III. Veracruz: 1910

Llegaba tarde. Llegaba temprano. Siempre, demasiado tarde o demasiado temprano. Aparecía inesperadamente a cenar. Otras veces, no llegaba.

Leticia, apenas la mandó traer su marido Fernando Díaz a Veracruz, estableció con toda naturalidad, sin sentir que se imponía, los mismos horarios y el orden de su vida anterior en la finca cafetalera de Catemaco. Por más bullicioso y deslavado que fuese el puerto, el sol salía a la misma hora junto al lago y a la orilla del mar. Desayuno a las seis, comida a la una, merienda a las siete, o cena, en casos especiales, a las nueve.

Veracruz le daba a Leticia Kelsen la variedad de sus mariscos y pescados, y la madre de Laura los combinaba de maravilla, los pulpos en su tinta y con arroz blanco, los tostones de plátano frito con frijoles, claro, refritos; el blanco huachinango del Golfo nadando entre cebolla, pimientos y aceitunas; la carne deshebrada en cilantro o cuajada de oscuras salsas manchamanteles; la repostería monjil y los cafés mundanos, pausados, conocedores del calor y el insomnio, amigos de las siestas y las lunas.

Podían tomarse a cualquier hora en el célebre Café de la Parroquia donde un avispero de mozos con delantal blanco y corbata de palomita corrían entre el zumbido de los clientes sirviendo molletes y huevos rancheros mientras combinaban, como magos mal remunerados en un carnaval sin horarios, el café y la leche servidos en vasos de vidrio y derramados con una simultaneidad asombrosa desde alturas acrobáticas. Todo lo presidía la gran cafetera de plata, importada desde Alemania, que ocupaba el centro y el fondo del café como una reina argentina condecorada de llaves, grifos, espuma, humos y sellos de fábrica. Lebrecht und Justus Krüger, Lübeck, 1887.

De Europa llegaban también las revistas ilustradas y las novelas que el padre de Laura, Fernando Díaz, esperaba con impaciencia cada mes, cuando el paquebote de Southampton y Le Havre entraba al puerto sólo para darle gusto, parecería, al contador pú-

blico que allí lo aguardaba, con el carrete bien plantado para protegerse de un sol pesado como una sábana mojada. El bastón con empuñadura de marfil. El terno completo que tanto llamó la atención en Catemaco cuando Fernando cortejó y conquistó a Leticia. Con la otra mano, tomaba la de Laura, su hija de doce años.

– Las revistas, papá, primero las revistas.

– No. Primero los libros para tu hermano. Avísale que ya están aquí.

– Mejor se los llevo a su cuarto.

– Como gustes.

– ¿Está bien que una niña de doce años visite la recámara de un muchacho mayor de veinte? -decía sin levantar la voz Leticia apenas salía, todavía saltando infantilmente, Laura del salón.

– Es más importante que se quieran y se tengan confianza -le contestaba, tranquilamente, su marido Fernando Díaz.

Leticia se encogía de hombros, se ruborizaba recordando el moralismo del cínico fugitivo padre Elzevir Almonte pero enseguida miraba con orgullo la sala de su nueva casa, que era el piso superior del Banco de la República que su marido, desde hacía apenas un mes, regenteaba.

– Cumplió con su palabra. A base de esfuerzo, como lo prometió, ascendió de cajero a contador a director de banco, sacrificándole, le decía a Leticia, once años de vida conyugal, de cercanía con Laurita y de orden en un hogar, si así se atrevía a llamarlo, de hombres solos -Fernando y su hijo Santiago, fruto del primer matrimonio con la difunta Elisa Obregón- que, por mejor servidos que estuviesen, dejarían el puro encendido aquí o apagado allá, el libro abierto en la cama, el calcetín perdido debajo de la misma y, en fin, el lecho deshecho durante demasiadas horas.

Ahora, estaba Santiago recostado en la cama del nuevo y cómodo, casi suntuoso, hogar. Su largo camisón con pechera de volantes parecía un nido de palomas. Juntó las piernas al entrar la Laurita su media hermana con la pila de libros detenidos sobre las manos unidas como un inestable columpio, formando una torrecilla de Pisa que Santiago se apuró a detener antes de que Anatole France y Paul Bourget dieran con sus letras en el suelo.

Apenas se conocieron, «congeniaron», como entonces se decía, y aunque el encuentro era inevitable, tanto Leticia como su marido Fernando tuvieron, cada uno por su parte, temores que se cuidaron, al principio, de comunicarse entre sí. La madre temía que

una chica a las puertas de la adolescencia sufriese influencias, y hasta contactos, indebidos, debido, precisamente, a la cercanía de un joven nueve años mayor que ella. Su hermano, sí, pero de todos modos un desconocido, una novedad. ¿No era novedad suficiente el paso previsto siempre, aplazado tantas veces, de la vida rural y el patriarcado de don Felipe Kelsen, la abuela mutilada y las cuatro hacendosas hermanas, a la nueva vida separada de la mamá que dejó de dormir en la misma recámara que la niña para irse al lecho del padre que hasta entonces había dormido solo, dejando sola a la niña que no podía dormir (fue su primer, ingenuo deseo) con su medio hermano? ¿Se le pueden poner rejas a las olas del lago?

