VII. Avenida Sonora: 1928

¿En qué pensaba él? ¿En qué pensaba ella?

Él era impenetrable, como una esfera de navajas. Ella sólo podía saber en qué pensaba él sabiendo en qué pensaba ella. En qué pensaba ella cuando él, con reiteración cada vez más irritante para ella y menoscabo para él, la acusaba de no haber subido al altillo de Xalapa a ver a la anarquista catalana, hasta que ella se fatigó, se dio por vencida, arrumbó sus propias razones y comenzó a anotar en un cuadernillo cuadriculado que usaba para llevar las cuentas de la casa las ocasiones en que él, sin provocación de parte de ella, la recriminaba por su omisión. Ya no era un regaño, era un hábito nervioso, como el guiño involuntario de unos ojos fijos sin luz propia. En qué pensaba ella cuando volvía a oír el mismo discurso escuchado durante nueve años, tan fresco, tan poderoso las primeras veces, luego cada vez más difícil de entender porque era más difícil de oír, era demasiado racionalista, ella esperaba en vano el sueño del discurso, no el discurso mismo, el sueño del discurso, sobre todo cuando empezaron a hablar los niños Santiago y Dantón, dándose cuenta como madre que a los hijos sólo podía hablarles en sueños, en fábulas. El discurso del padre había perdido el sueño. Era un discurso insomne. Las palabras de Juan Francisco no dormían. Vigilaban.

– Mamá, tengo miedo, mira por la ventana. El sol ya no está allí. ¿Dónde se fue el sol? ¿Ya se murió el sol? -preguntaba, con ojos de primer hombre, su hijo Santiago al atardecer y a la hora del desayuno, Laura interrumpía a su marido:

– Juan Francisco, no me hables como si fuera un auditorio de mil personas. Soy una sola persona. Laura. Tu mujer.

– Ya no me admiras como antes. Antes, me admirabas.

Quería quererlo, quería. ¿Qué le sucedía? ¿Qué cosa pasaba que ella ni sabía ni entendía?

– ¿Quién entiende a las mujeres? Ideas cortas y cabellos largos.

No iba a perder el tiempo contándole lo que los niños entendían cada vez. que contaban un cuento o hacían una pregunta, las palabras nacen de la imaginación y del placer, no son para un auditorio de mil personas o una plaza llena de banderas, son para ti y para mí, ¿a quién le hablas, Juan Francisco?, ella lo veía siempre en una tribuna y la tribuna era un pedestal en el que ella misma lo puso desde que se casaron; nadie lo había puesto allí más que ella, no la Revolución ni la clase obrera ni los sindicatos ni el gobierno, ella era la vestal del templo llamado Juan Francisco López Greene y le había pedido al esposo que fuese digno de la devoción de la esposa. Pero un templo es un lugar de ceremonias que se repiten. Y lo que se repite hastía si no lo sostiene la fe.

Laura no perdía la fe en Juan Francisco. Solamente era honesta consigo misma, registraba las irritaciones de la vida en común, ¿qué pareja no se irrita a lo largo del tiempo?, era normal después de ocho años de casados. Primero no se conocían y todo era sorpresa. Ahora ella quisiera recobrar el asombro y la novedad de antes sólo para darse cuenta de que la segunda vez el asombro era la costumbre y la novedad la nostalgia. ¿La culpa era de ella? Había comenzado por admirar a la figura pública. Luego había tratado de penetrarla, sólo para encontrar que detrás de la figura pública había otra figura pública y otra detrás de ésta, hasta que ella se dio cuenta de que esa figura, ese orador deslumbrante, el director de masas, era la figura real, no había ningún engaño, no había que buscar otra personalidad, había que resignarse a vivir con un hombre que trataba a su mujer y a sus hijos como público agradecido. Sólo que esa figura en la tribuna también dormía en la cama matrimonial y un día el contacto con los pies debajo de las sábanas la hizo, involuntariamente, retraer los suyos, los codos de su marido empezaron a causarle repulsión, miraba esa articulación de arrugas entre el brazo y el antebrazo y lo imaginaba a él entero como un enorme codo, un pellejo suelto de los pies a la cabeza.

– Perdóname. Estoy cansada. Esta noche no.

– ¿Por qué no me lo habías dicho? ¿Quieres que tomemos una criada? Pensé que entre tú y la tía llevaban muy bien la casa.

– Así es, Juan Francisco. No hacen falta criadas. Nos tienes a María de la O y a mí. Tú no debes tener criados. Tú sirves a la clase obrera.

– Qué bueno que lo entiendes, Laura.

– Sabes, tiíta -se atrevió a decirle a María de la O-, a veces echo de menos la vida en Veracruz; era más divertida.

La tía no asentía, nada más miraba con atención a Laura y entonces Laura reía para no darle importancia al asunto.

