XVIII. Avenida Sonora: 1950

Llega un momento de la vida en que nada tiene importancia salvo amar a los muertos. Hay que hacerlo todo por los muertos. Podemos, tú y yo, sufrir porque el muerto está ausente. La presencia del muerto no es cierta. Su ausencia es lo único cierto. Pero el deseo que tenemos del muerto no es presencia ni ausencia. En mi casa ya no hay nadie, Jorge. Si quieres pensar que mi soledad es lo que me devolvió a ti, te doy permiso.

Murió mi marido Juan Francisco.

Murió la tiíta María de la O.

Pero la muerte de mi adorado hijo Santiago es la única muerte real para mí, las abarca todas, les da sentido.

La muerte de la tiíta hasta me da alegría. Se murió a gusto, en su Veracruz querido, bailando danzones con un hombre diminuto llamado Matías Matadamas que se vestía todo él de azul polvo para sacar a mi tía a bailar el danzón sobre el espacio de un ladrillo en la plaza pública dos veces por semana.

La muerte verdadera de Juan Francisco ya había ocurrido hace mucho tiempo. Su cuerpo inánime la confirmó. Llegó a la muerte arrastrando los pies, diciéndome «ya no me ocurre nada», preguntándome, «¿Debimos casarnos tú y yo?» Porque el día de la muerte le pedí que ya no nos recrimináramos más.

– He perdido demasiado tiempo odiándote.

– Y yo, olvidándote.

¿Quiénes dijimos esto, Jorge, él o yo? Ya no sé. Ya no sé cuál de los dos dijo «No me digas si yo merecía tu odio y yo no te diré si tú merecías mi olvido».

Quiero creer que no lo quería cuando murió. Siempre, desde mi regreso cuando tú te fuiste a Cuba, me pregunté, ¿por qué me acepta de vuelta?, los machos mexicanos repudian, no toleran; ¿era Juan Francisco algo más de lo que yo imaginaba o creía saber sobre él?

De mis hijos pude decir son fuertes, son más grandes de lo que yo misma sabía, pero de él sólo supe preguntar, ¿es débil, o es

perverso?, ¿hace una profesión de su fracaso a fin de solicitar la única forma de amor que le queda: la compasión ajena? ¿Cómo podría yo abandonar a un hombre tan débil?

Mi hijo Santiago me hace pensar todos los días que todo lo que quiero ha muerto.

Me consuelo como lo hacemos todos. Pasará el tiempo. Llegaré a soportar la ausencia.

Entonces reacciono con violencia, quiero que mi dolor no pase nunca, quiero que la ausencia de mi hijo sea siempre, para siempre, intolerable.

Entonces me avasalla mi propio orgullo. Me pregunto si un amor que no tiene más apoyo que el recuerdo no se vuelve al cabo tolerable, me pregunto si un amor que quiere ser siempre un dolor, debe vencer la caricia de la memoria y reclamar un vacío, un gran vacío en el que no quepan el recuerdo, la ternura, sino la ausencia, saberlo ausente, no admitir consolación alguna…

Llegó de donde menos la esperaba. La piedad.

Fueron las lágrimas de Juan Francisco sobre el cadáver de Santiago. El padre lloró la muerte del hijo como si nadie en el mundo lo hubiese querido más, más secretamente, con menos ostentación. ¿Por eso se mantenía lejos de él y cerca de Dantón? ¿Para sufrir menos cuando se fuera Santiago? ¿Lloró porque no estuvo nunca cerca de él o lloró porque lo quiso más que a nadie y sólo la muerte le permitió desnudar su sentimiento?

Ver al padre llorar sobre el cadáver del hijo le devolvió a la memoria de Laura una bofetada verbal tras otra, como si todo lo que su marido y ella se dijeron para herirse a lo largo de los años se estuviese repitiendo, con más saña, en ese momento, casarme contigo fue como darle la otra cara al destino, no me hables como el santo a la tentadora, dirígete a mí, mírame la cara, ¿por qué no me juzgaste por mi voluntad de amarte, Juan Francisco, en vez de condenarme por engañarte?, no sé por qué te imaginé como un hombre excitante y valiente, es lo que decían de ti, siempre fuiste un «dicen de él», un murmullo, nunca una realidad, entre tú y yo nunca hubo amor, hubo ilusión, espejismo, no amor basado en respeto y admiración, que nunca duran, la vida contigo me ha vencido, me ha dejado perpleja y enferma, no te odio, me fatigas, me quieres demasiado, un amante verdadero no debe querernos demasiado, no debe empalagarnos, Juan Francisco, nuestro matrimonio ha muerto, lo ha matado todo o lo ha matado nada, quién sabe, pero vamos enterrándolo, querido, apesta, apesta…

Y ahora podría decirle, gracias, gracias a tu adoración demasiado fácil pude ascender a algo mejor, a esa expectativa constante que requiere la pasión, gracias a ti llegué a Jorge Maura, el contraste contigo me permitió entender y querer a Jorge como jamás pude quererte a ti…

– Creí tener mas fuerza de la que tengo, Laura. Perdóname. -No puedo condenar lo mejor de mí misma a la tumba de la memoria. Perdóname tú.

