XXII. Plaza Río de Janeiro: 1965

Santiago López-Ayub, el nieto de Laura Díaz, junto con su joven compañera, Lourdes Alfaro, se vinieron a vivir a casa de la abuela en la Navidad del año 1965. El apartamento era viejo pero espacioso, el edificio una reliquia del siglo pasado que sobrevivió a la implacable transformación de la ciudad de colores pastel y casas de dos pisos que Laura conoció al llegar aquí, joven casada, en 1922. Ahora, como un gigante ciego, México DF crecía quebrando todo lo que encontraba a su paso, derrumbando la arquitectura francesa del siglo XIX, la arquitectura neoclásica del siglo XVIII y la arquitectura barroca del siglo XVII. Como en una gran cuenta regresiva, el pasado iba siendo inmolado hasta encontrar, latiendo como una llaga de olvido, miseria y dolor insoportables, el sedimento mismo de la ciudad azteca.

Laura no sólo pasó por alto las impertinencias de su dadivoso aunque nada desinteresado hijo Dantón cuando rechazó su ayuda y se instaló en el viejo edificio de la Plaza Río de Janeiro, adaptando el piso a las necesidades de su trabajo -espacio vital pero también cuarto oscuro, cuarto de archivos, estanterías de referencias gráficas-. Se encontró, por primera vez en su vida, con una habitación propia, de ella, el famoso «room of one's own» que Virginia Woolf había pedido para que las mujeres fuesen dueñas de su zona sagrada, su reducto mínimo de independencia: la isla de su soberanía.

Acostumbrada desde que dejó la casa familiar de la Avenida Sonora a vivir sola y libre mientras pasaba de los cincuenta y ocho a los sesenta y siete años, dueña de una profesión y un medio de vida, mujer halagada por el éxito y la fama, Laura no se sintió invadida por la juventud renovada que le ofrecían Santiago y Lourdes y por la naturalidad con que los trabajos del hogar se repartieron entre los tres, por la riqueza explicable pero inesperada que las conversaciones de sobremesa adquirieron, por el desplazamiento admirable de experiencias, anhelos y solidaridades que la vida en común les deparó a partir del momento en que el tercer Santiago se pre-

sentó a la puerta de Laura y le dijo, Abuela, no puedo vivir más con mi padre y no tengo dinero para vivir solo y mantener a mi novia.

– Hola. Me presento. Soy tu nieto Santiago, esta es mi novia Lourdes y venimos a pedirte posada -sonrió Santiago con la dentadura fuerte y blanca de Dantón, pero con los ojos dulces y melancólicos de su tío, el segundo Santiago, y con un gesto elegante y hasta sobrado del cuerpo que a Laura le recordó al falso fifí, el Pimpinela Escarlata de la revolución en Veracruz, Santiago el Mayor…

Lourdes Alfaro, en cambio, era bella y modesta, vestía como acostumbraban ahora los jóvenes, con pantalón y una playera con la efigie del Che Guevara un día, de Mick Jagger el siguiente, una larga melena negra y cero maquillaje. Era pequeña y bien formada, una «dueña chica que virtudes ha», según recordaba Jorge Maura citando el Libro de Buen Amor y burlándose cariñosamente del tamaño teutón de Laura Díaz.

Bastaba la presencia de los jóvenes amantes en su casa para alegrar el corazón de Laura Díaz y abrirle los brazos a una pareja que tenía derecho a la felicidad ahora, ya, no después de veinte años de violencia e infelicidad como Laura y Jorge, o como Basilio Balta-zar y Pilar Méndez, reunidos éstos al fin como Jorge y Laura jamás lo podrían soñar, pues el destino no acierta dos veces a transformar la tragedia en final feliz.

El tercer Santiago y su novia Lourdes tenían, por todo ello, todos los derechos del mundo a los ojos de Laura Díaz. El muchacho, al cual ella no había conocido debido a la discolería de Dantón y su arrogante esposa, la conocía sin embargo a ella, a la abuela, la conocía y la admiraba porque, dijo, él entraba al primer año de Derecho y no tenía el talento artístico ni de su abuela ni de su tío Santiago, muerto tan joven…

– Ese cuadro de la pareja que se mira, ¿es de él?

– Sí.

– Qué gran talento, abuela.

– Sí.

No cantó sus propias virtudes, él mismo tenía apenas veinte años, pero Lourdes le dijo una noche a Laura mientras preparaban la cena de arroz con azafrán y patas de pollo, Santiago es muy macho, muy hombre para su edad, doña Laura, no se deja asustar con el petate del muerto… Yo pensé en un momento dado que podría ser algo así como un peso para él, para su carrera y sobre todo para su relación con sus padres, pero viera usted, doña Laura, con qué decisión

se enfrentó Santiago a sus papás y me hizo sentir que yo le hacía falta, que no era una carga sino un apoyo, que me respetaba…

Se habían conocido en los bailes de los jóvenes preparato-rianos a los que Santiago gustaba asistir, más que a las fiestas organizadas por sus padres y los amigos de sus padres. En éstas reinaba la exclusividad; sólo eran invitados hijos de «familias conocidas». En aquéllas, en cambio, caían las barreras sociales y se daban cita los camaradas que seguían la misma carrera, independientemente de sus fortunas o relaciones familiares, ¡unto con sus novias, hermanas y una que otra tía soltera, pues la costumbre de la «chaperona» se resistía a morir.

