XXI. Colonia Roma: 1957

Cuando el terremoto de julio del 57 sacudió a la ciudad de México, Laura Díaz estaba mirando la noche desde la azotea de su vieja casa en la Avenida Sonora. Excepcionalmente fumaba un cigarrillo. En honor de Harry. Muerto tres años atrás, su piadoso amor la había dejado llena de preguntas sin respuestas y cargada de horizontes encerrados en la mente y el corazón de ella que seguía viva y no tenía un hombre porque había perdido al que amaba y ahora ella acababa de cumplir cincuenta y nueve años.

El recuerdo llenaba sus días y a veces, como ésta, sus noches. Dormía menos que antes, desde la muerte de Harry y el regreso a la ciudad de México. El destino de su amante americano la obsesionaba. No quería clasificar a Harry Jaffe como un «fracasado» porque no quería atribuir la culpa del fracaso ni a la persecución macartista ni a un vencimiento, propio, interno, de Harry. No quería admitir que, con o sin la persecución, Harry ya no escribía porque no tenía nada que decir; se refugiaba en la cacería de brujas. La destrucción sistemática de los inocentes y, lo que fue peor, de los que pensaban diferente, ocupó la vida del exiliado.

La duda persistía. ¿Coincidió la persecución con el agotamiento de las facultades de Harry, o éstas ya las había perdido y la persecución macartista fue sólo un pretexto para convertir la esterilidad en heroicidad? Él no tenía la culpa; quiso morir en España, en el Jarama, con su buddy Jim, cuando las ideas y la vida eran idénticas, cuando nada las separaba, cuando no había, Laura, esta maldita enajenación…

Desde la azotea, pensando en su pobre Harry, Laura Díaz podía contemplar, a su izquierda, la marea oscura del bosque dormido, las copas ondulantes como la respiración de un monarca anciano dormido en su trono de árboles y coronado por su castillo de piedra.

A la derecha, muy lejos, el dorado Ángel de la Independencia añadía a su brillo pintado la luz de los reflectores que destacaba la silueta aérea de la áurea damisela porfirista disfrazada de diosa griega pero representando, travestí celestial, al ángel macho de una gesta femenina, la Independencia… El-1 Ángel-a levantaba un laurel con la mano derecha y desplegaba las alas para iniciar un vuelo que no era éste, catastrófico, brutal, abrupto, desde lo alto de la aérea columna al aire mismo, hasta chocar y hacerse pedazos en la base misma del pedestal, caída como la de Luzbel, arruinada/arruinado el Ángel-Ángeles aéreo vencido por la tierra trémula.

Laura Díaz vio la caída del Ángel y quién sabe por qué, pensó que no era tal Ángel, era la señorita Antonieta Rivas Mercado, que míticamente posó para el escultor Enrique AJciati sin imaginar que un día su bella efigie, su cuerpo entero, iban a caer hechos pedazos al pie de la esbelta columna conmemorativa. Miró la marea del bosque y la caída del Ángel pero sintió sobre todo que su propia casa crujía, se quebraba como las alas del Ángel, se cuarteaba en tres como una tortilla frita entre los dientes de la monstruosa ciudad que una noche recorrió con Orlando Ximénez para ver el rostro de la verdadera miseria de México, la miseria invisible, la más horrible de todas, la que no se atreve a mostrarse porque no tiene nada que pedir y nadie le dará, de todas maneras, nada.

Esperó a que el terremoto se cansara.

Lo mejor que podía hacer era no moverse. No había otro modo de combatir a esa fuerza telúrica, resignarse pero vencerla con su figura opuesta, la inmovilidad.

Sólo había conocido otro gran temblor, en el año 42, cuando la ciudad se cimbró debido a un hecho insólito: mientras un campesino michoacano araba la tierra, empezó a salir humo de un hoyo y del hoyo emergió, en unas cuantas horas, como si la tierra en verdad pariera, un volcán-niño, el Paricutín, vomitando roca, lava, centellas. Su fulgor podía verse desde muy lejos todas las noches. El fenómeno «Paricutín» era divertido, asombroso, asimilable por extravagante, aunque el nombre real del lugar fuese impronunciablemente purépecha: Paranguaricutiro, abreviado a «Paricutín». Un país en el que un volcán aparece de la noche a la mañana, salido de la nada, es un país donde puede ocurrir cualquier cosa…

El temblor del 57 fue más cruel, más rápido, seco y tajante como un machetazo en el cuerpo dormido de la ciudad. Cuando se calmó, Laura bajó con cautela por la escalerilla circular de fierro al

piso de la recámara y lo encontró todo regado, armarios y cajones, cepillos de dientes, vasos y jabones, piedra pómez y zacates, y en la planta baja, los cuadros chuecos de la sala, las lámparas apagadas, los platos rotos, el perejil regado, las botellas de electropura cuarteadas.

Era peor afuera. Al salir a la avenida, Laura pudo darse cuenta de las salvajes averías que sufrió la casa. La fachada estaba menos cuarteada que herida a puñalazos, desgajada como una naranja, inhabitable…

El temblor despertó a los fantasmas. Los teléfonos funcionaban; mientras Laura comía una torta de frijol con sardina y bebía una chaparrita de uva, recibió una llamada de Dantón y otra de Orlando.

A su hijo menor no lo veía desde el velorio de Juan Francisco, cuando Laura escandalizó a la familia de la mujer de Dantón y sobre todo a su nuera, la niña Ayub Longoria.

– Me importan madre esa punta de apretados -le dijo Laura a su hijo.

– Está bien -le contestó Dantón-. El agua y el aceite, sabes… no te preocupes. No te faltará nada.

– Gracias. Ojalá nos veamos.

– Ojalá.

El escándalo interno de la familia política creció cuando Laura se fue a vivir a Cuernavaca con un comunista gringo, pero el dinero, puntual y abundante, de Dantón, nunca le faltó a Laura. Era trato hecho, no había más que decir. Hasta el día del temblor.

– ¿Estás bien, mamá?

– Yo sí. La casa está arruinada.

– Mandaré a unos arquitectos a verla. Múdate a un hotel y avísame para arreglártelo todo.

– Gracias. Me iré a casa de Diego Rivera.

Hubo un silencio incómodo y luego Dantón dijo con voz alegre:

– Las cosas que pasan. El techo se le cayó encima a doña Carmen Cortina. Mientras dormía. ¿La conociste? Imagínate. Sepultada en su propia cama, aplastada como un hot-cake. ¡México lindo y querido! Dicen que fue the life of the party, allá por los años treinta.

Poco después, el teléfono volvió a sonar y Laura tuvo un sobresalto. Recordó el tiempo en que dos empresas diferentes, Ericsson y Mexicana, se dividían las líneas y los números, complicándole

la vida a todo el mundo. Ella tenía Mexicana, Jorge Maura, Ericsson. Ahora había una sola compañía telefónica y a los amantes les haría falta la excitación del juego, el teléfono como disfraz, pensó Laura con nostalgia.

Como para aplazar la llamada insistente, Laura se puso a recordar todo lo que había aparecido en el mundo desde que su abuelo Philip Kelsen salió de Alemania en 1867, el cine, la radio, el automóvil, el avión, el teléfono, el telégrafo, la televisión, la penicilina, el mimeógrafo, los plásticos, la Coca-Cola, los discos LP, las medias de nylon…

Quizás el ambiente de catástrofe le recordó a Jorge Maura, acabó por asociar el ring-ring del teléfono con el latido del corazón y dudó durante algunos instantes. Sintió miedo de tomar la bocina. Trató de reconocer la voz de barítono, aflautada a propósito para sonar más inglesa, que la saludó inquiriendo.

– ¿Laura? Te habla Orlando Ximénez. Sabes la tragedia de Carmen Cortina. Murió aplastada. Mientras dormía. El techo se le vino encima. La velamos en el Gayosso de Sullivan. Pensé que, for oíd time's sake…

El hombre que bajó del taxi a las siete de la tarde la saludó desde el filo de la banqueta y luego caminó hacia ella con un paso inseguro y una sonrisa móvil, como si su boca fuese un cuadrante de radio buscando la estación correcta.

