XX. Tepoztlán: 1954

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– Debo guardar silencio para siempre.

Ella quiso llevarlo a México, a un hospital. El quería permanecer en Cuernavaca. Transaron por pasar un tiempo en Tepoztlán. Laura imaginó que la belleza y soledad del lugar, un valle subtropical extenso pero ceñido por imponentes montañas piramidales, moles verticales, cortadas a pico, sin laderas o colinas circundantes, rectas y desafiantes como grandes muros de piedra levantados para proteger los campos de azúcar y brezo, de arroz y naranjos, les serviría de refugio a ambos, quizás Harry se decidiría a escribir de nuevo, ella lo cuidaba, era su papel, lo asumió sin pensarlo dos veces, la liga creada entre los dos durante los pasados dos años era inquebrantable, se necesitaban..

Tepoztlán le devolvería la salud a su tierno, amado Harry, lejos de la repetición incesante de los actos trágicos de Cuernavaca. La casita que alquilaron existía protegida pero ensombrecida por dos grandes moles, la de la montaña y la de la inmensa iglesia, monasterio y fortaleza construido por los dominicos en competencia con la naturaleza, como tantas veces sucede en México. Harry le hacía notar esto, la tendencia mexicana a hacer una arquitectura que rivalizara con la naturaleza, imitaciones de montañas, de precipicios, de desiertos… La casita de Tepoztlán no competía con nada, por eso la escogió Laura Díaz, por su sencillez de adobes desnudos dando a una calle sin pavimentar por la que pasaban más perros sueltos que seres humanos, y adentro esa otra capacidad mexicana para pasar de un poblado pobre y descuidado a un oasis de verdor, plantas color sandía, fuentes limpias, patios serenos y corredores frescos que parecían venir desde muy lejos y no terminar nunca.

Sólo tenían una recámara con un camastro antiguo, un baño mínimo decorado por azulejos quebradizos y una cocina como las de la niñez de Laura, sin aparatos eléctricos, con sólo estufas de carbón que pedían un abanico para animarse y una hielera que requería

la diaria visita del repartidor para mantener frías las botellas de Dos Equis que eran el placer de Harry. La vida de la casa ocurría alrededor del patio, allí estaban los equípales y la mesa de cuero, difícil para escribir sobre ella, blanda y manchada por demasiados círculos mojados de fondo de cerveza. Los cuadernos, las plumas, permanecían en un cajón del dormitorio. Cuando Harry empezó a escribir de nuevo, Laura leyó en secreto las páginas de los cuadernos escolares de mala calidad por los que se escurría la tinta de la Esterbrook de Harry. Él sabía que ella leía, ella sabía que él sabía, de eso no se hablaba.

«Jacob Julius Garfinkle, ése era su nombre original. Crecimos juntos en Nueva York. Si eres un chico judío del Lower East Side de Manhattan, naces con ojos, narices, boca, orejas, pies y manos, todo un cuerpo más algo sólo nuestro: un pedruzco en el hombro, a chip on the shoulder, desafiando al extraño (y quién no es un extraño si naces en un barrio como el nuestro) a que te quite de un manotazo brutal o de un delicado y desdeñoso dedazo, la piedreci-ta que todos traemos en el hombro, a sabiendas de que esa piedre-cita no está puesta allí, nacimos con ella, es una excrecencia de nuestra carne humillada, pobre, inmigrante, italiana, irlandesa o judía (polaca, rusa, húngara, pero judía siempre), se nota más cuando nos desnudamos para darnos una ducha o hacer el amor o dormir desvelados pero hasta cuando nos vestimos la astilla del hombro rompe la tela de la camisa, o de la chamarra, sale, se muestra, le dice al mundo atrévete a molestarme, atrévete a insultarme, a pegarme, a humillarme, atrévete nada más. Jacob Julius Garfinkle, lo conocí desde niño, tenía la piedrecita en el hombro más grande que nadie, era pequeño, moreno, un judío oscuro de nariz roma y labios sonrientes pero crueles, burlones y peligrosos como sus ojos, como su postura de gallito de pelea, con su hablar de ametralladora, como su constante alerta porque el desafío estaba a la vuelta de cada esquina, en el quicio de cada puerta, la mala suerte podía caerle desde una azotea, a la salida de un bar, en el filo carcomido de un muelle junto al río… Julie Garfinkle llevó las calles malditas y los drenajes oscuros de Nueva York a la escena, se mostró desnudo y vulnerable pero armado de coraje para resistir la injusticia y salir en defensa de todos los que nacieron como él, en los inmensos ghettos, las juderías eternas de la "civilización occidental". Lo conocí en el teatro. Fue el "niño dorado", de la obra de Clifford Odets, Golden Boy, el joven violinista que cambia su talento por el éxito en el ring y se queda sin manos, sin dedos, sin puños ni para atacar a Joe Lewis (que tam-

bien era judío) ni a Félix Mendelssohn (que también era negro). Lo firmaba todo. Si le decían mira Julie, la injusticia que se está cometiendo contra los judíos, contra los negros, contra los mexicanos, contra los comunistas, contra Rusia la patria del proletariado, contra los niños pobres, contra los enfermos de oncocercosis en Nueva Guinea, Julie firmaba, lo firmaba todo y la letra de su firma era fuerte, quebrada, rotunda, era una caricia como un puñetazo, era un sudor como una lágrima, así era mi amigo Julie Garfmkle. Cuando lo llevaron a Hollywood después de su éxito en el Group Theater, no dejó de ser el quijote callejero de siempre, se interpretó a sí mismo y fascinó al público. No era ni guapo ni elegante ni cortés ni irónico, no era Cary Grant o Gary Cooper, era John Garfield, el chico peleonero de las calles malignas de Nueva York vuelto a nacer en Beverly Hills para entrar con los zapatos llenos de lodo a las mansiones rodeadas de rosales y meter las patas sucias en las piscinas cristalinas. Por eso su mejor papel fue al lado de Joan Crawford en Humoresque. Él volvía a ser, como el principio de su carrera, el muchacho pobre con talento para el violín. Pero ella que era igual que él, parecía una aristócrata rica, la mecenas del joven genio surgido de la ciudad invisible pero en realidad era otra humillada como él, una evadida de los márgenes como él, fingiendo ser una mujer rica y culta y elegante para disfrazar que era como él, una chica de la calle, una arribista de uñas duras y nalgas suaves. Por eso fueron una pareja explosiva, por ser iguales pero distintos. Joan Crawford y John Garfield, ella fingía, él no. Cuando salió de las atarjeas de América la inundación macartista, Julie Garfmkle parecía un personaje perfecto para la investigación en el Congreso. Tenía el tipo antiamericano, sospechoso, moreno, ajeno, semita. Y no era culpable de nada. Eso era lo esencial para McCarthy: aterrar al inocente. No era culpable de nada. Pero lo acusaron de todo, de firmar apoyos a Sta-lin durante las purgas de Moscú, de pedir el Segundo Frente durante la guerra, de ser un cripto-comunista, de financiar al partido con el dinero patriota y americano con que Hollywood le pagó, de manifestarse a favor de los pobres y los desposeídos (esto último bastaba para ser sospechoso, mejor hubiera pedido justicia para los ricos y los poderosos…). La última vez que lo vi, su apartamento en Manhattan era un batidillo, cajones abiertos, papeles regados, su mujer desesperada, mirándolo como a un loco y Julie Garfield buscando en chequeras, portafolios, clasificadores, entre libros viejos o en carteras deshechas las pruebas de los cheques que le imputaban, gri-

