IX. Tren Interoceánico: 1932

En el mismo tren que la llevó, recién casada, de Xalapa a la ciudad de México, Laura Díaz viajaba ahora de regreso. Esta vez era de día, no de noche. E iba sola. Su última compañía antes de llegar a la Estación Colonia fue una jauría de perros que la siguió y precedió, amenazante sobre todo por su novedad. No se había dado cuenta de dos cosas. La ciudad se había secado. Uno tras otros, los lagos y los canales -Texcoco, La Viga, La Verónica, los tributarios moribundos de la laguna azteca- se fueron llenando de basura primero, de terregales después, de asfalto al final; la ciudad lacustre murió para siempre, inexplicablemente para la imaginación de Laura que a veces soñaba con una pirámide rodeada de agua.

La invadieron, en cambio, los perros, los cruzados sin cruzada, perdidos, desorientados, objeto parejo de miedo y de compasión, a veces collies finos, daneses galopantes o degenerados pastores alemanes, confundidos todos, al fin, en una vasta jauría sin collar, sin rumbo, sin dueño, sin raza. Las familias que tenían perros finos se fueron todas de México con la Revolución y dejaron sueltos a los animales, a que se fugaran o a que se murieran, por fidelidad, de hambre. En varias casas ricas de la Colonia Roma y del Paseo de la Reforma se encontraron cadáveres de perros atados a sus postes, encerrados en sus casetas, incapaces de comer o de huir. Apostaron -los perros y sus amos- a la deslealtad con tal de sobrevivir.

«Se han criado entre sí, sin lección alguna, pues ningún can sabe que tiene pedigrí, Laura, y si sus dueños regresan -que ya empiezan a volver, casi todos de París, unos cuantos de Nueva York, un montón de La Habana- ya no les podrían recuperar…».

Esto le advirtió Orlando. En el tren, ella trató de olvidar la imagen de los perros perdidos, pero era una visión que se encimaba a todas las de su vida con Orlando durante los pasados dieciocho meses desde que se acostaron por primera vez en el Hotel Regis y ya se quedaron allí para siempre, Orlando pagaba la habitación y el servicio y juntos iniciaron la vida social que Orlando llamaba «ob-

servación para mi novela», aunque Laura se preguntaba, a veces, si su amante realmente gozaba de esta fácil frivolidad apoderada de una ciudad de vuelta a la paz después de veinte años de sobresaltos revolucionarios, o si el recorrido de Orlando por todos los medios urbanos era parte de un plan secreto, como su relación de intermediario con la anarquista catalana Armonía Aznar.

Nunca se lo preguntó. Jamás se atrevió. Era la diferencia con Juan Francisco que contaba cuanto le ocurría, hasta convertirlo en oratoria, y Orlando, que jamás comentaba lo que hacía. Laura estaba sujeta a conocer lo que venía, nunca lo que ya había pasado. Ni la relación con la vieja anarquista del altillo de Xalapa ni la relación con el hermano fusilado en Veracruz. Qué fácil le habría sido a Orlando jactarse de la primera, redituarse de la segunda. En ambas, una aureola heroica tocaba a cuantos tocaron a Armonía Aznar y a Santiago Díaz. ¿Por qué no aprovechaba ese resplandor Orlando?

Mirándolo dormir, exhausto, indefenso ante los ojos de la mujer despierta, Laura imaginaba muchas cosas. El pudor público, en primer lugar: él lo llamaría reserva, distinción, aunque con abundantes dardos satíricos dirigidos contra él mismo y epigramas envenenados ofrecidos a la sociedad. Ella no dudaba en llamarlo así, el pudor de este hombre intensamente impúdico en su sexualidad: su compromiso, acaso, con el secreto necesario para avanzar una causa política -¿cuál, la anarquía, el sindicalismo, la no reelección, la revolución, o más bien a la Revolución así, con mayúscula, el hecho que todo lo había puesto de cabeza en México, el inmenso mural en medio del cual habían vivido todos, un mural como los que pintaba Diego Rivera, cabalgatas y asesinatos, riñas y batallas, heroísmos sin fin y ruindades equiparables en número; fugas y acercamientos, abrazos y puñaladas…? Recordó cuando, joven casada, descubrió el nuevo arte mural y visitó a Diego pintando en Palacio.

– Me corrió, Orlando, porque iba vestida de negro por la muerte de mi padre.

– ¿No sientes nostalgia de Xalapa?

– Te tengo a ti, ¿cuál nostalgia, pues?

– Tus hijos. Tu madre.

– Y las viejas tías -sonrió Laura porque Orlando le hablaba con solemnidad desacostumbrada-. Pensar que Diego Rivera es supersticioso.

– Sí, las viejas tías, Laura…

¿Era un héroe misterioso? ¿Era un amigo discreto? Pero además, ¿era un niño sentimental? Todo lo que Laura podía imaginar sobre el «verdadero» Orlando cada mañana, lo destruía el «verdadero» Orlando cada noche. Como un vampiro, el ángel del alba, candoroso y amante, se convertía en un diablo ofensivo, con lengua envenenada y mirada cínica, apenas se ponía el sol. Es cierto, a ella jamás la maltrató y Laura, en su rostro, aún sentía el golpe de su marido Juan Francisco cuando la arrastró fuera del taxi aquella noche. Nunca lo olvidaría. Nunca lo perdonaría. Un hombre no sabe lo que significa un golpe en la cara para una mujer, el abuso impune, la ofensa del más fuerte, la cobardía, la injuria a la belleza que toda mujer, sin excepción, guarda y expone en su rostro… Orlando jamás la hizo objeto de ironías o bromas crueles; aunque sí la obligaba a asistir de noche a la negación del Orlando diurno, discreto, sentimental, erótico, sobrio en su trato del cuerpo femenino como si fuera el suyo propio, Orlando que podía ser a un tiempo apasionado y respetuoso con el cuerpo femenino unido al suyo…

– Prepárate -le dijo sin mirarla, tomándola del brazo con la determinación de dos cristianos que entran al circo de los leones-. Brace yourself, my dear. Es el Circo Máximo, pero en vez del rugir de los leones, oye el mugido de las vacas, oye el balar de los corderos. Y sí, distingue el aullido de los lobos. Avanti, popolo romano… Allí viene nuestra anfitriona. Mírala bien. Mírala. Es Carmen Cortina. Bastan tres palabras para definirla. Bebe. Fuma. Envejece.