– Tú quédate aquí con los chicos. Yo voy al mercado.

No le costaba; le divertía ir al Parián en la Colonia Roma, rompía la rutina de la casa, que en verdad no era rutina, ella quería a su tía, adoraba a sus niños, le encantaba verlos crecer…, el mercado era una selva en miniatura, ahí estaban todas esas cosas que a ella le encantaban, las flores y las frutas, la variedad y abundancia de ambas en México, las azucenas y las gladiolas, las nubes y los pensamientos, el mango, la papaya y la vainilla en los que pensaba cuando hacía el amor, el mamey, el membrillo, el tejocote, la piña, la lima y el limón, la guanábana, la naranja, el zapote prieto y el chico zapote: el gusto, la forma, el sabor de los mercados la llenaba de alegría y de nostalgia por su niñez y su juventud.

– Pero si sólo tengo treinta años.

Regresaba pensativa de El Parián a la Avenida Sonora y se preguntaba, ¿hay algo más?, ¿esto es todo?, ¿quién te dijo que había algo más, quién te dijo que había otra cosa después del matrimonio y los hijos?, ¿alguien te prometió algo más? Se contestaba a sí misma con un ligero encogimiento de hombros y redoblaba el paso sin pensar en el peso de las canastas. Si ya no había automóvil, era porque Juan Francisco era honrado y le había devuelto el regalo a la CROM. Recordó que no lo regresó por voluntad propia. Se lo pidieron los camaradas. No aceptes regalos del sindicato oficial. No te corrompas. No había sido acto voluntario de él. Se lo pidieron.

– Juan Francisco, ¿habrías devuelto el coche si no te lo piden tus compañeros?

– Yo sirvo a la clase obrera. Es todo.

– ¿Por qué dependes tanto de la injusticia, mi amor?

– Ya sabes que no me gusta…

– Mi pobre Juan Francisco, qué sería de ti en un mundo justo…

– No me pobrees. A veces no te entiendo. Apúrate a prepararme el desayuno, que hoy tengo una junta importante.

– No hay día sin junta importante. No hay mes. No hay año. A cada minuto hay una junta importante.

¿Qué pensaba de ella? ¿Laura era sólo su costumbre, su rito sexual, su muda obediencia, la gratitud esperada?

– Quiero decir, qué bueno que tienes gente a la cual defender. Ésa es tu fuerza. La vacías hacia afuera. Me encanta verte regresar cansado…

– Eres incomprensible.

– Qué va, me gusta que te duermas sobre mis pechos y que yo te devuelva la fuerza. Tu trabajo te la quita, aunque tú no lo creas…

– Eres bien caprichosa, a veces me diviertes, pero en otras ocasiones…

– Te irrito… ¡Me encanta la idea!

Él se iba sin decir nada más. ¿Qué pensaba de ella? ¿Recordaría a la joven que conoció en el baile del Casino de Xalapa? La promesa que él le hizo a ella fue que la educaría, la enseñaría a ser mujer en la ciudad y en el mundo. ¿Recordaría a la joven madre que quiso acompañarle en su trabajo, identificarse con él, comprobar en la vida de la pareja que los dos compartían la vida del mundo, la vida del trabajo?

Esta idea se fue apoderando más y más de Laura Díaz; su marido la había rechazado, no había cumplido la promesa de ser juntos en todo, unidos en la cama, en la paternidad, pero también en el trabajo, en esa parte del cuadrante que se come la vida de cada día como los niños se comen los gajos de una naranja, 'convirtiendo todo lo demás, la cama y la paternidad, el matrimonio y el sueño, en minutos contados y al cabo en cáscaras desechables.

– La muda obediencia de las almas apasionadas.

Laura se culpaba a sí misma. Recordaba a la niña de Cate-maco, a la muchachita de Veracruz, a la joven de Xalapa, y en cada una de ellas descubría una promesa creciente, culminando con su boda ocho años antes. A partir de entonces, me hice chiquita, en vez de crecer me fui haciendo enanita, como si él no me mereciera, como si él me hiciera el favor, él no me lo pidió, él no me lo impuso, me lo pedí y me lo impuse yo misma, para ser digna de él; ahora sé que quería ser digna de un misterio, no lo conocía a él, me impresionaba su figura, su manera de hablar, de imponerse al monstruo de la multitud, me impresionaba ese discurso que dijo en nuestra casa de Xalapa celebrando a la catalana invisible, de eso me enamoré para poder saltar de mi amor al conocimiento del ser amado, el amor como trampolín del saber, su laberinto, Dios mío, llevo ocho años tratando de penetrar un misterio que no es misterioso, mi marido es lo que parece ser, no es más que su apariencia, lo que apare-

ce es lo que es, no hay nada que descubrir, se lo pregunto al auditorio al que le habla el líder López Greene, el hombre es de a deveras, lo que les dice es cierto, no hay nada escondido detrás de sus palabras, sus palabras son toda su verdad, toditita entera, crean en él, no hay hombre más auténtico, lo que ven es lo que es, lo que dice es nada más.