tando, "¿por qué no me dejan en paz?". Tuvo el valor pero cometió el error de aceptar la invitación del Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso a las personas que se consideraban falsamente acusadas. Presentarse ante el Comité le bastaba al Comité como prueba de culpa. En seguida, todos los ultrarreaccionarios de Hollywood, Ronald Reagan, Adolph Menjou o la mamá de Ginger Rogers, corroboraban las sospechas y entonces los congresistas le pasaban la información a los columnistas de chismes de Hollywood. Hedda Hopper, Walter Winchell, George Sokolsky, todos ellos vivieron de la sangre de los sacrificados, como Dráculas de papel y tinta. En seguida, la Legión Americana se encargaba de movilizar a sus huestes de veteranos para picketear, impedir el paso del público a las películas donde aparecía el sospechoso, John Garfield, por ejemplo. Entonces el estudio productor de las películas podía decir lo que le dijeron a Garfield: eres un riesgo. Pones en peligro la seguridad del estudio. Y despedirlo. "Pide perdón, Julie, confiesa y vive en paz/' "Nombra nombres, Julie, o te vas a quedar sin carrera." Entonces el chico callejero de los barrios pobres de Nueva York renacía desnudo y romo con los puños apretados y la voz ronca. "Sólo un imbécil se defiende de imbéciles como McCarthy. ¿Crees que yo voy a ser un prisionero de lo que diga un pobre diablo como Ronald Reagan? Déjame seguir creyendo en mi humanidad, Harry, déjame seguir creyendo que tengo un alma…" No podemos protegerte, le dijo primero Hollywood; en seguida, No podemos emplearte más; al fin, vamos a dar pruebas contra ti. La compañía, el estudio, era primero. "Tú entiendes, Julie, tú eres una sola persona. Nosotros empleamos a miles de personas. ¿Quieres que ellos se mueran de hambre?" Julie Garfinkle se murió de un ataque cardiaco a los treinta y nueve años de edad. Puede que sea cierto. Tenía el corazón tirante, a punto de estallar. Pero el hecho es que lo encontraron muerto en la cama de una de sus múltiples amantes. Yo sostengo que John Garfield se murió fornicando y que ésta es una muerte envidiable. Cuando lo enterraron, el rabino dijo que Julie llegó como un meteoro y como un meteoro se fue. Abraham Polonsky, que dirigió una de las últimas y quizás la más grande película de Julie, Forcé ofEvil, dijo "Defendió su honor de muchacho callejero y lo mataron por ello." Lo mataron. Se murió. Diez mil personas pasaron junto a su féretro para despedirlo. ¿Comunistas? ¿Agentes enviados por Stalin? Allí estaba llorando Clifford Odets, el autor de Golden Boy, la gloria de la izquierda literaria, convertido en delator por el Comité del

Congreso, primero delator de los muertos porque creía que ya no podía dañarlos, luego delator de los vivos para salvarse a sí mismo, luego delator de sí mismo al decir como tantos otros, "No nombré a nadie que no hubiese sido nombrado antes". Cuando Odets salió llorando del funeral de John Garfield, hubo una pelea a puñetazos. Hasta el final, Jacob Julius Garfinkle vivió a trompadas en las calles de Nueva York.»

Cuando las lluvias del verano empaparon el jardín y se colaron por las paredes de la casa, dejando medallones oscuros en la piel del adobe, Harry Jaffe sintió que se ahogaba y le dijo a Laura Díaz que por favor leyera las cuartillas sobre John Garfield.

– Pero también hubo acusados que ni delataron ni se dejaron angustiar o deprimir, ¿no es cierto, Harry?

– Tú los conociste en Cuernavaca. Algunos pertenecieron a los Diez de Hollywood. Es cierto, tuvieron el valor de no hablar y no dejarse amedrentar, pero sobre todo el valor de no angustiarse, no suicidarse, no morir. ¿Son por ello más ejemplares? Otro de mis camara-das del Group Theater, el actor J. Edward Bromberg, pidió excusas ante el Comité para no presentarse a causa de sus recientes ataques cardiacos. El congresista Francis E. Walker, uno de los peores inquisidores, le dijo que los comunistas eran muy hábiles en presentar excusas firmadas por sus doctores -que sin duda también eran, por lo menos, simpatizantes de los rojos. Eddie Bromberg acaba de morir en Londres este año, Laura. A veces me llamaba, después de que lo pusieron en la Lista Negra de Hollywood, para decirme, Harry, hay unos tipos parados siempre frente a mi casa, de día y de noche, toman turnos, pero siempre hay dos tipos parados visiblemente, junto al farol, mientras yo los espío espiándome y esperando la llamada telefónica, ya no puedo apartarme nunca del teléfono, Harry, pueden citarme de nuevo en el Comité, pueden llamarme para decirme que el papel que me prometieron ya se lo dieron a otro, o por el contrario pueden llamarme para tentarme con un papel en una película pero a condición de que coopere, es decir, de que delate, Harry, esto ocurre cinco o seis veces por día, me paso el día junto al teléfono, tentado, desgarrándome, debo hablar o no, debo pensar en mi carrera o no, debo cuidar de mi mujer y mis hijos o no, y siempre acabo diciendo no, no hablare Harry, no, no quería dañar a nadie, Harry, pero sobre todo, Harry, no quería dañarme a mí mismo, mi lealtad a mis camaradas era lealtad a mí mismo. Ni los salvé a ellos ni me salvé a mí mismo…

– ¿Y tú, Harry, vas a escribir sobre ti mismo?

– Me siento muy mal, Laura, dame una cerveza, sé buena…

Otra mañana, cuando los loros chillaron bajo el sol y desplegaron sus crestas y sus alas como si anunciaran una nueva, buena o mala, Harry, mientras desayunaban, le contestó a Laura.

– Sólo me hablaste de los que fueron destruidos por no hablar. Pero me dijiste que otros se salvaron, salieron fortalecidos por callarse la boca -persistió Laura.

«¿Cómo puede haber inocencia cuando no hay culpa?» -citó Harry-. Esto dijo Dalton Trumbo al principio de la cacería de brujas. En medio, se burló de los inquisidores, escribió guiones bajo seudónimos, ganó un Óscar con seudónimo y la Academia por poco se caga del coraje cuando Trumbo reveló que el autor era él. Y cuando todo termine, sospecho que será Trumbo quien diga que no hubo héroes ni villanos, santos ni demonios, sólo hubo víctimas, Laura. Vendrá un día en que todos los acusados serán rehabilitados y celebrados como héroes culturales y los acusadores serán acusados a su vez y degradados como se lo merecen. Pero Trumbo tenía razón. Todos habremos sido víctimas.

– ¿Hasta los inquisidores, Harry?

– Sí. Hasta sus hijos se cambian de nombre, no quieren admitir que son hijos de unos hombres mediocres que mandaron a la miseria, a la enfermedad y al suicidio a cientos de inocentes.

– ¿Hasta los delatores, Harry?

– Han sido las peores víctimas. Traen el signo de Caín herrado en la frente.

Harry tomó un cuchillo del frutero y se cortó la frente.

Y Laura lo miró con terror pero no le impidió hacerlo. -Tienen que cortarse la mano y la lengua.

Y Harry se metió el cuchillo en la boca y Laura gritó y lo detuvo, le arrancó el cuchillo de la mano y lo abrazó sollozando.

– Y están condenados al exilio y la muerte -le dijo Harry casi en silencio al oído de Laura.

Desde muy pronto, Laura aprendió a leer el pensamiento de Harry y éste, el pensamiento de Laura. Los ayudaba la ronda puntual de la sonoridad tropical. Ella la conocía desde niña, en Veracruz, pero la había olvidado en la capital, donde los ruidos son accidentales, imprevistos, intrusos, chillantes como un par de uñas malvadas arañando un pizarrón en la escuela. En el trópico, en cambio, los trinos de los pájaros anuncian el amanecer y su vuelo simétrico el

crepúsculo, la naturaleza fraterniza con las campanadas de maitines y vísperas, los cultivos de vainilla perfuman con la intermitencia de nuestra propia atención el ambiente, y sus mazos cosechados le dan un aire a la vez primigenio y refinado a las alacenas donde son guardados. Cuando Harry espolvoreaba la pimienta sobre el plato de huevos rancheros en el desayuno, Laura miraba la pimienta en flor en el jardín, joyas amarillas incrustadas en una frágil y aérea corona color de atardecer. No había hiatos en el trópico. Se pisaba del jardín a la mesa matando alacranes dentro de la casa primero, buscándolos preventivamente en el jardín, bajo las piedras, más tarde. Eran insectos blancos y Harry se rió pisoteándolos.

– Mi mujer me decía que me asoleara de vez en cuando. Tienes el vientre blanco como un filete de pescado antes de freír. Así son estos alacranes.

– Panza de huachinango -rió Laura.

– Salte de esto, me decía ella, no es lo tuyo, no crees en ello, tus amigos no valen tanto. Y luego volvía con su cantinela, tu problema no es que seas comunista, es que perdiste el talento, Harry.

Y a pesar de todo, se sentaba a escribir, finalmente, cuando todo estaba dicho y hecho, le faltaba escribir y en Tepoztlán comenzó a hacerlo con más regularidad, a partir de sus minibiografías de víctimas como Garfield y Bromberg que habían sido sus amigos. ¿Por qué no escribía sobre sus enemigos, los inquisidores? Viéndolo bien, ¿por qué sólo escribía sobre las víctimas heridas y destrozadas, como Garfield y Bromberg, pero no sobre los tipos íntegros que se sobrepusieron al drama, no lloraron, combatieron, resistieron y sobre todo, se burlaron de la estupidez monstruosa de todo el proceso? Dal-ton Trumbo, Albert Maltz, Herbert Biberman… Los que llegaron a México, pasaron por Cuemavaca o se instalaron allí. ¿Por qué de ellos casi no hablaba Harry Jaffe? ¿Por qué no los incluía en sus biografías que estaba escribiendo en Tepoztlán? Y sobre todo, ¿por qué nunca mencionaba a los peores de todos, los que sí delataron, los que sí dieron nombres, Edward Dmytrik, Elia Kazan, Lee J. Cobb, Clifford Odets, Larry Parks?

