XIII. Café de París: 1939

– Tengo que hablarte de Raquel Alemán,

También le habló de sus compañeros de la causa republicana que estaban en México con misiones distintas a la suya. Acostumbraban reunirse en un lugar muy céntrico, el Café de París en la Avenida Cinco de Mayo, a donde concurría la intelectualidad mexicana de la época, encabezada por un hombre de gran ingenio y sarcasmo ilimitado, el poeta Octavio Barreda, que estaba casado con una hermana de Lupe Marín, la mujer de Diego Rivera anterior a Frida. Carmen Barreda se sentaba en el Café de París y escuchaba las ironías y burlas de su marido sin inmutarse. Nunca lo celebraba y él parecía agradecérselo; era el mejor comentario al humor seco, el dead-pan humour de su marido, traductor, al cabo, de La tierra baldía de Eliot al español.

Todos esperaban de él una obra mayor que nunca llegaba; era un crítico mordaz, un animador de revistas literarias y un hombre de gran distinción física, alto, delgado, con facciones de héroe de la Independencia, tez morena clara y ojos muy verdes y chispeantes. Estaba en una mesa con Xavier Villaurrutia y José Gorostiza, dos maravillosos poetas. Villaurrutia, abundante en su disciplina misma, daba la impresión de que su poesía, por ser tan desnuda, era escasa. En realidad, reunía un grueso volumen en el que la ciudad de México cobraba una sensibilidad nocturna y amorosa que nadie, antes que él, había conseguido:

Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera y el grito de la estatua desdoblando la esquina. Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito, querer tocar el grito y hallar sólo el eco, querer asir el eco y encontrar sólo el muro, y correr hacia el muro y tocar un espejo.

Villaurrutia era pequeño, frágil, a punto de ser dañado por fuerzas misteriosas e innombrables. La vida se le iba en la poesía. En

cambio, Gorostiza, sólido, socarrón y callado, era autor de un solo gran poema largo Muerte sin fin, que muchos consideraban el mejor poema mexicano desde los de la monja Sor Juana Inés de la Cruz en el siglo XVII. Era un poema de la muerte y la forma, la forma -el vaso- aplazando la muerte -el agua que se impone, trémulamente, como la condición misma de la vida, su flujo. En medio, entre la forma y el flujo, está el hombre contenido en el perfil de su vital mortalidad, «lleno de mí, sitiado en mi epidermis por un dios inasible que me ahoga».

Había atracciones y rechazos serios entre estos escritores mexicanos, y el punto de la discordia parecía ser Jaime Torres Bo-det, un poeta y novelista indeciso entre la literatura y la burocracia, que al cabo optó por ésta, pero nunca renunció a su ambición literaria. Barreda posaba a veces como un lavandera y espía chino de su invención, el Doctor Fu Chan Li, y le decía a Gorostiza:

– Cuídate de toles.

– ¿Qué toles?

– Toles Bodet.

Es decir que Jorge Maura y sus amigos se sentían como en su casa en esta réplica mexicana de la tertulia madrileña -un nombre, recordó Villaurrutia, derivado de Tertuliano, el Padre de la Iglesia que allá por el siglo segundo de la cristiandad gustaba de reunir a sus amigos en grupos de discusión socrática- aunque era difícil concebir una discusión con un dogmático como Tertuliano, para quien la Iglesia, siendo dueña de la verdad, no tenía necesidad de argumentar nada. Barreda improvisaba o recordaba en su honor un verso cómico,

Vestida como para una tertulia, Salió Judith rumbo a Betulia…

Nuestras discusiones quisieran ser socráticas, pero a veces se vuelven tertulianas, le advirtió Jorge Maura a Laura Díaz antes de entrar al Café. Los otros contertulios, o socráticos, eran Basilio Baltazar, un hombre joven de una treintena de años, moreno, de cabellera abundante, cejas oscuras, ojos brillantes y sonrisa como un sol, y Domingo Vidal, cuyo rostro parecía fabricado a hachazos, igual que su edad. Parecía salido de un calendario de piedra. Se rapaba la cabeza y dejaba que sus facciones se expandiesen en forma agresiva y móvil, como para compensar una dulzura soñolienta en la mirada de gruesos párpados.

– ¿No les molesta a tus camaradas que esté allí, mi hidalgo?

– Quiero que estés, Laura.

– Adviérteles, por lo menos.

– Ya saben que vienes conmigo porque tú eres yo y sanse-acabó. Y si no lo entienden, que digan misa.

Esta tarde iban a discutir un tema: el papel del Partido Comunista en la guerra. Vidal, le advirtió Jorge a Laura cuando entraron al Café, asumía el papel del comunista y Baltazar el del anarquista. Era algo convenido.

– ¿Y tú?

– «Óyeme y decide tú misma.»

