VI. México DF: 1922

No hay estaciones en la ciudad de México. Hay temporada de secas de noviembre a marzo y luego hay la temporada de lluvias de abril a octubre. No hay de dónde colgar el tiempo, sino del agua y del sol que son la verdadera raya y cruz de México. Ya es bastante. A Laura Díaz, la figura de su marido Juan Francisco López Greene se le fijó para siempre una noche de lluvia. Descubierto, en pleno Zócalo de la ciudad, hablándole a una multitud, Juan Francisco no tenía que gritar. Su voz era grave y fuerte, lo contrario de su voz baja en privado, su figura una estampa de combate, con el pelo lacio y empapado colgándole sobre la nuca, la frente y las orejas, el agua corriéndole por las cejas, de los ojos a la boca, con la manta de hule cubriéndole el cuerpezote al que ella, en sus noches de recién casada, se había acercado con miedo, respeto, recelo y gratitud. A los veintidós años, Laura Díaz había escogido.

Recordaba a los muchachos en los bailes de provincia y no podía distinguir a uno de otro, al primero del segundo o a éste del siguiente. Eran canjeables, simpáticos, elegantes…

– Laura, es que es muy feo.

– Pero no se parece a nadie, Elizabeth.

– Es prieto.

– No más que mi tía María de la O.

– Con ella no te vas a casar, tú. Habiendo tanto muchacho blanco en Veracruz.

– Éste es más extraño, o más peligroso, no sé.

– ¿Por eso lo escogiste? ¡Qué loca estás! ¡Y qué peligrosa eres tú misma, Laura! Te envidio y te compadezco, tú.

Salieron de Xalapa los recién casados y apenas subieron a la meseta, Laura echó de menos la belleza y el equilibrio de la capital provinciana, las noches tan perfectas que le otorgaban vida nueva, cada atardecer, a todas las cosas. Recordaría su hogar y todos los infortunios parecían disolverse en la armonía envolvente de la vida vivida y recordada con sus padres, con Santiago y las tías solteras, con

los abuelos muertos. Dijo la palabra «armonía» y se sintió turbada por la memoria de la heroica anarquista catalana a la que aludía en un discurso esta tarde de lluvia Juan Francisco, defendiendo la jornada de ocho horas, el salario mínimo, la maternidad pagada, las vacaciones con sueldo, todo lo prometido por la Revolución, decía con voz grave y resonante, hablándole a la plaza, a la multitud reunida para defender y hacer valer el artículo 123 de la Constitución este primero de mayo de 1922 bajo la lluvia nocturna, la primera vez en la historia de la humanidad que el derecho al trabajo y la protección al trabajador tenían rango constitucional, por eso la Revolución mexicana era de veras una revolución, no un cuartelazo, ni una rebelión, ni una asonada como sucedía en el resto de Hispanoamérica, lo de México era distinto, era único, todo aquí se fundaba de vuelta, de raíz, en nombre del pueblo, por el pueblo, le decía Juan Francisco a las dos mil personas reunidas bajo la lluvia, se lo decía a la lluvia misma, a la noche precipitada, al nuevo gobierno, a los sucesores del asesinado Venustiano Carranza que todos imaginaban ultimado por el triunvirato de la rebelión de Agua Prieta, Calles, Obregón y De la Huerta. A todos ellos les hablaba López Greene en nombre de la Revolución, pero le hablaba también a Laura Díaz, su joven esposa recién traída de la provincia, una muchacha bella, alta, extraña por sus facciones tan marcadas y aguileñas, hermosa por su extrañeza misma; me habla a mí también, a mí, yo soy parte de sus palabras, tengo que ser parte de su discurso…

Ahora llovía sobre el valle central y ella recordaba el ascenso en el tren de Xalapa a la estación de Buenavista en la ciudad de México. Estoy cambiando de la arena a la piedra, de la selva al desierto, de la araucaria al cacto. La subida a la meseta pasaba por un paisaje de brumas y tierras quemadas, luego por un llano duro de canteras de roca y trabajadores de la piedra, parecidos a la piedra; uno que otro álamo de hoja plateada. A Laura el paisaje le cortó el aliento y le dio sed.

– Te dormiste, muchachita.

– Me dio susto el paisaje, Juan Francisco.

– Pues te perdiste los bosques de pinos de la parte alta.

– Ah, por eso huele tan bonito.

– No vayas a creer que todo es llano pelón por aquí. Ya ves, yo soy tabasqueño, añoro el trópico, igualito que tú, pero ya no podría vivir sin el altiplano, sin la ciudad…

Cuando ella le preguntó por qué, Juan Francisco cambió el tono de voz, la impostó, quizás hasta la engoló un poquito para ha-

blar de la ciudad de México que era el centro mismo del país, su corazón, como quien dice, la ciudad azteca, la ciudad colonial, la ciudad moderna, una encima de la otra…

– Como un pastel -rió Laura.

Juan Francisco no rió. Laura siguió comparando.

– Como una de esas portaviandas que le subían a la señorita Aznar tu heroína, mi amor.

Juan Francisco se puso todavía más serio.

– Perdón. Hablo en broma.

– Laura, ¿nunca sentiste curiosidad por ver a Armonía Aznar?

– Era muy niña.

– Ya tenías veinte años.