Harry mató de un zapatazo a una alacrán.

– Los insectos malignos se acomodan en el lugar más hostil y viven donde parece que no hay vida. Eso lo dijo Tom Paine para describir al prejuicio.

Laura se empeñó en imaginar lo que pensaba Harry, todas las cosas que no le decía pero que pasaban por su mirada febril. No

sabía que Harry hacía lo mismo, creía leer los pensamientos de Laura, la miraba desde la cama cuando se arreglaba frente al espejo cada mañana y contrastaba a la mujer aún joven que conoció dos años antes emergiendo de una alberca cuajada de bugambilias a la señora de cincuenta y seis años con el pelo cada vez más canoso, la simplicidad del arreglo de la cabellera larga y entrecana recogida en un chongo en la nuca, despejando aún más la frente límpida y subrayando las facciones angulares, la nariz fina y grande montada sobre un caballete, los labios delgados de estatua gótica. Y todo salvado por la inteligencia y el fulgor de los ojos amarillentos al fondo de las cuencas sombrías.

La miraba también en los quehaceres de la casa, la cocina, hacer la cama, lavar los trastes, preparar las comidas, darse duchas prolongadas, sentarse en el excusado, dejar de usar las toallas sanitarias, sufrir de calores relampagueantes, acurrucarse a dormir en posición fetal mientras él, Harry, reposaba estirado como una tabla, hasta el día en que, inexplicablemente, las posiciones se invirtieron y él se acostó como feto y ella se estiró rígida, como un niño y su gobernanta…

Se dijo que pensaba lo que ella pensaba al verse en el espejo, al separarse del abrazo nocturno, cariñoso, de los amantes: una cosa es ser cuerpo, otra cosa es ser bella… Qué cálido y tierno era abrazarse y quererse, pero sobre todo qué saludable… La salvación del amor era ignorar el cuerpo propio y fundirse en el cuerpo ajeno y dejar que el otro absorbiera el cuerpo mío para no pensar en la belleza, no contemplarse aparte el uno del otro, sino ciegos, unidos, puro tacto, puro placer, sin las sanciones de la fealdad o la belleza que ya no concurren a oscuras, en el abrazo íntimo, cuando los cuerpos se funden el uno en el otro y dejan de contemplarse fuera de sí, dejan de juzgarse fuera de la pareja que copula hasta hacer de dos uno y perder toda noción de fealdad o belleza, de juventud o de vejez… Lo dijo Harry para sí pensando que Laura se lo decía a él, sólo miro en ti la belleza interna…

Era fácil en el caso de él, cada vez más emaciado, blanco como la panza de un huachinango, dijo Laura, ni siquiera un calvo distinguido sino un ralo pelón de mechoncitos abruptos y resistentes a la alopecia digna, total. Pelos como brotes de pasto seco en la coronilla, encima de las orejas, en la nuca desangelada. Era más difícil en el caso de ella, la belleza de Laura Díaz era inteligible, trató de decirle Harry, se parecía a la belleza clásica que no era más que la idea de la belleza impuesta desde tiempos de los griegos pero que

pudo ser otra norma de belleza, la de una deidad azteca, por ejemplo, la Coatlicue en vez de la Venus de Milo.

– Sócrates era un hombre feo, Laura. Rezaba todas las noches para ver así su propia belleza interna. Era el don de los dioses. El pensamiento, la imaginación. Ésa sra la belleza de Sócrates.

– ¿No quería que la vieran también ios demás?

– Creo que su discurso era el de un hombre vanidoso. Tan vanidoso que prefirió beber la cicuta a admitir que estaba equivocado. Y no lo estaba. Se mantuvo firme.

Siempre acababan hablando de lo mismo pero nunca llegaban al fondo de «lo mismo». Sócrates murió antes que rencantar. Igual que las víctimas del macartismo. Lo contrario de los soplones del macartismo. Y ahora Harry la miraba mirándose al espejo y se preguntaba si ella veía lo mismo que él, un cuerpo externo que iba perdiendo su belleza, o un cuerpo interno que iba ganando otra belleza. Sólo en el amor, sólo en la unión sexual la pregunta dejaba de tener sentido, el cuerpo desaparecía para ser sólo placer y el placer superaba cualquier belleza posible.

Ella, en cambio, no parecía juzgarlo a él. Lo aceptaba tal como era y él se sentía tentado de ser desagradable, de decirle a ella que por qué no te tiñes el pelo, por qué no te peinas con más estilo, por qué había abandonado toda coquetería, él me está mirando como si fuera su enfermera o su nana, quisiera que me volviera una sirena pero mi pobre Odiseo está barrenado, inmóvil, consumiéndose en un mar de ceniza, ahogado por el humo, desapareciendo poco a poco en la bruma de sus cuatro cajetillas diarias de Camel cuando le regala un cartón Fredric Bell o sus cinco cajetillas de Ra-leigh sin boquilla, que saben a jabón, dice, cuando se atiene a lo mejor que le ofrece el estanquillo de la esquina.

– Lo mejor a veces es a veces lo único. Aquí lo único es casi siempre lo peor.

Fueron al mercado sabatino y él decidió comprar un árbol de la vida. Ella no tenía por qué oponerse a la compra, pero lo hizo. No sé por qué me opuse, pensó más tarde, cuando dejaron de hablarse toda una semana, en realidad esos candelabros de barro pintados de mil colores no son feos, no ofenden a nadie, aunque tampoco son esa maravilla de audacia y sensibilidad folclóricas que él dice, no sé por qué le dije son cosas chabacanas, cursis, que sólo compran los extranjeros, ¿por qué no compras unos títeres con medias color de rosa, o un balero multicolor, o de plano un sarape para

ti y un rebozo para mí? Nos sentaremos al atardecer guarecidos contra ese frío repentino que cae de la montaña, envueltos en folclor mexicano, ¿a eso quieres rebajarme?, ¿no le basta con mirarme insistentemente mientras me arreglo frente al espejo, dejándome pensar lo que él piensa, se hace vieja, descuidada, va a cumplir cincuenta y siete años, ya no necesita kótex?, ¿además quiere llenarme la casa de cachivaches turísticos, árboles de la vida, baleros, marionetas de mercado? ¿Por qué de plano no te compras un machete, Ha-rry, de esos con inscripciones chistosas inscritas en el lomo, yo soy como el chile verde picante pero sabroso, para que la próxima vez que quieras cortarte los dedos y la lengua, lo logres, logres compadecerte a ti mismo por lo que fuiste y lo que no fuiste, por lo que eres y por lo que pudiste ser?

Harry no tenía fuerzas para pegarle. Fue ella la que sintió compasión por él cuando Harry le levantó la mano y ella hizo añicos el árbol de la vida arrojándolo contra el piso de ladrillo y al día siguiente barrió los pedazos dispersos y los tiró a la basura y sólo una semana después regresó sola del mercado y colocó el nuevo árbol de la vida en la repisa frente a la mesa y los equípales donde los dos acostumbraban comer.

Entonces quiso compensar su odio inexplicable hacia la figura multicolor de ángeles, frutas, hojas y troncos, aspirando intensamente el olor del follaje del jardín, el brillo de la lluvia sobre las hojas de plátano, y más allá, en su memoria, los árboles de sombra del café, los simétricos campos del limón y la naranja, las higueras, el lirio rojo, la copa redonda del árbol del mango, el trueno de flor amarilla menuda que lo mismo resiste el huracán o la sequía; toda la flora de Catemaco… Y en el final de la selva, la ceiba. Tachonada de clavos. Las espinas puntiagudas que la ceiba genera para protegerse a sí misma. Un tronco lleno de espadas, defendiéndose, para que nadie se le acerque… La ceiba al final del camino. La ceiba tachonada de dedos cortados a machetazo limpio por un asaltante de los caminos de Veracruz.

