XII. Parque de la Lama: 1938

En 1938, las democracias europeas se hincaron ante Hitler en Munich y los nazis ocuparon Austria y Checoslovaquia, la república española se batió, replegándose, en todos los frentes, Walt Disney estrenó Blanca Nieves y los siete enanos, Sergei Eisenstein Alejandro Nevski y Leni Riefenstahl La Olimpiada de Berlín. Durante la «Noche de Cristal» las sinagogas, tiendas, hogares y escuelas judías fueron incendiadas por las tropas SS en Alemania, el Congreso de los Estados Unidos estableció el Comité de Actividades Antiamericanas, Antonin Artaud propuso una «teatro de la crueldad», Orson Welles convenció a todo el mundo de que los marcianos habían invadido New Jersey, Lázaro Cárdenas nacionalizó el petróleo en México y, también en México, dos compañías de teléfonos rivales -la sueca Ericsson y la nacional Mexicana- prestaban servicios separados, de tal suerte (mala suerte) que el abonado a la Ericsson no podía comunicarse con el abonado a la Mexicana y viceversa. Todo este enredo obligaba a la persona poseedora de un aparato Ericsson a acudir a un vecino, amigo, oficina o estanquillo para hablarle a otra persona cuya línea era de la Mexicana y, otra vez, viceversa.

– En México, hasta los teléfonos son barrocos -decía Orlando Ximénez.

La extensión de las urbes modernas dificulta las relaciones amorosas; nadie quiere viajar una hora en autobús o automóvil para gozar de minuto y medio de sexo. El teléfono concierta los puntos intermedios de encuentro. En París, el neumático o petit bleu servía de enlace entre parejas; esos sobrecitos azules podían contener todas las promesas del amor; los novios los recibían con más sobresalto que un telegrama. Pero en México, el año de la expropiación petrolera y la defensa de Madrid, si los amantes no eran vecinos y uno tenía Ericsson y el otro Mexicana, estaban condenados a inventar redes de comunicación foráneas, complicadas o, como diría Orlando, barrocas.

Sin embargo, la primera comunicación entre ellos, el primer mensaje personal, no pudo ser más directo. Fue, simplemente,

el encuentro de las miradas. Más tarde, ella se diría que estaba predispuesta a lo que ocurrió, pero cuando lo vio, era como si nunca hubiese pensado en él. No cruzaron miradas; las anclaron uno en los ojos del otro. Ella se preguntó, ¿por qué es ese hombre distinto de todos los demás?, y él le contestó en silencio, separados ella y él por la centena de invitados a la fiesta, porque sólo te miro a ti.

– Porque sólo me mira a mí.

Ella sintió deseos de irse de allí: la asustó una atracción tan repentina pero tan plena, la alarmó la novedad del encuentro, la inquietó imaginar las consecuencias de un acercamiento, pensó en todo lo que podía ocurrir, la pasión, la entrega, la culpa, el remordimiento, el marido, los hijos; no es cierto que todo eso ocurriese después de los hechos, los precedió involuntaria, instantáneamente; todo se hizo presente como en una sala donde sólo los fantasmas de la familia se sentasen a conversar y a juzgarla serenamente.

Pensó en irse de allí. Iba a huir. Él se acercó como adivinándola y le dijo,

– Quédate un rato más.

Se miraron directamente a los ojos; él era tan alto como ella, menos alto que su marido, pero aun antes de dirigirle la primera palabra sintió que él la trataba con respeto y el tuteo era sólo la costumbre en el trato español. El acento era castellano y la apariencia física también; él no podía tener más de cuarenta años, pero su cabellera era totalmente cana, contrastando con la frescura de la piel sin más arruga notable que en el entrecejo. La mirada, la sonrisa blanca, el perfil recto, los ojos corteses pero apasionados. La tez muy blanca, los ojos muy negros. Quiso verse como él la veía.

– Quédate un rato más.

– Tú mandas -dijo ella impulsivamente.

– No -rió él-. Yo sugiero.

Desde el primer momento ella le concedió al hombre tres virtudes. Reserva, discreción e independencia, junto con un trato social impecable. No era un mexicano de clase acomodada, como tantos que había frecuentado en la Hacienda de San Cayetano y en los cocteles de Carmen Cortina. Era un español y era de buena clase, pero había en su mirada una melancolía y en su cuerpo una inquietud que no sólo la fascinaron; la inquietaron, la invitaron a penetrar un misterio y ella se preguntó si ésta no era la trampa más sutil del hidalgo -así lo motejó enseguida-: presentarse ante el mundo como un enigma.

Trató de penetrar la mirada del hombre, los ojos hundidos en el cráneo, cerca del hueso, cerca del cerebro. El pelo cano aclaraba la mirada oscura, como aclaraba, entre nosotros, los rostros mestizos en México; un joven moreno podía convertirse gracias al pelo blanco, en un anciano color papel, como si el tiempo deslavase la piel.

El «hidalgo» le regaló una mirada de adoración y destino. Esa noche, acostados juntos en la recámara del Hotel L'Escargot junto al Parque de la Lama, los dos acariciándose lentamente, muchas veces, las mejillas, las cabelleras, las sienes, él le pidió a ella que lo envidiara porque él podía ver el rostro de ella en posiciones diversas y sobre todo, iluminado por los minutos que pasaban juntos, ¿qué le hace la luz al rostro de una mujer, cómo depende el rostro de una mujer de las horas del día, de la luz del amanecer, la mañana, el mediodía, la tarde, el ocaso, la noche, qué le dice en el rostro de una mujer, a cualquier hora, la luz que la enfrenta o la perfila, la sorprende desde abajo o la corona desde arriba, la ataca brutalmente sin advertencia en pleno día o la acaricia suavemente en las penumbras?, le preguntó él a ella y ella no tenía respuestas ni quería tenerlas, ella se sentía admirada y envidiada porque él le hacía en la cama todas las preguntas que ella siempre quiso que le hiciera un hombre sabiendo que eran las preguntas que toda mujer quería que le hiciera por lo menos una vez en la vida un solo hombre.