– Darlings! ¡Qué alegría verlos otra vez… y verlos juntos todavía! Milagros, milagros…

– Carmen. Deja de beber. Deja de fumar. Te haces vieja.

– ¡Orlando! -lanzó una carcajada la dueña de la casa-. ¿Qué haría sin ti? Me dices las mismas verdades que mi mamá, que Dios tenga en su gloria…

Era noche tormentosa afuera y enervada adentro.

– Piensa lo que quieras y no esperes que yo hable bien de mis amigos -le dijo el pintor lúgubre al crítico vestido de blanco, quien entonó su consabido «todos somos unas fachas».

– No es eso lo que quiero decir. Es que yo sólo tengo amigos indefensibies. Si son dignos de mi amistad, no pueden serlo también de mi defensa. Nadie merece tanto.

– Puras fachas.

– No es ese el problema -terció un joven profesor de filosofía con bien ganada fama de seductor indiscriminado-. Lo

que importa es tener mala fama. Ésa es la virtud pública en el México de hoy. Te llames Plutarco Elias Calles o Andrea Negrete

__dijo Ambrosio O'Higgins, que tal era el nombre del alto, rubio,

acongojado especialista en Husserl cuya fenomenología personal era una mueca permanente de desagrado y dos ojos, aunque adormilados, llenos de clara intención.

– Pues a ti ni quien te gane -le dijo la resucitaca y aludida Andrea Negrete, que después del fracaso de su última película La vida es un valle de lágrimas, subtitulada «Pero la mujer sufre más que el hombre», se había recluido en un convento de su provincia natal, Durango, dominado por la tía abuela de la actriz y habitado solamente por doce primas de ésta.

– Ni mi tía la abadesa ni mis primas las monjas se dieron cuenta de que conmigo eran trece a la mesa del refectorio. Son unas santas sin asomo de malicia. La que se moría de miedo era yo. Temía que se me atragantara el mole. Porque eso sí, el mejor restorán de México es el convento de mi da sor María Auxiliadora, se los juro por ésta…

Se besaba los dedos en cruz y Laura cerraba los ojos para imaginarse, de nuevo, el machetazo amoroso del Guapo de Papan-tla, los dedos cortados de la abuela Cósima, las uñas mutiladas chorreando sangre bajo el sombrero del chinaco…

– Pues a ti ni quién te gane -le decía la actriz al filósofo.

– Sí. Tú -le contestó el joven de apellido irlandés y ceja paralíticamente arqueada.

– Entonces a ver si juntos nos emparejamos -le sonrió Andrea.

– Para eso tendría que encanecer tantito -sacó la pipa O'Higgins-. Aquí y allá. Canas, digo, no ganas.

– Ay niño, eres tan bueno que la moral no te hace falta.

Andrea les dio la espalda sólo para encontrarse al marinero de calzón corto y a la estrella infantil coronada de bucles. Intercambiaban sutiles amenazas.

– Un día, voy a sacar mi puñalito y te voy a dejar como coladera…

– ¿Sabes tu problema, querida? Tienes un solo culo y quieres cagar en veinte bacinicas…

– ¿Te das cuenta, Orlando? Mira a ese muchacho guapísimo.

Orlando estuvo de acuerdo con Laura, ambos miraron al joven mejor parecido de la reunión.

– ¿Sabes que desde que llegamos sólo se mira intensamente al espejo?

– Todos nos estamos mirando al espejo, Laura. Lo malo es que a veces no vemos el reflejo. Mira a Andrea Negrete. Lleva veinte minutos posando sola, como si todo el mundo la admirase, pero nadie le hace caso.

– Más que tú, que te fijas en todo -Laura le acarició la barbilla a su amante.

– Y el muchacho guapo que se mira al espejo todo el tiempo y no habla con nadie… Andrea -Orlando hizo un gesto abrupto-, colócate detrás de ese chico.

– ¿El Adonis?

– ¿Lo conoces?

– No habla con nadie. Sólo se mira al espejo.

– ¿Colócate detrás de él? ¿Por favor?

– ¿Qué me dices?

– Aparécete. Sé su reflejo. Es lo que busca. Sé su fantasma. Apuesto a que esta noche te acuestas con él.

– Querido, me tientas…

Laura Riviére entró acompañada de un hombre altivo, moreno, en «la fuerza de la edad», le dijo Orlando a Laura Díaz, es un millonario y político muy poderoso, Artemio Cruz, es el amante de Laura, se acercó a chismearles Carmen Cortina, y nadie se explica por qué no deja a su mujer, una poblana bien cursi y provinciana -perdón, Laurita, no es indirecta-, cuando posee, subrayo, posee a una de las mujeres más distinguidas de nuestra sociedad, c'est fou, la vie!, alcanzó a exclamar, exasperada, Carmen la Ciega, como le decía Orlando cuando el tedio se apoderaba de su humor alicaído.

– Laura querida -se acercó a decirle Elizabeth a su compañera de bailes xalapeños-. ¿Viste quiénes llegaron? ¿Ves cómo se hablan al oído? ¿Qué quiere decirle Artemio Cruz a Laura Riviére que no se atreve? Ah, y un consejo, querida, si quieres conquistar a un hombre, no hables: respira, nada más respira, jadeando tantito, así… Te lo digo porque a veces te oigo alzar la voz demasiado.