– Será que mi impresión infantil perduró, Juan Francisco. A veces, por más que crezcas, te siguen asustando los cuentos de fantasmas que te contaron de niña…

– Deja eso atrás, Laura. Ya no eres una niña de familia. Estás al lado de un hombre que lucha seriamente.

– Lo sé, Juan Francisco. Lo respeto.

– Necesito tu apoyo. Tú razón, no tu fantasía.

– Trataré de no decepcionarte, mi amor. Te respeto mucho, tú lo sabes.

– Empieza por preguntarte por qué nunca te rebelaste contra tu familia y subiste a ver a Armonía Aznar.

– Es que me daba miedo, Juan Francisco, te digo que era yo muy niña.

– Perdiste la oportunidad de conocer a una gran mujer.

– Perdóname, mi amor.

– Tú perdóname a mí -Juan Francisco la abrazó y le besó un puño cerrado nerviosamente-. Ya te iré educando en la realidad. Has vivido demasiado tiempo de fantasías infantiles.

Orlando no era una fantasía, quería decirle sabiendo que nunca se atrevería a mencionar al joven rubio e inquietante, Orlando que era un seductor, me dio cita en el altillo, por eso nunca fui después de que él me dio cita allí, además la señorita Aznar quería ser respetada, eso pidió, eso…

– Ella misma dio órdenes de que no la molestaran. ¿Quién era yo para desobedecer?

– En otras palabras, no te atreviste.

– No, hay muchas cosas que no me atrevo a hacer -sonrió Laura con cara de falso arrepentimiento-. Contigo sí me atreveré. Tú me enseñarás, ¿verdad?

Él sonrió y la besó con la pasión que le estaba entregando desde la noche de bodas pasada en el Tren Interoceánico; era un hombre grande, vigoroso y amante, sin el misterio que rodeaba a su otro amor inminente, Orlando Ximénez, pero sin el aura de maldad del joven rubio y rizado del baile de San Cayetano. Al lado de Orlando, Juan Francisco era la llaneza misma, un ser abierto, casi primitivo en su apetito sensual directo. También por eso Laura lo iba amando más y más, como si su esposo confirmara la primera impresión que la joven mujer sintió en el Casino de Xalapa al conocerlo. Juan Francisco el amante era tan magnífico como Juan Francisco el orador, el político, el dirigente obrero.

(-No conozco otra cosa, no conozco nada más, no puedo comparar, pero puedo gozar y gozo, la verdad es que gozo en la cama con este hombrón, este macho sin sutilezas ni perfumes como Orlando, Juan Francisco, mío…)

– Quítate la costumbre de decirme «mi amor» en público.

– Sí, mi amor. Perdón. ¿Por qué?

– Andamos entre camaradas. Andamos en la lucha. No es bueno.

– ¿No hay amor entre tus camaradas?

– No es serio, Laura. Basta.

– Perdóname. Contigo a tu lado para mí todo es amor. Hasta el sindicalismo -rió, como siempre reía ella, acariciando la oreja larga y velluda de su macho, le salió decirle así, tú eres mi macho y yo soy tu esposita, mi amor es mi macho pero no debo decirle mi amor…

– Tú me dices «muchacha» siempre, nunca me has dicho «mi amor» y yo te lo respeto, sé que eso es lo que te sale natural, como a mí me sale decirte…

– «Mi amor»…

La besó pero ella se quedó con la desazón de una culpa, como si muy secretamente los dos se hubiesen dicho algo irrepetible, fundamental, de lo cual un día podían alegrarse o arrepentirse mucho. Todo se lo llevó lejos la certeza de que los dos, en verdad, se desconocían. Todo era sorpresa. Para ambos. Cada uno esperaba que poquito a poquito uno se revelara al otro. ¿Era un consuelo pensar esto? La razón inmediata de su desazón, la que registró en ese mo-

mento su cabeza, era que su marido la reprochaba por no haber tenido el coraje de subir la escalerilla y tocar a la puerta de Armonía Aznar. La presencia y la historia de Juan Francisco destruían su razón y la convertían en pretexto. La propia señorita Aznar había pedido aislamiento y respeto. Laura tenía esta excusa; la excusa escondía un secreto; el secreto era Orlando y de eso no se hablaba. Laura se quedaba con la culpa, una culpa vaga y difusa a la cual no sabía darle defensa propia, convirtiéndola, se dio cuenta repentinamente, en motivo de identificación con su marido, de solidaridad con la lucha, en vez de ser obstáculo entre los dos, alejamiento, no sabía qué nombre darle y lo atribuyó todo, al cabo, a su inexperiencia.

– No me digas «mi amor» en público.

– No te preocupes… mi amor -rió alto la joven casada y le arrojó una almohada a la cabeza revuelta, hirsuta, de su marido dormilón, desnudo, moreno, poderoso, sonriente ahora con una dentadura fuerte y amplia como un friso indígena; como un elote, se dijo Laura para no endiosar a su marido, «uy, tienes dientes de elote». Juan Francisco era la novedad de su vida, el principio de otra historia, lejos de la familia, de Veracruz, del recuerdo.

– No vayas a escogerlo sólo porque es diferente -le advirtió la tía María de la O.

– ¿Quién es más diferente que tú, tiíta, y a quién quiero más que a ti?

