XVI. Chapultepec-Polanco: 1947

La inauguración del presidente Miguel Alemán en diciembre de 1946 coincidió con un hecho asombroso en la casa de la Avenida Sonora. La tía María de la O volvió a hablar. «Es jarocho. Es veracruzano», dijo del nuevo, joven y apuesto mandatario, el primer presidente civil después de la sucesión de militares en el poder.

Todos -Laura Díaz y Juan Francisco, Santiago y Dan-tón- se maravillaron, mas no terminaron allí las sorpresas de la tiíta que se dio a bailar sin ton ni son La Bamba a cualquier hora, a pesar de los tobillos hinchados.

– A la vejez, viruelas -dijo con sorna Dantón.

Finalmente, a principios del año nuevo, María de la O hizo su anuncio sensacional.

– Se acabaron las tristezas. Me voy a vivir a Veracruz. Un viejo novio del puerto rne ha propuesto que nos casemos. Es un hombre de mi edad, aunque yo no sé cuál es mi edad porque mi mamá no me registró. Quería que creciera pronto para seguirla en la vida alegre. Vieja pendeja, ojalá se achicharre en el infierno. Lo único que me consta es que Matías Matadamas -es el nombre de mi galán- baila danzón como un ángel y me ha prometido sacarme a bailar dos veces por semana a la Plaza de Armas y entre el público y la gente.

– Nadie se llama «Matías Matadamas» -dijo el aguafiestas de Dantón.

– Baboso -le replicó la tiíta-. San Matías es el último apóstol, el que sustituyó a Judas el traidor después de la crucifixión para tener completita la docena. Pa que lo sepas.

– Apóstol y novio de última hora -se rió Dantón-. Como si Jesucristo fuera un abonero que vende santos más barato por docena.

– Ya tú verás si la última hora no es a veces la primera, descreído -lo regañó María de la O, quien en realidad no estaba para regaños, sino para bulerías-. Ya me veo pegada a él -conti-

nuó con su mejor aire de ensoñación-, de cachetito, bailando sobre un ladrillo, como se debe bailar el danzón, sin mover apenas el cuerpo, sólo los pies, los pies llevando en ritmo lento, sabroso, cachondo. Ey familia, ¡Voy a vivir!

Nadie pudo explicarse el milagro de la tía María de la O, nadie pudo impedir su voluntad ni acompañarla siquiera al tren y menos a Veracruz.

– Es mi novio. Es mi vida. Es mi hora. Ya me cansé de ser la arrimada. De aquí a la tumba, pura alegría caribeña y noches de jarana. ¡Una viejita se murió barajando! ¡A la chingada! ¡Yo no!

Con esas palabras, prueba nada insólita de cómo liberan su lenguaje los viejos cuando ya no tienen nada que perder, María de la O abordó el Tren Interoceánico casi con alivio, renovada, un milagro.

Aunque con la silla vacía de la tiíta, Laura Díaz insistió en continuar la ceremonia vespertina de sentarse en el balcón y ver el paso de la ciudad físicamente poco cambiada entre la toma de posesión del general Ávila Camacho y la del licenciado Alemán, aunque durante la guerra México se convirtió en una Lisboa latinoamericana (una Casablanca con nopales, diría el irreprimible Orlando), puerto de refugio para muchos hombres y mujeres que huían del conflicto europeo. Los republicanos españoles llegaron en número de doscientos mil y Laura se dijo que no había sido en vano el trabajo de Jorge Maura. Esto era lo mejor de la inteligencia española, una sangría terrible para la oprobiosa dictadura franquista pero una transfusión magnífica para la vida universitaria, literaria, artística y científica de México. A cambio del techo hospitalario, los republicanos españoles le dieron a México la renovación cultural, el universalismo que nos salva de los virus nacionalistas en la cultura.

Aquí vivía con modestia, en un pequeño apartamento de la calle de Lerma, el gran poeta Emilio Prados con sus anteojos de ciego y su melena entrecana y revuelta. Prados ya había previsto «la huida» y «la llegada» en sus bellos poemas del «cuerpo perseguido», que Laura se aprendió de memoria y le leyó en voz alta a Santiago. El poeta quería huir, dijo, «cansado de ocultarme en las ramas… cansado de esta herida. Hay límites», leía Laura en voz alta y escuchaba la voz de Jorge Maura llegando desde lejos, como si la poesía fuese la única forma de verdadera actualidad permitida por el Dios de la eternidad a sus pobres criaturas mortales. Emilio Prados, Jorge Maura, Laura Díaz y acaso Santiago López-Díaz que la escuchaba leer al poeta, querían todos llegar «con mi cuerpo yerto…

que va como un río sin agua, andando en pie por un sueño con cinco llamas agudas clavadas sobre el pecho».

Aquí iba y venía, atildado como un paseante inglés, Luis Cernuda con sus sacos hound's tooth y sus corbatas Duque de Wind-sor y su pelo aplacado y su bigotillo de galán del cine francés, dejando por las calles de México los más bellos poemas eróticos de la lengua española. Ahora era Santiago quien se los leía a su madre, corriendo febrilmente de un poema a otro, sin terminar ninguno, detectando la línea perfecta, las palabras inolvidables,

Qué ruido tan triste hacen dos cuerpos cuando se aman. Pudiera derrumbar su cuerpo, dejando sólo la verdad de su amor… Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien… Besé su huella…

Aquí llegó Luis Buñuel con cuarenta dólares en el bolsillo expulsado de Nueva York por los chismes y calumnias de su antiguo compañero Salvador Dalí convertido en Ávida Dollars, y Laura Díaz sabía de Buñuel por Jorge Maura que le mostró una copia de una película de dolor y abandono insoportables sobre la región de Las Hurdes en España, que la propia República censuró. Aquí vivía en la calle de Amazonas don Manuel Pedroso, antiguo rector de la Universidad de Sevilla, rodeado de ediciones primas de Hobbes, Maquiavelo y Rousseau, los alumnos a sus pies y Dan-tón llevado a una de las tertulias por un condiscípulo de la Facultad de Derecho, diciéndole después a éste, mientras caminaban por el Paseo de la Reforma a cenar en el Bellinghausen de la calle de Londres:

– Es un viejo encantador. Pero sus ideas son utópicas. Por allí no camino yo.

En la mesa de al lado del Bellinghausen comía Max Aub con otros escritores del exilio. Era un hombre de aspecto concentrado, bajo, de pelo ensortijado y frente inmensa, ojos perdidos en el fondo de una piscina de vidrio y un gesto que no era posible separar, como las caras de una moneda, de su águila que era el enojo y su sol que era la sonrisa. Aub había sido compañero de aventuras de André Malraux durante la guerra y le pronosticaba a Franco una «muerte verdadera» que no coincidiría con ninguna fecha del calendario porque sería, más que una sorpresa una ignorancia de la propia muerte del dictador por el dictador.

