XIX. Cuernavaca: 1952

Laura se zambulló en la alberca cuajada de bugambilias y sacó la cabeza del agua al borde mismo de la piscina. A los lados, conversaba un grupo grande de hombres y mujeres extranjeros, la mayoría norteamericanos, unos pocos en traje de baño, casi todos vestidos, ellas, de faldas amplias y blusas «mexicanas» de manga corta y escote floreado, ellos, con camisa de manga corta y pantalones de verano, casi todos adaptando sus pies al huarache, todos sin excepción con una copa en la mano, todos huéspedes del espléndido comunista inglés Fredric Bell, cuya casa en Cuernavaca se había convertido en refugio de las víctimas de la persecución macartista en los Estados Unidos.

La mujer de Bell, Ruth, era norteamericana y compensaba la ironía alta y esbelta de su marido británico con una rudeza terrena, cercana al suelo, como si caminara arrastrando sus raíces desde los barrios de Chicago donde nació. Era una mujer de los grandes lagos y las inmensas praderas, nacida por casualidad en medio del asfalto de la «ciudad de hombres anchos», como llamó a Chicago el poeta Cari Sandburg. Los hombros de Ruth cargaban con ligereza a su marido Fredric y a los amigos de su marido, ella era el Sancho Panza de Fredric, el británico alto, esbelto, de ojos azules, frente despejada, pelo totalmente blanco y escaso alrededor de un casco de piel pecosa.

– Un Quijote de causas perdidas -le dijo Basilio Baltazar a Laura.

Ruth tenía la fuerza de un dado de acero, desde la punta de los pies descalzos sobre el césped hasta la cabellera naturalmente rizada, corta y encanecida.

– Casi todos son directores y guionistas de cine -continuó Basilio manejando por la recién inaugurada supercarretera Mé-xico-Cuernavaca, que ahora permitía hacer el recorrido en cuarenta y cinco minutos-, uno que otro profesor, pero sobre todo gente del espectáculo…

– Te salvaste, eres minoría -sonrió Laura, el pañuelo amarrado a la cabeza, para dominar la carrera del viento en el MG descubierto que el poeta republicano exiliado en México, García Ascot, le prestó a su amigo Basilio.

– ¿Me imaginas de profesor, enseñándole literatura española a señoritas norteamericanas de sociedad en Vassar College? -preguntó con malicia alegre Basilio, que libraba hábilmente las curvas de la carretera.

– ¿Allí conociste a esa bola de rojos?

– No. Soy lo que se llama un «moonlighter», es decir, hago trabajo extra, sin paga, en el New School for Social Research de Nueva York los fines de semana. Allí asisten trabajadores, gente madura que no tuvo tiempo de educarse. Allí conocí a mucha gente que hoy tú vas a conocer.

Quería pedirle una cosa a Basilio, que no la tratara con compasión, que asumiera el pasado que ambos conocían con una memoria tranquila, acallada, cuyos daños y alegrías ya habían dejado sus marcas en nuestros cuerpos.

– Tú sigues siendo una bella mujer.

– Ya pasé de los cincuenta. Un poquito.

– Pues aquí hay mujeres veinte años menores que tú que no se pondrían un traje de baño de una pieza.

– Me gusta nadar. Nací junto a un lago y crecí a orillas del mar.

Por educación, no se fijaron en ella, cuando se clavó en la piscina pero al emerger entre las bugambilias, Laura vio las miradas curiosas, aprobatorias, sonrientes de los «gringos» reunidos a comer este sábado en Cuernavaca en casa del rojo Fredric Bell y vio como en un mural de Diego Rivera o una película de King Vidor, a «the crowd», el conjunto a un tiempo colectivo y singular, Laura apreció este hecho, sabía que a este grupo lo unía una misma cosa, la persecución, pero cada uno había logrado salvar su individualidad, no eran «masa» por más que creyeran en ella; había orgullo en sus miradas, en la manera de estar de pie o de sostener una copa o levantar un mentón, de ser de él o ella mismos, eso impresionó a Laura, la conciencia visible de la dignidad dañada y del tiempo necesario para recobrarla. Éste era un asilo de convalecientes políticos.

Conocía algo de sus historias. Basilio le contó más en la carretera, tenían que creer en su propia individualidad porque la persecución quiso hacerles grey, manada roja, borregos del co-

munismo, arrebatarles su singularidad para convertirlos en enemigos.

– ¿Asistió usted al homenaje a Dimitri Shostakovich en el Waldorf Astoria?

– Sí.

– ¿Sabía usted que se trata de una figura prominente de la propaganda soviética?

– Sólo sé que es un gran músico.

– Aquí no estamos hablando de música, sino de subversión.

– ¿Quiere usted decir, senador, que la música de Shostakovich convierte en comunista al que la escucha?

– Exactamente. Eso me dice mi convicción de patriota americano. Es obvio para este Comité que usted no comparte esa convicción.

– Soy tan americano como usted.

– Pero su corazón está en Moscú.

