VIII. Paseo de la Reforma: 1930

«Hay mexicanos que sólo se ven bien en su cajón de muerto.»

La gracejada de Orlando Ximénez fue celebrada por todos los asistentes al coctel ofrecido por Carmen Cortina para develar el retrato de su prima, la actriz Andrea Negrete, realizado por un joven pintor de Guadalajara, Tízoc Ambriz, quien en un dos por tres se había convertido en el retratista de sociedad más solicitado por todos aquellos que no querían entregar su imagen a la posteridad -comunista y monstruosa- de Rivera, Orozco o Siqueiros, llamados despectivamente «los moneros».

Carmen Cortina, de todos modos, se burlaba de las convenciones e invitaba a sus cocteles a los que ella misma llamaba «la fauna capitalina». La primera vez que Elizabeth llevó a Laura a una de estas fiestas tuvo que identificarle a los invitados, aunque éstos no se distinguían de los «colados», tolerados por la anfitriona como homenaje a sus poderes de convocatoria, pues ¿quién que era alguien no quería ser visto en las soirées de Carmen Cortina? Ella misma, vanidosa y cegatona, no distinguía muy bien quién era quién, y se decía de ella que había elevado los sentidos del olfato y del tacto a la categoría de gran arte, pues le bastaba acercar su miopía al cachete más próximo para decir, «¡Chata, qué encanto eres!» o tocar el casimir más fino para exclamar, «¡Rudy, felices los ojos!».

Rudy era Rudy, pero Orlando era rudo, «watch out!» le dijo Carmen a la agasajada Andrea, una mujer con cutis de nácar y ojos siempre adormilados, cejas invisibles y una perfecta simetría facial acentuada por su cabellera partida a la mitad y, a pesar de la juventud sensual de su figura eterna, audazmente engalanada por dos mechones blancos en las sienes. Razón por la cual, irrespetuosamente, la llamaban «La Berrenda», sobre todo tomando en cuenta su pericia en el arte de cornear, decía el irreprimible Orlando. Andrea iba a ser, cualquier día de éstos, lo que se llamaba una mujer opulenta, comentó Orlando, but not yet; era como una fruta en plenitud, recién cortada de la rama, desafiando al mundo.

– Cómeme -sonrió Andrea.

– Pélame -dijo muy serio Orlando.

– Lépero -se rió muy fuerte Carmen.

El cuadro de Tízoc Ambrlz estaba cubierto por una especie de cortinilla en espera de ser develada en el momento cumbre de la noche, cuando Carmen, y sólo Carmen, lo determinara en cuanto las cosas llegaran a su punto culminante, un momento antes del hervor, cuando toda la «fauna» estuviera reunida. Carmen hacía listas en su cabeza, ¿quién está, quién falta?

– Eres una estadígrafa de la high life -le dijo al oído Orlando, pero con voz alta.

– Oye, si no estoy sorda -gimió Carmen.

– Lo que estás es buena -Orlando le pellizcó el trasero.

– ¡Lépero! ¿Qué es «estadígrafa»?

– Una ciencia nueva pero menor. Una manera novedosa de contar mentiras.

– ¿Qué, qué? Me muero por saberlo.

– Averigüelo Vargas.

– ¿Pedro Vargas? Es la sensación del radio. ¿Lo has oído? Canta en la «W».

– Carmen querida, acaban de inaugurar el Palacio de Bellas Artes. No me hables de la «W».

– ¿Qué, ese mausoleo que dejó a medio hacer don Porfirio?

– Tenemos una sinfónica. La dirige Carlos Chávez.

– ¿Qué Chávez?

– Muchas cochitas.

– Oh, vete al demonio, eres imposible.

– Te conozco, estás haciendo listas en tu coco.

– I'm the hostess. It's my duty.

– Apuesto a que te leo el pensamiento.

– Orlando, no hay más que ver.

– ¿Qué ves, divina ciega?

– The mixture, darling, the mixture. Se acabaron las clases sociales, ¿te parece poco? Dime si hace veinte años, cuando yo era niña…

– Carmen, te vi coqueteando -sin éxito- en el Baile del Centenario de 1910…

– Esa era mi tía. Anyway, echa un vistazo. ¿Qué ves?