Ella no pensaba más en minutos ni en horas, ella vivía con él, a partir de esa noche, el tiempo sin tiempo de la pasión amorosa, un remolino de tiempo que arrojaba lejos de la conciencia todas las demás preocupaciones de la vida. Todas las escenas olvidadas. Aunque en el amanecer de esa noche, ella temía que el tiempo, que esa noche se había devorado todos los momentos anteriores de su vida, se tragase también éste. Se prendió al cuerpo del hombre, lo abrazó con la tenacidad de la hiedra, imaginándose sin él, ausente pero inolvidable, se vio a sí misma en ese momento posible pero totalmente in-deseado: el momento en que él ya no estuviese allí pero su memoria sí, el hombre ya no estaría con ella pero su recuerdo la acompañaría para siempre. Ese precio lo pagó la mujer desde entonces y le dio gusto, le pareció barato en comparación con la plenitud del instante. No podía dejar de preguntarse, angustiada, ¿qué significan ese gesto -esa mirada- esa voz sin inicio ni fin? Desde el primer momento, no quiso perderlo más.

– ¿Por qué eres tan distinto de todos los demás?

– Porque sólo te miro a ti.

Amaba el silencio que seguía al coito. Amó ese silencio desde la primera vez. Era la promesa esperada de una soledad compartida. Amaba el lugar escogido porque era un lugar, también, predestinado. El lugar de los amantes. Un hotel junto a un parque umbrío, fresco y secreto en medio de la ciudad. Así lo deseaba. Un lugar que siempre sea desconocido, una sensualidad misteriosa en un lugar que todos los demás juzgan normal, salvo los amantes. Amó para siempre el contorno del cuerpo de su hombre, esbelto pero fuerte, proporcionado y apasionado, discreto y salvaje, como si el cuerpo del hombre fuese un espejo de transformaciones, un duelo imaginario entre el dios creador y su bestia inevitable. O el animal más la divinidad que nos habita. Ella nunca había conocido metamorfosis tan súbitas, de la pasión al reposo, de la tranquilidad al incendio, de la serenidad a la desmesura. Una pareja húmeda, fértil el uno para el otro, adivinándose sin fin el uno al otro. Ella le dijo que lo habría reconocido dondequiera.

– ¿A tientas, en la oscuridad?

Ella asintió. Los cuerpos volvieron a unirse, con la obediencia libre de la pasión. Afuera amanecía, el parque rodeaba al hotel con una guardia de sauces llorones y era posible perderse en los laberintos de setos altos y árboles aún más altos cuyas voces susurrantes desorientaban, haciendo perder el camino con el rumor de sus copas agitadas en el oído de los amantes, tan lejanos de lo próximo, tan cercanos de lo ausente.

– ¿Desde cuándo no pasas una noche fuera de tu casa?

– Nunca, desde que volví.

– ¿Vas a dar una excusa?

– Creo que sí.

– ¿Estás casada?

– Sí.

– ¿Qué excusa vas a dar?

– Me quedé a pasar la noche con Frida.

– ¿Tienes que explicar?

– Tengo dos hijos pequeños.

– ¿Conoces el dicho inglés: never complain, never explain?

– Creo que es mi problema.

– ¿Explicarte o no?

– Me voy a sentir mal conmigo misma si no digo la verdad. Pero voy a herir a todo el mundo si la digo.

– ¿No has pensado que esto entre tú y yo es parte de nuestra vida íntima y nadie tiene por qué saber de ella?

– ¿Lo dices por los dos, tú también tienes que callar o contar?

– No, sólo te pregunto si no sabes que una mujer casada puede conquistar a un hombre.

– Lo bueno es que Frida tiene Mexicana y nosotros Ericsson. A mi marido le será difícil controlar mis movimientos.

El se rió de este enredo telefónico pero ella no quiso preguntarle si él estaba casado, si tenía a otra. Lo oyó decir eso, una mujer casada puede conquistar a un hombre que no sea su marido, una mujer casada puede seguir conquistando a los hombres y sus palabras bastaron para que una turbación excitante, casi una tentación inédita, la devolviese ardiente a los brazos fuertes pero esbeltos, al vello oscuro, a los labios hambrientos del español su hidalgo, su amante, su hombre compartido, lo supo enseguida, él sabía que ella era casada, pero ella también imaginó que él tenía a otra mujer, sólo que esa intuición de la otra ella no alcanzaba a comprenderla, a visualizarla, ¿qué clase de relación tendría Jorge Maura con la mujer que estaba y no estaba allí?

Laura Díaz optó por la cobardía. Él no le decía quién o cómo era la otra. Ella sí le diría a él quién y cómo era su marido, pero a Juan Francisco no le diría nada hasta que Jorge no le hablara de la otra. Su nuevo amante (Orlando pasó por la calle de su recuerdo) tenía dos pisos. A la entrada de la casa era reservado, discreto y con un trato impecable. En el segundo piso era entregado, abierto, como si sólo la exclusión le colocase a mitad de la intemperie, sin reserva alguna para el tiempo del amor. No pudo resistir la idea de esa combinación, una manera completa de ser hombre, sereno y apasionado, abierto y secreto, discreto vestido, indiscreto desnudo. Admitió que siempre deseó a un hombre así. Aquí estaba, al fin, deseado desde siempre o inventado ahora mismo pero revelador de un anhelo eterno.