Se abrazaban y besaban gozosamente la sobrina y la tía y ahora, cerca del rostro de Juan Francisco al hacer el amor, Laura sentía la oscuridad atractiva, la diferencia irresistible. El amor era como empacharse con piloncillo o embriagarse con ese perfume de canela que heredan los seres del trópico, como si a todos los hubieran concebido en una huerta salvaje, entre mangos, papayas y vainilla. En esto pensaba en la cama con su marido, en mangos, papayas y vainilla, sin poder evitarlo, recurrentemente, entendiendo que al pensar en esas cosas le prestaba menos atención a lo que hacía, pero también lo prolongaba, temiendo sin embargo que Juan Francisco notase su distracción, la tomase por indiferencia y confundiese la pasión de los cuerpos unidos en la cama con una comparación desfavorable para él, aunque haya comprobado que Laura era virgen, que él era el primero. ¿Sospecharía que no era ser primero en la cama lo que le inquietaba, sino ser otro, uno más, el segundo, el tercero, quién sabe si el cuarto, en la sucesión de los afectos de la mujer?

– Nunca me hablas de tus novios.

– Tú nunca me hablas de tus novias.

La mirada, el gesto, el movimiento de hombros de Juan Francisco significaba «los machos somos distintos». ¿Por qué no lo decía de plano, abiertamente?

– Los machos somos distintos.

¿Porque eso no era necesario explicarlo? ¿Porque la sociedad era así y nadie la iba a cambiar…? Oyéndolo hablar en la gigantesca plaza en el corazón de la ciudad, bajo la lluvia, con su vozarrón profundo, Laura se llenaba desde él, con él, para él, de palabras y razones a las que ella quería darles un significado para entenderlo a él, para penetrar su mente como él penetraba el cuerpo de Laura, a fin de ser su compañera, su aliada. ¿No incluía esta revolución un cambio en lo que los hombres mexicanos le hacían a sus mujeres, no abría un tiempo nuevo para las mujeres, tan importante como el nuevo tiempo para los obreros que defendía Juan Francisco?

No había pertenecido a ningún otro hombre. Escogió a éste. A éste quería pertenecerle entera. ¿Se dejaría tentar Juan Francisco, iba a tomarla tan totalmente como ella quería ser tomada por él? ¿No temía, él que nunca hablaba de sus novias, él que nunca le diría «mi amor» ni en público ni en privado, no tendría miedo de que ella también lo penetrase a él, lo invadiera en su persona, le arrebatase su misterio? ¿Existía una persona detrás del personaje que ella seguía de mitin en mitin, con la serena anuencia de él, que nunca le dijo quédate en casa, esto es cosa de hombres, te vas a aburrir? Todo lo contrario, él celebraba la presencia de Laura, la entrega de Laura a la causa, la atención de Laura a las palabras del líder su marido, al discurso de Juan Francisco. El discurso, porque era uno solo en defensa de los trabajadores, del derecho de huelga, de la jornada de ocho horas. Era un solo discurso porque era una memoria sola, la de la huelga de los textileros de Río Blanco, la de los mineros de Cananea, la de la lucha liberal y anarcosindicalista; una evocación sin cesuras, un río de causas y efectos perfectamente concatenados e interrumpidos solamente por llamaradas de rebeldía que podían incendiar el agua misma, el cobre y la plata de las minas.

Laura no se preguntó nada más. Todo lo interrumpió, a los nueve meses de la boda, el nacimiento del primer hijo. Que Santiago López Díaz resultó ser macho lo celebró tanto su padre que Laura se preguntó, ¿qué tal si es niña? El solo hecho de parir a un

hombrecito y de notar la satisfacción de Juan Francisco le permitió a Laura determinar el nombre del niño.

– Le pondremos Santiago, como mi hermano.

– Tu hermano murió por la Revolución. Será un buen augurio para el niño.

– Yo quiero que viva, Juan Francisco, no que muera, ni por la Revolución ni por nada.

Fue uno de esos momentos en que cada uno se guardó para sí lo que pudo haber dicho. El destino de la gente sobrepasa al individuo, Laura, somos más que nosotros mismos, somos el pueblo, somos la clase trabajadora. No puedes ser tan mezquina con tu hermano y encerrarlo en tu pequeño corazón como se prensa una flor muerta entre las páginas de un libro. Es un nuevo ser, Juan Francisco, ¿no lo aceptas simplemente como eso, una novedad en la tierra, algo que nunca ha existido antes ni volverá a existir?; así lo celebro yo a nuestro hijo, así lo beso y arrullo y amamanto, cantándole bienvenido m'ijito, eres único, eres insustituible, te voy a dar todo mi amor porque tú eres tú, voy a expulsar la tentación de soñarte como un Santiago muerto y ahora vuelto a nacer, un segundo Santiago que va a cumplir el destino interrumpido de mi adorado hermano…

– Cuando le digo Santiago a mi hijo pienso en el heroísmo de tu hermano.

– Yo no, Juan Francisco. Ojalá que nuestro Santiago no sea lo que tú dices. Duele mucho ser héroe.

– Está bien. Te comprendo. Creí que te gustaría ver en el nuevo Santiago algo así como una resurrección del primero.

– Perdón si te contrarío pero no estoy de acuerdo contigo.

Él no dijo nada. Se levantó y se fue a la ventana a ver la lluvia del mes de julio.