– Veo un sauce. Veo una ninfa. Veo una aureola. Veo la melancolía. Veo la enfermedad. Veo el egoísmo. Veo la vanidad. Veo

la desorganización personal y colectiva. Veo poses bellas. Veo cosas feas.

– Baboso. Eres un poeta frustrado. Dame nombres. Names, names, names.

– What's in a name?

– ¿Qué, qué cosa?

– Romeo y Julieta, esas cosas.

– ¿Cómo? ¿Quién los invitó?

Laura había resistido las solicitudes de su amiga Elizabeth, te estás comportando como una viuda sin serlo, Laura, en buena hora te libraste de López Greene como yo de Caraza, le decía caminando por la Avenida Madero en busca de «gangas», expediciones organizadas por Elizabeth a la caza de precios reducidos para las ropas y adornos que empezaban a regresar a México después de la Revolución en las tiendas de Gante, Bolívar y 16 de Septiembre, jornadas iniciadas con un desayuno en Sanborn's, continuadas con una comida en Prendes y culminando con una película en el Cine Iris de la calle de Donceles -donde Laura prefería ir porque daban «vistas» americanas de la Metro con los mejores actores, Clark Gable, Greta Garbo, William Powell- mientras que Elizabeth favorecía el Cine Palacio de la Avenida del Cinco de Mayo, donde daban puras películas mexicanas y a ella le encantaba reír con el Chato Ortín, llorar con Sara García o admirar el arte histriónico de Fernando Soler.

– ¿Recuerdas cuando fuimos a ver al panzón Soto al Fo-llies? Allí cambió tu vida.

– Un matrimonio muerto lo mata todo, Elizabeth.

– ¿Sabes lo que te pasó? Que eras más inteligente que tu marido. Igual que yo.

– No, yo creo que él me quería.

– Pero no te comprendía. Te largaste el día que entendiste que eras más inteligente que él. No me digas que no.

– No, simplemente sentí que Juan Francisco no estaba a la altura de sus ideales. Quizás yo era más moral que él aunque pensarlo hoy me fastidia un poco.

– ¿Recuerdas la farsa del panzón Soto? Para ser considerado inteligente en México, tienes que ser pillo. Yo te recomiendo, amor mío, que te hagas mujer liberada y sensual, una «pilla», si te parece. Anda, termina tu ice-cream soda, sorbe bien los popotes y va-mos de compras y luego al cine.

Laura dijo sentirse apenada de que Elizabeth le «disparara» tantas cosas, como empezaba a decirse en una jerga capitalina que abundaba en neologismos disfrazados de arcaísmos y arcaísmos disfrazados de neologismos. Imperaba, sin embargo, una especie de sublimación lingüística de la pasada lucha armada en que «disparar» era regalar, «carrancear» era robar, «sitiar» era cortejar, todo esfuerzo era «librar batallas», «me vale Wilson» era pasarse por el arco del triunfo al presidente americano que ordenó el desembarco de los marines en Veracruz y la expedición punitiva del general Per-shing contra Pancho Villa. La fatalidad era como La Valentina: si me han de matar mañana, que me maten de una vez; la determinación amorosa como La Adelita, que si se fuera con otro, la seguiría por tierra y por mar. El contraste entre el campo y la ciudad era como cantar cuatro milpas tan sólo han quedado o se acabaron las pelonas se acabó la presunción, o como comparar al horrendo charro lépero, el Cuatezón Beristáin, que se decía general sin haber librado más batallas que contra su suegra, con la añoranza de un refinamiento y una gracia evaporadas, las de La Gatita Blanca, María Co-nesa, que sin embargo, al cantar Ay ay ay ay mi querido Capitán dicen que evocaba a un temible militar, su amante, que capitaneaba la gavilla de asaltantes conocida como «la banda del automóvil gris», y fusilar era copiar. Y Maderear era lo que ellas hacían en estos momentos, pasearse por la Avenida Madero, la principal arteria comercial del centro, antigua calle de Plateros rebautizada para honrar al Apóstol de la Revolución y de la Democracia.

– Leí un libro muy gracioso de Julio Torri. Se llama De fusilamientos y se queja de que el principal inconveniente de ser fusilado es que hay que madrugar -dijo Laura mirando las vitrinas.

– No te preocupes. Mi marido el pobre Caraza decía que en la Revolución murieron un millón de gentes, pero no en los campos de batalla, sino en los pleitos de cantinas. Laura -Elizabeth se detuvo frente a la Cámara de Diputados en la calle Donceles-, te gusta venir al Cine Iris porque tu marido está de diputado, ¿verdad?