Mirando por la ventana del hotel hacia el parque, aquel primer amanecer juntos, Laura Díaz tuvo la convicción de que, por primera vez, ella y un hombre iban a verse y conocerse sin necesidad de decirse nada, sin explicaciones o cálculos superfluos. Cada uno lo comprendería todo. Cada instante compartido los acercaría más.

Jorge volvía a besarla, como si le adivinara todo, la mente y el cuerpo. Ella no podía arrancarse de él, de la carne, de la figura acoplada a la suya, quería medir y retener el orgasmo, proclamaba

como algo suyo las miradas compartidas del orgasmo, quería que todas las parejas del mundo gozasen como ella y Maura en estos momentos, era su deseo más universal, más fervoroso. Nadie, nunca, en vez de cerrar los ojos o apartar el rostro, La había mirado al venirse, apostando por el solo hecho de verse las caras los dos que se vendrían juntos y así ocurría cada vez, por medio de la mirada apasionada pero consciente se nombraban el uno al otro mujer y hombre, hombre y mujer, que hacen el amor dándose las caras, los únicos animales que cogen de frente, viéndose, mira mis ojos abiertos, nada me excita más que verte viéndome, el orgasmo se convirtió en parte de la mirada, la mirada en el alma del orgasmo, cualquier otra postura, cualquier otra respuesta se quedó en tentación, la tentación rendida se volvía promesa de la verdadera, la mejor y la siguiente excitación de los amantes.

Darse la cara y abrir los ojos al venirse juntos.

– Vamos a desearle esto a todos los amantes del mundo, Jorge.

– A todos, Laura mi amor.

Ahora él se paseaba entre el desorden de su cuarto de hotel como un gato. Ella nunca había visto tanto papel regado, tanto portafolio abierto, tanto desorden en un hombre tan pulcro y bien gobernado en todo lo demás. Era como si Jorge Maura no amase ese papeleo, como si cargase en los maletines algo desechable, desagradable, posiblemente venenoso. No cerraba los portafolios, como si quisiera ventilarlos, o esperando que los papeles se fuesen volando a otra parte, o que una recamarera indiscreta los leyese.

– No entendería nada -dijo él con una sonrisa agria.

– ¿Qué?

– Nada. Ojalá salga bien.

Laura volvió a ser como antes o como nunca con él; lánguida, tímida, descuidada, mimosa, fuerte. Volvió a serlo porque sabía que todo esto lo derrotaría el pulso del deseo y el deseo era capaz de destruir al propio placer, volverse exigente, descuidado de los límites de la mujer y los del hombre, obligando a las parejas a volverse demasiado conscientes de su felicidad. Por eso ella iba a introducir el tema de la vida diaria, para aplacar la borrasca destructiva que desde la primera noche acompañaba fatalmente al placer, asustándolos en secreto. Pero no tuvo que hacerlo, él se le adelantó. ¿Se le adelantó, o era previsible que uno de los dos descendiera de la pasión a la acción?

Jorge Maura estaba en México como representante de la República Española, reducida ya, en marzo de 1938, a los enclaves de Madrid y Barcelona y los territorios mediterráneos de Valencia al sur. El gobierno mexicano de Lázaro Cárdenas le había prestado ayuda diplomática a los republicanos, pero no podía compensar con la ética la ayuda material aplastante de los regímenes nazifascis-tas al rebelde Franco, ni el abandono pusilánime de las democracias europeas, Inglaterra y Francia. Berlín y Roma intervenían con toda fuerza a favor de Franco, París y Londres dejaban sola a la «república-niña», como la llamó María Zambrano. Esa florecilla de la democracia española era pisoteada por todos, sus amigos, sus enemigos y, a veces, sus partidarios…

Laura Díaz le dijo que quería serlo todo con él, compartirlo todo, saberlo todo, estaba enamorada de él, locamente enamorada.

Jorge Maura no se inmutó al oír esta declaración y Laura no supo si era parte de su seriedad escucharla sin comentar nada, o si el «hidalgo» sólo hacía una pausa antes de empezar su narración. Quizás había un poco de las dos cosas. Él quería que ella escuchase antes de tomar decisiones.

– Te juro que me muero si no lo sé todo de ti -se adelantó a su vez, ella.

El pensamiento de España lo ensimismaba. Dijo que España para los españoles es como México para los mexicanos, una obsesión dolorosa. No un himno de optimismo como su patria para los norteamericanos, ni una broma flemática como lo es para los ingleses, ni una locura sentimental -los rusos-, ni una razonable ironía -los franceses-, ni un mandato agresivo, como la ven los alemanes, sino un conflicto de mitades, de partes opuestas, de jalo-neos del alma, España y México, países de sol y sombra.

Empezó por relatar historias, sin comentario alguno, mientras los dos caminaban entre los setos y pinos del Parque de la Lama. Lo primero que le dijo durante estos paseos es que estaba asombrado del parecido entre México y Castilla. ¿Por qué habían escogido los españoles una meseta como la castellana para establecer su primer y principal virreinato americano?