(Lo sentimos mucho. No puede trabajar más con nosotros. Nuestra compañía no puede verse involucrada en controversias.)

– ¿Es cierto que usted ha programado un festival de películas de Charlie Chaplin en su estación de televisión?

– Así es. Chaplin es un gran artista cómico.

– Es un pobre artista trágico, dirá usted. Es un comunista.

– Es posible. Pero eso no tiene nada que ver con sus películas.

– No se haga el tonto. El mensaje rojo se filtra sin que nadie se dé cuenta.

– Pero, senador, éstas son películas mudas hechas por Chaplin antes de 1917-

– ¿Qué pasó en 1917?

– La Revolución soviética.

– Ah, entonces Charlie Chaplin no sólo es comunista, sino que preparó la revolución rusa, eso es lo que usted quiere exhibir, un manual de insurrección disfrazado de comedia…

(Lo sentimos mucho. La compañía no puede pasar su programación. Los anunciantes han amenazado con retirar su apoyo si usted sigue programando películas subversivas.)

– ¿Es usted o ha sido miembro del Partido Comunista?

– Sí. También lo son o han sido los catorce veteranos que me acompañan ante este Comité y que son todos mutilados de guerra.

– La brigada roja, ja ja.

– Luchamos en el Pacífico por los Estados Unidos.

– Lucharon por los rusos.

– Eran nuestros aliados, senador. Pero sólo matamos japoneses.

– La guerra se acabó. Pueden ustedes irse a vivir a Moscú y ser felices.

– Somos americanos leales, senador.

– Demuéstrenlo. Denle al Comité los nombres de otros comunistas…

(… en las fuerzas armadas, en el Departamento de Estado, pero sobre todo en el cine, la radio, la televisión naciente: los inquisidores del Congreso amaban sobre todas las cosas investigar a la gente del espectáculo, codearse con ellos, salir retratados con Roben Taylor, Gary Cooper, Adolph Menjou, Ronald Reagan, todos delatores, o con Lauren Bacall, Humphrey Bogart, Fredric March. Lilian Hellman, Arthur Miller, los que tuvieron el coraje de denunciar a los inquisidores…)

– Esa fue la opción: arrebatarnos nuestra singularidad para hacernos enemigos o colaboradores, chivatos, delatores, ése fue el crimen del macartismo.

Emergió del agua la cabeza de Laura y vio al conjunto alrededor de la piscina y pensó todo lo que pensó y por eso le llamó la atención que le llamara la atención un hombre pequeño de hombros estrechos y mirada melancólica, el pelo ralo y un rostro tan esmeradamente rasurado que parecía borrado, como si la navaja le privase, cada mañana, de las facciones que se pasarían el resto del día pugnando por renacer y reconocerse. Una camisa sin mangas, floja, color caqui, y los pantalones flojos también, del mismo color pero ceñidos por un cinturón de piel de serpiente, de esos que venden en los mercados tropicales, donde todo sirve. No usaba zapatos. Sus pies desnudos acariciaban el césped.

Salió sin dejar de mirarlo aunque él no la miró a ella, él no miraba a nadie… Laura salió del agua. Todos se desentendieron de su desnudez de matrona cincuentona pero apetecible. Laura, alta y fabricada de ángulos rectos, desde niña tuvo ese perfil de caballete nasal audaz y retador, no una naricita infantil de botón de rosa; desde niña tuvo esos ojos casi dorados sumidos en un velo de ojeras, como si la edad fuese ella misma un velo con el que a veces se nace, aunque casi siempre se adquiere; con los labios delgados de las madonas de Mem-

ling, como si jamás la hubiese visitado un ángel con la espada que parte el labio superior y destierra el olvido al nacer…

– Ésa es una vieja leyenda judía -dijo Ruth mezclando una nueva jarra de martinis-. Al nacer, un ángel desciende del cielo con su espada, nos golpea entre la punta de la nariz y el labio superior, nos hace esta hendidura inexplicable de otro modo -Ruth se raspó con la uña sin pintar un bigotillo imaginario, como el del pro-tocomunista Chaplin- pero que, según la leyenda, nos hace olvidar todo lo que supimos antes de nacer, toda la memoria instantánea e intrauterina, incluyendo los secretos de nuestros padres y las glorias de nuestros abuelos, «¡salud!» dijo en español la gran madre de la tribu de Cuernavaca, así la bautizó Laura en el acto y se lo dijo, riendo, a Basilio. El español le dio la razón. Ni ella puede impedirlo, ni ellos quieren admitir que la necesitan. ¿Quién no necesita una mamá?, sonrió Basilio, sobre todo si cada fin de semana prepara un platón sin fondo de espagueti.

– Los cazadores de brujas publicaban un pasquín llamado Red Channels. Para justificarse, invocaban su patriotismo y su anticomunismo igualmente vigilantes. Pero sin denuncias, ni ellos ni su publicación prosperarían. Iniciaron una búsqueda febril de personas implicables, a veces por razones tan extravagantes como oír a Shos-takóvich o ver a Chaplin. Ser denunciado por Red Channels era el principio de una persecución en cadena que se continuaría con cartas a quien empleaba al sospechoso, anuncios amenazantes contra la compañía culpable, llamadas telefónicas de intimidación a la víctima, hasta culminar con la cita en el Congreso por el Comité de Actividades Antiamericanas.