– Laura. Soy yo, Orlando. ¿No me reconoces? Mira -rió mostrando el puño y el anillo de oro con las iniciales OX. No le quedaba otra seña de identidad. La calvicie era total y él no pretendía asimilarla. Lo extraño -lo grave, se dijo Laura- era que la lisura extrema del cráneo desnudo como un trasero de bebé contrastaba tan brutalmente con el rostro infinitamente cuadriculado, cruzado por rayas minúsculas en todas las direcciones. Un rostro que era una rosa de los vientos enloquecida, con sus puntos cardinales disparados en todas direcciones; una tela de araña sin simetría.

La tez blanca, el rubio talante de Orlando Ximénez, habían resistido mal el paso de los años; las arrugas de su rostro eran tan incontables como los surcos de un campo trillado durante siglos para rendir cosechas cada vez más exiguas. Mantenía, sin embargo, la distinción de un cuerpo esbelto y bien trajeado, un Príncipe de Gales cruzado pero con corbata negra propia de la ocasión y la coquetería, inmortal en él, de un pañuelo Liberty asomando, displicentemente, por la bolsa del pecho. «Sólo los cursis y los toluqueños

usan corbata y pañuelo idénticos», le había dicho hace años, en San Cayetano, en el Hotel Regis… Orlando.

– Laura querida -dijo primero viendo que al principio no fue reconocido, y tras de plantarle dos besitos fugitivos en las mejillas se apartó para verla, tomado siempre de las manos de la mujer.

– Déjame verte.

Era el Orlando de siempre, no le devolvía el juego, lo anticipaba, le decía sin palabras «cómo has cambiado, Laura», antes de que ella pudiese decir «cómo has cambiado, Orlando».

En el trayecto a la calle de Sullivan (¿quién sería Sullivan?. ¿un autor de operetas inglesas, sólo que éste siempre iba unido como siamés a su partenaire Gilbert, como Ortega a Gasset, bromeó el irreprimible, Orlando) el viejo novio de Laura comentó la horrible muerte de Carmen Cortina y el misterio que la rodearía siempre. La famosa anfitriona de los años treinta, la mujer que con su energía rescató a la sociedad mexicana de la convulsión aletargada -si tal cosa podría decirse, es un oxímoron, de acuerdo, sonrió Orlando- llevaba años encamada, afectada de una flebitis que le impedía el movimiento… La cuestión era ¿pudo Carmen Cortina levantarse y salvarse del desplome, o la condenó su prisión física a mirar un techo que se le venía encima y la aplastaba, pues, ¿para qué andar con remilgos?, como la proverbial cucaracha…

– But 1 am a chatterbox, estoy hecho un hablantín, perdón -dijo riendo Orlando y acarició, con su mano enguantada, los dedos desnudos de Laura Díaz.

Sólo al descender del taxi en Sullivan, Orlando la tomó del brazo y le dijo al oído, no te asustes, Laura querida, vas a encontrar a todos nuestros amigos de hace veintiocho años pero no los vas a reconocer; si tienes dudas, apriétame el brazo -no te descuelgues de mí, je ten prie- y te diré al oído quién es quién.

– ¿Has leído El tiempo recobrado de Proust? ¿No? Pues es la misma situación. El narrador regresa a un salón parisino treinta años después y ya no reconoce a los amigos íntimos de su juventud. Frente a «los viejos fantoches», dice el narrador de Proust, había que usar no sólo los ojos, sino la memoria. La vejez, añade, es como la muerte. Algunos la afrontan con indiferencia, no porque sean más valientes que los demás, sino porque tienen menos imaginación.

Orlando buscó ostentosamente el nombre de CARMEN CORTINA en el tablero de las defunciones para ubicar la capilla ardiente.

– Claro, la diferencia con Proust es que él encuentra la vejez y el paso del tiempo en un elegante salón de la sociedad francesa, mientras que tú y yo, orgullosamente mexicanos, la encontramos en una agencia de pompas fúnebres.

No había el olor de flores intrusas que provoca náuseas en los velatorios. Por ello los perfumes de las mujeres presences se dejaban sentir con más ofensa. Eran como nubes finales de un cielo a punto de apagarse para siempre y una por una ellas pasaban frente al féretro abierto de Carmen Cortina, minuciosamente reconstruida por el embaís amador hasta parecerse ni a sí misma ni a ningún ser previamente vivo. Era un maniquí de aparador, como si toda su agitada vida de anfitriona social la hubiese preparado para este momento final, el acto último de lo que en vida fue una representación permanente: un maniquí recostado entre colchonetas de seda' blanca, bajo vitrina de plástico, con el pelo cuidadosamente pintado de caoba, las mejillas lisas y coloreadas, la boca obscenamente hinchada y entreabierta en una sonrisa que parecía lamer la muerte como si fuese un caramelo, la nariz retacada de algodones porque por allí se podía escapar lo que quedaba del jugo vital de Carmen y los ojos cerrados -pero sin los anteojos que la hostess manejaba con la sabiduría de los cegatones elegantes, como si fueran un rehilete a veces, un dedo de repuesto en otras, un pendiente exhausto o un stiletto amenazante. En todo caso, la batuta con que Carmen Cortina conducía su brillante opereta social.

Despojada de los anteojos, Laura no la reconoció. Estuvo a punto de sugerirle a Orlando, contagiada del inconmovible tono festivo de su primer novio, que un alma caritativa le colocase las gafas al cadáver de Carmen. Era capaz de abrir los ojos. De resucitar. Aunque tampoco reconoció a la mujer desbordada de carnes pero con perseverante cutis de nácar que era empujada en silla de ruedas por el pintor Tízoc Ambriz, él sí reconocible por sus frecuentes apariciones en las páginas de cultura y sociedad de los periódicos, convertido, por el color, el tamaño y la textura de su piel, en una escamada, negra y plateada sardina. Flaco y pequeño, vestido como siempre de mezclilla azul -pantalones, camisa y chamarra, como para singularizarse al mismo tiempo que, contradictoriamente, imponía una moda.

Empujaba con devoción la silla de ruedas de la mujer con ojos adormilados, cejas invisibles pero ¡ay!, exclamó Orlando, ya no la simetría facial de aquella eterna madurez que presumía de eterna

juventud, situada, como estaba hace treinta años, en el filo mismo de una opulencia que el amigo de Laura había comparado a una fruta en plenitud. Recién cortada de la rama.

– Es Andrea Negrete. ¿Recuerdas el vernissage de su cuadro por Tízoc en el flatsín de Carmen? Estaba desnuda -en el cuadro, por supuesto-, tenía dos mechones blancos en las sienes y el pubis pintado de blanco también, alardeando de tener canas en el mono, hazme tú el favor. Ay, ahora ya no tiene que pintarse nada.

– Cómeme -le susurró Andrea a Orlando cuando pasaron junto a la sala donde un cura conducía el responso ante una docena de amigos de Carmen Cortina.

– Cómeme.

– Pélame.

– Lépero -se rió la actriz, mientras el murmullo del Lux perpetua luceat eis se imponía vagamente a los comentarlos y al chismorreo propios de la ocasión.

El pintor Tízoc Ambriz había perdido, en cambio, toda expresión facial. Era un tótem indio, un diminuto Tezcatlipoca, el Puck azteca destinado a rondar como fantasma las noches endemoniadas de México-Tenochtitlan.

Tízoc desvió los ojos hacia la entrada donde un joven alto, moreno y de cabellera rizada, entraba dándole el brazo a una mujer hinchada en cada llanta de su obesidad y rehecha en cada centímetro de su epidermis. Avanzaba orgullosa y hasta impertinentemente del brazo del efebo, haciendo alarde de la ligereza de su paso a pesar del volumen de su peso. Navegaba como un galeón de la Invencible Armada sobre las aguas procelosas de la vida. Sus pies diminutos sostenían un macizo globo carnal, coronado por una cabecita de bucles rubios que eran el marco de su rostro esculpido, retocado, restaurado, compuesto, repuesto y dispuesto hasta estirarse como un globo a punto de estallar aunque ayuno de expresión, una pura máscara detenida invisiblemente por alfileres invisibles alrededor de las orejas y costuras debajo de la barbilla que habían eliminado una papada que pugnaba, a ojos vistas, por renacer.