Miraba las tierras secas, las montañas pardas, los picos nevados, el aire frío y transparente, la desolación de los caminos, los burros y los pies descalzos, las mujeres vestidas de negro y cubiertas por chales, la dignidad de los mendigos, la belleza de los niños, la compensación florida y la abundancia culinaria de dos países muer-

tos de hambre. Visitaba los oasis, como éste, de fresca vegetación, y sentía que no había cambiado de sitio, o que era ubicuo, y no sólo física, sino históricamente, porque nacer español o mexicano convierte la experiencia en destino.

La amaba y quería que lo supiera todo sobre él. Todo sobre la guerra como él la vivió. Era un soldado. Obedecía. Pero se rebeló primero para obedecer mejor más tarde. Por su origen social quisieron utilizarlo desde un principio en misiones diplomáticas. Había sido discípulo de Ortega y Gasset, descendiente del primer ministro reformista de la vuelta de siglo, Antonio Maura y Montaner, y graduado de la universidad alemana de Friburgo: él exigió primero vivir la guerra para saber la verdad y luego defenderla y negociarla si era preciso; pero primero saberla. La verdad de la experiencia primero. La verdad de las conclusiones después. Experiencia y conclusión, le dijo a Laura, ésa quizás sea la verdad completa, hasta que la conclusión misma sea negada por otras experiencias.

– No sé. Tengo al mismo tiempo una fe inmensa y una inmensa duda. Creo que la certidumbre es el fin del pensamiento. Y temo siempre que un sistema que ayudamos a construir acabe por destruirnos a nosotros mismos. No es fácil.

Estuvo en el Jarama, en las batallas del invierno de 1937. ¿Qué recordaba de aquellos días? Las sensaciones físicas ante todo. La bruma te salía de la boca. El viento helado te vaciaba los ojos. ¿Dónde estamos? Esto es lo más desconcertante en la guerra. Nunca sabes exactamente dónde estás. Un soldado no tiene un mapa en la cabeza. Yo no sabía dónde estaba. Nos ordenaban movimientos de flanco, avances hacia la nada, esparcirnos para que las bombas no nos tocaran. Éste era el gran desconcierto de la batalla. El frío y el hambre eran lo constante. La gente era siempre distinta. Era difícil fijar un rostro o unas palabras más allá del día en que lo viste o las escuchaste. Por eso me dispuse a concentrarme en alguna persona para que la guerra tuviese un rostro. Pero sobre todo para que yo tuviera compañía. Para no estar solo en la guerra. Tan solo.

Recuerdo un día a una linda muchacha vestida con un mono azul. Tenía cara de monja pero lanzaba los peores improperios que he escuchado en mi vida. La recordaré siempre porque nunca la volveré a ver. Tenía el pelo tan negro que parecía azul como una medianoche. Las cejas muy pobladas se le juntaban en el ceño enojado. Tenía un parche en la nariz y ni así disimulaba su perfil de águila bravia. Pero su boca de insultos constantes disimulaba la oración

que pronunciaba en silencio. De eso quedé convencido, se lo mandé decir con mi mirada y lo entendió, turbándose. Me dijo un par de majaderías y le contesté «Amén». Era blanca como una monja que nunca ha visto el sol y tenía bigotes de gallega. Y era preciosa con todo eso, para todo eso. Sus palabras eran un desafío, no sólo a los fascistas, sino a la muerte misma. Franco y la Muerte eran la pareja de los grandes hijos de puta. A veces se me quiere borrar la imagen de la mujer bella con el mono azul pálido y la cabellera azul noche. Rió, necesitaba a alguien tan diferente de ella como tú para recordarla hoy. No, las dos eran, o son, mujeres altas.

Pero ella iba rumbo al Guadarrama y yo estaba atrincherado en el Jarama. Recuerdo a los niños con los puños en alto a lo largo de las carreteras, serios y guiñando contra el sol, todos con cara de memoria (¿sabes que los huérfanos enviados de Guernica a hogares franceses e ingleses gritan y lloran cada vez que oyen pasar un avión?). Después sólo recuerdo lugares abandonados y tristes por los que las gentes pasaban de prisa.

Junto a un río amarillo y veloz.

Dentro de una cueva húmeda llena de picos y laberintos.

Abrazado al frío y al hambre.

Comenzaron los bombardeos de la Luftwaffe.

Sabíamos que los alemanes nunca bombardeaban objetivos militares.

Se los querían conservar íntegros a Franco.

Los stukas se iban contra las ciudades y los civiles, eso causaba más destrucción y desánimo que volar un puente.

Por eso lo más seguro era pararse en un puente.

El objetivo era Guernica.

El escarmiento.

La guerra contra la población.

¿Dónde estamos?

¿Quién ganó?

No importa: ¿quién sobrevivió?

Jorge Maura se abrazó a Laura Díaz, «Laura, nos equivocamos de historia. No quiero admitir nada que rompa nuestra fe…».

Empezaron a llegar las Brigadas Internacionales. El franquista Mola sitiaba a Madrid con cuatro columnas afuera de la ciudad y la «quinta columna» de espías y traidores adentro. Lo que vigorizó la resistencia fue el flujo de inmigrantes que venían huyendo de Franco. La capital estaba llena de refugiados. Es cuando canta-

