No debiste venir aquí. Esta isla no existe. Es un espejismo de los desiertos africanos. Es una balsa de piedra desprendida de España. Es un volcán que se olvidó de irrumpir en México. Vas a creer lo que ves y cuando te vayas te darás cuenta de que nada está allí. Vas a acercarte en el vapor a una fortaleza negra que surge del Atlántico como un fantasma lejano de Europa. Lanzarote es la nave de piedra anclada precariamente frente a las arenas de África; pero la piedra de la isla es más ardiente que el sol del desierto.
Todo lo que ves es falso, es el cataclismo nuestro de cada día, sucedió anoche, no ha tenido tiempo de hacerse historia, y va a desaparecer en cualquier momento, como llegó, de la noche a la mañana. Miras las montañas de fuego que dominan el paisaje y recuerdas que hace apenas dos siglos no existían. Las cumbres más altas y fuertes de la isla acaban de nacer y nacieron destruyendo, sepultaron en lava ardiente las humildes viñas, y apenas se calmó la primera erupción, hace cien años, otra vez, el volcán volvió a bostezar y con su hálito quemó todas las plantas y cubrió todos los techos.
No debiste venir aquí. ¿Qué te trajo de nuevo hasta mí? Nada de esto es cierto. ¿Cómo van a caber dentro de un cráter debajo del mar una cordillera de arena y un lago de un azul más fuerte que el del mar y el del cielo? Qué ganas de darte cita allá abajo de las olas, donde tú y yo nos volvamos a ver como dos espectros del mar océano que siempre debió separarnos. ¿Vamos a reunimos ahora tú y yo en una isla trémula donde el fuego está enterrado en vida?
Mira: basta plantar un árbol a menos de un metro de hondura para que sus raíces ardan. Basta verter un cántaro en un hoyo cualquiera para que su agua hierva. Y si yo me hubiese podido refugiar en el dédalo de lava que es la colmena subterránea de Lanzarote, lo hubiese hecho y nunca me habrías encontrado. ¿Por qué me has buscado? ¿Cómo me encontraste? Nadie debe saber que estoy
aquí. Has llegado y no me atrevo a mirarte. Ésta es una mentira; has llegado y no quiero que me mires. No quiero que me compares con el hombre que viste por primera vez en México hace diez años -unos diez siglos entre aquel encuentro y éste, si es que el infierno tiene historia y el diablo lleva la cuenta del tiempo: también él es parte de la eternidad. Ahora no es hace diez años, cuando te dije,
– Quédate un rato más, ya no puedes recordar nuestras discusiones con Basilio Baltazar y Gregorio Vidal y te vas a reír, Laura, nuestras razones se volvieron todas sinrazones, pérdida, muerte, crueldad inexplicable, atentado a la vida, ¿qué queda de nosotros, Laura, sólo mi mirada de hace diez años, cuando nuestros ojos se anclaron yo en los tuyos y tú en los míos y tú te preguntaste por qué era yo distinto de todos los demás y yo te contesté en silencio «porque sólo te miro a ti»?
¿Queda la verdad que ves ahora, ves a tu antiguo amante refugiado en una isla frente a la costa de África y la última vez que lo viste fue en México, en tus brazos, en un hotel escondido junto a un parque de pinos y eucaliptos? ¿Es éste el mismo hombre que aquél? ¿Sabes qué cosa buscaba aquel hombre y qué cosa busca éste? ¿Será la misma cosa o dos cosas diferentes? Porque este hombre busca, Laura, sólo a ti me atrevo a decírtelo, este hombre que te amó está buscando algo. ¿Te atreves a mirarme y decirme la verdad: qué ves?
Diez años separados y el derecho a falsificar nuestras vidas para explicar nuestros amores y justificar lo que le ha sucedido a nuestros rostros. Podría mentirte como me mentí durante años a mí mismo. No llegué a tiempo, aquel día que nos separamos. El Prinz Eugen ya había zarpado de regreso a Alemania cuando llegué a Cuba. No pude hacer nada. El gobierno americano se negó a darle asilo a los pasajeros, todos ellos judíos que huían de Alemania. El gobierno cubano siguió, si no las instrucciones, sí el ejemplo de los Estados Unidos. Quizás la situación de los judíos bajo Hitler aún no calaba en la conciencia pública norteamericana. Los políticos más derechistas predicaban el aislacionismo, hacerle frente a Hitler era una ilusión peligrosa, una trampa izquierdista, Hitler le había devuelto el orden y la prosperidad a Alemania, Hitler era un peligro inventado por la pérfida Albión para embarcar a los yanquis en otra fatal guerra europea, Roosevelt era un sinvergüenza que buscaba la crisis internacional para volverse indispensable y ganar una reelección tras otra. Que Europa se suicide sola. Salvar judíos no era una propuesta popular en un país donde a los hebreos se les negaba en-
trada a los clubes de golf, a los hoteles caros y a las piscinas públicas, como si fueran portadores de la peste del Calvario. Roosevelt era un presidente pragmático. No contaba con apoyo para aumentar el número de inmigrantes aprobado por el Congreso. Cedió. Fuck you.
Podría mentirte. Llegué a Cuba aquella semana en que te abandoné y obtuve permiso para subir al barco. Tenía pasaporte diplomático español y el capitán era un hombre decente, un marino de la vieja escuela perturbado por la presencia en su barco de agentes de la Gestapo. Estos, al oír el nombre de España, levantaron el brazo con el saludo fascista. Daban por ganada la guerra. Yo los saludé igual. Qué me importaban los símbolos. Quería salvar a Raquel.