– Las mujeres en el trópico maduramos muy rápido, Fernando. Yo me casé contigo a los diecisiete.

No decía toda la verdad, en las caras de mis hermanas de sangre y de mi media hermana vi una vida solitaria, las tres tenían destino de solteronas porque querían otras cosas, Virginia escribir, Hilda ser concertista, y sabían que nunca iban a tenerlas pero nunca iban a renunciar a ellas y esa devoción muda y dolorosa las iba a empeñar en escribir poemas y tocar el piano rodeadas de lectores y auditorios invisibles salvo dos personas a quienes sus sonetos y sonatas iban dirigidas como un reproche: sus padres, Felipe y Cósima. María de la O, en cambio, nunca se casaría por simple gratitud. Cósima la había salvado de un destino desgraciado. María de la O sería fiel para siempre con la familia que le dio amparo. Leticia, una chica que aprendió muy pronto las reglas de un silencio provechoso en un hogar que dividía desigualmente la fortuna del padre don Felipe y los infortunios de Cósima la madre y las otras hijas, decidió casarse cuanto antes y casi sin condiciones, para escapar al destino de los sueños disipados, borrados, grises, sin contorno, que convertían a las tres mujeres de Catemaco en actrices de una pantomima en la niebla. Se casó con Fernando y se salvó de la soltería. Tuvo una hija y se salvó de la infecundidad. Permaneció al lado de los suyos y se salvó -era su excusa- de la ingratitud. Fernando su marido la entendió y como él mismo tenía que contar con tiempo para ascender y ofrecerle a Leticia y Laura una buena vida, mientras le daba a su hijo, Santiago, los cuidados requeridos por un niño sin mamá, el acuerdo singular entre Fernando y Leticia le pareció a ambos no sólo razonable, sino soportable.

Lo vino a consolidar la necesidad que Felipe Kelsen llegó a tener de su yerno cuando la avanzada edad del presidente Porfirio

Díaz, las huelgas reprimidas con sangre, los brotes revolucionarios en el norte del país, la actividad anarcosindicalista aquí mismo en Veracruz, las inoportunas declaraciones de don Porfirio al periodista norteamericano Creelman («México está maduro para la democracia») y la campaña antirreeleccionista de Madero y los hermanos Flores Magón, sembraron la inquietud en los mercados, Veracruz salió perdiendo en la competencia con la industria azucarera cubana restaurada después de la cruenta guerra entre España y los Estados Unidos, y la tradicional apelación de los empresarios alemanes en México a la Compañía Alemana de Minas en la ciudad de México tampoco fue escuchada. La guerra europea era posible. Los Balcanes se incendiaban. Francia e Inglaterra habían concluido la Entente Cordiale y Alemania, Italia y Austria-Hungría la Triple Alianza: sólo faltaba cavar las trincheras y esperar la chispa que incendiara a Europa. El capital se reservaba para financiar la guerra y encarecer los productos, no para dar crédito a fincas germanomexicanas…

– Tengo doscientas mil matas de café produciendo mil quinientos quintales -agregó don Felipe-. Lo que me falta es crédito, lo que me falta es circulante…

Que no se preocupara le dijo su yerno Fernando Díaz. Había ascendido a gerente del Banco de la República en Veracruz y él se encargaría de otorgarle el crédito a don Felipe y a la bella finca «La Peregrina» recuerdo de la hermosa novia alemana doña Cósima. El Banco se resarciría entregando las cosechas a las casas comerciales del puerto, cobrando comisión por ventas y abonando las ganancias a favor de la finca de los Kelsen. Y Leticia, junto con la niña Laura, podrían al fin venirse a vivir con el paterfami-lias don Fernando Díaz y su hijo Santiago, al cabo abrigados todos por el techo dé la gerencia del Banco de la República en Veracruz.

Qué distinto para Laura era vivir en una casa rodeada de calles, no de campo; ver pasar el día entero a gente desconocida bajo los balcones; vivir en segundo piso y tener el negocio abajo; lamer los barrotes del balcón porque sabían a sal y mirando el mar veracruzano, lento, plomizo, pesado, brillante cuando se recuperaba de la tormenta pasada aunque preparándose ya para la siguiente, despidiendo vapores calientes en vez de la frescura del lago… La selva presidida por la estatua de la giganta enjoyada que ella vio, no la soñó, no era una ceiba, el abuelo Felipe debió considerar a Laura como una verdadera boba…

– Muros espesos, rumor de agua que corre, corrientes de aire y mucho café caliente: ésa es la mejor defensa contra el calor -dictaminó, cada vez más segura de sí misma, Leticia, ahora que ya era ama de hogar, liberada al fin de la tutela paterna para encontrar en su marido lo mismo que le encantó en el novio, aquella vez que se conocieron en las fiestas de la Candelaria en Tlacotalpan.