Dantón aprobaba estas reuniones. Las amistades duraderas se hacían en la escuela, y aunque tu madre preferiría que sólo fueras a reuniones con gente de nuestra clase, si te das cuenta, hijo, quienes nos gobiernan no vienen nunca de las clases altas, se forman abajo o en la clase media, y a ti te conviene conocerlos cuando tú les puedes dar más a ellos porque un día, te lo aseguro, ellos te darán más a ti. Los amigos pobres, a los ojos de Dantón, podían ser una buena inversión.

– México es un país abierto al talento, Santiago. No lo olvides.

En el primer año de Leyes, Santiago conoció a Lourdes. Ella estudiaba enfermería y venía de Puerto Escondido, una playa en la costa de Oaxaca donde sus padres tenían un hotel modesto pero con el mejor temazcal de la región, le dijo ella.

– ;Qué es eso?

– Un baño de vapor y hierbas de olor que te limpia de todas las toxinas.

– Creo que me está haciendo falta. ¿Me invitas?

– Cuando gustes.

– Qué buena onda.

Fueron juntos a Puerto Escondido y se enamoraron frente al Pacífico que allí se acerca a una costa precipitada, engañosamente arenosa y dulce, pero que en realidad es un abrupto abismo en que se pierde pie en seguida, sin apoyo para combatir las corrientes bruscas que atraparon a Santiago, y lo arrastraron con más angustia que peligro, hasta que Lourdes se lanzó al agua, rodeó con un brazo el cuello del muchacho, con el brazo libre lo ayudó a nadar hasta la playa y allí, exhaustos pero excitados, los dos jóvenes se dieron el primer beso.

– Me cuentas esto con la voz temblándote -le dijo Laura a Lourdes.

– Es que tengo miedo, doña Laura.

– Quítame lo de doña, me envejeces.

– Okey Laura.

– ¿Miedo de qué?

– El papá de Santiago es un hombre muy duro, Laura, no tolera ninguna cosa que no sea lo que él manda, se injerta en pantera y es algo espantoso.

– No es tan fiero ese leoncito como lo pintan. Ruge y espanta hasta que le ruges de vuelta y lo pones en su sitio.

– Yo no sé cómo.

– Yo sí, m'ijita. Yo sí. No te preocupes.

Fue el muy desgraciado hasta Puerto Escondido, abuela, generalmente manda achichincles suyos a asustar a los demás, pero esta vez fue él mismo en su avión privado a ver a los papás de Lourdes y decirles que no se hicieran ilusiones, lo de su hijo era una aventura de muchachito rebelde y malcriado, les pedía que se lo explicaran a su hija, que no la engañara Santiago, que tuviera cuidado, podía embarazarla y abandonarla, pero con o sin embarazo, la iba a abandonar.

– Su hijo no nos ha dicho eso -dijo el padre de Lourdes.

– Se los digo yo, que soy quien manda.

– Quiero oírselo decir a su hijo.

– Ése no tiene voz propia. Es un niño atarantado.

– De todos modos.

– No sea terco, señor Alfaro. No sea terco. Yo no juego. ¿Cuánto quiere?

A Santiago, Dantón no lo trató de «niño atarantado». Simplemente, le presentó «la realidad». Era hijo único, por desgracia su madre no pudo volver a concebir, le hubiese costado la vida, Santiago era toda su ilusión y el amor de su madre, pero él, Dantón, como padre, tenía que ser más severo y objetivo, no podía darse lujos sentimentales.

– Tú heredarás mi fortuna. Qué bueno que estudias leyes, aunque te recomiendo un posgrado en economía y administración de negocios en los Estados Unidos. Es natural que un padre quiera encargarle la continuidad de sus asuntos a su hijo y estoy seguro que tú no me defraudarás. A mí y a tu madre, que te adora.

Era una mujer de belleza evaporada, «como el rocío», acostumbraba decir ella misma. Magdalena Ayub de López-Díaz man-

tuvo hasta el mediodía de su existencia los atractivos que tanto sedujeron a Dantón en los domingos del Jockey Club. Los aparentes defectos, las cejas sin cesura, la nariz prominente, la quijada cuadrada -en contrapunto con unos ojos de princesa árabe, soñadores y aterciopelados, elocuentes bajo párpados aceitados e incitantes como un sexo oculto. En cambio, la mayoría de las señoritas casaderas de aquella época, bonitas pero demasiado «decentes», salían de la escuela de monjas como si les hubiesen puesto un nihil obstat en alguna parte secreta del cuerpo, elevándolo a la categoría pública de «rostro». Una rodilla, un codo, un tobillo, pudieron servir de modelos a las caras monas, aceptables pero insulsas de las muchachas llamadas «yeguas finas» como corrupción de «jeunes filies», egresadas del Colegio Francés del Sagrado Corazón. Sus facciones, se burlaba el joven Dantón, eran útiles pero deslavadas.