– Me ibas a hablar de una madre, Basilio…

– Pregúntales a cualquiera de ellos por Mady Christians.

– Mady Christians era una actriz austríaca, que protagonizó una obra de teatro muy famosa, / Remember Mamma -dijo un hombre alto con pesados anteojos de carey-. Era profesora de drama en la Universidad de Nueva York, pero su obsesión era proteger al refugiado político y a las personas desplazadas por la guerra.

– Nos ofreció protección a los exiliados españoles -recordó Basilio-. Por eso la conocí. Era una mujer muy bella, de unos cuarenta años, muy rubia, con un perfil de diosa nórdica y una mirada que decía, «Yo no me doy por vencida».

– También nos protegió a los escritores alemanes expulsados del Reich por los nazis -añadió un hombre de quijada cuadra-

da y ojos apagados-. Creó un Comité para la Protección de los Nacidos en el Extranjero. Éstos fueron los crímenes que le bastaron a Red Channels para exponerla como agente soviética.

– Mady Christians -sonrió con cariño Basilio BaJtazar-. La vi antes de morir. La visitaban detectives que se negaban a identificarse. Recibía llamadas anónimas. Dejaron de ofrecerle papeles. Alguien se atrevió a llamarla para un papel, los inquisidores hicieron su trabajo y la compañía de TV retiró la oferta aunque ofreció pagarle su sueldo. ¿Cómo puede vivirse con este miedo, esta incer-tidumbre? La defensora de los exiliados se convirtió en la exiliada interna, «Esto es increíble», logró decir antes de morir de un derrame cerebral, a los cincuenta años de edad. Elmer Rice, el dramaturgo, dijo en el entierro de Mady que ella representaba la generosidad de América y en cambio recibió la calumnia, el acoso, el desempleo y la enfermedad. «No sirve de nada hacer un llamado a la conciencia de los macartistas, porque carecen de ella.»

Había muchos pasados reunidos en la casa de Fredric Bell y a medida que fue regresando, primero con Basilio, luego sola cuando el profesor anarquista regresó al orden virginal de Vassar Colle-ge, Laura empezó a agrupar las historias que escuchaba, tratando de separar la experiencia verdadera de la justificación herida, innecesaria o urgida. Todo eso.

Decir que había muchos pasados era decir que había muchos orígenes y entre los invitados a los fines de semana, muchos de ellos residentes en Cuernavaca, era notable la presencia de judíos de la Europa Central -eran los más viejos, y sus esposas, que se juntaban en círculo a contarse historias de un pasado que parecía histórico pero que no tenía más de medio siglo de vida (así de rápida era la historia norteamericana, dijo Basilio), estas parejas se reían recordando que habían nacido, a veces, en aldeas vecinas de Polonia, o a pocas millas de la frontera entre Hungría y Besarrabia.

Un viejecito de mano temblorosa y ojo alegre se lo explicó a Laura, éramos sastres, buhoneros, tenderos, discriminados como judíos, emigrados a América pero en Nueva York también éramos extranjeros, discriminados, excluidos, por eso nos fuimos todos a California, donde no había nada más que sol y mar y desierto, California donde se acaba el continente, Miss Laura, nos fuimos todos a esa ciudad con nombre angelical, muchos ángeles, el sindicato con alas que parecía estarnos esperando a los judíos de la Europa Central para hacer nuestras fortunas, Los Ángeles donde como cuenta

nuestra anfitriona Ruth, un ser alado desciende del cielo y nos priva con su espada de la memoria de lo que fuimos y ya no queríamos ser, es cierto, los judíos no sólo inventamos Hollywood, inventamos a los Estados Unidos como nosotros queríamos que fuesen, soñamos el Sueño Americano mejor que nadie, Miss Laura, lo poblamos de buenos y malos inmediatamente identificables, le dimos el triunfo siempre al bueno, asociamos al bueno con la inocencia, le dimos al héroe una novia inocente, creamos una América inexistente, rural, pueblerina, libre, donde la justicia siempre triunfa y resulta que esto era lo que los americanos querían ver, o más bien era como querían verse, en un espejo de inocencia y bondad en el que siempre triunfan el amor y la justicia, eso le dimos al público americano nosotros, los judíos perseguidos de la Mitteleuropa, ¿por qué nos persiguen ahora a nosotros?, ¿comunistas nosotros?, ¿nosotros los idealistas?

– Fuera de orden -le gritó de vuelta McCarthy.

– Usted, senador, usted es el rojo -dijo el hombre pequeño y calvo.

– El testigo está cayendo en el delito de desacato al Congreso.

– Usted, senador, está a sueldo de Moscú.

– Retiren al testigo.

– Usted es la mejor propaganda inventada por el Kremlin, senador McCarthy.