Los dos contertulios le dieron la bienvenida a Laura, sin reticencias. A ella le sorprendió que tanto Baltazar como Vidal hablasen de la guerra como si viviesen uno o dos años atrás antes de que ocurriera lo que ya estaba ocurriendo. La República no sólo le miraba la cara a la derrota. Era la derrota. En cambio, desde lejos, la cara de Octavio Barreda era la de la simple curiosidad, ¿con quién andaba esta chica, Laura Díaz, que había acompañado a los Rivera a Detroit cuando Frida perdió el niño? Villaurrutia y Gorostiza se encogieron de hombros.

Se inició un diálogo que a Laura, instantáneamente, le pareció en efecto programado o previsible, como si cada uno de los «contertulios» tuviese asignado su papel en un drama. Se culpó a sí misma diciéndose que su impresión ya estaba determinada por lo que le dijo Maura. Vidal arrancó, como por indicación de un apuntador invisible, argumentando que ellos, los comunistas, salvaron a la República en el 36 y el 37. Sin ellos, Madrid habría caído en el invierno del 37. Ni las milicias ni el ejército popular hubieran resistido el desorden callejero de la ciudad capital, la falta de comida, de transportes y de fábricas, sin el orden impuesto por el Partido.

– Se te olvidan todos los demás -le recordó Baltazar-. Los que estaban de acuerdo en salvar a la República pero no estaban de acuerdo con ustedes.

Vidal frunció el entrecejo pero soltó una carcajada, no se trataba de estar de acuerdo, sino de hacer lo más eficaz para salvar la República, los comunistas impusimos la unión contra los que querían un pluralismo anárquico en plena guerra, como tú, Baltazar.

– ¿Era preferible una serie de subguerras civiles, anarquis- tas por un lado, milicianos por el otro, comunistas contra todos y to-

dos contra nosotros, dándole la victoria al enemigo que ése sí, actúa unido? -Vidal se rascó el mentón sin rasurar.

Basilio Baltazar guardó silencio por un momento y Laura pensó, este hombre trata de recordar sus líneas, pero su turbación es auténtica y quizás la falta es mía y se trata de un dolor que no conozco.

– Pero el hecho es que hemos perdido -dijo después de un rato, con melancolía, Basilio.

– Hubiéramos perdido más pronto sin la disciplina comunista -dijo en un tono demasiado neutro Vidal, como si respetase ese dolor ausente de Basilio, adelantándose a la probable pregunta del anarquista, ¿se cuestionan ustedes si perdimos porque el Partido Comunista puso sus intereses y los de la URSS por encima del interés colectivo del pueblo español?, pues yo te digo que el interés del PC y el del pueblo español coincidían, los soviéticos nos ayudaron a todos, no sólo al PC, con armas y con dinero. A todos.

– El Partido Comunista ayudó a España -concluyó Vidal y miró detenidamente Jorge Maura, como si todos supieran que a él le correspondía el siguiente diálogo, sólo que Basilio Baltazar se interpuso con un súbito impulso. Imprevisto por todos, más llamativo que un grito porque hizo su pregunta en voz baja. -Pero ¿qué era España?, yo digo que era no sólo los comunistas, era nosotros los anarquistas, era los liberales, los demócratas parlamentarios, el PC fue aislando y aniquilando a todos los que no eran comunistas, se fortaleció e impuso su voluntad debilitando a los demás republicanos y burlándose de toda aspiración que no fuera la del PC, predicaba la unidad pero practicaba la división.

– Por eso perdimos -dijo Baltazar después de una pausa, con la mirada baja, tan baja que Laura adivinó primero y sintió enseguida algo más personal que un argumento político.

– Estás muy callado, Maura -se volteó a decirle Vidal, respetando el silencio de Baltazar.

– Bueno -sonrió Jorge-, veo que yo tomo un cortado, Vidal una cerveza pero Basilio ya se aficionó al tequila.

– Yo no quiero ocultar las desavenencias.

– No -dijo Vidal.

– Ninguno -dijo con cierta precipitación Baltazar.

Maura pensaba que España era más que España. Eso siempre lo había sostenido. España era el ensayo de la guerra general de

los fascistas contra el mundo entero, si se perdía España se perdía Europa y el mundo…

(-Tengo que hablarte de Raquel Alemán…)

– Perdona que sea el abogado del diablo -sonrió de su peculiar manera Vidal, el primer hombre que entraba a un café de la muy formal ciudad de México con un jersey -un suéter, decían los mexicanos- de lana peluda, como si viniera de una fábrica-. Imagínate que triunfa la revolución en España. ¿Qué pasaría? Pues que nos invadía Alemania, dijo el Diablo.

