XV. Colonia Roma: 1941

Cuando Jorge Maura se fue, Laura Díaz regresó a su hogar y ya no salió nunca de noche, ni desapareció durante jornadas eternas. Estaba desconcertada. No le había dicho la verdad a Juan Francisco y primero se recriminó a sí misma, «Hice bien, todo acabó mal. Hice bien en ser cauta. ¿Fui cobarde? ¿Fui muy lista? ¿Debí decirle todo a Juan Francisco, apostando a que me lo iba a aceptar, exponiéndome a una ruptura y luego hallándome sola otra vez, sin ninguno de ellos, sin Jorge, sin Juan Francisco? ¿No dijo Maura que se trataba de nuestra vida íntima y eso era sagrado, no había razón alguna, moral alguna, que nos obligara a contarle a nadie nuestra intimidad?».

Se veía mucho en el espejo al regresar a la casa de la Avenida Sonora. Su cara no cambiaba por más tormentas que la agitasen por dentro. Hasta ahora. Pero a partir de este momento, a veces era la muchacha de antes y otras veces era una mujer desconocida -una cambiada. ¿Cómo la verían sus hijos, su marido? Santiago y Dantón no la miraban, evitaban sus ojos, caminaban de prisa, a veces corrían como corren los jóvenes saltando como si todavía fuesen niños, pero no con alegría, sino alejándose de ella, para no admitir ni su presencia ni su ausencia.

– Para no admitir que no fui fiel. Que su madre fue infiel.

No la miraban pero ella los escuchaba. La casa no era grande y el silencio aumentaba los ecos; la casa se había convertido en un caracol.

– ¿Por qué diablos se casaron papá y mamá?

Ella no tenía más compañía que los espejos. Se miraba y no sólo veía dos edades. Veía dos personalidades. Veía a Laura razonable y a Laura impulsiva, Laura vital y Laura menguada. Miraba su conciencia y su deseo batallando sobre una superficie de vidrio, lisa como esos lagos de las batallas en las películas rusas. Se habría ido con Jorge Maura; si él se lo pide, se va con él, lo deja todo…

Una tarde se sentó frente al balconcillo abierto de la casa sobre la Avenida Sonora. Puso cuatro sillas más y ella ocupó la quinta

al centro. Al rato la tiíta María de la O llegó arrastrando los pies y se sentó junto a ella, suspirando. Luego regresó López Greene del sindicato, las miró y se sentó junto a Laura. Al rato los chicos volvieron de la calle, miraron la inusitada escena y tomaron las dos sillas que sobraban en los extremos.

No los convoca su madre, decía la propia Laura, nos convoca el lugar y la hora. La ciudad de México un atardecer del año 1941, cuando las sombras se alargan y los volcanes parecen flotar muy blancos sobre un lecho incendiado de nubes y el cilindrero toca «Las Golondrinas» y empiezan a escarapelarse los carteles de la pasada contienda electoral, ÁVILA CAMACHO/almazAn, y esa primera tarde el reencuentro silencioso de la familia contiene todas las tardes por venir, las tardes de tolvanera y las tardes de la lluvia que aplaca el polvo inquieto y llena de perfumes el valle donde se asienta la ciudad indecisa entre su pasado y su futuro, el cilindrero toca amor chiquito acabado de nacer, las criadas tendiendo ropa en las azoteas cantan voy por la vereda tropical y los adolescentes en la calle bailan tambora y más tambora pero qué será, pasan los fotingos y los libres, los neveros y los vendedores de jicamas rociadas de limón y polvo de chile, se instala el puesto de dulces, chiclets Adams y paletas Mimí, jamoncillo y camotes, se cierra el puesto de periódicos con sus noticias alarmantes de la guerra que están perdiendo los Aliados y sus historietas del Chamaco y el Pepín y sus exóticas revistas argentinas para damas, el Leoplán y El Hogar, y para los niños, el Billiken, los cines de barrio anuncian películas mexicanas de Sara García, los hermanos Soler, Sofía Álvarez, Gloria Marín y Arturo de Córdova, los muchachos compran a escondidas cigarrillos Alas, Faros y Delicados en la tabaquería de la esquina, los niños juegan rayuela, apuntan con huesos de durazno a hoyos improvisados, intercambian corcholatas de Orange Crush, de Chaparritas de uva, juegan carreras los camiones verdes de Roma-Piedad con los camiones marrón y crema de Roma-Mérida: el Bosque de Chapultepec se levanta detrás de las residencias mexicanas Bauhaus con un aire de musgo y eucalipto, ascendiendo hasta el milagro simbólico del Alcázar donde los muchachos, Dantón y Santiago, suben cada tarde antes de regresar a casa como si conquistasen en verdad un castillo abrupto, misterioso, al que se llega por sendas empinadas y caminos asfaltados y rutas encadenadas que guardan la sorpresa de la gran explanada sobre la ciudad, su vuelo de palomas y sus misteriosas salas de mobiliario decimonónico.

Sentados los muchachos junto a Laura y Juan Francisco y la vieja tía, agradecidos de que la ciudad les ofrezca este repertorio de movimiento, color, aromas, canción, y la corona de México, un castillo que les recuerda a todos, hay más de lo que nos imaginamos en el mundo, hay más…

Jorge Maura se fue y algo que ella convendría en llamar «la realidad», muy entre comillas, reapareció detrás de la bruma romántica. Su marido era la primera realidad. Él es el que reaparece primero, diciéndole a los muchachos (Santiago tiene veintiún años, Dan-tón uno menos):

– La amo.