– ¡Sáquenlo! ¡A la fuerza!

– ¿Cree usted que actuando como Stalin va a defender la democracia americana? ¿Cree usted que la democracia se defiende imitando al enemigo? -gritó Harry Jaffe, así lo llamó Basilio Bal-tazar, eran compañeros del frente del Jarama, Vidal, Maura, Harry, Basilio y Jim. Eran cantaradas.

– Orden, orden, el testigo es reo de desacato -gritó McCarthy con su voz de robachicos plañidero, la boca torcida en una eterna sonrisa de desprecio, la barba creciente a las dos horas de rasurarse, los ojos de animal acosado por sí mismo: Joe McCarthy era como un animal consciente de ser hombre que añora su libertad anterior, la libertad de la bestia en la jungla.

La culpa de todo la tuvieron los Hermanos Warner, intervino otro anciano, ellos metieron la política al cine, los temas sociales, la delincuencia, el desempleo, los niños abandonados al crimen, la crueldad de las prisiones, un cine que le dijo a América, ya no

eres inocente, ya no eres rural, vives en ciudades plagadas de miseria, explotación, crimen organizado y criminales que van del gángster al banquero.

– Como dijo Brecht, ¿qué es peor, asaltar un banco o fundar un banco?

– Yo te lo digo -contestó el primer viejo, el confidente de Laura-. Una película es una obra colectiva. Un escritor, por muy astuto que sea, no le puede tomar el pelo a L. B. Mayer o a Jack Warner y darle gato rojo por liebre blanca. No ha nacido quien engañe a Mayer diciéndole, mira, esta película sobre el noble campesinado ruso es en realidad una loa disfrazada al comunismo, Mayer no se traga ningún engaño porque él los inventó todos; por eso fue el primero en denunciar a sus propios colaboradores. El lobo engañado por los corderos. El lobo haciéndose perdonar porque entregó a los borreguitos al matadero a fin de salvarse él mismo del cuchillo. ¡Qué furia debió sentir de que McCarthy se bebiese la sangre de todos los actores y escritores contratados por Mayer, y no Mayer mismo…!

– La venganza es dulce, Theodore…

– Al contrario. Es una dieta amarga si no eres tú el que bebe la sangre del crucificado por tu delación. Es la hiél de la delación, tener que callarse, no poder vanagloriarse íntimamente, vivir con la vergüenza…

Harry Jaffe se levantó y prendiendo un cigarrillo se alejó por el jardín. Laura Díaz siguió la estela de su luciérnaga, un Camel encendido en un jardín oscuro.

– Todos somos responsables de una película -continuó el viejo productor llamado Theodore-. Paul Muni no es responsable de Al Capone porque protagonizó Caracortada, ni Edward Ar-nold del fascismo plutocrático porque lo encarnó en Meetjobn Doe. Todos, desde el productor hasta el distribuidor, fuimos responsables de nuestras películas.

– Fuenteovejuna, todos a una-dijo sonriendo, sin temor a ser comprendido por un solo gringo, Basilio Baltazar.

– Bueno -dijo con inocencia Elsa, la mujer del viejo productor-. Quién sabe si no tenían razón diciendo que una cosa era abordar temas sociales en la época del Nuevo Trato y otra exaltar a Rusia durante la guerra…

– ¡Eran nuestros aliados! -exclamó Bell-. ¡Había que hacer simpáticos a los rusos!

– Nos pidieron levantar la moral pro-soviética__intervino Ruth-. Nos lo pidieron Roosevelt y Churchill.

– Y un buen día alguien toca a tu puerta y te citan ante el Comité de Actividades Antiamericanas por haber presentado a Sta-lin como el buen Tío Joe, con su pipa y sabiduría campesina, defendiéndonos contra Hitler -dijo el hombre alto disfrazado de lechuza por sus pesados anteojos de carey.

– ¿Y no fue cierto? -le contestó con una sonrisa un hombre pequeño de cabellera rizada y revuelta que culminaba con un copete natural altísimo-. ¿No nos salvaron los rusos de los nazis? ¿Te acuerdas de Stalingrado? ¿Ya nos olvidamos de Stalingrado?

– Albert -le contestó el hombre alto y miope-. Yo nunca discutiré contigo. Yo siempre estaré de acuerdo con un hombre que caminó conmigo, a mi lado, esposados los dos por habernos negado a denunciar a nuestros camaradas ante el Comité McCarthy. Tú y yo.

Había algo más, le dijo Harry a Laura una noche ruidosa de cicadas en el jardín de los Bell. Era una época. Era la miseria de una época, pero también su gloria.

– Antes de irme a España, colaboré en el Proyecto de Teatro Negro con la WPA de Roosevelt que provocó los motines de Har-lem en el año 35. Luego Orson Welles montó un Macbeth negro que causó furor y fue ferozmente atacado por el crítico teatral del New York Times. El crítico murió de pulmonía a la semana de haber escrito lo que te digo. Era el vudú, Laura -se rió Harry, pidiéndole permiso de llamarla por su nombre de pila.

