XI. Avenida Sonora: 1934

Un buen día, las tías Hilda y Virginia desaparecieron.

Su hermana Leticia se levantó a las seis de la mañana, hora habitual en que preparaba los desayunos para colocarlo todo -mangos y membrillos, mameyes y melocotones, huevos rancheros, pan de cemita, café con leche- a las siete en los lugares marcados por las servilletas enrolladas en aros de plata.

Miró con tristeza que luego juzgó premonición los sitios reservados para sus tres hermanas y las iniciales de plata, H, V, MO. Cuando a las siete y cuarto ninguna había aparecido, fue a la pieza de María de la O y la despertó.

– Perdóname. Tuve sueños muy pesados.

– ¿Qué soñaste?

– Que una ola. No sé -dijo casi avergonzada la tiíta-. Malditos sueños, ¿por qué se despiden tan rápido?

Enseguida Leticia tocó a la puerta de Hilda y no obtuvo respuesta. La entreabrió y vio que la cama estaba perfectamente tendida. Abrió las puertas del ropero y notó que sólo un gancho colgaba desnudo, y era el que normalmente se revestía del largo camisón blanco con pechera de holanes que más de mil veces Leticia había lavado y planchado. Pero las hileras perfectamente ordenadas de zapatillas y botines estaban completas, como un ejército en reposo.

Apresuró con angustia el paso al cuarto de Virginia, segura ya de que allí tampoco encontraría una cama revuelta. En cambio, había una nota escrita dentro de un sobre dirigido a Leticia y apoyado contra el espejo:

«HERMANITA: Hilda no pudo ser lo que quiso y yo tampoco. Ayer nos vimos al espejo y pensamos lo mismo. Es mejor la muerte que la enfermedad y la decadencia. ¿Para qué esperar con paciencia "¿cristiana?" la hora fatal, por qué no tener la valentía de ir hacia la muerte en vez de darle el gusto de que ella nos toque a la puerta una noche? Sentadas aquí en Xalapa, atendidas a tus bonda-

des y a tus esfuerzos, nos estábamos apagando como dos velas menguadas. Quisimos, las dos, hacer algo equivalente a lo que no pudimos realizar en vida. Nuestra hermana se miró los dedos artríticos y tarareó un Nocturno de Chopin. Yo me miré las ojeras y conté en cada una de mis arrugas un poema que nunca se publicó. Nos miramos y supimos lo que cada una pensaba -¡tantos años de vivir juntas, imagínate, desde que nacimos no nos hemos separado, nos adivinamos los pensamientos!-. La noche anterior, recordarás, nos sentamos las cuatro a jugar al tute en el salón. Me tocó barajar (a Hilda la excusamos por eJ estado de sus dedos) y me empecé a sentir mal, como debe sentirse alguien que entra en agonía y lo sabe, pero por muy mal que me sintiese, no podía dejar de barajar, seguí barajando sin ton ni son, hasta que tú y María de la O me miraron extrañadas y yo seguía barajando ahora frenéticamente, como si de mezclar las cartas dependiese mi vida y tú, Leticia, pronunciaste la frase fatal, repetiste ese dicho gracioso y viejo y terrible, "-Una viejita se murió barajando".

»Entonces miré a Hilda y ella a mí y nos entendimos. Tú y nuestra otra hermana estaban en otra parte, fuera de nuestro mundo.

«Mirando las cartas. Tú ofreciste sobre la mesa el rey de bastos.

«Hilda y yo nos miramos desde el fondo del alma… no nos busques. Desde ayer en la noche las dos nos pusimos los camisones blancos, nos dejamos los pies descalzos, despertamos a Zampayita y le ordenamos que nos llevara en el Issota al mar, al lago, donde nacimos. No se resistió. Nos miró como locas por salir en camisón. Pero él siempre seguirá las órdenes de cualquiera de nosotras. Así que cuando despiertes y leas esta carta, no nos encontrarás ni a Hilda ni a mí ni al negrito ni al coche. Zampayita nos soltará donde le indiquemos y las dos nos perderemos descalzas por la selva, sin rumbo, sin dinero, sin una canasta de pan, descalzas y con nuestros camisones puestos sólo por pudor. Si nos quieres, no nos busques. Respeta nuestra voluntad. Hemos querido hacer de la muerte un arte. El último. El único. No nos arrebates este gusto. Te quieren tus hermanas

VIRGINIA Y HILDA».


– Tus tías no reaparecieron -le dijo Leticia a Laura-. El coche lo encontraron en una curva del camino de Acayucan. Al negrito lo hallaron cosido a puñaladas en el mismo prostíbulo, perdóname hija, donde creció María de la O. No me mires así. Son puros

misterios y no voy a ser yo quien los aclare. Bastantes quebraderos de cabeza tengo con lo que ya sé, para aumentarlos con lo que ignoro.

Laura viajó a Xalapa apenas supo de la desaparición de las tías solteras, pero ignoraba la terrible suerte del fiel servidor de tantos años. Era como si el espíritu malvado de la madre de María de la O «la Triestina», hubiese regresado, tan negro como su piel, para vengarse de todos los que tuvieron un destino que, según su propia hija, la madre exaltaba localmente:

– Tan feliz que era yo de puta. ¡Chinguen a su madre los que me volvieron decente!