Compraron los boletos para ver A Free Soul con Clark Gable y Norma Shearer y Elizabeth dijo que la exaltaba el olor de muéga-no y sidral a la entrada de los cines.

– Manzana fresca y miel pegajosa -suspiró la joven señora cada vez más rubia y rolliza, al salir de la función-. ¿Ya ves? Norma Shearer lo deja todo, posición, novio aristocrático -¡qué

distinguido es ese inglés Leslie Howard!- por un gángster más sexy que… -Clark Gable ¡Divino orejón! ¡Me encanta!

– Pues yo prefiero al rubio, a Leslie Howard, que además es húngaro, no inglés.

– Imposible, los húngaros son gitanos y usan anillos en las orejas. ¿Dónde lo leíste?

– En el Photoplay.

– Pues preferirás al güero ese, inglés o robachicos lo que sea, pero te casaste con el prieto Juan Francisco. Chula, tú a mí no me engañas. Te gusta el Cine Iris porque está al lado de la Cámara de Diputados. Con suerte y lo ves. Digo, se ven. Digo. Nomás digo.

Laura negó aventuradamente con un movimiento de cabeza pero no le explicó nada a Elizabeth. A veces, sentía que su vida era como los solsticios, sólo que su matrimonio había pasado de la primavera al invierno, sin las estaciones intermedias, que son las de la floración y la cosecha. Quiso a Juan Francisco, pero un hombre sólo es admirable cuando admira a la mujer que lo ama. Fue eso, al cabo, lo que le faltó a Laura. Elizabeth quizás tenía razón, le hacía falta probar otras aguas, bañarse en otros ríos: aunque no encontrase el amor perfecto, podía construirse una pasión romántica, así fuese «platónica», palabra que Elizabeth no entendía pero ponía en práctica en las fiestas a las que asistía constantemente:

– Mírame pero no me toques. Si me tocas, te contagias.

No se entregaba a nadie: su amiga Laura imaginaba que una pasión podía crearse voluntariamente. Por eso vivían juntas sin problemas y sin hombres, evitando a los abundantes tenorios liberados de sus hogares por el mitote de la Revolución y buscando amantes cuando lo que querían eran madres.

El vernissage del cuadro de Andrea Negrete por Tízoc Am-briz fue, por fin, el pretexto para que Laura saliera de su viudez sin fiambre, como decía, con cierto dejo macabro, Elizabeth, y asistiese a una función «artística», ya bastaba de rumiar el pasado, imaginar amores imposibles, contar historias de Veracruz, añorar a los hijos, sentir vergüenza de ir a Xalapa porque se sentía culpable, porque era ella la que abandonó el hogar, como abandonó a los hijos, y no sabía de qué manera justificar sus abandonos, no quería rebajar la imagen de Juan Francisco ante los hijos, no quería admitirles a la Mutti y a las tías que se había equivocado, que mejor hubiera buscado un muchacho de su clase en los bailes de San Cayetano y el Casino Xalape-ño, pero sobre todo no quería hablar mal de Juan Francisco, quería

que todos siguiesen creyendo que ella puso la fe en un hombre luchador y valiente por encima de todo, un líder que resumía cuanto había sucedido en México en este siglo, no quería decirle a su familia me equivoqué, mi marido es un corrupto o un mediocre, mi marido es un ambicioso indigno de su ambición, tu padre, Santiago, no puede vivir sin que le reconozcan sus méritos, tu padre, Dantón, es derrotado por el convencimiento de que los demás no le dan su lugar -mi marido, Elizabeth, no es capaz de reconocer que ya perdió sus méritos. Sus medallas ya mostraron todas el cobre.

– Tu padre no ha hecho nada salvo delatar a una mujer perseguida.

¿Cómo decírselo a Santiago y a Dantón, que iban a cumplir, uno, diez años y el otro, nueve? ¿Cómo explicarse ante la Mutti y las tías? ¿Cómo explicar que el prestigio ganado durante años de lucha se evaporase en un instante, porque solamente una cosa se hizo mal? Era mejor, se decía Laura en su voluntaria soledad, que Juan Francisco pensara que ella lo juzgaba y lo condenaba. No le importaba, con tal de que él creyera que sólo ella lo juzgaba; nadie más, ni el mundo, ni sus hijos, ni unas viejas sin importancia para él, escondidas en una casa de huéspedes de Xalapa. El orgullo del marido quedaría intacto. El pesar de la mujer sería sólo de la mujer.