Siempre se sentaban lado a lado en el jardín cuando caía la tarde. Decían cosas de la vida diaria, el precio de la comida en el mercado, el menú del siguiente día, la tardanza con que llegaban las revistas americanas a Tepoztlán (si es que llegaban), la gentileza del grupo de Cuernavaca de hacerles llegar recortes, siempre recortes, nunca diarios o publicaciones enteras, la bendición del radio de onda corta, ir o no a Cuernavaca al Cine Ocampo a ver tal o cual pe-

lícula de vaqueros o los melodramas mexicanos que hacían reír a Laura y llorar a Harry, pero nunca una visita a casa de los Bell, la Academia de Aristóteles, la llamaba Harry, le aburría la discusión eterna, siempre lo mismo, una tragicomedia en tres actos.

– El primer acto es la razón. La convicción que nos llevó al comunismo y a simpatizar con la izquierda, la causa obrera, la fe en los argumentos de Marx y en la Unión Soviética como el primer Estado obrero y revolucionario. Con esa fe le contestábamos a la realidad de la depresión, el paro, la ruina del capitalismo americano.

Había luciérnagas en el jardín, pero no tantas como la luz intermitente de los cigarrillos que Harry encendía sucesivamente, el siguiente con la colilla del anterior.

– El segundo acto es la heroicidad. Primero la lucha contra la depresión económica en América, segundo la guerra contra el fascismo.

Lo interrumpía un acceso de tos brutal, una tos tan honda y fuerte que parecía ajena al cuerpo cada día más delgado y pálido de Harry, incapaz de contener un huracán tan hondo en su pecho.

– El tercer acto es la victimación de los hombres y mujeres de buena fe, comunistas o simplemente humanistas. McCarthy era el mismo tipo humano que Beria el policía de Stalin, o Himmler el policía de Hitler. Los movía la ambición política, la facilidad de obtener ventajas sumándose al coro anticomunista cuando terminó la guerra caliente y empezó la guerra fría. El frío cálculo de adquirir poder sobre las reputaciones arruinadas. La delación, la angustia, la muerte… Y el epílogo -Harry abría las manos, mostraba las palmas abiertas, los dedos amarillos, se encogía de hombros, tosía levemente.

Era ella la que decía, le decía, se decía a sí misma, sin saber en qué orden y de qué manera comunicárselo mejor a Harry, el epílogo tenía que ser la reflexión, el esfuerzo de la inteligencia para entender qué había sucedido, por qué había sucedido.

– ¿Por qué nos comportamos en América igual que en Rusia? ¿Por qué nos volvimos igual a lo que decíamos combatir? ¿Por qué se dan los Beria y los McCarthy, todos esos Torquemadas modernos?

Laura escuchaba a Harry pero quería decirle que los tres actos y el epílogo de los dramas políticos nunca se presentan así, bien ordenados y aristotélicos, decía Harry burlándose un poco de la «Academia» de Cuernavaca, sino enmarañados, lo sabían los dos,

mezcladas las razones con las sinrazones, la esperanza con el desaliento, la justificación con la crítica, la compasión con el desprecio.

– Ojalá pudiera volver al momento de España y quedarme allí -le decía Harry a veces. Y volviéndose brutalmente a Laura, febrilmente, continuaba con la voz cada vez más apagada pero más ronca, «¿por qué no me dejas, por qué sigues conmigo?».

Era el momento de la tentación, Era el momento en que ella dudaba. Podía empacar e irse. Era posible. Podía quedarse y aguantarlo todo. También era posible. Pero ni podía irse sin más, ni quedarse pasivamente. Oía a Harry y tomaba, una y otra vez, la misma decisión, me quedaré, pero haré algo, no sólo lo cuidaré, no trataré solamente de darle aliento, trataré de entenderlo, de saber qué le pasó a él, por qué conoce todas las historias de esa era de infamias y desconoce la suya, por qué a mí, que lo quiero, no me dice su propia historia, por qué…

Es como si él la adivinase. Pasa con todas las parejas unidas por la pasión más que por la costumbre, nos adivinamos, Harry, basta una mirada, un gesto de la mano, una distracción fingida, un sueño penetrado igual que se penetra un cuerpo sexualmente, para saber qué piensa el otro, piensas en España, piensas en Jim, piensas que al morir tan joven se salvó, no tuvo tiempo de ser víctima de la historia, fue víctima de la guerra, eso es noble, eso es heroico; pero ser víctima de la historia, no prever, no apartarse a tiempo del golpe de la historia, o no asumirlo con entereza si llega a pegarnos, eso es triste, Harry, eso es terrible.

– Todo ha sido una farsa, un error…

– Yo te quiero, Harry, eso no es ni una farsa ni un error…

– ¿Por qué te he de creer?

– Yo no te engaño.

– Todos me han engañado.

– No sé qué quieres decir.

– Todos.

– ¿Por qué no me lo cuentas?

– ¿Por qué no lo averiguas por tu cuenta?

– No, yo no haría nada a espaldas tuyas.

– No seas tonta. Te autorizo. Ve, regresa a Cuernavaca, pregúntales por mí, diles que yo te di permiso, que te digan la verdad.

– ¿La verdad, Harry?

(La verdad es que yo te amo, Harry, te amo de una manera distinta a como amé en su momento a mi marido, a Orlando Xi-

ménez o al propio Jorge Maura, te amo como los amé a ellos, como una mujer que vive y se acuesta con un hombre, pero con:igo es diferente, Harry, además de amarte como amé a los hombres, te amo como amé a mi hermano Santiago el Mayor y a mi hijo Santiago el Menor, te amo como si te hubiera visto morir ya, Harry, como a mi hermano muerto y sepultado bajo las olas en Veracruz, te amo como vi morir a mi hijo Santiago, fulgurante en su promesa incumplida, resignado y bello mi hijo, así te quiero a ti, Harry, como a un hijo, a un hermano y a un amante, pero con una diferencia, mi amor, que a ellos los quise como mujer, como madre, como amante, y a ti te quiero como perra, sé que ni tú ni nadie me va a entender, te quiero como perra, quisiera parirte yo misma y luego desangrarme hasta morir, ésa es la imagen que te hace a ti distinto de mi marido, mi amante o mis hijos, mi amor por ti es un amor de animal que quisiera ponerse en tu lugar y morir en vez de ti, pero sólo al precio de convertirme en tu perra, cosa que nunca sentí antes y que quisiera explicarme y no sé cómo pero así es, y es así, Harry, porque sólo ahora, a tu lado, me hago preguntas que antes no me hice nunca, me pregunto si merecemos el amor, me pregunto si es el amor lo que existe, no tú y yo y por eso quisiera ser animal, tu perra sangrante y moribunda, para decir que sí existe el amor como existen un perro y una perra, quiero sacar el amor tuyo y mío de cualquier idealidad romántica, Harry, quiero darle la última oportunidad a tu cuerpo y al mío arraigándolos en la tierra más baja pero más concreta y cierta, la tierra en la que un perro y una perra olfatean, comen, se traban sexualmente, se separan, se olvidan, porque voy a tener que vivir con tu memoria cuando te mueras, Harry, y mi memoria de ti nunca será completa porque no sé qué hiciste durante el terror, no me lo dices, quizás fuiste un héroe y tu humildad se disfraza de honor peleonero, como John Garfield, para no contarme sus hazañas y rendir tu corazón al sentimentalismo, tú que lloras con una película de Libertad Lamarque, pero acaso fuiste un traidor, Harry, un delator, y eso es lo que te avergüenza y por eso quisieras regresar a España, ser joven, morir al lado de tu joven amigo Jim en la guerra y tener guerra y muerte en vez de historia y deshonor, ¿cuál es la verdad?, creo que es la primera, porque si no no te aceptarían en el círculo de los victimados en Cuernavaca, pero puede ser la segunda porque ellos nunca te miran ni te dirigen la palabra, te invitan y te tienen sentado allí, sin hablarte pero sin atacarte, hasta que tu silla se convierte en el banquillo de los acusados y me

conoces a mí y ya no estás solo y debemos salir de Cuernavaca, dejar atrás a tus camaradas, no oír más esos argumentos repetidos hasta la saciedad…)

– Debimos denunciar los crímenes de Stalin desde antes de la guerra.

– No te engañes. Te habrían expulsado del Partido. Además, contra el enemigo, los olvidos que sean necesarios.

– Eso no quita que por lo menos entre nosotros debimos discutir los errores de la URSS, habríamos sido más humanos, nos habríamos defendido mejor contra el asalto macartista.