Era un hombre tierno. Eficaz y concienzudo en su trabajo. Decidido a superarse. Leía inglés y francés, aunque era más anglófilo que afrancesado. Pero tenía conciencia de un extraño vacío que le impedía comprender los misterios de la vida, los secretos que son parte esencial de cada personalidad, sin prejuzgar a buenos o malos. Leía muchas novelas para suplir este defecto. Al cabo, sin embargo, para Fernando las cosas eran como eran, el trabajo puntual, la superación un mandato, los placeres una medida, y las personalidades, la propia o la ajena, un misterio que se debía respetar.

Indagar en el alma de los demás era para este hombre formado, de cuarenta y cinco años, chisme, fisgonería de viejas argüen-deras. Leticia lo amaba porque, a los treinta años, aunque casada a los diecisiete, compartía todas sus virtudes con él, y, como él, se quedaba desamparada ante el misterio de los demás. Aunque la única vez que usó esa expresión -los demás- Fernando dejó caer la novela de Thomas Hardy y le dijo, nunca digas los demás, porque parece que estarían de más, sobrando.

– Te recomiendo que siempre nombres a las personas.

– ¿Aunque no las conozca?

– Inventa. Las facciones o la ropa ya te dicen quién es una persona.

– ¿El Bizco, el Fachas, el Barrendero? -se rió Leticia y su marido la acompañó, con su peculiar regocijo silencioso.

El Guapo. Ese mote Laura lo escuchó desde niña aplicado al chinaco que le cortó los dedos a la abuelita Cósima y ahora deseaba confiárselo (quiero decirlo en secreto, pensaba) a su hermoso medio hermano, vestido a las doce del día, todo de blanco, con cuello alto y tieso y corbata de seda, saco y pantalón de lino y altos botines negros de complicados enlaces de agujetas. Sus facciones, más que regulares, eran de una simetría llamativa que a Laura le recordaban la de las hojas de la araucaria en la selva tropical. En él, todo era exacto a su pareja y si tuviese, al levantarse de la cama, sombra, ésta le acompañaría como un perfecto gemelo, nunca ausente, nunca reclinado, siempre al lado de Santiago.

Como para desmentir la perfección de un rostro exacto a su otra mitad, usaba unas gafas frágiles, de marco plateado apenas perceptible, que ahondaban su mirada cuando las usaba, pero no la extraviaban cuando se las quitaba. Por eso podía jugar con ellas, esconderlas un minuto en la bolsa del saco, usarlas como rehiletes al siguiente, tirarlas al aire y pescarlas con displicencia antes de regresarlas a la bolsa. Laura Díaz nunca había visto un ser así.

– Terminé la preparatoria. Mi padre me concedió un sabático.

– ¿Qué es eso?

– Un año de libertad para decidir seriamente mi vocación. Leo. Ya me ves.

– Pues no te veo mucho, Santiago. Siempre andas desaparecido.

El muchacho reía, se colocaba el bastón en el antebrazo y le mesaba el pelo a la hermanita furiosa por la condescendencia.

– Ya tengo doce años. Casi.

– Ojalá tuvieras quince, para raptarte -reía Santiago.

Don Fernando, desde la ventana de su despacho, veía pasar a su elegante y esbelto hijo, y a su vez temía que su mujer le reprochase, no tanto los doce años de separación y espera, no tanto la vida compartida de padre e hijo con exclusión de madre e hija… Éstas, después de todo, se habían acompañado felizmente, y la separación fue acordada y entendida como cimiento de valores permanentes, seguros, que le darían estabilidad, llegado el momento, a la vida en común.

Al contrario, don Fernando estaba convencido de que la prueba a la que se sujetaron no sólo no era excepcional en el tiempo que les tocó vivir, con sus noviazgos sempiternos, sino que le daría una especie de aureola retrospectiva (llamémosla más que prueba o sacrificio, anticipación, apuesta, felicidad sólo pospuesta) a su matrimonio.

Su temor era otro. Era Santiago mismo.

Su hijo era la prueba, a su vez, de que toda la voluntad for-mativa de un progenitor no basta para que el hijo se sujete al molde paterno. Femando se preguntaba, ¿de haberle dado plena libertad, se habría conformado más; lo hice diferente al proponerle mis propios valores?

La respuesta se detenía al filo de ese misterio que Fernando Díaz no sabía vadear: la personalidad ajena. ¿Quién era su hijo, qué quería, qué hacía, qué pensaba? El padre no tenía respuestas. Cuando Santiago le pidió, al terminar la preparatoria, el año sabático antes

de decidir la carrera universitaria, Fernando se lo concedió gustoso. Todo parecía coincidir en la ordenada mente del contador y gerente: la graduación del hijo y el arribo de la segunda mujer con la segunda hija. La ausencia «sabática» de Santiago (se dijo con cierta vergüenza Fernando) permitiría que el nuevo hogar se integrase sin accidentes.

– ¿Adonde vas a pasar el sabático?

– Aquí mismo en Veracruz, papá. Mira qué chistoso. Es lo que menos conozco, este puerto, mi propia ciudad. ¿Qué te parece?