– Pero Elizabeth, ya tengo un hombre…

– Nunca se sabe, you never know… Pero no vine a darte clases de respiración, sino a decirte que me sigas mandando las cuentas de todo, del peluquero, de la ropa, no te midas, chulita, el bembo de Caraza me dejó bien armada, gastar es mi placer y no quiero que nadie diga que mi amiga es la mantenida de Orlando Ximénez…

Laura, con el dibujo de una sonrisa agria, le preguntó a Eli-zabeth: -¿Por qué me estás ofendiendo?

– ¿Ofenderte yo? ¿A mi amiga de siempre? Jesús!

Elizabeth se secó el sudor que perlaba la división de sus ya muy prepotentes senos.

– Bueno, me estás cortando.

– No lo tomes así.

– Te he prometido pagarte. Conoces mi situación.

– Esperemos a la siguiente revolución, mi amor. A ver si a tu marido le va mejor entonces. ¿Diputado por Tabasco? No me hagas reír. Ése es un estado de comecuras y bebedores de tepache, no de señores que pagan la renta.

Laura le dio la espalda a Elizabeth y tomó la mano de Orlando con una urgencia de fuga. Orlando acarició la de Laura, sonriente.

– ¿No quieres toparte con el terrible Artemio Cruz en el elevador? Dicen que es un tiburón y a ti, mi amor, sólo te mastico yo.

– Míralo. Qué tipo arrogante. Ha dejado plantada a Laura.

– Te digo que es un tiburón. Y los tiburones nunca dejan de moverse. Si se detienen, se hunden y se mueren en el fondo del mar.

Las dos Lauras se atrajeron espontáneamente. -Las dos Lauras tienen cara de tristeza, ¿qué tendrá la tristeza que está tan princesa? -susurró Orlando y se fue a buscarles copas a todos.

– ¿Por qué toleramos la vida social? -preguntó sin más la mujer rubia.

– Por miedo, yo creo -le contestó Laura Díaz.

– ¿Miedo a hablar, miedo a decir la verdad, miedo a que se rían de nosotros? ¿Te das cuenta? No hay nadie aquí que no venga armado de bromas, chistes, wit. Son sus espadas para defenderse en un torneo en el que el premio es la fama, el dinero, el sexo y sobre todo sentirse más listo que el prójimo. ¿Tú quieres eso, Laura Díaz?

Laura negó con énfasis, no.

– Entonces sálvate pronto.

__.?

¿…

– Yo ya no puedo. Estoy capturada. Mi cuerpo está capturado por la rutina. Pero te juro que si pudiera escaparme de mi propio cuerpo… lo detesto -exhaló Laura Riviére con un gemido inaudible-. ¿Sabes a qué conduce todo esto? A una cruda moral permanente en la que acabas odiándote a ti misma.

– Mira -se acercó Orlando balanceando tres manhattans en la copa de sus manos reunidas-. Ya hicieron click la Máxima

Actriz y el Máximo Narciso. Tuve razón. Las mujeres famosas fueron inventadas por hombres inocentes.

– No -tomó la copa la Riviére-. Por hombres maliciosos que nos condenan a la teatralidad.

– Queridos -interrumpió Carmen Cortina-. ¿Ya les presenté a Querubina de Landa?

– Nadie se llama Querubina de Landa -le dijo Orlando a Carmen, al aire, a la noche, a la prolongada y proclamada señorita Querubina de Landa colgada del brazo del filósofo galán, a quien de paso Orlando le espetó: -Con razón te dicen El Gran Pepenador.

– En esto de los nombres, mi querido aunque iletrado Orlando, nadie ha dicho mejor que Platón: hay nombres convencionales, hay nombres intrínsecos a las cosas y hay nombres que armonizan a la naturaleza y a la necesidad, como por ejemplo Laura Riviére y Laura Díaz. Buenas noches.

O'Higgins se inclinó ante la compañía y le pegó una nalgada a la convencional, natural, armoniosamente llamada Querubina de Landa: -Let's fuck.

– Apuesto a que en realidad se llama Petra Pérez -dijo la cordial anfitriona y corrió a saludar a una insólita pareja que entraba al salón del penthouse sobre el Paseo de la Reforma, un señor muy anciano tomado del brazo de una señora perpetuamente temblorosa.

Los tacones de Laura Díaz sonaban a martillo sobre la banqueta de la avenida. Sonrió tomada del brazo de Orlando. Le dijo que se habían conocido en una hacienda de Veracruz para acabar en un penthouse del Paseo de la Reforma, pero con las mismas reglas y aspiraciones: ser admitidos o desaprobados por la sociedad y sus emperatrices, doña Genoveva Deschamps en San Cayetano, Carmen Cortina en México.

– ¿No podemos escapar? Llevamos ya dieciocho meses en esto, mi amor.

– Para mí el tiempo no cuenta si estoy contigo -dijo el ya no tan joven y ahora alopécico Orlando Ximénez.

– ¿Por qué nunca usas sombrero? Eres el único.

– Por eso, para ser único.

Caminaron por la parte arbolada de la avenida esa noche fría de diciembre. El sendero de tierra suelta estaba hecho para jinetes madrugadores.

– Sigo sin saber nada de ti -se atrevió a decirle Laura, apretándole más la mano.

– Yo no te escondo nada. Sólo ignoras lo que no quieres saber.

– Orlando, noche tras noche, como hoy, sólo escuchamos frases hechas, preparadas, esperadas…

– No te quedes corta. Desesperadas.

– ¿Sabes? He acabado por darme cuenta que en este mundo al que me has introducido no importa cómo terminemos. Hoy fue una noche interesante para mí. Los que más se importaban entre sí eran Laura Riviére y Artemio Cruz. Ya ves. Él se fue, la noche terminó mal. Eso es lo más importante que pasó esta noche.

– Déjame consolarte. Tienes razón. No importa cómo terminemos. Lo bueno es cuando no nos damos cuenta de que todo se acabó.

– Oh mi amor, siento que me estoy cayendo por una escalera quebradiza…

Orlando detuvo un taxi y dio una dirección desconocida para Laura. El chofer miró con asombro a la pareja.

– ¿De veras, jefe? ¿Está seguro?