– ¡Laura, Laura querida! -exclamó la aparición esperpén-tica envuelta en velos negros cuajados de pedrería. Laura se preguntó, ¿quién será, Dios mío?, ¡no la recuerdo, no la recuerdo!, hasta darse cuenta que el globo cicatrizado no la saludaba a ella, avanzaba ligera hacia alguien detrás de Laura Díaz, quien giró para seguir ese anuncio viviente del lifting y verla besar en las mejillas a una mujer

que era su opuesto, una señora delgada y menuda, vestida con un traje sastre negro, collar de perlas, un sombrerito pillbox del cual colgaba un velo negro tan cercano a la piel que parecía parte integral del rostro.

– Laura Riviére, felices los ojos -exclamó la gorda cicatrizada.

– Qué gusto, Elizabeth -contestó Laura Riviére apartando discretamente a la exuberante Elizabeth García-Dupont ex de Caraza, se dijo con asombro Laura Díaz, su compañera de adolescencia en Xalapa, a quien su mamá doña Lucía Dupont les decía, niñas no vayan a enseñar las pechugas mientras enfundaba a Elizabeth en su vestidito de baile anticuado, color de rosa y lleno de holanes y vuelos sin fin…

(Laura no tiene problemas porque es plana, mamá, pero yo…

(Elizabeth, hijita, me pones mal…

(Ni modo, así me hizo Dios, con tu ayuda…)

No había reconocido a Laura, como Laura no la había reconocido a ella, porque Laura -se miró de reojo en el espejo de la sala mortuoria- había cambiado tanto como Elizabeth, o porque Elizabeth sí reconoció a Laura pero no quiso saludarla por rencores aunque viejos, vivos o, quizás, para evitar, exactamente, las comparaciones, las mentiras, no has cambiado nada, ¿cómo le haces? ¿tienes pacto con el diablo? La última vez, en el Ciro's del Hotel Reforma, Elizabeth parecía una momia anoréxica.

Laura Díaz esperó a que Elizabeth García se separara de Laura Riviére para acercarse a ésta, tenderle la mano, recibir en cambio una diestra seca y fina, buscar el reconocimiento en el fondo del velo negro, en el pelo blanco muy bien arreglado que asomaba bajo el sombrero cilindrico y bajo en vez del lánguido corte rubio de su juventud.

– Soy Laura Díaz.

– Te esperé siempre. Prometiste llamarme.

– Lo siento. Tú me dijiste que me salvara.

– ¿Creíste que yo no podía ayudarte?

– Tú misma me lo dijiste, ¿recuerdas? «Yo ya no puedo. Estoy capturada. Mi cuerpo está capturado por la rutina…»

– «Pero si pudiera separarme de mi propio cuerpo…»

Laura Riviére sonrió. -«Lo detesto.» Eso te dije, lo recordarás…

– Me arrepiento de no haberte buscado.

– Yo también.

– ¿Sabes?, pudimos ser amigas.

– Helas -Laura Riviére suspiró y le dio la espalda a Laura Díaz, no sin antes sonreírle melancólicamente.

– Amó realmente a Artemio Cruz -le confió Orlando Xi-ménez cuando la condujo de regreso a la Avenida Sonora, en medio de los escombros diseminados de la ciudad-. Era una mujer obsesionada por la luz, las lámparas, la luz de los interiores, sí, la buena disposición de las lámparas, el voltaje exacto, cómo se iluminaban los rostros… Eso la obsesionó siempre. Fue -es- una pintora de su propia efigie. Es su propio autorretrato.

(Ya no puedo más, mi amor. Tienes que escoger.

(Ten paciencia, Laura. Date cuenta… No me obligues…

(¿A qué? ¿Me tienes miedo?

(¿No estamos bien así? ¿Hace falta algo?

(Quién sabe, Artemio. Puede que no haga falta nada.

(No te engañé. No te obligué.

(No te transformé, que es distinto. No estás dispuesto. Y yo me estoy cansando.

(Te quiero. Como el primer día.

(Ya no es el primer día. Ya no. Pon más alto la música)

Al bajar del taxi, Orlando quiso besar a Laura. Ella lo rechazó con asco y asombro. Sintió el roce de esos labios arrugados, la cercanía del rostro cuadriculado como una débil parrillada de carne color de rosa, y sintió repulsión.

– Te quiero, Laura, como el primer día.

– Ya no es el primer día. Ahora nos conocemos. Demasiado. Adiós, Orlando.

¿Y el misterio? ¿Se morirían ambos sin que Orlando Ximé-nez, el amigo íntimo del primer Santiago en Veracruz, el seductor de Laura por ese mismo hecho, el misterioso correo entre la invisible anarquista Armonía Aznar y el mundo, Orlando su amante y su Virgilio por los círculos infernales de la ciudad de México, revelase sus secretos? Era imposible atribuirle misterio alguno a este «lagartijo» pasado de moda, momificado y banal, que la acompañó, al velar a Carmen Cortina, al entierro de toda una época de la ciudad de México.

Prefería quedarse con el misterio.

El homenaje a los «otros tiempos», sin embargo, le dejó a Laura un amargo sabor. La luz había regresado a la casa. Ella em-

pezó a recoger los objetos caídos, los trastes de la cocina, el arreglo del comedor, sobre todo la sala y el balcón desde donde, cuando la familia se reconcilió después de la pasión de Laura Díaz por Jorge Maura, se reunían ella y su marido Juan Francisco, los hijos Santiago y Dantón y la vieja tiíta veracruzana, María de la O, a mirar los atardeceres del bosque de Chapultepec.

Acomodó los libros caídos por la fuerza del terremoto y de entre las páginas de la biografía de Diego Rivera por Bertram D. Wolfe cayó la foto de Frida Kahlo que Laura Díaz le tomó el día de su muerte, el 13 de julio de 1954, cuando Laura dejó solo a Harry Jaffe en Tepoztlán y se apresuró a la casa de los Rivera en Coyoacán.

– Toma -le dijo Harry entregándole una Leica-. La usaba para fotofijas en Hollywood. No dejes de traerme a Frida Kahlo muerta.

Dominó la crueldad que en ocasiones le provocaba Harry. Frida había muerto amputada y enferma pero pintando hasta el último momento desde su lecho agónico. Harry agonizaba en un valle tropical sin el valor de tomar pluma y papel. Laura tomó la foto del cadáver de Frida, más que nada, para enseñársela a Harry y decirle, «No dejó de crear ni el día de su muerte».

Pero Harry también estaba muerto. Lo estaba Carmen Cortina y la crueldad que Laura sentía hacia Harry, así como el ridículo que sentía al ver el cuerpo embalsamado de Carmen con minúscula cortina, se transformaron ahora, mirando la foto de Frida muerta, en algo más que amor y admiración.

Tendida en su féretro, Frida Kahlo lucía su cabellera negra trenzada con listones de colores. Sus manos llenas de anillos y brazaletes reposaban sobre un pecho dormido pero engalanado, para el último viaje, por collares suntuosos de oro delgado y plata morelia-na. Las arracadas de turquesa verde ya no colgaban de sus lóbulos, ahora reposaban como ella, reteniendo misteriosamente el calor final de la mujer muerta.

La cara de Frida Kahlo no había cambiado con la muerte. Los ojos cerrados se mantenían, sin embargo, alertas gracias a la vivacidad inquisitiva de las espesas cejas sin cesura, ese azotador peligroso y fascinante encima de los ojos, que fue santo y seña de la mujer. La espesura de las cejas pretendía, pero no lograba, disimular el bigote de Frida, el bozo notorio y notable que cubría su labio superior y hacía pensar que entre sus piernas un pene gemelo del de Diego pugnaba por brotar hasta completar en Frida la probabili-

dad, más que la ilusión, del ser hermafrodita, y, más aún, parteno-genético, capaz de fecundarse a sí misma y generar, con su propio semen, el nuevo ser que ella misma, su parte femenina, pariría gracias al vigor de su parte masculina.