Había sido tan estudioso, tan lector, tan fino escritor desde la adolescencia. Había publicado en revistas juveniles: poesía, crítica literaria y de arte… El poeta Salvador Díaz Mirón, que le dio clases, lo exaltaba como joven promesa. ¿Quién me aseguró -se dijo Fernando Díaz- que todo esto auguraba continuidad, reposo acaso, pero continuidad al cabo? ¿No aseguraba la regularidad, más bien, si no la rebeldía, sí la fatal excepción? Egresado de la Preparatoria, Fernando imaginó que su hijo, al pedirle el año de descanso, lo pasaría viajando -su padre había hecho los ahorros necesarios- y regresaría, purgada su curiosidad de hombre joven, a reanudar su carrera literaria, sus estudios universitarios, y a formar familia. Como en las novelas inglesas, habría hecho su grand tour.

– Me quedo aquí, papá, si no te importa.

– No, hijo, ésta es tu casa. No faltaba más.

No tenía nada que temer. La vida privada de Fernando Díaz era de una pulcritud ejemplar. De su pasado, era bien sabido que su primera mujer, Elisa Obregón, descendiente de inmigrantes canarios, había muerto en el parto de Santiago y que los primeros siete años de su vida, el ahora recién graduado poeta vivió acogido, casi, a la caridad de un cura jesuíta de la ciudad de Oriza-ba, mientras su padre don Fernando volvía a casarse, mantenía alejada a su nueva familia en Catemaco pero traía a Santiago a vivir con él en Veracruz.

Llamado a explicarse en alguna tertulia jarocha, el recto, decente aunque poco imaginativo hombre de números dijo que a veces era necesario aplazar la satisfacción mientras se cumplía con el deber, duplicando así, al cabo, aquélla.

Estas razones, que parecieron convencer a los contertulios, sólo provocaron la sorna del poeta Salvador Díaz Mirón, que entre ellos se encontraba:

– Sin sospecharlo, don Fernando, es usted más barroco que el mismísimo Góngora.

Pero así que don Fernando no penetraba el misterio ajeno, nadie penetraba -acaso porque no existía- el suyo. Salvo la perfecta casada, su segunda mujer Leticia que, simplemente, era igual a él. Sin embargo, sí era barroco el arreglo inicial de la nueva pareja. Durante once años, Leticia, acompañada por su media hermana María de la O, venía a visitar a Fernando a Veracruz una vez al mes y él tomaba un cuarto en el Hotel Diligencias para estar solos, mientras María de la O desaparecía discretamente y sólo la abuela sin dedos, doña Cósima Kelsen, sospechaba adónde iba. Cada tres meses, Fernando, a su vez, regresaba a Catemaco, saludaba al abuelo alemán y jugueteaba con la niña Laura.

En el puerto, padre e hijo ocupaban piezas contiguas en una pensión, Santiago en la recámara para que pudiera estudiar y escribir, Fernando en la sala, como de paso entre horarios de oficina. Cada cual su aguamanil y su espejo para el arreglo personal. El baño público estaba a dos cuadras. Una negra con pelo de nube se ocupaba de las bacinicas. Las comidas las hacían en pensión.

Ahora todo había cambiado. La residencia del gerente arriba del banco tenía todas las comodidades, una gran sala con vista a los muelles, sofá de mimbre para el fresco, mesas de barnizadas maderas con tapas de mármol, mecedoras, bibelots, lámparas eléctricas pero candelabros antiguos y cómodas cuyas vitrinas mostraban toda clase de figurines de Dresden, cortesanos en poses galantes, pas-torcillas soñadoras y un par de cuadros ejemplares. En el primero, un píllete molestaba con una vara a un perro dormido; en el segundo, el perro le muerde las pantorrillas al muchachillo que no alcanza a saltar la pared y se suelta llorando…

– Let sleeping dogs lie… -decía invariablemente el señor Díaz cuando miraba así fuese de reojo, los cuadros de género.

El comedor con mesa para doce invitados y otra vez las vitrinas, esta vez repletas de vajillas decoradas a mano con escenas de las guerras napoleónicas y ribeteadas, en ocasión, con relieves dorados en forma de guirnaldas.

El antecomedor o pantry, como lo llamaba Fernando, intermedio entre el comedor y la cocina olorosa a hierbas, guisados, y frutos del trópico desangrándose por la mitad. Cocina de braseros y comales, donde el fuego debajo de los sartenes y las ollas requería manos incansables en el manejo de los abanicos de petate para mantenerse vivo. Nada satisfacía más a doña Leticia que recorrer las hornillas de ladrillo y fierro, abanicando con de-

cisión los rescoldos de carbón que hacían burbujear mejor, atizados, los caldos, los arroces y los guisos, mientras las indias de la sierra de Zongolica echaban las tortillas y el negrito Zampaya regaba las macetas en los corredores, canturreando como un himno a sí mismo.