Me acepta, dijo ella con crueldad y falta de generosidad, me acepta aunque nunca le dije la verdad, me acepta porque sabe que mi libertad me la otorgaron la propia crueldad y torpeza de él, «debí casarme con un panadero al que no le importan los bolillos que fabrica». Luego se dio cuenta de que declarar ante los hijos que la amaba era al mismo tiempo la prueba del fracaso de Juan Francisco, pero también la de su posible nobleza. Laura Díaz se adhirió a la idea de una regeneración de todos, padres de hijos, a través de un amor que ella vivió con tal intensidad que ahora le sobraba para regalárselo a los suyos.

Despertaba junto a su marido -volvieron a dormir juntos- y oía las primeras palabras del hombre, cada mañana.

– Algo anda mal.

Esas palabras lo salvaban a él y la reconciliaban a ella. Juan Francisco, para contentarla gracias a una nobleza redescubierta y acaso inherente a él, era el que les hablaba a Dantón y a Santiago sobre su madre, recordando cuándo se conocieron, cómo era, qué inquieta, qué independiente, que trataran de entenderla… Laura se sintió ofendida al oír esto; debía agradecerle la intercesión a su marido, pero en realidad la ofendió aunque la ofensa duró muy poco porque en la ceremonia vespertina de sentarse en el atardecer del Valle de México frente al Castillo de Chapultepec y los volcanes, que era ya la manera de decir a pesar de todo estamos juntos, ella dijo en voz alta una tarde.

– Me enamoré de un hombre. Por eso no venía a la casa. Estaba con ese hombre. Hubiera dado la vida por él. Los habría abandonado a ustedes por él. Pero él me dejó a mí. Por eso estoy aquí de vuelta con ustedes. Pude haberme quedado sola, pero sentí miedo. Regresé a buscar protección. Me sentía desamparada. No les

pido perdón. Les pido que a su edad, muchachos, empiecen a comprender que la vida no es fácil, que rodos cometemos faltas y herimos a quienes queremos porque nos queremos más a nosotros mismos que a cualquier otra cosa, incluyendo al ser que nos apasiona en un momento dado. Cada uno de ustedes, Dantón, Santiago, va a preferir, cuando la ocasión se presente, seguir su propio camino y no el que su padre o yo quisiéramos. Piensen en mí cuando lo hagan. Perdónenme.

No hubo palabras ni emociones. Sólo María de la O permitió que por sus ojos nublados por las cataratas pasaran viejos recuerdos de una niña en un prostíbulo jarocho y de un caballero que la rescató del desamparo y la integró a esta familia, por encima de todos los prejuicios de raza, de clase y de una moral, inmoral, porque en el nombre de lo que conviene, quita vida en vez de darla.

Laura y Juan Francisco se invitaron a rendirse y los muchachos dejaron de correr, luchar, rodar, todo por no verle la cara a su madre. Santiago dormía y vivía con la puerta de su recámara abierta, cosa que su madre no sabía e interpretó como un acto de libertad y transparencia, aunque quizás también como una rebeldía culpable: no tengo nada que ocultar. Dantón se reía de él, ¿cuál es tu siguiente desplante, mano?, ¿te vas a hacer puñetas a media calle?, no, le contestó el hermano mayor, quiero decir que nos bastamos, ¿quiénes, tú y yo?, eso me gustaría, Dantón; pues yo me basto a mí mismo pero con la puerta cerrada, por si las moscas; ven a ver mi colección de la revista Vea cuando quieras, puras viejas bichis, bien cachondas…

Así como Laura, al regreso, se miraba al espejo y creía casi siempre que su cara no cambiaba por más vicisitudes que la agitaran, descubrió que Santiago se miraba también, sobre todo en las ventanas, y que parecía sorprenderse a sí mismo y de sí mismo, como si descubriese constantemente a otro que estaba con él. Quizás eso lo pensaba sólo la madre. Santiago ya no era un niño. Era algo nuevo. Laura misma, ante el espejo, confirmaba que a veces era la mujer de antes, pero a veces, era la desconocida -una cambiada. ¿Se vería así su hijo? Ella iba a cumplir cuarenta y cuatro años.

No se atrevió a entrar. La puerta abierta era una invitación aunque también, celosa, paradójicamente, una prohibición. Mírame, pero no entres. Dibujaba. Con un espejo redondo para mirarse de reojo y crear -no copiar, no reproducir- el rostro del Santiago que su madre reconoció y memorizó sólo al ver el autorretrato que

su hijo dibujaba: el trazo se convirtió en el rostro verdadero de Santiago, lo reveló, obligó a Laura a darse cuenta de que ella se había ¡do, había vuelto y no había mirado en verdad a sus hijos, con razón ellos no la miraban a ella, corrían, se escurrían, si ella no los miraba tampoco, ellos le reprochaban más que el abandono del hogar, el abandono de la mirada: querían ser vistos por ella y como ella no los veía, Santiago se descubrió primero en un espejo que parecía suplir las miradas que hubiera querido recibir de sus padres, de su hermano, de la sociedad hostil siempre al joven que irrumpe, con su insolente promesa e ignorante suficiencia, en ella. Un retrato y luego un autorretrato.

Y Dantón, seguramente, se descubrió a sí mismo en la vitrina encendida de la ciudad.

Ella regresó como si ellos no existiesen ni se sintieran olvidados o dañados o ansiosos de comunicarle lo que Santiago hacía en este momento: un retrato que ella pudo haber conocido en la ausencia, un retrato que el hijo pudo enviarle a la madre si Laura, como lo deseó, se hubiera ido a vivir con su español, su «hidalgo».

Mira madre. Éste soy yo. No regreses más.

Laura imaginó que no tendría nunca otro rostro que darle a su hijo sino el que el hijo le daba ahora a ella: la frente ancha, los ojos ambarinos muy separados, no oscuros como en la realidad, la nariz recta y los labios delgados y desafiantes, el pelo lacio, revuelto, de un rico castaño lustroso y acascarado, la barbilla temblorosa; hasta en el autorretrato temblaba el mentón que quería dispararse fuera de la cara, valiente pero expuesto a todos los golpes del mundo. Era Santiago el Menor.