A ella, le exigía por costumbre lo que le satisfacía antes. Laura, poco a poco, dejó de sentirse satisfecha con lo que antes les satisfacía a los dos.

– Cuando te conocí, creí que no te merecía. ¿Qué te parece? ¿Por qué no me contestas?

– Yo creí que te podría cambiar.

– Entonces te parece poco cosa lo que compraste en Xalapa.

– No me entiendes. Todos progresamos, todos podemos mejorar o empeorar.

– ¿Me estás diciendo que querías cambiarme?

– Para bien.

– Oye, dime algo claramente. ¿No soy buena esposa y buena madre? Cuando quise trabajar a tu lado, ¿no me lo impediste con aquel paseíto por el infierno que me organizaste? ¿Qué más querías?

– Alguien en quien confiar -dijo Juan Francisco y primero se levantó de la cama pero enseguida miró a Laura con ojos brillantes y luego, con una mueca de dolor, se arrojó en brazos de su mujer.

– Mi amor, mi amor…

Ese año el presidente era Plutarco Elias Calles, otro sono-rense del triunvirato de Agua Prieta. La Revolución se había hecho al grito de SUFRAGIO EFECTIVO NO REELECCIÓN porque Porfirio Díaz se perpetuó en la presidencia durante tres décadas con reelecciones fraudulentas. Ahora, el ex presidente Obregón quería borrarse la equis de la frente y volver a la silla del águila y la serpiente. Muchos dijeron que eso era traicionar uno de los principios de la Revolución. La razón del poder se impuso. La Constitución fue enmendada para permitir la reelección. Todos estaban seguros de que los sono-renses se alternarían hasta morirse de viejos, igual que don Porfirio, a menos que otro Madero, otra Revolución…

– Morones quiere que los sindicalistas apoyemos la reelección del general Obregón. Quiero discutirlo con ustedes -les dijo Juan Francisco a los dirigentes reunidos, una vez más, igual que todos

los meses de todos los años, en su casa, mientras Laura interrumpía su lectura en la salita de al lado.

– Morones es un oportunista. No piensa como nosotros. Detesta a los anarcosindicalistas. Adora a los corporativistas que nomás le engordan el caldo al gobierno. Si lo apoyamos, acaba con nuestra independencia. Nos convierte en borregos o nos lleva al matadero, que para el caso da igual.

– Tiene razón Palomo, ¿qué vamos a ser, Juan Francisco, sindicatos independientes y luchadores, o sectores corporativos del obrerismo oficial? Ustedes díganme -dijo otra de esas voces sin facciones que Laura se esforzaba por identificar, a la entrada, a la salida, con los rostros que desfilaban por el saloncito, sin lograr asociar el rostro a la voz.

– Carajo, Juan Francisco, y con perdón de la señora en la sala, somos los herederos del grupo anarquista Luz, de la Tribuna Roja, de la Casa del Obrero Mundial, de los Batallones Rojos de la Revolución. ¿Vamos a acabar de lacayos de un gobierno que se sirve de nosotros para darse aires de muy revolucionario? Revolucionario chiles, digo yo.

– ¿Qué nos interesa más? -Laura escuchó la voz de su marido-. ¿Lograr lo que queremos, una vida mejor para los trabajadores, o gastarnos luchando contra el gobierno, quemando la pólvora en infiernitos y dejando que sean otros los que hagan realidad las promesas que la Revolución le hizo a los trabajadores? ¿Vamos a perder la oportunidad?

– Vamos a perder hasta los calzones.

– ¿Alguien aquí cree en el alma?

– Una revolución se legitima por sí sola y engendra derechos, camaradas -resumió Juan Francisco-. Obregón tiene el apoyo de los que hicieron la Revolución. Ahora hasta las gentes de Zapata y Villa lo apoyan. Ha sabido ganarse todas las voluntades. ¿Vamos a ser nosotros la excepción?

– Yo digo que sí, Juan Francisco, El movimiento obrero nació para ser la excepción. Chin, no nos quites el gusto de ser siempre los aguafiestas del gobierno, me lleva…

Toda su vida de joven casada escuchando la misma discusión: era como ir a la iglesia todos los domingos a oír el mismo sermón. La costumbre, pensó Laura una vez, tiene que tener sentido, debe convertirse en rito. Repasó los momentos rituales en su propia vida, el nacimiento, la infancia, la pubertad, el matrimonio, la muerte.

Tenía treinta años y ya los había conocido todos. Era un conocimiento persona], un saber que tocaba a su familia. Se convirtió en un conocimiento colectivo, como si el país entero no pudiese divorciarse de su novia la muerte, el día de julio en que Juan Francisco regresó inopinadamente a la casa hacia las seis de la tarde; descompuesto, y declaró:

– Han asesinado al presidente electo Obregón en un banquete.