– Pero es que Alemania ya nos invadió -interrumpió con su quieta desesperación Basilio Baltazar-. España ya está ocupada por Hitler. ¿Qué defiendes o a qué le temes, camarada?

– Le temo a un triunfo republicano desorganizado que sólo aplace el verdadero triunfo, para siempre, de los fascistas.

Vidal tomó el vaso de cerveza como un camello que acaba de descubrir agua en el desierto.

– Quieres decir que es mejor que Franco gane para luego combatirlo en una guerra general contra los italianos, los alemanes y los españoles fascistas -se gastó con un grado aún más alto de desesperación Basilio.

– Eso dice mi diablo, Basilio. Los nazis tienen engañado al mundo. Se van apropiando de toda Europa y nadie los resiste. Los franceses y los ingleses creen ingenua o cobardemente que se puede pactar con Hitler. Sólo aquí los nazis no engañan a nadie…

– ¿Aquí? ¿En México? -sonrió Laura para aliviar la tensión.

– Pardon, pardon mille fois -se rió Vidal-. Sólo en España.

– Perdóneme a mí -volvió a sonreír Laura-. Entiendo su «aquí», señor Vidal, yo diría «aquí, en México», si estuviese en España, perdóneme a mí.

– ¿Qué bebe? -le preguntó Basilio.

– Chocolate. Es una costumbre nuestra. Se hace con molinillo y aguado. Mi Mutti, es decir, mi madre…

– Bueno -volvió a su argumento Vidal-, las cuentas claras y el chocolate espeso, con perdón sea dicho. Si los nazis ganan en España, quizás Europa despertará. Verá el horror. Nosotros ya lo sabemos. Quizás, para ganar la gran guerra, tengamos que perder la batalla de España para alertar al mundo contra el mal. España, la guerrita, la petite guerre d'Espagne -torció los labios y suprimió la risa Vidal.

Jorge durmió inquieto, habló en sueños, se levantó a beber agua, luego a orinar, luego se quedó sentado en un sillón con la mirada perdida, observado por Laura desnuda, inquieta también, satisfecha del sexo que le dio Jorge pero sintiendo con alarma que no era para ella, que era un desahogo…

– Habíame. Quiero saber. Tengo derecho a saber, Jorge. Te quiero. ¿Qué pasa? ¿Qué pasó?

Es un pueblo bello e inhóspito como si estuviera muñéndose poco a poco y no quisiera que nadie viese su agonía pero también deseara un testigo de su belleza mortal. Los sellos de los siglos se estampan uno sobre otro en su faz, desde la fundación ibérica que es un salvaje casco de oro con igual valor que una olla de barro. La puerta romana que perdura carcomida por el tiempo y las tormentas como un hito de poder y una advertencia de legitimidad. La gran muralla medieval, la cintura del burgo castellano y su defensa contra el islam, que sin embargo se cuela por todas partes, en la palabra almohada y en la palabra azotea, en la alberca de limpieza y placeres abominables, en la alcachofa deshojable como un clavel comestible, en el arco de medio punto de la iglesia cristiana y en el decorado morisco de puertas y ventanas cercanas a la sinagoga despoblada, derruida, perseguida internamente por el abandono y el olvido.

Ceñido por la muralla del siglo XII, el pueblo de Santa Fe de Palencia tiene un centro único, una especie de ombligo urbano en el que confluye toda la historia de la comunidad. Su plaza central es un coso taurino, un redondel de arena muy amarilla esperando que se derrame en ella el otro color de la bandera de España, una plaza que en vez de gradas de sol y sombra se encuentra rodeada de casas con enormes ventanales de celosías que se abren los domingos para ver las corridas de toros que le dan palpito y nervio a la comunidad. Sólo hay una entrada a la gran plaza cerrada.

Los tres soldados de la República han entrado hasta ese centro singular del pueblo donde los espera el alcalde don Álvaro Méndez, comunista. Es un hombre sin uniforme, de chaleco corto y barriga grande, camisa sin cuello y botas sin espuela. Su atuendo es su rostro de cejas abundantes y arqueadas como la entrada a una mezquita; sus ojos se velaron hace tiempo con los párpados de la edad, hay que adivinar un brillo duro y secreto en el fondo de esa mirada invisible. En cambio, las miradas de los tres soldados son abiertas, francas y asombradas. El viejo las lee y les dice no hago sino cumplir con mi deber, ¿vieron la puerta romana?, no es cuestión de

partido, es cuestión de derecho, esta ciudad es legal porque es republicana, no es una ciudad sublevada con el fascismo, es una ciudad gobernada legítimamente por un alcalde comunista electo que soy yo, Álvaro Méndez, que debe cumplir con su deber, por terrible y doloroso que sea.

– Es injusto -dijo con los dientes muy cerrados Basilio Baltazar.