No sabía decirle todo esto a la insistente Elizabeth, como no podía explicárselo a la familia veracruzana con la que se carteaba como si nada hubiese ocurrido; las cartas llegaban a la Avenida Sonora. La nueva criada de Juan Francisco se las entregaba a Laura cada semana. Laura iba a su vieja casa matrimonial al mediodía, cuando él no estaba. Laura confiaba: si María de la O sospechaba algo, callaría. La discreción nació junto con la tiíta.

La invitación a develar el cuadro de Andrea Negrete resultó irresistible porque un día antes, Elizabeth habló de gastos con su huésped.

– No te preocupes de nada, Laura. El sombrero, los trajes, me los pagas cuando puedas.

– Se ha retrasado la mesada de Juan Francisco.

– ¡No alcanzaría! -rió cariñosamente la rubia color de rosa-. Tienes un ajuar como Marlene.

– Me gustan las cosas bonitas. Quizás porque no tengo, por el momento, otra compensación por tanta… ausencia, diría yo.

– Ya te caerá alguna cosa. No te afanes.

La verdad es que no gastaba demasiado. Leía. Iba a conciertos y museos sola, al cine y a comer con Elizabeth. La situación que la separó de su marido era para ella un duelo. Había de por medio una delación, una muerte -una muerta-. Pero el perfume Chanel, el sombrento Schiaparelli, el traje sastre de Balenciaga… Había cambiado tanto, en tan poco tiempo, la moda -cómo iba a mostrarse Laura con falda corta de flapper bailarina de Charleston y corte de pelo a la Clara Bow, cuando había que vestirse como las nuevas estrellas de Hollywood. Bajaron las faldas, se onduló la cabellera, los bustos se engalantaron con grandes solapas de piqué, las que se atrevían usaban trajes de noche de seda entallada al cuerpo, como Jean Harlow la rubia platino, y un sombrero a la moda era indispensable. Una mujer sólo se quitaba el sombrero para dormir o jugar tenis. Hasta en la piscina, la gorrita de hule se imponía, había que proteger el ondulado Marcel.

– ¡Ándale, anímate!

Antes de saludar a la anfitriona Carmen Cortina, antes de apreciar el penthouse de severas líneas Bauhaus decorado por Pañi, antes de admirar a la homenajeada Andrea Negrete, dos manos le taparon los ojos a Laura Díaz, un coqueto guess who? al oído y por el ojo entreabierto de Laura el pesado anillo de oro con las iniciales OX.

Por un momento, no quiso verlo. Detrás de las manos de Orlando Ximénez estaba el joven al que tampoco quiso mirar en el acto de conocerlo, en el comedor de la Hacienda de San Cayetano. Olió de nuevo la lavanda inglesa, escuchó de nuevo la voz de barítono aflautada a propósito como hacían, al parecer, los ingleses, imaginó la tenue luz de la terraza tropical, adivinó el perfil recortado, la nariz recta, la cabellera de rizos rubios…

Abrió los ojos y reconoció el labio superior ligeramente retraído respecto al inferior y la mandíbula prominente, un poco como los reyes Habsburgos. Pero esta vez ya no había rizos, sino una calvicie recalcitrante y un rostro maduro, y esa piel declaradamente amarillenta como la de los trabajadores chinos de los muelles de Ve-racruz.

Orlando vio el asombro triste en la mirada de Laura y le dijo:

– Orlando Ximénez. No me conoces pero yo a ti sí. Santiago hablaba de ti con gran cariño. Creo que eras -¿qué te dije…?

– Su virgen favorita.

– ¿Ya no?

– Dos hijos.

– ¿Marido?

– Ya no existe.

– ¿Se murió?

– Haz de cuenta.

– Y tú y yo vivos siempre. Uff. Mira lo que son las cosas.