En 1932, la ciudad de México se vaciaba temprano, las meriendas caseras tenían horarios puntuales, congregaban a toda la familia y ésta estaba muy unida, como si la prolongada guerra civil -veinte años sin sosiego- le hubiese enseñado a los clanes a vivir asustados, abrazados entre sí, aguardando lo peor, el desempleo, la expropiación, el fusilamiento, el rapto, la violación, los ahorros esfumados, la moneda de papel inservible, la arrogante confusión de las facciones rebeldes. Una sociedad había desaparecido. La nueva sociedad aún no se perfilaba claramente. Los citadinos tenían un pie en el surco y otro en la ceniza, como dijo Musset de la Francia posnapo-leónica. Lo malo es que a veces la sangre cubría tanto al surco como a la ceniza, borrando los linderos entre el terreno para siempre yermo y el grano que, para dar sus frutos, primero debe morir.

Fiestas como las de la célebre y cegatona Carmen Cortina eran el alivio de una élite mundana que contaba entre sus protagonistas Semillas y Cenizas, los que sobrevivieron a la catástrofe revolucionaria, los que vivieron gracias a ella y los que murieron en ella pero aún no se enteraban. Las fiestas de Carmen eran una excepción, una rareza. Las familias decentes se visitaban entre sí temprano, se casaban entre sí aún más temprano, usaban lupa y coladera para dejar pasar a la nueva sociedad revolucionaria… Si un bárbaro general sonorense se casaba con una linda señorita sinaloense, allí

estaban los parientes y allegados de Culiacán para aprobar o desaprobar. La familia del general Obregón no tenía pretensiones sociales y el Manco de Celaya mejor hubiera hecho de quedarse en su finca de Huatabampo a cuidar guajolotes que empeñarse en la reelección y la muerte. Los Calles, en cambio, querían relacionarse, figurar, presentar a sus hijas en el Country Club de Churubusco y luego casarlas a todas por la iglesia, ¡no faltaba más!, aunque en ceremonias privadas. El caso más notable y respetado, sin embargo, fue el del general Joaquín Amaro, la estampa misma del cabecilla revolucionario, un jinete sin par que parecía más bien centauro, un indígena yaqui de paliacate y arracada, piel de ébano, gruesos labios sensuales y desafiantes y mirada perdida en el origen de las tribus, que se casó con una señorita de la mejor sociedad norteña cuyo regalo de bodas fue obligar al general a aprender francés y urbanidad.

Muchachos parranderos los hubo siempre, aunque ya no había dinero para estudiar en el extranjero y ahora todos iban a la Escuela de Derecho en San Ildefonso, a la Escuela de Medicina en Santo Domingo, los más humildes a las vocacionales, los más fifís a Arquitectura: todo ocurría en el viejo centro, rodeado de cantinas, cabarets y prostíbulos. La vida popular hormigueaba invisible, de día y de noche, y México era aún ciudad de sombrerudos y huara-chudos, de overol y rebozo: es lo que me enseñó mi marido Juan Francisco cuando me llevó a ver los barrios populares y me convenció de que los problemas eran tan gigantescos que mejor debía quedarme en casa y cuidar a mis hijos…

– Tu marido no te enseñó nada -dijo con ferocidad desacostumbrada Orlando Ximénez, tomando a Laura Díaz de la muñeca y obligándola a bajar en medio de un erial construido, ése era el choque brutal, la paradoja, éstas eran las calles, éstas eran las casas, y sin embargo éste era el desierto en medio de la ciudad, ésta era una ruina construida de polvo, concebida como ruina, una pirámide de arena por cuyos costados aparecían, invisibles a primera vista, siluetas incompletas, formas difíciles de nombrar, un mundo a medio hacer y ellos avanzaban en medio de este misterio urbano gris, Orlando llevando de la mano a Laura como Virgilio a Beatriz, no a Dante; a otra Laura, no a Petrarca; obligándola a mirar, mira, los ves, van saliendo de los hoyos, van emergiendo de la basura, di-me Laura, ¿qué puedes hacer por esa mujer a la que llaman La Rana que salta con el tronco aplastado contra los muslos, mírala, obligada a saltar como un batracio en busca de basura comestible, qué

puedes hacer Laura, míralo, qué puedes hacer por ese hombre que se arrastra por la calle sin nariz ni brazos ni piernas, como una serpiente humana?; y míralos ahora porque es de noche, porque sólo aparecen cuando no hay luz, porque le tienen miedo al sol, porque de día viven encerrados por miedo, para no ser vistos, ¡qué son, Laura? Míralos bien, ¿son enanos, son niños, son niños que ya no van a crecer más, son niños muertos que se quedaron rígidos, de pie, a medio enterrar en el polvo, dime Laura, esto te lo enseñó tu marido, o sólo te mostró la parte bonita de la pobreza, los obreros con camisa de mezclilla, las putas bien polveadas, los organilleros y los cerrajeros, las tamaleras y los talabarteros?, ¿ésa es su clase obrera?, ¿quieres rebelarte contra tu marido, lo odias, no te dio oportunidad de hacer algo por los demás, te menospreció?, pues ahora yo te la doy, yo te tomo de los hombros, Laura, te obligo a abrir los ojos y preguntarte, Laura, ¿que, qué puedes contra todo esto?, ¿por qué no pasamos tú y yo nuestras noches aquí, con La Rana y La Culebra y los niños que no van a crecer y tienen miedo de ver el sol, en vez de pasarlas con Carmen Cortina y Querubina de Landa y el Nalgón del Valle y la actriz que se pinta el pubis de blanco, por qué?

Laura se abrazó muy fuerte a Orlando y soltó un llanto que venía guardando, dijo, desde que nació, desde que perdió al primer muerto y se preguntó, por qué se muere la gente que yo amo, para qué nacieron entonces…

– ¿Qué se puede hacer? Son miles, millones, quizás Juan Francisco tenga razón, ¿por dónde empiezas?, ¿qué se puede hacer por toda esta gente?