– Voy a decirte una cosa, Basilio, y no la voy a repetir más -dijo el alcalde en medio del coso de arenas amarillas y ventanas cerradas, por cuyos visillos, sin embargo, miraban curiosas las mujeres vestidas de negro-. Hay fidelidad en obedecer las órdenes justas, pero hay mayor fidelidad aun en obedecer las órdenes injustas.

– No -retuvo el grito que le hervía en la garganta Basilio-. La mayor fidelidad consiste en desobedecer las órdenes injustas.

Ella nos traicionó, dijo el alcalde. Ella dio aviso al enemigo de las posiciones republicanas en la sierra. Ven ustedes esas luces en la sierra, miran esos fuegos en las montañas que vuelan de cima en cima, mantenidos por todos en nombre de todos, ven esos fuegos como lunas instantáneas, esas antorchas de paja y leña, esas luces pariéndose unas a otras, esa pelambre de fuego: pues son las barbas incendiadas de la República, el cerco que nos hemos impuesto a nosotros mismos para protegernos de los fascistas.

– Ella se los di¡o -tembló con cólera más ardiente que las cimas del monte la voz del alcalde-. Ella les dijo que si lograban apagar esas luces nos engañarían y bajaríamos las defensas. Ella les dijo, apaguen los fuegos del monte, maten uno a uno a los antorcheros republicanos y entonces podrán tomar este pueblo engañado, indefenso, en nombre de Franco nuestro salvador.

Sus párpados de ofidio interrogaron a cada uno de los soldados. Quería ser justo. Oía las razones. Los interrumpió el balcón abierto con ruidos y un grito desgarrador; apareció allí una mujer de rostro color de luna y ojos color de mora, toda vestida de negro, la cabeza cubierta, una piel adelgazada hasta la transparencia por el uso, como un papel sobre el cual se ha borrado más de lo que se ha escrito. Méndez, el alcalde de Santa Fe de Palencia, no le hizo caso. Reiteró: hablen.

– Sálvela en nombre del honor -dijo Jorge Maura.

– Yo amo a Pilar -gritó, más fuerte que la mujer del balcón, Basilio Baltazar-. Sálvela en nombre del amor.

– Ella debe morir en nombre de la justicia -plantó el alcalde la bota sobre la arena inmaculada y miró, buscando apoyo, al comunista Vidal.

– Sálvela a pesar de la razón política -le dijo éste.

– Vientos desfavorables -trató de sonreír el viejo pero se mantuvo, al fin, hierático-. Desfavorables.

Entonces gritó la mujer del balcón, ¡Ten piedad!, y el alcalde les dijo a todos, que no se confunda mi deber justiciero con la cólera de mi esposa, y la mujer gritó otra vez desde el balcón, ¿sólo tienes deberes de alcalde y de comunista?, y el viejo volvió a ignorarla, hablándole sólo a Vidal, Baltazar y Maura, no obedezco a mis sentimientos, obedezco a España y al Partido.

– ¡Ten compasión! -gritó la mujer.

– Es tu culpa, Clemencia, tú la educaste como católica contra mi voluntad -le contestó al fin el alcalde, dándole la espalda.

– No me amargues lo que me queda de vida, Alvaro.

– Bah, la discordia de una familia no se puede imponer a la ley.

– La discordia a veces no nace del odio, sino del amor excesivo -gritó Clemencia despojándose del manto que le cubría la cabeza revelando la cabellera blanca revuelta y las orejas desbordadas de profecías.

– Nuestra hija está a la intemperie, a las puertas de la ciudad, ¿qué vas a hacer con ella?

– Ya no es vuestra hija. Es mi mujer -dijo Basilio Baltazar.

Alguien dejó entrar, esa noche, los bueyes a la Plaza de Santa Fe. Los fuegos se empezaron a apagar en la montaña.

– El cielo está lleno de mentiras -dijo con voz opaca Clemencia antes de cerrar los visillos del balcón.

(-Tengo que hablarte de Pilar Méndez…)

El tema de la siguiente reunión en el Café de París parecía uno solo, la violencia, sus semillas, sus gestaciones, sus partos, su relación con el bien y con el mal. Maura tomó el argumento más difícil, no se les puede poner todo el mal a cuenta de los fascistas, no olvidemos la violencia republicana, el asesinato por los anarquistas del cardenal Soldevilla en Zaragoza, los socialistas matando a golpes a los falangistas que hacían ejercicios en la Casa de Campo en 1934, les vaciaron los ojos y se orinaron en las cuencas, eso hicieron los nuestros, camaradas.

– Eran los nuestros.

– ¿Y no mataron luego los fascistas a la muchacha que se orinó en sus muertos?

– Ése es mi argumento, camaradas -dijo Maura tomando la mano de su amante mexicana-. La escalada de la violencia española nos lleva siempre a la guerra de todos contra todos.