– ¿Quién?

– Un católico.

– ¿Lo mataron?

– ¿A Obregón? Ya te lo dije.

– No, al que lo mató.

– No, está preso. Se llama Toral. Es un fanático.

De todas las coincidencias de su vida hasta entonces, ninguna alarmó tanto a Laura como el rumor, una tarde, de nudillos tocando suavemente a la puerta de la casa. María de la O había sacado al parque a los niños; Juan Francisco regresaba cada vez más tarde del trabajo. Las discusiones habituales en el comedor habían cedido el lugar a la necesidad de actuar, Obregón estaba muerto, entre él y Calles se repartían el poder, ahora sólo quedaba un hombre fuerte: ¿era Calles el asesino de Obregón?, ¿era México una cadena sin fin de sacrificios, uno engendrando al siguiente y éste seguro de su eventual destino: ser lo mismo que lo originó, la muerte para llegar al poder, la muerte para dejarlo?

– Ya ves, Juan Francisco, Morones y la CROM están felices con la muerte de Obregón. Morones quería ser candidato a la presidencia…

– Ese gordo necesita una silla doble ancho…

– No hagas bromas, Palomo. La no reelección era el principio sagrado…

– Cállate, Pánfilo. No uses palabras religiosas, me cae…

– Te digo que seas serio. El principio intocable, si prefieres, de la Revolución. Calles traicionó las aspiraciones presidenciales de Morones para beneficiar a su compadre Obregón. ¿Quiénes salen ganando con el crimen? Hazte siempre esa pregunta obvia. ¿Quién sale ganando?

– Calles y Morones. ¿Y quiénes son los chivos expiatorios? Los católicos.

– Tú siempre has sido anticlerical, Palomo. Les reprochas a los campesinos su catolicismo.

– Por eso mismo te digo que no hay mejor manera de fortalecer a la Iglesia que persiguiéndola. Es lo que me temo ahora.

– ¿Por qué la persigue Calles entonces? El Turco no es ningún pendejo.

– Para taparle el ojo al macho, José Miguel. De alguna manera tiene que demostrar que es «revolucionario».

– Ya no entiendo nada.

– Entiende una cosa. En México hasta los tullidos son alambristas.

– Y tú no te olvides de otra cosa. La política es el arte de tragar sapos sin hacer gestos.

Era blanca como una luna y por eso resaltaban más sus cejas tan negras, pobladas y sin cesura que recorrían el ceño y sombreaban aún más las ojeras que a su vez eran como la sombra de los ojos inmensos, negros como dicen que es el pecado, aunque los de esta mujer nadaban en un lago de presentimientos. De negro venía vestida, con faldas largas y zapatos sin tacón, la blusa abotonada hasta el cuello y un chal negro también que le cubría nerviosamente la espalda, ceñido pero mal colocado, resbalándole hasta la cintura, cosa que la ruborizaba como si eso le diese aire de bataclana, obligándola a ajusfarlo de nuevo sobre los hombros, nunca sobre la cabeza de cabellera estrictamente dividida por la raya mediana y reunida en chongo sobre la nuca de pelos largos, sueltos como si una parte secreta se rebelara contra la disciplina del atuendo. Los cabellos sueltos eran un poco menos negros que el apretado peinado de la mujer pálida y nerviosa, como si anunciasen algo, antenas de alguna noticia indeseada.

– Perdón, me dijeron que aquí solicitaban sirvienta.

– No, señorita, aquí no explotamos a nadie -sonrió, con su cada vez más irreprimible ironía, Laura: ¿era la ironía su única defensa posible contra el hábito, ni degradante ni exaltante, sólo llano y sin relieve, nada más, pero largo como el horizonte de sus años?

– Yo sé que usted necesita ayuda, señora…

– Mire, le acabó de decir…

No dijo más porque la mujer blanca y ojerosa vestida de negro entró a la fuerza al garaje de Laura, le imploró silencio con la mirada y las manos unidas y se abrazó de manera alarmante a Laura, cerrando los ojos como ante una catástrofe física, mientras por la banqueta pasaban corriendo, quebrando el pavimento con la fuerza

de sus botas, unos soldados metálicos, que sonaban a fierro y marchaban sobre calles de fierro en una ciudad sin almas. La mujer tembló en brazos de Laura.

– Por favor, señora…

Laura la miró a los ojos.

– ¿Cómo te llamas?

– Carmela.

– Pues no veo la razón de que toda una partida de soldados anden cazando por la calle a una sirvienta llamada Carmela.