– Dímelo tú.

– Escoge al más humilde entre todos. A uno solo, Laura. Escoge a uno y salvarás a todos.

Laura Díaz mirando el paso de la meseta calcinada desde la ventanilla del pullman de regreso a casa, de regreso a Veracruz, lejos de la pirámide de arena por la que se abrían paso, como orugas, cucarachas, cangrejos, en vericuetos invisibles que de noche brotaban de hoyos como chancros, las mujeres ranas, los culebras hombres y los niños raquíticos.

Hasta esa noche no creía realmente en la miseria. Vivimos protegidos, condicionados para ver sólo lo que queremos ver. Esto le dijo Laura a Orlando. Ahora, rumbo a Xalapa, ella misma sintió la necesidad angustiosa de ser compadecida: experimentó un ansia de piedad, sabiendo que lo que ella pedía para sí, su parte de com-

pasión, es lo que de ella se esperaba en la casa de la calle Bocanegra, un poco de compasión, un poco de atención por todo lo olvidado -la madre, la tía, los dos hijos- para no decirles la verdad, para mantenerlos en la ficción original, era mejor que Dantón y Santiago crecieran en una ciudad de provincia, bien cuidados, mientras Laura y Juan Francisco arreglaban sus vidas, sus carreras, en la difícil ciudad de México, en el dificilísimo país que emergía del surco, de la ceniza, de la sangre de la Revolución… Sólo la tiíta María de la O sabía la verdad pero sobre todo sabía que la discreción es la verdad que no hace daño.

Estaban sentadas las cuatro en los viejos sillones con respaldo de mimbre que la familia venía arrastrando desde el puerto de Ve-racruz. Le abrió el zaguán el negro Zampayita y éste fue el primer asombro de Laura: el alegre saltarín tenía la cabeza blanca y la escoba ya no le servía para bailar «tomando a la pareja del talle si se deja»; era un báculo sobre el cual el viejo servidor de la familia apoyó su exclamación mutilada, su «¡Niña Laura!» apagada por el chitón impuesto por el gesto de Laura, en el dedo contra los labios mientras el negro tomaba la maleta de la niña y ella lo dejó hacer para que se siguiera respetando a sí mismo, aunque apenas podía con la petaca.

Laura lo que quería era verlas primero desde la puerta de entrada al salón, sin que la vieran a ella, detrás de las cortinillas raídas, las cuatro hermanas sentadas en silencio, la tía Hilda moviendo nerviosamente los dedos artríticos como si tocara un piano sordo, la tía Virginia murmurando en silencio un poema que no tenía fuerzas para consignar al papel, la tiíta María de la O mirándose ensimismada los tobillos gordos y sólo Leticia, la Mutti, tejiendo una gruesa chambra que se extendía sobre sus rodillas, protegiéndola, en el acto de tejer, del frío decembrino de Xalapa, cuando las nieblas del Cerro de Perote se juntan con las de las presas, las fuentes, los riachuelos que se dan cita en la zona subtropical fértil entre las montañas y la costa.

Al levantar la vista para apreciar su labor, Leticia encontró la mirada de Laura y exclamó hija, hija mía, incorporándose con Pena mientras Laura corría a abrazarla, no te muevas, Mutti, no te canses, nadie se levante, por favor, y de haberse levantado, ¿se habría ahorcado a sí misma la tía Hilda con el sofocante que le ceñía la papada y le angostaba aún más los ojos cegatones detrás de espejuelos espesos como un muro de acuario? ¿Se habría descascarado la tía Virginia cuyo rostro pambaseado de arroz no era ya una arruga polveada, sino un polvo arrugado? ¿Se habría derrumbado la tiíta

María de la O sobre la losa recién trapeada del piso sin alfombra, perdido el soporte de los tobillos hinchados?

Pero Leticia se incorporó, recta como una flecha, paralela a las paredes de la casa, su casa, suya, esto le decía a Laura la actitud toda de su madre, la casa es mía, yo la mantengo limpia, ordenada, activa, modesta pero suficiente. Aquí no falta nada.

– Nos haces falta, hija. Le haces falta a tus hijos.

Laura la abrazó, la besó, se quedó callada. No iba a recordarle que ellas, madre e hija, vivieron doce años separadas en Cate-maco del padre Fernando y el hermano Santiago y que las razones del pasado podrían invocarse en el presente. El presente de ayer, sin embargo, no era el pasado de hoy. Las fiestas de Carmen Cortina pasaron velozmente por el entrecejo de Laura, a la carrera, como los perros sueltos alrededor de la estación de ferrocarril; acaso los perros admiraban secretamente la velocidad de las locomotoras; acaso los invitados de Carmen Cortina eran otra jauría de animales sin dueño.

– Los niños están en la escuela. Ya no tardan.

– ¿Cómo van sus estudios?

– Están con las señoritas Ramos, claro.

Iba a decir, ¡Dios mío, no se han muerto!, pero eso hubiese sido otro desacierto, un faux pas como diría Carmen Cortina, cuyo mundo parecía desaparecer, ahora, en la irrealidad más lejana e invisible. Laura sonrió por dentro. Ése había sido durante el año y medio de sus amores con Orlando Ximénez, su mundo, el mundo diario, o más bien nocturno, de Laura y Orlando juntos.

Laura y Orlando. Qué diferente sonaba esa pareja aquí en la casa de Xalapa, en Veracruz, en la memoria resucitada de Santiago el primero. Se sorprendió pensando esto porque su hermano fue fusilado a los veintiún años de edad, pero el nuevo Santiago que entraba ahora a la sala con su mochila al hombro era un caballerito de doce años de edad, serio como un retrato y directo en su anuncio preliminar:

– Dantón se quedó castigado. Tiene que llenar veinte páginas sin una sola mancha de tinta.

Las señoritas Ramos serían siempre las mismas, pero Santiago no había visto a su mamá en cuatro años. Sin embargo, enseguida supo quién era. No corrió a abrazarla. Dejó que ella viniese hasta él, se hincase para besarlo. No cambió el semblante del niño. Laura pidió auxilio con la mirada a las mujeres de la casa.