– Con razón los escamots catalanes cortaron las vías de ferrocarril en el 34 para separar eternamente a Cataluña de España. -Basilio miró las manos unidas de Jorge y Laura-. ¡En buena hora! -pero sintió dolor y envidia.

Vidal lanzó una carcajada tan peluda como su jersey. -¡Así que todos nos matamos a puerta cerrada, alegre y regionalmente, cono, y que el mundo se vaya a hacer puñetas!

Jorge soltó la mano de Laura y la puso sobre el hombro de Vidal, no olvido las matanzas en masa ordenadas por los franquistas en Badajoz, ni el asesinato de Federico García Lorca, ni Guerni-ca. Es mi prólogo, camaradas.

– Mis amigas, olvídense de las violencias políticas del pasado, olvídense de las supuestas fatalidades políticas españolas, ésta es una guerra pero ni siquiera es nuestra, nos la quitaron, somos el teatro donde se ensaya, nuestros enemigos vienen de afuera, Franco es un títere y si no los derrotamos, Hitler va a derrotar al mundo. Recuerden que yo estudié en Alemania y vi cómo se organizaron los nazis. Olvídense de nuestras miserables violencias españolas. Esperen a ver la verdadera violencia, la violencia del Mal. El Mal, así con mayúscula, organizado como una fábrica del Ruhr. Entonces la nuestra va a parecer la violencia de un tablado flamenco o de una plaza de toros… -dijo Jorge Maura.

(-Tengo que hablarte de Raquel Alemán…)

– ¿Y tú, Laura Díaz? No has abierto el pico.

Ella bajó la cabeza un instante, luego fue mirando cariñosamente a cada uno, finalmente habló:

– Me llena de gusto ver que la disputa más encarnizada entre los hombres siempre revela algo que les es común.

Los tres se ruborizaron al mismo tiempo. Basilio Baltazar salvó la situación que ella no acababa de entender. -Se ven ustedes muy enamorados. ¿Cómo miden el amor en medio de todo esto que está ocurriendo?

– Dilo mejor así -terció Vidal-. ¿Sólo cuenta la felicidad personal, no la desgracia de millones de seres?

– Yo le hago otra pregunta, señor Vidal -regresó Laura Díaz.

– Vidal a secas, oye. Qué formalistas son los mexicanos.

– Bueno, Vidal a secas. ¿Puede el amor de una pareja suplir todas las infelicidades del mundo?

Los tres se miraron entre sí con pudor, compasión y también con compasión.

– Sí, supongo que hay maneras de redimir al mundo, seamos los hombres tan solitarios como nuestro amigo Basilio o tan organizados como yo -aceptó con una mezcla de humildad y arrogancia Vidal.

(-Tengo que hablarte de Pilar Méndez…)

Eso que dijo al final el comunista, Laura, le dijo Jorge a su amante cuando los dos se fueron caminando solos por la Avenida del Cinco de Mayo, es cierto pero es conflictivo.

Ella le advirtió que lo notó reticente, elocuente sí, pero reticente casi siempre. Era otro Jorge Maura, uno más, y le gustaba, palabra que sí, pero quería detenerse un rato en el Maura del café, entender sus silencios, compartir las razones del silencio.

– Sabes que ninguno se atrevió a externar sus verdaderas dudas -revirtió Maura caminando hacia la construcción veneciana del edificio de Correos de la ciudad de México-. Los más fuertes son los comunistas porque son los que tienen menos dudas. Pero al tener menos dudas cometen con más facilidad delitos históricos. No me malentiendas. Los nazis y los comunistas no son la misma cosa. La diferencia es que Hitler cree en el Mal, el Mal es su Evangelio, la conquista, el genocidio, el racismo. En cambio Stalin tiene que decir que cree en el Bien, en la libertad del trabajo, en la desaparición del Estado y en dar a cada quien según sus necesidades. Recita el Evangelio del Dios Civil.

– ¿Por eso engaña a tanta gente?

– Hitler recita el Evangelio del Diablo. Comete sus crímenes en nombre del Mal: éste es su horror. Esto nunca se ha visto antes. Quienes lo siguen tienen que compartir su voluntad maligna, todos, Goering, Goebbels, Himmler, Ribbentrop, los aristócratas como Papen, los lumpen como Ernst Rohm, los junkers prusianos como Keitel. Stalin comete sus crímenes en nombre del Bien y yo no sé si éste es un horror más grande, porque quienes le siguen actúan de buena fe, no son fascistas, son gente comúnmente buena que cuando se da cuenta del horror estalinista, es eliminada por el

propio Stalin, Trotski, Bujarin, Kámenev, tocios los camaradas de La época heroica. Los que se negaron a seguir a Stalin porque prefirieron seguir al verdadero comunismo hasta la muerte. ¿No son héroes Bujarin, Trotski, Kámenev? ¿Dime un solo nazi que haya abandonado a Hitler por fidelidad al nacionalsocialismo?

