XXIII. Tlatelolco: 1968

– Nadie tiene derecho a reconocer un cadáver. Nadie tiene derecho a llevarse a un muerto. No va a haber en esta ciudad quinientos cortejos fúnebres mañana. Arrójenlos a la fosa común. Que nadie los reconozca.

Desaparézcanlos.

Laura Díaz fotografió a su nieto Santiago la noche del 2 de octubre de 1968. Ella llegó caminando desde la Calzada de la Estrella para ver la entrada de la marcha a la Plaza de las Tres Culturas. Había venido fotografiando todos los sucesos del movimiento estudiantil, desde las primeras manifestaciones a la creciente presencia de los cuerpos de policía al bazukazo contra la puerta de la Preparatoria a la toma de la Ciudad Universitaria por el Ejército a la destrucción arbitraria de laboratorios y bibliotecas por los sardos a la marcha universitaria de protesta encabezada por el rector Javier Barros Sierra seguido por toda la comunidad universitaria a las concentraciones en el Zócalo gritándole al presidente Gustavo Díaz Ordaz «sal al balcón hocicón» a la marcha del silencio con cien mil ciudadanos amordazados.

Laura grabó las noches de discusión con Santiago y Lourdes y la docena o más de jóvenes hombres y mujeres apasionados por los acontecimientos. El niño de dos años, el Santiago IV, estaba dormido en la pieza que la abuela le preparó en el apartamento de la Plaza Río de Janeiro, desalojando archivos viejos, deshaciéndose de cachivaches inservibles que en realidad eran recuerdos preciosos, pero Laura le dijo a Lourdes que si a los setenta años ella no había archivado en la memoria lo que resultaba digno de recuerdo, iba a hundirse bajo el peso del pasado indiscriminado. El pasado tenía muchas formas. Para Laura, era un océano de papel.

¿Qué era una fotografía, después de todo, sino un instante convertido en eternidad? El flujo del tiempo era imparable y conservarlo en su totalidad sería la fórmula de la locura misma, el tiempo que ocurre bajo el sol y las estrellas seguiría transcurriendo, con

o sin nosotros, en un mundo deshabitado, lunar. El tiempo humano era un sacrificio de la totalidad para privilegiar el instante y darle, al instante, el prestigio de la eternidad. Todo lo decía el cuadro de su hijo Santiago el Menor en la sala del apartamento: no caímos, ascendimos.

Laura barajó con nostalgia las hojas de contacto, tiró a la basura lo que le pareció inservible y desalojó el cuarto para que lo ocupara su biznieto. ¿Lo pintamos de azul o de rosa?, rió Lourdes y Laura se rió con ella; mujer u hombre, el bebé dormiría en una cuna rodeada de olores de película, los muros estaban impregnados del inconfundible perfume de la fotografía húmeda, el revelado y las copias colgadas, como ropa recién lavada, de ganchos de madera más propios de un tendedero.

Vio el entusiasmo creciente de su nieto y hubiera querido prevenirlo, no te dejes arrastrar por el entusiasmo, en México la desilusión castiga muy pronto al que tiene fe y la lleva a la calle: lo que nos enseñaron en la escuela, le repetía Santiago a sus compañeros, muchachos entre los diecisiete y los veinticinco años, morenos y rubios, como es México, un país arcoiris, dijo una linda muchacha de melena hasta la cintura, tez muy oscura y ojos muy verdes, un país de rodillas al que hay que poner de pie, dijo un chico moreno, alto pero con ojos muy pequeños, un país democrático, dijo un muchacho blanco y bajito, musculoso y sereno pero con anteojos que le resbalaban continuamente por la nariz, un país unido a la gran revuelta de Berkeley, Tokio y París, un país en el que no sea prohibido prohibir y la imaginación tome el poder, dijo un chico rubio, muy español, de barba cerrada y mirada intensa, un país en que no nos olvidemos de los demás, dijo otro muchacho de aspecto indígena, muy serio y escondido detrás de espejuelos gruesos, un país en que nos podamos querer todos, dijo Lourdes, un país sin explotadores, dijo Santiago, no hacemos más que llevar a la calle lo que nos enseñaron en la escuela, nos educaron con ideas llamadas democracia, justicia, libertad, revolución; nos pidieron creer en todo esto, doña Laura, ¿te imaginas, abuela, un alumno o un maestro defendiendo dictadura, opresión, injusticia, reacción?, pero se expusieron a que les viéramos las caras, dijo el trigueño alto, y les reclamásemos, dijo el chico indígena de gruesos anteojos, oigan, ¿dónde está lo que nos enseñaron en las escuelas?, oigan, añadió su voz al coro la muchacha morena de ojos verdes, ¿a quiénes creen que engañan?, miren, dijo el muchacho de barba cerrada y mirada intensa, atré-