Tenía varios libros abiertos y parados alrededor. Van Gogh y Egon Schiele.

¿Dónde los conseguiste? ¿Quién te los dio?

La Librería Alemana aquí en la Colonia Hipódromo.

Laura iba a decir, de casta le viene al galgo, le salió lo alemán, pero él se le adelantó, no te preocupes, son judíos alemanes que se exiliaron en México.

Muy a tiempo.

Sí, mamá, muy a tiempo.

Describió las facciones de Santiago que el autorretrato le traducía y le facilitaba, pero no daba cuenta del espesor del trazo, de la luz sombría que le permitía al espectador asomarse a ese rostro trágico, predestinado, como si el joven artista hubiese descubierto

que un rostro revela la necesidad trágica de cada vida, pero también su posible libertad para sobreponerse a los fracasos. Laura miró ese retrato de su hijo por su hijo y pensó en la tragedia de Raquel Men-des-Alemán y en el drama de Jorge Maura con ella. ¿Había una diferencia entre la fatalidad sombría del destino de Raquel, compartido con todo el pueblo judío, y la respuesta dramática, honorable, pero al cabo dispensable del hidalgo español Jorge Maura que se fue a salvar a Raquel a La Habana, como antes quiso salvar a Pilar en España? Santiago con su autorretrato le daba a Laura una luz, una respuesta que ella quiso hacer suya de ella. Hay que darle tiempo a lo ocurrido. Hay que permitir que el dolor se vuelva, de alguna manera, conocimiento. ¿Por qué presagiaba estas ideas el autorretrato de su hijo?

Entonces él y ella eran iguales. Santiago la miró y aceptó normalmente que ella lo mirase a él desde el umbral de la recámara.

Ella no los separó. Eran distintos. Santiago lo asimilaba todo, Dantón rechazaba, eliminaba las cosas que se cruzaban en su camino o le estorbaban, podía reducir al ridículo en clase a un maestro pomposo o sacarle el mole en el recreo a un condiscípulo que le caía gordo. Y sin embargo, era Santiago quien resistía mejor los arreglos del mundo y Dantón, al cabo, quien los aceptaba después del desplante de un rechazo violento. Era Dantón el que protagonizaba las escenas de la independencia, el Grito de Dolores de la pubertad, ya estoy grande, es mi vida, no la de ustedes, regreso a la hora que quiera, yo mando en mi tiempo, y era el que regresaba borracho, era el de las trompadas y las gonorreas y la solicitud avergonzada de lana; era el más libre pero el más dependiente. Se revelaba para sucumbir con más facilidad.

Santiago, cuando estudiaba, obtuvo trabajo en la restauración de los frescos de José Clemente Orozco y luego Laura lo mandó con Frida y Diego a que asistiera al pintor en los murales que iniciaba en el Palacio Nacional. Le entregaba puntualmente el dinero a su madre, como un niño de Dickens explotado en una curtiduría. Ella reía y le prometía guardarlo sólo para él.

– Será nuestro secreto.

– Ojalá no sea el único -dijo Santiago besando impulsivamente a su madre.

– Tú lo quieres más porque te perdonó -dijo con insolencia Dantón y Laura le dio una bofetada irreprimible.

– Mejor me callo -dijo Dantón.

Laura Díaz había ocultado su pasión por Jorge Maura, su pasión con Jorge Maura, y ahora decidió no ocultar su pasión por y con Santiago su hijo, casi como una compensación inconsciente por el silencio que rodeó el amor con Maura. No iba a negar que prefería a Santiago por encima de Dantón. Sabía que eso no era conven-cionalmente aceptable. «O todos hijos o todos entenados». No le importaba. Cerca de él, mirándolo trabajar en casa, salir, regresar a tiempo, entregarle el dinero, contarle sus proyectos, se fue tejiendo una complicidad entre madre e hijo que tenía también el nombre de preferencia, que significa poner por delante, ese lugar comenzó a ocupar Santiago en la vida de Laura, el primer lugar. Era como si, desvanecido el amor de Jorge Maura que la reveló ante su propia mirada como Laura Díaz, mujer única, inconfundible, insustituible pero pasajera y al cabo mortal, pero mujer amada, mujer apasionada, mujer que lo dejaría todo por su amante, ahora toda la pasión se hubiera trasladado a Santiago, no la pasión de la madre hacia el hijo porque eso era sólo amor y hasta preferencia, sino la pasión del muchacho por la vida y la creación: esto es lo que Laura empezaba a hacer suyo de ella porque Santiago se lo entregaba independientemente de sí, libre de vanidad.

Santiago, su hijo, el segundo Santiago, era lo que hacía, amaba lo que hacía, entregaba lo que hacía, progresaba velozmente, asimilaba lo que veía sólo en reproducciones, libros y revistas, o estudiando los murales mexicanos. Descubre al otro que está en él. Su madre lo descubre al mismo tiempo. El muchacho temblaba de anticipación creativa apenas se acercaba a un papel en blanco primero, a un caballete más tarde, cuando Laura se lo regaló para sus diecinueve años.

Transmite su temblor. Emociona a la tela que hace suya como emociona a quien lo mira trabajar. Es un ser entregado.