– Mi mamá lo conoce -le dijo Dantón a su compañe-. Ella se lleva muy fuerte con los intelectuales porque trabaja con Diego Rivera y Frida Kahlo.

– Y porque era novia de un espía español comunista -dijo el compañero de Dantón y fue lo último que dijo porque el hijo de Laura Díaz le rompió de un golpe la nariz, se voltearon las sillas, se mancharon los manteles y Dantón se zafó encabronado de los meseros, marchándose del restorán.

Pero en México llenaba también las plazas Manolete, franquista él, pero en realidad invento póstumo de El Greco, flaco, triste, estilizado, Manuel Rodríguez «Manolete» era el diestro del hieratis-mo. Inmutable, toreaba derecho, vertical como una vela. Se disputaba los triunfos con Pepe Luis Vázquez, le contaba Juan Francisco a Dantón cuando padre e hijo concurrían a la nueva Plaza Monumental México, en medio de sesenta mil aficionados, sólo para ver a Manolete, pero Pepe Luis era el sevillano ortodoxo y Manolete el cordobés heterodoxo, el que violaba las leyes clásicas y no adelantaba la muleta para templar y mandar, el que no cargaba la suerte para que el toro entrase a los terrenos de la lidia, el que paraba, templaba y mandaba sin moverse de su sitio, expuesto a que el toro lo toreara a él. Y cuando el toro embestía al torero inmóvil, la plaza entera gritaba de angustia, aguantaba la respiración, y estallaba en un olé de victoria cuando el maravilloso Manolete resolvía la tensión con un volapié lentísimo y hundía el estoque en el cuerpo del toro, ¿te fijaste, le decía Juan Francisco a su hijo al salir, apretujados, de la plaza, por largos corredores que la recorrían como un panal-, ¿te fijaste?, toreó todo el tiempo por la cara, sin quiebro, dominando por bajo al toro, ¡a todos se nos paró el corazón viéndolo torear!, pero Dantón no retenía más que una lección: el toro y el torero se vieron las caras. Eran dos caras de la muerte. Sólo en apariencia moría el toro y sobrevivía el torero. La verdad es que el torero era mortal y el toro inmortal, el toro seguía y seguía y seguía, salía y salía y salía, una y otra vez, cegado por el sol, a la arena manchada por la sangre de un solo toro inmortal que veía pasar a generación tras generación de toreros mortales, ¿cuándo moriría Manolete, en qué plaza encontraría a la muerte que sólo en apariencia le daba a cada toro, cómo se llamaría el toro que le daría su muerte a Manuel Rodríguez «Manolete», dónde lo esperaba?

– Manolete embruja al toro -dijo, melancólico, Juan Francisco cenando solo con su hijo Dantón en El Parador después de la corrida.

El hijo quería guardarse en secreto la lección de esa tarde en que vio torear a Manolete: el triunfo, la gloria, son pasajeras, hay que matar a un toro tras otro para aplazar nuestra propia derrota final, el día que nuestro toro nos mate, hay que cortar oreja y rabo y salir en triunfo todos los días que nos dure la vida…

– Dicen que la gente hasta vende sus coches y colchones para comprar entradas a la plaza y ver a Manolete, ¿será cierto? -preguntó Dan ton.

– Por primera vez, hay tres corridas por semana en la plaza -sentenció Juan Francisco-. Por algo será.

El torero galán se paseaba por los nuevos centros nocturnos de la nueva ciudad cosmopolita -Casanova, Minuit, Sans Souci- con Fernanda Montel, una mujer tamaño valkiria que compensaba la hondura de sus escotes con la altura de sus peinados, verdaderas torres teñidas de azul, verde, color de rosa. En Coyoacán paseaba sus poodles el destronado rey Carol de Rumania, bigote de aguacero, ojos de ostra y mentón en retirada, con su amante Magda Lupescu, más atenta a sus zorros plateados que a su rey exiliado y desde una mesa del Ciros del Hotel Reforma Carmen Cortina hacía planes de batalla con sus viejos aliados, la actriz Andrea Negrete, el Nalgón del Rosal y la pintora inglesa Felicity Smith para reclutar a toda la fauna internacional llegada a México con la marea de la guerra ¡Dios te bendiga, Adolfo Hitler!, suspiraba la hostess Cortina a su grupo sentado no lejos del patrón del Ciros, un enano de fistol llamado A.C. Blumenthal, testaferro del gángster hollywoodense «Bugsy» Siegel, cuya amante desechada, Virginia Hill, dueña en el mentón tembloroso y el pelo desteñido de esa tristeza repentina que ataca a algunas mujeres de la ciudad de Los Angeles, bebía martini tras martini que el novelista John Steinbeck, con sus ojos de Gordon's Gin llenos de batallas perdidas, y venido a México para la filmación de su novela La perla, le servía en biberón a su cocodrilo amaestrado, superando las audacias bravuconas del director de la película, Emilio «El Indio» Fernández, amigo de amenazar a mano armada a quienes discrepasen de sus ideas arguméntales y enamorado de la actriz Olivia de Havilland, en cuyo honor mandó bautizar con el nombre de «Dulce Olivia» la calle donde se encontraba el castillo que «El Indio» se mandó hacer con los salarios del éxito, Flor silvestre, María Candelaria, Enamorada…

Laura Díaz tuvo que ir al Ciros porque Diego Rivera estaba pintando una serie de desnudos femeninos para decorar el lugar,

inspirados en el propio amor estelar de Rivera, la actriz Paulette Go-dard, una mujer inteligente y ambiciosa que sólo le habló a Laura para no hacerle caso a Diego y picarlo mientras Laura, a su vez, miraba con una ironía tan dulce como la calle donde vivía El Indio, a la concurrencia de gente que no había vuelto a ver en quince años, el grupo de Carmen Cortina y los satélites que iban y venían por su mesa, el pintor tapatío Tízoc Ambriz empeñado en vestirse de riele-ro a pesar de sus cincuenta años, la huella imborrable del tiempo impresa en cada rostro invulnerable en su pretensión, comido en su realidad como un panteón de figuras de cera, la «Berrenda» Andrea muy gorda, el otrora gordo y chapeteado gachupín Onomástico Galán desinflado y arrugado como un condón usado, el pintor británico James Saxon cada vez más parecido a la Casa de Windsor en su conjunto, y su vieja compañera de Xalapa, Elizabeth Dupont ex-de-Caraza, flaca como una momia, con un temblorín en una mano y la otra apretada a la de un hombre joven, moreno, bigotón, e imperturbable padrote.

Una mano tocó el hombro de Laura Díaz. Reconoció a Laura Riviére, la amante de Artemio Cruz, vencedora de los quince años pasados gracias a una belleza elegante, perlada, concentrada en el cariño melancólico de una mirada que no se hacía vieja.

– Búscame cuando quieras. ¿Por qué no me has buscado?