– Laura. Sí -dijo ella.

– Harry. Harry Jaffe.

– Sí, Basilio me ha hablado de usted… de ti.

– De Jim. De Jorge.

– Jorge Maura me contó la historia.

– Sabes, la historia completa nunca se conoce -dijo Harry con desafío y melancolía y vergüenza, todo junto, pensó Laura.

– ¿Tú conoces toda la historia, Harry?

– No claro que no -el hombre trató de recuperar un semblante ordinario-. Un escritor no debe conocer nunca la historia completa. Imagina una parte y le pide al lector que la continúe. Un libro no debe cerrarse nunca. El lector debe continuarlo.

– ¿No que lo complete, sólo que lo continúe?

Harry asintió con su cabeza rala y sus manos inmóviles pero expresivas. Basilio lo había descrito en el frente del Jarama en

1937. Compensaba su debilidad física con una energía de gallo de pelea. «Necesito hacerme de un curriculum que compense mis complejos sociales», había dicho entonces Harry. Su fe en el comunismo lo expiaba de todas sus inferioridades. Discutía mucho, recordó Jorge Maura, se había leído toda la literatura del marxismo, la repetía como una Biblia y terminaba sus oraciones con la misma frase siempre, veremos mañana, we'll see tomorrow. Los errores de Stalin eran un accidente de ruta. El futuro era glorioso, pero Harry Jaffe en España era un hombre pequeño, inquieto, intelectualmente fuerte, físicamente débil y moralmente indeciso -comentó Maura- porque no conocía la debilidad de una convicción política sin crítica.

– Quiero salvar mi alma -decía Harry en el frente de la guerra de España.

– Quiero conocer el miedo -decía su inseparable amigo Jim, el neoyorquino alto y desgarbado que formaba con Harry -Jorge Maura sonreía- la pareja clasica del Quijote y Sancho; o de Mutt y Jeff, decía ahora Basilio, añadiendo su sonrisa a la del amigo ausente.

– Adiós a las corbatas -dijeron juntos Jim y Harry cuando Vincent Sheean y Ernest Hemingway se largaron a reportear la guerra, discutiendo sobre cuál de los dos tendría el privilegio de escribir la nota necrológica del otro…

El pequeño judío de saco y corbata.

Si la descripción del Harry Jaffe de hace quince años era exacta, entonces tres lustros habían sido tres siglos para este hombre que no podía ocultar su tristeza, que acaso quería ocultarla; pero la tristeza lograba escaparse por la mirada infinitamente lejana, por la boca temblorosamente triste, por la barbilla inquieta y las manos sobrenaturalmente inertes, controladas con esfuerzo para no mostrar entusiasmo o interés verdaderos. Se sentaba encima de sus manos. Las hacía un puño. Las unía desesperadamente bajo el mentón. En las manos de Harry estaba el testigo ofendido, humillado, por la saña del macartismo. Joe McCarthy le había paralizado las manos a Harry Jaffe.

– Nunca ganamos, no es verdad que en algún momento hayamos triunfado -dijo con su voz neutra como el polvo Harry-. Hubo excitación, excitement, eso sí. Mucha excitación. A los americanos nos gusta creer en lo que hacemos y excitarnos haciéndolo. ¿Cómo no iba a unir el gusto, la fe, y el excitement un evento

como el estreno de The Cradle Wiil Rock de Clifford Odets, con su referencia audaz y directa a los eventos del día, la huelga automotriz, los motines, la brutalidad de la policía, los obreros muertos a tiros por la espalda? ¿Cómo no nos iba a excitar hasta la indignación que nuestro escenario provocara el fin del subsidio oficial al teatro obrero? Los decorados nos fueron confiscados. Los tramoyistas fueron suspendidos. ¿Y qué? Nos quedamos sin teatro. Entonces tuvimos la idea genial de llevar la obra al lugar de los hechos, a la fábrica metalúrgica, íbamos a hacer el teatro obrero en la fábrica obrera.

Qué difícil me está resultando esa mirada de derrota cuando abre los ojos, esa mirada de reproche cuando los cierra, Laura mirando intensamente, como lo hacía siempre, a este hombre pequeño y desvalido sentado en un equipal de cuero en la pequeña colina del jardín con vista a la ciudad del refugio, Cuernavaca donde Hernán Cortés se mandó construir un palacio de piedra protegido por torreones y artillería para huir de la altura de la ciudad azteca conquistada, arrasada y vuelta a fundar por él como una ciudad renacentista, a escuadra, una ciudad-parrilla.

– ¿Qué sentiría Cortés si regresa a su palacio y se encuentra pintado en los murales de Rivera como un conquistador despiadado con mirada de reptil? -le dijo Harry a Laura.

– Diego compensa esas cosas pintando caballos blancos, heroicos, relucientes como las armaduras. No puede evitar cierta admiración por la epopeya. Nos pasa a todos los mexicanos -Laura acercó sus dedos a los de Harry.

– Tuve una pequeña beca después de la guerra. Fui a Italia. Así pintaba Ucello las batallas medievales. ¿Dónde me llevas mañana para seguir conociendo Cuernavaca?