ban aquello de «Madrid qué bien resistes» y «con las bombas de esos cabrones se hacen las madrileñas tirabuzones». No era totalmente cierto. Había mucho franquista en la ciudad. La mitad de Madrid había votado contra el Frente Popular en 1936. Y los «paseos» de los gamberros republicanos que recorrían la ciudad en automóviles robados asesinando a fascistas, a curas y monjas, le habían robado simpatías a la República. Creo que el flujo de inmigrantes fue la mayor defensa de Madrid. Y si no los tirabuzones, entonces un cierto desafío suicida pero elegante le daba el tono a la ciudad. Los escritores se habían refugiado en un teatro y allí Rafael Alberti y María Teresa León organizaban todas las noches bailes a oscuras para disipar el miedo que sembraba la Luftwaffe. Fui a uno de ellos y allí estaban, además de los españoles, muchos hispanoamericanos, Pablo Neruda, César Vallejo, Octavio Paz y Siqueiros, el pintor mexicano que se había dado a sí mismo el grado de «Coronelazo» y se hacía seguir de un limpiabotas para tenerle siempre lustrosas las fe-dericas. Neruda era lento y soñoliento como un océano, Vallejo traía la muerte ojerosa amortajada entre los párpados, Paz tenía los ojos más azules que el cielo y Siqueiros era, él solo, un desfile militar. Todos disfrazados con los trajes del teatro, ropajes del Tenorio y de Las leandras, de La venganza de don Mendo y de El alcalde de Zalamea, de todo había, todos bailando en un techo de Madrid bajo las bombas, iluminados inconscientemente por los stukas alemanes, bebiendo champán. ¿Qué locura, qué alegría, qué fiesta era ésta, Laura? ¿Es risible o condenable o magnífico que un grupo de poetas y pintores celebre la vida en medio de la muerte, mande al demonio al enemigo solemne y enclaustrado que se nos venía encima con su infinita tristeza fascista y reaccionaria y su eterna lista de prohibiciones: pureza de sangre, pureza religiosa, pureza sexual? Ya sabíamos cómo eran. Si desde que se instaló la República en 1931, ellos se opusieron a la educación mixta, mandaron a sus hijos a la escuela con crucifijos al pecho cuando se estableció la educación laica, eran la gazmoñería de la falda larga y el sobaco apestoso, eran los godos enemigos de la limpieza árabe y del ahorro judío, bañarse era prueba morisca, la usura pecado hebreo. Eran los corruptores del lenguaje, Laura, tenías que oírlos para creerlo, hablaban sin rubor de los valores que ellos defendían, el soplo ardiente de Dios, el noble solar de la Patria, la mujer casta y digna, el surco fecundo de la espiga, en contra de los eunucos republicanos y francmasones judíos, la sirena marxista que introduce en España ideas exóticas, sem-

brando la cizaña en el campo de la fe robusta de los católicos españoles: cosmopolitas apatridas, renegados, turbas sedientas de sangre española y cristiana, ¡canalla roja!, y por eso los bailes de disfraces de Alberti en el techo de un teatro iluminado por las bombas era como el desafío de la otra España, la que siempre se salva de la opresión gracias a la imaginación. Allí conocí a dos muchachos de las Brigadas Internacionales, dos norteamericanos. El comunista italiano Palmiro Togliatti y el comunista francés André Marty eran los encargados de formarlas. Desde julio del 36 unos diez mil voluntarios extranjeros cruzaron los Pirineos y para principios de noviembre había unos tres mil en Madrid. La frase del momento era «No pasarán». No pasarán los fascistas, pasarán los brigadistas, recibidos con los brazos abiertos. Los cafés se llenaron de brigadistas y de periodistas extranjeros. A todos ellos la gente les gritaba, «Vivan los rusos». Allí andaba un alemán comunista pero aristócrata, no olvido su fabuloso nombre, Arnold Friederich Wieth von Golsenau. Se acercó a mí como si me reconociera, dijo «Maura» y mis demás apellidos, como para asimilarnos él y yo, convocándome a su lado, a esa especie de superioridad impregnable que era ser aristócrata y comunista. Vio mi reticencia y sonrió: «En nosotros se puede confiar, Maura. No tenemos nada que ganar. Nuestra honradez está fuera de toda duda. Una revolución la deberían hacer sólo aristócratas pudientes, gente sin complejos de inferioridad o necesidades económicas. Entonces no habría corrupción. Es la corrupción lo que acaba con las revoluciones y hace pensar a la gente que si el antiguo régimen era detestable, más lo es el nuevo régimen, porque si los conservadores ya no engendraban esperanza, los izquierdistas la traicionaron». «Eso pasa -le contesté en tono de conciliación- porque las revoluciones siempre las pierden los aristócratas y los trabajadores, pero las ganan los burgueses.» «Sí -concedió-, ellos siempre tienen algo que ganar». «Y nosotros -le recordé- siempre tenemos algo que perder». Se rió mucho. El cinismo de Von Golsenau, que era conocido en las Brigadas por su nombre de guerra, «Renn», no era el mío. Había dos niveles de esta guerra, el nivel de sus habladores, teorizantes, pensadores y estrategas, y el de la inmensa gente del común, que era todo menos común, era extraordinaria y daba pruebas diarias de una valentía sin límites, Laura, la primera línea de fuego de todas las grandes batallas, Madrid y el Jarama, Brunete y Teruel, la derrota de Mussolini en Guadalajara. La primera línea nunca estaba vacante. Los republicanos del pueblo se