Y entró, con sombrero homburg en mano, Orlando, Orlando Ximénez, y Laura no pudo darle medida al tiempo, sólo pudo regalarle a Orlando la misma cara juvenil de los bailes en la Hacienda de San Cayetano, hacía ya treinta años. La mareó la imagen de aquel muchacho que la enamoró en las terrazas olorosas a naranjo nocturno y cafetales dormidos, pidió permiso y se fue.

Gravitar no es caer, es acercar, acercarse, le dijo Laura a su hijo Dantón, quien desde el día que pasó con su padre entre la CTM y la Cámara de Diputados, pensó esto no es para mí, pero mi papá tiene razón, ¿qué es lo mío? Él también miraba desde el balcón con vista al Bosque de Chapultepec y sabía que detrás del parque estaban Las Lomas de Chapultepec y allí vivían los ricos, nuevos o viejos, no le importaba, pero allí se estaban construyendo las nuevas mansiones con piscinas y pelusas para garden parties y «sonadas bodas», garajes para tres coches, decorados encargados a Pani y Paco el de La Granja, vestuarios de Valdés Peza y sombreri-tos de Henri de Chatillon, flores encargadas a Matsumoto y banquetes a Mayita.

¿Cómo iba a entrar a esos lugares un simple pobre, ni viejo ni nuevo, como él? Porque eso se propuso Dantón López Díaz, dado a escoger entre las proposiciones modestas de su padre, ¿ser político, empresario, periodista, militar? Dantón se propuso ser el artífice de su propio destino, es decir, de su propia fortuna, y puesto que en México era difícil adquirir clase sin lana, el joven estudiante de Derecho discurrió que no le quedaba otra que adquirir lana con clase. Le bastaba hojear las revistas de sociedad para darse cuenta de la diferencia. Había la nueva sociedad revolucionaria, la rica, la que vivía en Las Lomas, insegura pero audaz, morena, pero polveada, lucidora impertinente de sus bienes mal o bien, pero recién adquiridos: hombres oscuros -militares, políticos, empresarios- casados con mujeres claras -criollas, necesitadas, sufridas-; los revolucionarios, en su descenso armado desde el Norte, habían ido recogiendo los más lindos capullos virginales de Hermosillo y Culiacán, de Torreón y San Luis, de Zacatecas y El Bajío. Las madres de sus hijos. Las vestales de sus hogares. Las resignadas a los amoríos de sus poderosos sultanes.

Y había la vieja sociedad aristocrática, la pobre, la que vivía en las calles con nombres de ciudades europeas entre Insurgentes y Reforma. Habitaban casas pequeñas pero elegantes construidas hacia 1918 o 1920, casas de dos pisos y fachadas de piedra, balcón y cochera, planta noble con vista a la calle, desde donde se podían atis-bar mementos del pasado, cuadros y retratos, medallas enmarcadas sobre fondo de terciopelo, bibelots y espejos patinados y, detrás de la recepción, el misterio de las recámaras, la incógnita sobre la vida cotidiana de antiguos dueños de haciendas tan grandes como Bélgica, despojados por Zapata, Villa y Cárdenas; ¿dónde se bañaban, cómo cocinaban, cómo sobrevivían a la catástrofe de su mundo…?

Cómo oraban. Eso era visible. Todos los domingos, poco antes de la una, los muchachos y muchachas de la buena sociedad se juntaban para la misa de la iglesia de La Votiva en la esquina de Genova y Reforma. Después de la ceremonia, los jóvenes permanecían en el tramo arbolado del Paseo, conversando, coqueteando, haciendo planes para ir a comer, ¿adonde?, ¿al Parador de José Luis aquí a la vuelta en Niza?, ¿al 1-2-3 de Luisito Muñoz en la calle de Liverpool?, o ¿al Jockey Club del Hipódromo de las Américas? ¿A casa de uno de esos personajes con nombres pintorescamente íntimos, el Regalito, la Bebesa, la Bola, la Nena, la Rana, el Palillo, el Chapetes, el Buzo, el Gato? En México, sólo los aristócratas y los

hampones eran conocidos por sus apodos, ¿cómo se llamaba el asaltante que le cortó los dedos de un machetazo a la bisabuela de Dan-tón? ¿El Guapo de dónde?

Dantón exploró, calculó, y decidió empezar por allí: la misa de una en La Votiva blanca y azul, morisca como una mezquita arrepentida.

La primera vez, nadie volteó a verlo. La segunda, lo miraron con extrañeza. La tercera, un joven alto, rubio y espigado se acercó a preguntarle quién era.

– Soy López.

– ¿López?

– Sí, López, el nombre más conocido del directorio telefónico.

Esto provocó la risa del muchacho alto que arrojó hacia atrás la cabeza ondulada y el largo cuello, haciendo bailar agitada-mente su nuez de Adán.

– ¡López! ¡López! ¿López qué?

– Díaz.

– ¿Y, y?

– Y Greene. Y Kelsen.

– Oigan, muchachos, un tipo con más apellidos que todos nosotros juntos. Vente a comer al Jockey. Me pareces pintoresco.

– No, gracias, ya tengo cita. El domingo entrante, quizás.

– ¿Quizás, quizás, quizás? Hablas como bolero. Jajá. No quiero decir limpiabotas, sino Agustín Lara, jajá. O quién sabe, tú. ¡País del bolero!

– ¿Y tú? ¿Cómo te llamas, güero?

– ¡Güero! ¡Me dice güero! N'hombre, todos me llaman el Cura.

– ¿Por qué?

– No sé. Será porque mi papá es doctor. Mi segundo nombre es Landa, desciendo del último gobernador de esta ciudad durante el ancien régime. Es el nombre de mi'amá.

– ¿Y el de tu apa?

– Jajá, no te rías.

– No, si el que se ríe eres tú, güey.

– ¡Güey! ¡Me llamó güey! Jajajá, no, me llaman el Cura, mi padre se llama López también, como el tuyo. ¡Qué divertido, qué requete divertido! ¡Somos tocayos por detrás! ¡Jajá, no es albur, tú! Anastasio López Landa. No faltes el domingo. Me caes

bien. Cómprate una corbata de mejor gusto. Esa que traes parece bandera.

¿Qué era una corbata de buen gusto? ¿A quién le iba a preguntar? El domingo siguiente se presentó a la iglesia con atuendo de montar, pantalones ecuestres y botas, un saco café y camisa abierta. Y un fuete en la mano.

– ¿Dónde montas, este… cómo te llamas?

– López como tú. Dantón.

– ¡La guillotina, jajajá! ¡Qué papas más originales debes tener!

– Sí, son el chiste en persona. El Circo Atayde los contrata cuando bajan las entradas.

– ¡Jajajajá, Dantón! You're a real scream, you know.

– Yeah, I'm the cat's pijamas – repitió Dantón de una comedia de cine americano.

– Oigan, muchachos, éste se las sabe todas. He's the bees knees! ¡Es la mamá de Tarzán!