Así la fotografió Laura Díaz para Laura Díaz, creyendo que retrataba un cuerpo inerte, sin darse cuenta de que Frida Kahlo había emprendido ya el viaje a Mictlan, el averno indígena a donde sólo se llega guiada por trescientos perros ixcuintles, los perros pelones que Frida coleccionaba y que ahora aullaban desconsolados en los patios, las azoteas y las cocinas de la casa fúnebre, huérfanos de madre.

La posición yacente de Frida Kahlo era un engaño. Ella ya caminaba rumbo a un infierno indígena que parecía una pintura de Frida Kahlo, pero sin la sangre, sin las espinas, sin el martirio, sin los quirófanos, sin los bisturís, sin los corsets de fierro, sin las amputaciones, sin los fetos, un infierno de flores solamente, de lluvias cálidas y perros pelones, un infierno colmado de pinas, fresas, naranjas, mangos, guanábanas, mameyes, limones, papayas, zapotes, a donde ella llegaría de pie, humilde y altiva a la vez, completa, curada, anterior a los hospitales, virgen de todo accidente, saludando a El Señor Xólotl, Embajador de la República Universal de Mictlan, Canciller y Ministro Plenipotenciario de la Muerte, es decir, de AQUÍ. How do you do, Mr Xótotl?, estaría diciendo Frida al entrar al Infierno.

Entró al Infierno. De su casa de Coyoacán la llevaron muerta al Palacio de Bellas Artes y la cubrieron con la bandera comunista, provocando la destitución del director del Instituto. Luego la llevaron al horno crematorio, la introdujeron como era ella, engalanada, vestida, enjoyada, peluda para arder mejor. Y al prenderse las llamas, el cadáver de Frida Kahlo se incorporó, se sentó como si fuese a platicar con sus más viejos amigos, el grupo de Los Cachuchas cuyas bromas escandalizaban a la Escuela Preparatoria en los años veinte; como si se dispusiese a conversar otra vez con Diego; así se incorporó el cadáver de Frida, animado por las llamas del horno crematorio. La cabellera se le incendió como una aureola. Le sonrió por última vez a sus amigos y se disolvió.

A Laura Díaz sólo le quedaba la foto tomada por Laura Díaz del cadáver de Frida Kahlo. En ella, la muerte para Kahlo era una manera de apartarse de todo lo feo de este mundo sólo para verlo mejor, no para evitarlo; para descubrir la afinidad de Frida la mujer y la artista, no con la belleza, sino con la verdad.

Estaba muerta pero por sus ojos cerrados pasaba todo el dolor de sus cuadros, el horror más que el dolor, según algunos observadores. No, en la foto de Laura Díaz, Frida Kahlo era el conducto del dolor y la fealdad del mundo de los hospitales, los abortos, la gangrena, la amputación, las drogas, las pesadillas inmóviles, la compañía del diablo, el pasaje herido a una verdad que se vuelve hermosa porque identifica nuestro ser con nuestras cualidades, no con nuestras apariencias.

Frida le da forma al cuerpo: Laura lo fotografió.

Frida reúne lo disperso: Laura fotografió esa integridad.

Frida, como un Fénix demasiado infrecuente, se incorporó al ser tocada por el fuego.

Renació para irse con sus perros sin pelo al otro barrio, a la patria de la pelona, la mera dientona, la tostada, la catrina, la tía de las muchachas.

Se fue vestida para una pachanga en el Paraíso.

Con la foto de Frida muerta en una mano y la cámara que le obsequió Harry en la otra, Laura se miró al espejo en su nuevo apartamento de la Plaza Río de Janeiro, donde se instaló después de que el terremoto volvió irreparable la vieja casa de la Avenida Sonora y Dantón, que era dueño del predio, decidió derruirla y construir, en el lugar, un condominio de doce pisos.

– Creí que tu padre y yo éramos los dueños de nuestro hogar -dijo Laura con asombro pero sin desengaño el día en que la visitó Dantón para explicarle el nuevo orden de las cosas.

– Hace tiempo que la propiedad es mía -contestó el hijo menor de Laura.

El asombro de la madre era fingido; la verdadera sorpresa era el cambio físico en el hombre de treinta y seis años al cual no veía desde que enterraron a Juan Francisco y Laura fue condenada al ostracismo por su familia política.

No eran las escasas canas en las sienes ni el vientre un poco más abultado lo que cambiaba a Dantón, sino un desplante, un alarde de poder que no podía ocultar ni siquiera frente a su madre aunque, acaso, precisamente, lo exageraba ante ella. Todo, desde el corte de pelo a lo Marión Brando en Julio César hasta el traje char-

coal-grey y la estrecha corbata de regimiento inglés hasta los mocasines negros de Gucci, afirmaban poder, seguridad en sí mismo, costumbre de ser obedecido.

Con nervioso aplomo, Dantón alargaba los brazos para mostrar sus mancuernas color rubí.

– Te tengo visto un lindo apartamento en Polanco, madre.

No, insistió ella, quiero quedarme en la Colonia Roma.

– Se está contaminando muy rápido. La congestión del tráfico va a ser terrible. Además, no está de moda. Y es donde suelen pegar más duro los temblores.

Por todo eso, repitió ella, por eso mismo.

– ¿Sabes lo que es un condominio? El que estoy construyendo es el primero en México. Se van a poner de moda. La propiedad horizontal es el futuro de esta ciudad, te lo aseguro. Éntrale a tiempo. Además, esos apartamentos que te gustan en la plaza no están a la venta. Se alquilan.

Precisamente, ella quería pagar de ahora en adelante su propia renta, sin ayuda de él.

– ¿De qué vas a vivir?

– ¿Tan vieja me ves?

– No seas terca, madre.

– Creí que mi casa era mía. ¿Lo tienes que comprar todo para ser feliz? Déjame serlo a mi manera.

– ¿Muerta de hambre?

– Independiente.

– Llámame si me necesitas, pues.

– Igual aquí.

Con la Leica en las manos, Laura Díaz reaccionó a las muertes disímbolas de Frida Kahlo y Carmen Cortina en el año del terremoto con una voluntad única. Orlando la hizo recordar la ciudad invisible, perdida, de una miseria y degradación asfixiantes, que la llevó a conocer, una noche del año treinta y tantos, después de una fiesta en el penthouse del Paseo de la Reforma. Ahora, cámara en mano, Laura caminó por las calles del centro y lo descubrió, a un tiempo, populoso y abandonado. No sólo no acertó a ubicar aquella ciudad perdida, verdadera corte de los milagros, a donde la condujo Orlando para convencerla de que no había remedio, sino que la ciudad visible de los años treinta era, ahora, la verdadera ciudad invisible, o por lo menos, abandonada, dejada atrás por la expansión incesante de las zonas urbanas. El primer cuadro en torno al

Zócalo, gran centro de las efemérides citadinas desde tiempos de los aztecas, no se quedó vacío, porque no había huecos en la ciudad de México, pero dejó de ser su centro, se convirtió en un barrio más, el más antiguo y en cierto modo el más prestigioso por su historia y su arquitectura; ahora se gestaba un nuevo centro en torno al caído Ángel de la Independencia, en las dos riberas de la Reforma, las de nombres de ríos y la de nombres de ciudades extranjeras. Urbana Colonia Juárez y fluvial Colonia Cuauhtémoc.

A la ciudad de México entraban diariamente dos mil personas, sesenta mil habitantes por mes, huyendo del hambre, la tierra seca, la injusticia, el crimen impune, los cacicazgos brutales, la indiferencia y, también, el atractivo de la ciudad que se anunciaba llena de promesas de bienestar y hasta belleza. ¿No prometían los carteles de cerveza a rubias de categoría, y no eran todos los personajes de las cada vez más populares telenovelas, güeritos, criollos ricos y bien vestidos?

Para Laura nada de esto desvanecía las preguntas del imparable flujo migratorio, ¿de dónde venían?, ¿adónde llegaban?, ¿cómo vivían?, ¿quiénes eran?