Fueron juntos al jardín Borda, donde Maximiliano de Austria vino a refugiar sus placeres en los jardines escondidos, lujuriosos y húmedos, lejos de la corte imperial de Chapultepec y la ambición insomne de su mujer, Carlota.

– A la que no tocaba porque no quería contagiarla de sífilis -dijeron riendo al unísono los dos, limpiándose los labios espumosos de cerveza en la Plaza de Cuernavaca, Cuauhnáhuac, el lugar junto a los árboles donde Laura Díaz escuchaba a Harry Jaffe y trataba de penetrar el misterio que se escondía en el fondo del relato aliviado por la ironía ocasional.

– La cultura de mi juventud era la cultura de la radio, el espectáculo ciego, por eso pudo Orson Welles espantar a todo el mun-

do haciendo creer que una mera adaptación de otro Wells, H. G., estaba sucediendo realmente en New Jersey.

Laura rió mucho pidiéndole a Harry que escuchara el cha-chachá de moda en México que provenía de una sinfonola en la cantina,

Los marcianos llegaron ya Y llegaron bailando el ricachá

– You know?

Llevaron la obra clausurada al lugar de los hechos, la fábrica de acero. Por eso, la gerencia de la siderúrgica decidió ofrecer un picnic ese día. Los obreros prefirieron el día de campo a la jornada de teatro político.

– ¿Sabes? Cuando la obra se repuso, el director distribuyó a los actores entre el público. Las luces nos buscaban. Súbitamente, nos descubrían. Me descubrían a mí, la luz me pegaba en la cara, me cegaba pero me hacía hablar. «La justicia. Queremos la justicia.» Era mi único parlamento, desde la sala. Luego todo se apagaba y regresábamos a casa a oír la verdad invisible de la radio. Hitler usaba la radio, Roosevelt, Churchill. ¿Cómo iba a negarme a hablar por radio cuando el propio gobierno de los Estados Unidos, el ejército americano, me pidió, ésta es la Voz de América, tenemos que derrotar al fascismo, Rusia es nuestro aliado, hay que exaltar a la URSS?, ¿qué iba a hacer yo?, ¿propaganda antisoviética? Imagínate, Laura, yo haciendo propaganda anticomunista en medio de la guerra. Me mandan fusilar por traidor. Pero hoy, haberla hecho, también me condena como subversivo antiamericano. Damned if you do and damned if you don't.

No rió al decir esto. Más tarde, a la hora de la cena, el grupo de una docena de invitados escuchó con atención al viejo productor Theodore que repitió la historia de la migración judía a Hollywood, la creación judía de Hollywood, pero un guionista más joven, que nunca se quitaba la corbata de moño, le dijo rudamente que se callara, cada generación tenía sus problemas y los sufría a su manera, él no iba a sentir nostalgia por la depresión, el desempleo, las colas de hombres ateridos esperando turno para obtener una taza de sopa caliente y aguada, no había seguridad, no había esperanza, sólo había el comunismo, el partido comunista, ¿cómo no iba a unirse al partido?, ¿cómo iba a renegar jamás de su comunis-

mo, si el partido le dio la única seguridad, la única esperanza de su juventud?

– Negar que fui comunista hubiese sido negar que fui joven.

– Lástima que nos negamos a nosotros mismos -dijo otro comensal, un hombre de facciones distinguidas (parecía anuncio de las camisas Arrow, comentó con sorna Harry).

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Theodore.

– Que no estábamos hechos para el éxito.

– Nosotros sí -refunfuñaron al unísono el viejo y su esposa-. Elsa y yo sí. Nosotros sí.

– Nosotros no -retomó el hombre bien parecido, portando bien sus canas, orgulloso de ellas-. Los comunistas no. Tener éxito era un pecado, una suerte de pecado, en todo caso. Y el pecado exige retribución.

– A ti te fue muy bien -se rió el viejo.

– Ése fue el problema. Vino la retribución. Primero el trabajo comercial, desganado. Guiones para putas y perros amaestrados. Luego vino la disipación compensatoria. Las putas en el lecho, el whisky menos amaestrado que Rin Tin Tin. Y finalmente vino el pánico, Theodore. La realización de que no estábamos hechos para el comunismo. Estábamos hechos para el placer y la disipación. Obviamente, llegó el castigo. Denunciados y sin trabajo por haber sido comunistas, Theodore. McCarthy es nuestro ángel extermina-dor, era inevitable. Lo merecemos, fuck the dirty weasel.

– ¿Y los que no fueron comunistas, los que fueron acusados sin razón, los calumniados?

Todos voltearon a ver quién había dicho esto. Pero esas preguntas parecían no tener origen. Parecían dichas por un fantasma. Era la voz de la ausencia. Sólo Laura se dio cuenta, sentada frente a Harry, que el excombatiente de España lo había pensado y quizás lo había dicho y nadie se había dado cuenta, porque la señora de la casa, Ruth, ya había cambiado el tono de la conversación, sirviendo su pasta sin fondo y canturreando,

You're gonna get me into trouble If you keep looking at me like that

Harry había dicho que la radio era el espectáculo invisible, el llamado a la imaginación… y el teatro, ¿qué era?