Magdalena Ayub, «mi sueño» como le decía Dantón al enamorarla, era distinta. Era la madre, además, del tercer Santiago, cuyo nacimiento borró de un golpe y para siempre los restos del atractivo juvenil de la señora esposa de don Dantón, agobiada por la sentencia médica: un hijo más la mataría, señora. Mantuvo, eso sí, las cejas espesas y ganó, eso también, las caderas anchas.

Santiago creció con ese estigma: pude haber matado a mi madre al nacer, y he anulado la posible vida de mis posibles hermanos, pero Dantón convertía la culpa en obligación. Santiago, por ser el hijo único, por haberle, por poco, arrebatado la vida a su madre para tener la suya, tenía ahora, al cumplir los veinte años, que cumplir también con deberes claros pero normales. Dantón no le pedía a su hijo nada fuera de lo común: estudiar, recibirse, casarse con una chica de su clase, sumar fortunas, prolongar la especie.

– Y darme, hijo, una vejez tranquila y satisfecha. Creo que lo merezco, después de tantos años de trabajo.

Lo decía con una mano en el bolsillo del traje azul a rayas cruzado y la otra acariciándose la solapa. Su cara era como su traje: abotonada, cruzada, a rayas, azulada por el bigote y las cejas y el pelo negro aún. Era un hombre, todo él, color azul medianoche. Nunca se miraba los zapatos. Tenían que estar lustrosos. No hacía falta.

El tercer Santiago no disputó el mapa de ruta trazado para él por su padre, hasta que se enamoró de Lourdes y Dantón reaccionó con la brutalidad y falta de elegancia que el hijo, a partir de ese momento, empezó a atribuir a un padre al cual quería y agradecía todo lo que le daba, la mesada, el Renault cuatro puertas, la no-

vedad de la tarjeta American Express (aunque con límite de gasto), la libertad de hacerse trajes con Macazaga (aunque Santiago prefería chamarras de cuero y pantalones vaqueros), sin poner en tela de juicio los móviles, las acciones, las justificaciones o las fatalidades de un «así son las cosas» que animaba las palabras de su padre, un hombre anclado en la segundad de su posición económica y su moralidad personal, con las cuales, armado, podía decirle a su hijo «seguirás mi camino» y a la novia de su hijo, «no eres más que una piedra en el camino, apártate o te aparto a puntapiés».

La actitud de su padre enchiló al joven Santiago, le dio mucha muina primero pero luego lo llevó a hacer cosas que nunca se le hubieran ocurrido antes. El joven se dio cuenta de su propia naturaleza moral y se dio cuenta de que Lourdes se daba cuenta; no se iban a acostar juntos hasta aclarar bien la situación, no iban a «chantajear» a nadie ni con un bebé por equivocación ni con un sexo de puro desafío. Santiago, mejor, se puso a pensar, ¿quién es mi padre, qué hace mi padre que tiene ese poder absoluto sobre los demás y esa confianza en sí mismo?

Le dijo a Lourdes, vamos a ser más listos que él, mi amor, vamos a dejar de vernos diario, sólo en secreto los viernes en la noche, para que el viejo no se las huela.

Santiago le dijo a Dantón que estaba bien, estudiaría Leyes pero quería práctica y deseaba trabajar en las oficinas de su padre. La satisfacción de Dantón lo cegó. No imaginó peligro alguno en darle cabida a su propio hijo en las oficinas del Bufete Unido de Factores Asociados (BUFA), un edificio relumbrante de vidrios y metales inoxidables en el Paseo de la Reforma, a escasos metros de la estatua de Cristóbal Colón y del Monumento a la Revolución. Allí había estado la casa parisina, con todo y mansardas esperando la nevada en México, del Nalgón del Rosal, el viejo aristócrata por-firista cuya gracia era deglutir su propio monóculo (de gelatina) en las soirées de Carmen Cortina. Pero La Reforma, el paseo trazado por la emperatriz Carlota para unir su residencia en el Castillo de Chapultepec al centro de la ciudad y concebido por la consorte de Maximiliano como una reproducción de la Avenue Louise de su nativa Bruselas, se parecía cada vez más a una avenida de Houston o Dallas, sembrada de rascacielos, estacionamientos y expendios de fast-food.

Allí, Santiago se iba a entrenar, que recorriese todos los pisos, se enterará de todos los asuntos, era el hijo del patrón…

Se hizo amigo del archivista, un aficionado taurino, regalándole boletos para la temporada dominada ese año por Joselito Huerta y Manuel Capetillo. Se hizo amigo de las telefonistas, consiguiéndoles pases a los Estudios Churubusco para ver filmar a Libertad Lamarque, la misma tanguista argentina que en los cines de Cuernavaca le arrancaba las lágrimas sentimentales a Harry Jaffe.