¿Cómo íbamos a imaginar lo que iba a pasar?, le dijo Ha-rry una noche a Laura, bebiendo cerveza al caer la noche en el jardincillo de espaldas a la montaña y los aromas de flor naciente y árbol moribundo, los comunistas americanos luchamos primero en España, luego en la guerra contra el Eje, los comunistas franceses organizaron de veras la resistencia, los comunistas rusos nos salvaron a todos en Stalingrado, ¿quién iba a pensar que cuando se acabó la guerra ser comunista sería un pecado y que los comunistas iríamos todos a la hoguera?, ¿quién?

Otro cigarrillo. Otra Dos Equis.

– La fidelidad a lo imposible. Ese fue nuestro pecado.

Laura le había preguntado si estaba casado y Harry le dijo que sí, pero prefería no hablar de eso.

– Todo pasó ya -quiso concluir.

– Tú sabes que no. Tienes que contármelo todo. Tenemos que vivirlo juntos. Si es que vamos a seguir viviendo juntos, Harry.

– ¿Los enojos, las peleas, los sermones, la inquietud por las reuniones secretas, la sospecha de que los acusadores tenían razón? «Me casé con una comunista». Parece el título de una de esas malas películas que hacen para justificar al macartismo como patriotismo. Así lavan los magnates de los estudios sus culpas rojillas. Fuck them. We'U see tomorrow.

– ¿Fuiste honesto con tu esposa?

– Fui débil. Me abrí ante ella. Me abrí de capa. Le conté mis dudas. ¿Vale lo que escribí para el cine o sólo me hicieron creer que era bueno porque servía a una causa -la causa, la única causa buena? ¿Estamos pagando un precio altísimo por algo que no valía la pena? Y ella me dijo, Harry, lo que escribes es una mierda. Pero no porque seas comunista, mi amor. Es que se te apagó el foquito. Ve las cosas como son. Tenías talento. Hollywood te lo robó. Era

un talento chiquitito, pero talento al fin. Perdiste lo poco que tenías. Eso me dijo, Laura.

– Conmigo será diferente.

– No puedo, no puedo. Ya no puedo.

– Quiero vivir contigo (en nombre de mi hermano Santiago y mi hijo Santiago, y cuidarte ahora a ti como no supe o no pude cuidarlos a ellos, tú lo entiendes, te enojas, me pides que no te trate como un niño, y yo te demuestro que no soy tu madre Harry, soy tu perra, a una madre no la usas como un animal, tampoco a una amante, no lo admite la sensiblería romántica de Hollywood, Harry, pero en mi caso, yo te lo pido, déjame ser tu perra, aunque a veces te ladre, no soy ni tu madre ni tu esposa ni tu hermana…).

– Be my bitch.

Él fumaba y bebía atentando con cada bocanada contra sus pulmones y su sangre, ella fingía beber con él, bebía sidral fingiendo que era whisky, se sentía como una de esas putas de cabaret que beben agua pintada y le hacen creer al cliente que es coñac francés, se avergonzaba del engaño pero no quería enfermarse ella misma porque en ese caso quién se haría cargo de Harry. Amaneció un día en Cuemavaca en 1952 y vio a su lado al hombre débil y enfermo dormido y allí mismo decidió que de ahora en adelante su vida sólo tendría sentido si la dedicaba a cuidar a este hombre, hacerse cargo de él, porque la vida de Laura Díaz cuando rebasó los cincuenta años se redujo a esa convicción, mi vida sólo tiene sentido si la dedico a la vida de alguien que me necesita, cuidar al necesitado, darle mi amor a mi amor, totalmente, sin condiciones ni arriére-pensées, como diría Orlando, ése es ahora el sentido de mi vida, aunque haya pleitos, incomprensiones, irritaciones de parte suya o de parte mía, platos rotos, días enteros sin dirigirnos la palabra, mejor así, sin esas rispideces nos convertiríamos en melcocha, voy a darle libertad a mis irritaciones contra él, no las voy a controlar, voy a darle la última oportunidad al amor, voy a amar a Harry en nombre de lo que ya no puede esperar más, voy a encarnar ese momento de mi vida y ya llegó: sé que él está pensando lo mismo, Laura, this is the last chance, esto entre tú y yo es lo que no puede esperar más, y es lo que estaba anunciado, es lo que ya pasó y sin embargo está pasando, estamos viviendo un anticipo de la muerte porque ante nuestras miradas, Laura, se despliega el porvenir como si ya hubiera ocurrido.

– Y eso sólo lo saben los muertos.

– Les hago una pregunta -Fredric Bell se dirigió a los comensales habituales de los weekends en Cuernavaca-. Todos sabíamos que durante la guerra las industrias hicieron ganancias enormes, gracias a la guerra. Yo les pregunto, ¿debimos ir a la huelga contra los explotadores del trabajo? No lo hicimos. Fuimos «patriotas», fuimos «nacionalistas», no fuimos «revolucionarios».

– ¿Y si los nazis ganan la guerra porque los obreros americanos se fueron a la huelga contra los capitalistas americanos? -preguntó el epicúreo que no se quitaba la corbata de moño a pesar del calor.

– ¿Me estás diciendo que escoja entre suicidarme esta noche o ser fusilado mañana al amanecer? ¿Como Rommel? -intervino el hombre de la quijada cuadrada y los ojos apagados.

– Te estoy diciendo que estamos en guerra, la guerra no ha terminado ni terminará nunca, las alianzas cambiarán, un día ganan ellos, otro ganamos nosotros, lo importante es no perder de vista la meta, y lo curioso es que la meta es el origen, ¿se dan cuenta?, la meta es la libertad original del hombre -concluyó el anuncio vivo de las camisas Arrow.

No, le dijo Harry a Laura, el origen no fue la libertad, el origen fue el terror, la lucha contra las fieras, la desconfianza entre hermanos, la lucha por la mujer, la madre, el patriarcado, mantener el fuego, que no se apague, sacrificar al niño para ahuyentar a la muerte, la plaga, el huracán, ése fue el origen. Nunca hubo edad de oro. Nunca la habrá. Lo que pasa es que no puedes ser un buen revolucionario si no crees esto.

– ¿Y McCarthy? ¿Y Beria?

– Esos fueron los cínicos. Esos nunca creyeron en nada.

– Respeto tu drama, Harry. Palabra que te respeto mucho.

– No pierdas el tiempo, Laura. Ven, dame un beso.

Cuando Harry murió, Laura Díaz regresó a Cuernavaca a darle la noticia al grupo de exiliados. Estaban reunidos como siempre los sábados en la noche y Ruth les servía grandes cantidades de pasta. Vio que el reparto cambiaba, pero los papeles eran los mismos y las ausencias eran suplidas por nuevos reclutas. McCarthy no se cansaba de encontrar víctimas, la mancha de la persecución se extendía como un derrame de aceite en el mar, como un pus inyectado a la fuerza en el pene. Theodore el viejo productor murió y El-sa su mujer no soportó la vida mucho tiempo sin él, el hombre alto y miope que usaba anteojos de carey obtuvo la posibilidad de fil-

mar en Francia y el hombre pequeño con la cabellera rizada y el copete muy alto pudo escribir guiones para Hollywood nuevamente, pero con seudónimo, usando un «frente»', un prestanombres.

Otros siguieron viviendo en México, en torno a Fredric Bell, protegidos por gente de la izquierda mexicana como los Rivera o el fotógrafo Gabriel Figueroa en la capital, pero fieles siempre a los argumentos que les permitirían vivir, recordar, discutirse, amortiguar el dolor de la lista creciente de perseguidos, excluidos, encarcelados, exiliados, suicidados, desaparecidos, haciéndose sordos a los pasos de la vejez, disimulando los cambios ciegos, ciertos y minuciosos en el espejo. Ahora Laura Díaz fue el espejo de los exiliados en Cuernava-ca. Les dijo Harry ha muerto y todos se hicieron más viejos de repente. Pero al mismo tiempo, Laura sintió con emoción visible que todos y cada uno brillaban como chispas del mismo fuego. Por un segundo, al darles la sencilla noticia Harry ha muerto, el miedo que les perseguía a todos, hasta los más valientes, el miedo que era el sabueso mejor entrenado por Joe McCarthy para morderle los talones a ios «rojos», se disipó en una especie de suspiro, de alivio final. Sin decir palabra, todos estaban diciéndole a Laura que Harry ya no se atormentaría más. Y ya no los atormentaba a ellos.

Le bastaron a ella las miradas de los americanos refugiados en Cuernavaca contra la persecución macartista para que se precipitara en su propia alma el recuerdo intolerable de todo lo que fue Hatry Jaffe, su ternura y su cólera, su valor y su miedo, su dolor político transferido al dolor físico. Su dolencia, Harry su amante como un ser doliente, nada más.

Bell el británico dijo que cuando una persona era citada ante el Comité de Actividades Anti Americanas del Congreso podía hacer una de cuatro cosas.