– Algo que desaparece con el aplauso.

– ¿Y el cine?

– Es el fantasma que nos sobrevive a todos, el retrato con voz y movimiento que dejamos para seguir viviendo…

– ¿Por eso te fuiste a Hollywood a escribir cine?

Contestó afirmando pero sin mirarla, le costaba mirar a nadie y todos evitaban mirarlo a él. Laura, poco a poco, se dio cuenta de este hecho, tan flagrante que era un misterio, invisible como un programa de radio.

Laura sintió que ella podía ser objeto de la mirada de Harry porque era nueva, distinta, inocente, no sabía lo que sabían los demás. Pero la cortesía de todos los exiliados hacia Harry era impecable. Harry estaba todos los fines de semana en casa de los Bell. Se sentaba a cenar con los demás exiliados todos los domingos. Sólo que nadie lo miraba. Y cuando Harry hablaba era en silencio, se dio cuenta Laura con alarma, nadie le escuchaba, por eso daba la impresión de no hablar, porque nadie lo oye, sólo ella, sólo yo, Laura Díaz, le presto atención y por eso sólo ella escuchaba lo que el hombre solitario decía sin necesidad de abrir la boca.

Antes, ¿a quién le hablaría? La naturaleza de Cuernavaca era tan pródiga, aunque tan distinta, como la de los parajes veracruza-nos de la infancia de Laura Díaz.

Era una naturaleza perturbada, olorosa a bugambilia y verbena, a piña recién cortada y a sandía sangrante, olores de azafrán pero también de mierda y basura acumulada en los barrancos hondos que rodeaban cada vergel, cada barrio, cada casa… ¿A esa naturaleza le hablaría el pequeño judío neoyorquino Harry Jaffe, peregrino de Manhattan a España y de España a Hollywood y de Hollywood a México?

Laura era esta vez la extranjera en su propia tierra, la otra a la que, quizás, este hombre extrañamente quieto y solitario le podría hablar, no en voz alta, sino con el susurro que ella aprendió a leer en sus labios a medida que se hicieron amigos y se desplazaron del feudo rojo de los Bell al silencio del jardín Borda al bullicio de la Plaza de Armas a la ebriedad leve e inconsciente del café al aire libre del Hotel Marik a la soledad recoleta de la catedral.

Allí, Harry le hizo notar que los murales del siglo pasado, píos y sansulpicanos, escondían otra pintura al fresco que había sido recubierta por el mal gusto y la hipocresía clericales como algo primitivo, cruel y poco devoto.

– ¿Sabes qué es, tú sabes? -preguntó Laura sin ocultar curiosidad y su sorpresa.

– Sí, un cura enojado -muy enojado- me lo contó. ¿Tú qué ves aquí?

– El Sagrado Corazón, la Virgen María, los Reyes Magos

__dijo Laura pero pensó en el padre Elzevir Almonte y las joyas del

Santo Niño de Zongolica.

– ¿Sabes qué hay debajo? -No.

– La expedición evangelizadora del único santo mexicano, San Felipe de Jesús, de quien su nana decía, el día que florezca la higuera, Felipillo será santo. -Esa historia me la contó de niña un sirviente al que quise mucho, Zampayita.

– Felipe fue a evangelizar el Japón en el siglo XVII. Aquí están pintadas, pero ocultas, escenas de peligro y de terror. Mares agitados. Naves zozobrantes. La prédica heroica y solitaria del santo. Finalmente, su crucifixión por los infieles. Su lenta agonía. Un gran film.

Todo eso estaba cubierto. Por la piedad. Por la mentira. -¿Un pentimento, Harry?

__No, no es una obra arrepentida, sino soberbiamente superpuesta a la verdad, es un triunfo de la simulación. Una película,

te digo.

La invitó por primera vez a la pequeña casa que alquilaba en medio de un manglar no lejos de la plaza. En Cuernavaca, basta internarse unos metros más allá de las avenidas para descubrir casas que casi son guaridas, ocultas detrás de altos muros de azul añil, verdaderos oasis silenciosos donde se alternan las pelusas verdes, las tejas rojas, las fachadas ocre y las selvas despeñándose hacia barrancas negras… Olía a humedad y a selva podrida. La casa de Harry consistía del jardín, la terraza de ladrillos calientes de día y helados de noche, el techo de tejas rotas, una cocina donde se sentaba inmóvil una anciana silenciosa con un abanico de palma entre las manos, y una sala-recámara de espacios divididos por cortinas que convertían en un secreto la cama de sábanas cuidadosamente extendidas, como si alguien fuese a castigar a Harry si dejaba el lecho revuelto.

Había tres maletas abiertas y llenas de ropa, papeles y libros, contrastando con el orden escrupuloso del lecho.

__¿Porr qué no has sacado tus cosas de la maleta?

Él se tardó en contestar.