Y ahora lo vio llorar sobre el cadáver del hijo exhausto y hubiese querido, ella, pedirle perdón a él, a Juan Francisco, por no haber podido, durante treinta años, penetrar más allá de las apariencias, las leyendas, la ignorancia de su origen, el mito de su pasado, la traición de su presente…

Fue terrible poderse hablar al fin gracias a la muerte del hijo.

Fue terrible identificarse los dos, Laura y Juan Francisco, revelando que ambos, en secreto, miraban con parejo amor a Santiago el Menor pensando lo mismo, lo tiene todo, belleza, talento, generosidad, todo menos salud, todo menos vida y tiempo para vivirla. Sólo ahora descubrieron padre y madre que ambos se rehusaron la compasión hacia Santiago porque nadie estaba autorizado para compadecer a nadie en esta casa. Se puede traicionar a un ser amado con la piedad.

– ¿Por eso te volcaste, tan ostentosamente, Juan Francisco, hacia Dantón?

Laura se había vanagloriado de la elocuencia del silencio entre madre e hijo. La soledad y la quietud los habían unido. ¿Era esto cierto también de la relación entre Juan Francisco y Santiago? ¿Ser explícito sobre lo que ocurría era más que una ofensa? ¿Era una traición? Madre e hijo vivieron una madeja de complicidades, adivinaciones, actos de gracias, todo menos la compasión, la maldita, la prohibida compasión…? ¿Vivió y sintió lo mismo, desde lejos, celebrando al otro hijo, el padre de ambos?

Cada madre sabe que hay hijos que se cuidan solos. Tratar de protegerlos es una impertinencia. Así era Dantón. La cercanía del padre le parecía un abuso; Juan Francisco no entendía nada, se lo daba todo al hijo que no requería nada, ese Dantón que desde pe-queñín retozaba el día entero, inconsciente de lo que ocurría en la sombra y el silencio del hogar donde habitaba su hermano. Pero Laura sabía instintivamente que aunque Dantón no necesitaba cui-

dados y Santiago sí, al chico débil le hubiese resultado más ofensivo y dañino que al fuerte una muestra excesiva de cuidados. No era ése el problema. Un hijo, Dantón, se movía en el mundo asimilándolo todo a su ventaja. El otro, Santiago, lo eliminaba todo salvo lo que le parecía esencial para su pintura, su música, su poesía, su Van Gogh y su Egon Schiele, su Baudelaire y su Rimbaud, su Schubert…

Ahora, viendo llorar a ambos, padre e hijo, Juan Francisco y Dantón, sobre el cadáver hermoso y asceta del joven Santiago, Laura se dio cuenta de que los hermanos se querían pero tenían el pudor de no amelcocharse el uno al otro, la fraternidad es viril de otra manera, la fraternidad a veces debe esperar hasta el instante de la muerte para demostrarse como amor, cariño, ternura… Ahora ella se culpó a sí misma. ¿Laura Díaz le había robado todas sus glorias al mundo para dárselas sólo a Santiago? ¿Sólo para el débil toda la virtud; no merecía nada el fuerte? ¿Había perdido, en realidad, a dos hijos?

– ¿Sabes? -le dijo Juan Francisco después del entierro-. Una noche los sorprendí hablándose como hombres. Los dos decían «nos bastamos». Estaban declarándose independientes de ti y de mí, Laura. Qué cosa sorprender a tus muchachos en el momento de la declaración de independencia. Sólo que Santiago lo dijo en serio. Se bastaba a sí mismo. Dantón no. Dantón necesita el éxito, el dinero, la sociedad. No se basta; se engaña. Por eso nos necesita más que nunca.

¿Iba a haber tiempo de enmendar los errores de treinta años de vida en común y dos hijos crecidos, uno muerto ya? Santiago escribió un poema antes de morir que Laura le mostró a Juan Francisco, sobre todo una línea que decía,

Somos vidas traducidas

¿Qué quería decir? ¿Qué significaban estas frases cotidianas del muchacho, no dejes la jaula abierta, los pájaros son querenciosos y no se van, los gatos no, se van y regresan a dañar… «No siempre me da el sol en la cabeza…». Acaso querían decir que Santiago sabía desprenderse de sí mismo, transformarse, descubrir al otro que estaba en él. Ella lo descubrió también pero no se lo dijo. ¿Y tú, Juan Francisco?

– Mis hijos son mi biografía, Laura. No tengo otra.

– ¿Y yo?

– Tú también, mi vieja.

¿Era ése el secreto de Juan Francisco, que su vida no tenía secreto porque no tenía pasado, que su vida era sólo externa, era la fama de Juan Francisco el orador, el líder, el revolucionario? ¿Y atrás, qué habría atrás? ¿Nada?