¿Cómo le iba a negar a Juan Francisco el derecho de ponerle Dantón al segundo hijo del matrimonio, nacido once meses después del primero, cuando el general Alvaro Obregón llevaba dos años en presidencia y el país regresaba poco a poco a la paz? A Laura le gustaba este presidente tan brillante, o por lo menos tan listo, que para todo tenía respuesta, que había perdido un brazo en la batalla de Celaya, que aniquiló a Pancho Villa y sus Dorados y que era capaz de reírse de sí mismo.

– El campo de batalla era una carnicería. Entre tanto cadáver, ¿cómo iba a recuperar el brazo que me volaron? Señores, tuve

una brillante idea. Arrojé al aire una moneda de oro y mi brazo salió volando a pescarla. ¡No hay general de la revolución que resista un cañonazo de cincuenta mil pesos!

– Tendrá una sola mano, pero la tiene bien dura -le oyó decir a uno de los dirigentes obreros que se reunían en su casa con Juan Francisco para discutir política.

Ella se iba mejor a recorrer una ciudad que desconocía y a descubrir parajes pacíficos, lejos del ruido que hacían Los camiones pintados de acuerdo con su destino -ROMA MÉRIDA CHAPULTEPEC Y ANEXAS, PENSIL BUENOS AIRES PENITENCIARÍA SALTO DEL AGUA, COYOACÁN, CALZADA DE LA PIEDAD, NIÑO PERDIDO- y los tranvías amarillos que llegaban más lejos -CHURUBUSCO, XOCHIMILCO, MILPA ALTA- y los automóviles, sobre todo los «libres», los taxis que anunciaban su «libertad» con letreros encajados en los parabrisas, y los «fotingos», los coches Ford que confundían el Paseo de la Reforma con una pista de carreras.

Laura era la amante de los parques; así se llamaba, con una sonrisa, a sí misma. Primero un niño y luego dos, en el cochecito que Laura empujaba del hogar matrimonial en la Avenida Sonora al Bosque de Chapultepec donde olía a eucalipto, a pino, a heno y a lago verde.

Cuando nació Dantón, la tía María de la O se ofreció a ayudar a Laura y Juan Francisco no puso reparos a la presencia de la tía mulata, cada vez más gorda y con tobillos tan gruesos como sus brazos, y gruesas también, y tambaleantes, las piernas. La casa de dos pisos tenía un frente de ladrillos dispuestos en grecas en la planta baja y de estuco amarillento, en la alta. Se entraba por un garaje que Juan Francisco estrenó el día siguiente del nacimiento del segundo hijo con un Ford convertible que le regaló la Confederación Regional Obrera Mexicana, la CROM, la agrupación de trabajadores más poderosa en el nuevo régimen. El líder de la central obrera, Luis Napoleón Morones, le entregó el auto a Juan Francisco, dijo, en reconocimiento de sus méritos sindicales durante la Revolución.

– Sin la clase obrera -dijo Morones, un hombre más que gordo, espeso, con labios gruesos, nariz gruesa, cuello y papadas gruesas, y párpados como cortinas de carne-, sin la Casa del Obrero Mundial y los Batallones Rojos, no hubiéramos triunfado. Los obreros hicieron la Revolución. Los campesinos, Villa y Zapata, fueron un lastre necesario, el lastre reaccionario y clerical del negro pasado colonial de México.

– Te dijo lo que querías oír -le dijo Laura, sin interrogantes a Juan Francisco, que le puso la pregunta a sus palabras.

– No dijo más que la verdad. La clase obrera es la vanguardia de la Revolución.

Allí estaba sentado el Ford Modelo T, menos impresionante que el fastuoso Issota-Fraschini que Xavier Icaza llevó a Xalapa, pero comodísimo para una familia de cinco en excursión a las pirámides de Tenayuca o a los jardines flotantes de Xochimilco. Al fondo del garaje, ocupaban lugar de honor los boilers, unos tinacos necesarios para tener agua caliente y alimentados por pilas de leña y papel periódico. Por el garaje se entraba a la pequeña recepción con pisos de mosaicos y a la sala que daba a la calle, amueblada con sencillez y comodidad, pues Laura había abierto cuenta en el Palacio de Hierro y Juan Francisco le dio rienda suelta para comprar un ajuar de sofá y sillones de terciopelo azul y lámparas que imitaban la moda del art déco tan mentado en las revistas ilustradas.

– No te preocupes, mi amor. Existe una nueva modalidad que es el pago a plazos, no hay que darlo todo de un golpe.

Por puertas de cristal se pasaba al comedor, con su mesa cuadrada sobre un pedestal de madera hueco, ocho sillas pesadas de caoba y respaldo rígido, un espejo que atesoraba la luz de la tarde y la puerta de acceso a la cocina con sus estufas de carbón y hieleras que requerían la visita diaria del vendedor de leña y del carbonero, del camión de la leche y del camión del hielo.

Era una bonita sala. Se levantaba varios metros sobre el nivel de la calle y tenía un balconcillo desde donde se podía admirar el Bosque de Chapultepec.

Arriba, accediendo por una escalera pretenciosa para el tamaño de la casa, había cuatro recámaras y un solo baño con tina, retrete y -cosa que nunca había visto la tía María de la O- un bidet francés que Juan Francisco quiso retirar pero que Laura le rogó retener, por lo novedoso y divertido que era.

– Te imaginas a mis amigos del Sindicato sentados allí.

– No, me imagino al panzón de Morones. No les digas nada. Que se hagan bolas.