Podía invocar la Primera Enmienda de la Constitución que garantiza la libertad de expresión y de asociación. El riesgo de esta actitud era ser considerado en desacato del Congreso e ir a la cárcel. Es lo que le pasó a los Diez de Hollywood.

La segunda opción era invocar la Quinta Enmienda de la Constitución que concede a todo ciudadano el privilegio de no incriminarse a sí mismo. Quienes optaron por «tomar la Quinta» se exponían a perder su trabajo y caer en la lista negra. Es lo que le pasó a la mayoría de los exiliados en Cuernavaca.

Y la tercera posibilidad era delatar, nombrar nombres y confiar en que los estudios volverían a darles trabajo.

Entonces sucedió algo extraordinario. Todos, los diecisiete invitados más Bell, su mujer y Laura, tomaron la carretera para ir al pequeño cementerio de Tepozdán donde estaba enterrado Harry Jarle. Había luna y las tumbas humildes pero engalanadas de flores se extendían bajo la altura impresionante del Tepozteco y su pirámide de tres pisos descendiendo hasta las cruces azules y color de rosa, blancas y verdes, como si no fuesen sepulturas, sino una floración más del trópico mexicano. Un frío siempre prematuro caía sobre Tepozdán al anochecer y los gringos venían todos con chamarras, chales y hasta parkas.

Tenían razón. A pesar del claro de luna, las montañas arrojaban una sombra inmensa sobre el valle y ellos mismos, los perseguidos, los exiliados, se movían como un reflejo, eran como alas oscuras de un águila distante, un ave que se mira un día al espejo y ya no se reconoce porque se imaginaba de una manera y el espejo le demostró que no era así.

Entonces, en la noche tepozteca, a la luz de la luna, como en la obra de teatro final del Group Theater (el telón anterior a la clausura ante una sala vacía), cada uno de los exiliados dijo algo sobre la tumba de Harry Jaffe, el hombre admitido en el grupo pero al que nadie miraba, salvo Laura que llegó un día, se zambulló en una alberca llena de bugambilias y salió a ver de frente a su pobre, desgraciado, enfermo amor.

– Nombraste sólo a los que ya habían sido nombrados.

– Todos los que nombraste ya estaban en la lista negra.

– Entre delatar a tus amigos y traicionar a tu patria, te fuiste con la patria.

– Te dijiste que si seguías en el Partido se te iban a secar las fuentes de inspiración.

– El Partido te dijo cómo escribir, cómo pensar, y tú te rebelaste.

– Te rebelaste primero contra el Partido.

– Te horrorizó pensar que el estalinismo pudiese gobernar a los USA como gobernaba a la URSS.

– Fuiste a hablar ante el Comité y temblaste de horror. Aquí estaba ya, en América, lo mismo que tenías. El estalinismo te estaba interrogando pero aquí se llamaba macartismo.

– No diste un solo nombre.

– Te enfrentaste a McCarthy.

– ¿Por qué lo hiciste si sabías que ellos ya lo sabían? Para delatar a los delatores, Harry, para infamar al infamante, Harry.

– Para volver a trabajar, Harry. Hasta que te diste cuenta que daba lo mismo delatar o no delatar. Los estudios no le daban trabajo a los rojos. Pero tampoco le daban trabajo a los que admitían ser rojos y delataban a sus compañeros.

– No había salida, Harry.

– Sabías que el anticomunismo se había convertido en el refugio de los canallas americanos.

– No nombraste a los vivos. Pero tampoco nombraste a los muertos.

– No nombrarse a los que nunca fueron nombrados. Tampoco nombraste sólo a los que ya habían sido nombrados.

– Ni siquiera nombraste a los que te nombraron a ti, Harry.

– El Partido te pidió conformidad. Tú dijiste que aunque detestaras al Partido, no ibas a someterte al Comité. El Partido en su mejor momento era siempre mejor que el Comité en cualquier momento.

– Mi peor momento fue no poderle decir lo que pasaba a mi mujer. La sospecha arruinó nuestro matrimonio.

– Mi peor momento fue vivir escondido en una casa de luz apagada para evitar que me citaran los agentes del Comité.

– Mi peor momento fue saber que a mis pequeños hijos les aplicaron la ley del hielo en su escuela.

– Mi peor momento fue no contarle a mis hijos lo que ocurría sabiendo que ellos ya lo sabían todo.

– Mi peor momento fue tenerme que decidir entre mi ideal socialista y la realidad soviética.

– Mi peor momento fue tener que escoger entre la calidad literaria de mi trabajo y las demandas dogmáticas del Partido.

– Mi peor momento fue escoger entre escribir bien o escribir comercialmente, como lo quería el estudio.

– Mi peor momento fue mirarle la cara a McCarthy y saber que la democracia americana estaba perdida.

– Mi peor momento fue cuando el congresista John Ran-kin me dijo, usted no se llama Melvin Ross, en realidad su nombre es Emmanuel Rosenberg, eso demuestra que usted es un falsario, un mentiroso, un traidor, un judío vergonzante…

– Mi peor momento fue encontrarme al que me delató y verle cubrirse la cara con las manos de pura vergüenza.

– Mi peor momento fue que mi delator viniera llorando a pedirme perdón.

– Mi peor momento fue ser mencionado por los asquerosos columnistas de sociedad, Sokolsky, Winchell, Hedda Hopper. Al mencionarme me mancharon más que McCarthy. Su tinta olía a mierda.

– Mi peor momento fue tener que fingir mi voz por teléfono para hablarle a mi familia y mis amigos sin comprometerlos.

– Le dijeron a mi hija: tu padre es un traidor. No tengas nada que ver con él.

– Le dijeron los amigos a mi hijo: ¿Sabes quién es tu padre?

– Le dijeron a mis vecinos: dejen de hablarle a la familia de los rojos.

– ¿Tú qué les dijiste, Harry Jaffe?

– Harry Jaffe, descansa en paz.

Todos regresaron a Cuemavaca. Laura Díaz, aturdida, emocionada, perpleja, se fue a recoger las pertenencias de la casita de Te-poztlán. Recuperó también su propio dolor y el de Harry. Los recogió y se recogió. Sola con el espíritu de Harry, se preguntó si el dolor que sentía era compartible, su inteligencia le dijo que no, sólo hay dolor propio, intransferible. Aunque veía tu dolor, Harry. no podía sentirlo como tú lo sentías. Tu dolor sólo tenía sentido a través del mío. Es mi dolor, el dolor de Laura Díaz, ése es el único dolor que siento. Pero puedo hablar en nombre de tu dolor, eso sí. El dolor imaginado de un hombre llamado Harry Jaffe que murió de enfisema pulmonar, ahogado en sí mismo, mutilado del aire, con las alas caídas…

– Además de las tres posibilidades de respuesta al Comité macartista -vino a decirle una tarde Fredric Bell, la víspera del regreso de Laura Díaz a la ciudad de México- había una cuarta. Se llamaba el Testimonio Ejecutivo, Executive Testimony. Los testigos que denunciaban en público antes pasaban por un ensayo privado. La audiencia pública se volvía entonces puramente protocolaria. Lo que quería el Comité era saber nombres. Su sed de nombres era insaciable, la sed non satiata. Generalmente, el testigo era citado en un cuarto de hotel y allí delataba en secreto. El Comité ya tenía los nombres desde antes, pero no bastaba. El testigo tenía que repetirlos en público para gloria del Comité pero también para infamar al delator. Había confusiones. Se le hacía creer al delator que con la confesión secreta bastaba. Era tal el ambiente de miedo y persecución, que el delator se pescaba a esa tabla de salvación, se engañaba a sí mismo, creía «yo seré la excepción, a mí sí me mantendrán en secreto». Y a veces tenían razón, Laura. Es inexplicable por qué a cier-

tas personas que hablaron en la sesión secreta se les convocó enseguida a la sesión pública, y a otras no.

– Pero Harry fue valiente ante el Comité, le dijo a Mc-Carthy, «Usted es el comunista, senador».

– Sí, fue valiente ante el Comité.

– ¿Pero no lo fue en el Testimonio Ejecutivo? ¿Delató primero y se recantó después, denunció primero a sus amigos y atacó enseguida al Comité?

– Laura, las víctimas de la delación no delatamos. Sólo te digo que hay hombres de buena fe que pensaron, «si hablo de una persona insospechada, una persona a la que jamás podrían probarle nada, quedo bien con el Comité y salvo mi propio pellejo, pero no le hago daño a mis amigos».

Bell se puso de pie y le dio la mano a Laura Díaz.