Laura empezó a vivir demasiado del temblor artístico de su hijo. Viéndole trabajar y progresar, se dejó contagiar por la anticipación, porque ésta era como una fiebre que el muchacho traía adentro. Pero era un joven alegre. Le gustaba comer, pedía toda clase de antojitos mexicanos, invitaba a Laura a los banquetes yucatecos del Círculo del Sureste en las calles de Lucerna con las salsas de huevo y almendra del papadzul o el empalago del queso napolitano, la invitaba al patio del Bellinghausen en las calles de Londres durante la temporada de gusanos de maguey mojados en guacamole y los flanes de rompope, la invitaba al Danubio en las calles de

Uruguay a gustar de los callos de hacha con un toque de limoncito v otro de salsa de chile chipotle gruesa, aromática y más padre que todas las madres de todas las mostazas. Yo pago, mamá, yo disparo.

Los perseguía la mirada de rencor de Dantón, los perseguía el paso arrastrado de las chanclas de Juan Francisco, a ella la tenía sin cuidado, la vida con Santiago era la vida sin más para Laura Díaz este año de 1941 cuando recuperó su hogar pero prolongó, a veces con sentimientos de culpa, su amor por Maura en el amor por Santiago, dándose cuenta de que éste, Santiago Segundo, era también la continuación de su amor por el primer Santiago, como si no hubiera poder en el cielo o en la tierra que la obligase a una pausa, a una soledad, culpable o redentora, era lo de menos. El hiato entre el hermano, el amante y el hijo fue imperceptible. Duró el tiempo de un par de atardeceres en un balcón mirando el bosque vibrante y los volcanes apagados.

– Voy a La Habana a rescatar a Raquel Mendes-Alemán. El Prinz Eugen no ha sido admitido en los Estados Unidos y los cubanos hacen lo que manden los americanos. O por lo menos lo que se imaginan que desean los americanos. El barco va a zarpar de regreso a Alemania. Esta vez, nadie saldrá vivo. Hitler le puso, una vez más. una trampa a las democracias. Les dijo, cómo no, vean ustedes, allí les mando un barco cargado de judíos, denles asilo. Ahora dirá, ya ven, ni ustedes los quieren, yo mucho menos, todos a la cámara de gases y se acabó el problema. Laura, si llego a tiempo, salvaré a Raquel.

¿Nunca haremos las paces, Juan Francisco?

¿Qué más quieres de mí? Te he recibido en mi casa. Le he pedido a nuestros hijos que te respeten.

¿No te das cuenta de que alguien más vive en esta casa con nosotros?

No. ¿Quién es ese fantasma?

Dos fantasmas. Tú y yo. Antes.

Ya no se me ocurre nada. Estáte sosiega, mujer. ¿Cómo va tu trabajo?

Bien. Los Rivera no saben manejar papeles, necesitan quien les conteste cartas, archive documentos, revise contratos.

Ta'bien. Te felicito. ¿No te quita mucho tiempo?

Tres veces por semana. Quiero dedicarme mucho a la casa.

El «ta'bien» de su marido quería decir «ya era hora», pero Laura lo pasó por alto. A veces pensaba que casarse con él fue como

darle la otra mejilla al destino. Convirtió en realidad cotidiana lo que era y quizás siempre debió ser un enigma, una lejanía: la vida verdadera de Juan Francisco López Greene. No iba a preguntarle en voz alta lo que tantas veces se preguntó a sí misma. ¿Qué hizo su marido? ¿Dónde falló? ¿Fue heroico y se cansó de serlo?

– Más tarde entenderás -decía él.

– Más tarde entenderé -repetía ella, hasta convencerse de que la frase era suya.

Laura. Estoy cansado, recibo buenos emolumentos de la CTM y del Congreso de la Unión. No falta nada en la casa. Si quieres ocuparte de Diego y Frida, es tu asunto. ¿Quieres que además vuelva a ser el héroe de 1908, de 1917, de la Casa del Obrero Mundial y los Batallones Rojos? Te puedo hacer una lista de los héroes de la Revolución. A todos se nos ha hecho justicia, salvo a los muertos.

No, quiero saberlo. ¿Tú fuiste de veras un héroe?

Juan Francisco empezó a reír en grande, con flemas y rugidos.

No hubo héroes, y si los hubo, los mataron rapidito y les levantaron sus estatuas. Bien feas, además, para que no se anden creyendo. En este país hasta la gloria es pinche. Todas las estatuas son de cobre, apenas les rascas lo doradito. ¿Qué esperas de mí? ¿Por qué no respetas lo que fui y ya, carajo?

Estoy haciendo un esfuerzo por entenderte, Juan Francisco. Ya que no me dices de dónde provienes, dime al menos qué eres hoy.

Un vigilante. Un guardián del orden. Un administrador de la estabilidad. Ganamos la Revolución. Nos costó mucho tener paz y un proceso de sucesión en el poder sin asonadas militares, distribuyendo tierras, educación, caminos… ¿Te parece poco? ¿Quieres que me oponga a eso? ¿Quieres que acabe como todos los insatisfechos, Serrano y Arnulfo Gómez, Escobar y Saturnino Cedillo, el filósofo Vasconcelos? Ni a héroes llegaron. Se quedaron en puritito ardido. ¿Qué quieres de mí, Laura?

Es que busco una rendijita por dónde te pueda amar, Juan Francisco. Así de tonta.

Pues a buena coladera te arrimas. ¡Faltaba más!

Quiso explicarle a Santiago, mientras el muchacho pintaba, que le encantaba su ánimo artístico. Se lo dijo con las razones del padre muy frescas en su atención.

– Diego usa la palabra élan. Vivió mucho en Francia.

Santiago estaba pintando descarnadamente a un hombre y una mujer desnudos pero separados, de pie, mirándose, explorándose con la mirada. Tenían los brazos cruzados. Laura le dijo que quererse siempre era muy difícil porque el ánimo de dos personas casi nunca es igual, hay un momento de identificación total que nos apasiona, hay un equilibrio entre los dos que por desgracia es sólo el anuncio de que uno de los dos lo va a romper.