peleaban por ser los primeros en morir. Niños con el puño en alto, hombres sin zapatos, mujeres con la última hogaza de pan entre los pechos, milicianos con el fusil oxidado en alto, todos luchando en la trinchera, en la calle, en el campo, nadie cejó, nadie se acobardó. No se ha visto nada igual. Yo estaba ea el Jarama cuando la batalla se intensificó con el arribo de mil tropas africanas al mando del general Orgaz protegidas por tanques y aviones de la Legión Cóndor de los nazis. Los tanques rusos del lado republicano contuvieron el avance fascista y entre las dos fuerzas la línea de combate iba y venía, encarnizada, llenando los hospitales de heridos y también de enfermos por la malaria que trajeron los africanos. Era una combinación graciosa, hasta cierto punto. Moros expulsados de España por los Reyes Católicos en nombre de la pureza de sangre luchando ahora al lado de racistas alemanes contra un pueblo republicano y demócrata auxiliado por los tanques de otro déspota totalitario, José Stalin. Casi intuitivamente, por una simpatía liberal, por antipatía hacia los Renn y Togliatti, me hice amigo de los brigadistas norteamericanos. Se llamaban Jim y Harry. Harry era un chico neoyorquino, judío, al cual motivaban dos cosas simples: el odio al antisemitismo y la fe en el comunismo. Jim era más complejo. Era hijo de un periodista y escritor de fama en Nueva York y había llegado muy joven -tendría en ese momento veinticinco años- con credenciales de prensa y amparado por dos corresponsales famosos, Vincent Sheean y Ernest Hemingway. Sheean y Hemingway se disputaban el honor de morir en el frente español. No sé para qué vas a España, le decía Hemingway a Sheean, el único reportaje que vas a sacar es el de tu propia muerte y no te serviría de nada porque lo escribiré yo. Sheean, un hombre brillante y bello, le contestaba a Hemingway rápidamente: más famosa va a ser la historia de tu muerte, y ésa la escribiré yo. Detrás de ellos venía el joven alto, desgarbado y miope, Jim, y detrás de Jim el pequeño judío de saco y corbata, Harry. Sheean y Hemingway se fueron a reportear la guerra pero Jim y Harry se quedaron a pelearla. El chico judío compensaba su debilidad física con una energía de gallo de pelea. El neoyorquino alto y desgarbado perdió por principio de cuenta sus anteojos y se rió diciendo que era mejor pelear sin ver a los enemigos que ibas a matar. Los dos tenían ese humor neoyorquino entre sentimental, cínico y sobre todo autoburlón. «Quiero impresionar a mis amigos», decía Jim. «Necesito hacerme de un curriculum que compense mis complejos sociales», decía Harry. «Quiero conocer el miedo», decía

Jim. «Quiero salvar mi alma», decía Harry. Y los dos: «Adiós a las corbatas». Con barba, de alpargatas, con uniformes cada vez más raídos, cantando a toda voz canciones del Mikado de Gilbert y Su-llivan, (!), el par de americanos eran realmente la sal de nuestra compañía. No sólo perdieron las corbatas y los anteojos. Perdieron hasta los calcetines. Pero se ganaron la simpatía de todos, españoles y brigadistas. Que un miope como Jim exigiese salir al frente de un pelotón de exploradores una noche te prueba la locura heroica de nuestra guerra. Harry era más cauto, «Hay que vivir hoy para seguir peleando mañana». En el Tarama, a pesar de los aviones alemanes y los tanques rusos y las brigadas internacionales, éramos nosotros, los españoles, los que habíamos dado la pelea. Harry lo admitía pero me hacía notar: son españoles comunistas. Tenía razón. A principios del año 37, el Partido Comunista había crecido de veinte mil a doscientos mil miembros, y en verano, ya tenía un millón de adhe-rentes. La defensa de Madrid les dio esos números, ese prestigio. La política de Stalin acabaría por quitárselos. No ha tenido el socialismo peor enemigo que Stalin. Pero en el 37, Harry sólo veía la victoria del proletariado y su vanguardia comunista. Discutía el día entero, se había leído toda la literatura del marxismo. La repetía como una Biblia y terminaba sus oraciones con la misma frase, «We'll see tomorrow»; era su Dominus Vobiscum. Para él, el juicio y la ejecución de un comunista tan recto como Bujarin era un accidente del camino hacia el glorioso futuro. Harry, Harry JafFe, era un hombre pequeño, inquieto, intelectualmente fuerte, físicamente débil y moralmente indeciso porque no conocía la debilidad de una convicción política sin crítica. Por todo ello contrastaba con el gigantón de Jim, para quien la teoría no tenía importancia. «Un hombre sabe cuándo tiene razón», decía. «Entonces hay que luchar por lo que está bien. Es muy simple. Aquí y ahora, la República tiene razón y los fascistas no. Hay que estar con la República, sin más.» Eran como un Quijote y un Sancho cuyos campos de Montiel se llamaban Brooklyn y Queens. Bueno, más bien parecían Mutt y Jeff sólo que jóvenes y serios. Recuerdo que Harry y yo fumábamos y discutíamos reclinados contra los barandales a la mitad de los puentes, de acuerdo con la teoría de que los fascistas no atacaban las vías de comunicación. Jim, en cambio, buscaba siempre la acción, pedía los puestos más arriesgados, iba siempre a la primera línea de fuego «a buscar mis anteojos perdidos», bromeaba. Era un gigantón sonriente, increíblemente cortés, delicado al hablar («las malas palabras