Los amigos de Juan Francisco a veces regresaban del baño con aire incómodo y hasta con pantalones mojados. Juan Francisco lo pasaba todo por alto con su digna seriedad innata que no admitía bromas o las apagaba con el relámpago de una mirada, a la vez, fogosa y fría.

Se reunían en el comedor y Laura se quedaba leyendo en la sala. La lectura en voz alta junto al lecho del inválido don Fernando en Xalapa, aventurada como una botella de náufrago arrojada al mar, con la esperanza de que su padre la entendiese, se convirtió para la mujer casada en hábito silencioso y placentero. Se iniciaba una literatura viva sobre el pasado reciente y Laura leyó Los de abajo de un doctor llamado Mariano Azuela, dándole la razón a los que hablaban de las tropas campesinas como una horda de salvajes, pero al menos vital, en tanto que los políticos citadinos, los abogados e intelectuales de la novela, eran sólo salvajes pérfidos, oportunistas y traidores. Se daba cuenta, sobre todo, de que la Revolución había pasado, casi, como un suspiro por Veracruz mientras rugía en el norte y en el centro del país. La compensación de estas lecturas fue para Laura el descubrimiento de un joven poeta tabasqueño de apenas veintitrés años. Se llamaba Carlos Pellicer y cuando Laura leyó su primer libro, Colores en el mar, no supo si hincarse y dar gracias, o rezar, o llorar porque ahora el trópico de su niñez estaba vivo y a la mano entre las tapas de un libro y como Pellicer era de Tabasco igual que Juan Francisco, leerlo la acercaba aún más a su marido.

Trópico, ¿por qué me diste las manos Llenas de color?

Además, Laura sabía que a Juan Francisco le gustaba tenerla cerca, para servir a los amigos si la reunión se prolongaba, pero más que nada para que ella fuese testigo de lo que él les decía a sus compañeros mientras la tía cuidaba a los niños. Le costaba darle rostro a las voces que llegaban del comedor, porque una vez fuera de allí, éstos eran hombres silenciosos, distantes, como si hubiesen surgido muy recientemente de lugares oscuros y hasta invisibles. Algunos usaban saco y corbata, pero los había de camisa sin cuello y gorra de lana, y hasta uno que otro de overol azul y camisa rayada y enrollada hasta los codos.

Esta tarde llovía y los hombres fueron llegando mojados, algunos con gabardina, la mayoría desprotegidos. En México casi nadie usaba paraguas. Y eso que la lluvia era puntual y poderosa, abriéndose en cascadas hacia las dos de la tarde y continuando a ritmos alternos hasta la madrugada del día siguiente. Luego regresaba el sol mañanero. Los hombres olían fuerte a ropa mojada, a zapato embarrado, a calcetín húmedo.

Laura los veía desfilar en silencio al llegar y al salir. Los que usaban gorro se lo quitaban al verla pero se lo volvían a poner enseguida. Los que usaban sombrero lo dejaban a la entrada. Otros no sabían qué hacer con las manos cuando la veían. En el comedor, en cambio, eran elocuentes y Laura, invisible para ellos pero atenta a cuanto decían, creía escuchar voces mucho tiempo soterradas, dueñas de una elocuencia que había estado enmudecida durante siglos enteros. Habían luchado contra la dictadura de don Porfirio -era el resumen de lo que Laura escuchaba-, habían militado, los más viejos, en el grupo anarcosindicalista Luz, luego en la Casa del Obrero Mundial fundada por el profesor anarquista Moncaleano y por fin en el Partido Laborista cuando la Casa fue disuelta por Carranza una vez que triunfó la Revolución y el viejo ingrato se olvidó de todo lo que debía a sus Batallones Rojos y a la Casa del Obrero. Pero Obregón (¿mandó matar a Carranza?) les ofreció a los trabajadores un nuevo partido, el Laborista, y una nueva central obrera, la CROM, para que continuaran sus luchas por la justicia.

– ¿Otra vez atole con el dedo? Dense cuenta, compañeros, los gobiernos, todititos ellos, no han hecho más que engañarnos. Madero, dizque el apóstol de la Revolución, nos echó encima a sus «cosacos».

– ¿Qué esperabas, Dionisio? El chaparrito no era un revolucionario. Nomás era un demócrata. Pero le debemos un gran favor, ahí donde ves. Madero creyó que iba a haber democracia en México sin revolución, sin cambios de a de veras. Su ingenuidad le costó la vida. Se lo cargaron los militares, los latifundistas, toda la gente que él no se atrevió a tocar porque bastaba con tener leyes democráticas. Asegún.

– Pero Huerta el asesino de Madero sí nos tomó en cuenta. ¿Tú has visto una manifestación más grande que la del primero de mayo de 1913? La jornada de ocho horas, la semana de seis días, todo lo aceptó el general Huerta.