– Así es Santiago -dijo la Mutti Leticia-. No he conocido niño más serio.

– ¿Puedo retirarme? Tengo mucha tarea.

Besó la mano de Laura -¿quién le habría enseñado eso, las señoritas Ramos, o era innata la cortesía, la lejanía?- y salió saltando. Laura celebró este gesto infantil; su hijo entraba y salía saltando, aunque hablase como un juez.

La cena fue lenta y penosa. Dantón mandó decir con una sirvienta que iba a dormir en casa de un amigo y Laura no quería jugar a la capitalina activa y emancipada, ni turbar la siesta ambulante que pasaba por vigilia de sus tías, ni ofender, por el contrario, la admirable y nerviosa actividad de su madre, pues Leticia era quien cocinaba, corría, servía, mientras que el negro Zampayita canturreaba en el patio y a falta de conversación un olor peculiar, el olor de la casa de huéspedes, se iba apoderando de todos los espacios; era el aroma muerto de muchas noches solitarias, de muchas visitas apresuradas, de muchos rincones donde pese al esfuerzo de la Mutti y la escoba del negrito se iban acumulando el polvo, el tiempo, el olvido.

Porque huéspedes no había en esta ocasión, aunque siempre pasaban uno o dos por semana que permitían mantener la pensión modestamente, más la ayuda de Laura para los niños, escuchaba la hija a la madre con creciente zozobra, ansiosa de estar a solas con ella, su madre Leticia, pero también con cada una de las mujeres de esta casa sin hombres -sacudirlas de la apatía de una siesta eterna. Pero pensar esto no sólo era una ofensa para ellas; era una hipocresía para Laura que durante dos años había vivido de la caridad de Elizabeth, dividiendo la mesada de Juan Francisco diputado de la CROM entre pagos a Elizabeth, gastos personales y un poco para los niños acogidos en Xalapa mientras Laura dormía hasta las doce del día después de desvelarse hasta las tres de la mañana, nunca oía a Orlando levantarse más temprano y salir a sus misteriosas ocupaciones, Laura se había engañado leyendo en la cama, diciéndose que no estaba perdiendo el tiempo, que se educaba a sí misma, leía lo que le había faltado leer de adolescente, después de descubrir a Carlos Pellicer, leer a Neruda, a Lorca, y atrás a Queve-do, a Garcilaso de la Vega… con Orlando iba a Bellas Artes a oír a Carlos Chávez dirigiendo obras que para ella eran todas nuevas, Pues en su memoria sólo flotaba como un perfume Chopin tocado por la tía Hilda en Catemaco, y ahora se juntaban en una vasta misa musical Bach, Beethoven y Berlioz; Ponce, Revueltas y Villa-

lobos; no, no había perdido el tiempo en las fiestas de Carmen Cortina, al leer un libro o escuchar un concierto dejaba, al mismo tiempo, correr su pensamiento personal más interior y profundo con el propósito -se decía a sí misma- de situarse en el mundo, comprender los cambios en su vida, proponerse metas firmes, más seguras que la fácil salida -le parecía ahora, recostada de vuelta en la cama de su adolescencia abrazada de nuevo a Li Po- de la vida matrimonial con Juan Francisco o incluso la muy placentera vida bohemia con Orlando -algo mejor para sus hijos Santiago y Dan-tón, una madre más madura, más segura de sí…

Ahora estaba de vuelta en el hogar y esto era lo mejor que pudo haber hecho, regresar a su raíz y sentarse tranquilamente a beber espumosas en La Jalapeña de don Antonio C. Báez, quien aseguraba a sus clientes: «Esta fábrica no endulza sus aguas con sacarina», mirando los aparadores de la casa de Ollivier Hermanos ofreciendo todavía los corsets «La Ópera» y hojeando en la librería La Moderna de don Raúl Basáñez las revistas ilustradas europeas que tanto aguardaba su padre Fernando Díaz cada mes en el muelle de Vera-cruz. Entró a la Casa Wagner y Lieven, frente al Parque Juárez, para comprarle a la tía Hilda las partituras de un músico que acaso ella desconocía, Maurice Ravel, escuchado por Orlando y Laura en un concierto de Carlos Chávez en Bellas Artes.

Ellas actuaban como si nada hubiese pasado. Ésa era su fuerza. Estaban para siempre en el beneficio cafetalero de don Felipe Kelsen natural de Darmstadt en la Renania. Movían las manos en la mesa como si los cubiertos fuesen de plata, no de estaño; los platos de porcelana, no de barro; el mantel de lino, no de manta; había algo concreto a lo que no habían renunciado, sin embargo. Cada mujer tenía su propia servilleta de lino almidonada, cuidadosamente enrollada y protegida por un anillo de plata con la inicial de cada una de ellas, una V, una H, una MO, una L grabadas con arte y relieves gari-goleados. Era lo primero que cada una tomaba al tomar sus lugares en la mesa. Era el orgullo, el salvavidas, el sello de alcurnia. Era la casta de los Kelsen, antes de los maridos, antes de las solterías confirmadas, antes de las muertes. El anillo de plata de las servilletas era la personalidad, la tradición, la memoria, la afirmación de todas ellas y de cada cual.

Un anillo de plata con una servilleta enrollada, limpia, crujiente de almidón; en la mesa actuaban como si nada hubiese pasado.

Laura empezó a buscarlas una por una, por separado, con una sensación de que las cazaba, eran las aves nerviosas y huidizas de dos temporadas pasadas, la de Laura y la de cada una de ellas… Virginia e Hilda se parecían más de lo que ellas mismas sabían. A la tía pianista, una vez relatada por enésima vez la queja contra el padre Felipe Kelsen que no le permitió quedarse a estudiar música en Alemania, Laura le sustrajo la queja más profunda, soy una vieja quedada, Laurita, una solterona sin remedio, ¿y sabes por qué?, porque me pasé la vida convencida de que todos los hombres me habrían preferido si yo les hubiera negado la esperanza. En la fiesta de la Candelaria en Tlacotalpan me asediaban, allí se conocieron tus padres ¿recuerdas?, y yo me encargué, por puro orgullo, de hacerles saber a mis pretendientes que yo, en cambio, era inaccesible.