– ¿Y tú, Jorge mi amorcito gachupín?

– Yo, Laura mi amorcito jarocho, yo un intelectual español y si quieres, está bien, un señorito, un aristó de esos que Robes-pierre mandaba guillotinar.

– Tienes el alma dividida, mi gachupincito señorito…

– No, sí me doy cuenta del mal nazi y de la traición esta-linista. Pero también soy consciente de la nobleza de la República Española, de cómo trata, simplemente, de hacernos un país normal, moderno, de respeto y convivencia y solución de problemas, cono, que vienen desde los godos. Y a esa nobleza esencial de la República, yo le sacrifico mis dudas, Laura mi amor. Entre el mal nazi y la traición comunista, me quedo con el heroísmo republicano del joven «gringo», como dicen ustedes, aquel Jim que se fue a morir por nosotros al Jarama.

– Jorge, no soy idiota. Alguien más sufrió por ustedes. Hay algo más que los une a Baltazar, a Vidal y a ti.

(-Tengo que hablarte de Pilar Méndez…)

De pie frente a la muralla de Santa Fe de Palencia, envuelta en un manto de pieles negras, salvajes, con el pelo rubio agitado por el viento arremolinado de la sierra, Pilar Méndez miraba apagarse una a una las fogatas del monte pero no sonreía atestiguando su triunfo, traición para su padre, victoria para ella, fortaleciéndose en su convicción de que ayudaba a los suyos que era como ayudar a Dios, aunque la hiciesen flaquear los pasos de los tres soldados de la República que avanzaban desde la puerta romana hasta ese espacio de tierra levantisca y mugidos de bueyes que ella, Pilar Méndez, ocupaba en nombre de su Dios, más allá de cualquier fe política, porque los Nacionales y la Falange estaban con Dios y ellos, los otros, su padre don Álvaro y los tres soldados, eran víctimas del Diablo, sin saberlo, creyéndose del buen lado, eran ellos, todos ellos, los rojos, los que incendiaban iglesias y fusilaban curas y violaban monjas: Domingo Vidal, Jorge Maura y Basilio Baltazar, su amor, su cariño ardiente, el hombre de su vida, su esposo ya sin necesidad de sacramento, caminando entre el polvo y los bueyes y el viento y los fuegos muertos, hacia ella, la mujer plantada frente al muro de la ciu-

dad moribunda envuelta en una larga manta de animales muertos, negros, una española rubia, una diosa visigoda de ojos azules y melena amarilla como las arenas del coso taurino.

¿Qué le iban a decir los tres hombres?

¿Qué le podían decir?

Ninguna palabra. Sólo la visión de Basilio Baltazar como una doble flecha de placer y dolor de la vida, inseparables. Su amante sentido como un precio, el precio de trastocar el orden de la vida, eso era el amor, pensó Pilar Méndez viendo acercarse a los tres hombres.

Basilio cayó de rodillas y abrazó las de Pilar, repitiendo sin cesar mi amor mi amor ni amor mi coño mis tetas no me quites nada tesoro mío, Pilar te adoro…

– ¿Tú, Domingo Vidal, comunista, enemigo? -dijo Pilar para fortalecerse ante el dolor amatorio de Basilio Baltazar.

Vidal asintió con la cabera rapada, el gorro de miliciano entre las manos, como si Pilar fuese una virgen, La dolorosa.

– ¿Tú, Jorge Maura, señorito traidor, pasado a los rojos?

Jorge la abrazó y ella gritó como un animal capaz de repugnancia, pero Maura le dijo no te suelto, tienes que entender, estás condenada a muerte, ¿me entiendes?, te van a fusilar al amanecer, tu propio padre te ha mandado fusilar, tu padre el alcalde tu padre llamado Alvaro Méndez, él te va a matar a pesar de nuestras súplicas, a pesar de tu madre…