¿Quién era la señorita Artemisa que llamaba diario a don Dan ton, por qué la trataban con tanta deferencia cuando Santiago no andaba por ahí y con tanto secreteo apenas se acercaba el hijo del jefe? ¿A quién consideraba su padre, por teléfono, con un respeto casi abyecto de sí, señor, aquí estamos para servirle señor, lo que usted mande señor, en contraste con los que sólo recibían órdenes rápidas, implacables y sin adornos, lo necesito ahoritita mismo, Gu-tierritos, no se me duerma, aquí no hay lugar para güevones y a usted se me hace que le cuelgan hasta las rodillas, qué le pasa, Fonse-ca, se le pegaron las sábanas o qué, lo espero en quince segundos o vaya pensando en otra chamba, que a su vez contrastaban con los que recibían amenazas más graves, si estima usted a su mujer y a sus hijos, le recomiendo hacer lo que le digo, no si no le doy órdenes, le mando, a los mandaderos se les manda y usted, Reynoso, nomás recuerde que los papeles están en mi poder y me bastaría dárselos al Excélsior para que a usted se lo lleve la puritita chingada?

– Como usted mande, señor.

– Súbame el expediente volando.

– No se meta en lo que no le concierne, cabrón, o va a amanecer un día con la lengua cortada y los cojones en la boca.

A medida que penetraba el laberinto de metal y vidrio dominado por su padre, Santiago buscaba con ternura y voracidad parejas -eran dos nombres de la necesidad, pero también del amor- el cariño de Lourdes. Se tomaban de las manos en el cine, se miraban muy hondo a los ojos en las cafeterías, se besaban en el coche de Santiago, se tocaban sexualmente en la oscuridad, pero esperaban el momento de vivir juntos para unirse de verdad. Estaban de acuerdo en esto, por más extraño y hasta ridículo, a veces, que pudiera pare-cerle, a veces a uno, a veces, al otro, a veces a los dos. Tenían algo en común. Les excitaba aplazar el acto. Imaginarse.

¿Quién era la señorita Artemisa?

Tenía una voz grave pero azucarada y la remataba dicién-dole por teléfono a Dantón, «te quedo, mi Toncito, te quedo, cada-medo». Santiago se murió de la risa cuando escuchó, sin derecho

alguno, este diálogo acaramelado por la extensión telefónica de su padre, y más cuando el severo don Dantón le dijo a su caramelo, «¿qué dice mi tetoncita, qué siente mi güevona, qué come mi Michita que la trompita le sabe a pichita?», «es que como camotito cada jueves» contestó esa voz ronca y profesionalmente cariñosa: Lourdes, le dijo Santiago a su novia, esto se pone muy bueno, vamos a averiguar quién es la tal Micha o Artemisa y a qué sabe de veras, ¡palabra que mi jefe se las trae!

No pensó en traiciones a la arrumbada doña Magdalena, Santiago no era un puritano, pero sí soy curioso, Lourdes, y yo también, rió la fresca y núbil oaxaqueña, mientras los dos esperaban la salida de Dantón de la oficina un jueves en la noche, cuando el papá tomaba el poco conspicuo Chevrolet él solo, sin chofer, y se dirigía a la calle Darwin en la colonia Nueva Anzures, seguido por Santiago y Lourdes en un Ford alquilado para despistar.

Dantón estacionó el coche y entró a una casa adornada por estatuas de yeso de Apolo y Venus a la entrada. La puerta se cerró y reinó el misterio. Al rato, se escucharon música y risas. Las luces se prendían y apagaban caprichosamente.

Regresaron una mañana cuando un jardinero podaba los setos de la entrada y una criada espolvoreaba las estatuas eróticas. La puerta de entrada estaba entreabierta. Lourdes y Santiago entrevieron un salón burgués normal, con sillones de brocado y floreros llenos de alcatraces, pisos de mármol y una escalera de película mexicana.

Al instante, apareció en lo alto de la escalera un hombre joven y arrogante, con el pelo cortado muy corto, una bata de seda, gazné al cuello y, extravagante, poniéndose unos guantes blancos.

– ¿Qué quieren? -les dijo con una ceja muy arqueada y muy depilada que contrastaba con la voz ronca-. ¿Quiénes son?

– Perdón, nos equivocamos de casa -dijo Lourdes.

– Nacos -murmuró el hombre de los guantes.

Supongo que sí, le dijo a Santiago el archivista del BUFA, si es el hijo del patrón, pásele nomás.

Todas las tardes, mientras su padre prolongaba las comidas en el Focolare, el Rívoli y el Ambassadeurs, Santiago filtraba minuciosamente los papeles de la firma como por un cedazo en el que la repugnancia y el amor se reunían, a pesar de todo, dolorosamente, porque el joven pasante de Derecho se repetía sin cesar, es mi padre, con este dinero he vivido, este dinero me educó, estos negocios

son el techo y el piso de mi casa, manejo un Renault último modelo gracias a los negocios de mi padre…

– Vamos a comportarnos como amantes secretos -le dijo Santiago a Lourdes-. Haz de cuenta que no queremos ser vistos.

– ¿Más?

– Hasta ahí nomás. ¡Mi amor! No, te lo digo en serio. ¿Adonde iríamos si no quisiéramos ser vistos?

– Santiago, no te hagas. Mejor sigue el coche de tu papá -rió ella.

El Chez Soi era un lugar amplio pero oscuro en la Avenida Insurgentes; las mesas estaban muy separadas entre sí, no había iluminación general, cada mesita tenía una lámpara pequeña y baja, la penumbra reinaba. Los manteles eran todos de cuadros rojos y blancos, para dar el toque francés.