Ése fue el primer gran reportaje gráfico de Laura Díaz; resumió toda su experiencia vital, su origen provinciano, su vida de joven casada, su doble maternidad, sus amores y lo que sus amores trajeron -el mundo español de Maura, la terrible memoria del martirio de Raquel en Buchenwald, el fusilamiento sin misericordia de Pilar frente a los muros de Santa Fe de Palencia, la persecución macartista contra Harry, la muerte doble de Frida Kahlo, muerte inmóvil primero y resucitada por el fuego después-, todo ello lo reunió Laura en una sola imagen tomada en una de las ciudades sin nombre que iban surgiendo como hilachas y remiendos del gran sayal bordado de la ciudad de México.

Ciudades perdidas, ciudades anónimas levantadas en los eriales del valle seco, entre pedregales y mesquites, con casas claveteadas de cualquier manera, cuevas de cartón y lámina, pisos de tierra, aguas envenenadas y velas moribundas hasta que el ingenio popular descubrió la manera de robarle electricidad a los postes del alumbrado público y a las torres de la fuerza motriz.

Por ello la primera foto que tomó Laura Díaz, después del cadáver de Frida Kahlo, fue la del Ángel caído, la estatua hecha pedazos al pie de la esbelta columna, las alas sin cuerpo y el rostro partido y ciego de la modelo para la estatua, la señorita Antonieta

Rivas Mercado, que años más tarde fue a suicidarse en el altar mayor de Notre Dame de París por amor al filósofo y primer ministro de Educación, José Vasconcelos. La memoria de Vasconcelos. Ulises criollo, causó sensación por su franqueza cuando apareció en 1935 y Orlando, en una de sus frases más felices, dijo: -Es un libro que hay que leer de pie…

Cuando fotografió la figura rota del Ángel que fue amante del filósofo, Laura Díaz se obligó a medir los tiempos de una ciudad de «primavera inmortal)', que parecía no tenerla. Se dio cuenta de que no se había dado cuenta de cómo pasaron los años. La ciudad no tiene estaciones. Enero es frío. Tolvaneras en febrero. Marzo arde. Llueve en verano. En octubre el cordonazo de San Francisco recuerda que las apariencias engañan. Diciembre es transparente. Enero es frío.

Pensó en los años vividos en esta ciudad y a ellos se iba superponiendo el rostro de Vasconcelos, del joven y romántico estudiante al bizarro guerrillero intelectual de la Revolución al noble educador de frente interminable que le dio los murales a Diego Rivera, al filósofo bergsoniano del ímpetu vital al americanista de la raza cósmica, al candidato presidencial opositor del jefe Máximo Calles y su bufón de corte Luis Napoleón Morones que corrompió a Juan Francisco, al resentido exiliado que acabó, viejo y berrinchudo, elogiando a Franco y al fascismo y mandando expurgar sus propios libros.

Vasconcelos era una imagen móvil y dramática del México revolucionario y su amante caída, Antonieta Rivas Mercado, el ángel de la independencia, era la imagen fija, simbólica, sobrenatural, de la Patria en cuyo nombre habían luchado los héroes que la veneraron pero también la chingaron. Ambos -el filósofo y su ángel- estaban hoy en ruinas en una ciudad que ellos ya no reconocían y que Laura salió a fotografiar.

El primer gran reportaje gráfico de Laura Díaz resumía su experiencia vital, su origen provinciano, su vida de joven casada, su doble maternidad, sus amores y lo que sus amores le trajeron.

Se dio cuenta de que entre la muerte de Harry Jaffe en Cuernavaca y la muerte de Carmen Cortina en la ciudad de México, Laura Díaz empezó a preguntarse, ¿qué haré el año entrante?, y antes, de joven, todo era imprevisible, natural, necesario y a pesar de todo, placentero. La muerte de Frida, sobre todo, la hizo recordar su propio pasado como una fotografía borrada. El temblor, el en-

cuentro con Orlando, la muerte de Carmen, la obligaron a pensar, ¿puedo darle su foco perdido al pasado, su nitidez ausente?

Dormía distinto. Antes, soñaba sin reflexionar pero con preocupación. Ahora, ni reflexionaba ni se preocupaba. Dormía como si todo hubiese ocurrido ya. Dormía como una anciana.

Reaccionó. Quería dormir otra vez como si nada hubiese ocurrido, como si empezara apenas su vida al despertar, como si el amor fuese todavía un dolor desconocido. Quería despertar con voluntad de ver cada mañana y archivar lo que veía en el lugar más exacto de sus sentimientos, allí donde el corazón y la cabeza se alian. Antes, había visto sin ver. No sabía qué hacer con sus imágenes cotidianas, que eran las monedas que el día iba poniendo en sus manos vacías.

La ciudad y la muerte la despertaron. México la rodeaba como una gran serpiente dormida. Laura despertó junto a la respiración pesada de la serpiente que la envolvía sin sofocarla. Despertó y fotografió a la serpiente.

Primero había retratado a Frida muerta. Ahora fotografió la casa familiar de la Avenida Sonora antes de que la demolición ordenada por su hi¡o ocurriese. Fotografió el exterior cuarteado pero también los interiores condenados, el garaje donde Juan Francisco estacionó el coche que le regaló la CROM, el comedor donde su marido se reunía con los líderes obreros, la sala donde ella esperaba paciente como una Penélope criolla el momento de gracia y soledad con su esposo retornado al hogar, el umbral donde buscó refugio la monja perseguida, Gloria Soriano, y la cocina donde la tiíta María de la O mantuvo las tradiciones de los platillos veracruzanos -aún permeaban las paredes los aromas de chile chipotle, de verdolaga y comino-, el bóiler de agua caliente alimentado por los periódicos amarillentos donde se fueron consumiendo todas las figuras del poder, el crimen y el entretenimiento: las llamas devoraron a Calles y a Morones, a Lombardo y a Ávila Camacho, a Trotski y a Ramón Mercader, a la asesinada Chinta Aznar y al violador, loco y asesino Sobera de la Flor, al panzón Roberto Soto y a Cantinflas, a la rumbera Meche Barba y al charro cantor Jorge Negrete, a las baratas del Puerto de Liverpool y a los anuncios de Mejor Mejora Mejoral y Veinte Millones de Mexicanos No Pueden Estar Equivocados, a las faenas de Manolete y Arruza, a las hazañas urbanistas del regente Ernesto Uruchurtu y a la medalla olímpica de Joaquín Capilla, todo se lo devoró el fuego así como la muerte devoró la recámara que

Santiago su hijo convirtió en espacio sagrado, surtidor de imágenes, caverna donde las sombras eran realidad, y los cuadros y dibujos se amontonaron, y el cuarto secreto de Dantón, a donde nadie podía entrar, cuarto imaginario que lo mismo podía lucir mujeres desnudas arrancadas de la revista Vea que mantener desnudas las paredes como penitencia hasta encontrar, como la encontró, su fortuna propia, y la recámara matrimonial donde a Laura se le venían encima las imágenes de los hombres que quiso, por qué los quiso, cómo los quiso…

Salió a fotografiar las ciudades perdidas de la gran miseria urbana y se encontró a sí misma en el acto mismo de fotografiar lo más ajeno a su propia vida, porque no negó el miedo que le produjo penetrar sola, con una Leica, a un mundo que existía en la miseria pero se manifestaba en el crimen, primero un muerto a cuchilladas en una calle de polvo inquieto; miedo a las ambulancias con el ruido ululante y ensordecedor de sus sirenas a la orilla misma del territorio del crimen; las mujeres matadas a patadas por sus maridos ebrios; los bebés arrojados, recién nacidos, a los basureros; los viejos abandonados y encontrados muertos sobre los petates que les servirían de mortajas, clamando por un hoyo en la tierra una semana después de morir, tan secos ya que ni hedor despedían; esto fotografió Laura Díaz y le agradeció a Juan Francisco haberla salvado, a pesar de todo, de un destino así, el destino de la violencia y la miseria circundantes.

