del papel. Y quiero deciros una cosa. Desde este momento y hasta que el barco haya elegido capitán y hombres de honor libres a bordo, se ha acabado el alcohol. Ni una gota, ¿lo oís? Si veo a alguno pasearse con una botella y diciendo insensateces, seré yo quien le entregue este papel a Butterworth.

Se oyeron susurros aquí y allá, pero nada grave. A pesar de todo, ninguno estaba preparado para matarme y hacerse cargo del papel sólo con tal de echar un trago.

– Cuando hayamos acabado con esto -dije para animarlos-, prometo que podréis beber tanto como queráis, hasta reventar, si ése es vuestro deseo.

– Es suficiente, John -dijo Tompkins-. No necesitamos más sermones. ¿Verdad que no?

Tompkins parecía descarado, pero sin mala sombra. Por lo menos había uno que sabía lo que se jugaba. Los demás asintieron en silencio, incluido Ball, aunque todavía tenía una mirada peligrosa en los ojos.

– ¿Cuál es el plan? -preguntó Lacy, también él con voz firme.

– Subimos a bordo a los negros. Los suelto y les doy lo necesario para que se apoderen del barco. Nosotros no tendremos que levantar ni un dedo, y mucho menos arriesgar nuestras preciadas vidas. Cuando los negros hayan hecho limpieza en el castillo de popa salimos y les ayudamos a volver a tierra. Es lo único que quieren. ¿Qué me dicen a eso, señores? Nos amotinaremos sin levantar ni un dedo. Nos quedaremos con un buen barco y ni siquiera nos podrán colgar por ello.

Cogí los dados de nuevo y los hice rodar por la mesa. Dos seises.

– ¿Hay alguien que pueda superarlo? -pregunté con mi mejor sonrisa.

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