vanse a mirarnos, somos millones, treinta millones de mexicanos menores de veinticinco años, ¿creen que nos van a seguir engañando?, saltó el intenso chico alto y de ojos pequeños, ¿dónde está la democracia, en elecciones de farsa organizadas por el PRI con urnas retacadas de antemano?, ¿dónde está la justicia -continuó Santiago- en un país donde sesenta personas tienen más dinero que sesenta millones de ciudadanos?, ¿dónde está la libertad, preguntó la muchacha de melena hasta la cintura, en los sindicatos maniatados por líderes corruptos, en los periódicos vendidos al gobierno, añadió Lourdes, en la televisión que oculta la verdad?, ¿dónde está la revolución? concluyó el chico blanco y bajito, musculoso y sereno, ¿en los nombres dorados de Villa y Zapata inscritos en la Cámara de Diputados, concluyó Santiago, en las estatuas cagadas por los pájaros nocturnos y por los jilgueros madrugadores que hacen los discursos del PRI?

No serviría de nada prevenirlo. Había roto con sus padres, se había identificado con su abuela, ella y él, Laura y Santiago, se habían hincado juntos una noche en pleno Zócalo y juntos pegaron las orejas al suelo y oyeron juntos lo mismo, el tumulto ciego de la ciudad y del país, a punto de estallar…

– El infierno de México -dijo entonces Santiago-. ¿Es fatal el crimen, la violencia, la corrupción, la pobreza?

– No hables, hijo. Escucha. Antes de fotografiar, yo siempre escucho… Y ella que quisiera heredarles a sus descendientes una libertad luminosa. Los dos levantaron las caras de la piedra helada y se miraron con una interrogante llena de cariño. Laura supo entonces que Santiago iba a actuar como actuó, ella no iba a decirle tienes mujer, tienes hijo, no te comprometas. Ella no era Dantón, no era Juan Francisco, ella era Jorge Maura, ella era el gringo Jim en el frente del Jarama, el joven Santiago el Mayor fusilado en Veracruz. Ella era los que podrían dudar de todo pero no dejaban de actuar por nada.

Santiago su nieto, en cada marcha, en cada discurso, en cada asamblea universitaria, encarnaba el cambio y su abuela lo seguía, lo fotografiaba, él era insensible al hecho de ser fotografiado y Laura lo veía con cariño de camarada: ella grabó con su cámara todos los momentos del cambio, a veces cambio por la incertidumbre, a veces cambio por la certeza, pero al final toda certeza -en los actos, en las palabras- era menos cierta que la duda. Lo más incierto era la certeza.

Laura sintió en las jornadas de la rebelión estudiantil, a la luz del sol o de las antorchas, que el cambio era cierto porque era incierto. Por su memoria pasaron los dogmas que había escuchado durante su vida, desde las posiciones antagónicas, casi prehistóricas, entre los aliados franco-británicos y los poderes centrales en la guerra de 1914, la fe comunista de Vidal y la fe anarquista de Basilio, la fe republicana de Maura y ia fe franquista de Pilar, la fe judeo-cristia-na de Raquel y también la confusión de Harry, el oportunismo de Juan Francisco, el cinismo voraz de Dantón y la plenitud espiritual del segundo Santiago, su otro hijo.

Este nuevo Santiago era, a través de su abuela Laura Díaz, el heredero de todos ellos, lo supiera o no. Los años con Laura Díaz habían formado los días de Santiago el Nuevo, así lo llamó, como si fuese el nuevo apóstol de ia línea larga de homónimos del hijo de Ze-bedeo que fue testigo de Gethsernaní de la noche de la transfiguración de Cristo. Los Santiagos, «hijos del trueno», todos muertos con violencia. Santiago el Mayor atravesado por las espadas de Herodes. Santiago el Menor muerto a garrotazos por órdenes del Sanedrín.

Santos Santiagos la historia tenía dos; ella, Laura, tenía ya cuatro del mismo nombre y un nombre, se dijo la abuela, es la manifestación de nuestra naturaleza más íntima. Laura, Lourdes, Santiago.