– Cómo no, yo Colón.

– Y mis hijos Cristobalitos, jajajá. Vivo aquí a la vuelta en Amberes. Pasa y te presto una corbata, oíd sport.

Convirtió La Votiva y el Jockey en sus deberes dominicales, más sagrados que recibir, para quedar bien con sus nuevos conocidos, la comunión sin beneficio de confesionario.

Primero causó extrañeza. Estudiaba intensamente la manera de vestir de los muchachos. No se dejaba impresionar por las maneras distantes de las muchachas, aunque nunca había visto, él que venía de los lutos eternos y de los trajes de seda floreados de la provincia, a tanta jovencita de traje sastre, o de falda escocesa con suéter, cardigan encima del suéter y collar de perlas encima de todo. Una chica española, María Luisa Elío, llamaba la atención por su belleza y elegancia; era rubia ceniza, espigada como un torerito, usaba beret negro como Michéle Morgan en las películas francesas que todos iban a ver al Trans Lux Prado, saco de cuadritos, falda plisada y se apoyaba sobre un paraguas.

Dantón confiaba en su potencia, su virilidad, su extrañeza misma. Era moreno agitanado y sus pestañas de niño no las había perdido, sombreaban más que nunca sus ojos verdes, sus mejillas olivas, su nariz corta y sus labios llenos, femeninos. Medía uno setenta y tendía a ser cuadrado, deportivo pero con manos -le habían dicho- de pianista, como la tía Virginia que tocaba Chopin en

Catemaco. Dantón se decía con vulgaridad, «estas yeguas finas lo que necesitan es quien les arrime el fierro a las ancas» y le pedía dinero a Juan Francisco, no podía ir de gorrón cada domingo, a él también le correspondía disparar, tengo nuevos amigos, papá, gente de mucha clase, ¿no quieres que los haga quedar mal a ti, a toda la familia?, ya ves que cumplo toda la semana, nunca falto a clase de ocho, presento exámenes a título, pero con puros nueves y dieces, tengo buena cabeza para las leyes, te lo juro padre, lo que me prestes te lo devuelvo con interés compuesto, te lo juro por ésta… ¿cuándo te he fallado?

Los primeros palcos del Hipódromo los ocupaban generales nostálgicos de sus propias, ahora valetudinarias, cabalgatas, luego seguían algunos empresarios de cuño aún más reciente que el de los militares, enriquecidos, paradójicamente, con las reformas radicales del presidente Lázaro Cárdenas gracias a las cuales el peón encasillado salió de las haciendas y se mudó a trabajar barato en las nuevas fábricas de Monterrey, Guadalajara y la ciudad de México. Menos paradójicamente, las fortunas nuevas se hicieron con la demanda de guerra, el acaparamiento, las exportaciones de materiales estratégicos, el encarecimiento de alimentos…

Entre todos los grupos se desplazaba un italiano pequeñi-to, sonriente y atildado, Bruno Pagliai, gerente del Hipódromo y dueño de una irresistible furbería que dominaba, desplazaba y ruborizaba la malicia rústica del más colmilludo general o millonario mexicano. Había, de todos modos, una discriminación evidente. El mundo de La Votiva, del «Cura» López Landa y sus amigos, acaparaba la barra, los sillones, la pista de baile del Club, dejando a los ricos a la sana intemperie del Hipódromo. Los hijos de los generales y empresarios se quedaban también al margen, no eran bien vistos, eran -decía la niña Chatis Larrazábal- «pelusa». Pero entre la «pelusa», Dantón descubrió un día a la muchacha más linda que sus ojos habían visto jamás, un sueño.

«El sueño» era una belleza de otra parte, levantina u oriental, de esa parte del mundo que los libritos de historia universal de Malet e Isaac llamaban «el Asia anterior». El «Asia anterior» de Magdalena Ayub Longoria convertía sus aparentes defectos -las cejas sin cesura, la nariz prominente, la quijada cuadrada- en contrapunto o marco de unos ojos de princesa árabe, soñadores y aterciopelados, elocuentes bajo párpados aceitados e incitantes como un sexo oculto. Su sonrisa era tan cálida, dulce e ingenua que justificaba

el velo en un serrallo que la ocultase de todos, salvo su amo, Su talle era alto, esbelto, pero, de nuevo, anunciaba aquí y allá redondeces apenas imaginables: así, con estas palabras, se la describió Dantón a sí mismo.

Su imaginación acertó.

La vio por primera vez sorbiendo un «Shirley Temple» y así la llamó de ahí en adelante y para siempre, «mi sueño»: este «sueño» tenía nombre, se llamaba Magdalena Ayub, era hija de un mercader siriolibanés -un «turco» les decían en México-, Simón Ayub, llegado al país hacía apenas veinte años y dueño ya de una fortuna colosal y la casa neobarroca más cursi de la Colonia Polanco. ¿Que cómo hizo la lana? Con acaparamientos desde la época de Obregón y Calles, aumentados durante la guerra con precios artificialmente elevados, exportaciones de henequén esencial para la causa aliada comprado barato a los ejidos yucatecos y vendido caro a las compañías gringas; exportando legumbres en invierno para las tropas yanquis, creando fábricas farmacéuticas cuando todas las medicinas gringas dejaron de llegar y se produjeron más baratas en México, introduciendo aquí las sulfas, la penicilina. ¡Él era el inventor del hilo negro y, quizás, hasta de la aspirina! Por eso le decían el Aspirina Ayub, recordando acaso al general revolucionario que le curaba los dolores de cabeza a sus soldados con un tiro bien dado en la sien. Y si era más feo que pegarle a Dios, se había casado con una linda norteña de algún pueblo de la frontera, una de esas hembras que pueden tentar al Papa y hacer bigamo a San José. Doña Magdalena Longoria de Ayub. Dantón la revisó, porque decían que la novia, con el tiempo, se iba a parecer a la suegra: todas las novias todas las suegras. Magdalena la grande lo era, pero pasaba la prueba. Estaba, le dijo Dantón al «Cura» López Landa, «buenota». No cabía en sus satines.

– Palabra, Dan, ve ahí en su palco a la madre y a la hija y di-me a cuál le vas.

– Con suerte, a las dos dijo Dantón con un manhattan en la mano derecha y un Pall Malí en la izquierda.

Le fue a la hija y tuvo éxito. La invitó a bailar. La sacó del aislamiento de lo nuevo y la llevó a la comunidad de lo viejo. Él mismo se asombró de ser él, Dantón López Díaz (y Greene y Kel-sen) quien condujo de la mano a la princesita afortunada hasta el círculo exclusivo de los reyes de la ruina.

– Es Magdalena Ayub. Nos vamos a casar.

Ella abrió la boca con el asombro de sus diecinueve años. El muchacho bromeaba. Se acababan de conocer.