Me llamó la atención la extrema belleza juvenil de uno de los agentes, un Sigfrido de no más de veinticinco años, rubio y candoroso -no había frontera en su rostro entre la quijada muy rasurada y las mejillas cubiertas de rubio bozo- mientras que su compañero, un hombre pequeño de unos sesenta años, pudo haber sido, despojado del uniforme negro, las botas y el brazalete nazi, un contador de banco o conductor de tranvías o vendedor de conservas. Sus anteojillos pince-nez, su bigotillo mínimo brotando como dos alas de mosca a uno y otro lado de la hendidura labial que la espada del Dios de Israel abrió de un golpe encima de la boca de los recién nacidos para que olvidasen su inmensa memoria genitiva, prenatal. Los ojos del hombrecito se perdían como dos arenques muertos en el fondo de la cacerola de su cabeza rapada. Personificaba todo menos un policía, un verdugo.
Me saludaron con el brazo en alto, el hombrecito gritó viva Franco. Yo le devolví el saludo.
La encontré acuclillada en la proa, junto al astabandera donde colgaba la enseña roja con la esvástica negra. No miraba hacia el castillo del Morro y la ciudad. Miraba al mar, de vuelta al mar, como si su mirada alcanzase a regresar a Friburgo, a nuestra universidad y a nuestra juventud.
La toqué suavemente en el hombro y no tuvo necesidad de verme, se abrazó con los ojos cerrados a mis piernas, apretó la cara contra mis rodillas, lanzó un sollozo penitente, casi un grito que ya no le pertenecía a ella y que retumbaba en el cielo de La Habana como un coro que no salía de las voces de Raquel, sino que ella era la receptora de un himno llegado desde Europa para aposentarse en la voz de la mujer que yo había venido a salvar.
Al precio de mi amor por ti por/
– Nuestro amor nues/
– ¿Por qué nadie nos ayuda? -me dijo sollozando-, ¿por qué los americanos no nos permiten entrar, por qué los cubanos no nos dan asilo, por qué no responde el Papa a la súplica de su pueblo y el mío, Eli, Eli, lamma sabachtani!, por qué nos has abandonado, no soy yo una de los cuatrocientos millones de fieles que el Santo Padre puede movilizar para salvarme a mí, sólo a mí, una judía conversa al catolicismo…?
Le dije acariciándole la cabellera que yo había venido a salvarla. La cabellera revuelta por el viento huracanado y frío de esta mañana de febrero en Cuba. Vi el pelo revuelto de Raquel, la fuerza del viento y sin embargo la bandera del Reich en la proa colgaba inmóvil, sin ondear, como lastrada por plomo.
– ¿Tú?
Raquel levantó la mirada oscura, las cejas negras y unidas,
la morena piel sefardí, los labios entreabiertos por la oración, el llanto y la semejanza a la fruta, la nariz larga y temblorosa y pude ver otra vez sus ojos.
Le dije que estaba allí para sacarla del barco, había venido a casarme con ella, era la única manera de que se quedara en América, casada conmigo sería ciudadana española, ya no la podrían tocar, las autoridades cubanas estaban de acuerdo, un juez cubano subiría para la ceremonia…
– ¿Y el capitán? ¿El capitán no tiene derecho a casarnos?
– Estamos en aguas cubanas, no tiene…
– Me mientes. Sí tiene derecho. Pero tiene más miedo. Todos tenemos miedo. Estos animales han logrado meterle miedo al mundo entero.
La tomé de los brazos; el barco iba a zarpar de regreso en un par de horas y nadie volvería a ver a los judíos regresados al Reich, nadie, Raquel, sobre todo tú y los pasajeros de este barco, ustedes son culpables de haberse ido y de no haber encontrado refugio, oye la gran carcajada del Fiihrer, si nadie los quiere, ¿para qué los quiero yo?
– ¿Por qué el sucesor de San Pedro que era un pescador judío no habla contra los que persiguen a sus descendientes los judíos?
Que no pensara en eso, ella iba a ser mi mujer y entonces lucharíamos juntos contra el mal, porque habíamos conocido al fin el rostro del mal, entre todo el sufrimiento de este tiempo, le dije, por lo menos hemos ganado eso, ya sabes qué cara tiene Satanás,
Hitler ha traicionado a Satanás dándole el rostro que Dios le quitó al lanzarlo al abismo: entre el cielo y el infierno, un huracán como este que se avecina a Cuba le borró el rostro a Luzbel, lo dejó con una cara en blanco como una sábana y la sábana cayó en medio del cráter del infierno cubriendo el cuerpo del diablo, esperando el día de su reaparición tal y como lo anunció San Juan: vi cómo salía del mar una Bestia que tenía diez cuernos y siete cabezas y el pueblo adoró a la Bestia, ¿quién podría guerrear contra ella? Y de su boca salían palabras llenas de arrogancia y de blasfemia y fuele otorgado hacer la guerra a los santos y vencerlos… Ahora ya sabemos quién es la Bestia imaginada por San Juan. Vamos a combatir a la Bestia. Es una mancha de mierda sobre la bandera de Dios.
– Mi amor.
– Yo rezaré como católica por el pueblo judío, que fue el portador de la revelación hasta la llegada del Cristo.
– Cristo también tuvo rostro.
– Quieres decir que Cristo sí tuvo rostro. Escogió a la Magdalena para de¡ar la única prueba de su efigie.
– Entonces tú conoces la cara del bien pero también la cara del mal, la cara de Jesús y la cara de Hitler…
– No quiero conocer la cara del bien. Si pudiera ver a Dios, allí mismo me quedaría ciega. Dios nunca debe ser visto. Se acabaría la fe. Dios no se deja ver para que creamos en Él.
Tuvo que recibirla fuera del monasterio porque los hermanos no admitían la presencia de mujeres y aunque a él le daban una celda desnuda, también le arreglaron una cabaña cerca del pueblo de San Bartolomé. Allí soplaba un viento cálido que traía desde África el polvo del desierto y obligaba a los campesinos a proteger sus pobres siembras con bardas.