– Había una niña en Villahermosa con mongolismo. Amenazaba, pegaba y escupía violentamente. Su madre tuvo que ponerle orejeras como a una yegua para que no viera al mundo y se calmara.

– ¿Era tu vecina en Tabasco?

No, él no tuvo vecinos, dijo con un movimiento de cabeza.

– ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Nunca me lo vas a decir?

Volvió a negar.

– ¿Sabes que eso nos separa, Juan Francisco, cuando estamos a punto de entendernos, me niegas la historia de tu vida una vez más?

Esta vez afirmó.

– ¿Qué hiciste, Juan Francisco? ¿Fuiste heroico y te fatigaste? ¿Fue una mentira tu heroísmo? ¿Sabes que he llegado a creerlo? ¿Qué mito le vas a transmitir a tus hijos, al vivo y al muerto también, te has puesto a pensar? ¿Qué nos vas a heredar? ¿La verdad completa? ¿La verdad a medias? ¿La parte buena? ¿La parte mala? ¿Cuál parte a Dantón que está vivo? ¿Cuál a Santiago que está muerto?

Ella sabía que sólo el tiempo, disipado como humo, revelaría el celoso misterio de su marido Juan Francisco López Greene. ¿Cuántas veces, de hecho, se habían invitado a rendirse, el uno y el otro? ¿Nunca serían capaces de decir te lo entrego todo, hoy mismo?

– Más tarde entenderás… -decía el hombre cada vez más vencido.

– ¿Sabes a lo que me obligas? Me obligas a preguntarte, ¿qué tengo que darte, qué quieres de mí, Juan Francisco, quieres que te vuelva a decir «mi cariño, mi amor», cuando sabes muy bien que esas palabras se las reservo a otro hombre y a mis hijos, no son tus palabras, tú eres mi marido, Juan Francisco, no mi ternura, mi cariño, mi amor (mi hidalgo, mi gachupincito adorado…)?

Temía -o sólo quería creer- que en algún momento Juan Francisco iba a saltar de su letargo y a tocarla con otra voz, la voz nueva y vieja al mismo tiempo, del final. Se armó de paciencia para ese final que iba a llegar, que se acercaba visiblemente en el vencimiento físico de aquel hombre grandulón, de espaldas altas y manos inmensas, torso largo y piernas cortas como algunos de su casta -su casta, algo quería atribuirle Laura a Juan Francisco, por

lo menos raza, casta, ascendencia, familia, padre y madre, amantes, primera esposa, hijos bastardos o legítimos, ¿qué más daba? Estuvo a punto, un día, de tomar el Interoceánico de regreso a Veracruz y de allí por lancha y carretera a Tabasco, a consultar registros pero se sintió una fisgona despreciable y siguió su vida diaria ayudando a Frida Kahlo, más doliente que nunca, con una pierna amputada, prisionera del lecho y de la silla de ruedas, asistiendo a las reuniones de los Rivera en honor de los nuevos exiliados, los norteamericanos perseguidos por el Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso…

Había comenzado una nueva guerra, la guerra fría, Chur-chill la había consagrado con un discurso célebre: «Una cortina de hierro ha descendido sobre Europa, de Stettin al Báltico». Stalin le daba la razón a las democracias. La paranoia del viejo dictador alcanzaba cimas delirantes, encarcelaba y mandaba matar no a sus enemigos inexistentes, sino a sus amigos por el temor de que algún día fuesen enemigos; practicaba el asesinato y el encarcelamiento preventivo, cruel, horrorosamente innecesario… Pero Picasso pintaba el retrato «realista» de Stalin y una paloma para acompañarlo, porque este extraño monstruo tan discutido en aquellas tertulias de Domingo Vidal, Basilio Baltazar y Jorge Maura en el Café París durante la guerra de España, resultaba ahora el campeón de la paz y contra los imperia-listas norteamericanos que, ni cortos ni perezosos, se inventaban su propia paranoia anticomunista y veían agentes estalinistas debajo de cada tapete, en cada escenario de Nueva York y en cada película de Hollywood. Estos nuevos exiliados comenzaron a reunirse en casa de los Rivera. Muchos no volvieron, cansados de la verborrea mar-xista de Diego o indignados por la devoción de Frida al padrecito Stalin, a quien le dedicó retrato y elogios desmesurados, a pesar (o quizás porque) Stalin mandó asesinar al amante de Frida, León Trotski.

Laura Díaz recordaba las palabras de Jorge Maura, no hay que cambiar la vida, no hay que transformar al mundo. Hay que diversificar la vida. Hay que perder la ilusión de la unidad recobrada como llave de un nuevo paraíso. Hay que darle valor a la diferencia. La diferencia fortalece la identidad. Jorge Maura dijo encontrarse entre dos verdades. Una, que el mundo va a salvarse. Otra, que el mundo está condenado. Ambas son ciertas. La sociedad corrupta del capitalismo está condenada. Pero la sociedad idealista de la revolución también lo está.