– Quiero que entiendas eso sobre tu padre y yo.

– Te le adelantaste nomás, mamá. Le hiciste saber que tú no ibas a ser la triste, ese papel se lo dejaste a él.

Santiago limpió sus pinceles y miró a su madre.

– Y el día que él se muera, ¿quién se le adelanta a quién?

Cómo pude abandonar a un hombre tan débil, se dijo Laura, antes de reaccionar con fuerza y pudor, no, lo que hay que cambiar son las reglas del juego, las reglas hechas por los hombres para los hombres y para las mujeres, porque sólo ellos legislan para ambos sexos, porque las reglas del hombre valen lo mismo para la vida fiel y doméstica de una mujer, que para su vida infiel y errante: ella siempre es culpable de sumisión en un caso, de rebeldía en otro: culpable de la fidelidad que deja pasar la vida recostada en una tumba fría con un hombre que no nos desea, o culpable de la infidelidad de buscar el placer con otro hombre igual que el marido lo busca con otra mujer, pecado para ella, adorno para él, él Don Juan, ella Doña Puta, por Dios, Juan Francisco, por qué no me engañaste en grande, con un gran amor, no nada más con la huilas de tu patrón el panzón Morones? ¿Por qué no tuviste un amor con una mujer tan grande, tan fuerte, tan valiente como Jorge Maura, mi propio amor?

Con Dantón tenía Juan Francisco la relación paralela a la de Laura con Santiago: dos partidos. El viejo -había cumplido cincuenta y nueve años, pero se veía de setenta- le perdonaba todas sus trapacerías al hijo menor, le daba el dinero y lo sentaba a que se vieran las caras, porque ninguno de los dos abría la boca, por lo menos enfrente de los rivales de la casa, Laura y Santiago. La madre, a pesar de todo, tenía una intuición de que Juan Francisco y Dantón se decían cosas. Lo confirmó la tiíta muda por volición, una tarde en que se repetía la ceremonia saludable del balcón, el rito unifica-dor de la familia. María de la O se sentó a la fuerza entre el padre y el hijo menor, los separó pero sin apartar la mirada de Laura. Sólo entonces, cuando la anciana mulata siempre vestida de negro tenía

fijada la atención de Laura, María de la O movió rápidamente los ojos, como si fuese una oscura águila de mirada partida por la mitad, capaz de ver simultáneamente en dos direcciones, miró de Juan Francisco a Dantón y del hijo al padre, varias veces, diciéndole a Laura algo que podría significar «se entienden», cosa que Laura ya sabía, o «son iguales», cosa que era difícil de concebir: el ágil, parrandero y desenfadado Dantón parecía todo lo contrario del parsimonioso, retraído y angustiado Juan Francisco. ¿Dónde está la relación? Las intuiciones de María de la O rara vez fallaban.

Una noche, cuando Santiago se quedó dormido junto a su recién adquirido caballete -un regalo de Diego Rivera-, Laura, que tenía permiso de verlo pintar, lo cubrió con una manta y le acomodó la cabeza lo mejor que pudo, acariciándole la frente despejada muy suavemente. Al salir, oyó risas y cuchicheos en la recámara matrimonial, entró sin tocar y encontró a Juan Francisco y Dantón sentados con las piernas cruzadas en el piso, escudriñando un desplegado mapa del estado de Tabasco.

– Perdón -interrumpió Laura-. Es tarde y tú tienes clases mañana, Dantón.

El joven rió. -Mi mejor escuela está aquí, con mi papá.

Habían bebido. La botella de Ron Potrero estaba medio vacía y la pesantez alcohólica de Juan Francisco le impedía separar la mano extendida sobre el mapa de su estado natal.

– A la cama, caballerito.

– Oh, qué lata. Tan chicho que estábamos.

– Pues mañana vas a estar bien gacho si no duermes.

– Chicho, gacho, tatanacho, hijo de Ávila Camacho -tarareó Dantón y se retiró.

Laura miró intensamente a su marido y al mapa.

– ¿Dónde tienes puesto el dedo? -sonrió Laura-. Deja ver. Macuspana. ¿Es puro azar? ¿Te dice algo?

– Es un lugar escondido en la selva.

– Me lo imagino. ¿Qué te dice?

– Elzevir Almonte.

Laura no pudo hablar. Volvió como un hachazo a su mente la figura del sacerdote poblano que llegó un día a Catemaco a sembrar la intolerancia, a imponer ridiculas restricciones morales, a perturbar la inocencia en el confesionario, y a fugarse otro buen día con las ofrendas del Santo Niño de Zongolica.

– Elzevir Almonte -repitió en un trance Laura, recordando la pregunta del cura a la hora de la confesión, «¿te gustaría ver el sexo de tu padre, niña?».