– Toda la isla está cercada por muros de piedra para defender las cosechas y la tierra misma está cubierta con una capa de lapillo para que crezca la vid, reteniendo la humedad de cada noche.
Ella miró alrededor de la cabaña de piedra. Adentro sólo había un catre, una mesa con una sola silla, una estantería muy pobre con un par de platos, cubiertos de estaño para una sola persona y media docena de libros.
Le dieron la cabaña para que no se sintiese parte integral del monasterio pero también para poder decirle a las autoridades, si preguntaban algo, que él no vivía allí, era un empleado, un jardinero… Cuando lo recibieron, hicieron una excepción de su propia regla, pero a condición de que él corriese el riesgo de salir y entrar, de no sentirse totalmente fuera de peligro.
Jorge Maura entendió el ofrecimiento de los monjes. En caso de problema, ellos siempre podrían decir que Maura no vivía con ellos, hacía devociones en la capilla y trabajos domésticos y jardinería, sí, una jardinería invisible, escultura de piedra, siembra de roca volcánica, pero no estaba bajo la protección de la orden. La prueba es que vivía afuera, en el pueblo de San Bartolomé, expuesto a respirar la arena viajera que parece andar en busca de su clepsidra, su huso de vidrio para medir un tiempo que sin recipiente se perdería como la arena misma: la diáspora del desierto…
No se lo dijeron así, crudamente, aunque sí se lo dijeron así, insistente, medrosamente. Tenían una deuda con la familia de Maura, cuya donación había permitido construir el monasterio en Lanzarote. Bastante era que le hubiesen ofrecido protección porque durante la guerra trabajó con las agencias de ayuda que llevaron cobijas, medicinas, comidas a los más necesitados, las víctimas de los bombardeos aéreos, los prisioneros de guerra, los internados en campos de concentración, entre ellos muchos católicos opuestos al nazismo. Hitler se reía de la devoción católica de los franquistas, para él los católicos eran tan enemigos como los comunistas o los judíos, basura, y además Pío XII no decía una palabra en defensa de católicos o de judíos… El Santo Padre era un cobarde despreciable.
Jorge Maura se había instalado en Estocolmo como ciudadano desplazado y desde allí colaboró con las agencias de ayuda organizadas por el gobierno sueco y por la Cruz Roja. Pero después de la guerra vivió en Londres y se hizo ciudadano británico. Inglaterra había pagado heroicamente su abandono de la República en España, en donde pudo haber parado a Hitler. Ahora, durante el «Blitz», los ingleses resistieron el bombardeo diario de la Luftwaffe sin ayuda de nadie. Los viajeros británicos regresaron a España después de la guerra. Pero Jorge Maura no buscaba sol y exotismo. Había sido combatiente de la República y la sed de venganza del franquismo aún no se saciaba. ¿Respetarían a un subdito de S.M. Jorge VI? ¿O verían la manera de reclamar a un rojo que se les fue de las manos?
Los monjes entendían todo esto. ¿Querían, a pesar de todo, darle la oportunidad del riesgo, salir del monasterio, toparse con la Guardia Civil, ser reconocido o delatado? ¿O él mismo, Maura, buscaba este riesgo? ¿Por qué lo buscaba? ¿Para salvar de cualquier responsabilidad a los monjes?;O para exponerse, para probarse él mismo y sobre todo para negarse a sí mismo la seguridad inmerecida, le dijo ese día del encuentro a Laura, el día que ella llegó a verlo a Lanzarote? La seguridad a la que ni él ni nadie tenía derecho.
– Para qué te miento, mi amor. He venido por ti. Te pido que regreses conmigo a México. Quiero que estés seguro.
Quería entenderlo. Con gran franqueza, aunque quién sabe si con igual sabiduría, le había dicho te sigo queriendo, te necesito más que nunca, vuelve conmigo, perdóname que sea tan de a tiro ofrecida pero me haces mucha falta. No he querido a nadie como te sigo queriendo a ti.
Entonces él la miraba con algo que ella tomaba por tristeza, pero que poco a poco fue reconociendo como lejanía.
Sin embargo, ella sintió un movimiento de rechazo en sí misma cuando él dijo que quería estar en un lugar donde estuviese en peligro y al mismo tiempo necesitase protección para no sentirse fuerte… El peligro no lo despojaba de poder, pero le daba el poder de resistir, de nunca sentirse cómodo.
El rechazo de Laura fue involuntario. Estaba sentada en la única silla de la cabaña mientras él permanecía de pie apoyado contra un muro desnudo. ¿De qué se sorprendía si en Jorge Maura siempre había habido algo monacal y severo, con ocasionales lapsos prácticos? Pero la vida práctica y la vida espiritual de este hombre que ella amaba estaba siempre envuelta, como la tierra por la atmósfera, por la piel de la sensualidad. Ella no lo conocía sin su sexo. Él la miró y la adivinó.
– No creas que soy un santo. Soy un narcisista arruinado, que es diferente. Esta isla es mi prisión y es mi refugio.
– Pareces un rey resentido porque el mundo no te comprendió -dijo ella jugueteando con la cajita de fósforos indispensables en este espacio abandonado donde no llegaba la luz eléctrica.
– Un rey herido, en todo caso.
¿Estaba aquí por convicción, por conversión, porque ella se hizo católica y ahora él también buscaba la manera de regresar a la Iglesia, de creer en Dios? Raquel y Jorge, la otra pareja.