– Óyeme, preciosa. ¿Quieres regresar al palco con tus papas a ver correr yeguas? ¿O quieres tú misma ser yegua fina, como les dicen aquí a estas niñas popof? ¿Alguien más que yo se atrevió a acercarse a tu palco, saludar a tus jefes, pedirte que bailáramos? ¿Ahora qué sigue? Yo ya te presenté en sociedad, yo que no soy de sociedad, para que veas con quién te vas a casar, mi sueño, yo consigo lo que quiero, ¿ves?, y no te veo los ovarios -perdonando la expresión, pero así soy yo y más vale que te vayas acostumbrando- para seguir sola y abandonada en este mundo sin mí. ¿Qué hubo? ¿Te hago falta o te hago falta, mi cuero?

Fueron a los bailes, bailaron de cachetito, ella le fue permitiendo «libertades», que la acariciara la espalda, el cuello, la axila bien rasurada, que le mordiera el lóbulo de la oreja, vino el primer beso, el segundo, miles de besos, el ruego, por fuera, mi sueño, no Dan, tengo mi regla, entre tus muslos, mi sueño, uso mi pañuelo, no te asustes, sí mi amor, ay mi sueño, me gustas demasiado, no sabía nada de estas cosas, no había conocido a nadie como tú, qué fuerte eres, qué seguro, qué ambicioso…

– Tengo una debilidad, Magdalena…

– ¿Cuál, mi amor?

– Hago lo que sea con tal de ser admirado. ¿Te das cuenta de lo que te digo?

– Yo te haré sentir eso. Te lo juro. No te va a hacer falta nada más.

Blue moon, 1sawyou shining along

La familia de Magdalena lo miró de pies a cabeza. Él hizo lo mismo, insolente, con ellos.

– Esta casa necesita un buen redecorado -pronunció, mirando con desprecio el alarde churrigueresco de emplomados, falsos altares y rejas garigoleadas de la mansión de Polanco-. Menos mal que vas a vivir conmigo en un lugar de buen gusto, mi sueño.

– ¿Ah sí? -tronó furioso Ayub-. ¿Y quién va a pagarle sus lujos, caballerito?

– Usted, mi generoso suegro.

– Mi hija no requiere generosidad, requiere comodidad -emitió con altanería boba la madre norteña.

– Lo que su hija necesita es un hombre que la respete, la defienda y no le haga sentirse inferior y aislada que ésa ha sido la obra de ustedes, malos padres -martilló muy sonado Dantón y se fue dando un portazo que por poco quiebra los vitrales con la efigie del papa Pío XII bendiciendo a la ciudad, al orbe y a la familia Ayub Longoria.

Que regresara. Que Malenita no salía de su recámara. Que no probaba bocado. Que lloraba el día entero, pues, como una Magdalena.

– Yo no pido nada regalado, don Simón. Déjenme contarle y no me mire con esa cara de impaciencia, porque me impacienta a mí. Contrólese. No me hace usted el gran favor, yo se lo hago a usted y le voy a decir por qué, perdóneme…, yo le ofrezco a su hija lo que ella no es y quisiera ser. Ya es rica. Le falta ser aceptada.

– Es el colmo. Tú no eres nadie, pobre diablo.

– ¿Nos tuteamos?, OK, don Aspirina, yo soy algo que tú ya no puedes ser. Eso mero. Yo soy lo que va a ser. Lo que viene. Tú has sido muy chingón durante veinte años. Pero te das cuenta, suegro de mi alma, que llegaste a este país cuando Caruso cantó en El Toreo. Se acabó tu época. La guerra se acabó. Ahora viene otro mundo. Ahora ya no vamos a acaparar. Ahora va a sobrar todo en los Estados Unidos. Ya no vamos a ser indispensables aliados, vamos a ser otra vez dispensables mendigos. ¿Te digo algo, mi Aspirina?

– De usted, señor Dantón, de usted… por favor.

– Le digo algo, pues. Ahora vamos a vivir del mercado interno o no vamos a vivir. Ahora tenemos que crear riqueza aquí adentro y gente que compre lo que producimos nosotros.

– Nosotros. Abusa usted del plural, Dantón.

– Nosotros que tanto nos quisimos, sí mi señor don Simón. Usted y yo, si se pone abusado, si en vez de andar acaparando henequén y explotando a los pobres mayas, le entra a las cadenas de restaurantes, a las tiendas de al por mayor, a las cosas que la gente consume, a las gaseosas baratas en un país tropical lleno de sedientos, a las aspiradoras para ahorrarle trabajo a las amas de casa, a los refrigeradores para que la comida no se eche a perder, en vez de esas hieleras incómodas y derretibles, a los radios que le llevan entretenimiento hasta a los más amolados…, vamos a ser un país de clase media, ¿no se da cuenta? Éntrele, mi jefe, no se me achicopale.

– Es usted muy elocuente, Dantón. Sígale.

– ¿Le sigo? Muebles, conservas, ropa barata y de buen gusto en vez de manta y huarache, restaurantes decentes, estilo gringo, con fuente de sodas y todo, ya no fondas y cafés de chinos, coches baratos para todos, ya no camiones para los pobres y Cadillacs para los ricos. ¿Sabe que mi bisabuelo era alemán? Pues grábese este nombre. Volkswagen, el auto del pueblo. Deje que vuelvan a funcionar las fábricas alemanas, usted agarre ya la licencia de los VW para México, déme a mí la mitad de las acciones y de ahí pal real, mi señor don Aspirina. Ni un dolor de cabeza más. ¡Se lo juro por ésta!

Todos se conocían, le explicó a Laura, a Juan Francisco y a Santiago. Pero es lo único que conocían. Ellos, ellos, ellos. Yo los voy a presentar con el mundo de hoy, pinches momias porfiristas. He aprendido a imitar tonos de voz, saben, maneras de vestir, apoyos verbales como decir «chao» y «Jesús me ampare» y «voiturette». He trabajado a la sociedad como se «trabaja» una carne asada en un restaurante. ¿Saben? Descubrí con el chico López Landa que un joven admira en otro joven lo que él no es. Yo lo supe y le ofrecí a los del Jockey lo que ellos no son para hacerme interesante. Lo mismo le ofrezco a Magdalena, le ofrezco lo que ella no es pero quisiera ser, rica pero glamorosa. Se lo doy a entender: no eres todo lo que podrías ser, mi sueño, pero yo te lo haré real. Creían los Ayub que me hacían el gran favor y que me podían poner toda clase de dificultades. Chiles. Las dificultades en esta vida hay que endosárselas a los demás como si fueran un regalo, ése es el chiste.

– Tus papis no me quieren, mi sueño.

– Yo haré que te quieran, Dantón.

– No quiero darte esa dificultad.

– No es dificultad. Es mi regalo para ti, mi amor, mi Dan…

Son de una cruel riqueza, se rió Dantón hablándole a sus padres y a su hermano. Se la han vivido atesorando para un día que nunca llegará. Han perdido las razones que tuvieron para hacerse ricos. Voy para reanimarlos. Ahora las razones son mías. Mamá, papá, la boda es el mes entrante, apenas me reciba de abogado. Soy un éxito, ¿por qué no me felicitan?