El baile del negro Zampayita es un baile que quita, que quita, que quita el hipo ya…

A veces, Laurita, con la cabeza sobre el regazo de su madre, oía deleitada, por enésima vez, la historia del encuentro de sus padres en las fiestas de la Candelaria en Tlacotalpan, un pueblecito de juguete donde cada dos de febrero, todos, hasta los viejecitos, salen a bailar al son del requinto y la jarana sobre los tablados de las plazas junto al río Papaloapan, por donde pasa la Virgen de barco en barco mientras los lugareños apuestan si la Madre de Dios, este año, tiene puesto el mismo pelo usado del año pasado, que pertenecía a Dulce María Estévez, o el que ahora regaló, con gran sacrificio de su parte, María Elena Muñoz, pues la Virgen requería cada año una nueva y fresca cabellera y era un gran honor para las señoritas decentes sacrificar su pelo y dárselo a Santa María.

Hay filas de hombres a caballo que se quitan el sombrero al paso de la Virgen, pero el viudo veracruzano don Fernando Díaz, a sus treinta y dos años, sólo tiene ojos para la alta, esbelta, finísima señorita Leticia Kelsen (pregunta y se lo cuentan) vestida toda de una tela blanca tiesa como un pergamino y descalza, a los diecisiete años, no porque no tuviera zapatos sino porque (como se lo dijo a Fernando cuando el viudo le ofreció el brazo para que no resbalara en el barro de la ribera) en Tlacotalpan el placer mayor es recorrer con los pies desnudos las calles de pasto, ¿él conocía otra ciudad con calles de pasto? No, rió Fernando, y se quitó él mismo, entre regocijos y asombros de los tlacotalpeños, los complicados botines de lazo y botonadura y unos calcetines a rayas rojas y blancas que mataron de la risa a la señorita Leticia.

– ¡Son como de payaso!

Él se ruborizó y se culpó a sí mismo de haber hecho algo tan fuera de sus hábitos regulares y mesurados. Ella lo amó allí mismo nomás porque se quitó los zapatos y se puso colorado como sus calcetines.

– ¿Qué más qué más? -decía Laurita que conocía de memoria la anécdota.

– Que ese pueblo no se puede describir, hay que verlo -añadía entonces su papá.

– ¿Cómo, cómo?

– Como de juguete -continuaba doña Leticia-. Todas las casas son de un piso, parejitas, pero cada una tiene distinto color.

– Azul, rosa, verde, rojo, naranja, blanco, amarillo, violeta… -enumeraba la niña.

– Las paredes más lindas del mundo -concluía el papá, encendiendo un habano.

– Un pueblo de juguetería…

Ahora que tenían la casona en el puerto, venían a verlas las hermanas Kelsen y don Fernando las vacilaba, ¿no que se iban a casar apenas nos reuniéramos Leticia, Laurita y yo?

– Y entonces, ¿quién cuida a María de la O?

– Siempre tienen un pretexto -se reía don Fernando.

– Ésa es la pura verdad -le daba la razón María de la O-. Yo me quedaré a cuidar a mi padre. Hilda y Virginia pueden largarse y casarse cuando quieran.

– Yo no necesito marido -exclamaba riendo Virginia la escritora… Je suis la belle ténébreuse… no necesito que me admiren.

La risa de esta gracejada la interrumpía entonces la pianista Hilda, poniendo fin al tema con palabras que nadie entendía:

«Todo está escondido y nos acecha.»

Fernando miraba a Leticia, Leticia a Laura y la niña remedaba a la tía más blanca de todas moviendo las manos como si tocara el piano hasta que la tía Virginia le daba un coscorrón bien feo y Laurita se aguantaba la muina y las lágrimas.

La visita de las tías era ocasión para invitar a gente de la sociedad jarocha. Sucedió una vez que estando reunido un grupo entró tarde la tía María de la O y una señora le dijo.

– Muchacha, qué bueno que llegaste. Abanícame un rato, por favor. No seas floja, negrita, mira que hace calor…

Las risas se congregaron, María de la O no se movió, Laura se puso de pie, tomó a su tía morena del brazo y la condujo a un sillón.

– Siéntate aquí, tiíta, que yo abanicaré con mucho gusto primero a la señora y después a ti, mi amor.

Laura Díaz cree que algo cambió para siempre en su vida una noche en que la despertó el gemido ronco en la recámara de su

hermano Santiago, al lado de la suya. Se asustó pero no corrió de puntitas al pasillo y a la puerta del muchacho hasta que oyó por segunda vez el sofoco adolorido. Entonces entró sin tocar y el rostro de dolor de Santiago en la cama se juntó con un saludo increíble, único, en los ojos del muchacho, una gratitud por la presencia de la niña, aunque sus palabras la desmintieran, Laurita, no hagas ruido, regresa a tu cuarto, no vayas a despertar a la gente…

Tenía rasgada la camisa desde el hombro y con la mano derecha se apretaba el antebrazo izquierdo. ¿Podía la niña ayudarlo en algo?

– No. Sí. Vete a dormir y no le cuentes a nadie. Júralo. Yo me sé cuidar solo.