– Fue a refugiarse a Tabasco. Pasaba por civil, claro está, y nadie sabía de dónde sacaba el dinero. Iba a Villahermosa una vez al mes y pagaba de un golpe todas sus deudas al día siguiente. El día que murió mi madre no había cura en toda la zona de Macus-pana. Yo corrí por las calles gritando, mi madre quiere confesarse, quiere irse al cielo, ¿no hay un padre que la bendiga? Es cuando Almonte se reveló como sacerdote y le dio los últimos auxilios a mi madre. No olvidaré nunca la cara de paz que puso mi viejecita. Se murió agradeciéndome que la mandara al cielo. ¿Por qué se escondía, le pregunté al padre Elzevir? Me contó y le dije, es hora de que usted se redima. Me lo llevé a la huelga de Río Blanco. Atendió a los heridos por los rurales. Hubo doscientos muertos por el ejército, Almonte bendijo a todos y cada uno. No se lo podían negar, aunque tenían prisa en cargar los cadáveres en trenes descubiertos y echarlos al mar en Veracruz. Pero el cura Elzevir era incorregible. Se unió a Margarita Ramírez, una valiente trabajadora que le prendió fuego a la tienda de raya. Entonces se hizo reo por partida doble. La Iglesia lo buscaba por su robo en Catemaco. El gobierno, por su rebelión en Río Blanco, yo acabé por preguntarme, ¿para qué sirve el clero? Todo lo que hizo el padre Elzevir pudo hacerse sin la Iglesia. Mi madre se moriría con o sin bendición. El ejército de Porfirio Díaz mató a los trabajadores de Río Blanco y los mandó arrojar al mar con o sin la venia del señor cura, y Margarita Ramírez no tenía necesidad del cura para pegarle candela a la tienda. Me pregunté, con toda buena fe, para qué chingados servía la Iglesia. Como si quisiera confirmar mis dudas, Elzevir luego luego mostró el cobre. Se fue a Veracruz y declaró que todo lo de Río Blanco era una «conspiración anarquista» y apareció en los periódicos con el Cónsul de los Estados Unidos felicitando al gobierno por su «acción decisiva». Todo por hacerse perdonar su ratería y su fuga de Catemaco. Traía la traición en las venas. Me usó cuando creyó que íbamos a ganar, nos traicionó apenas perdimos. No sabía que íbamos a ganar a la larga. Le agarré un desprecio y un odio profundos a la Iglesia. Aprobé por eso la persecución de Calles y entregué a la monja Soriano. Son una plaga y hay que ser implacables con ellos.

– ¿Entonces no les debes nada?

– A Elzevir Almonte sí. Me contó de tu familia. Te describió como la niña más bonita de Veracruz. Creo que te deseaba. Me contó cómo te confesabas con él. Me inflamó a mí mismo. Decidí conocerte, Laura. Fui a Xalapa a conocerte.

Juan Francisco dobló cuidadosamente el mapa. Ya tenía puesto el pijama y se acostó sin decir palabra.

Ella no pudo dormir pero pensó mucho en la inmensa impunidad que puede sentir un carácter fundado en viejos sentimientos, como si habiendo bebido toda la cicuta de la vida, ya no le quedase más que sentarse a esperar la muerte. ¿Hay que adquirir el sufrimiento para ser alguien?;Recibirlo, o buscarlo? La historia del padre Almonte, a quien ella había visto refugiado, una sombra más que un hombre, en la casa de huéspedes de la Mutti Leticia en Xa-lapa, acaso era asumida más que como un pecado, como un dolor por Juan Francisco, sin que él mismo se apercibiese. Quién sabe qué hondas raíces religiosas había en cada individuo y en cada familia de este país, que rebelarse contra la religión era sólo una manera más de ser religioso. Y la Revolución misma, sus ceremonias patrias, sus santos civiles y sus mártires guerreros, ¿no eran una iglesia paralela, laica, pero tan confiada en ser la depositaría y dispensadora de la salud como la Apostólica y la Romana que había educado, protegido y explotado a los mexicanos -todo revuelto- desde la Conquista? Pero nada de esto explicaba o justificaba, finalmente, la delación de una mujer acogida al asilo de un hogar, el suyo, el de Laura Díaz.

Juan Francisco era imperdonable. Se moriría -Laura cerró los ojos para dormirse- sin el perdón de su mujer. Se sintió, en esa noche, más la hermana de Gloria Soriano que la mujer de Juan Francisco López Greene. Más la hermana que la esposa, más la her…

Es que ella no quería atribuir -continuó cavilando en la mañana- el cambio en la vida de su marido -aquel enérgico y generoso tribuno obrero de la Revolución, ahora este político y operador de segunda- en términos de pura supervivencia. Quizás el juego de padre e hijo con el mapa guardaba la clave de Juan Francisco, más allá de la pobre saga del padre Almonte, y Dantón, que podía ser secretero, también podía ser hablador, hasta echador, si ello le convenía a la estima de sí mismo, a su fama y oportunidad. No, ella no iba a disfrazar simpatías y diferencias en esta casa, aquí se iba a hablar con la verdad de ahora en adelante, como lo había hecho ella, dando el ejemplo enfrente de todos, se había confesado ante su familia y en vez de perder respeto, lo ganó.

Eso le dijo a Dantón ese fin de semana. -Fui muy franca, hijo.

– Te confiesas ante un marido impotente, un hijo marica, otro borracho y una tía nacida en un burdel. ¡Ay sí, qué valiente!

Ya le había pegado una vez. Juró no hacerlo más.

– ¿Qué quieres que te cuente yo de mi padre? Si te acostaras con él, le podrías sacar todos sus secretos. Ten más valor, mamá. Te lo digo bonito.

– Eres un pequeño miserable.

– No, espero graduarme de gran miserable, ya tú verás, chico, como dice Kiko Mendive, ¡guachachacharachá!

Hizo un pasito de baile, se ajustó la corbata de rayas azules y amarillas y le dijo no te preocupes, mamacita, ante el mundo, cada uno a su modo, mi hermano y yo nos bastamos. Me cae de a veinte. No vamos a ser una carga para ti.