– ¿Por qué?

– Voy a irme en cualquier momento.

– ¿Adonde te vas a ir?

– Home.

– ¿Tu casa? Pero si ya no tienes casa, Harry, ésta es tu casa, ¿no te has enterado?, ésta es tu casa, lo demás ya lo perdiste -exclamó Laura con irritación sospechosa.

– No, Laura, no, no sabes en qué momento…

– ¿Por qué no te sientas a trabajar?

– No sé qué hacer, Laura. Espero.

– Trabaja-dijo, queriendo decir, «quédate».

– Estoy esperando. En cualquier momento. Any moment now.

Ella se entregó a Harry por muchas razones, por su edad, porque no hacía el amor desde la noche en que Basilio se despidió antes de regresar a Vassar y ella no tuvo que pedirlo ni Baltazar tampoco, era un acto de humildad y memoria, un homenaje a Jorge Maura y a Pilar Méndez, sólo ella y él, Laura y Basilio presentes, podían representar con ternura y respeto a los amantes ausentes, pero ese acto de amor entre ellos por amor a otros, despertó en Laura Díaz un apetito que comenzó a crecer, un deseo erótico que ella creía, si no perdido, seguramente dominado por la edad, la decencia íntima, la memoria de los muertos, la superstición de ser vigilada desde alguna tierra oscura por los dos Santiagos, por Jorge Maura y por Juan Francisco -los muertos o desaparecidos que vivían en un territorio donde la única ocupación era vigilar a la que se quedó en el mundo, Laura Díaz.

– No quiero hacer nada que atente contra el respeto a mí misma.

– Self respect, Laura?

– Self respect, Harry.

Ahora la cercanía de Harry en Cuernavaca le despertó una ternura nueva, que al principio no supo identificar. Quizás nacía del juego de miradas en las reuniones de fin de semana, nadie lo miraba a él, él no miraba a nadie, hasta que llegó Laura y los dos se miraron. ¿No se inició así su amor con Jorge Maura, cruzando miradas en una fiesta en casa de Diego Rivera y Frida Kahlo? Qué distinto, el poder de aquella mirada del amante español, de la debilidad no sólo en la mirada sino en el cuerpo entero de este norteamericano triste, desorientado, herido, humillado y requerido de cariño.

Laura primero lo abrazó, sentados los dos en la cama de la casita en la barranca, lo abrazó como a un niño, rodeándole la espalda con el brazo, tomándole una mano, arrullándolo casi, pidiéndole que levantara la cabeza, que la mirara, quería ver la mirada verdadera de Harry Jaffe, no la máscara del exilio y la derrota y la compasión de sí mismo.

– Déjame acomodarte tus cosas en los cajones.

– Don't mother me, fuck you.

Tenía razón. Lo estaba tratando como a un niño débil y pusilánime. Tenía que hacerle sentir que eres un hombre, que quiero sacarte el fuego que te queda, Harry, cuando ya no sientes pasión por el éxito, el trabajo o la política o los demás seres humanos, quizás queda agazapado, burlón, como un duende, el sexo incapaz siempre de decir no, la única parte de tu vida, Harry, que acaso sigue diciendo que sí, por animalidad pura, quizás, o quizás porque tu alma, mi alma, ya no tienen más reducto que el sexo, pero lo ignoraban.

– A veces me imagino a los sexos como dos enanitos que asoman las narices entre nuestras piernas, burlándose de nosotros, desafiándonos a que los arranquemos de su nicho tragicómico y los tiremos a la basura, sabiendo que por más que nos torturen, siempre viviremos con ellos, los enanitos.

No quiso compararlo a nada. Se resistió a cualquier comparación. Allí estaba. Lo que ella imaginaba. Lo que él había olvidado. Una entrega apasionada, diferida, ruidosa, inesperadamente dicha y gritada por los dos, como si ambos salieran de una cárcel que los retuvo demasiado tiempo y allí mismo, a la salida del penal, del otro lado de la reja, estuviesen Laura esperando a Harry y Harry esperando a Laura.

– My baby, my baby.

– We'll see tomorrow.

– Soy un viejo productor judío y rico que no tiene por qué estar aquí, sino porque quiero compartir la suerte de los jóvenes judíos citadinos contra los que va dirigida la persecución macartista.

– ¿Sabes lo que es iniciar cada mañana diciéndote a ti mismo, «Éste es el último día en que voy a vivir en paz»?

– Cuando oyes que tocan a tu puerta, no sabes si son ladrones, mendigos, policías, lobos, o simple comején…

– ¿Cómo vas a enterarte si la persona que te visita y que se dice tu amigo desde siempre, no se ha convertido ya en tu delator, cómo lo sabes?

– Estoy en Cuernavaca exiliado porque no podría soportar la idea de una segunda interrogación.

– Hay algo más duro que aguantar la persecución en carne propia y es mirar la traición en carne ajena.

– Laura, ¿cómo vamos a reconciliar nuestros dolores y nuestras vergüenzas?

– My baby, my baby.

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