Jorge rió; no había perdido la risa, no era el santo mártir de alguna pintura de Zurbarán que es exactamente lo que parecía en este recinto de claroscuros que la sugestionaba y la introducía en un mundo pictórico donde la figura central personificaba la pérdida del orgullo como manera de redimirse. Pero al mismo tiempo, en esa figura se puede ver que la redención es su orgullo. ¿Tolera Dios la soberbia del santo? ¿Puede haber un santo heroico? Si Dios es invisible, ¿puede en Santo mostrarse?
Levantó la mirada y encontró la de Maura. El rostro del hombre había cambiado mucho en diez años. Siempre tuvo la cabellera blanca, desde que tenía veinte años. No tenía ojos tan hundidos, tan enamorados del cerebro; el rostro tan adelgazado, la barba blanca acentuando un tiempo usado que antes, en la juventud prolongada, era puro tiempo prometido. El rostro había cambiado, pero como lo reconoció, era el mismo; no había cambiado, no era otro, aunque fuese distinto.
– Puedo distanciarme de mí mismo, pero no de mi cuerpo -él la miró como si la adivinase.
– Recuerda que nuestros cuerpos se gustaban mucho. Me gustaría estar otra vez contigo.
Él le dijo que ella era el mundo y ella le preguntó, ¿dime tú por qué tú no puedes estar en el mundo?
El silencio de Jorge Maura no fue elocuente pero ella continuó adivinándolo porque él no le estaba dando otra oportunidad sino ésa: la conjetura. ¿Andaba en busca de la soledad, de la íe, o de ambas?, ¿huía del mundo, por qué huía?
– Estás y no estás en el monasterio.
– Así es.
– ¿Estás o no estás en la religión?
Ella creía que él podía explicarle un poco. Se lo debía, después de tanto tiempo.
– Siempre nos entendimos tú y yo.
Él le contestó muy indirectamente y con una sonrisa lejana. Le recordó lo que ella ya sabía. Fue uno de los discípulos privilegiados de la universidad española y europea, cuando España -sonrió- salía del Escorial y entraba a Europa, lamiéndose las heridas de la guerra perdida con los Estados Unidos, de la pérdida final del imperio español en las Américas, Cuba y Puerto Rico, siempre las últimas colonias. España se unió a Europa gracias al genio de Ortega, y Maura era su discípulo. Eso lo marcó para siem-
pre. Luego con Husserl en Friburgo, en compañía de Raquel… Fue un privilegiado. Tuvo que insistir para que lo dejaran luchar contra los enemigos de la cultura, Franco y la Falange que profanaban con sus botas embarradas de mierda las aulas universitarias al grito de «¡Muerte a la inteligencia!». No lo dejaron. Le dieron el sabor acre y la veloz metralla en el Jarama y luego le dijeron eres más útil como diplomático, hombre que convence, correo fidedigno… era un republicano de origen aristocrático. Estaba del buen lado. El mundo era suyo. Aunque lo perdiera, siempre sería suyo. Se sentía más cerca del pueblo que luchó en Madrid y el Ebro y el Jarama que de los burgueses crueles y los lumpen vulgares del fascismo. Odiaba a Franco, a Millán Astray y su famoso grito «muerte a la inteligencia», a Queipo de Llano y sus programas de radio desde Sevilla y su desafío a las mujeres españolas para que se dejaran por única vez fornicar por moros en Andalucía, donde los hombres sí eran hombres.
– Y ahora no tienes nada -lo miró Laura sin emoción, cansada de la historia política de Jorge.
Quiso decirle que él se quedó sin el mundo pero ella no creía, no sentía que Jorge Maura había venido a Lanzarote a ganar a Dios con su sacrificio.
– Porque éste es un sacrificio, lo estoy viendo, ¿no es cierto?
– ¿Quieres decir que al terminar la guerra debí retomar mi vocación intelectual, recordar a mis maestros Ortega y Husserl, escribir?
– ¿Por qué no?
Él se rió. -Porque es de la puta madre ser creativo a sabiendas de que no eres ni Mozart ni Keats. Coño, ya me cansé de escarbar en mi pasado. No hay nada en mí que justifique la pretensión de crear. Eso por principio de cuentas, antes que nada, antes que tú, antes que Raquel, está mi propio vacío, la conciencia de mis propios límites, casi de mi esterilidad. ¿Te parece mal esto que te digo? ¿Ahora quieres venir tú a venderme una ilusión en la que yo no creo pero me hace creer que eres pendeja, como dicen ustedes, o que subestimas mi propia inteligencia? ¿Por qué no me dejas solo, llenando el vacío a mi manera? Déjame ver las cosas por mí mismo, saber si algo puede crecer todavía en mi alma, una idea, una fe, porque te juro, Laura, que mi alma está más desolada que este paisaje de roca que ves allá afuera… ¿por qué?
Ella lo abrazó, se hincó y le abrazó las piernas, apoyó la cabeza contra las rodillas, la ruborizó la humedad del pantalón de mezclilla gris, como si lavado hasta el desgaste, ya no tuviera tiempo de secarse y aun así retuviese el olor del orín y la camisa igual, lavada rápido y puesta de vuelta porque era la única y ni así se iban los olores malos, el olor de cuerpo terreno, cuerpo de animal, cansado de expulsar humores, mierda, semen. Jorge, mi amor, mi Jorge, ya no sé cómo besarte…
– Ya no tengo fuerzas para seguir escarbando mis raíces. El mal español e hispanoamericano. ¿Quiénes somos?
Le pidió perdón por haberlo provocado.
– No, está bien. Levántate. Déjame mirarte bien. Te ves tan limpia, tan limpia…
– ¿Qué me quieres decir?
Laura ya no recuerda la postura de su amante, con su ropa húmeda pero recién lavada, vieja y con un olor a derrota que ningún jabón podía expulsar. No recuerda ya si el hombre estaba de pie o sentado en el catre, con la cabeza baja o mirando hacia afuera. Al techo. O a los ojos de Laura.