Laura se guardó su duda. Dantón iba a necesitar toda la ayuda del mundo, y como el mundo no ayuda gratuitamente a nadie, iba a tener que pagar. La anegó un sentimiento de repulsión profunda hacia su hijo menor, se hizo las preguntas inútiles, ¿de donde salió así?, ¿qué hay en la sangre de Juan Francisco?, porque en la mía…

Santiago entró a una etapa febril de su vida. Descuidó el trabajo con Rivera en el Palacio, convirtió la recámara de la Avenida Sonora en un estudio de agresivos olores de óleo y trementina; entrar a ese espacio era como internarse en un bosque bárbaro de abetos, pinos, alerces y terebintos. Las paredes estaban embadurnadas como una extensión cóncava del lienzo, la cama estaba cubierta por una sábana que ocultase el cuerpo yacente de otro Santiago, el que dormía mientras su gemelo el artista pintaba. La ventana estaba oscurecida por un vuelo de pájaros atraídos a una cita tan irresistible como el llamado del Sur durante un equinoccio de otoño, y Santiago recitaba en voz alta mientras pintaba, atraído él mismo por una manera de gravedad austral,

una rama nació como una isla, una hoja fue forma de la espada, un racimo redondeó su resumen una raíz descendió a las tinieblas… Era el crepúsculo de la iguana…

Luego decía cosas inconexas mientras pintaba, «todo artista es un animal domado, yo soy un animal salvaje» y era cierto, era un hombre, con una melena larga y una barba pueril pero dispersa y una frente alta, clara, afiebrada y los ojos llenos de un amor tan intenso que asustaron a Laura, encontrando en su hijo a un ser perfectamente nuevo, en él «las iniciales de la tierra estaban escritas» porque Santiago su hijo era el «joven guerrero de tiniebla y cobre» del Canto general que acababa de publicar en México el poeta más grande de América, Pablo Neruda, madre e hijo lo leían juntos y ella recordaba las noches de fuego en Madrid evocadas por Jorge Maura, Neruda en un techo en llamas bajo las bombas de la aviación fascista, en un mundo europeo regresado a la oda elemental de nuestra América en perpetua destrucción y recreación, «mil años de aire, meses, semanas de aire», «el alto sitio de la aurora humana: la más alta vasija que contuvo el silencio de una vida de piedra después de tantas vidas». Esas palabras alimentaban la vida y la obra de su hijo.

Quiso ser justa. Sus dos hijos la habían desbordado por los extremos, tanto Santiago como Dantón se formaban en los lugares de la aurora y eran ambos «altas vasijas» para el prometedor silencio de dos vidas nacientes. Hasta entonces ella había creído en las personas, mayores que ella o contemporáneas a ella, como seres inteligibles. Sus hijos eran, prodigiosa, aventuradamente, un misterio. Se preguntó si ella misma, en algún momento de los años con Laura Díaz, había resultado tan indescifrable para sus parientes como ahora sus hijos le resultaban a ella. Buscaba en vano una explicación de quienes podían entenderla, María de la O, que sí había vivido en un extremo de la vida, la frontera sin noche o día del abandono, o su propio marido Juan Francisco, de quien sólo conocía, primero, una leyenda, luego un mito desvirtuado y al cabo, un rencor antiguo conviviendo con una resignación razonada.

Las alianzas entre padres y hijos se fortalecieron, a pesar de todo, de manera natural; en cada hogar hay gravitaciones tan incontenibles como las de los astros que no caen, le explicó Maura un día, precisamente porque gravitan los unos hacia los otros, se apoyan, se mantienen íntegros a pesar de la fuerza tenaz, incontenible, de un universo en expansión permanente, desde su inicio (si es que lo hubo) hasta su final (si es que lo tendrá).

– Gravedad no es caída, como se cree vulgarmente, Laura. Es atracción. La atracción que no sólo nos une. Nos engrandece.

Laura y Santiago se apoyaban mutuamente: el proyecto artístico del hijo encontraba una resonancia en la franqueza moral de la madre, y el regreso de Laura a un matrimonio frustrado se justificaba plenamente gracias a la unión creadora con el hijo; Santiago veía en su madre una decisión de ser libre que se correspondía con el propio impulso del hijo, pintar. El acercamiento entre Juan Francisco y Dantón, en cambio, se apoyaba primero en cierto orgullo masculino del padre, éste era el hijo parrandero, libre, bravucón, enamorado, como en las películas muy populares de Jorge Negrete que los dos iban a ver juntos a cines del centro, como el recién estrenado Palacio Chino en la calle de Iturbide, un mausoleo de pagodas de papier-maché, Budas sonrientes y cielos estrellados -sine qua non- para una «catedral fílmica» de la época, el Alameda y el Colonial con sus remembranzas virreinales churriguerescas, el Lin-davista y el Lido con su pretensión hollywoodesca, «streamlined» como decían las señoras de sociedad de sus ajuares, sus coches y sus cocinas. Le gustaba al padre invitar al hijo a darse una empapada de desafíos al honor, proezas a caballo, pleitos de cantina y serenatas a la noviecita santa -los dos se derretían con la mirada de noche líquida de Gloria Marín- quien antes le había rezado a la Virgencita para que el macho «cayera». Porque un charro de Jalisco, aunque creyera que él hacía rendirse a la mujer, era siempre, gracias a las artes de la mujer, el que se rendía, pasando por las horcas de la virginidad devoradora de una legión de señoritas tapatías llamadas Esther Fernández, María Luisa Zea o Consuelito Frank.

Dantón sabía que su padre iba a gozar las historias de cantinas, desafíos y serenatas que, a nivel suburbano, repetían las hazañas del Charro Cantor. En la Prepa, lo castigaban por estas escapadas. Juan Francisco, en cambio, se las celebraba y el hijo se hacía cruces imaginando si su padre añoraba aventuras de su propia juventud o si, gracias al hijo, por primera vez, tenía la juventud que le faltó. De su pasado más íntimo, Juan Francisco nunca hablaba. Si Laura apostaba a que con su hijo menor el marido revelara el secreto de un origen, nunca fue así, había una zona reservada de la jornada vital de López Greene, y era el despertar mismo de su personalidad: ¿había sido siempre el líder atractivo, elocuente y bravo que ella conoció en el Casino de Xalapa cuando era una muchacha de diecisiete años, o había algo antes y detrás de la gloria, una censura que explicase al hombre parco, indiferente y miedoso que ahora vivía con ella?