Ahora la fe de los amigos y amantes de todos los años con Laura Díaz era la fe del nieto de Laura Díaz que entraba con centenares de jóvenes mexicanos, hombres y mujeres, a la Plaza de las Tres Culturas, el antiguo centro ceremonial azteca de Tlatelolco sin más iluminación que la agonía del atardecer en el antiguo valle de Anáhuac, todo era viejo aquí, pensó Laura Díaz, la pirámide indígena, la iglesia de Santiago, el convento y colegio franciscanos, pero también los edificios modernos, la Secretaría de Relaciones Exteriores, los apartamentos multifamiliares; quizás lo más reciente era lo más viejo, porque era lo que resistía menos, era ya lo cuarteado, lo despintado, los vidrios rotos, la ropa tendida, el llanto de demasiadas lluvias arrepentidas y sollozos derramados por los muros: iban encendiéndose los faroles de la plaza, los reflectores de los edificios prestigiosos, los interiores visibles de cocinas, terrazas, salas y recámaras; iban entrando centenares de jóvenes por un lado, los iban cercando docenas de soldados por los otros lados, aparecieron sombras agitadas en las azoteas, puños de guante blanco se levantaron y Laura fotografió la figura de su nieto Santiago, su camisa blanca, su estúpida camisa blanca como si pidiera él mismo ser blanco de las

balas y su voz diciéndole abuela, no cabernos en el futuro, queremos un futuro que nos dé cabida a los jóvenes, yo no quepo en el futuro inventado por mi padre y Laura le dijo que sí, al lado de su nieto ella también había entendido que toda su vida los mexicanos habían soñado un país distinto, un país mejor, lo soñó el abuelo Felipe que emigró de Alemania a Catemaco y el abuelo Díaz que salió de Tenerife rumbo a Veracruz, soñaron con un país de trabajo y honradez, como el primer Santiago soñó con un país de justicia y el segundo Santiago con un país de serenidad creativa y el tercer Santiago, este que entraba entre la multitud de estudiantes a la Plaza de Tlatelolco la noche del 2 de octubre de 1968, continuaba el sueño de sus homónimos, sus «tocayos», y viéndolo entrar a la plaza, foto-grafiándolo, Laura dijo hoy el hombre al que amo es mi nieto.

Disparaba su cámara, la cámara era su arma disponible y disparaba sólo hacia su nieto, se dio cuenta de la injusticia de su actitud, entraban a la plaza centenares de hombres y mujeres jóvenes pidiendo un país nuevo, un país mejor, un país fiel a sí mismo y ella, Laura Díaz, sólo tenía ojos para la carne de su carne, para el protagonista de su descendencia, un muchacho de veintitrés años, despeinado, con camisa blanca y tez morena y ojos verde-miel y dientes de sol y músculo terreno.

Soy tu compañera, le dijo de lejos Laura a Santiago, ya no soy la mujer que fui, ahora soy tuya, esta noche te entiendo, entiendo a mi amor Jorge Maura y al Dios que él adora y por el que lame con la lengua los pisos de un monasterio en Lanzarote, yo le digo, Dios mío, quítame todo lo que he sido, dame enfermedad, dame muerte, dame fiebre, chancros, cáncer, tisis, dame ceguera y sordera, arráncame la lengua y córtame las orejas, Dios mío, si eso es lo que hace falta para que se salve mi nieto y se salve mi país, mátame de males para que tengan salud mi patria y mis hijos, gracias, Santiago, por enseñarnos a todos que aún había cosas por las que luchar en este México dormido y satisfecho y engañoso y engañador de 1968 Año de las Olimpiadas, gracias hijo mío por enseñarme la diferencia entre lo vivo y lo muerto, entonces la conmoción en la plaza fue como el terremoto que derrumbó al Ángel de la Reforma, la cámara de Laura Díaz subió a las estrellas y no vio nada, bajó temblando y se encontró el ojo de un soldado mirándola como una cicatriz, disparó la cámara y dispararon los fusiles, apagando los cantos, los lemas, las voces de los jóvenes, y luego vino el silencio espantoso y sólo se escucharon los gemidos de los jóvenes heridos y mo-

ribundos, Laura buscando la figura de Santiago y encontrando sólo los guantes blancos en el firmamento que se iba cerrando en puños insolentes, «deber cumplido», y la impotencia de las estrellas para narrar nada de lo ocurrido.

A culatazos sacaron a Laura de la plaza, la sacaron no por ser Laura, la fotógrafa, la abuela de Santiago, sacaron a los testigos, no querían testigos, Laura se ocultó bajo las amplias faldas su rollo de película dentro del calzón, junto al sexo, pero ella ya no pudo fotografiar el olor de muerte que asciende de la plaza empapada de sangre joven, ella ya no puede captar el cielo cegado de la noche de Tlatelolco, elía ya no puede imprimir el miedo difuso del gran cementerio urbano, los gemidos, los gritos, los ecos de la muerte… La ciudad se oscurece.