Lourdes y Santiago siguieron a Dantón y lo vieron entrar tres semanas seguidas, puntualmente, a las nueve de la noche cada martes. Pero entraba y salía solo.

Una noche, Santiago y Lourdes llegaron a las ocho y media, tomaron asiento y ordenaron dos cubas. El mesero francés los miró con desdén. Había parejas en todas las mesas menos una. Una mujer de escote descarado, mostrando con alarde la mitad de los senos, levantó un brazo para arreglarse la abundante cabellera rojiza, mostró otra vez con alarde una axila perfectamente rasurada, sacó una polvera y se arregló la cara abundantemente blanqueada en torno a las cejas depiladas, la mirada arrogante y los labios exageradamente gruesos, como una Joan Crawford declinada. Lo llamativo era que hacía todo esto sin quitarse los guantes blancos.

Cuando Dantón entró, le besó la boca y se sentó junto a ella, Lourdes y Santiago ya estaban en un rincón oscuro y habían pagado la cuenta. Esa noche, los jóvenes salieron en el Renault rumbo a la costa oaxaqueña. Santiago manejó toda la noche, sin decir palabra, muy despierto, librando la sierpe interminable de curvas entre la ciudad de México, Oaxaca y Puerto Escondido. Lourdes iba dormida sobre el hombro de su novio; Santiago sólo tenía ojos para las formas oscuras del paisaje, los grandes lomos de la sierra, el cuerpo arisco y abundante del país contrastado, bosques de pinos y desiertos de tepalcate, muros de basalto y coronas de nieve, inmensos cactos de órgano, floraciones súbitas de Jacaranda. La geografía solitaria, sin poblados ni habitantes. El país por hacerse empeñado en deshacerse primero.

El mar apareció a las ocho de la mañana, no había nadie en la playa, Lourdes despertó con una exclamación de alegría, ésta es la mejor playa de la costa, di ¡o, se desnudó para entrar al mar, Santiago también se despojó de la ropa, entraron juntos, desnudos, al mar, el Pacífico fue su sábana, se besaron más hondo que las aguas verdes y plácidas, sintieron sus cuerpos levantados sobre el fondo de arena, excitados por el vigor salino, Lourdes levantó las piernas cuando sintió la punta del pene de Santiago rozándole el clítoris, le rodeó la cintura con las piernas, él la abrazó y le introdujo la verga en el mar, pegando fuerte contra el mono de Lourdes para que ella sintiera por fuera cómo les gusta a las mujeres mientras él sentía por dentro cómo les gusta a los hombres y se derramaron y lavaron y espantaron a las gaviotas.

Aprende cuanto antes las reglas del ¡uego, le había dicho Dantón a Santiago cuando su hijo entró a trabajar con él al BUFA. Los que quieren ascender entran al PRI y se contentan con lo que les cae. Tienen razón. Son ajonjolí de todos los moles. Lo que les ofrecen, lo toman. Un día pueden ser oficial mayor, al siguiente Secretario de Estado y pasado mañana administrador de puentes y caminos. No importa. Tienen que tragárselo todo. La disciplina reditúa. O no reditúa. Pero ellos no tienen otra alternativa. Nomás que allí es donde comienza el código común para todos, los que ascienden y los que ya estamos arriba. No te enemistes con nadie que tenga poder o pueda tenerlo, hijo. Cuando haya enfrentamientos, que sean en serio, no por un quítame allá esos pelos. No hagas olas, hijo. Este país sólo avanza en un mar de sargazos. Mientras más calma chicha, más creemos que progresamos. Es un secreto y una paradoja, de acuerdo. No digas nunca nada en público que se preste a controversias. Aquí no hay problemas, México progresa en paz. Hay unidad nacional y quien se alebresta y rompe la tranquilidad, lo paga caro. Vivimos el milagro mexicano. Queremos algo más que un pollo en cada olla, como dicen los gringos. Queremos un refrigerador repleto en cada hogar y si es posible, con puros productos de los supermercados de tu abuelo don Aspirina, que Dios tenga a su vera y al que convencí que el comercio se hacía en grande. Ah, qué don Aspirina, tenía alma de abarrotero.

Se sirvió dos dedos de Chivas Regal en un pesado vaso de cristal cortado, sorbió y prosiguió.

– Voy a relacionarte bien, Santiago, pierde cuidado. Hay que empezar joven pero lo duro es durar. Los políticos, ya ves, empiezan jóvenes pero salvo excepciones, duran poco. Los hombres de

negocios empezamos jóvenes pero duramos toda la vida. Nadie nos elige y mientras no digamos nada en público, no somos ni vistos ni criticados. A ti no te hace falta hacerte notar. La publicidad y el autobombo son formas de rebeldía en nuestro sistema. Olvídalas. No te expongas nunca a decir algo de lo que luego te arrepientas. Tus pensamientos, guárdatelos para ti nomás. Que no haya testigos.

Santiago aceptó la copa que le ofreció su padre y se la bebió de un golpe.