– Señora, yo…

– Tú no digas nada, Carmela. Ven. Al fondo del patio hay un cuarto de criadas desocupado. Vamos a arreglarlo. Hay muchos periódicas viejos allí. Ponlos junto al boiler. ¿Sabes cocinar?

– Sé hacer hostias, señora.

– Yo te enseño. ¿De dónde eres?

– De Guadalajara.

– Di que tus padres son veracruzanos.

– Ya se murieron.

– Bueno, di que fueron veracruzanos entonces. Necesito temas para protegerte, Carmela. Cosas de qué hablar. Tú sigúeme la corriente.

– Dios se lo pague, señora.

Juan Francisco se mostró extremadamente dócil a la presencia de Carmela. Laura no tuvo que darle explicaciones. Él mismo se llamó irreflexivo, poco alerta a las necesidades de la casa, a la fatiga de Laura, a su interés por los libros y la pintura. Los niños crecían y necesitaban que su madre los educara. María de la O se volvía vieja y cansada.

– ¿Por qué no se van a Xalapa a descansar? Carmela me puede atender aquí en la casa.

Laura Díaz miraba hacia el altillo de su antigua casa en Xa-lapa, visible desde la azotea de la pensión donde vivían y trabajaban su madre Leticia y sus tías Hilda y Virginia. La gran edad ya no avanzaba hacia las hermanas Kelsen; las había atrapado, eran ellas las que dejaban atrás al tiempo mismo.

Las amaba, Laura se dio cuenta en la salita estrecha donde Leticia había reunido, de manera menos elegante, sus muebles personales, el ajuar de mimbre, la consola de mármol, los cuadros del píllete y el perro. A Hilda le colgaba una gran papada color de rosa adornada por pelos blancos, pero sus ojos eran siempre muy azules

a pesar de los espejuelos gruesos que resbalaban de vez en cuando por la nariz recta.

– Me estoy quedando ciega, Laurita. Es una bendición para no ver mis manos, mira mis manos, parecen nudos de esos que hacían los marineros en el muelle, parecen raíces de árbol seco. ¿Cómo voy a tocar el piano así? Menos mal que tu tía Virginia me lee en voz alta.

Ella, Virginia, mantenía los ojos negros muy abiertos, casi como espantados, y sus manos posadas sobre una encuadernación de cabritillo como sobre la piel de un ser amado. Tamborileaba al ritmo del parpadeo de los ojos muy negros y alertas. ¿Esperaba la llegada de algo inminente o la entrada de un ser inesperado pero providencial? ¿Dios, un cartero, un amante, un editor? Todas estas posibilidades pasaban al mismo tiempo por la mirada demasiado viva de la tía Virginia.

– ¿Nunca le hablaste al ministro Vasconcelos de publicar mi libro de versos?

– Tía Virginia, Vasconcelos ya no es ministro. Está en la oposición al gobierno de Calles. Además, yo nunca lo conocí.

– No sé nada de política. ¿Por qué no nos gobiernan los poetas?

– Porque no saben tragar sapos sin hacer gestos -rió Laura.

– ¿Qué? ¿Qué dices? ¿Estás loca o qué? Nett affe!

Aunque las tres hermanas habían tomado la decisión de administrar la casa de huéspedes, en realidad sólo Leticia trabajaba. Enteca, nerviosa, alta, con la espalda muy derecha y el pelo entrecano, mujer de pocas palabras pero de fidelidades elocuentes, ella tenía listas las comidas, limpios los cuartos, regadas las plantas, con la ayuda activa del negro Zampayita que seguía alegrando la casa con sus bailes y canciones salidas de quién sabe dónde,

ora la cachimbá-bimbá-bimbá ora la cachimbanbá, ora mi negra baila pa'cá ora mi negra baila pa'llá

Laura se asombró al ver las canas de alambre en la cabeza del negro. Estaba seguro de que Zampayita estaba en contacto secreto con una secta de brujas danzantes y un coro interminable de voces invisibles. Éstas son las personas que fuimos a entregar el cuerpo

de Santiago mi hermano al mar, éstos somos los testigos… Entonces Laura miraba hacia el altillo, pensaba en Armonía Aznar aquí en Xalapa y quién sabe por qué pensaba en Carmela sin apellido en el cuarto de criados en México.

Leticia recibía sobre todo a viejos conocidos veracruzanos de paso por Xalapa pero ahora, con la visita de Laura, los niños y María de la O, más la presencia de las dos pensionadas vitalicias y sin blanca que eran las tías Hilda y Virginia, sólo había cupo para dos huéspedes y Laura se sorprendió de volver a ver al súbitamente envejecido rubio tenista grandulón y de piernas fuertes, esbeltas y velludas, que abusaba de las muchachas en los bailes de San Cayetano.