¿Ni siquiera Dantón Pérez-Díaz, el poderoso don Dantón, tiene derecho a recuperar el cadáver de su hijo? No, ni siquiera él.

¿A qué tienen derecho la joven viuda y la abuela de Santiago el joven líder rebelde? Si quieren, pueden recorrer la morgue e identificar el cadáver. Como una concesión al señor licenciado don Dantón, amigo personal del señor presidente don Gustavo Díaz Or-daz. Podían verlo pero no recogerlo y enterrarlo. No habría excepciones. No habría quinientos cortejos fúnebres el día tres de octubre de 1968 en la ciudad de México. El tránsito se haría imposible. Se violarían los reglamentos.

Entraron Laura y Lourdes al galerón helado donde una extraña luz de perla iluminaba los cadáveres desnudos tendidos sobre planchas de madera montadas en potros.

Laura temió que la muerte desnudase de personalidad a las víctimas desnudas de la sedicia de un presidente enloquecido por la vanidad, la prepotencia, el miedo y la crueldad. Ésa sería su victoria final.

– Yo no he matado a nadie. ¿Dónde están los muertos? A ver, que digan algo. Que hablen. ¡Muertitos a mí!

No eran muertos para el presidente. Eran alborotadores, subversivos, comunistas, ideólogos de la destrucción, enemigos de la Patria encarnada en la banda presidencial. Sólo que el águila, la noche de Tlatelolco, huyó de la banda presidencial, se fue volando lejos y la serpiente, avergonzada, mejor mudó de piel, y el nopal se agusanó y el agua del lago volvió a incendiarse. Lago de Tlatelolco, trono de sacrificios, desde lo alto de la pirámide fue arrojado el rey tlatilca en 1473 para consolidar el poder azteca, desde lo alto de la

pirámide fueron derribados los ídolos para consolidar el poder español, por los cuatro costados Tlatelolco era sitiado por la muerte, el tzompantli, el muro de las calaveras contiguas, superpuestas, unidas unas a otras en un inmenso collar fúnebre, miles de calaveras formando la defensa y la advertencia del poder en México, levantado, una y otra vez, sobre la muerte.

Pero los muertos eran singulares, no había un rostro igual a otro, ni un cuerpo idéntico a otro, ni posturas uniformes. Cada bala dejaba un florón distinto en el pecho, la cabeza, el muslo, del joven asesinado, cada sexo de hombre era un reposo diferente, cada sexo de mujer una herida singular, esa diferencia era el triunfo de los jóvenes sacrificados derrotando una violencia impune que se sabía absuelta de antemano. La prueba era que dos semanas más tarde, el presidente Gustavo Díaz Ordaz inauguraría los Juegos Olímpicos con un vuelo de pichones de la paz y una sonrisa de satisfacción tan amplia como su hocico sangriento. En el palco presidencial, con sonrisas de orgullo nacional, estaban sentados los padres de Santiago, don Dantón y doña Magdalena. El país había vuelto al orden gracias a la energía sin complacencias del Señor Presidente.

Cuando reconocieron el cadáver de Santiago en la morgue improvisada, Lourdes se arrojó llorando sobre el cuerpo desnudo de su joven marido pero Laura acarició los pies de su nieto y colgó una etiqueta del pie derecho de Santiago:

SANTIAGO EL TERCERO

1944- 1968

UN MUNDO POR HACER


Abrazadas, la vieja y la joven miraron por última vez a Santiago y salieron compartiendo un miedo difuso, ilocalizable. Santiago había muerto con una mueca de dolor. Laura vivió deseando que la sonrisa del muerto le devolviera la paz al cadáver y a ella.

– Es un pecado olvidar, es un pecado -se repetía sin cesar, diciéndole a Lourdes, no tengas miedo, pero la joven viuda lo sentía, cada vez que tocaban a la puerta se preguntaba, ¿será él, será un fantasma, un asesino, un ratón, una cucaracha?

– Laura, si tuvieras el chance de meter en una jaula a alguien como un escorpión y dejarlo colgado allí, sin pan ni agua…

– No lo pienses, hija. No lo merece.

– ¿En qué piensas, Laura, aparte; aparte de él?

– Pienso que hay quienes sufren y son insustituibles por su sufrimiento.

– Pero ¿quién asume el dolor de los demás, quién está disculpado de esta obligación?

– Nadie, hija, nadie.

Habían entregado la ciudad a la muerte.

La ciudad era un campamento de bárbaros.

Tocaron a la puerta.

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