se las dejo a mi padre, se las escuché tantas veces que ya perdieron su carga para mí, en Nueva York hay un lenguaje público del periodismo, el crimen, la apuesta ruda, y otro lenguaje secreto de la sensibilidad, del aprecio delicado y la soledad venturosa; yo quiero regresar de aquí a escribir en el segundo lenguaje, George oíd boy, pero en realidad mi padre y yo nos complementamos, él me agradece mi lenguaje y yo el suyo, what the fuck!», reía el gigantón desgarbado y valiente). Con él me subía a las ramas de los árboles a ver el campo de Castilla. En medio de las heridas que la guerra deja sobre el cuerpo de la tierra, los dos lográbamos distinguir el rebaño, los molinos, los atardeceres de clavel, los amaneceres de rosa, las piernas bien plantadas de las muchachas, los surcos esperando que las trincheras se cerrasen como cicatrices; ésta es la tierra de Cervantes y de Goya, le decía yo, nadie la puede matar. No, es también la nueva tierra de Hornero, me contestaba él, una tierra que nace parejamente con la aurora de dedos rosados y la cólera fatal y arruinada de los hombres… Un día, Jim ya no regresó. Lo esperamos Harry y yo toda la noche, mirándonos sin hablar primero, luego bromeando, a ese gringo lo puede matar el whisky pero nunca la pólvora. Nunca regresó. Todos sabíamos que había muerto porque en un frente como el del Jarama el que no regresaba en dos días era dado por muerto. Los hospitales no tardaban más de cuarenta y ocho horas en informar sobre los heridos. Dar cuenta de los muertos tomaba más tiempo y en el frente las pérdidas diarias sumaban cientos de hombres. Pero en el caso de Jim todos siguieron pidiendo noticias de él como si sólo estuviese perdido o ausente. Harry y yo nos dimos cuenta entonces de cómo querían a Jim todos los demás briga-distas y la tropa republicana. Se había hecho querer por mil motivos, nos dijimos en ese acto retrospectivo que nos permite ver y decir, en la muerte, lo que nunca supimos ver o decir en la vida. Somos siempre malos contemporáneos y buenos extemporáneos, Laura. Llegué a convencerme de que sólo yo sabía que Jim había muerto y que yo lo mantenía vivo para no desanimar a Harry y a los demás camaradas que tanto querían al americano grandulón y bien-hablado. Pero luego me di cuenta de que todos sabían que estaba muerto y que todos estaban de acuerdo en mentir y decir que nuestro ca-marada seguía vivo.

«-¿No has visto a Jim?

»-Sí, se despidió de mí al amanecer.

»-Llevaba órdenes. Una misión.

»-Ojalá hubiera manera de decirle que lo estamos esperando.

»-Me dijo que lo sabía.

»-¿Qué te dijo?

»-Sé que todos vosotros me esperáis.

»-Él tiene que estar seguro de eso. Aquí lo esperamos. Que nadie diga que está muerto.

»-Mira, en el correo de hoy llegaron los espejuelos que estaba esperando.»

Jorge Maura se abrazó a Laura Díaz, «Nos equivocamos de historia, no quiero admitir nada que destruya nuestra fe, qué ganas de que todos fuéramos héroes, qué ganas de mantener la fe…».

Laura Díaz caminó esa mañana por todo Insurgentes hasta su casa en la Colonia Roma. El temblor emocionado de Maura le seguía recorriendo el cuerpo como una lluvia interna. No importaba que el español no le dijera nada sobre su vida privada. Se lo había dicho todo sobre su vida pública: qué ganas de que todos los nuestros fueran héroes. Qué ganas de ser, ella misma, heroica. Pero después de oír a Jorge Maura, sabía que el heroísmo no es un proyecto voluntario sino una respuesta a circunstancias imaginables pero imprevistas. Nada había heroico en su propia vida; quizás algún día, gracias a su amante español, ella sabría responder al desafío de la heroicidad.

Juan Francisco… sentado en la cama matrimonial, esperándola quizás, o acaso no esperándola más, dueño de la recriminación evidente… Santiago y Dantón, nuestros hijos, los he debido atender solo, no te pregunto dónde has andado -pero atado a sí mismo, al último poste de su honor por la promesa de nunca volverla a espiar ¿qué le diría después de cuatro días de ausencia, inexplicada, inexplicable, sino por lo que nadie salvo Laura Díaz y Jorge Maura podían explicar: el tiempo no cuenta para los amantes, la pasión no se cronometra…?

– Le dije a los muchachos que tu mamá se puso mala y tuviste que viajar a Xalapa.

– Gracias.

– ¿Nada más?

– ¿Qué prefieres?

– El engaño es más difícil de tolerar, Laura.

– ¿Crees que me siento con derecho a todo?

– ¿Por qué? ¿Porque un día delaté a una mujer y otro día te pegué y otro día te mandé seguir por un detective?

– Nada de eso me da derecho a engañarte.

– ¿Entonces qué?

– Tú pareces tener todas las respuestas hoy. Contéstate a ti mismo.

Juan Francisco le daría la espalda a su mu¡er para decirle con voz lastimada que sólo una cosa le daba a ella todos los derechos del mundo, el derecho de hacer su propia vida y engañarlo y humillarlo, no una especie de partida deportiva en que cada uno le metía goles al otro hasta emparejarse, no, nada tan simple, diría insoportablemente el hombrón moreno, corpulento, envejecido, sino una promesa rota, una decepción, no soy el que tú creíste que era cuando me conociste en el baile del Casino, cuando llegué con esa fama de revolucionario valiente.

No soy un héroe.

Pero lo fuiste un día, quería afirmar y preguntar a la vez Laura, ¿verdad que lo fuiste un día? Él entendería y le contestaría como si ella hubiese hecho la pregunta, ¿cómo mantener el heroísmo perdido cuando la edad y las circunstancias ya no lo autorizan?