Al hijo mimado lo instruía Juan Francisco en la historia gloriosa del movimiento obrero contra la dictadura de Porfirio Díaz. Desde 1867, cuando cayó el imperio de Maximiliano -mira no-más, hace apenitas más de medio siglo-, Juárez se encontró en la capital con grupos bien organizados de anarquistas entrados subrepticiamente con las tropas húngaras, austríacas, checas y francesas que apoyaban al archiduque Habsburgo. Se quedaron aquí cuando los franceses se fueron y Juárez mandó fusilar a Maximiliano. Se habían reunido en «Sociedades de Resistencia», formadas por artesanos. Desde 1870 se constituyó el Gran Círculo de Obreros de México, luego el grupo secreto bakunista La Social celebró, en 1876, el primer congreso general obrero de la República Mexicana.

– Ya ves, hijo, que el obrerismo mexicano no nació apenas ayer, aunque tuvo que luchar contra añejos prejuicios coloniales. Había una delegada anarquista, Soledad Soria. Quisieron vetarla porque la presencia de una mujer violaba los antecedentes, dijeron. El Congreso llegó a tener ochenta mil miembros, te das cuenta. De qué enorgullecerse. Con razón Díaz empezó a reprimir, culminando con la terrible represión contra los miembros de Cananea. Don Porfirio comenzó a reprimir allí porque los grupos americanos que dominaban a la compañía de cobre enviaron desde Arizona casi cien hombres armados, los rangers, a proteger la vida y la propiedad americana. Es la cantinela de siempre de los gringos. Invaden un país para proteger la vida y la propiedad. Los mineros también querían lo de siempre, jornada de ocho horas, salarios, techo, escuelas. Ellos también querían tener vida y propiedad. Los masacraron. Pero la dictadura se cuarteó allí mismo para siempre. No calcularon que una sola cuarteadura puede derrumbar todo un edificio*.

A Juan Francisco le encantaba tener un escucha atento, su propio hijo, para rememorar estas historias heroicas del obrerismo mexicano, culminando con la huelga textil de Río Blanco en 1907, donde el ministro de Hacienda de Díaz, Yves Limantour, apoyó a los patrones franceses a fin de prohibir libros no censurados y requerir pasaportes de entrada y salida de la fábrica, como si fuera otro país, consignando en ellos la historia rebelde de cada obrero.

– Otra vez fue una mujer, de nombre Margarita Romero, la que encabezó la marcha a la tienda de raya y le prendió fuego. El ejército entró y asesinó a doscientos trabajadores. La tropa se concentró en Veracruz y es entonces cuando yo llegué a organizar la resistencia…

– ¿Y antes, papá?

– Yo creo que mi historia empieza con la Revolución. Antes no tengo biografía, hijo.

Llevó a Dantón a las oficinas de la CTM, un cubículo donde Juan Francisco recibía llamadas que terminaban siempre con un «sí señor», «como usted diga», «usted manda, señor», antes de que Juan Francisco se marchase al Congreso para pasarle las consignas de la Presidencia y las Secretarías de Estado a los diputados obreristas.

En esto se le iba el día. Pero en el trayecto de las oficinas de la central obrera a la Cámara y de vuelta a la oficina, Dantón vio un mundo que no le gustaba. Todo parecía una gran feria de complicidades, una pavana de acuerdos dictados desde arriba por los verdaderos poderes y repetida acá abajo, en el Congreso y los sindicatos, de manera mecánica, sin discutir o dudar, sino en un círculo interminable de abrazos, palmadas en los hombros, secretos al oído, sobres lacrados, risotadas ocasionales, leperadas que tenían la obvia intención de rescatar la hombría maltrecha de los líderes y diputados, citas constantes para grandes comilonas que podían culminar a la medianoche en casa de La Bandida, guiños de tú-me-entiendes para cuestiones de sexo y de lana, y Juan Francisco circulando a su vez entre todos.

– Son instrucciones…

– Es lo más conveniente…

– Claro que son tierras comunales, pero los hoteles en la playa le van a dar chamba a toda la comunidad…

– El hospital, la escuela, la carretera, todo integra mejor su región, señor diputado, sobre todo la carretera que va a pasar junto a su propiedad…

– Bueno, ya sé que es un capricho de la señora, vamos dándole gusto, ¿qué perdemos?, el señor secretario nos lo va a agradecer de por vida…

– No, hay interés superior en detener esta huelga. Eso se acabó, ¿me entiende usted? Todo se puede obtener mediante las leyes y la conciliación, sin pleitos. Dése cuenta, señor diputado, que la razón de ser del gobierno es que en México haya estabilidad y paz social. Eso es lo revolucionario hoy.

– Yo sé que el presidente Cárdenas les prometió una cooperativa, compañeros. Y la vamos a tener. Sólo que las condiciones de producción requieren una gerencia fuerte y ligada nacionalmente a la CTM y al Partido de la Revolución Mexicana. Si no,

camaradas, se los vuelven a tragar los curas y los latifundistas, como siempre.

– Tengan fe.

¿No iba a pedir una oficina, pues, un poco más chicha?

No, le contestó Juan Francisco a Dantón, me conviene un lugar así, modesto, desde donde operar mejor. Así no ofendo a nadie.

Pero yo creo que la lana es para lucirla.

Hazte contratista o empresario entonces, a ésos se les perdona todo.

¿Por qué?

Crean fuentes de trabaja. Es la fórmula.

¿Y tú?

Todos tenemos que desempeñar un papel. Es la ley del mundo. ¿Cuál te agrada, hijo? Político, empresario, periodista, militar…

Ninguno, padre.

¿Entonces qué vas a hacer?

Lo que más me convenga.

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