– Cree en las oportunidades de la libertad -le dijo una voz cálida al oído a Laura Díaz, imponiéndose a los debates profun-

dos y a las conversaciones planas de la reunión en casa de los Rivera-. Recuerda que la política es secundaria a la integridad personal, porque sin ésta no vale la pena vivir en sociedad…

– Jorge! -exclamó Laura con una conmoción incomparable, volteándose a darle la cara al hombre joven aún, de cabellera plena pero ya no negra como antes, sino salpicada, igual que las cejas, de copos blancos:

– No. Siento desilusionarte. Basilio. Basilio Baltazar. ¿Me recuerdas?

Se abrazaron con una emoción comparable a un nuevo parto, en verdad como si de alguna manera los dos volviesen a nacer en ese momento y pudiesen allí mismo, en la emoción del encuentro, enamorarse y volver a ser los jóvenes de quince años atrás sólo que ahora los dos venían acompañados. Ya y para siempre. Laura Díaz acompañada de Jorge Maura. Basilio Baltazar acompañado de Pilar Méndez. Y Jorge, en su isla, acompañado para siempre de la otra Mendes, Raquel.

Se miraron con inmensa ternura, incapaces de hablar durante varios segundos.

– ¿Ya ves? -sonrió Basilio detrás de sus ojos húmedos-. Nunca salimos de los problemas. Nunca dejamos de perseguir o ser perseguidos.

– Ya veo -dijo con la voz quebrada ella.

– Hay gente muy maja entre estos «gringos». Casi todos son directores de cine y teatro, escritores, uno que otro veterano de nuestra guerra y de la Brigada Lincoln, ¿te acuerdas?

– ¿Cómo me voy a olvidar, Basilio?

– Casi todos viven en Cuernavaca. ¿Por qué no vamos juntos un fin de semana a charlar con ellos?

Laura Díaz sólo pudo plantarle un beso en la mejilla a su viejo amigo el anarquista español, como si besara otra vez a Jorge Maura, como si viese por primera vez el rostro siempre escondido de Armonía Aznar, como si surgiese del fondo del mar la efigie de su adorado hermano el primer Santiago… Basilio Baltazar fue el catalizador de un pasado que Laura Díaz añoraba pero consideraba perdido para siempre.

– Y no. Tú haces presente nuestro pasado, Basilio. Gracias.

Ir a Cuernavaca a discutir política, pero esta vez con norteamericanos, no con españoles ni con dirigentes obreros mexicanos traicionados por la Revolución, por Calles y Morones… La idea le

fatigó y la ensombreció, de regreso esa noche a la casa familiar de la Avenida Sonora, tan solitaria ya, sin María de la O y Santiago, muertos, Dantón casado y viviendo en un horrendo pastel churrigueresco de Las Lomas en el que Laura, por pura estética, juró nunca poner pie.

– Dijiste que les ibas a cambiar el gusto a tus suegros, Dantón.

– Espérate tantito, mamá. Es un ajuste, un acomodo. Tengo que darle gusto a mi suegro don Aspirina para luego dominarlo. Está medio gaga, no te preocupes, su azotea ya no tiene alcantarillas…

– ;Y tu mujer?

– Jefecita, te juro que la pobre Magda no sabía nada, ni por dónde eructar.

– Eres un vulgar bien hecho -Laura no pudo dejar de reír.

– Bah, la tengo convencida de que el niño viene de París.

– ;E1 niño? -dijo Laura abrazando a su hijo.

A los cincuenta y dos años, voy a ser abuela, se iba diciendo Laura de regreso de la fiesta en Coyoacán donde reencontró a su amigo Basilio Baltazar. Tenía cuarenta cuando conoció a Jorge Maura. Ahora vivo sola con Juan Francisco pero voy a ser abuela.

La mera apariencia de Juan Francisco en bata y pantuflas abriéndole la puerta le recordó que aún era esposa, le gustase o no. Rechazó con repugnancia una idea demasiado noble que en ese instante le pasó por la cabeza. Sólo en el hogar se sobrevive. Sólo los que permanecen en el hogar, duran. En el mundo, buscando las luces, las luciérnagas se queman y perecen. Esto era, seguramente, lo que pensaba su abuelo el viejo alemán don Felipe Kelsen, que cruzó el océano para encerrarse en el beneficio cafetalero de Catemaco para ya no salir más de allí. ¿Fue más feliz que su descendencia? No se deberían juzgar a los hijos por los padres, y mucho menos a los nietos. La idea de que nunca, como ahora, ha sido tan grande la separación entre generaciones, es falsa. El mundo está hecho de generaciones separadas entre sí, por abismos. De parejas divididas, a veces, por clamorosos silencios, como el que separó al propio abuelo Felipe de su bella y mutilada esposa doña Cósima, de cuya mirada ensimismada nunca huyó -esto lo sabía Laura desde que era niña- la figura peligrosa y gallarda de El Guapo de Papantla. Mirando a Juan Francisco abrirle la puerta en bata y pantuflas -chanclas con un hoyo para airear el dedo gordo del pie derecho, bata de

aquellas de peluche, de rayas chillonas como un sarape convertido en toalla- le entró un ataque de risa pensando que su marido podía ser el hijo secreto de aquel asaltante de caminos de la época de Juárez, El Guapo de Papantla.