Entrar a una fonda de la ciudad perdida y encontrar todos los hombres muertos a balazos, asesinados entre sí, inexplicablemente como en una carambola de crímenes, anónimos todos ellos pero ahora salvados del olvido por la fotografía de Laura, agradecida de que Jorge Maura la hubiese salvado de la violencia de las ideologías, del miedo de una mujer al mundo del pensamiento en que Jorge le introdujo: ella guardaba en su memoria una foto imposible, la foto de Jorge lamiendo los pisos monacales en Lanzarote, limpiando de ideologías su propio espíritu y el del sangriento siglo XX.

Jorge Maura era el contraveneno de la violencia en la que vivían los niños que ella fotografió en atarjeas y túneles, sorprendiendo la belleza inexpugnable de la niñez abandonada como si la cámara de Laura limpiase a los niños como Jorge limpiaba los pisos del monasterio, niños limpios de mocos, lagañas, pelo emplastado, brazos raquíticos, cráneos rapados por la sarna, manos teñidas por el mal del pinto, los pies desnudos con su pastel de lodo como cal-

zado único y al fotografiarlos también le agradeció a Harry la debilidad de las lealtades y la nostalgia del momento único e irrepetible del heroísmo. Pensó en la gran foto del miliciano caído tomada por Robert Capa en la guerra de España.

Acudió a las delegaciones de policía y a los hospitales. A una señora vieja, canosa, de faldas amplias y sandalias rotas (era ella), no le hacían caso, la dejaban fotografiar a otra mujer con una botella de Coca-Cola vacía ensartada sin respiración entre los muslos, a un drogadicto retorciéndose en su celda, arañando las paredes y metiéndose por las narices el caliche de los muros, a los hombres y mujeres golpeados en sus casas o en las crujías, daba igual, sangrantes, cegados por la desorientación más que por los párpados hinchados a puñetazos, a macanazos, la llegada de las «Julias», la entrada a la comisaría de putas y maricones, travestí y traficantes, la cosecha nocturna de padrotillos…

Las vidas arrojadas a las puertas de las cantinas, por las ventanas de las casas, bajo las ruedas de un camión. Las vidas destripadas, sin más mirada posible que la cámara de Laura Díaz, Laura ella, Laura cargada de todos sus recuerdos, amores y lealtades, pero ya nunca más Laura solitaria sino Laura sola, sin depender de nadie, devolviéndole los cheques filiales a Dantón, pagando puntualmente las rentas del apartamento de la Plaza Río de Janeiro, vendiendo sus fotos aisladas y sus reportajes a periódicos y revistas primero, y compradores individuales cuando realizó su primera exposición de fotografías en la Galería Juan Martín en la calle de Genova, finalmente contratada como una estrella más de la Agencia Magnum, la agencia de Cartier-Bresson, Inge Morath y Robert Capa.

La artista de los dolores de la ciudad, pero también de sus alegrías, Laura y el niño recién parido vestido por los ojos de su madre como si fuera Diosito mismo, Jesús vuelto a nacer; Laura y el hombre de rostro charrasqueado y violencia domeñada besando piadosamente la imagen de la Virgen de Guadalupe; Laura y los pequeños placeres más las trágicas premoniciones de un baile de presentación en sociedad, una boda, un bautizo: la cámara de Laura, al retratar el instante, lograba retratar el porvenir del instante, ésta era la fuerza de su arte, una instantaneidad con descendencia, un ojo plástico que devolvía su ternura y respeto a la cursilería y su vulnerabilidad amorosa a la más cruda violencia, no lo dijeron sólo los críticos, lo sintieron sus admiradores, Laura Díaz, a los sesenta años, es una gran artista mexicana de la fotografía, la mejor después de Á1-

varez Bravo, la sacerdotisa de lo invisible (la llamaron), la poeta que escribe con luz, la mujer que supo fotografiar lo que Posada pudo grabar.

Cuando alcanzó la independencia y la fama, Laura Díaz se guardó para sí la foto de Frida muerta, ésa jamás la daría a la publicidad, esa foto era parte de la riquísima memoria de Laura, el archivo emocional de una vida que súbitamente, a la edad madura, había florecido como una mata de flor tardana pero perenne. La foto de Frida era el testimonio de las fotos que no tomó durante los años de su vida con otros, era un talismán. Al lado de Diego y Frida, sin percatarse, había acumulado, como en un sueño, la sensibilidad artística que tardó la mitad de los años con Laura Díaz en aflorar.

No se quejaba de ese tiempo ni lo condenaba como un calendario de sujeciones al mundo de los hombres, cómo iba a hacerlo si en sus hojas habitaban los dos Santiagos, sus amantes Jorge Maura, Orlando Ximénez y Harry Jaffe, sus padres, sus tías, el alegre barrendero negro Zampayita y su pobre pero compadecible, piadoso (para ella) marido Juan Francisco. Cómo olvidarlos, pero cómo conmiserarse de no haberlos fotografiado. Imaginó su propio ojo como una cámara capaz de captar todo lo visto y sentido a lo largo de las seis décadas de su vida y sintió un calosfrío de horror. El arte era selección. El arte era pérdida de casi todo a cambio de salvación de muy poco.

No era posible tener el arte y la vida al mismo tiempo y Laura Díaz acabó por agradecer que la vida precediese al arte porque éste, prematuro o incluso pródigo, pudo haber matado a aquél.

Fue cuando descubrió una cosa que debió ser evidente, cuando recobró las pinturas y los dibujos de su hijo Santiago el Menor entre los escombros de la casa familiar en la Avenida Sonora para llevarlos al nuevo alojamiento de la Plaza Río de Janeiro. Fue cuando, entre la masa de dibujos a lápiz, al pastel, los croquis, y las dos docenas de pinturas al óleo, descubrió la del hombre y la mujer desnudos mirándose, sin tocarse, sólo deseándose, pero bastándose con el deseo.

En la prisa por abandonar la casa familiar caída, instalarse en su apartamento propio en la Plaza Río de Janeiro e inaugurar su

nueva vida independiente, salir a fotografiar la ciudad y sus vidas,

siguiendo, se decía, la inspiración de Diego Rivera y Frida Kahlo, Laura no se había detenido a observar de cerca las pinturas de su propio hijo. Quizás sentía tanto amor hacia Santiago el Menor que

prefería alejarse de las pruebas físicas de la existencia del hijo para mantenerlo vivo, tan sólo, en el alma de la madre. Quizás tuvo que descubrir ella misma su vocación para redescubrir la de su hijo. Puesta a ordenar las fotos de Laura Díaz, pasó a ordenar las pinturas y dibujos de Santiago López-Díaz y entre el par de docenas de óleos, retuvo su atención este que ahora miraba: la pareja desnuda que se miraba sin tocarse.

Primero se mostró crítica de la obra. El trazo angular y destacado, retorcido y cruel, de las figuras, provenía de la admiración de Santiago hacia Egon Schiele y del largo estudio de los álbumes viene-ses llegados por milagro a la Librería Alemana de la Colonia Hipódromo. La diferencia, notó en seguida Laura, comparando álbumes y pintura, era que las figuras de Schiele eran casi siempre únicas, solitarias o, rara vez, enlazadas diabólica e inocentemente en un encuentro físico helado, fisiológico, y siempre -soledad o comunidad- sin aire, las figuras sin referencia a paisaje, habitación o espacio algunos, como en un regreso irónico del artista más moderno al arte más antiguo, Schiele el expresionista de vuelta en la pintura bizantina en la que la figura del Dios creador de todo es fijada antes de la creación de nada, en el vacío absoluto de la majestad solitaria.