– ¿Qué te quiero decir? ¿Qué sabes?
– Sé tu biografía. De la aristocracia a la República a la derrota al exilio y al orgullo. El orgullo de Lanzarote.
– El pecado de Luzbel -rió Jorge-. Dejas muchos huecos, ¿sabes?
– Lo sé. ¿El orgullo en Lanzarote? Eso no es un hueco. Es aquí. Es hoy
– Limpio las letrinas de los monjes y veo dibujos imposibles en los muros. Como si un pintor arrepentido hubiese empezado algo que nunca terminó y sabiéndolo, escogió el lugar más humilde y humillante del monasterio para iniciar un enigma. Porque eso que yo veo o imagino es un misterio y el sitio del misterio es el lugar donde los buenos hermanos, lo quieran o no, cagan y mean, son cuerpo y su cuerpo les recuerda que nunca podrán ser totalmente, como lo quisieran, espíritu. Totalmente.
– ¿Crees que lo saben? ¿Son tan ingenuos?
– Tienen la fe.
Dios encarnó, dijo Maura con una suerte de exaltación domeñada, Dios se despojó de su impunidad sagrada haciéndose hombre en Cristo. Eso volvió a Dios tan frágil que los seres humanos se pudieron reconocer en él.
– ¿Por eso lo matamos?
– Cristo encarnó para que nos reconociéramos en Él.
Pero para ser dignos de Cristo, tuvimos que rebajarnos aún más para no ser más que Él.
– Eso debe pensar un monje cuando caga. Lo mismo hizo Jesús pero yo lo hago con más vergüenza. Ésa es la fe. Dios anda entre los pucheros, dijo Santa Teresa.
¿Él la andaba buscando?, le preguntó Laura, ¿la fe?
– Cristo tuvo que abandonar una santidad invisible para poder encarnar. ¿Por qué me piden que yo me haga santo para que encarne un poco de la santidad de Jesús?
– ¿Sabes lo que pensé cuando murió mi hijo Santiago? ¿Es el dolor más grande de mi vida?
– ¿Eso pensaste? ¿O sólo te lo preguntaste? Lo siento, Laura.
– No. Pensé que si Dios nos quita algo, es porque Él renunció a todo.
– ¿A su propio hijo, Jesús?
– Sí. No puedo dejar de pensarlo desde que Santiago se me fue. Fue el segundo, ¿sabes? Mi hermano y mi hijo. Los dos. Santiago el Mayor y Santiago el Menor. Los dos. ¿Tú lo sientes? ¡Imagíname!
– Ve más lejos. Dios renunció a todo. Tuvo que renunciar a su propia creación, el mundo, para dejarnos libres.
Dios se hizo ausente en nombre de nuestra libertad, dijo Jorge, y como nosotros usamos la libertad para el mal y no sólo para el bien, Dios tuvo que encarnar en Cristo para demostrarnos que Dios podía ser hombre y a pesar de serlo, evitar el mal.
– Ése es nuestro conflicto -continuó Maura-. Ser libres para hacer el mal o el bien y saber que si hago el mal ofendo la libertad que Dios me dio, pero si hago el bien ofendo también a Dios porque me atrevo a imitarlo, a ser como Él, a pecar de orgullo como Luzbel; tú misma acabas de decirlo.
Era horrible oír esto: Laura tomó la mano de Jorge.
– ¿Qué cosa digo que es tan terrible, dime?
– Que Dios nos pide hacer lo que no permite. No he oído nada más cruel.
– ¿Tú no lo has oído? Yo lo he visto.
¿Sabes por qué me resisto a creer en Dios? Porque temo verlo un día. Temo que si pudiera ver a Dios, allí mismo me quedaría ciego. Sólo puedo acercarme a Dios en la medida en que El se aleja de mí. Dios necesita ser invisible para que yo pueda empeñarme en una fe verosímil, pero al mismo tiempo temo la invisibilidad de Dios porque en ese instante yo ya no tendría fe, sino evidencia. Toma, lee la Subida al Monte Carmelo de San Juan de la Cruz, entra conmigo, Laura, a la noche más oscura del tiempo, la noche en que salí disfrazado a buscar a la amada para transformarnos, amada en el amado transformada, mis sentidos suspendidos, y mi cuello herido por una mano serena que me dice: Mira y no olvides… ¿Quién me separó de la amada, Dios o el Demonio?
La vi fugazmente a la amada, menos de diez segundos, cuando pasaba nuestro camión de la Cruz Roja Sueca frente a la alambrada de Buchenwald y en ese instante pasajero vi a Raquel perdida entre la multitud de los prisioneros.
Era muy difícil distinguir entre esa masa de seres demacrados, hambrientos, vestidos con uniformes a rayas y la estrella de David prendida al pecho, cubiertos por mantas vulneradas por el frío de febrero, abrazados los unos a los otros. Salvo ella.
¿Si esto es lo que nos permitían ver, qué habría detrás de lo visible, qué nos ocultaban, no se daban cuenta de que al presentarnos su mejor cara nos obligaban a imaginar la cara verdadera que era la cara oculta? Pero al ofrecernos esta terrible cara como su me¡or cara, ¿no nos estaban diciendo que si ésta era la mejor cara, la peor no existía -ya no existía-; era la cara de la muerte?
Vi a Raquel.