– Lo siento. Ricardo. El sábado entrante regreso a Alemania a estudiar piano.

– Eres muy dulce, Heriberto, pero yo ya tengo novio en Alemania. Nos carteamos diario. Cualquier día viene a mí, o yo regreso a él…

– No es que no me gustes, Alberto, pero no estás a mi altura. Puedes besarme si quieres. Pero es un beso de adiós.

Y como en la siguiente fiesta de la Candelaria ella reaparecía sin novio, Ricardo se burlaba de ella, Heriberto se presentaba con novia local y Alberto ya estaba casado… Los ojos de un azul acuamarino de la tía Hilda se llenaban de lágrimas que le rodaban bajo los gruesos espejuelos empañados como la brumosa carretera a Perote y terminaba con el consabido consejo, Laurita, no te olvides de los viejos, ser joven no es ser piadoso, es olvidarse de los demás…

La tía Virginia se obligaba a sí misma a pasear por el patio -ya no podía salir a la calle, tenía el temor explicable de los viejos de caerse, romperse una pierna y no levantarse hasta el día de la Santa Resurrección de las Almas. Pasaba horas polveándose y sólo cuando se sentía perfectamente arreglada salía a dar sus rondas por el patio, recitando en voz inaudible poemas propios o ajenos: era imposible saberlo.

– ¿Te acompaño en tus vueltas, tía Virginia?

– No, no me acompañes.

– ¿Por qué?

– Lo haces por caridad. Te lo prohibo. -No. Por puritito cariño.

– Anda, no me acostumbres a la compasión. Tengo pavor de ser la última de esta casa y morirme sola aquí. Entonces, si te llamo a México, ¿vendrás a verme para que no me muera sin compañía?

– Sí, te lo prometo.

– Papera. Ese día vas a tener un compromiso inaplazable, estarás lejos, bailando el fox-trot y te importará un bledo si vivo o muero.

– Tía Virginia, yo te juro.

– No jures en vano, sacrilega. ¿Para qué tuviste hijos si no los cuidas? ¿No prometiste cuidarlos?

– La vida es difícil, tía: a veces…

– Pamplinas. Lo difícil es querer a la gente, a la gente de uno, ¿me entiendes?, no abandonarla, no obligar a nadie a mendigar un poco de caridad antes de morirse, sacre bleu!

Se detuvo y miró a Laura con unos ojos de diamante negro aún más notables por la cantidad de polvo que los rodeaba.

– Nunca lograste que el ministro Vasconcelos publicara mis poemas. Así cumples tus promesas, malagradecida. Me voy a morir sin que nadie haya recitado mis poesías más que yo.

Le dio la espalda, con un movimiento temeroso, a la sobrina.

Laura le contó la conversación con la tía Virginia a María de la O, quien sólo le dijo, piedad, hija, un poco de piedad para los viejos sin amor y respeto ajeno…

– Tú eres la única que sabe la verdad, tiíta. Dímelo, ¿qué debo hacer?

– Déjame pensar. No quiero meter la pata.

Se miró los tobillos hinchados y le dio un ataque de risa.

De noche, Laura sentía dolor y miedo, le costaba conciliar el sueño y se paseaba sola por el patio, como la tía Virginia durante el día, descalza para no hacer ruido y para no interrumpir los sollozos y los gritos memoriosos que se escapaban, sin saberlo, de cada recámara donde dormían las cuatro hermanas…

¿Quién sería la primera en irse? ¿Quién, la última? Laura se juró a sí misma que, estuviera donde estuviese, ella se encargaría de la última hermana, se llevaría a la que sobreviviese a vivir con ella, o se vendría a acompañarla aquí, no le daría la razón a la tía Virginia, «tengo pavor de ser la última y morirme sola».

Un patio nocturno donde se daban cita las pesadillas de cuatro ancianas.

A Laura le costaba incluir a su madre, Leticia, en ese coro del miedo. Se recriminó a sí misma cuando admitió que si alguna de las cuatro se quedaba sola, ojalá fuera la Mutti o la tiíta. Las tías Hilda y Virginia se habían vuelto maniáticas e insoportables y eran ambas, la sobrina estaba convencida de ello, vírgenes. María de la O no.

– Mi madre me obligó a acostarme con sus clientes desde los once años…

Laura no sintió ni horror ni compasión cuando la tiíta le confesó esto; sabía que la generosa y cálida mulata se lo decía para que Laura entendiese cuánto le debía la hija bastarda del abuelo Felipe Kelsen a la simple humanidad, pareja de la suya propia a pesar de las diferencias de edad, de clase y de raza, de la abuela Cósima Reiter y a la generosidad, también, del padre de Laura, Fernando Díaz.

La sobrina se acercó a abrazar y besar a la tía cuando le dijo esto, años atrás, en la casa de la Avenida Sonora, pero María de la O la detuvo con un brazo extendido, no quería compasión y Laura sólo besó la palma abierta de la mano admonitoria.

Quedaba Leticia, y Laura, de vuelta en el hogar, deseaba con toda su alma que la Mutti fuese la última en morir, porque era ella la que nunca externaba una queja, ni se dejaba vencer, era ella la que mantenía limpia y operante la casa de huéspedes y sin ella Laura se imaginó a las otras tres desamparadas, vagando por los pasillos como almas en pena mientras los platos sucios se acumulaban en la cocina de braseros, las hierbas crecían despeinadas en el patio, las despensas se vaciaban muertas de hambre, los gatos entraban a vivir en la casa y las moscas verdes cubrían con una máscara zumbante los rostros dormidos de Virginia, de Hilda, de Leticia y de María de la O.