– Mi amiga, si puedes llevarle flores a las tumbas de Mady Christians y John Garfield, por favor, hazlo.

Lo último que Laura Díaz le dijo a Harry Jaffe fue, «Prefiero tocar tu mano muerta que la de cualquier hombre vivo».

No sabe si Harry la escuchó. No supo si Harry estaba vivo o muerto.

2

Siempre tuvo la tentación de decirle, no sé quiénes fueron tus víctimas, déjame que yo lo sea. Siempre supo lo que él le habría contestado, no quiero tablas de salvación… pero yo soy tu perra.

Harry había dicho que si había culpas, él las asumía totalmente.

– ¿Quiero salvarme yo? -decía con aire lejano-. ¿Quiero salvarme contigo? Lo tenemos que descubrir los dos juntos.

Ella admitía que le costaba mucho vivir adivinando, sin que él le dijera claramente qué había ocurrido. Pero en seguida se arrepentía de su propia franqueza. Entendía desde hace años que la verdad de Harry Jaffe sería siempre un cheque sin fecha y sin números, pero firmado al calce. Amaba a un hombre oblicuo, engarzado a una doble percepción, la del grupo de exiliados hacia Harry y la de Harry hacia el grupo.

Laura Díaz se preguntaba el porqué de la distancia de los exiliados hacia Harry. ¿Y por qué, al mismo tiempo, lo aceptaban co-

mo parte del grupo? Laura deseaba que fuese él quien le dijera la verdad, se negaba a aceptar versiones de terceros, pero él le dijo sin sonreír que si bien era cierto que la derrota es huérfana y la victoria tiene cien padres, la mentira, en cambio, tiene muchos hijos, pero la verdad carece de descendencia. La verdad existe solitaria y célibe, por eso la gente prefiere la mentira; nos comunica, nos alegra, nos hace partícipes y cómplices. La verdad, en cambio, nos aisla y nos convierte en islas rodeadas de sospecha y envidia. Por eso jugamos tantos juegos mentirosos. Para no soportar las soledades de la verdad.

– Entonces, Harry, ¿qué sabemos tú y yo, qué sabemos el uno del otro?

– Te respeto, me respetas. Tú y yo nos bastamos.

– Pero no le bastamos al mundo.

– Es cierto, no.

Lo cierto era que Harry estaba exiliado en México, igual que los Diez de Hollywood y los otros perseguidos por el Comité del Congreso primero, por el senador McCarthy después. Comunistas o no, ésa no era la cuestión. Había casos singulares, como el del viejo productor judío Theodore y su mujer Elsa, que no habían sido acusados de nada y se auto-exiliaron por solidaridad, porque las películas -decían- se hicieron en colaboración, con los ojos bien abiertos, y si uno solo era culpable de algo o víctima de alguien, entonces deberían serlo todos, sin excepción.

– Fuenteovejuna, todos a una -sonrió Laura Díaz recordando a Basilio Baltazar.

Había fieles recalcitrantes de Stalin y la URSS, pero también desilusionados del estalinismo que sin embargo no querían comportarse como estalinistas en su propia tierra americana.

– Si los comunistas llegáramos al poder en los USA, también calumniaríamos, exiliaríamos y mataríamos a los escritores disidentes -decía el hombre del copete.

– Entonces no seríamos verdaderos comunistas, seríamos estalinistas rusos, producto de una cultura religiosa y autoritaria que no tiene nada que ver con el humanismo de Marx, o con la democracia de Jefferson -le contestaba su compañero alto y cegatón.

– Stalin ha corrompido para siempre la idea comunista, no te engañes.

– Yo voy a mantener la esperanza de un socialismo democrático.

Laura no les daba ni rostro ni nombre a estas voces y se culpaba de ello, pero la justificaba la ronda de argumentos similares dichos por voces variables de hombres y mujeres que iban y venían, estaban allí y luego desaparecían para siempre, dejando sólo sus voces, no su apariencia física, entre las bugambilias del jardín de los Bell en Cuernavaca.

Había ex comunistas que temían acabar, como Ethel y Ju-lius Rosemberg. ejecutados en la silla eléctrica por crímenes imaginarios. O por crímenes ajenos. O por crímenes surgidos de la simple escalada de la sospecha. Había americanos de izquierda, socialistas sinceros o simplemente «liberales», a los que preocupaba el clima de persecución y delación desatado por una legión de oportunistas despreciables. Había amigos y parientes de víctimas del macartismo que se fueron de los Estados Unidos por solidaridad con ellos.

Lo que no había en Cuernavaca era un solo delator.

Laura se preguntaba en cuál de todas estas categorías cabría el hombre pequeño, calvo, flaco, mal vestido, enfermo de enfisema pulmonar, plagado de contradicciones, al cual ella llegó a amar con un amor distinto del que había sentido por los otros hombres, por Orlando, por Juan Francisco, y sobre todo por Jorge Maura.

Contradicciones: Harry se estaba muriendo de enfisema pero no dejaba de fumar cuatro cajetillas diarias porque decía que las necesitaba para escribir, era un hábito insuperable, sólo que no escribía nada y seguía fumando, mientras miraba con una especie de pasión resignada los grandes atardeceres del valle de Morelos cuando el perfume del laurel de Indias vencía la respiración extinta de Harry Jaffe.

Respiraba con dificultad y el aire del valle invadía sus pulmones, destruyéndolos: el oxígeno ya no le cabía en la sangre, pero un día su propia respiración, el aire de un hombre llamado Harry Jaffe, se le escaparía de los pulmones como se escapa el agua de un caño averiado y le invadiría la garganta hasta sofocarlo con lo mismo que necesitaba: aire.

– Si escuchas con atención -esbozaba una mueca el enfermo- puedes oír el rumor de mis pulmones, como el snap-crac-kle-pop de los cereales…, soy una taza de Rice Krispies -reía con dificultad-, soy el desayuno de los campeones.

Contradicciones: ¿él cree que ellos no saben y ellos saben pero no lo dicen?, ¿él sabe que ellos saben y ellos creen que él no lo sabe?

– ¿Cómo escribirías sobre ti mismo, Harry?

– Tendría que contar la historia con palabras que detesto.

– ¿La historia o tu historia?

– Hay que olvidar las historias personales para que aparezca la historia verdadera.

– ¿Y no es «la historia verdadera» sólo la suma de las historias personales?

– No sé qué contestarte. Vuelve a preguntármelo otro día.

Ella pensaba en la suma de sus amores carnales, Orlando, Juan Francisco, Jorge y Harry, de sus amores familiares, su padre Fernando y la Mutti Leticia, las tías María de la O, Virginia e Hil-da; de sus pasiones espirituales, los dos Santiagos. Se detenía, turbada y fría a la vez. Su otro hijo, Dantón, no aparecía en ninguno de estos altares personales de Laura Díaz.

Otras veces ella le decía, no sé quiénes fueron tus víctimas, si es que las hubo, Harry, quizás no tuviste victimas, pero si las tuviste, ahora déjame que yo lo sea… una más.

El la miraba con incredulidad y la obligaba a verse a sí misma de igual manera. Laura Díaz nunca se había sacrificado por nadie. Laura Díaz no era víctima de nadie. Por eso podía serlo de Harry, limpia, gratuitamente.

– ¿Por qué no escribes?

– Mejor pregúntame qué significa escribir…

– Está bien. ¿Qué significa?

– Significa descender adentro de uno mismo, como si uno mismo fuese una mina, para luego ascender de nuevo, Laura. Ascender al aire puro con las manos llenas de mí mismo…

– ¿Qué traes de la mina, oro, plata, plomo?

– ¿La memoria? ¿El lodo de la memoria?

– La memoria nuestra de cada día.

– Dánosla hoy. Es pura mierda.

Le hubiera gustado morir en España.

– ¿Por qué?

– Por simetría. Mi vida y la historia hubiesen coincidido.

– He conocido mucha gente que piensa como tú. La historia debió detenerse en España, cuando todos eran jóvenes y todos eran héroes.

– España era la salvación. Ya no quiero tablas de salvación, ya te lo dije.

– Entonces debes hacerte cargo de lo que siguió a la guerra de España. ¿Siguió la culpa, entonces?

– Hubo muchos inocentes, allá y acá. No puedo salvar a los mártires. Mi amigo Jim murió en el Jarama. Hubiera muerto por él. Era inocente. Nadie más lo ha sido después.

– ¿Por qué, Harry?

– Porque yo no lo fui y no dejé que nadie volviese a serlo.

– ¿No te quieres salvar a ti mismo?

– Sí.

– ¿Conmigo?