Laura hizo la señal de la cruz. Por primera vez, aunque no lo dijera, alguien la necesitaba, no era ella la que pedía algo, a ella se lo pedían, con palabras que eran «no» pero eran «sí, Laura, ayúdame…».

A partir de esa noche salieron a pasear por el malecón todos los sábados, agarrados de la mano, que Laura sentía rígida, tensa, mientras se cerraba la herida del brazo. Era el secreto de ambos y él sabía que contaba con ella y ella se sentía nueva, orgullosa porque Santiago lo sabía. Y sólo entonces, también, en ese contacto con su hermano, Laura sintió que pertenecía a Veracruz, que el mar y el cielo se reunían aquí en una sola rada vibrante, cielo y mar juntos y soplando fuerte para que detrás de Veracruz el llano vibrara también, luminoso y barrido, hasta perderse en la selva. A él sí le podía contar las historias de Catemaco. Él sí le creería que la mujer de piedra detenida en medio de la selva era una estatua, no un árbol.

– Cómo no. Es una figura de la cultura del Zapotal. ¿No lo sabía tu abuelo?

Laura negaba con la cabeza, no, el abuelo, después de todo, no lo sabía todo, y los tirabuzones de la niña se agitaron, oscuros y olorosos a jabón.

– Con razón dice mi papá «Santiago acaparó toda la inteligencia de la familia y a los demás nos dejó puras limosnas».

Santiago excusó su risa diciendo que Laura sabía más que él de árboles, de pájaros, de flores, de la naturaleza entera. De eso, él no sabía nada; sólo tenía el deseo de desaparecer un día de esa manera, haciéndose selva, convertido en uno de esos árboles que la niña conocía de memoria, el palo rojo y la araucaria, el trueno de flor simétrica, el laurel…

– No, ése es malo.

– Pero es bello.

– Destruye todo, se lo come todo…

– Y la ceiba.

– No, la ceiba tampoco. Las ramas se llenan de tordos y lo cagan todo.

Muerto de risa, Santiago dijo entonces la higuera, el lirio morado, el tulipán de Indias y ella sí, esas sí, esas sí, Santiago, riendo ya no como niña, se dijo sorprendida riendo como una mujer, como otra cosa que ya no era la nena Laurita de tirabuzones oscuros y olor a jabón. Con Santiago, sintió que hasta ahora había sido igual a Li Po, la muñeca china. Ahora todo iba a ser diferente.

– No, la ceiba no se puede abrazar. Le nacen puñales en el cuerpo.

Miró el brazo herido de su hermano pero no dijo nada.

Empezó a esperarla cada sábado, a la puerta de la casa que compartían, como si él viniera de otra parte y le trajera a ella un regalo, un ramito de flores, una concha para oír el rumor del océano, una estrella de mar, una tarjeta postal, un barquito de papel, mientras Leticia miraba inquieta desde la azotea donde tendía personalmente la ropa (igual que en Catemaco; le encantaba la frescura de las sábanas recién lavadas contra el cuerpo) viendo alejarse a la pareja, sin saber que su marido Fernando hacía lo mismo desde el balcón de la sala.

Lo que Laurita recibía en esos paseos era algo más que conchas de mar y flores y estrellas. Su medio hermano le hablaba como si ella tuviese otra edad, no sus indecisos doce años, sino veintiuno como él, o más. ¿Necesitaba desahogarse con alguien o de veras la tomaba en serio? ¿Creía, en todo caso, que ella podía entender todo lo que Santiago le contaba? Para Laura, la maravilla suficiente era que él la sacaba a pasear, le hacía llegar las cosas; no los regalitos sino las cosas que traía adentro, las cosas que le decía, lo que su compañía le entregaba.

Una tarde que él no se presentó a la cita, ella se quedó recargada contra la pared de la casa (que eran oficinas bancarias en la planta baja) y se sintió tan desprotegida en medio de la ciudad en siesta que estuvo a punto de regresar corriendo a su habitación y como eso le pareció una deserción, una cobardía (no sabía bien la palabra, sólo conocía, desde ahora, el sentimiento), pensó mejor que se perdía en la selva tropical, que allí podía esconderse y crecer sola, a su propio tiempo, sin este muchacho tan bello e inteligente que la llevaba con demasiada prisa a una edad que todavía no era la suya…

Caminó y encontró a Santiago recargado, a la vuelta de la esquina, contra otra pared. Se rieron. Se besaron. Se equivocaron. Se perdonaron.

– Estaba pensando que en el lago sería yo la que te llevaría a ver cosas.

– Sin ti, me perdería en la selva, Laura. Yo soy de aquí, de la ciudad, del puerto. La naturaleza me asusta.

Ella preguntó sin decir nada.

– Va a durar más que tú. O yo.

Caminaron hasta un punto de las dársenas donde él se detuvo muy concentrado, tanto que a ella le dio miedo verlo así como le había dado miedo oírlo decir que a veces le daban ganas de entrar a esa selva que tanto le gustaba a ella y perderse allí, no salir nunca y nunca más ver un rostro humano.

– ¿Qué esperan de mí, Laura?