La saludó con un gesto de excusa y sumisión tan inesperado como su presencia. Era viajante de comercio, dijo, vendía llantas de automóvil en el circuito Córdoba-Orizaba-Xalapa-Veracruz. Menos mal que no lo habían mandado a ese infierno que era el puerto de Coatzacoalcos. Le daban coche propio -su rostro se iluminó, como cuando bailaba frenéticamente el cake-walk en 1915- aunque no era de él, sino de la compañía.

Las luces se apagaron.

El otro huésped era un anciano, le dijo Leticia, no sale de su cuarto, allí le llevo las comidas.

Una tarde, Leticia se distrajo en la puerta y dejó la charola de la comida del huésped enfriándose en la cocina. Laura tomó la bandeja y la llevó tranquilamente al cuarto del huésped que nunca se dejaba ver.

Estaba sentado al filo de la cama, con algo entre las manos que escondió apenas oyó los pasos de Laura; ella alcanzó a distinguir un rumor inconfundible, las cuentas de un rosario. Al depositar la bandeja al lado del huésped, Laura sintió un temblor en todo su cuerpo, un calosfrío de reconocimiento súbito a través de velos y más velos de olvido, tiempo, y en este caso, desprecio.

– Usted, señor cura.

– Tú eres Laura, ¿verdad? Por favor, calla. No comprometas a tu propia madre.

El recuerdo de Laura tuvo que dar un gigantesco salto hacia atrás para ubicar al joven cura poblano, moreno e intolerante, un día desapareció con el cofre de las ofrendas.

– Padre Elzevir.

El cura tomó las manos de Laura.

– ¿Cómo te acuerdas? Eras una niña.

No hacía falta preguntarle qué hacía escondido allí. «Por favor calla. No comprometas a tu propia madre». Dijo que ella no tenía que preguntarle nada. Él le contaría que no llegó muy lejos con su robo. Era un cobarde. Lo admitía. Cuando la policía estaba a punto de capturarlo, pensó que más valía ofrecerse a la piedad de la Iglesia, pues la gendarmería del porfiriato no tenía ninguna.

– Pedí perdón y me lo dieron. Confesé y fui absuelto. Me arrepentí y entré de nuevo a la compañía de mi Iglesia. Pero sentí que todo eso era demasiado fácil. Cierto y profundo, pero fácil. Tenía que pagar el mal que hice, mi tentación. Mi engaño. Dios Nuestro Señor me hizo el favor de mandarme este castigo, la persecución religiosa de Calles.

Miró con sus ojos de indio vencido a Laura.

– Ahora me siento más culpable que nunca. Tengo pesadillas. Estoy seguro que Dios me castigó por mi sacrilegio haciendo caer esta persecución contra su Iglesia. Creo que soy responsable por mi acto individual de un mal colectivo. Lo creo profundamente.

– Padre, conmigo no tiene usted que confesarse.

– Oh sí, sí que tengo -Elzevir apretó las manos de Laura que nunca había soltado-. Sí que debo. Tú eras una niña, ¿a quién mejor que una niña puedo pedirle perdón por el escándalo del alma? ¿Tú me perdonas?

– Sí, padre, yo nunca lo acusé, pero mi madre…

– Tu madre y tus tías entendieron. Ellas me perdonaron. Por eso estoy aquí. Sin ellas, ya me habrían fusilado…

– Le digo que a mí usted no me hizo ningún daño. Perdone, pero ya me había olvidado de usted…

– Ése fue el daño, ¿ves?, el olvido es el daño. Yo sembré el escándalo en mi parroquia y si mi parroquia lo olvida, es que el escándalo penetró tan hondo que hasta se olvidó y fue perdonado…

– Mi madre lo ha perdonado -intervino Laura, un poco confusa ante las razones del cura.

– No, ella me mantiene aquí, me da un techo y me da de comer, para que yo conozca la misericordia que yo mismo no tuve con mi grey. Tu madre es un reproche vivo que yo agradezco. No quiero que nadie me perdone.

– Padre, mis hijos no han hecho la primera comunión. Ve usted, mi marido se… escandalizaría… si yo se lo pidiese. ¿No quisiera usted…?

– ¿Por qué me pides esto, realmente?


– Quiero ser parte de un rito excepcional, padre, la costumbre me mata. -Laura se alejó de un gemido intermedio entre la rabia y el llanto.

Sintió en verdad una satisfacción grave, cumpliendo con esa ceremonia que le faltaba en su vida de casada, dándose cuenta que contrariaba la voluntad implícita de su marido. Juan Francisco ni iba a misa ni hablaba de religión. Laura y los niños tampoco. Sólo María de la O guardaba unas estampas viejas encajadas en su espejo y eso Juan Francisco, sin decirlo, lo consideraba reliquia de vieja mocha.

– No tengo nada en contra, pero insisto, ¿por qué? -preguntó Leticia.

– El mundo se vuelve demasiado plano sin ceremonias que marquen el tiempo.