Orlando miró alrededor como si buscara otra vez el balcón de San Cayetano, el rincón donde estar solos, volverse a hablar los dos. La marea agridulce de la ocasión perdida invadió el pecho de Laura. Pero Carmen Cortina no permitía frivolas intimidades ni soledades vergonzantes en sus fiestas; como si intuyera que una situación particular -es decir, excluyente- se estaba fraguando, interrumpió el momento de la pareja, presentó a este y al otro, al Nalgón del Rosal, un viejo aristócrata que usaba un monóculo y cuyo chiste era quitarse el cristal de la cara y -miren ustedes- deglutirlo como una hostia, era de mentiras, era de gelatina, seguido de Onomástico Galán, un español gordo y chapeteado, que asistía a las fiestas, tradicionalmente con camisón, un gorro de dormir de listas rayadas y borla roja, y en la mano una vela, por si había apagón en este país desorganizado y revolucionario que lo que le hacía falta era una buena dictablanda como la de Primo de Rivera en España, seguido de una pareja de marinero él, con calzón corto y un gorro azul inscrito con la palabra BÉSAME y ella de Mary Pickford, con una peluca de abundantes rizos rubios, tobilleras blancas, zapatos de charol, calzoncillos de holanes y una falda hampona color de rosa, amén del consabido macromoño en la testa rizada, seguidos a su vez por un crítico de arte con impecable traje blanco más un corolario despectivo en los labios, repetido sin cesar:

– ¡Todos son una faaaacha!

Iba tomado de la mano de su hermana, una bella y alta estatua de piloncillo que repetía como eco fraternal, una facha, todos somos una facha, mientras que un viejo pintor con halitosis invisible, aguda y omnívora, se declaraba maestro del nuevo pintor Tízoc, enseñanza que le era disputada por otro pintor de melancólica y desengañada estampa, famoso por sus cuadros funerarios en blanco y negro y por su amante y discípulo puramente negro y apodado, por el pintor, la ciudad y el mundo 'Xangó', aunque, para taparle el ojo al macho -es un decir, decía Carmen Cortina- el fornido negro tenía una esposa italiana a la que presentaba como la modelo de la Gioconda.

Todo este circo era visto de lejos y con displicencia clínica por una pareja de ingleses a los que Carmen presentó como Felicity Smith, una mujer altísima que no podía observar lo que ocurría sin bajar la mirada con aire de desprecio y, cortés como era, prefería fijarla en lontananza, pues su compañero era bajo, barbado y elegante, presentado por Carmen como James Saxon y, en voz baja, como hijo bastardo de Jorge V de Inglaterra, refugiado en una hacienda tropical de la Huasteca potosina que el susodicho bátard convirtió en una follie, comentó su compañera Felicity, digna del rey de los excéntricos literarios William Beckford:

– Vivir en casa de James es un perpetuo abrirse paso entre orquídeas, cacatúas y cortinas de bambú.

El problema -le susurró Carmen a Orlando y a Laura- es que aquí todos están enamorados los unos de los otros, Felicity de James que es homosexual y le tiene ganas al crítico que dice «facha» quien anda loco por el negro Xangó que es un falso joto que le da gusto al pintor melancólico por razones de estado pero que en verdad la goza con su napolitana aunque ella -la dizque Mona Lisa- se ha propuesto convertir a la heterosexualidad al melancólico pintor, formando un ménage á trois no sólo placentero sino económicamente conveniente en tiempo de crisis, querido, cuando nadie, absolutamente nadie, compra un cuadro de caballete y el gobierno es el único patrón de los moneros, quelle horreur!, sólo que Mary Pickford está enamorada de la italiana y la italiana secretamente, se acuesta con el marinero que también es de la otra costa pero la italiana quiere probarle que en verdad es muy macho, cosa que es cierta, sólo que nuestro Popeye sabe que pasando por puto atrae el instinto maternal de las señoras que desean protegerlo y aprovecharse de ellas sorprendiéndolas, sólo que la Gioconda, sabiendo que su marido en verdad es Lotario y no el Mago Maravilla, quisiera verse en el papel de Narda -¿me siguen, amores míos, no leen los monitos del domingo en El Universal?- y ensayar con Xangó la conversión a la normalidad del melancólico pintor a fin de integrar, como ya les dije, el trío que amenaza, como van las cosas, en convertirse en cuarteto y hasta quinteto si incluimos a Mary Pickford, ¡qué lío y qué problema para una hostess, después de todo, de familia decente, como yo!