– ¿De qué te ríes, mujer?

– De que vamos a ser abuelos, viejo -dijo ella con carcajadas histéricas.

De una manera inconsciente, la noticia de la preñez de su nuera la muchachita Ayub Longoria enterró de una buena vez a Juan Francisco. Era como si el anuncio de un parto próximo exigiese el sacrificio de una muerte apresurada, para que el recién nacido tomase el lugar ocupado, inútilmente, por el viejo que ya iba arriba de los sesenta y cinco. A ojo de buen cubero, se dijo sonriendo Laura, porque nadie ha visto nunca su acta de nacimiento. Lo vio muerto a partir de esa noche en la que abrió la puerta del hogar solitario. Es decir, le quitó el tiempo que le quedaba.

Ya no habría tiempo para unas cuantas caricias tristes.

Lo vio cerrar la puerta y echarle doble llave y candado, como si hubiese algo digno de ser robado en este triste y pobre lugar.

Ya no habría tiempo para decir que tuvo, al final de todo, una vida feliz.

Se fue chancleteando a la cocina a prepararse el café que simultáneamente lo adormilaba y le daba la sensación de hacer algo útil, algo propio, sin ayuda de Laura.

Ya no habría tiempo para cambiar esa sonrisa invernal.

Sorbió lentamente el café, mojó los restos de una telera en el brebaje.

Ya no habría tiempo de rejuvenecer un alma que se volvió vieja, ni creyendo en la inmortalidad del alma podría concebirse que la de Juan Francisco sobreviviese.

Se escarbó los dientes con un palillo.

Ya no habría tiempo para dar marcha atrás, recuperar los ideales de la juventud, crear un sindicalismo independiente.

Se puso de pie y dejó los trastes sucios en la mesa para que la criada los lavara.

Ya no habría tiempo para una nueva y primera mirada del amor, jamás buscada o prevista, sino asombrosa.

Salió de la cocina y le echó una ojeada a los periódicos viejos destinados al bóiler de agua caliente.

Ya no habría tiempo para la piedad que merecen los viejos aun cuando han perdido el amor y el respeto ajenos.

Atravesó la sala de muebles aterciopelados donde tuvieron lugar hace años las largas esperas de Laura mientras su marido discutía la política obrera en el comedor.

Ya no habría tiempo de indignarse cuando le pidiesen resultados, no palabras.

Dio media vuelta y regresó al comedor, como si hubiese dejado perdido algo, un recuerdo, una promesa.

Ya no habría tiempo para justificarse diciendo que entró al partido oficial para convencer a los gobernantes de sus errores.

Se agarró tambaleando del pasamanos de la escalera.

Ya no habría tiempo para tratar de cambiar las cosas desde adentro del gobierno y el partido.

Cada escalón le duró un siglo.

Ya no habría tiempo de sentirse juzgado por ella.

Cada escalón se volvió de piedra.

Ya no habría tiempo para sentirse condenado o satisfecho de que sólo ella le juzgara, nadie más.

Logró llegar al segundo piso.

Ya no habría tiempo de que su propia conciencia lo condenara.

Se sintió desorientado, ¿adónde quedaba la recámara, cuál puerta daba al baño?

Ya no habría tiempo para recuperar el prestigio acumulado durante años y perdido en un solo instante, como si nada contase sino ese instante en que el mundo te da la espalda.

Ah sí, éste era el baño.

Ya no habría tiempo de oírla decir qué hiciste hoy y contestar lo de siempre ya sabes.

Tocó pudorosamente con los nudillos.

Ya no habría tiempo de vigilarla cada segundo, ponerle detectives, humillarla un poco porque la quería demasiado.

Entró al baño.

Ya no habría tiempo de que ella pasara del tedio y el desprecio al amor y la ternura. Ya no.

Se miró al espejo.

Ya no habría tiempo de que los trabajadores lo amaran, de que él se sintiese amado por los trabajadores.

Tomó la navaja, la jabonera y la brocha.

Ya no habría tiempo de revivir las ¡ornadas históricas de las huelgas de Río Blanco.

Formó lentamente espuma con la brocha húmeda y el jabón de rasurar.

Ya no habría tiempo de formar otra vez los Batallones Rojos de la Revolución.

Se embarró el jabón espumoso en las mejillas, el labio superior y el cuello.

Ya no habría tiempo de reanimar la Casa del Obrero Mundial.

Se rasuró lentamente.

Ya no habría tiempo de que le reconociesen sus méritos revolucionarios, ya nadie se acordaba.

