I. Detroit: 1999

Conocía la historia. Ignoraba la verdad. Mi presencia misma era, en cierto modo, una mentira. Vine a Detroit para iniciar un documental de televisión sobre los muralistas mexicanos en los Estados Unidos. Secretamente, me interesaba más retratar la decadencia de una gran ciudad, la primera capital del automóvil, nada menos; el sitio donde Henry Ford inauguró la fabricación en serie de la máquina que gobierna nuestras vidas más que cualquier gobierno.

Entre las pruebas del poderío de la ciudad se cuenta que en 1932 invitó al artista mexicano Diego Rivera a decorar los muros del Detroit Institute of Arts y ahora, en 1999, yo estaba aquí -oficialmente, digo- para realizar una serie de TV sobre éste y otros murales mexicanos en los Estados Unidos. Empezaría con Rivera en Detroit y seguiría con Orozco en Dartmouth y California, para seguir con un misterioso Siqueiros que me encargaron descubrir en Los Ángeles y con las obras perdidas del propio Rivera: el mural condenado del Rockefeller Center porque allí aparecían Lenin y Marx; y la serie para la New School -varios grandes paneles, desaparecidos también.

Éste era mi encargo de trabajo. Insistí en comenzar en Detroit por un motivo. Quería fotografiar la ruina de una gran urbe industrial como digno epitafio a nuestro terrible siglo XX. No me movían ni la moral de la advertencia ni cierto gusto apocalíptico por la miseria y la deformidad; ni siquiera el simple humanismo. Soy fotógrafo, pero no soy ni el maravilloso Sebastián Salgado ni la temible Diane Arbus. Preferiría tener, si fuese pintor, la claridad sin problemas de un Ingres o la tortura interior de un Bacon. Intenté la pintura; fracasé; no me rendí; me dije que la cámara es el pincel de nuestro tiempo y aquí me tienen, contratado para un propósito, pero presente -presentido acaso- para otro muy distinto.

Me levanté temprano para hacer lo mío antes de que el equipo de filmación se presentara frente a los murales de Diego. Eran las seis de la mañana y el mes de febrero. Esperaba la oscuridad. La atendía. Pero su prolongación me enervó.

– Si quiere ir de compras, si quiere ir a un cine, el hotel tiene una limo para llevarlo y traerlo -me dijeron en la recepción.

– El centro comercial está a dos cuadras de aquí -contesté entre asombrado e irritado.

– No nos hacemos responsables -sonrió afectadamente el recepcionista. Sus facciones no eran memorables.

Si el pobre supiera que iba a ir lejos, mucho más lejos que al centro comercial. Iba a llegar, sin saberlo, al centro del infierno de la desolación. Dejé atrás, a paso veloz, el conjunto de rascacielos, reunidos como una constelación de espejos -una nueva ciudad medieval y protegida contra el asalto de los bárbaros- y me bastaron diez o doce cuadras para perderme en un páramo oscuro y calcinado de terrenos baldíos tachonados por costras de basura.

A cada paso que daba -a ciegas, debido a la oscuridad persistente, porque mi ojo único era mi cámara, porque era un Polifemo moderno con el ojo derecho pegado al monóculo de la Leica y el ojo izquierdo cerrado, ciego, con mi mano izquierda extendida como un perro policía, a tientas, con mis pies tropezando a veces, otras hundidos, en algo que no sólo se olía, no se veía-, me iba internando en una noche no sólo persistente, sino renaciente. En Detroit la noche nacía de la noche.

Solté por un instante la cámara sobre mi pecho, sentí el golpe seco sobre el diafragma -dos, el mío, el de la Leica- y refrendé mi sensación. Esto que me rodeaba no era la noche prolongada de un amanecer de invierno; no era, como la imaginación me lo daba a entender, una oscuridad naciente, compañera inquieta del día.