– Carmen -observó con resignación Orlando-. Deja a todo mundo en paz. Imagínate, si Dostoievski se psicoanaliza, capaz que no escribe El idiota.

– Señor Orlando -refunfuñó Carmen con dignidad-, yo sólo invito a gente de I.Q. elevado, no a ningún idiota. ¡Faltaba más!

La perorata dejó sin aire a Carmen Cortina, quien todavía tuvo tiempo de presentar a Pimpinela de Ovando, aristócrata venida a menos, y a Gloria Iturbe, sospechosa de ser espía del canciller alemán Franz von Papen, ¡lo que no se decía!, ¡pero todo era ya tan internacional, muchachos, que las culpas de la Malinche ni quien las mentara más!

Las cascadas verbales de Carmen Cortina se multiplicaban en cataratas parecidas desde las bocas de todos sus invitados menos el cadavérico pintor de blanco y negro («he eliminado de mis cuadros todo lo superfluo»), que fue quien propició la frase célebre de Orlando, «Hay mexicanos que sólo se ven bien en su cajón de muerto», palabras musitadas un segundo antes de que se presentara el secretario de Educación Publica del actual gobierno, dando ocasión a la anfitriona y a su protegido el pintor tapatío para develar el cuadro, cosa que hicieron al alimón, culminando la excitación y el escándalo de la velada cuando lo que todos vieron fue la vera imagen de la actriz de Amapola, ya no estés tan sola, en toda su espléndida desnudez, recostada en un sofá azul que hacía resaltar la blancura de sus carnes y la ausencia de sus pilosidades, recatadas éstas, alardeantes aquéllas, pero unidas ambas por el arte del pintor en una sublime expresión de totalidad espiritual, como si la desnudez fuese el hábito de esta monja dispuesta a la flagelación como forma superior de la fornicación, pronta al sacrificio de su placer en aras de algo más que el pudor o, como lo resumió Orlando, mira Laura, es como el título de una novela del siglo pasado, Monja, Casada, Virgen y Mártir.

– Es el retrato de mi alma -le dijo Andrea Negrete al ministro de Educación.

– Pues tiene pelillos su alma -le contestó éste, quien con buen ojo se percató de que el pintor no había depilado el pubis de doña Andrea, sino que le había pintado el vello de blanco, canoso como las sienes de la estrella.

Con lo cual la fiesta culminó como una ola encrestada y las aguas, como se dice, enseguida se calmaron. Las voces bajaron al murmullo del asombro, la maledicencia o la admiración, era imposible saber qué se opinaba del arte de Tizoc o de la audacia de Andrea; el ministro se despidió con cara impávida y un comentario en voz baja a Carmen:

– Me dijo usted que era un evento cultural.

– Como la Maja de Goya, señor ministro. Un día se la presentaré, es la Duquesa de Alba, muy mi amiga…

– Pura princesa piruja -dijo secamente el miembro del gabinete de Ortiz Rubio.

– Ay qué ganas de ver los miembros de todos los miembros en todos los gabinetes -dijo el marinerito con el gorro de BÉSAME.

– Adiós -inclinó la cabeza el señor ministro cuando el marinero de calzón corto infló un globo con la inscripción BLOW JOB y lo lanzó al techo.

– Esto se acabó -dijo con alborozo el minipopeye-. ¿Adonde la seguimos?

– El Leda -gritó Mary Pickford.

– Las Veladoras -sugirió el pintor con halitosis.

– Los Agachados -suspiró el crítico vestido de blanco.

– Qué facha -entonó su hermana.

– El Río Rosa -alentó la italiana.

– El Salón México -dictaminó el inglés de la main gauche.

– México lindo y querido -bostezó la altísima inglesa.

– Afriquita -gruñó un cronista de sociales.

– Voy por un high-ball -le dijo Orlando a Laura.

– Nos llamamos igual -le sonrió a Laura una mujer muy hermosa sentada en un sofá y tratando de acomodar la luz de la lámpara en la mesita de al lado. Rió: -Después de cierta edad, una mujer depende de la luz.

– Es usted muy joven -dijo con cortesía provinciana Laura.

– Hemos de ser iguales, los treinta pasaditos, ¿no?

Laura Díaz asintió y aceptó la invitación sin palabras de la mujer de melena rubia ceniza que acomodó un cojín a su lado y con la otra volvió a tomar su vaso de whisky.