A ella la sostenía un hombre uniformado, un guardia nazi que le prestaba apoyo, no sé si porque le ordenaron que mostrara la compasión de sostener a un ser desvalido; no sé si para que Raquel no se derrumbara como un montón de trapos; no sé si porque entre los dos, Raquel y el guardia, había una relación de entrega agradecida, de favores mínimos que a ella le debieron parecer enormes -una ración extra, una noche en la cama del enemigo, quizás una simple, humana porción de piedad o acaso teatro, pantomima de humanidad para impresionar a los visitantes- o quizás un amor nuevo, imprevisible, entre víctima y verdugo, tan dañado el uno co-
mo el otro, pero capaces ambos de soportar el daño sólo en la compañía inesperada del uno con el otro, identificado el verdugo por el dolor de su obediencia con la víctima por el dolor de la suya: eran dos seres obedientes, cada uno a las órdenes de alguien más fuerte, Hitler lo había dicho, Raquel me lo había repetido, hay sólo dos pueblos frente a frente, los alemanes y los judíos.
Quizás me estaba diciendo: ¿Ves por qué no bajé del barco contigo en La Habana? Quería que me pasara esto que me está pasando. No quería evadir mi destino.
Entonces Raquel se soltó del brazo del guardia nazi y agarró con las manos el alambrado de púas; entre su verdugo o amante o protector o mimo y yo, Jorge Maura su joven amante universitario con el que un día entró a la catedral de Friburgo y los dos nos hincamos lado a lado sin temor al ridiculo y rezamos en voz alta,
vamos a regresar a nosotros mismos vamos a pensar como si fundáramos el mundo vamos a ser sujetos vivos de la historia vamos a vivir el mundo de la vida
esas palabras que entonces dijimos con profunda emoción intelectual, regresan ahora, Laura, como realidad aplastante, hecho intolerable, no porque se hubiesen realizado, sino precisamente porque no fueron posibles, el horror del tiempo las expulsó, pero de una manera misteriosa y maravillosa las hizo posibles, eran la verdad final de mi encuentro veloz y terrible con una mujer que amé y me amó…
Raquel clavó las manos en el alambrado y luego las arrancó del cerco de espinas de fierro y me las mostró sangrantes como… no sé cómo, porque no sé ni quiero saber ni quiero comparar a nada las bellas manos de Raquel Mendes-Alemán, hechas para tocar mi cuerpo como tocaba las páginas de un libro como tocaba un impromptu de Schubert como tocaba mi brazo para calentarse cuando caminábamos juntos en invierno por las calles universitarias: ahora sus manos sangraban como las llagas de Cristo y eso era lo que ella me enseñaba, no mires mi rostro, mira mis manos, no sientas pena por mi cuerpo, ten compasión de mis manos, George, ten piedad, amigo… Gracias por mi destino. Gracias por La Habana.
El comandante nazi que nos acompañaba, ocultando con una sonrisa la alarma y el enojo que le causaron el acto de Raquel, dijo frivolamente:
– Ya ven, no es cierto ese cuento de que las alambradas de Buchenwald están electrificadas.
– Cúrenle las manos. Mire cómo sangran, Herr Kom-mandant.
– Ella tocó el alambre porque quiso.
– ¿Porque es libre?
– Así es. Así es. Usted lo ha dicho.
– Soy débil. Sólo me quedas tú. Por eso vine a Lanzarote.
– Soy débil.
Caminaron de regreso al monasterio al caer la noche. Esta noche, sobre todas, Jorge quería regresar a la comunidad religiosa y confesar su debilidad camal. Laura, en el reencuentro con el cuerpo de Jorge, sintió la novedad del hombre, como si nunca hubiesen unido sus cuerpos antes, como si esta vez Laura hubiese encarnado, excepcionalmente, sólo para parecerse a ella, y él sólo para mostrarse desnudo ante ella.
– ¿En qué piensas?
– En que Dios aconseja lo que no permite. ¡Imitar a Cristo!
– No es que no lo permita. Lo vuelve difícil.
– Yo imagino que Dios me está diciendo todo el tiempo, «Odio en ti lo mismo que tú has odiado en los demás».
– ¿Qué es?
Vivía aquí, protegido a medias, indeciso, sin entender si quería una salvación física y espiritual completa y segura o un riesgo que le diera valor a la seguridad. Por eso caminaba todos los días del monasterio a la cabaña y de vuelta cada atardecer, de la intemperie al refugio, mirando a la cara, sin pestañear, a los de la Guardia Civil que ya se habían acostumbrado a él, lo saludaban, trabajaba con los hermanos, era un sirviente, un hombrecillo sin importancia.
Viajaba de una casa de piedra a otra entre un pasaje de piedra. Se imaginaba un cielo de piedra y un mar de piedra, en Lanzarote.
– Te has pasado el día preguntándome si creo en Dios o no, si he recuperado la fe de mi cultura católica, mi fe de niño…
– Y tú no me has contestado.
– ¿Por qué me volví republicano y anticlerical? Por la hipocresía y los crímenes de la Iglesia católica, su apoyo a los ricos
y poderosos, su alianza contra Jesús y con los fariseos, su desprecio hacia los humildes y los indefensos, mientras predicaba todo lo contrario. ¿Viste los libros que tengo en la cabaña?
– San Juan de la Cruz y ese volumen de Sor Juana Inés de la Cruz que compramos juntos en una librería de viejo en la calle de Tacuba. México… Parecen hermanos, pero él es santo y ella no. A ella la humillaron y le taparon la boca, le arrebataron sus libros y sus poemas. Hasta el papel, la tinta y la pluma le quitaron.
– Mira un libro que acaba de publicarse en Francia y que me entregó uno de los hermanos. La gravedad y la gracia de Simone Weil, una judía conversa al cristianismo. Léelo. Es una filósofa extraordinaria capaz de decirnos que nunca debemos pensar en un ser al que amamos y del cual estamos separados sin imaginar que quizás esa persona ha muerto… Hace una lectura increíble de Hornero. Dice que la Iliada contiene tres lecciones. Nunca admires el poder. Nunca desprecies a los que sufren. Y no odies a tus enemigos. Nada está a salvo del destino. Ella murió durante la guerra. De tuberculosis y de hambre, sobre todo de hambre, porque se negó a comer más que la ración que le daban a sus hermanos judíos en los campos nazis. Pero lo hizo como cristiana, en nombre de Jesús.