– Sí.

Pero Harry estaba destruido, no se había salvado, no iba a morir nunca más en el frente del Jarama, iba a morir de enfisema, no de una bala franquista o nazi, una bala con dedicatoria política, iba a morir de implosión por bala que traía adentro, física o moral o física y moral. Laura quería darle un nombre a la destrucción que, al cabo, la unía inexorablemente a un hombre que no tenía más compañía, aun para seguirse destruyendo, con un cigarrillo o con un arrepentimiento, que ella misma, Laura Díaz.

Salieron de Cuernavaca porque los hechos persistían y Harry dijo que detestaba las persistencias. En Cuernavaca aceptaban que estuviera allí pero no le dirigían la palabra ni la mirada. Laura se preguntó, asumiendo la voz de Harry, ¿por qué la fría distancia de los otros exiliados, como si él, de alguna manera, no fuese uno de ellos?, y más, ¿por qué me aceptan al mismo tiempo que me rechazan?, ¿no quieren darme el trato discriminatorio que ellos mismos sufrieron?, porque si delaté en secreto -dijo Laura con la voz de Harry- ellos no me van a recriminar en público; porque si actué en secreto, ellos no pueden tratarme como enemigo pero yo no puedo revelar la verdad…

– ¿Y vivir tranquilo?

– No sé quiénes fueron tus víctimas, Harry. Déjame que yo lo sea.

Si estaba refugiado en México, era porque lo seguían persiguiendo en los Estados Unidos. ¿Por qué lo seguían acusando, si tal era el caso, los cazadores de brujas? ¿Porque no delató? ¿O, precisamente, porque delató? Pero ¿qué clase de delación fue la suya, una delación que me permite vivir entre mis víctimas? ¿Debió denunciarse a sí mismo como delator ante los demás perseguidos? ¿Ganaría con ello? ¿Qué ganaría con ello? ¿Penitencia y credibilidad? ¿Haría penitencia y entonces creerían en él, lo mirarían y le dirigirían la palabra? ¿Se habían equivocado todos, ellos y él?

En Cuernavaca, en el exilio, ¿se pusieron de acuerdo en creer que él no delató, que era uno de ellos?

– Entonces, ¿por qué a él no lo persiguen más y a nosotros nos siguen persiguiendo?

(Laura, el delator es inexpugnable, atacar la credibilidad del delator es minar en sus fundamentos el sistema mismo de la delación.

(¿Tú delataste?

(Suponte que sí. Pero que no se sepa que delaté. Que se me crea un héroe. ¿No conviene más para la causa?)

– Se los aseguro. El podría regresar y nadie lo molestaría.

– No. Los inquisidores siempre encuentran nuevos motivos para perseguir.

– Judíos, conversos, musulmanes, maricas, raza impura, falta de fe, herejía -le recordó durante una de sus visitas esporádicas Basilio-. Al inquisidor nunca le faltan motivos para acusar. Y si falla o envejece un motivo, Torquemada se saca de la manga otro nuevo e inesperado. Es el cuento de nunca acabar.

Abrazados de noche, haciendo el amor con la luz apagada, Harry reteniendo la tos, Laura con camisón para esconder un cuerpo que ya no le agradaba, podían decirse cosas, podían hablar con caricias, podía decirle él a ella ésta es la última oportunidad para el amor the last chance for love, y ella a él lo que está pasando ya estaba anunciado y él, ya pasó, lo que está pasando, tú y yo es lo que ya pasó entre tú y yo, Laura Díaz, Harry laffe, ella debía suponer, ella debía imaginar. A la hora del desayuno, a la hora del coctel crepuscular cuando sólo un diáfano martini se defendía de la noche, y en la noche misma, a la hora del amor, ella podía imaginar respuestas a sus preguntas, ¿por qué no habló?, o;por qué habló, si habló, en secreto?

– Pero tú no hablaste, ¿verdad?

– No, pero me tratan como si hubiera hablado.

– Es cierto. Te están insultando. Te están tratando como si no importaras. Vamonos de aquí, los dos solos.

– ¿Por qué dices esto?

– Porque si tienes un secreto y lo respetan es porque no les pareces importante.

– Puta, bitch, crees que con tus trampas me obligas a hablar…

– A las putas los hombres les cuentan sus cuitas. Déjame ser tu puta, Harry, habla…

– Oíd bitch -rió sarcástico Harry-, puta vieja.

Ella ya no tenía capacidad para sentirse insultada. Ella misma se lo había pedido, déjame ser tu perra.

– Bueno, perra, imagina que hablé en testimonio secreto. Pero imagina, sólo mencioné a los inocentes, a Mady, a Julie. ¿Sigues mi lógica? Imaginé que por ser inocentes no los tocarían. Los tocaron. Los mataron. Yo imaginaba que sólo tocarían a los comunistas y por eso no los nombré. Me juraron que sólo andaban detrás de los rojos. Por eso imaginé a los inocentes. No los tocarían. No cumplieron con lo prometido. No imaginaron lo mismo que yo. Por eso pasé del testimonio secreto a la sesión abierta y ataqué a McCarthy.

(¿Es o ha sido usted miembro del Partido Comunista?

(Usted es el comunista, senador, usted es el agente rojo, a usted le paga Moscú, senador McCarthy, usted es el mejor propagandista del comunismo, senador

(Punto de orden, desacato, el testigo es reo de desacato al Congreso de los Estados Unidos)

– ¿Por eso pasé un año en la cárcel? ¿Por eso no tienen más remedio que respetarme y aceptarme como uno de ellos? ¿Por eso soy un héroe? Pero ¿también soy un delator? ¿Imaginan que delaté porque creí que nadie iba a probar lo improbable, que Mady Chris-tians o John Garfield eran comunistas? ¿Imaginan que nombré a los inocentes para salvar a los culpables? ¿Imaginan que no entendí la lógica de la persecución, que era convertir al inocente en víctima? ¿Imaginan que pude haber nombrado a otro amigo mío, J. Edward Bromberg, o a Maltz, a Trumbo, a Dmytrik, porque ellos sí fueron comunistas? ¿Imaginan que por eso no los nombré en la sesión secreta? ¿Imaginan que nombré sólo a los inocentes porque yo mismo pequé de inocencia? ¿Imaginan que pensé que no les podría comprobar nada a los inocentes por serlo? ¿Por eso el Comité se encargó de probarles todo lo que no eran mediante el uso del terror? ¿Era más fácil atemorizar al inocente que al culpable? ¿El culpable podía decir fui o soy comunista y pagar con honor las consecuencias? ¿Pero el inocente sólo podía negar y pagar peor que el culpable las consecuencias? ¿Es esa la lógica del terror? Sí, el terror es como una tenaza invisible que te va acogotando como el enfisema me ahoga a mí mismo. No puedes hacer nada y acabas agotado, muerto, enfermo o suicida. El terror consiste en matar de miedo al inocente. Es el arma más poderosa del inquisidor. Dime que fui un estúpido, que

no supe prever eso. Imagina que cuando me decidí a atacar al Comité, mis delaciones ya habían surtido efecto. Nadie puede desandar lo andado, Laura.

– ¿Y por qué no te delataron a ti los inquisidores, por qué no revelaron que en la sesión secreta habías dicho lo contrario que en la sesión pública?

– Porque para ellos era peor el silencio del héroe que la palabra del delator. Si revelaban mi doble juego, también revelaban el suyo y perdían un as de su baraja. Se callaron sobre mi delación, al fin y al cabo martirizaron a la gente que nombré, ése no era problema, ellos ya tenían su lista de víctimas preparada de antemano, el delator sólo confirmaba públicamente lo que ellos querían que se dijera. Muchos más denunciaron públicamente a Mady Christians y a John Garfield. Por eso se callaron sobre mi delación, me condenaron por mi rebeldía, me enviaron a la cárcel, y cuando salí me tuve que exiliar… De todos modos, me derrotaron, me hicieron imposible para mí mismo…

– ¿Todo esto lo saben tus amigos de Cuernavaca?

– No lo sé, Laura. Pero lo imagino. Están divididos. Les conviene tenerme entre ellos como mártir. Les conviene más que expulsarme como delator. Pero no me hablan ni me miran a la cara.

Ella le rogó que se fueran de Cuernavaca, los dos solos en otra parte se darían lo que podían otorgarse dos seres solitarios, dos perdedores, juntos podemos ser lo que somos siendo lo que no somos. Vamonos antes de que nos trague un inmenso vacío, mi amor, vamos a morir en secreto, con todos nuestros secretos, ven, mi amor.

– Te juro que guardaré silencio para siempre.

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