– Laura Riviére.

– Laura Díaz.

– Sí, me lo dijo Orlando.

– ¿Se conocen?

– Es un hombre interesante. Pero se quedó sin pelo. Le digo que se rape completamente. Entonces sería no sólo interesante, sino peligroso.

– ¿Le confieso una cosa? A mí él siempre me dio miedo.

– Tutéame, por favor. A mí también. ¿Sabes por qué? Déjame contarte. Nunca hubo primera vez.

– No.

– No te lo pregunté, querida. Te lo afirmé. Nunca me atreví con él.

– Yo tampoco.

– Pues atrévete. Nunca he visto una mirada como la que te dirige a ti. Además, te juro que es más peligroso cerrar las puertas que abrirlas. -Laura Riviére se acarició el cuello adornado de piedras vivas-. ¿Sabes? Desde que me separé de mi marido, tengo una tienda de antigüedades. Pasa a verme un día.

– Vivo con Elizabeth.

– No para siempre, ¿verdad?

– No.

– ¿Qué vas a hacer?

– No lo sé. Ése es mi problema.

– Te aconsejo que no prolongues lo imposible, tocayita. Mejor transforma las cosas a tu gusto y a tiempo. Atrévete. Mira, allí viene tu amiga Elizabeth.

Laura Díaz miró a su alrededor, no quedaba nadie, hasta Carmen Cortina se había ido a otros pagos con su corte, ¿adonde?, ¿a oír mariachis al Tenampa?, ¿a contratar un show de putas en La Bandida?, ¿a beber ron en veladoras bajo un techo agachado?, ¿a bailar con la orquesta de Luis Arcaraz en el nuevo Hotel Reforma?, ¿a oír a Juan Arvizu, el Tenor de la Voz de Seda, en el viejo Hotel Regis?

Laura Riviére se arregló la cabellera para que le cubriera la mitad del rostro y Elizabeth García-Dupont ex de Caraza le dijo a Laura Díaz ex de López Greene, de veras que me apena, chulita, pero tengo plan esta noche en casa, tú me entiendes, a toda capillita le llega su fiestecita, jajá, una vez nada más, pero pensé en ti, te tomé un cuarto en el Hotel Regis, aquí tienes la llave, ve tranquila y llámame mañana…

No le sorprendió encontrar a Orlando Ximénez desnudo, con una toalla amarrada a la cintura, cuando abrió la puerta del hotel. Le sorprendió saber de inmediato que a ella podía gustarle otro, no tanto que ella le gustara a otro, esto podía suponerlo, su es-pejito no le devolvía simplemente una imagen, la prolongaba mediante una sombra de belleza, un espectro parlante que la animaba -como en este preciso momento- a ir más allá de ella misma, entrar al espejo, como Alicia, sólo para descubrir que cada espejo tiene

otro espejo y cada reflejo de Laura Díaz otra imagen pacientemente en espera de que ella alargue la mano, la toque y la sienta huir hacia el siguiente destino…

Miró a Orlando desnudo en la cama y hubiera querido preguntarle, ¿cuántos destinos tenemos?

Él la esperaba y ella imaginó una infinita variedad masculina, la misma que los hombres imaginan en las mujeres pero que a ellas les es prohibido expresar públicamente, sólo en la intimidad más secreta: me gusta más de un hombre, me gustan varios hombres porque soy mujer, no porque sea puta.

Comenzó por quitarse los anillos, quería llegar con las manos limpias y ágiles y ávidas al cuerpo del Orlando que trataba de descifrar desde el lecho a Laura con el puño cerrado y el anillo de oro con las iniciales OX desafilándola, sí, reprochándole los años perdidos para el amor, la cita aplazada, esta vez sí, ahora sí, y ella diciéndole también que sí al quitarse sus propios anillos, sobre todo el de su boda con Juan Francisco y el diamante heredado por la abuela Cósi-ma Kelsen que se quedó sin dedos debido al machetazo amoroso del Guapo de Papantla, Laura dejando caer los anillos en la alfombra, en el camino hacia el lecho de Orlando como la Caperucita perdida en el bosque va dejando migajas que los pájaros, todos sin excepción aves de rapiña, todos ellos hermosos depredadores, se irán comiendo, borrando las pistas, diciéndole a la niña perdida, «no hay regreso, estás en la cueva del lobo…».

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