Era la oscuridad permanente, la tiniebla inseparable de la ciudad, su compañera, su espejo fiel. Me bastó girar en redondo y mirarme en el centro de un erial parejo, gris, engalanado aquí y allá de charcos, senderos fugitivos trazados por pies medrosos, árboles desnudos más negros que este paisaje después de la batalla. Lejana, espectralmente, se veían casas en ruinas, casas del siglo anterior con techumbres vencidas, chimeneas derrumbadas, ventanas ciegas, porches desnudos, puertas desvencijadas y, a veces, el acercamiento tierno e impúdico de un árbol seco a una claraboya mugrosa. Una mecedora se movía, soltera, rechinando, recordándome, sin ubicación, otros tiempos apenas presentidos en la memoria…

Campos de soledad, mustio collado, repitió mi memoria escolar mientras mis manos retomaban la cámara y la de mi mente iba de click en click, fotografiando México DF, Buenos Aires si no fuera por el río, Río si no fuera por el mar, Caracas del carajo, Lima la horrible, Bogotá sin fe santa o no, Santiago sin remedio. Retrataba los tiempos futuros de nuestras ciudades latinoamericanas en el presente de la urbe industrial más industrial de todas, la capital del automóvil, la cuna del trabajo en serie y del salario mínimo: Detroit, Michigan. Lo fui fotografiando todo, las carrocerías antiguas abandonadas en medio de los potreros más abandonados aún, las súbitas calles empedradas de vidrio roto, el parpadeo de luces en los expendios de… ¿qué?

¿Qué se vendía en las únicas esquinas iluminadas de este inmenso hoyo negro? Entré, casi deslumbrado, a pedir un refresco en uno de esos estanquillos.

Una pareja tan cenicienta como el día me miró con una mezcla de sorna, resignación y hospitalidad maligna, inquiriendo, ¿qué quiere? y contestándome, aquí hay de todo.

Estaba un poco atarantado, o será la costumbre, pero pedí en español una coca. Se rieron idiotamente.

– Los caldeos sólo vendemos cerveza y vino -dijo el hombre-. Droga no.

– Billetes de lotería sí -añadió la mujer.

Regresé casi por instinto al hotel, me cambié los zapatos embadurnados de todo el desperdicio del olvido, estuve a punto de darme el segundo regaderazo del día, miré el reloj. El equipo me esperaba en el lobby y mi puntualidad era no sólo mi prestigio sino mi mando. Miré, poniéndome la chamarra, el paisaje desde la ventana. La ciudad cristiana y la ciudad islámica convivían en Detroit. La luz iluminaba las cimas de los rascacielos y de las mezquitas. El resto del mundo seguía hundido en la oscuridad.

Llegamos con el equipo al Instituto de Artes. Primero atravesamos el mismo páramo interminable, cuadra tras cuadra de terrenos baldíos, aquí y allá la ruina de una mansión victoriana y al fin del desierto urbano (o más bien, en su mero centro) una construcción pompier de principios de siglo, pero limpia pero bien conservada pero amplia y accesible mediante anchas escalinatas de piedra y altas puertas de vidrio y fierro. Era como un memento feliz en el baúl de las desgracias, era una anciana erguida y enjoyada que ha sobrevivido a todos sus descendientes, una Raquel sin lágrimas. The Detroit Institute of Arts.

El enorme patio central, protegido por un alto tragaluz, era escenario de una exhibición de flores. Allí se amontonaba el pú-

blico esta mañana. ¿De dónde las habrían traído?, le pregunté a un gringo del equipo, que me contestó encogiéndose de hombros, sin mirar siquiera la plétora de tulipanes, crisantemos, lirios y gladiolas exhibidas en los cuatro costados del patio que atravesamos con la prisa que el equipo se imponía y me imponía. La televisión y el cine son tareas que se quieren abandonar de prisa, apenas suena la hora de cortar. Por desgracia, quienes viven de ellas no conciben otra cosa que hacer con sus vidas sino seguir filmando uno y otro y otro día… Venimos a trabajar.

Allí estaba Rivera, Diego, Diego María de Guanajuato, Diego María Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez,, 1886-1957.

Perdónenme la risa. Es una buena risa, una carcajada irreprimible de reconocimiento y acaso de nostalgia. ¿De qué? Creo que de la inocencia perdida, de la fe en la industria; el progreso, la felicidad y la historia dándose la mano gracias al desarrollo industrial. A todas estas glorias había cantado Rivera, como se debe, en Detroit. Como los anónimos arquitectos, pintores y escultores de la Edad Media construyeron y decoraron las grandes catedrales para alabar al Dios único, invariable e indudable, Rivera vino a Detroit como los peregrinos de antaño a Canterbury y a Compostela: lleno de fe. Reí también porque este mural era como una postal a colores del escenario móvil, en blanco y negro, de la película de Chaplin, Tiempos modernos. Las mismas máquinas pulidas como espejos, los engranajes perfectos e implacables, las confiables máquinas que Rivera el marxista veía como signo igualmente fidedigno de progreso, pero que Chaplin vio como fauces devoradoras, máquinas de deglución como estómagos de fierro que se tragan al trabajador y lo expulsan, al final, como un pedazo de mierda.