– ¿Tanto miedo te da que se te pierdan los años?

– Sí, Mutti. Temo el tiempo sin horas. Así debe ser la muerte.

Leticia, sus tres hermanas y Laura se reunieron en la recámara del cura con los niños Santiago y Dantón.

– Este es mi cuerpo, ésta mi sangre -entonó Elzevir con dos pedazos de pan que puso en las bocas de los niños de ocho y siete años, divertidos de que se les llevase a una recámara oscura a comer pedacitos de bolillo y oír palabras en latín. Preferían correr por los jardines de Xalapa, Los Berros y el Parque Juárez, vigilados como siempre por la tía morena, posesionados de una ciudad tranquila que hicieron suya como de un espacio sin peligros, un territorio propio que les daba la libertad prohibida en la capital con sus calles llenas de carros y su escuela pública llena de provocadores y valentones de los que Santiago tenía que proteger al hermano menor.

– ¿Por qué miras tanto al techo de esa casa, mamá?

– Nada, Santiago. Allí viví de jovencita con tus abuelos.

– Me gustaría tener en la casa una periquera como esa. Yo sería el dueño del castillo y te defendería contra los malos, mamá.

– Santiago, tomé una criada en México antes de salir a Xa-lapa: ustedes ya estaban aquí con la tía. Ahora que regresen respeten mucho a Carmela.

– Carmela. Cómo no, mamá.

Tuvo Laura una sensación premeditada. Le pidió a María de la O que se quedase unos días más en Xalapa con los niños mientras que ella regresaba a México a arreglar la casa. Ha de ser un bati-

ciillo, con Juan Francisco solo allí y tan ocupado con su política. En cuanto tenga todo en orden, los mando llamar.

– Laura.

– Sí, Mutti.

– Mira lo que olvidaste cuando te casaste.

Era la muñeca china Li Po. Era cierto. No había vuelto a pensar en ella.

– Ay mamá, qué pena me da olvidarla.

Cubrió la auténtica tristeza con una risa falsa.

– Creo que se debe a que yo me convertí en la Li Po de mi marido…

– ¿Quieres llevártela?

– No, Mutti. Mejor que me espere aquí en su lugar para mi regreso.

– ¿Crees que vas a regresar, hija?

Ni Carmela ni Juan Francisco estaban en la casita de la Avenida Sonora cuando Laura llegó desde la estación de Buena-vista, con el retraso acostumbrado de los trenes, hacia las doce del día.

Sintió algo distinto en la casa. Un silencio. Una ausencia. Claro, los niños, la tiíta, eran el rumor, la alegría de la casa. Recogió el periódico metido debajo de la puerta cochera. Planeó su día solitario. ¿Iría al Cine Royal? A ver qué estaban pasando.

Abrió El Universal y encontró la foto, frontal, de «Carmela». Gloria Soriano, monja carmelita, había sido arrestada por complicidad en el asesinato del presidente electo Alvaro Obregón. Fue descubierta en una casa cercana al Bosque de Chapultepec. Al darse a la fuga, la policía le disparó en la espalda. La religiosa murió instantáneamente.

Todas las horas del día las pasó Laura sentada en el comedor de las reuniones políticas con el periódico abierto sobre la mesa, mirando fijamente la foto de la mujer muy blanca de ojeras profundas y ojos muy negros. Llegó el crepúsculo y aunque ya no podía ver el retrato, no encendió la luz. Se sabía ese rostro de memoria. Era el rostro de un rescate moral. Si Juan Francisco le había echado en cara, todos estos años, la culpa de no haber visitado a la anarquista catalana en el altillo, ¿cómo podría reprocharle que ahora le diese asilo a la monja perseguida? Claro que no se lo reprocharía, se sentirían al fin semejantes en su humanidad combatiente se dijo Laura repitiendo la palabra, combatiente.

Juan Francisco regresó a las once de la noche. La casa estaba a oscuras. El hombrón moreno arrojó el sombrero sobre el sofá, suspiró y prendió la luz. Se sobresaltó visiblemente cuando vio a Laura sentada allí con el periódico abierto.

– Ah, ya regresaste.

Laura asintió con la cabeza.

– ¿Ya viste lo de la monja Soriano? -le preguntó López Greene.

– No. Ya vi lo de la anarquista Aznar.

– No te entiendo.

– Cuando fuiste a Xalapa a revelar la placa en el altillo, elogiaste a mi padre por haber protegido a Armonía Aznar. Fue cuando te conocí y me enamoré de ti.

– Claro. Era una heroína de la clase obrera.

– ¿No me vas a elogiar a mí por darle asilo a una heroína de la persecución religiosa?

– Una monja que asesina presidentes.

– ¿Una anarquista que asesina zares y príncipes?

– No, Armonía luchaba por los obreros, tu «Carmela» por los curas.