Acostumbraba rasurarse de noche antes de acostarse, asi ganaba tiempo en la mañana para salir a trabajar.

Ya no habría tiempo de que le dieran su lugar, chingada madre, él era alguien, él hizo cosas, él merecía un lugar.

Terminó de rasuratse.

Ya no habría tiempo sino para admitir el fracaso.

Se secó la cara con un paño.

Ya no habría tiempo de preguntarse, ¿dónde estuvo la falla?

Se rió largamente en el espejo.

Ya no habría tiempo de abrirle una puerta al amor.

Miró a un viejo desconocido, otro hombre que era él mismo avanzando desde el fondo del espejo a encontrarse con él ahora.

Ya no habría tiempo de decir te quiero.

Miró las arrugas de las mejillas, el mentón vencido, las orejas curiosamente alargadas, las bolsas de la mirada, las canas salién-dole por todas partes, por las orejas, por la cabeza, por los labios, como heno helado, viejo ahuehuete.

Sintió una ganas inmensas, dolorosas y placenteras a la vez, de sentarse a cagar.

Ya no habría tiempo de cumplir la promesa de un destino admirable, glorioso, heredable.

Se bajó el pantalón del pijama a rayas que su hijo Dantón le regaló de cumpleaños y se sentó en el excusado.

Ya no habría tiempo…

Pujó muy fuerte y cayó hacia adelante, se descargó su vientre y se detuvo su corazón.

Pinche viejo ahuehuete.

En el velorio de Juan Francisco, Laura se dispuso a olvidar a su marido, es decir, a borrar todos los recuerdos que le pesaban como una lápida prematura, la tumba de su matrimonio, pero en vez del duelo por Juan Francisco, cerró los ojos, detenida al lado del féretro, y pensó en el dolor del parto, pensó en cómo nacieron sus hijos, con tanto dolor y eternidades entre contracción y contracción el hijo mayor, suave como quien traga un dulce de leche el nacimiento del segundo, líquido y suave como mantequilla derretida… Pero con la mano sobre el féretro de su marido ella decidió vivir el dolor del parto, no el de la muerte, dándose cuenta de que el dolor ajeno, la muerte de otro, acaba por ser ajeno a nuestra mente, ni Dantón ni Santiago sintieron los dolores del parto de su madre, para ellos entrar al mundo fue un grito ni de felicidad ni de tristeza, el grito de victoria del recién nacido, su ¡aquí estoy!, mientras la madre era la que sufría y quizás como ella al nacer con traumas terribles y Santiago, gritaba sin importarle que la oyeran el médico y las enfermeras, «¡maldita sea! ¿para qué tuve un hijo? ¡qué horror es éste! ¿por qué no me avisaron? ¡no aguanto, no aguanto, mejor mátenme, me quiero morir, maldito escuincle, que se muera él también!»…

Y ahora, Juan Francisco estaba muerto y no lo sabía. No sentía dolor alguno.

Ella tampoco. Por eso prefería recordar el dolor del parto, para que en su rostro los que acudieron al velorio -antiguos cama-radas, sindicalistas, funcionarios menores del gobierno, uno que otro diputado y, en brutal contraste, la familia y los amigos adinerados de Dantón- vieran las huellas de un dolor compartido, pero que era falso porque el dolor, el verdadero dolor, sólo lo siente el que lo siente, la mujer al parir, ni el doctor que la asiste ni el niño que nace, sólo lo siente el fusilado cuando le penetran las balas, no el pelotón ni el oficial que da la orden, sólo lo siente el enfermo, no las enfermeras…

Quién sabe por qué, Laura recordó la imagen de la española Pilar Méndez a las puertas de la villa de Santa Fe de Palencia, gritando a la mitad de la noche para que no le ofreciera piedad su padre, sino la justicia como la concebía el fanatismo político, el fusilamiento al amanecer por traicionar la República y favorecer a la causa. Como ella, Laura hubiese querido gritar, pero no por su marido, ni por sus hijos, sino por ella misma recordando, banal y terriblemente, sus propios dolores de parturienta, indescriptibles e incompatibles. Dicen que el dolor destruye el lenguaje. Sólo puede

ser un grito, un gemido, una voz desarticulada. Hablan del dolor quienes no lo sienten. Poseen el lenguaje del dolor quienes describen el dolor ajeno. El dolor verdadero no tiene palabras pero Laura Díaz, la noche del velorio de su marido, no quería gritar.

Con los ojos cerrados, recordó otros cadáveres, los de los dos Santiagos, Santiago Díaz Obregón su medio hermano fusilado en Veracruz a los veintiún años de edad y su hijo Santiago López Díaz, muerto de su propia muerte a los veintisiete años en la ciudad de México. Dos muertos bellos, igualmente hermosos. A ellos les dedicó su luto. Sus dos Santiagos, el Mayor y el Menor, reunieron esa noche La dispersión del mundo regado a lo largo de los años, sin concierto, para darle forma propia, la forma de dos cuerpos jóvenes y hermosos. Porque una cosa es ser cuerpo y otra distinta, ser bello.