Aquí no. Éste era el idilio industrial, el reflejo de la inmensamente rica ciudad que Rivera conoció en los años treinta, cuando Detroit le daba empleo y vida decente a medio millón de obreros.

¿Cómo los vio el pintor mexicano?

Había algo extraño en este mural de actividad hormiguienta y espacios repletos de figuras humanas sirviendo a máquinas pulidas, serpentinas, interminables como los intestinos de un animal prehistórico pero que tarda, arrastrándose, en regresar al tiempo actual. Yo también tardé en ubicar el origen de mi extrañeza. Tuve una sensación desplazada y excitante, de descubrimiento creativo, tan rara

en tareas de televisión. Estoy detenido aquí frente a un mural de Diego Rivera en Detroit porque dependo de mi público como Rivera, acaso, dependió de sus patrocinadores. Pero él se burlaba de ellos, les plantaba banderas rojas y líderes soviéticos en las narices de sus bastiones capitalistas. En cambio, yo no merecería ni la censura ni el escándalo: el público me da el éxito o el fracaso, nada más. Click. Se apagó la caja idiota. Ya no hay patrocinadores y a nadie le importa un carajo. ¿Quién se acuerda de la primera telenovela que vio en su vida -o, lo que es lo mismo, de la última?

Pero esa sensación de extrañeza ante una obra mural tan conocida, no me dejaba en paz ni me permitía filmar a gusto. Escudriñé. Pretexté el mejor ángulo, la mejor luz. Los técnicos son pacientes. Respetaron mi esfuerzo. Hasta que di en el clavo. Había mirado sin ver. Todos los trabajadores norteamericanos pintados por Diego estaban de espaldas al espectador. El artista sólo pintó espaldas trabajando, salvo cuando los trabajadores blancos usaban gog-gles de vidrio para protegerse del chisporroteo de las soldaduras. Los rostros norteamericanos eran anónimos. Enmascarados. Como ellos nos ven a los mexicanos, así los vio Rivera a ellos. De espaldas. Anónimos. Sin rostro. Entonces Rivera no reía, no era Charlot, era sólo el mexicano que se atrevía a decirles ustedes no tienen rostro. Era el marxista que les decía su trabajo no tiene el nombre ni la cara del trabajador, su trabajo no es de ustedes.

¿Quiénes miraban, en contraste, al espectador?

Los negros. Ellos tenían caras. Las tenían en 1932, cuando Rivera vino a pintar y Frida ingresó al Hospital Henry Ford y el gran escándalo fue una Sagrada Familia que Diego introdujo ostensiblemente en el mural para provocar, aunque Frida estaba embarazada y perdió al niño y en vez de niño dio a luz a una muñeca de trapo y al bautizo de la muñeca asistieron loros, monos, palomas, un gato y un venado… ¿Se burlaba Rivera de los gringos, o les tenía miedo y por eso no los pintaba de cara al mundo?

El artista nunca sabe lo que sabe el espectador. Nosotros conocemos el futuro y ese mural de Rivera, los rostros negros que sí se atrevió a mirar, que sí se atrevieron a mirarnos, tenían puños no sólo para construirle autos a Ford. Sin saberlo, por pura intuición, Rivera pintó en 1932 a los negros que el 30 de julio de 1967 -la fecha está grabada en el corazón de la ciudad- le prendieron fuego a Detroit, la saquearon, la balacearon, la redujeron a cenizas y le entregaron cuarenta y tres cadáveres a la morgue. ¿Ésos eran los úni-

cos que miraban de frente en el mural, esos cuarenta y tres futuros muertos, pintados por Diego Rivera en 1932 y desaparecidos en 1967, diez años después de la muerte del pintor, cuarenta y cinco años después de ser pintados?