Jorge Maura se detuvo un momento ante la tierra negra y sembrada de alvéolos, a la vista del Timanfaya. La montaña era de un color rojo ardiente, como un evangelio de fuego.
Perdoné todos los crímenes de la historia porque eran pecados veniales al lado de este crimen: hacer el mal imposible. Eso hicieron los nazis. Demostraron que el mal inimaginable era no sólo imaginable sino posible. Ante ellos, huyeron de mi memoria todos los siglos de crimen del poder político, de las iglesias, de los ejércitos, de los príncipes. Cuanto ellos hicieron se podía imaginar. Esto que hicieron los nazis, no. Hasta entonces yo creía que el mal existía pero no se dejaba ver, trataba de esconderse. O se presentaba como un medio necesario para alcanzar un fin bueno. Recuerdas que así presentaba Gregorio Vidal los crímenes de Stalin. Eran medios para un fin bueno. Además, se fundaban en una teoría del bien colectivo, el marxismo. Y Basilio Baltazar sólo buscaba la libertad del ser humano por todos los medios, aboliendo el poder, el jefe, la jerarquía.
Esto no. El nazismo era el mal proclamado en voz alta, anunciado con orgullo, «Yo soy el Mal. Soy el Mal perfecto. Soy el Mal visible. Soy el Mal orgulloso de serlo. No justifico nada sino el exterminio a nombre del Mal. La muerte del Mal a manos del Mal. La muerte como violencia y sólo violencia y nada más que violencia, sin redención alguna y sin la debilidad de una justificación».
Quiero ver a esa mujer, le dije al comandante de Buchen-wald.
No, usted se equivoca, la mujer que dice no está aquí, nunca ha estado aquí.
Raquel Mendes-Alemán. Así se llama. Acabo de verla, tras la alambrada.
No, esa mujer no existe.
¿Ya la mataron?
Tenga cuidado. No sea temerario.
¿Se dejó ver por mí y por eso la mataron? ¿Porque me vio y me reconoció?
No. No existe. No hay récord de ella. No complique usted las cosas. Después de todo, ustedes están aquí por graciosa concesión del Reich. Para que vean el buen trato que reciben los prisioneros. No es el Hotel Adlon, de acuerdo, pero si hubieran venido en domingo, habrían oído a la orquesta de los presos. Tocaron la obertura de Parsifal. Una ópera cristiana, ¿saben ustedes?
Exijo ver el registro de presos.
¿El registro?
No se haga el idiota. Ustedes son muy precisos. Quiero ver el registro.
Había una página arrancada con prisa de la «M», Laura. Ellos tan precisos, tan bien organizados, habían permitido que el encuadernado izquierdo de la página perdida mostrara sus bordes agudos y desiguales como el risco de las montañas de Lanzarote.
No supe más del destino de Raquel Mendes-Alemán.
Cuando terminó la guerra, regresé a Buchenwald pero los cadáveres enterrados en fosas comunes ya no eran quienes fueron y los incinerados se convirtieron en polvo para las pelucas de Goethe y Schiller dándose la mano en Weimar, la Atenas del Norte donde trabajaron Cranach y Bach y Franz Liszt. A ninguno se le hubiese ocurrido inventar el lema colocado por los nazis a la entrada del campo de concentración. No el consabido Arbeit Macht Frei, Libres por el Trabajo, sino algo infinitamente peor, Jedem das Seine,
Tengan su Merecido. Raquel. Quiero recordarla en la proa del Prínz Eugen atracado en La Habana, ofreciéndole casarme con ella para salvarla del holocausto. Quiero recordar a Raquel.
No, me miró con sus ojos hondos como una noche de presagios, ¿por qué he de ser yo la excepción, la privilegiada?
Me bastaron sus palabras para sumar toda mi propia experiencia en este medio siglo que iba a ser el paraíso del progreso y fue el infierno de la degradación. No sólo el siglo del horror fascista y estalinista; siglo de horror del que no se salvaron los que lucharon contra el mal, ¡nadie se salvó, Laura!, no se salvaron los ingleses que le escondieron el arroz a los bengalíes para que no tuvieran la voluntad de rebelarse y unirse a Japón durante la guerra, ni los mercaderes musulmanes que colaboraron con ellos; no se salvaron los ingleses que en la India le quebraron las piernas a los rebeldes que querían la independencia de su patria y no permitieron que los curaran; no se salvaron los franceses que colaboraron con el genocidio nazi o que clamaron contra la ocupación alemana de su patria pero consideraron derecho divino de Francia ocupar Argelia, Indochina, Senegal; no se salvaron los americanos que mantuvieron en el poder a todos los dictadores del Caribe y Centroamérica con sus cárceles repletas y sus mendigos en la calle, con tal de que apoyaran a los Estados Unidos; ¿quién se salva, los linchadores de negros, los negros ejecutados, encarcelados, vedados de beber u orinar junto a un blanco en Mississipi, la tierra de Faulkner?
– A partir de nuestro tiempo el mal dejó de ser una posibilidad para convertirse en un deber.
– No quiero ser compadecida, Jorge. Prefiero ser perseguida.
Son las últimas palabras que le escuché a Raquel. No sé si sufro por no haberla salvado o por el sufrimiento de ella. Pero la manera como miró a su verdugo en el campo, más que la manera como me miró a mí, me dijeron que hasta el último minuto, Raquel afirmó su humanidad y me dejó una pregunta para que viviese siempre con ella. ¿Cuál es la virtud de tu virtud, mi amor, el amor de mi amor, la justicia de mi justicia, la compasión de mi compasión?