Mi hermano me ataranta, le dijo Santiago a Laura, me hace sentirme inferior, tonto, él tiene todas las respuestas de antemano, a mí sólo se me ocurren muy tarde cuando todo ya pasó, ¿por qué seré así?

Ella le contestaba diciéndole que los dos eran muy distintos, Dantón estaba hecho para el mundo de fuera, tú para el mundo

interior donde las respuestas, Santiago, no tienen que ser rápidas o graciosas porque lo que cuenta son las preguntas.

– No, a veces ni siquiera hay respuesta -sonrió desde la cama Santiago-. Sólo hay preguntas. Tienes razón.

– Si, hijo. Pero yo creo en ti.

Se incorporaba con dificultad del lecho y se acercaba a su caballete; era difícil distinguir el temblor de la fiebre y el de la anticipación creativa. Sentado frente al lienzo, transmitía esa fiebre, esa duda; Laura lo miraba y lo sentía en su propia piel. Es normal, así ha sido desde que descubrió su vocación de pintar; todos los días se sorprende a sí mismo, se siente transformado, descubre al otro que está en él.

– Yo lo descubro también, Juan Francisco, pero no se lo digo. Acércate un poco a él.

Juan Francisco negaba con la cabeza. No quería admitirlo, Santiago vivía en un mundo que él no entendía, no sabía qué decirle a su propio hijo, nunca estuvieron cerca el uno del otro, ¿no era un engaño acercarse ahora porque estaba enfermo?

– Es más que eso, Juan Francisco. Santiago no sólo está enfermo.

Juan Francisco no entendía esa sinonimia, ser artista y estar enfermo. Era como imaginar un espejo doble que siendo el mismo tiene dos caras, cada uno reflejando una realidad distinta, la enfermedad y el arte, no realidades necesariamente gemelas pero a veces, sí, hermanas. ¿Qué precedía, qué alimentaba los pesarosos días de Santiago, el arte o la enfermedad?

Laura miraba dormir a su hijo. Le gustaba estar sentada junto a la cama cuando Santiago despertaba. Vio eso: despertaba sorprendido, pero no era posible saber si era la sorpresa de amanecer vivo o el asombro de contar con un día más para pintar.

Ella se sintió excluida de esa diaria elección, confesó que le hubiera gustado ser parte de lo que Santiago escogía cada día, Laura, mi madre, Laura Díaz es parte de mi día. Lo pasaba con él, a su lado, había dejado todo para atender al joven, pero Santiago no externaba su reconocimiento de esa compañía, sólo estaba en la compañía, decía Laura, la admitía sin agradecerla.

– Quizás no tiene nada que agradecer y yo debo entender esto y respetarlo.

Una tarde él se sintió fuerte y le pidió a su mamá que lo llevase al balcón de las reuniones vespertinas en la sala. Había per-

dido tanto peso que Laura hubiese podido cargarlo, como no llegó a hacerlo de chiquito, educado lejos de ella con la Mutti y las tías en Xalapa. Ahora la madre podría recriminarse el abandono de entonces, las espurias razones, Juan Francisco empezaba su carrera política, no había tiempo para los niños y peor aún, Laura Díaz iba a vivir su vida independiente, le sobraban los hijos y hasta el marido, era una muchacha provinciana, casada a los veintidós años con un hombre dieciséis años mayor que ella, era su turno de vivir, arriesgarse, aprender, ¿fue la monja Gloria Soriano sólo un pretexto para dejar el hogar?; era el tiempo de Orlando Ximénez y Carmen Cortina, de Diego y Frida en Detroit, no era el tiempo de un niño cargado en brazos y cargado de promesas, este Santiago con una frente tan despejada que en ella podían leerse la gloria, la creación y la belleza. Nunca, se juró a sí misma, nunca más dejaría de atender a un niño que siempre, siempre, contenía toda la promesa, toda la hermosura, todo el cariño y la creación del mundo.

Ahora ese tiempo perdido se presentaba de golpe con el rostro de la culpa, ¿por eso no expresaba Santiago gratitud hacia un cuidado materno que llegaba demasiado tarde? Ser madre excluía toda apuesta de gratitud o reconocimiento. Debía bastarse sin argumentos o expectativas, como el instante de la ternura suficiente.

Laura se sentó con su hijo frente al paisaje urbano que ahora sí se transformaba como un bosque de hongos proliferantes. Los rascacielos aparecían por todas partes, los viejos «libres» eran sustituidos por taxímetros al principio incomprensibles y sospechosos para los usuarios, los camiones destartalados por autobuses gigantescos que escupían humo negro como el vaho de un murciélago y los tranvías amarillos con sus bancas de madera barnizada y sus «planillas» por trolebuses amenazantes como bestias prehistóricas. La gente ya no regresaba a comer a su casa a las dos de la tarde y a su trabajo a las cinco; se vivía la novedad gringa de las «horas corridas». Iban desapareciendo los cilindreros, los ropavejeros, los afiladores de cuchillos y tijeras. Iban muriendo los abarrotes, los estanquillos y las misceláneas en cada esquina y las compañías de teléfonos rivales se unificaron al fin, Laura recordó a Jorge (ya casi nunca pensaba en él) y se distrajo de lo que decía Santiago sentado en el balcón, vestido de bata y con los pies desnudos, te quiero, ciudad, mi ciudad, te quiero porque te atreves a mostrar el alma en tu cuerpo, te amo porque piensas con la piel, porque no me permites verte si antes no te he soñado como los conquistadores, porque

aunque te quedaste seca, ciudad laguna, tienes compasión y me llenas las manos de agua cuando necesito aguantarme el llanto, porque me dejas nombrarte sólo con verte y verte sólo con nombrarte, gracias por inventarme a mí para que yo te pudiera inventar de nuevo a ti, ciudad de México, gracias por dejarme hablarte sin guitarras y colores y balazos, sino cantarte con promesas de polvo, promesas de viento, promesas de no olvidarte, promesas de resucitarte aunque yo mismo desaparezca, promesas de nombrarte, promesas de verte a oscuras, ciudad de México, a cambio de un solo regalo de tu parte: sígueme viendo cuando ya no esté aquí, sentado en el balcón, con mi madre al lado…

– ;A quién le hablas, hijo?

– A tus manos tan bellas, mamá…

… A la infancia que es mi segunda madre, a la juventud que sólo es una, a las noches que ya no veré, a los sueños que les dejo aquí para que me los cuide la ciudad, a la ciudad de México que me seguirá esperando siempre…

– Te quiero, ciudad, te amo.

Laura, conduciéndolo de regreso a la cama, entendió que todo lo que su hijo le decía al mundo también se lo decía a ella. No necesitaba ser explícito; podría traicionarse con la palabra. Sacado al aire, podría secarse un amor que vivía sin palabras en el terreno hondo y húmedo de la diaria compañía. El silencio entre los dos podía ser elocuente.