– Todos dicen que eres harto inteligente, que escribes y hablas muy bonito. Nuestro padre te llama siempre una promesa.

– El viejo es un buen hombre. Pero sólo expresa buenos deseos. Un día te enseño lo que escribo.

– ¡Qué alboroto!

– No es genial. Es correcto. Es competente.

– ¿No basta eso que dices Santiago?

– No, no lo es. Imagínate, si hay algo que detesto es ser parte del rebaño. Nuestro padre es eso, perdona que te lo diga, un buen borrego de la grey profesional. Lo que no se puede ser es parte de un rebaño artístico, ser uno más en el arte, en la literatura… Eso me mataría, Laura, prefiero ser nadie que ser mediocre…

– No lo eres, Santiago, no digas esas cosas, tú eres el mejor, te lo juro…

– Y tú eres la más bonita, te lo digo yo.

– Ay Santiago, no trates siempre de ser el mejor de los primeros, ¿por qué no eres mejor el mejor de los segundos?

Él le pellizcaba la mejilla y reían otra vez, pero regresaban en silencio a la casa y los padres no se atrevían a decir nada porque Fernando, sería una maldad atribuir pecado donde no lo hay, como hacía el cura Elzevir en Catemaco, que nomás arruinaba a la gente con culpas imaginarias, porque Leticia, reconozco que desconozco a mi hijo, para mí ese muchacho es un misterio, pero tú a Laura sí te la sabes y confías en ella, ¿verdad?

La volvió a llevar a ese punto del muelle el siguiente sábado y le dijo mira los rieles, aquí mismo llegaron los furgones cargados de cadáveres, los obreros de Río Blanco asesinados por órdenes de don Porfirio por declarar la huelga y aguantarla con valentía, aquí los trajeron y los echaron al mar, el dictador ya sólo se sostiene con sangre, a los yaquis rebeldes los arrojó encadenados de un buque al mar en Sonora, a los mineros de Cananea los mandó fusilar, en un lugar llamado Valle Nacional tiene esclavizados a centenares de trabajadores, aquí mismo en la fortaleza de Ulúa están encarcelados los liberales, los partidarios de Madero y de los hermanos Flores Ma-gón, los anarcosindicalistas eran los parientes españoles de mi madre Elisa Obregón, la canaria, Laura, los revolucionarios. Laura, los revolucionarios, la gente que pide algo muy simple para México, democracia, elecciones, tierra, educación, trabajo, no reelección. Don Porfirio lleva treinta años en el poder.

– Perdóname. Ni a una niña de doce años le ahorro mis discursos.

Los revolucionarios. Esa palabra resonó en la cabeza de Laura Díaz esa noche y otra y más, nunca la había escuchado y cuando regresó de visita a los cafetales con su madre se lo preguntó al abuelo y la mirada anciana de Felipe Kelsen el antiguo socialista se nubló por un instante. ¿Qué es un revolucionario?

– Es una ilusión que se debe perder a los treinta años.

– Ay, Santiago apenas cumplió los veinte.

– Con razón. Dile a tu hermano que se apure.

Don Felipe jugaba ajedrez en el patio de la casa de campo con un inglés de sucios guantes blancos y la pregunta de la nieta le hizo perder un alfil y sufrir un enroque. No dijo más el viejo alemán. El inglés, en cambio, perseveró.

– ¿Otra revolución? ¿Para qué? Ya todos están muertos.

– Pues desee usted, sir Richard, que tampoco haya más guerras, porque entonces sí va a haber más muertos -don Felipe quiso desviar la atención de Laura al inglés de los guantes y a éste distraerlo del juego mismo.

– Y además, usted alemán y yo británico, para qué le cuento… ¡Hermanos enemigos!

Con lo cual don Felipe, protestando que él ya no era alemán sino mexicano, se dejó sitiar el rey, el inglés exclamó check mate, pero sólo cuatro años más tarde dejaron de hablarse don Felipe y don Ricardo y desprovistos de sus respectivos compañeros de aje-

drez, se murieron de aburrimiento y de tristeza; sonaron los cañones de la batalla del Ypres, las trincheras fueron la carnicería de jóvenes ingleses y alemanes y sólo entonces el abuelo Felipe les reveló algo a sus hijas y a su nieta.

– Qué cosa. Usaba esos guantes blancos porque él mismo se rebanó las yemas de los dedos para purgar su culpa. En la India, los ingleses le cortaban las yemas a los tejedores de algodón para evitar la competencia con las fábricas de hilados de Manchester. No hay gente más cruel que los ingleses.

– La pérfida Albión -decía, por no dejar, la tía Virginia -. Perfidious Albion.

– ¿Y los alemanes, abuelo?

– Bueno, nena. No hay gente más salvaje que los europeos. Tú vas a ver. Todos.

– Uber alles -canturreaba, prohibitivamente, Virginia.

No iba a ver nada. No iba a haber más que el cadáver de su hermano Santiago Díaz, fusilado sumariamente en noviembre de 1910 como conspirador contra el gobierno federal y coaligado con los complotistas veracruzanos, liberales, sindicalistas y maderistas como los hermanos Carmen y Aquiles Serdán que el mismo mes fueron fusilados en Puebla.