Este cuadro del joven Santiago tomaba, sin duda, las torturadas figuras de Egon pero les devolvía, como en un renacimiento del renacimiento, lo mismo que Giotto y Masaccio le dieron a la antigua iconografía de Bizancio: aire, paisaje, sitio. El hombre desnudo en el cuadro de Santiago, emaciado, atravesado por espinas invisibles, joven, lampiño, pero con el rostro de un mal invencible, una enfermedad corrosiva corriéndole por el cuerpo sin heridas pero vencido desde adentro por haber sido creado sin antes ser consultado, fijaba la mirada ardiente en el vientre de la mujer desnuda, preñada, rubia -Laura consultó en seguida el parecido en los libros coleccionados por Santiago-: idéntica a las Evas de Holbein y Cranach, resignadas a vencer pasivamente al hombre con una costilla de menos, pero esta vez deformadas por el deseo. Las Evas anteriores eran impasibles, fatales, y ésta, la nueva Eva de Santiago el Menor, participaba de la angustia del Adán convulso, joven y condenado, que miraba intensamente el vientre de la mujer mientras ella, Eva, miraba intensamente los ojos del hombre y ambos -sólo ahora notó Laura este detalle, sin embargo, notorio- no posaban los pies sobre la tierra.

No levitaban. Ascendían. Laura sintió una emoción profunda cuando entendió el cuadro de su hijo Santiago. Este Adán

y esta Eva no caían. Ascendían. A sus pies, se confundían en una sola forma la cáscara de la manzana y la piel de la serpiente. Adán y Eva se alejaban del jardín de las delicias pero no caían en el infierno del dolor y del trabajo. Su pecado era otro. Ascendían. Se rebelaban contra la condena divina -no comerás este fruto- y en vez de caer, subían. Gracias al sexo, la rebelión y el amor, Adán y Eva eran los protagonistas del Ascenso de la Humanidad, no de la Caída. El mal del mundo era creer que el primer hombre y la primera mujer cayeron y nos condenaron a una heredad viciosa. Para Santiago el Menor, en cambio, la culpa de Adán y Eva no era hereditaria, no era culpa siquiera, el drama del Paraíso Terrestre era un triunfo de la libertad humana contra la tiranía de Dios. No era drama. Era historia.

Al fondo del paisaje en el cuadro de su hijo, vio Laura pintado, diminuto, como en el Ícaro de Brueghel, un barco de velamen negro que se alejaba de las costas del Edén con un solitario pasa¡e-ro, una diminuta figura singularmente dividida, la mitad de su rostro era angelical, la otra mitad diabólica, rubia una mitad, roja la otra, pero el cuerpo mismo, envuelto en una capa larga como la vela del barco, era común a ángel y demonio, y ambos, adivinó Laura, eran Dios, con una cruz en una mano y un trinche en la otra: dos instrumentos de tortura y muerte. Ascendían los amantes. El que caía era Dios y la caída de Dios era lo que Santiago pintó: un alejamiento, una distancia, un asombro en la cara del Creador que abandona el Edén perplejo porque sus criaturas se rebelaron, decidieron ascender en vez de caer, se burlaron del perverso designio divino que era crear al mundo sólo para condenar su propia creación al pecado transmitido de generación en generación a fin de que, por los siglos de los siglos, el hombre y la mujer se sintiesen inferiores a Dios, dependientes de Dios, condenados por Él pero sólo absueltos -antes de volver a caer- por la caprichosa gracia de Dios.

Atrás del cuadro, en la tela, Santiago había escrito: «El arte no es moderno. El arte es eterno. Egon Schiele».

La línea dominaba al color. Por eso los colores eran tan fuertes. El barco negro. La roja mitad del Creador. El verdirrojo de la cáscara de manzana que era la piel mudable de la serpiente. Pero la piel de Eva era translúcida como la de una virgen de Memling, en tanto que la de Adán era maculada, verde, amarilla y enferma, como la de un adolescente de Schiele.

El hombre miraba a la mujer. La mujer miraba al cielo. Pero ninguno de los dos caía. Porque ambos se deseaban. Había esa

equivalencia entre la diferencia que Laura hizo suya, equiparando su propia emoción a la de su hijo el joven artista muerto.

Colgó el cuadro de Santiago el Menor en la sala del apartamento y supo para siempre que el hijo era el padre de la madre, que Laura Díaz la fotógrafa le debía más, sin saberlo, a su propio hijo que a cualquier otro artista. Al principio, no lo supo y por eso la identificación, secreta e ignorada, fue tan poderosa.

Ahora no importaba nada sino la equivalencia de la emoción.

Se sucedieron las exposiciones de fotografías primero vendidas a diarios y revistas y luego publicadas en forma de libros.

Bendiciones de animales y pájaros.

Ancianos bigotones reunidos cantando corridos de la Revolución.

Vendedores de flores.

Las albercas repletas del Día de San Juan.

La vida de un obrero metalúrgico.

La vida de una enfermera en un hospital.

Su célebre foto de una gitana muerta sin líneas en la mano abierta bajo sus senos, una gitana con el destino borrado.

Y ahora algo que le debía a Jorge Maura: un reportaje sobre el exilio republicano español en México.

Laura se dio cuenta de que la guerra de España había sido, durante muchos años, el epicentro de su vida histórica más que la Revolución Mexicana, que de manera tan suave y tangencial pasó por el estado de Veracruz, como si morir en el Golfo fuese un privilegio único, conmovedor e intocable reservado para el hermano mayor de Laura, Santiago Díaz, protagonista solitario, para ella, de la insurrección de 1910.

En España, en cambio, lucharon Jorge Maura, Basilio Bal-tazar y Domingo Vidal; en España murió el gringo joven, Jim, y sobrevivió el gringo triste, Harry; en España fue fusilada la bella y joven Pilar Méndez por orden de su padre el alcalde comunista Alvaro Méndez frente a la puerta latina de Santa Fe de Palencia.

Con toda esa carga afectiva detrás de ella empezó Laura a fotografiar los rostros del exilio español en México. El presidente Cárdenas le dio asilo a un cuarto de millón de republicanos. Cada

vez que fotografiaba a uno de ellos, Laura recordaba con emoción el viaje de Jorge a La Habana para rescatar a Raquel del Prinz Eugen anclado frente al Morro.

Cada uno de sus modelos pudo sufrir esa suerte: cárcel, tortura, ejecución. Ella lo supo.

Retrató los milagros de la supervivencia. Ella lo sabía.

El filósofo José Gaos, él mismo discípulo de Husserl corno Jorge Maura y Raquel Mendes-Alemán, reclinado en el barandal de fierro sobre el patio de la Escuela de Mascarones, el filósofo con cabeza de patricio romano, calva y fuerte, tan fuerte como su quijada, tan firme como sus labios de lápiz, tan escéptico como su mirada miope detrás de los espejuelos pequeños y redondos como para servirle a un Franz Schubert de la filosofía. Gaos se apoyaba en el barandal y desde el hermoso patio colonial los muchachos y muchachas de la Facultad de Filosofía levantaban los rostros para mirar al maestro con sonrisas de admiración y gratitud.

Luis Buñuel le dio cita en el bar del Parador, donde el cineasta ordenaba martinis perfectos a su barman favorito, Córdoba, mientras dejaba correr por su memoria la película de un ciclo cultural, de la Residencia de Estudiantes en Madrid a la filmación de Un perro andaluz, donde Buñuel y Dalí utilizaron un ojo de pescado muerto rodeado de pestañas para simular el ojo de la heroína rebanado por una navaja de afeitar, a la de La edad de oro y su imagen de la jerarquía eclesiástica convertida en una roca petrificada en la costa de Mallorca, a la participación en el surrealismo parisino al exilio en Nueva York, a la delación por Dalí («Buñuel es comunista, ateo, blasfemo y anarquista, ¿cómo pueden emplearlo en el Museo de Arte Moderno?»), a la llegada, con cuarenta dólares en la bolsa, a México.

El humor, la cólera y la ensoñación pasaban sin cesar, simultáneamente, por la mirada verde de Buñuel, la mirada se detenía en un punto fijo del pasado y Laura fotografiaba a un niño del pueblo aragonés de Calanda tocando tambores el Viernes Santo hasta que las manos le sangraban para liberarse del encanto sensual de la imagen de la Virgen del Pilar que cobijó el lecho onanista de su infancia.