– Así me gusta -rió Dantón-. Lo tienes todo. Sé discreto. No te expongas. Apuéstale a todos pero arrímate al bueno, cuando viene la grande, la sucesión presidencial. Las lealtades no valen, las obsecuencias sí. Aprovecha los primeros tres años del sexenio para hacer negocios. Luego vienen los declives, las locuras, los sueños de ser reelectos o ganar el Premio Nobel. Y a los presidentes se les bota la canica. Hay que acomodarse con el sucesor, que aunque lo escoja el presidente en turno, una vez en la silla va a hacer pedazos al antecesor que lo nombró, a su familia y a sus amigos. Navega en silencio, Santiago. Nosotros somos continuidad callada. Ellos son fragmentación ruidosa. Y a veces, ruinosa, cómo no.

Que invitara a bailar a Mengana y a cenar a Zutana. El papá de Perengana era socio de don Dantón y tenía una fortuna modesta de cincuenta millones de dólares, pero el papá de Loli Parada andaba por los doscientos millones y aunque era menos manipula-ble que el socio, adoraba a su hija y le daría todo lo que…

¿Todo?, le dijo Santiago a su padre, ¿qué llamas todo, padre? Carajo, no sigues tus propios consejos, cabrón papacito, dejas demasiados papeles, aunque los escondas muy bien, tus archivos están llenos de pruebas que has ido guardando para poder chantajear a quienes te hicieron favores y refrescar la memoria a quienes les debes favores, en los dos casos fuiste corrupto, cabrón viejo, no me mires así, no voy a medirme, chingada madre, tengo fotocopias de todas tus pinches movidas, me sé de memoria cada mordida que recibiste de un Secretario de Estado por manejarle un asunto público como si fuera privado, cada comisión que te dieron por servir de intermediario y hombre de paja en una compraventa ilegal de terrenos en Acapulco, cada cheque que te pasaron por servirles de frente a inversionistas gringos en actividades vedadas a extranjeros, cada peso que te dieron por asumir la responsabilidad de terrenos ejida-les desalojados aun a costa del asesinato de campesinos para que un presidente y sus socios desarrollaran ahí el turismo, me sé las muer-

tes de líderes sindicales independientes y de líderes agrarios rejegos, por todo te pagaron y a todos les pagaste, padre mío e hijo de la chingada, no has cometido un acto lícito en tu puta vida, vives del sistema y el sistema vive de ti, te condenan las pruebas porque las necesitas para condenar a quienes te sirvieron o a los que serviste, pero el secreto se acabó, pinche viejo, yo tengo copia de todo, no te preocupes, no voy a darle nada a los periódicos, ¿qué gano con eso?, no voy a decir palabra, salvo que te vuelvas más loco de lo que estás, ojete, y me mandes matar, y en ese caso ya dispuse que todo salga a la luz y no aquí, donde le pagas a los periodistas, corruptor de mierda, sino en los Estados Unidos, allí donde te duele, donde te arruinas, cabrón papacito, porque les lavas dinero a los criminales yanquis y mexicanos, porque violas las leyes sagradas de la sagrada democracia americana, sobornas a sus funcionarios bancarios, les pasas regalitos a sus congressmen, chinga tu madre, si hasta has creado tu pequeño lobby personal en Washington, palabra que te admiro, viejo, eres mejor que Willy Mays, tocas todas las bases, palabra que más que a ti desprecio a todo el jodido sistema que has contribuido a crear, ustedes están podridos de los pies a la cabeza y de la cabeza a los pies, del presidente al último gendarme están más podridos que una plasta de mierda seca que lleva cuarenta años repartiéndose entre todos y dándonos de comer a todos, ¡a la chingada, don Dan-tón López-Díaz, a la puritita chingada!, no quiero comer mierda, no quiero un centavo tuyo, no quiero verte el puto hocico ni una vez más en mi vida, no quiero volver a mirar a un solo socio tuyo, a un solo líder de la CTM, a un solo redentor de la CNC, a un solo banquero salvado de la ruina por el gobierno, a un solo… me lleva la puta madre, lo que voy a hacer es luchar contra todos ustedes y si me pasa algo a mí, algo peor te va a suceder a ti, papacito lindo.

Santiago le arrojó las copias de los papeles a la cara a su padre mudo, tembloroso, con los dedos acalambrados puestos por reflejo sobre los timbres de auxilio pero incapaz al fin de hacer nada, reducido a la impotencia brutal en que su hijo quiso colocarlo.

– Recuerda. Cada papel de esos tiene copias. En México. En los Estados Unidos. En lugar seguro. Protégeme, papá, porque no tienes más protección que la de tu hijo desobediente. ¡A la chingada!

Y Santiago abrazó a su padre, se abrazó de su padre y le dijo al oído, te quiero viejo, tú sabes que a pesar de todo yo te quiero viejo cabrón.

Laura Díaz presidió la mesa aqueLa noche de Navidad del año 65. Ella a la cabeza, las dos parejas a sus lados. Se sintió segura, perfeccionada de algún modo por la simetría del amor entre sus nietos y sus amigos. Ya no estaba sola. A su derecha, su nieto Santiago y su novia Lourdes le anunciaron que se casarían el último día del año, ella esperaba un bebé en julio, él buscaría chamba y mientras tanto…

– No -lo interrumpió Laura-. Ésta es tu casa, Santiago. Tú y tu mujer se quedan aquí y le alegran la existencia a una vieja…

Porque tener al tercer Santiago con ella era como tener presentes a los otros dos, el Mayor y el Menor, el hermano y el hijo. Que tuvieran al niño, que Santiago terminara la carrera. Para ella era una fiesta llenar la casa de amor, bullicio…

– Tu tío Santiago nunca cerró la puerta de su recámara.