Los compañeros obreros quisieron colocar la bandera roja con la hoz y el martillo sobre el ataúd de Juan Francisco. Laura los rechazó. Los símbolos sobraban. No había derecho de identificar a su marido con un trapo rojo que mejor estaría en la plaza de toros.

Los camaradas se retiraron, ofendidos pero callados.

El sacerdote de la capilla ardiente ofreció sus servicios para un rosario.

– Mi marido no era creyente.

– Dios nos recibe a todos en su misericordia.

Laura Díaz arrancó el crucifijo que adornaba la tapa del féretro y se lo entregó al cura.

– Mi marido era anticlerical.

– Señora, no nos ofenda. La cruz es sagrada.

– Tómela. La cruz es un potro de tormento, ¿por qué mejor no le ponen una horca en miniatura, o una guillotina? En Francia hubieran guillotinado a Jesucristo, ¿sabe?

El murmullo de horror y desaprobación surgido de las filas de los familiares y amigos de Dantón su hijo satisfizo a Laura. Sabía que había hecho algo innecesario, una provocación. Le salió natural. No pudo impedirlo. Le dio gusto. Le pareció, de repente, algo así como un acto de emancipación, el comienzo de algo nuevo. Después de todo, ¿quién era ella desde ahora sino una mujer solitaria, una viuda, sin compañía, sin más familia que un hijo lejano capturado en un mundo que a Laura Díaz le parecía detestable?

La gente se iba retirando, humillada u ofendida: Laura cruzó miradas con la única persona que la miraba con simpatía. Era Basilio Baltazar. Pero antes de que cruzaran palabras, un hombre peque-

ñito y decrépito, encogido como un suéter mal lavado, arropado en una capa que le quedaba demasiado grande, un hombrecito de facciones a la vez afiladas y deslavadas por el tiempo, con sendas mati-tas de pelos blancos como pasto helado encima de las orejas, le entregó una carta y le dijo con una voz llegada del fondo del tiempo, léela, Laura, es sobre tu marido…

No tenía fecha pero era una escritura antigua, eclesiástica, más propia para registrar bautizos y defunciones, alfas y omegas de la vida, que para comunicarse con un semejante. Ella la leyó esa noche.

«Querida Laura, ¿puedo llamarla así?, después de todo, la conozco desde niña y aunque nos separen mil años de edad, mi memoria de usted permanece siempre fresca. Yo sé que su marido Juan Francisco murió guardándose los secretos de su origen, como si fuesen algo desdeñable o vergonzoso. Pero ¿se da usted cuenta de que murió de la misma manera, anónimamente, sin hacer ruido? Usted misma, si yo se lo pidiese hoy, ¿podría darme cuenta de lo que fue la vida de su marido durante los pasados veinte años? Estaría usted, mi querida Laura, en la misma situación que él. No habría nada que contar. ¿Cree usted que la inmensa mayoría de los seres que vienen a este mundo tienen algo muy extraordinario que contar sobre sus vidas? ¿Son por ello menos importantes y dignos de respeto y, a veces, de amor? Yo le escribo, mi querida amiga, a la que conozco desde que era niña, para pedirle que deje de atormentarse pensando en lo que Juan Francisco López Greene fue antes de conocerla y casarse con usted. Lo que fue antes de darse a conocer como un luchador por la justicia en las huelgas de Veracruz y la formación de los Batallones Rojos durante la Revolución. Ésa fue la vida de su marido. Esos veinte años de gloria, de elocuencia, de arrojo, eso fue su vida. No tuvo vida ni antes ni después de su momento de gloria, si me permite llamarlo así. Con usted buscó el remanso para un héroe fatigado. ¿Le dio usted la paz que en silencio le pedía? ¿O le exigió usted lo que ya no estaba en condiciones de dar? Un héroe cansado, que había vivido lo que no se vive dos veces, su momento de gloria. Venía de lejos y de abajo, Laura. Cuando lo conocí jovencito en la Macuspana erraba como un animalito sin dueño, sin familia, robando comida aquí y allá cuando no le bastaban los plátanos que Tabasco le regala al más hambriento de los pobres. Yo lo acogí. Lo vestí. Le enseñé las primeras letras. Ya sabe usted que esto es un caso corriente en México. El cura jovencito le enseña a un niño hu-