En un modesto apartamento de la calle de Lerma, Laura fotografió gracias a la intervención del escritor vasco Carlos Blanco Aguinaga, al maravilloso poeta malagueño Emilio Prados, a quien ya había conocido con Jorge Maura, escondido en un par de piezas entre montones de libros y papeles, marcado en cada línea de su rostro

por la enfermedad y el exilio, pero capaz de transformar el sufrimiento en dos cosas que Laura consiguió fotografiar. Una era la dulzura infinita de su rostro de irredento santo andaluz velado por una cascada de mechones blancos y los gruesos anteojos de acuario, como si el poeta, ruborizado por su inocencia, quisiese velarla.

Otra era la fuerza lírica detrás del sufrimiento, la pobreza, el desengaño, la vejez y el exilio.

Si yo pudiera darte toda la luz del alba… Yo cruzaría despacio, como el sol, por tu pecho, hasta salir sin sangre ni dolor por la noche…

Manuel Pedroso era un viejo y sabio andaluz, antiguo rector de la Universidad de Sevilla, adorado por el pequeño grupo de sus jóvenes discípulos que todos los días lo acompañaban en el recorrido de la Facultad de Derecho junto al Zócalo hasta su pequeño apartamento en la calle de Amazonas. Laura dejó el testimonio gráfico de este recorrido cotidiano, así como de las tertulias en la biblioteca del maestro, retacada de ediciones antiguas que olían a tabaco tropical. Los franquistas habían quemado su biblioteca en Sevilla, pero Pedroso recuperó joya tras joya en las librerías de viejo de La Lagunilla, el mercado de ladrones de la ciudad de México.

Lo robaron a él, otros robaron a otros, pero los libros regresaron siempre, como amantes nostálgicos e irrenunciables, a las manos delgadas y largas de Pedroso, el caballero pintado por El Greco, manos siempre a punto de tensar, advertir, convocar como para una ceremonia del pensamiento. Laura captó al maestro Pedroso en el instante en que adelantaba las manos de dedos largos y hermosos para pedirle un poco de luz al mundo, aplacar los fuegos de la intolerancia y afirmar la fe en sus alumnos mexicanos.

Fotografió Laura a un grupo bullicioso, alegre, discutidor y entrañable de jóvenes exiliados que se adaptaron a México pero nunca abandonaron a España, ceceando siempre y dejando que por las miradas se les escapara el cariño a todo lo que, explícitamente, rechazaban: el chocolate con el señor cura, las novelas de Pérez Gal-dós, las tertulias de café, las viejas vestidas de negro, los cotilleos sabrosos como churros calientes, el cante jondo y los toros, la pun-

tualidad de las campanas y de los entierros, la locura de las familias que se metían para siempre a sus camas para evadir las tentaciones del Demonio, el Mundo y la Carne. Laura los fotografió discutiendo siempre y para siempre, eternamente, como irlandeses que se desconocían porque venían de Madrid y de Navarra, de Galicia y de Barcelona y porque se llamaban Oteyza, Serra Puig, Muñoz, de Baena, García Ascot, Xirau, Durán, Segovia y Blanco Aguinaga.

Pero la exiliada preferida de Laura Díaz fue una mujer joven que Dantón mencionaba como la más interesante presencia femenina en el Jockey Club de los años cuarenta. Vivía con su marido el poeta y cineasta García Ascot en un extraño edificio en cuchilla de la calle Villalongín y su belleza era tan perfecta que Laura se desesperaba de no encontrarle un lado malo o de no poder agotar en una o mil fotografías el encanto de la mujer frágil, esbelta y elegante que en su casa caminaba descalza, como un gato, seguida por otro gato que posaba como el doble de su ama deseada y envidiada a la vez por toda la raza felina a causa de su perfil agresivo y su débil mentón, sus ojos de melancolía y su risa abarcadora, incontenible.

María Luisa Elío tenía un secreto. Su padre, desde 1939, vivía escondido en un tapanco de un pueblo de Navarra, condenado a muerte por la Falange. Ella no podía hablar de esto, pero su padre habitaba en la mirada de la hija, unos ojos fabulosamente claros gracias al dolor, el secreto, la espera del fantasma que finalmente, algún día, podría escapar de España y mostrarse en México ante su hija como lo que era: un espectro encarnado y un olvido rememorado desde un balcón vacío.

Otro fantasma, carnal, demasiado carnal éste sí, pero resuelto al cabo en el espectro sensual de sus palabras, era Luis Cernuda, un poeta elegante, atildado, homosexual, que aparecía en México de tarde en tarde, era recibido siempre por su colega Octavio Paz, se peleaban porque la arrogancia de Cernuda era descarada y la de Paz engañosa, pero acababan siempre reconciliados por su fervor poético compartido. El consenso se iba haciendo: Luis Cernuda era el más grande poeta español de su generación. Laura Díaz quiso alejarlo para verlo mejor, despojado de la apariencia o disfraz de dandy madrileño afectada por Cernuda, pidiéndole que leyera,

Quiero vivir cuando el amor muere…

Así tu muerte despierta en mí el deseo de la muerte

Como tu vida despertaba en mí el deseo de la vida

Le faltaba Basilio Baltazar, pero las líneas se cruzaron, los tiempos de la exposición de Laura no coincidieron con los de las vacaciones universitarias de Basilio y sin embargo, Laura colocó un marco vacío en el centro de la galería, con el nombre de su viejo amigo al lado.

Esa invisibilidad era al mismo tiempo un homenaje a la ausencia de Jorge Maura, cuya lejanía y anonimato Laura decidió respetar porque éste era el deseo del hombre al que ella más amó. Acaso Basilio no podía aparecer en la galería de retratos del exilio español sin su compañero, Jorge.

¿Y Vidal? No era el único que había desaparecido.

Malú Block, la directora de la Galería, le dijo a Laura que pasaba algo raro; todas las tardes, hacia las seis, una mujer vestida de negro entraba al salón y se detenía durante una hora entera -ni un minuto más, ni un minuto menos, aunque nunca consultaba el reloj- frente al marco vacío del retrato en blanco de Basilio Baltazar.

Casi inmóvil, a veces cambiaba el peso del cuerpo de un pie al otro, o se apartaba un centímetro, o ladeaba la cabeza, como para apreciar mejor lo que no estaba allí: la efigie de Basilio.

Laura dudó entre sucumbir a una natural curiosidad o guardar discreción. Una tarde, entró a la galería y vio a la mujer de negro detenida frente al retrato en blanco del hombre ausente. No se atrevió a acercarse pero fue ella misma, la visitante misteriosa, quien se dio media vuelta, como si la atrajese el imán de la mirada de Laura y se dejó ver, una mujer de unos cuarenta años con los ojos azules y la melena de un amarillo parecido a la arena.

Miró a Laura pero no le sonrió y Laura agradeció la imperturbable seriedad de la mujer porque temió lo que podía ver si la visitante misteriosa apartase los labios. Tal era el gesto frío y nervioso a la vez con que la visitante a la Galería disimulaba la emoción de su mirada y no lo lograba. Lo sabía y trasladaba el enigma a su boca cerrada con pena, sellada con una dificultad visible para no mostrar… ¿los dientes?, se preguntó Laura, ¿esta mujer quiere esconder de mi vista sus dientes? Si sólo le quedaban los ojos para identificarse en ellos Laura Díaz, acostumbrada a descubrir miradas y convertirlas en símiles, vio en los ojos de la mujer lunas instantáneas, antorchas de paja y leña, luces en la sierra y se detuvo, mordiéndose el labio inferior como para frenar su propio recuerdo, para no recordar que esas palabras las había pronunciado Maura, Jorge Maura,

en el Café de París, veinte años atrás, en compañía de Gregorio Vidal y Basilio Baltazar, protegidos los tres por el ambiente bohemio del café en la Avenida del Cinco de Mayo pero desguarnecidos, a la intemperie más brutal, como las hienas y los bueyes y el viento y las luces en la sierra, cuando abrían la boca.

– Soy Laura Díaz, la fotógrafa. ¿Puedo ayudarla en algo?

La mujer vestida de negro se volteó a mirar el cuadro vacío de Basilio Baltazar y le dijo: Laura, si conoces a este hombre, avísale que he vuelto.

Sonrió al fin y mostró los dientes salvajemente arruinados.

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