– No quiero ser un guerroso, no quiero dar lata.

Silencio. Quietud. Soledad. Es lo que nos une, pensaba Laura con la mano ardiente de Santiago entre las suyas. No hay respeto y cariño más grande que estar juntos y callados, viviendo juntos pero viviendo el uno para el otro, sin decirlo nunca. Sin necesidad de decirlo. Ser explícito podía ser una traición a ese cariño tan hondo que sólo se revelaba mediante un silencio comparable a una madeja de complicidades, adivinaciones y acciones de gracia.

Todo esto vivieron Laura y Santiago mientras el hijo se moría, sabiendo los dos que se moría, pero cómplices ambos, adivinos y agradecidos el uno del otro porque lo único que decidieron desterrar, sin palabras, fue la compasión. La mirada brillante del muchacho en cuencas cada día más hondas le decía al mundo y a la madre, identificados para siempre en el espíritu del hijo, ¿quién está autorizado para compadecerse de mí?, no me traicionen con la piedad…, seré un hombre hasta el fin.

A ella le costó mucho no sentir pena por su hijo, no sólo por mostrar la pena, sino desterrarla de su ánimo y de su mirada misma. No sólo disimularla, sino no tenerla, porque el disimulo lo captaban enseguida los sentidos despiertos, eléctricos, de Santiago. Se puede traicionar con la compasión; eran palabras que Laura repetía al quedarse dormida, ahora ya todas las noches, en un catre al lado de su hijo afiebrado y demacrado, el hijo de la promesa, el niño adorado al fin.

– Hijo, ¿qué te hace falta, qué puedo hacer por ti?

– No mamá, ¿qué puedo yo hacer por ti?

– Sabes, quisiera robarle al mundo todas sus glorias y virtudes para regalártelas.

– Gracias. Ya lo hiciste, ¿no lo sabías?

– Qué más. Algo más.

¿Qué más? ¿Algo más? Sentada al filo de la cama de Santiago enfermo, Laura Díaz recordó súbitamente una conversación entre los dos hermanos que una noche ella escuchó sin querer y sólo porque Santiago, que siempre dejaba la puerta de su recámara abierta, había recibido en ella, extraordinariamente, a Dantón.

Papá y mamá andan confusos por nosotros, adivinó Dantón, imaginan demasiados caminos para cada uno… Qué bueno que nuestras ambiciones no se interfieren, replicó Santiago, no nos hacemos cortocircuito… ¿Tú crees sin embargo que tu ambición es buena y la mía es mala, verdad?, persistió Dantón… No, aproximó Santiago, no es que la tuya sea mala y la mía buena o al revés; estamos condenados a cumplirlas, o por menos a tratar de… ¿Condenados?, rió Dantón, ¿condenados?

Ahora, Dantón ya estaba casado con Magdalena Ayub Longoria y vivía, como lo quiso siempre, en la Avenida de los Virreyes en Las Lomas de Chapultepec, se salvó de los horrores neo-barrocos de Polanco pero no porque fuera el gusto de su familia política, aunque también soñara con habitar una casa de líneas rectas y geometrías que no distraían. Laura veía cada vez menos a su segundo hijo. Se daba como pretexto que él tampoco la buscaba pero admitía, en cambio, que ella buscaba afanosamente a Santiago. Más que buscarlo, lo tenía, debilitado por enfermedades recurrentes, en la casa familiar. No era su prisionero. Santiago era un joven artista iniciando un destino que nadie podía deshacer porque era el destino del arte, de obras que al cabo sobrevivirían al artista.

Tocando la frente afiebrada de Santiago, Laura se preguntaba, sin embargo, si este joven artista que era su hijo no hermana-

ba demasiado la iniciación y el destino. Las figuras torturadas y eróticas de sus cuadros no eran una promesa, eran una conclusión. No eran un principio, eran, irremisiblemente, un fin. Estaban todas terminadas. Entender esto la angustiaba porque Laura Díaz quería ver en su hijo la realización completa de una personalidad cuya alegría dependía de su creatividad. No era justo que el cuerpo lo traicionase y que el cuerpo, calamitosamente, no dependiese de la voluntad -la de Santiago, la de su madre.

Ella no estaba dispuesta a resignarse. Miraba trabajar a su hijo, abstraído, fascinado, pintando solo y sólo para él, como debe ser, cualquiera que sea el destino del cuadro, mi hijo va a revelar sus dones, pero no tendrá tiempo para sus conquistas, va a trabajar, va a imaginar, pero no va a tener tiempo para producir: su pintura es inevitable, ése es el premio, mi hijo no puede sustituir o ser sustituido en lo que sólo él hace, no importa por cuánto tiempo, no hay frustración en su obra, aunque su vida quede trunca, su progreso es asombroso, consagrarse al arte es una revelación tras otra, al ir de asombro en asombro.

– Todo lo bueno es trabajo -solía decir el joven Santiago mientras pintaba-. El artista no existe.

– Tú eres un artista -se atrevió a decirle Laura-. Tu hermano es un mercenario. Esa es la diferencia.

Santiago se rió, casi acusándola de ser vulgarmente obvia.

– No, mamá, qué bueno que somos distintos, en vez de estar divididos por dentro.

Ella se arrepintió de su banalidad. No quería hacer comparaciones ni odiosas ni disminuyentes. Quería decirle ha sido maravilloso verte crecer, cambiar, generar nueva vida, no quiero preguntarme nunca, ¿pudo ser grande mi hijo?, porque ya lo eres, te miro pintar y te veo como si fueses a vivir cien años, mi adorado hijo, yo te escuché desde el primer momento, desde que me pediste sin decir palabra, madre, padre, hermano mío, ayúdenme a sacar lo que traigo adentro, permítanme presentarme…

No acababa de entender este ruego, sobre todo cuando recordaba otra conversación sorprendida entre los hermanos, cuando Dantón le dijo a Santiago lo bueno del cuerpo es que nos puede satisfacer en cualquier momento y Santiago le dijo también nos puede traicionar en cualquier momento y por eso hay que pescar el gusto al vuelo, le replicó Dantón y Santiago:

– Otras satisfacciones cuestan, hay que trabajar por ellas, y los dos al unísono: -Se nos escapan… seguido de la risa fraternal, compartida…

Dantón no le tenía miedo a nada, salvo a la enfermedad y la muerte. Esto le pasa a muchos hombres. Son capaces de luchar cuerpo a cuerpo en una trinchera, pero incapaces de tolerar el dolor de un parto. Buscó, y encontró, pretextos para ir cada vez con menos frecuencia a la casa paterna de la Avenida Sonora. Prefería llamar por teléfono, preguntar por Santiago, aunque Santiago odiaba los teléfonos, eran la distracción más espantosa inventada para torturar a un artista, qué bueno cuando era niño y había los dos sistemas, Ericsson y Mexicana, y costaba mucho comunicarse.