– Quiero compartir el sufrimiento tuyo, como tú compartiste el de tu pueblo. Ése es el amor de mi amor.
Laura dejó a Jorge en la isla. Tomó el vaporcito sabiendo que no regresaría nunca. Jorge Maura no sería nunca más una figura precisa, sino una nebulosa, surgida de un pasado siempre presente cuya identificación sería la última prueba de que él estaba pero él ya no era.
Anda, le dijo, sé un santo, sé un estilita, encarámate solo a tu columna en el desierto, sé un cómodo mártir sin martirio.
Él le dijo que era muy dura con él.
Ella le contestó, porque te quiero. -¿Para qué te escondes en una isla? Mejor te hubieras quedado en México. No hay mejor escondite que el DF.
– Ya no tengo fuerzas. Perdóname.
– Bueno, eres español. Puedes confiar en que la muerte te llegue con retraso.
¿Tanto le dolía el reencuentro?
– No, es que he aprendido a tenerle miedo a los que me deforman con su amor, no a los que me odian. Cuando te fuiste a Cuba, me pregunté mil veces, ¿puedo vivir sin él, puedo vivir sin su apoyo? Necesitaba mucho tu apoyo para crearme un mundo propio que no sacrificase a ninguna persona querida. Tú me lo diste, sabes, tú me apoyaste para que regresara a mi casa y le dijera la verdad a mi familia, pasara lo que pasara. Sin tu amor apoyándome, jamás me habría atrevido. Sin tu recuerdo, habría sido una adúltera más. Contigo, nadie se atrevió a tirarme la primera piedra. Me siento libre porque tú me acompañas.
– Laura, ya pasó lo más terrible. Serénate. Piensa que me quedo solo aquí por mi propia voluntad.
– ¿Solo? Palabra que no te entiendo. ¿Cómo vas a ser religioso sin el mundo, cómo vas a llegar a Dios sin salir de ti? Ya ves cómo vives a medias, entre el monasterio y el mundo. ¿Crees que los monjes encerrados que prohiben la presencia de las mujeres ya encontraron a Dios, crees que lo pueden encontrar sin el mundo? ¡Qué pretencioso eres, cabrón pretencioso! ¿Vas a purgar los pecados del siglo veinte escondiéndote en esta isla de piedra? Eres el mismo orgullo que detestas. Eres tu propio Luzbel. ¿Cómo vas a hacerte perdonar tu soberbia, cabrón Jorge?
– Imaginando que Dios me dice: odio en ti lo mismo que tú has odiado en los demás.
– ¿Imaginando? ¿Sólo eso?
– Oyendo, Laura.
– ¿Sabes una cosa? Me voy a ir de aquí admirando tu indiferencia y tu serena sabiduría. Yo no.
– Raquel está enterrada en una tumba sin nombre, revuelta con centenares de cadáveres desnudos. ¿Seremos más que ella? No soy mejor. Soy distinto. Igual que tú.
– ¿Por qué te crees liberado? -le preguntó ella con incredulidad.
– Porque llegaste tú a hablarme con incredulidad. Tú eres la verdadera incrédula. Yo era el incrédulo anterior. Encuentro la salud viendo que hay un ser humano con menos fe que yo. Qué poquita cosa somos, Laura.
Le pidió permiso para contestar la pregunta que ella le estaba haciendo desde que llegó a Lanzarote («No debiste venir aquí, esta isla no existe, vas a creer lo que ves y cuando te vayas te darás cuenta de que nada está allí»): ¿Crees o no crees?
– Que es como preguntar, ¿el cristianismo es verdad o es mentira? Y yo te contesto que tu pregunta no tiene importancia. Lo que yo quiero averiguar aquí en Lanzarote, a caballo entre la vida monástica y la vida como tú la entiendes (entre la seguridad y el peligro) es si la fe puede darle sentido a la locura de estar aquí en la tierra.
¿Qué había descubierto?
– Que la vida de Cristo siempre es posible para un cristiano, pero nadie se atreve a imitarla.
– ¿No se atreven o no pueden?
– Es que creen que ser como Cristo es hacer como Cristo, resucitar muertos, multiplicar panes… Convierten a Cristo en ideología activa. Laura, Cristo sólo nos busca si no creemos en él. Cristo nos encuentra si no lo buscamos. Es la verdad de Pascal: me encontraste porque no me buscaste. Ésa es hoy mi verdad. Vete, Laura. Piensa que no tengo alegría. Cada atardecer en esta isla es muy triste.
«Vine porque tu lugar estaba vacío -se dijo Laura alejándose de la costa nocturna de Lanzarote con destino a Tenerife, a medida que la noche se hacía negra y la isla roja-. Ya no lo soportaba. Es peligroso vivir en un lugar vacío, añorando la vida que mi hijo no tuvo y el amor que tú me arrebataste. Pero yo perdí a mi hijo y tú perdiste a Raquel. Los dos dimos algo precioso. Quizás Dios, si existe, reconozca esta pérdida y se dé cuenta de cada una de
nuestras penas. Ahora ya no quiero pensar en ti. Pensar en ti me consuela demasiado y eleva mi imaginación. Quiero renunciar completamente a ti. Nunca te conocí».
Cuando se separaron a la entrada del monasterio, Laura esperó un momento, confusa. ¿Por qué no le permitían a una mujer entrar allí? Vio que nada le impedía entrar, buscar por última vez a Jorge, sentir sus labios calientes por última vez y decirle las palabras que siempre se le iban a quedar calladas.
– Te quiero mucho.
Él estaba en cuatro patas en el refectorio solitario, lamiendo el piso con la lengua, tenaz, disciplinadamente, losa tras losa.