La carcajada de loca de Pilar Méndez puso de pie, horripilado, a Baltazar, ¿mi madre, se reía Pilar como un animal salvaje, una hiena hermosísima, una Medusa sin mirada propia, mi madre, hay alguien que desee mi muerte más que mi madre mal llamada Clemencia la guarra, ella que me hizo devota hasta la muerte, ella que me implantó la idea del pecado y el infierno?, esa mujer no desea mi vida, desea mi muerte de mártir, muerte de virgen cree la muy bruta, virgen, Basilio, la oyes, qué ganas de que Clemencia mi madre nos hubiera visto la tarde que me arrancaste el virgo, me lo comiste a mordiscazos, escupiste mi membrana sangrienta como si fuera un moco o una hostia podrida, Basilio, te acuerdas, y me penetraste como se penetran un lobo y una loba por detrás, por el culo, sin verme la cara, te acuerdas de eso, en la casa vieja y sin muebles donde yo misma te conduje, mi amor adorado, mi único hombre, te crees tú con derecho a salvarme cuando mi propia madre me desea muerta, mártir del Movimiento, santa que salve su propia con-

ciencia, Clemencia la bien nombrada, la madre que me odia porque no me casé como ella quería, me entregué a un chico pobre y de ideas sospechosas, mi bello, mi adorado Basilio Baltazar, qué vienes a hacer aquí, qué pretenden tú y tus amigos, se han vuelto locos, no sabéis que sois todos mis enemigos, no sabéis que yo estoy en contra de vosotros, que os mandaría fusilar a todos en nombre de España y Franco, que no quiero que crezcan espinas en los viejos senderos de la muerte española, que quiere limpiarlos con mi sangre…

Vidal, brutalmente, le tapó la boca como si cerrase una cloaca, Maura la obligó a cruzar los brazos, Baltazar volvió a hincarse a sus pies. Todos tuvieron sus palabras propias pero todos le dijeron lo mismo, te queremos salvar, ven con nosotros, mira las fogatas que aún no se apagan en el monte, allí obtendremos refugio, tu padre habrá cumplido con su deber, ha dado la orden de fusilarte al amanecer, nosotros vamos a faltar al nuestro, ven con nosotros, déjanos salvarte, Pilar, aunque el precio sea nuestra propia muerte.

– ¿Por qué, Jorge? -le preguntó Laura Díaz.

A pesar de la guerra. A pesar de la República. A pesar de la voluntad del padre. Mi hija debe morir en nombre de la justicia, dijo el alcalde de Santa Fe de Palencia. Debe ser salvada en nombre del amor, dijo Basilio Baltazar. Debe ser salvada a pesar de la razón política, dijo Domingo Vidal. Debe ser salvada en nombre del honor, dijo Jorge Maura.

– Mis dos amigos miraron y me entendieron. No tuve que explicarles. No nos basta reclamarnos del amor o de la justicia. Es el honor lo que nos daba la razón. ¿El honor por la justicia?, es el dilema que miré en la cara de Domingo Vidal. ¿La traición o la belleza?, es lo que me decían los ojos enamorados de Basilio Baltazar. Los miré a los tres, desposeídos de todo lo que no fuese la piel desnuda de la verdad, en el anochecer de aquella jornada fatal frente a los muros medievales y la puerta latina, rodeados de montes que se iban apagando, los tres, Pilar, Basilio, Domingo, vi a los tres como un grupo emblemático, Laura, la razón que nadie entendería sino yo entonces y ahora tú porque te la digo. Ésta es la razón. La necesidad de la belleza supera la necesidad de la justicia. El trío entrelazado de la mujer, el amante y el adversario no se resolvía en la justicia ni el amor; era un acto de belleza necesaria, fundado en el honor.

¿Cuál puede ser la duración de una escultura cuando la encarnan no estatuas, sino seres vivos amenazados de muerte?

La perfección escultórica -honor y belleza, triunfando sobre traición y justicia- se disolvió cuando Jorge le murmuró a la mujer, huye con nosotros a la montaña, sálvate, porque si no, los cuatro vamos a morir aquí juntos y ella respondió entre dientes apretados, soy humana, no he aprendido nada, aunque Basilio rogara, no se puede ganar nada sin compasión, ven con nosotros, huye, hay tiempo, y ella que soy como una perra de la muerte, que la huelo y la sigo hasta que me maten, que no les voy a dar gusto a ustedes, que puedo oler la muerte, que todas las tumbas de este país están abiertas, que ya no nos queda otro hogar más que el sepulcro.

– Tu padre y tu madre al menos, sálvate por ellos.

Pilar los miró a los tres con un asombro en llamas y comenzó a reír enloquecida.

– Pero vosotros no entendéis nada. ¿Creéis que muero sólo por fidelidad al Movimiento?

La risa la mantuvo separada varios segundos.

– Muero para que mi padre y mi madre se odien para siempre entre sí. Que nunca se perdonen.

(Tengo que hablarte de Pilar Méndez.)

– Yo creo que tú eres uno de esos hombres que sólo son leales a sí mismos si son leales a sus amigos -dijo Laura apoyando la cabeza sobre el hombro de Jorge.

– No -suspiró él con cansancio-, sólo soy un hombre enojado conmigo mismo porque no sé explicarte la verdad y evitar siempre la mentira.

– Quizás eres fuerte porque dudas, mi gachupín. Creo que eso sí lo saqué en claro esta noche.