milde a leer y a escribir la lengua que de grande ese muchacho va a emplear contra nuestra Santa Madre Iglesia. Así fue Juárez y así fue López Greene. Ese apellido. ¿De dónde lo sacó, si no tenía padre ni madre ni perrito que le ladre, como dice un pintoresco dicho nuestro. "De oídas, padre…". López es un apellido muy común de la genealogía hispánica y Greene un nombre bastante usado por familias tabasqueñas que descienden de los piratas ingleses de la época colonial, cuando el mismísimo sir Henry Morgan atacó las costas del Golfo de Campeche y saqueó los puertos por donde salían a España el oro y la plata de México. ¿Y Juan? Otra vez, el gentilicio más común de la lengua española. Pero Francisco, porque yo le enseñé las virtudes del más admirable santo de la Cristiandad, el varón de Asís… Ah, mi querida niña Laura, San Francisco dejó una vida de lujos y placeres para convertirse en el juglar de Dios. A mí, usted lo sabe, me pasó lo contrario. La fe a veces flaquea. No sería fe si no hubiera duda. Yo era joven aún cuando llegué a Catemaco a sustituir a un párroco muy querido, usted lo recuerda, el padre lesús Morales. Le confieso varias cosas. Me irritó el aura de santidad que coronaba al párroco Morales. Yo era muy joven, imaginativo, hasta perverso. Si San Francisco pasó del pecado a la santidad, yo haría lo mismo, quizás en reversa, sería un párroco perverso, pecador, ¿qué horrores no le dije a usted a la oreja, Laura, desafiando el mandato mayor de Nuestro Señor Jesucristo, no escandalizar a los niños? ¿Qué crimen mayor cometí que huir del pueblo con el tesoro de los más humildes, las ofrendas del Santo Niño de Zongolica? Créame, Laura, pequé para poder ser santo. Ése era mi proyecto, mi francis-canismo pervertido, si usted quiere. Fui despojado de mi ministerio y así me encontró usted, sobreviviendo con mis dineros robados, como huésped de su mamacita que Dios tenga en su gloria, en Xala-pa. Debió usted comentarle algo a su marido. Me recordó. Fue a buscarme. Me agradeció mis enseñanzas. Conocía mi pecado. Me confesó el suyo. Entregó a la monja que decía llamarse "Carmela", la madre Gloria Soriano implicada en el asesinato del presidente electo Alvaro Obregón. Lo hizo por convicción revolucionaria, me dijo. La política entonces era acabar con el clericalismo que en México había explotado a los pobres y apoyado a los explotadores. No dudó en entregarla: era su deber. Nunca pensó que usted, Laura, que ni siquiera era creyente, iba a tomarlo a pecho. Qué curioso, pero qué mal. No medimos las consecuencias morales de nuestros actos. Creemos cumplir con la ideología, revolucionarios, clericales,

liberales, conservadores, cristeros, y se nos va entre las manos el líquido precioso que llamamos, a falta de palabra mejor, "el alma". El brutal rechazo de usted a la entrega de la madre Soriano acabó por hundir a Juan Francisco en el desconcierto primero y el desaliento después. Fue como la lápida sobre su carrera. Había terminado. Hizo cosas ridiculas, como ponerle un investigador pagado para vigilarla. Se arrepintió de su tontería, se lo aseguro. Pero una vez sacerdote, siempre sacerdote, sabe usted; ni aunque me rebanen las yemas de los dedos puedo dejar de oír y absolver. Laura: Juan Francisco me pidió perdón por haber entregado a la madre Gloria Soriano. Era su manera de agradecerme que yo hubiese recogido a un niño descalzo e ignorante para darle educación hace ya sesenta y ocho años, figúrese nomás. Pero hizo algo más. Restituyó el tesoro del Santo Niño de Zongolica. Una tarde, al entrar en vísperas, los lugareños encontraron las joyas, las ofrendas, todo lo que habían heredado y acumulado, de vuelta en su lugar. Usted no lo supo porque las noticias de Catemaco se quedaban en Catemaco. Pero el pueblo maravillado lo atribuyó a un milagro del propio Santo Niño, capaz de recrear su propio tesoro y devolverlo al sitio donde debería estar. Era como si les hubiera dicho, "si los hice esperar fue para que sintieran la ausencia de mis ofrendas y se alegraran aún más al recuperarlas". ¿Con qué pagaste todo esto?, le pregunté a Juan Francisco. Con las cuotas de los trabajadores, me confesó. ¿Ellos lo sabían? No, les dije que era para las víctimas de una epidemia causada por un desbordamiento del río Usumacinta. Ni quien llevara las cuentas. Laura, ojalá regreses un día a tu pueblo de origen y veas qué chulo está el altar, gracias a Juan Francisco. Perdona, Laura, a los hombres que no tienen más que dar que aquello que traen dentro. O como dicen en mi pueblo, este cuero ya no da para más correas, ni este cura para más obleas. No creo que nos volvamos a ver. No quiero que nos volvamos a ver. Me costó mucho mostrarme ante ti hoy en la agencia fúnebre. Qué bueno que no me reconociste, ¡Puta madre! ¡Ni yo mismo me reconozco ya, ah qué caray!

Recuerda con un poco de cariño a

ELZEVIR ALMONTE»


El fin de semana, Basilio Baltazar pidió un coche prestado y salieron juntos a Cuernavaca los dos, Laura y su viejo amigo el anarquista español.

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