– Puro atole con el dedo. Apenas empezamos a hablar de democracia, Huerta mandó incendiar nuestra sede, nos arrestó y deportó, no lo olvides. Es una lección. Una dictadura puede darnos garantías de trabajo, pero no libertad política. Cómo no íbamos a recibir como un salvador al general Obregón cuando tomó la ciudad de México en 1915 y se soltó hablando de revolución proletaria, de someter a los capitalistas, de…

– Tú estabas allí, Palomo, tú recuerdas cómo llegó Obregón a nuestro mitin y nos abrazó a uno por uno, cuando todavía tenía

dos brazos, y a cada uno nos dijo tienes razón compadre, nos dijo lo que queríamos oír…

– Puro atole con el dedo, José Miguel. Lo que quería Obregón era usarnos como aliados contra los campesinos, contra Villa y Zapata. Y lo logró, nos convenció de que los campesinos eran reaccionarios, clericales, traían a la Virgen en los sombreros, qué sé yo, eran el pasado…

– Puro atole con el dedo, Pánfilo. Carranza era un hacendado que odiaba a los campesinos. Con razón Zapata y Villa empezaron a distribuir tierras sin pedirle permiso al viejo barbas de chivo.

– Pero ahora ganó Obregón, él siempre nos defendió, aunque fuera para ganar apoyos contra Zapata y Villa. Dense cuenta, ca-maradas. Obregón le ganó la batalla a todos…

– Mató a todos, dirás.

– Ya estaría. La política es así.

– ¿Tiene que ser así? Vamos a cambiarla, Dionisio.

– Ganó Obregón, ésa es la realidad. Ganó y se va a quedar. México está en paz.

– Cuéntaselo a los generales levantiscos. Todos quieren parte del gobierno, el poder todavía no acaba de repartirse, Palomo, nos falta ver unas cuantas maravillas, a ver a cómo nos toca.

– Puro atole con el dedo, eso nos toca. Atole. Babas de perico.

– Camaradas -puso fin a la discusión Juan Francisco-. A nosotros lo que nos importa son cosas muy concretas, la huelga, los salarios, la jornada de trabajo y luego otras conquistas por lograr, como son las vacaciones pagadas, la maternidad compensada, la seguridad social. Eso es lo que nos importa obtener. No lo pierdan de vista, camaradas. No se extravíen en los vericuetos de la política.

Laura dejó de tejer, cerró los ojos y trató de imaginar a su marido en el comedor de al lado, de pie, cerrando el debate, diciendo la verdad, pero la verdad inteligente, la verdad posible: había que colaborar con Obregón, con la CROM y con su líder nacional, Luis Napoleón Morones. Arreció la lluvia y Laura aguzó el oído. Los compañeros de Juan Francisco usaron las escupideras de cobre que eran parte indispensable de un hogar bien instalado, de lugares públicos y, sobre todo, de salones donde se reunían hombres.

– ¿Por qué las mujeres no escupimos?

Luego desfilaban fuera del comedor y saludaban a Laura sin decir palabra y ella trataba en vano de atribuir las razones que

había escuchado a las caras que veía pasar, los ojos enterrados de éste (¿Pánfilo?), la nariz estrecha como la entrada a las puertas del cielo de aquél (¿José Miguel?), la mirada solar de uno (¿Dionisio?), el andar a ciegas de otro (¿Palomo?), el conjunto y sus detalles, el renguear disimulado, las ganas de llorar a algún ser amado, la saliva salada, el pasado catarro, el paso antiguo de horas recordadas porque nunca tuvieron lugar, la juventud queriendo ser más de una sola vez, las miradas hipotecadas con sangre, los amores pospuestos, el puñado de muertos, las generaciones ansiadas, la desesperanza sin poder, la vida exaltada sin necesidad de alegría, el desfile de las promesas, las migajas sobre las camisas, el hilo de pelo blanco sobre la solapa, la cornisa del desayuno de huevos rancheros en los labios, la premura por regresar a lo abandonado, la morosidad para evitar el retorno, todo esto vio Laura en el paso de los camaradas de su marido.

Nadie sonreía y esto la alarmó. ¿No tendría razón Juan Francisco? ¿Era ella la que no entendía nada? Quería darles palabras a los rostros que se iban yendo de su casa, despidiéndose sin decir palabra, se sintió inquieta, llegó a sentirse culpable de buscar razones donde quizás sólo había sueños y deseos.

Le caía bien el presidente Obregón. Era astuto, inteligente y aunque ya no se veía tan guapo como en las fotos de las batallas, tan rubio, joven y esbelto como cuando combatía con los dos brazos, ahora, manco y encanecido, había ganado peso como si le faltara ejercicio o la banda presidencial no supliese del todo la mano perdida. Pero mientras recorría los parques de mañana, antes de los aguaceros, con los niños en el carrito, Laura sentía que algo nuevo ocurría, un filósofo exaltado y brillante era el primer ministro de educación del gobierno revolucionario y le había entregado los muros de los edificios públicos a los pintores para que hicieran con ellos lo que se les antojara, ataques al clero, a la burguesía, a la Santísima Trinidad o, peor tantito, al propio gobierno que les pagaba el trabajo. ¡Había libertad!, exclamaba Laura, aprovechando la presencia de la tiíta encargada de los niños para excursionar a la Preparatoria donde Orozco pintaba y al Palacio Nacional donde pintaba Rivera.

Orozco era manco igual que Obregón, era cegatón y triste. Laura lo admiraba porque pintaba los muros de la Prepa como si fuera otro, con una mano vigorosa y la mirada puesta sin pestañear en el sol: pintaba con lo que le faltaba. La mirada sin nubes, otro Orozco habitando el cuerpo de este Orozco, guiándolo, iluminándolo, desafiando a Laura Díaz: imagínate cómo ha de ser el genio

ígneo y fugaz que maneja el cuerpo del pintor, comunicándole un fuego invisible al artista tullido, cegatón, de labio severo y entrecejo agrio.