Cruzaron Aquiles Serdán para pasar bajo el pórtico de mármol del Palacio de Bellas Artes.

– Lo acabo de decir en el café, mi amor, todos estamos condenados. Te confieso que odio a todos los sistemas, el mío y el de los demás.

VlDAL: ¿Ya ves? El triunfo no se va a obtener sin orden. Ganemos o perdamos ahora, victoriosos hoy o derrotados mañana, vamos a necesitar orden y unidad, jerarquías de mando y disciplina. Si no, ellos nos van a ganar siempre, porque ellos sí tienen orden, unidad, mando y disciplina.

Baltazar: Entonces, ¿cuál es la diferencia entre la implacable disciplina de Hitler y la de Stalin?

VIDAL: Los fines, Basilio. Hitler quiere un mundo de esclavos. Stalin quiere un mundo de hombres libres. Aunque los medios sean igualmente violentos, los fines son totalmente distintos.

– Tiene razón Vidal -rió Laura-. Estás más cerca del anarquista que del comunista.

Jorge se detuvo abruptamente frente a uno de los carteles de Bellas Artes.

– Nadie desempeñó un papel esta tarde, Laura. Vidal es realmente comunista, Basilio es verdaderamente anarquista. No te dije la verdad. Pensé que los dos, tú y yo, podríamos obtener así cierta distancia frente al debate.

Se quedaron un rato en silencio mirando la oferta en papel amarillo y letras negras, mal pegado a un marco de madera indigno de los mármoles y bronces del Palacio. Jorge miró a Laura.

– Perdóname. Qué linda te ves.

Carlos Chávez iba a tocar con la Sinfónica Nacional su propia Sinfonía India y El amor de tres naranjas de Prokofiev, y el pianista Nikita Magalov interpretaría el concierto número uno de Chopin, el que ensayaba sin resultados la tía Hilda en Catemaco.

– Qué ganas de que los nuestros no hubiesen cometido un solo crimen.

– Así ha de haber sido Armonía Aznar. Una mujer que conocí. O, más bien, que desconocí. Tuve que adivinarla. Te agradezco que tú me lo entregues todo sin misterios, sin puertas cerradas. Gracias, mi hidalgo. Me haces sentir mejor, más limpia, más clara en mi cabecita.

– Perdón. Es casi un saínete. Nos reunimos y repetimos las mismas frases trilladas, como en una de esas comedias madrileñas de Muñoz Seca. Ya lo viste hoy. Cada uno sabía exactamente lo que debía decir. Quizás así exorcizamos nuestra desazón. No sé.

Se abrazó a ella en el pórtico de Bellas Artes, rodeados de la noche mexicana parda, súbita y viciosa. -Me canso de esta pelea interminable. Quisiera vivir sin más patria que el espíritu, sin más patria…

Dieron media vuelta y se regresaron abrazados del talle a Cinco de Mayo. Se fueron apagando sus palabras como se iban apagando los aparadores de dulcerías, librerías, maleterías. Se encendían, en cambio, los faroles de la avenida abriendo un sendero de luz hasta el costado de la gran catedral herreriana, donde el 18 de marzo del año pasado habían celebrado la nacionalización del pe-

tróleo, ella con Juan Francisco, Santiago y Dantón y Jorge de lejos, saludándola con el sombrero en la mano y en alto, un saludo personal pero también una celebración política, por encima de las cabezas de la muchedumbre, saludando y despidiendo al mismo tiempo, diciéndole te quiero y adiós, ya regresé y te sigo queriendo… En el Café de París, Barreda, que los había estado observando, le dijo a Gorostiza y Villaurrutia que adivinaran de qué hablaban los españoles en una tertulia. ¿De política? ¿De arte? No, de jabugos. Les recitó otro par de líneas de la Biblia puesta en verso por un chiflado español, la descripción del Festín de Baltazar,

Borgoña, Rin, Valdelamasa: El salchichón sin tasa.

Villaurrutia dijo que no le hacían gracia las bromas mexicanas acerca de los españoles y Gorostiza se preguntó, más bien, el porqué de ese ánimo mexicano contra un país que nos dio su cultura, su lengua y hasta el mestizaje…

– Pregúntale a Cuauhtémoc cómo le fue con los gachupines a la hora de la merienda -rió Barreda-. ¡Tostada de patas!

– No -sonrió Gorostiza-, lo que sucede es que no nos gusta darle la razón a los victoriosos. Los mexicanos hemos sido derrotados demasiadas veces. Nos gusta querer a los derrotados. Son nuestros. Somos nosotros.

– ¿Hay victoriosos en la historia? -preguntó Villaurrutia, derrotado él mismo por el sueño o la languidez o la muerte, vaya usted a saber, pensó la guapa, inteligente y callada Carmen Barreda.

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