Miró a Laura.

Eso era antes de que las enfermedades se sucediesen cada vez con mayor rapidez y los doctores no alcanzaran a explicarse la debilidad creciente del muchacho, su poca resistencia ante las infecciones, el desgaste incomprensible de su sistema inmunológico, y lo que no decían los médicos, lo que decía sólo Laura Díaz, mi hijo tiene que cumplir su vida, de eso me encargo yo, no me importa nada, la enfermedad, las medicinas inútiles, los consejos médicos, lo que yo debo darle a mi hijo es todo lo que mi hijo debería tener si viviera cien años, yo le voy a dar a mi hijo el amor, la satisfacción, la convicción de que no le faltó nada en los años de su vida, nada, nada, nada…

Lo vigilaba de noche, mientras dormía, preguntándose, ¿qué puedo salvar yo misma de mi hijo el artista que perdure más allá del eco de la muerte? Admitió con un sobresalto en el pecho que no quería solamente que su hijo tuviera todo lo que merecía, sino que ella, Laura Díaz, tuviese también lo que su hijo podía darle. Él necesitaba recibir. Ella también. Ella quería dar. ¿Él también?

Como todos los pintores, Santiago el Menor, cuando aún se movía con libertad, gustaba de alejarse de sus cuadros, verlos con cierta distancia.

– Los busco como amantes, pero los recreo como fantasmas -intentaba reír el muchacho.

Ella contestó en silencio a esas palabras más tarde, cuando Santiago ya no podía moverse de la cama y ella tenía que recostarse junto a él para consolarlo, estar realmente a su lado, apoyarlo… -No quiero ser privada de ti.

No quería privarse, quería decir, de esa parte de ella misma que era su hijo.

– Cuéntame tus planes, tus ideas.

– Me hablas como si fuese a vivir cien años.

– Cien años caben en un día de éxito -murmuró Laura sin temor a la banalidad.

Santiago nada más se rió -¿Vale la pena tener éxito?

– No -ella lo adivinó-. A veces la ausencia, el silencio, es mejor…

Laura no iba a hacer la lista de lo que un muchacho de gran talento, moribundo a los veintisiete años, no iba a hacer, no iba a conocer, ni iba a disfrutar… El joven pintor era como un marco sin cuadro que ella hubiese deseado llenar con experiencias propias y con promesas compartidas, le hubiese gustado llevar a su hijo a Detroit a ver el mural de Diego en el Instituto de Artes, le hubiese gustado ir, los dos juntos, a los museos legendarios, el Ufizzi, el Louvre, el Mauritshuis, el Prado…

Le hubiese gustado…

Dormir contigo, entrar a tu lecho, extraer de la cercanía y el sueño formas, visiones, desafíos, la fuerza propia que quisiera darte cuando te toco, cuando te murmuro al oído tu debilidad final me amenaza a mí más que a ti y quiero probarte tu fuerza, decirte que tu fuerza y la mía dependen la una de la otra, que mis caricias, Santiago, son tus caricias, las que no tuviste ni tendrás, acepta así mi cercanía, acepta el cuerpo de tu madre, tú no hagas nada, hijo mío, yo te parí, te traje adentro, yo soy tú y tú eres yo, lo que yo haga es lo que tú harías, tu calor es mi calor, mi cuerpo es tu cuerpo, no hagas nada, yo lo hago por ti, no digas nada, yo lo digo por ti, olvida esta noche, yo la recordaré siempre por ti…

– Hijo, ¿qué te hace falta, qué puedo hacer por ti?

– No, mamá, ¿qué puedo yo hacer por ti?

– Sabes, quisiera robarle al mundo todas sus glorias y virtudes para regalártelas.

– Gracias. Ya lo hiciste, ¿no lo sabías?

No lo dirían nunca. Santiago amó como si soñara. Laura soñó como si amara. Los cuerpos volvieron a ser como al principio, semilla de cada uno dentro del vientre del otro. Ella renació en él. Él la mató una sola noche. Ella no quiso pensar en nada. Dejó que por su mente pasaran, fugaces y huracanadas, miles de imágenes perdidas, el perfume de la lluvia en Xalapa, el árbol del humo en Catemaco, la diosa enjoyada de El Zapotal, las manos ensangrentadas lavándose en el río, el palo verde en el desierto, la araucaria en

Veracruz, el río desembocando con un alarido en el Golfo, las cinco sillas del balcón frente a Chapukepec, los seis cubiertos y las servilletas enrolladas dentro de anillos de plata, la muñeca Li Po, Santiago, su hermano, hundiéndose muerto en el mar, los dedos cortados de la abuela Cósima, los dedos artríticos de la tía Hilda tratando de tocar el piano, los dedos manchados de tinta de la tía poeta, Virginia, los dedos urgidos y hacendosos de la Mutti Leticia aderezando un huachinango en las cocinas de Catemaco, Veracruz, Xalapa, los pies hinchados de la tiíta bailando danzones en la Plaza de Armas, los brazos abiertos de Orlando invitándola al vals en la hacienda, el amor de Jorge, el amor, el amor…

– Gracias. ¿No lo sabías?

– Qué más. Algo más.

– No dejes las jaulas abiertas.

– Regresarían. Son pájaros buenos y querenciosos.

– Pero los gatos no.

La abrazó muy fuerte. Ella no cerró los ojos, abrazada a su hijo. Miró, alrededor, los bastidores blancos, los cuadros ya terminados recostados de pie unos contra otros como una infantería dormida, un ejército de colores, un desfile de miradas posibles que podrían, o nunca podrían, darle su vida momentánea al lienzo, dueña cada tela de una doble existencia, la de ser mirada y no serlo.

– Soñé en lo que les pasa a los cuadros cuando cierran los museos y se quedan solos toda la noche.

Era el tema de Santiago el Menor. Las parejas desnudas que se miran y no se tocan, como si se supieran, pudorosamente, vistas. Los cuerpos de sus cuadros no eran bellos, no eran clásicos, tenían algo demacrado y hasta demoniaco. Eran una tentación, pero no la de acoplarse, sino la de ser vistos, sorprendidos en el momento de constituirse como pareja. Ésta era su belleza, expuesta en tonos grises pálidos o de un rosa muy tenue, donde la carne resaltaba como una intrusión imprevista por Dios, como si en el mundo artístico de Santiago Dios no hubiese concebido nunca a ese intruso, su rival, el ser humano…

– No creas que no me resigno a vivir. No me resigno a ya no trabajar. No sé, desde hace días ya no me da el sol en la cabeza cada mañana, como antes. ¿No abres las cortinas, mamá?

Después de apartar las cortinas para que entrara la luz, Laura se volvió a mirar la cama de Santiago. Su hijo ya no estaba allí. Quedaba flotando un lamento silencioso.

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