– Sí, todos tenemos un futuro sin cariño -le dijo inopinadamente Leticia una tarde en que Laura la ayudaba a lavar los platos de la comida, añadiendo, tras una breve pausa, que se sentía contenta de tenerla aquí de vuelta, en su casa.

– Mutti, sentía mucha nostalgia de mi niñez, de los interiores sobre todo. Cómo se te van quedando, aunque se vayan dejando al mismo tiempo, una recámara, un ropero, un aguamanil, ese horrible par de cuadros del mocoso y el perro que no sé para qué los guardas…

– Nada me recuerda tanto a tu padre, no sé por qué, él no era así para nada…

– ¿Picaro, o pictórico? -sonrió Laura.

– No tiene importancia. Son cosas que asocio a él. No puedo sentarme a comer sin verlo a él en la cabecera, con esos cuadros detrás de su cabeza…

– ¿Se quisieron mucho?

– Nos queremos mucho, Laura.

Tomó las manos de su hija y le preguntó si creía que el pasado nos condenaba a la muerte.

– Vas a ver un día cómo cuenta el pasado para seguir viviendo y para que las personas que se quisieron, pues se sigan queriendo.

Aunque logró restablecer la intimidad con su pasado, Laura no pudo, en cambio, establecer contacto verdadero con sus propios hijos. Santiago era todo un caballerito, cortés y prematuramente serio. Dantón era un diablillo que no tomó a su madre ni en serio ni en broma, como si fuese una tía más de este gineceo sin sultán. Laura no supo hablarles, ni atraerlos y sintió que la falla era de ella, de una insuficiencia emocional que a ella, y no a sus hijos, le correspondía llenar.

Más bien dicho, el hijo más ¡oven, a sus once años de edad, se comportaba como si el sultán fuese él, un príncipe del hogar que no necesitaba probar nada para actuar caprichosamente y exigir, obteniéndola, la aquiescencia de las cuatro mujeres que lo miraban con un poco de miedo, así como a su hermano lo miraban con verdadero cariño. Dantón parecía ufanarse de la reticencia casi medrosa con que sus tías y su abuela lo trataban, aunque María de la O murmuró una vez este mocoso lo que requiere es un par de nalgadas y otra vez que ni siquiera anunció que no regresaría a dormir, la abuela Leticia se encargó de dárselas, a lo cual el niño contestó que no olvidaría el insulto.

– Yo no te insulto, mequetrefe, yo sólo te doy de nalgadas. El insulto me lo guardo para la gente importante, baboso.

Es la única vez que Laura vio a su madre violentarse y en ese acto todos los vacíos de autoridad, todas las ausencias que empezaban a marcar su propia existencia, se hicieron presentes, como si fuese Laura la que mereciese las nalgadas de su madre por no ser Laura la que disciplinaba a su hijo rebelde.

Santiago todo lo miraba con seriedad y a veces, parecía que el niño se reservaba un suspiro resignado pero desaprobatorio hacia su hermano menor.

Laura quiso reunidos para pasear o jugar con ellos. Encontró una resistencia testaruda de parte de ambos. No se ofendió, no

la rechazaron a ella, se rechazaban entre sí, parecían rivales de dos bandos contrarios. Laura recordó la vieja rencilla familiar entre proaliados y pro-germanos durante la guerra, pero esto nada tenía que ver con aquello, ésta era una guerra de carácter, de personalidades. ¿A quién se parecía Santiago el mayor, a quién Dantón el menor (deberían nombrarse al revés, Dantón el mayor, Santiago el menor; el segundo Santiago,;sería como su joven tío fusilado después de cumplir los veinte años?, ¿sería Dantón como su padre Juan Francisco, un hombre ambicioso pero fuerte el hijo, no débil como el padre, Juan Francisco era un ambicioso débil, se contentaba con tan poco?).

No supo hablarles; no supo atraerlos y sintió que la falla era de ella, de una insuficiencia emocional que a ella, y no a sus hijos, le correspondía llenar.

– Te prometo, Mutti -le dijo a Leticia al despedirse- que voy a arreglar mi vida para que los niños puedan regresar con nosotros.

Subrayó el plural y Leticia arqueó una ceja con sorpresa fingida, reprochándole a su hija el «nosotros» mentiroso, diciéndole sin palabras «ésa fue la diferencia con tu padre y conmigo, nosotros toleramos la separación porque nos quisimos mucho…». Pero Laura tuvo una premonición aguda, indeseada, cuando repitió, «Nosotros. Juan Francisco y yo».

Cuando tomó el tren de regreso a México, sabía que había mentido, que iba a buscar un destino para ella y sus hijos sin Juan Francisco, que reconciliarse con su marido era la salida fácil y la peor para el futuro de los niños.

Bajó la ventanilla del pullman y los vio sentados en el Isot-ta-Fraschini que Xavier Icaza, inútil pero elegantemente, le había regalado de bodas a Juan Francisco y a Laura y con el cual se habían quedado, inútilmente también, las cuatro hermanas Kelsen que ya no salían de su casa, dejando que el negro Zampayita se luciera manejándolo de tarde en tarde, o llevando de excursión a los niños. Las vio sentadas allí a las cuatro hermanas Kelsen, que habían hecho el supremo esfuerzo de venir a despedirla, junto con los niños. Dantón no la miraba; fingía, con ruidos estrambóticos de la nariz y la boca, que conducía el automóvil. La mirada de Santiago el niño no la olvidaría. Era el fantasma de sí mismo.

El tren arrancó y Laura sintió una angustia repentina. No eran cuatro las mujeres de la casa de Xalapa. ¡Li Po! ¡Olvidó a Li Po! ¿Dónde estaba la muñeca china, por qué nunca la buscó, ni pensó

en ella? Quiso gritar, quiso preguntar, el tren se alejó, los pañuelos se agitaron.

– ¿Te imaginas un líder obrero con un automóvil europeo de lujo estacionado en el garaje? Olvídalo, Laura. Dáselo a tu mamá y a tus tías.

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