Llenar la casa de un amor feliz. Laura quería proteger desde la raíz a una pareja joven y bella, acaso porque a su derecha, en la cena navideña, tenía a una pareja que tardó treinta años en reunirse y ser feliz.

Basilio Baltazar había encanecido, pero mantenía el perfil gitano, moreno y bien recortado, de su juventud. Pilar Méndez, en cambio, mostraba los estragos de una vida de azares y privaciones. No de carencias físicas, no había pasado hambres, su desolación era interna, en el rostro sólo estaban dibujadas las dudas, las lealtades desgarradas, la obligación constante de escoger, de reparar con amor las heridas de la crueldad familiar, facciosa y, cómo no, fantástica. La mujer de pelo rubio ceniza y dientes maltratados, bella aún en su perfil ibérico, mezcla de todos los encuentros, musulmán y godo, judío y romano, como si trajera un mapa de su patria pintado en la cara, arrastraba también palabras duras, declamadas como en una tragedia antigua frente al escenario clásico de la puerta latina de Santa Fe.

– La mayor fidelidad consiste en desobedecer las órdenes injustas.

– Sálvela en nombre del honor.

– Ten compasión.

– El cielo está lleno de mentiras.

– Muero para que mi padre y mi madre se odien siempre.

– Ella debe morir en nombre de la justicia.

– ¿Qué parte del dolor no viene de Dios?

Laura le dijo a Pilar que los nietos, Santiago y Lourdes, tenían derecho a escuchar la historia del drama ocurrido en Santa Fe en 1937.

– Es una historia muy vieja -dijo Pilar.

– No hay historia que no se repita en nuestro tiempo -Laura le acarició la mano a la mujer española-. Te lo digo yo.

Dijo Pilar que no se quejó frente a la muerte entonces, y no lo iba a hacer ahora. La queja sólo aumenta el dolor. Sale sobrando.

– Creímos que ella fue fusilada aquella madrugada frente a los muros de la ciudad -dijo Basilio-. Lo creímos durante treinta años.

– ¿Por qué lo creíste? -preguntó Pilar.

– Porque nos lo contó tu padre. Era de los nuestros, era el alcalde comunista de Santa Fe, por supuesto que lo creímos.

– No hay mejor destino que morir desconocida -dijo Pilar mirando al joven Santiago.

– ¿Por qué, señora?

– Porque si te conocen, Santiago, tienes que justificar a unos y condenar a otros y acabas por traicionar a todos.

Basilio quiso decirles a los jóvenes lo que ya le había contado a Laura cuando pidió licencia y regresó volando a México para ver a su mujer, a su Pilar. Don Alvaro Méndez, el padre de Pilar, fingió la ejecución de su hija aquella madrugada y ocultó a la muchacha en una casa arruinada de la Sierra de Gredos, donde no le faltaría nada mientras durase la guerra; los dueños de la granja vecina eran imparciales, y amigos tanto de don Alvaro como de doña Clemencia. No traicionarían a nadie. Sin embargo, el padre de Pilar no le dijo nada a su mujer Clemencia. La madre de la muchacha quedó convencida de que su hija era mártir del Movimiento. Así lo proclamó cuando triunfó Franco. Don Alvaro fue pasado por las armas en el mismo sitio donde debió morir su hija. La madre cultivó la devoción a su hija mártir, consagró el sitio donde Pilar debió caer muerta, el cuerpo nunca se halló porque los rojos lo arrojaron por allí, seguramente, en una fosa común…

Pilar Méndez la heroína, la mártir ejecutada por los rojos entró al santoral de la Falange y la verdadera Pilar, escondida en la sierra, no pudo mostrarse, vivió invisiblemente, primero escindida entre mostrarse y decir la verdad o esconderse y mantener el mito, pero convencida, cuando conoció la muerte de su padre, que en España la historia es triste y siempre acaba mal. Era mejor seguir en la

invisibilidad que protegía la memoria fiel de su padre y la santa hipocresía de su madre. Se acostumbró, acogida a la misericordia de los amigos de sus padres y más tarde, cuando éstos se sintieron en peligro por el cerco vengativo de Franco, protegida por la caridad de un convento de Carmelitas Descalzas, la orden fundada por Santa Teresa de Ávila y sometida desde entonces a los rigores en los que Pilar Méndez encontró, siempre amparada por la caridad cristiana pero ansiosa de unirse a las reglas de las hermanas, una disciplina por acostumbrada, salvadora: pobreza, hábito carmelita de lana, sandalias rudas, abstinencia de la carne; barrer, hilar, orar y leer, porque Santa Teresa dijo que nada le parecía más detestable que «una monja estúpida».