En cambio, apenas se sentó Laura con su nuevo traje de escote bordado de pedrería y falda corta en la escalera del Palacio Nacional a ver pintar a Diego Rivera, el artista se distrajo, y la miró a ella con tal intensidad que la ruborizó.

– Tienes cara de muchacho o de madona. No sé. Tú escoge. ¿Quién eres? -le preguntó Rivera en un descanso.

– Soy muchacha -sonrió Laura-. Y tengo dos hijos.

– Yo tengo dos hijas. Vámolos casando a los cuatro para que ya libres de mocosos yo te pinte ni como mujer ni como hombre, sino como hermafrodita. ¿Sabes la ventaja? Te puedes amar a ti mismo, misma.

Era lo contrario de Orozco. Era un sapo inmenso, gordo, alto, con ojos saltones y adormilados y cuando ella se presentó otro día toda vestida de negro con una banda negra amarrada a la cabeza por la muerte de su padre Fernando Díaz en Xalapa, un ayudante del pintor le pidió que se retirara: el maestro tenía miedo a la jetta-tura y no podía pintar con las manos haciendo cuernitos para exorcizar la mala suerte…

– Ah, porque ando de luto. Cómo será usted supersticioso, maestro rojo, que le asusta una mujer negra.

No tuvo tiempo de llegar a Xalapa para el entierro. Su madre Leticia, la Mutti, le mandó un telegrama. Tienes tus obligaciones, Laura, un marido y dos hijos. No hagas el viaje. ¿Por qué no añadió algo más, tu padre pensó en ti antes de morir, pronunció tu nombre, volvió a hablar por última vez sólo para decir Laura, Dios le dio ese don al final, volvió a decir?

– Era un hombre decente, Laura -le dijo Juan Francisco-. Tú sabes cómo nos ayudó.

– Lo hizo por Santiago -le contestó Laura con el telegrama en una mano y con la otra apartando la cortina para mirar a lo largo de la lluvia casi negra de las seis de la tarde como si la mirada pudiese llegar hasta un cementerio de Xalapa. Las cimas de los dos volcanes del valle sobrenadaban a la tormenta con sus coronas blancas.

Cuando regresó la tiíta María de la O le dijo que Dios sabía lo que hacía, Fernando Díaz quería morirse para no estorbar, ella lo supo porque la mirada entre los dos era directa e inteligente,

cómo no iba a serlo con el hombre que salvó a la madre de María de la O, la apoyó y le dio una ancianidad digna.

– ¿Vive tu madre?

La tía se turbaba, negaba con la cabeza, decía no sé, no sé, pero una mañana que Laura se quedó en casa a hacer las camas y la tiíta sacó a los bebés a dar la vuelta en el cochecito, encontró debajo de la almohada el viejo daguerrotipo de una negra garrida y esbelta, descotada y con lumbre en los labios, desafío en la mirada, una cintura de avispa y dos senos como melones duros. La escondió rápidamente cuando oyó a María de la O de regreso, cansada a las tres cuadras, tambaleándose sobre los tobillos hinchados.

– Uf, es la altura de esta ciudad, Laurita.

La altura y su aire sofocado. La lluvia y su aire refrescante. Era como el latido del corazón de México, sol y lluvia, lluvia y sol, sístole y diástole, todos los días. Menos mal que las noches eran lluviosas y las mañanas claras. Los fines de semana, Xavier Icaza los visitaba y les enseñaba a manejar el Ford que la CROM le regaló a Juan Francisco.

Laura resultó más diestra que su marido grandulón y torpe, que casi no cabía en el asiento y no tenía dónde poner las rodillas. Ella, en cambio, descubrió un talento instintivo para conducir y ahora podía llevar a los niños de excursión a Xochimilco a ver los canales, a Tenayuca a ver la pirámide y pasearse entre los establos de Milpa Alta y oler ese aroma único de ubre y paja y lomo mojado y beber leche tibia recién ordeñada.

Un día, guareciéndose del aguacero a la salida del Palacio donde Rivera la readmitió apenas dejó atrás el luto, Laura tomó el automóvil estacionado en la calle de La Moneda y manejó por la recién rebautizada Avenida Madero, que antes era la calle de Plateros, admirando las casonas coloniales de tezontles ardientes y marmolería mate y luego por la Alameda hasta el Paseo de la Reforma donde la arquitectura se volvía afrancesada, con bellas residencias de jardines formales y altas mansardas.

Se asentó en ella un sentimiento de comodidad, su vida de casada era cómoda, era satisfactoria, tenía dos lindos hijos y un marido fuera de lo común, difícil a ratos porque era un hombre recto y de carácter, un hombre que no transigía, pero amante siempre, preocupado, embargado por su trabajo, pero que a ella no le creaba problemas. Al girar a la izquierda de la glorieta de Niza para dirigirse a la Avenida de los Insurgentes y su casa de la Avenida Sonora, le

incomodó su comodidad. Todo era demasiado tranquilo, demasiado bueno, algo tenía que ocurrir…

– Crees en los presentimientos, tiíta.