No se le ocurrió a don Fernando Díaz, velando el cadáver acribillado de su hijo en la sala encima del Banco, que esa serenidad del joven vestido de blanco, con el rostro más pálido que de costumbre, pero con las facciones intactas y el pecho perforado, iba a ser perturbada una vez más por la intervención de la policía.

– Éste es un recinto oficial.

– Es mi casa, señor. Es la casa de mi muerto. Exijo respeto.

– A los rebeldes se les vela en los panteones. ¡Ándele, fuera todos!

– ¿Quién me ayuda?

Fernando, Leticia, el negro Zampayita, las criadas indias, Laura con una flor clavada entre los senos nacientes, ellos cargaron la caja pero fue Laura la que dijo, papá, mamá, él amaba el malecón, amaba el mar, amaba Veracruz, ésta es su tumba, por favor, la niña se prendió a la falda de su madre, miró implorante a su padre y a los criados, y le hicieron caso, como si cada uno temiera que enterrado Santiago, lo sacasen un día para fusilarlo otra vez.

Con cuánta lentitud fue desapareciendo el blanco cuerpo del hermano blanco bajo la tumba del mar, el cadáver sujeto al le-

cho acolchonado de la muerte, la tapa del féretro abierta a propósito para que todos lo vieran desaparecer lentamente en esa noche sin olas, Santiago haciéndose cada vez más bello, más triste, más añorado, más doloroso a medida que se hundía dentro del féretro descubierto, con la cabeza a punto de ser coronada de algas y devorada por los tiburones junto con todos los poemas no escritos, el rostro protegido por la última voluntad del ajusticiado:

– A la cara no, por favor.

Sin más descendencia que el mar, Santiago se fue perdiendo en el mar como en un espejo que no lo desfiguraba, sólo lo iba alejando, poco a poco, misteriosamente, del espejo del aire en el que inscribió sus horas en la tierra. Santiago se iba separando del horizonte del mar, de la promesa de la juventud. Suspendido en el mar, les pidió a los que lo quisieron déjenme desaparecer haciéndome mar, no pude hacerme selva como te lo dije un día, Laura, sólo te mentí en una cosa, hermanita, sí tenía cosas que contar, si tenía cosas que decir, no iba a quedarme callado por temor a ser mediocre, porque te conocí a ti, Laura, y cada noche me acosté soñando, ¿a quién le contaré todo sino a Laura?, decidí en un sueño que iba a escribir para ti, niñita preciosa, aunque tú no te enteraras ni nos volviéramos a ver, todo sería para ti y tú lo sabrías a pesar de todo, tú recibirías mis palabras sabiendo que te pertenecían, tú serías mi única lectora, para ti ninguna palabra mía se perdería, ahora que me voy hundiendo en la eternidad del mar, expulso lo poco que me queda de aire en los pulmones, te regalo unas cuantas burbujas, mi amor, me despido de mí con dolor intolerable porque no sé a quién le voy a hablar de aquí en adelante, no sé…

Laura recordó que su hermano quería perderse para siempre en la selva, hacerse selva. Ella quiso entonces hacerse mar con él, pero sólo le vino a la cabeza describirle el lago donde ella creció, qué raro, Santiago, haber crecido junto a un lago y nunca haberlo visto en verdad, es cierto que es un lago muy grande, casi un mar chiquito, pero lo recuerdo a pedacitos, aquí se bañaban las tías antes de que llegara el cura Elzevir, aquí atracaban los pescadores, aquí descansaban los remos, pero el lago, Santiago, verlo como tú sabías ver el mar, eso no, voy a tener que imaginar el lugar donde crecí, hermani-to, tú me vas a obligar a imaginarlo, el lago y todo lo demás, en este minuto, lo estoy sabiendo, de ahora en adelante ya no voy a esperar que las cosas pasen, ni las voy a dejar pasar sin poner atención, tú me vas a obligar a imaginar la vida que tú ya no viviste pero te juro que

la vas a vivir a mi lado, en mí cabeza, en mis cuentos, en mis fantasías, no te dejaré escapar de mi vida, Santiago, tú eres lo más importante que me ha ocurrido nunca, voy a serte fiel imaginándote siempre, viviendo en tu nombre, haciendo lo que tú no hiciste, no sé cómo, mi lindo y joven y muerto Santiago, te soy sincera y no sé cómo, pero te juro que lo haré…

Fue lo último que pensó al darle la espalda al despojo bajo las olas y regresar a la casa de la calle junto a los portales, dispuesta a pesar de sus pensamientos a ser niña otra vez, acabar de ser niña, perder la madurez prematura que le dio, por un momento, Santiago. Pidió conservar los anteojos acribillados y lo imaginó sin lentes, esperando la descarga, guardándoselos en la bolsa de la camisa.

Al día siguiente, el negrito barría los corredores como si nada, cantando como siempre:

Se baila, tomando a la pareja, del talle si se deja, se deja, que sí se dejará…

Загрузка...