Un mural sólo en apariencia se deja ver de un golpe. En realidad, sus secretos requieren una mirada larga y paciente, un recorrido que no se agote, siquiera, en el espacio del mural, sino que lo extienda a cuantos lo prolongan. Inevitablemente, el mural posee un contexto que eterniza la mirada de las figuras y la del espectador. Me sucedió algo extraño. Tuve que dirigir mi propia mirada fuera del perímetro del mural para regresar violentamente, como una cámara de cine que del full-shot se dirige como flecha al acercamiento brutal, al detalle, a las caras de las mujeres trabajadoras, masculi-nizadas por el pelo corto y el overol, pero sin duda figuras femeninas. Una de ellas era Frida. Pero su compañera, no Frida sino la otra mujer de la pintura -sus facciones aguileñas, consonantes con su gran estatura, su mirada melancólica de cuencas sombreadas, sus labios delgados pero sensuales por su descarnamiento mismo, como si las líneas fugitivas de su boca proclamasen una superioridad estricta, suficiente, sin coloretes, sobria e inagotable por ello, abundante en secretos al decir, al comer, al amar…

Miré esos ojos casi dorados, mestizos, entre europeos y mexicanos, los miré como los había mirado tantas veces en un pasaporte olvidado en un cajón tan cancelado como el propio documento de viaje. Los miré igual que en fotos exhibidas, desparramadas o arrumbadas por toda la casa de mi joven padre asesinado en octubre de 1968. Esos ojos que mi recuerdo muerto no conoció pero que mi memoria viva conserva en el alma, treinta años más tarde, ahora que voy a cumplir treinta y cuatro y el siglo XX se nos va a morir; esos ojos los miré temblando, con un azoro casi sagrado, tan largo sin duda que mis compañeros de trabajo se detuvieron, se acercaron, ¿me pasaba algo?

¿Me pasaba algo? ¿Recordaba algo? Yo miraba el rostro de esa bella y extraña mujer vestida de obrero y al hacerlo, todas las formas del recuerdo, la memoria o como se llamen esos instantes privilegiados de la vida, se agolparon en mi cabeza como un océano desatado cuyas olas son siempre iguales y nunca las mismas: acabo de mirar el rostro de Laura Díaz, esa cara descubierta en medio de la plétora del mural es la de una sola mujer y su nombre es Laura Díaz.

El camarógrafo Terry Hopkins, un viejo -aunque joven- amigo, le dio una iluminación final, filtrada de acentos azules, a la pared pintada, como un acto de despedida, acaso -Terry es un poeta- pues su iluminación se confundía con la del ocaso real del día que vivíamos en febrero de 1999.

– ¿Estás loco? -me dijo-. ¿Vas a regresar a pie al hotel?

No sé cómo lo miré, pero no me dijo nada más. Nos separamos. Cargaron el latoso (y costoso) equipo de filmación. Partieron en el minivan.

Me quedé solo con Detroit, la ciudad arrodillada. Me fui caminando lentamente.

Libre, con la furia de una masturbación juvenil, empecé a disparar mi cámara en todas las direcciones, contra las prostitutas negras y las jóvenes patrulleras negras de la policía, contra los niños negros con gorros de estambre agujereados y chamarras friolentas, contra los viejos pegados a un bote de basura convertido en calentador callejero, contra las casas abandonadas -sentí que las penetraba todas- donde se hospedaban los miserables sin más hogares que éstos, contra los junkies que se inyectaban placer y mugre en los rincones, a todos les fui disparando descarada, ociosa, provocativamente con mi cámara como si recorriese una galería ciega donde el hombre invisible no era ninguno de ellos sino yo, yo mismo devuelto repentinamente a la ternura, a la añoranza, al cariño de una mujer a la que no conocí en mi vida, pero que la llenaba con todas esas formas del recuerdo que son su parte involuntaria y su parte de volición, sus privilegios y sus peligros: memoria que es al mismo tiempo expulsión del hogar y regreso a la casa materna; temerario encuentro con el enemigo y añoranza de la cueva original.

Un hombre con una tea encendida pasó gritando por los pasillos de la casa abandonada, prendiendo fuego a todo lo inflamable; recibí un golpe en la nuca y caí mirando un rascacielos solitario parado de cabeza, bajo un cielo acatarrado; toqué la sangre ardiente del verano que aún no llegaba, bebí las lágrimas que no borran la oscuridad de la piel, escuché el ruido de la mañana, pero no su anhelado silencio; vi a los niños jugando entre las ruinas, examiné la ciudad yacente, ofreciéndose a una auscultación sin pudor; me oprimió el cuerpo entero un desastre de ladrillo y humo, el holocausto urbano, la promesa de las ciudades inhabitables; un hogar para nadie en la ciudad de nadie.

Alcancé a preguntarme, cayendo, si se puede vivir la vida de una mujer muerta exactamente como ella la vivió, descubrir el secreto de su memoria, recordar lo mismo que ella.

La vi, la recordaré.

Es Laura Díaz.

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