– Anda, creo en los sentimientos y tus tías me los hacen conocer en carta tras carta, Hilda y Virginia y tu madre allí juntas, atareadas con sus huéspedes, se sientan a escribir cartas y se vuelven distintas. Creo que no se dan cuenta de lo que me dicen y eso hasta me ofende, me escriben como si yo no fuera yo, como si escribiéndome se hablaran a sí mismas, chula, yo soy el pretexto, Hilda ya no puede tocar el piano por su artritis y entonces me cuenta cómo le pasa la música por la cabeza, toma, lee, qué bueno es Dios, o qué malo, no sé, que me permite recordar nota tras nota de los Nocturnos de Chopin en la cabeza, con toda exactitud, pero no me deja escuchar la música fuera de la cabeza, ¿has oído esa novedad de la Vic-trola?, Chopin rechina en esos discos o como se llamen, pero en mi cabeza su música es cristalina y triste, como si la pureza del sonido dependiese de la melancolía del alma, ¿no lo oyes, hermana, no me oyes? Si supiera que alguien oye a Chopin en su cabeza con la claridad con que yo lo oigo en la mía, sería feliz, María de la O, compartiría lo que más amo, no lo gozo igual yo solita, quisiera compartir mi alegría musical con otro, con otros, y ya no puedo, mi destino no fue el que yo quise aunque quizás sí es el que, sin quererlo, imaginé, ¿me escuchas, hermana?, sólo una oración humilde, un ruego impotente como el de Chopin que según dicen imaginó su último nocturno cuando una tormenta lo obligó a entrar a una iglesia, ¿entiendes mi súplica, hermana? y Virginia no me lo dice pero no se resigna a morir sin haber publicado nada, Laura, ¿tu marido no podría pedirle al ministro Vasconcelos que le publique sus poemas a tu tía Virginia?, ¿ha visto qué bonitos esos libros de tapas verdes que hizo en la Universidad?, ¿crees?, porque aunque Virginia no me hable nunca de estas cosas por puritito orgullo, lo que me escribe Hilda es lo mismo que siente Virginia, sólo que la poetisa no tiene palabras y la pianista sí porque como dice Hilda mi música son mis palabras y como le contesta Virginia mis palabras son mi silencio… Sólo tu mamá Leticia nunca se queja de nada, pero tampoco se alegra de nada.

Se sintió insuficiente. Iba a pedirle a Juan Francisco que la dejara trabajar en lo mismo que él hacía, junto a él, ayudándolo, por lo menos la mitad del día los dos juntos trabajando unidos, organizando a los trabajadores y él dijo está bien pero primero acompáñame unos días a ver si te gusta.

Fueron sólo cuarenta y ocho horas juntos. La ciudad antigua era un tumulto de quehaceres, zapateros remendones, herreros, tenderos, carpinteros, alfareros, baldados de la guerra revolucionaria, viejas soldaderas sin hombre vendiendo tamales y champurrado en las esquinas, murmurando corridos y nombres de batallas perdidas, la ciudad virreinal con pulso proletario, los palacios convertidos en casas de vecindad, los portones atrincherados con dulcerías y expendios de billetes, misceláneas y talabarterías, los mesones antiguos transformados en casas de asistencia donde dormían vagos y maleantes, mendigos sin hogar, ancianos desorientados, en medio de un olor colectivo repugnante, anterior al perfume de las calles de putas, reclinadas sobre el medio zaguán abierto a la invitación y a la instigación, un perfume de puta que era igual al perfume de las funerarias, gardenia y glande, tumefactos ambos, las pulquerías hediondas a vómito y meados de perro callejero, las infanterías de bestias sueltas, sarnosas, hurgando entre los basureros cada vez más extendidos, más grises y purulentos como un gran pulmón canceroso que le iba a cortar la respiración a la ciudad cualquiera de estos días. La basura había desbordado a los pocos canales que quedaron de la ciudad india, la ciudad asesinada. Dijeron que los iban a drenar y taparlos con asfalto.

– ¿Por dónde quieres empezar, Laura?

– Tú me dirás, Juan Francisco.

– ¿Te lo digo? Por tu casa. Lleva bien tu casa, muchacha, y vas a contribuir más que si vienes a estos barrios a organizar y salvar gentes que además ni te lo van a agradecer. Déjame el trabajo a mí. Esto no es para ti.

Tenía razón. Pero esa noche, de regreso en su casa, Laura Díaz se sintió apasionada, sin entender muy bien por qué, como si el descenso a una ciudad suya y ajena le hubiese dado ímpetu a la pasión con la que, en su infancia, amó y descubrió la selva y sus gigantas de piedra cubiertas de lianas y joyas, los árboles y sus dioses ocultos entre laureles, y en Veracruz, la pasión compartida con Santiago y acrecentada a lo largo de los años y a pesar de la muerte, y en Xalapa la pasión rechazada del cuerpo lánguido de Orlando, la pasión abrazada tenazmente al cuerpo vencido del padre. Y ahora Juan Francisco, la ciudad de México, la casa, los niños y una súplica aplastada por su marido como quien mata a una mosca: déjame apasionarme contigo y lo que tú haces, Juan Francisco.

– Puede que tenga razón. No me entendió. Pero entonces tiene que darle algo más a lo que se mueve en mi alma. Quiero todo

lo que tengo, no lo cambiaría por nada. Quiero algo más también. ¿Qué es?

Él le pedía muda obediencia a un alma apasionada.

– ¿Dónde está el coche, Juan Francisco?

– Lo devolví. No me mires con esa cara. Me lo pidieron los camaradas. No quieren que acepte nada del sindicato oficial. Lo llaman corrupción.

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