– Ah, es mi Carmela, no tuya.

– No, no mía.

– No humana, Juan Francisco, alguien de otro planeta…

– De otra época sobrepasada, nomás.

– Indigna de tu protección…

– Una criminal. Además, si se hubiera quedado tranquila aquí como se lo pedí, no le aplican la ley fuga.

– No sabía que los policías de la Revolución matan igual que los de la dictadura, por la espalda.

– Le hubieran dado un proceso, se lo dije, como al asesino Toral y a su cómplice, la madre Conchita, otra mujer, ya ves.

– ¿Con quién quisiste quedar bien, Juan Francisco? Porque conmigo ya quedaste mal para siempre.

No quiso oír explicaciones, ni Juan Francisco se atrevió a. darlas. Laura empacó una maleta, salió a la avenida, paró un «libre» y dio la dirección de su amiga de juventud Elizabeth García-Dupont.

Juan Francisco la siguió, abrió violentamente la puerta del taxi, la jaló del brazo, trató de arrastrarla fuera del coche, le golpeó la cara, el taxista se bajó y le dio un empujón a Juan Francisco, lo tiró al suelo y arrancó lo más rápido que pudo.

Laura se instaló con Elizabeth en un apartamento moderno de la Colonia Hipódromo. La amiga de adolescencia la recibió con alegría, abrazos, cortesía, cariño, besos, todo lo que Laura esperaba. Luego, las dos en camisón, se contaron sus respectivas historias. Elizabeth se acababa de divorciar del famoso Eduardo Caraza que la trajo de un ala en los bailes de la hacienda de San Cayetano y la siguió trayendo de un ala cuando se casaron y se vinieron a México porque Caraza era amigo del ministro de Hacienda Alberto Pañi que estaba arreglando milagrosamente las finanzas después de la inflación de la época revolucionaria, cuando cada bando imprimía su propio papel moneda, los famosos «bilimbiques». Eduardo Caraza se sentía irresistible, se llamaba a sí mismo «el regalo de Dios a las mujeres», y le dio a entender a Elizabeth que casándose con ella le había hecho el gran favor.

– Eso me saco por andar de rogona, Eduardo.

– Date por bien servida, amorosa. Me tienes a mí pero yo necesito a muchas. Más vale que nos entendamos.

– Pues yo te tengo a ti pero también necesito a otros.

– Elizabeth, hablas como una puta.

– Y tú, en ese caso, como un puto, mi querido Lalo.

– Perdón, no quise ofenderte. Hablaba en broma.

– Nunca te he oído más serio. Me has ofendido y sería muy bruta si después de escuchar tu filosofía de la vida, querido, me quedo a sufrir más humillaciones. Porque tú tienes derecho a todo y yo a nada. Yo soy puta pero tú eres macho. Yo soy una perdida pero tú eres lo que se dice un gentleman, pase lo que pase, ¿no? Abur, abur.

Por fortuna, no habían tenido hijos; ¿cómo, si el tal Lalo se agotaba en parrandas y llegaba a las seis de la mañana más guango que un chicloso derretido?

– No, Juan Francisco eso no, siempre me respetó. Hasta hoy en la noche que quiso pegarme.

– ¿Quiso? Mírate el cachete nomás.

– Bueno, me pegó. Pero él no es así.

– Laura de mi corazón, ya veo que a este paso se lo perdonas todo y dentro de una semana estás de regreso en la jaula. Mejor vamos a divertirnos. Te invito al Teatro Lírico a ver al panzón de Roberto Soto en «El Desmoronamiento». Es una sátira del líder Morones y dicen que te ríes con ganas. Se mete con todo el mundo. Vamos antes de que lo cierren.

Tomaron un palco para estar más protegidas. Roberto Soto era idéntico a Luis Napoleón Morones, con doble todo, papada, panza, labios, cachetes, párpados. La escena era la finca del líder sindical en Tlalpam. Aparecía vestido de monaguillo y cantando «Cuando yo era monaguillo». Lo rodeaban enseguida nueve o diez chicas semidesnudas con taparrabos de plátanos como lo había puesto de moda Josephine Baker en el Follies Bergére de París y con estrellitas pegadas a los pezones. Le quitaban la casulla al panzón, cantando «Viva el proletariado» mientras un hombre alto, prieto, con overol, le servía champaña a Soto-Morones.

– Gracias, hermanito López Greene, tú me sirves mejor que nadie. Nomás cámbiate el nombre a López Red, para no desentonar, ¿sabes? ¡Aquí todos somos viejos rojos, no viejos verdes, verdad chamacas, ah que la…!

«Mutti, cuídame a los niños hasta que te diga. Que se quede la tiíta contigo. Les mandaré dinero. Tengo que reorganizar mi vida, mi Mutti adorada. Ya te contaré. Te encargo a Li Po. Tenías razón.»

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