– No soy muy distinto de todos los demás. Todos luchamos por la Revolución y contra la injusticia, pero también contra la fatalidad, Laura, no queríamos seguir siendo pobres, humillados, sin derechos. No soy excepción. Velos a todos. Calles era un pobre maestro rural, Morones un telefonista, ahora este Fidel Velázquez un lechero y los demás líderes eran campesinos, carpinteros, electricistas, ferrocarrileros, ¿cómo no quieres que se aprovechen y cojan la oportunidad por el rabo? ¿Tú sabes lo que es crecer con hambre, durmiendo seis juntos en una choza, la mitad de la carnada de hermani-tos muertos en la infancia, las madres ancianas a los treinta años? ¿Dime si no te explicas que un hombre nacido con el techo a un metro de su petate en Pénjamo no quiera un techo a diez metros de su cabeza en Polanco? ¿Dime si no tenía razón Morones en regalarle a su mamacita un caserón californiano aunque estuviera lado a lado con la casa donde el líder mantenía a su harén de putas? Caramba, para ser un revolucionario honrado, ya ves, como ese Roosevelt en los Estados Unidos, primero hay que ser rico… pero si vienes del petate y el comal, no te conformas, chata, no quieres regresar nunca más al mundo de las pulgas, hasta te olvidas de los que dejaste atrás, te instalas en el purgatorio con tal de no regresar nunca al infierno y dejas que los demás piensen lo que quieran en el cielo que traicionaste, ¿qué piensas tú de mí?, la mera verdad, Laura, la mera verdad…

Que no tenía respuestas, sino puras preguntas. ¿Qué hiciste, Juan Francisco? ¿Fuiste un héroe y te cansaste de serlo?;Fue una mentira tu heroísmo? ¿Por qué nunca me has hablado de tu pasado? ¿Querías empezar desde cero conmigo? ¿Creías que me iba a ofender de que hicieras tu propio elogio? ¿Esperabas, como sucedió, que otros lo hicieran por ti? ¿Que otros me llenaran los oídos con tu leyenda, sin que tú tuvieras que subrayarla o rectificarla o negarla? ¿Te bastaba que yo oyera lo que los demás decían de ti, ésa era mi prueba, dar crédito a los demás y creer en ti con algo más que conocimiento, con puro amor ciego? Porque así me trataste al principia, como tu mujercita fiel y callada, tejiendo en la sala de al lado mientras tu planeabas el futuro de México con los demás líderes en el comedor, ¿te acuerdas? Dímelo, ¿cuál de tus mitos le voy a transmitir a nuestros hijos, la verdad completa, la verdad a medias, la parte que me imagino buena de tu vida, la parte que imagino mala, cuál parte de su padre le va a tocar a Dantón y cuál a Santiago?

– ¿Qué le sirve más de tu vida a la vida de tus hijos?

– ¿Sabes, Laura? En el catecismo te dicen que hay pecado original y por eso somos como somos.

– Yo sólo creo en el misterio original. ¿Cuál sería el tuyo?

– No me hagas reír, bobita. Si es misterio, ni modo de saberlo.

Sólo el tiempo, disipado como humo, revelaría la verdad de Juan Francisco López Greene, el líder obrero tabasqueño, imaginaría Laura caminando desde el Parque de la Lama esa mañana de marzo, envuelta aún en el amor de un hombre completamente distinto, deseado con fervor, Jorge Maura es mi marido verdadero, Jorge Maura debió ser el padre verdadero de mis hijos, decidida a llegar a su casa y decirle a su marido, tengo un amante, es un hombre maravilloso, lo doy todo por él, lo dejo todo por él, te dejo a ti, a mis hijos…

Se lo diría antes de que los muchachos regresaran de la escuela, les dieron asueto, todos iban al Zócalo a festejar la nacionalización del petróleo por el presidente Cárdenas, un revolucionario valiente que se había enfrentado a las compañías extranjeras mandándolas a volar, recuperando la riqueza del país

el subsuelo

los veneros del diablo

las compañías inglesas que se robaron las tierras ejidales de Tamaulipas

las compañías holandesas que usaban matones a sueldo como guardias blancas contra los sindicatos

los gerentes gringos que recibían sentados a los trabajadores mexicanos y dándoles la espalda

gringos, holandeses, ingleses, se fueron con sus ingenieros blancos y sus planos azules y llenaron de agua salada los pozos

el primer ingenierito mexicano que llegó a Poza Rica no supo qué decirle al trabajador que se acercó a preguntarle, «Jefe, ¿ya le echo la cubeta de agua al tubo?»

y por eso estaban los cuatro, Juan Francisco y Laura, Dan-tón y Santiago, apretujados esa tarde entre la muchedumbre del Zócalo, entre la Catedral y el Ayuntamiento, con los ojos puestos en el balcón principal del Palacio y en el presidente revolucionario, Lázaro Cárdenas, que había metido en cintura a los explotadores extranjeros, los eternos chupasangres del trabajo y la riqueza de México, ¡El petróleo es nuestro!, el mar de gente en la plaza vitoreó a Cárdenas y a México, las señoras ricas entregaron sus joyas y las mujeres pobres sus gallinas para pagar la deuda de la expropiación, Londres y La Haya cortaron relaciones con México, el petróleo es de los mexicanos, pues que se lo beban, a ver quién se los compra, Cárdenas boicoteado tuvo que venderle el petróleo a Hitler y Mussolini mientras le mandaba fusiles a la República Española y entre la muchedumbre Jorge Maura miró de lejos a Laura Díaz con su familia, Laura lo reconoció, Jorge se quitó el sombrero y los saludó a todos, Juan Francisco miró con curiosidad a ese hombre y Laura le mandó decir en silencio, no pude, mi amor, no pude, perdóname, vuélveme a ver, yo te llamo, tu tienes teléfono Mexicana y yo Ericsson…

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