Las monjas pronto descubrieron las aptitudes de Pilar, era una muchacha que sabía leer y escribir, pusieron en sus manos los libros de la Santa y con el paso de los años, la identificaron de tal modo con los usos del convento (y aun con ciertas rispideces personales que les recordaron a su Santa Fundadora, esa «mujer errante» como la llamó el Rey Felipe II) que las autoridades no pusieron reparos cuando la Madre Superiora pidió un salvoconducto para la humilde e inteligente trabajadora del convento, Úrsula Sánchez, que deseaba visitar a unos parientes en Francia y no tenía documentos, pues los comunistas quemaron los archivos de su pueblo natal.

– Salí cegada, pero con una memoria tan intensa de mi pasado, que no me costó demasiado trabajo recordarlo en París, hacerme la voluntad de recuperar lo que pudo ser mi destino si no me paso toda una vida en pueblos de aguas malas donde los ríos caen de las montañas blanqueándolas de cal. Las madres me recomendaron con unas teresianas de París, empecé a pasearme por los bulevares, recuperé el gusto femenino, sentí envidia por la ropa elegante, tenía treinta y cuatro años, quería verme guapa y bien vestida, me hice de amigos en el cuerpo diplomático, obtuve un puesto en la Casa de México de la Ciudad Universitaria, conocí a un mexicano rico cuyo hijo estudiaba allí, nos liamos, me trajo a México, era celoso, ahora vivía encerrada en una jaula tropical de Acapulco llena de loros, me regaló joyas, sentí que he vivido en jaulas toda mi vida, jaulas de aldea, de convento y de oro, pero siempre prisionera, encarcelada sobre todo por mí misma, para no delatar a mi padre primero, para no robarle a mi madre su rencor satisfecho en seguida, ni la santidad que me adjudicó creyéndome muerta para sentirse ella misma santa, me acostumbré demasiado a vivir en secreto, a ser

otra, a no romper el silencio que me imponían mis padres, la guerra, España, los aldeanos que me protegieron, las monjas que me dieron refugio, el mexicano que me trajo a América.

Se detuvo un momento, rodeada del silencio atento de todos. El mundo la creía inmolada. Ella tuvo que inmolarse para el mundo. ¿Qué parte del dolor nos viene de los demás y qué parte proviene de nosotros mismos?

Miró a Basilio. Lo tomó de la mano.

– A ti te quise siempre. Creí que mi muerte conservaría nuestro amor. Mi orgullo consistía en creer que no hay mejor destino que morir desconocido. ¿Cómo iba a despreciar lo que más agradecía en mi vida, tu amor, la camaradería de Jorge Maura y Gregorio Vidal, dispuestos a morir conmigo si era necesario?

– ¿Recuerdas? -interrumpió Basilio-. Los españoles somos mastines de la muerte. La olemos y la seguimos hasta que nos maten a nosotros mismos.

– Daría cualquier cosa por desandar lo andado -dijo con tristeza Pilar-. Preferí mi estúpida militancia política al cariño de tres hombres maravillosos. Ojalá me perdonen.

– A la violencia le gusta procrear -sonrió Laura-. Por fortuna, al amor también. Salimos parejos, por lo general.

Tomó las manos de Lourdes a su derecha y de Pilar a su izquierda.

– Por eso, cuando vi anunciada la exposición de fotos de los exiliados españoles, volé desde Acapulco y encontré el marco vacío de Basilio.

Miró a Laura.

– Pero si tú no estás allí, jamás nos habríamos reunido.

– ¿Cuándo le avisó a su amante mexicano que ya no volvería con él? -preguntó Santiago.

– Apenas vi el marco vacío.

– Fue valiente de su parte. Quizás Basilio estaba muerto.

– No -se sonrojó Pilar-. Todos los retratos traían fecha de nacimiento y de muerte, dado el caso. La de Basilio no. Yo sabía. Perdón.

Los jóvenes no hablaron mucho. Prestaban toda su atención a la historia de Pilar y Basilio. Santiago, sin embargo, cruzó una mirada de amor con su abuela y allí, en los ojos de Laura Díaz, encontró algo maravilloso, algo que le quería decir más tarde a Lourdes, que no se le olvidara, no lo decía él, lo decía la mirada, la acti-

tud toda de Laura Díaz aquella Navidad de 1965, y esa mirada de Laura abarcaba a los presentes pero también se abría a ellos, les daba voz, los invitaba a verse y leerse entre sí, revelándose amorosamente.

Pero ella era el punto de equilibrio del mundo.

Laura Díaz había aprendido a amar sin pedir explicaciones porque había aprendido a ver a los demás, con su cámara y con sus ojos, como ellos mismos, quizás, jamás se verían.

Les leyó, al terminar la cena, una breve nota de felicitación de Jorge Maura, fechada en Lanzarote. Laura no pudo resistir; le comunicó la noticia de la maravillosa e inesperada reunión de Pilar Méndez y Basilio Baltazar.

La nota de Jorge sólo preguntaba, «¿Qué parte de la felicidad no viene de Dios?».

La noche de San Silvestre, se casaron Lourdes Alfaro y Santiago Díaz-Pérez. Los testigos fueron Laura Díaz, Pilar Méndez y Basilio Baltazar.

Laura pensó en un cuarto testigo. Jorge Maura. No se verían nunca más.

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