Leticia, anticipadamente, le dijo a Laura lo que ésta sabía desde siempre. La Mutti no andaba en chismes y averiguaciones. Iba enfrentando las cosas según acontecían. No necesitaba inquirir porque lo entendía todo y como lo acababa de decir, lo que no entendía lo imaginaba.

De regreso en el hogar veracruzano, Laura, como si mirase un desconcertado reloj de sol, entendió retrospectivamente, a causa del destino de sus tías y la actitud de su madre, que Leticia lo sabía todo sobre Laura, el fracaso de su matrimonio con Juan Francisco, su rebeldía contra el marido disuelta en la cómoda aceptación del trato protector de Elizabeth y de allí a la vacía, prolongada y al cabo inútil relación con Orlando; y sin embargo, ¿no habían sido indispensables estas etapas, en sí tan dispensables, para acumular instantes de percepción aislados pero que, sumados, la estaban conduciendo a una nueva conciencia, aún vaga, aún brumosa, de las cosas? El reloj de sol era inseparable del reloj de sombra.

Leticia aprovechó la fuga de las solteronas para mirar a fondo los ojos de Laura y pedirle lo que Laura le dijo, es muy pesado para ti y la tiíta cuidar a dos muchachos que ya van para los ocho y los nueve años, voy a llevármelos conmigo a México, tú y la tiíta también…

– Nos quedamos aquí, hija. Nos acompañamos. Tienes que rehacer tú sola tu hogar.

– Sí, Mutti. Juan Francisco nos espera a todos en la casa de la Avenida Sonora. Pero ya te lo dije, si tú y tu hermana quieren venir con nosotros, buscaremos una casa más amplia, no faltaba más.

– Resígnate a vivir sin nosotras -sonrió Leticia-. Yo no quiero salir del estado de Veracruz en toda mi vida. La capital me espanta.

¿Era necesario explicarle cómo, abandonada por Orlando, decidió rehacer su hogar con Juan Francisco, no por la flaqueza, sino por un acto de voluntad fuerte e indispensable que resumió para ella las lecciones de su vida con Orlando? Le había reprochado a su marido una falta de sinceridad básica, por no decir una cobardía por no decir una traición que para siempre lo volvería odioso a los ojos de la mujer y a ella odiosa ante sí misma, pues las excusas que pudo darse cuando se casó con el líder obrero, le parecían ahora insuficientes, por más que las justificasen la juventud y la inexperiencia.

Esta tarde, cercana a su madre en la vieja ciudad de su adolescencia, Laura hubiese querido decirle esto a la Mutti, pero la detuvo la propia Leticia con una conclusión contundente:

– Si quieres, puedes dejar aquí a los niños hasta que arregles tus asuntos con tu marido y vuelvan a acomodarse a la vida matrimonial. Pero eso tú ya lo sabes.

Las dos estuvieron a punto de decir al unísono «dime», pero ambas se dieron cuenta de que sin necesidad de cruzar palabra lo sabían todo, Leticia del fracaso matrimonial de Laura y Laura de la decisión de regresar, a pesar de todo, con Juan Francisco y darle una segunda oportunidad a su hogar y a sus hijos. Luego recordó que sí, estuvo a punto de decir que había perdido los años más recientes de su vida engañándose salvajemente, que la desilusión flagrante la había conducido a la mentira: ella misma se sintió justificada en romper con el hogar y entregarse a lo que dos mundos, el interno de su propio rencor y el externo de la sociedad capitalina, consagraban como aceptable vendetta para una mujer humillada: el placer, la independencia.

Laura no sabía ahora si una u otra cosa -goce, libertad- habían sido alguna vez suyos. Arrimada a Elizabeth hasta que la generosidad se convirtió en patronazgo, éste en irritación y al cabo en desprecio. Entregada al amor de Orlando hasta que la pasión se reveló como juego y engaño. Exploradora de una nueva sociedad de artistas, gente de abolengo viejo o de fortuna reciente, arribistas que, eso sí, nunca la engañó porque en las fiestas de Carmen Cortina la apariencia era la esencia y la realidad era su máscara.

Útil, sentirse útil, imaginar que servía para algo, la llevó bajo el techo del clan Kahlo-Rivera, pero toda su gratitud hacia la extraordinaria pareja que la acogió en un mal momento y la trató como amiga y compañera, no disfrazaba el hecho de que Laura era ancilar al mundo de los dos artistas; era una pieza sustituible dentro

de una geometría perfectamente lubricada como esas máquinas de acero reluciente que Diego celebró en Detroit, pero una máquina de frágiles pilares, como las piernas heridas de Frida Kahlo. Ellos se bastaban a sí mismos. Laura los querría siempre pero no se hacía ilusiones: ellos también la querían pero no la necesitaban.

– ¿Qué necesito, mamá, quién me necesita? -remató Laura después de decirle a Leticia todo lo anterior, todo lo que se había jurado no decirle y que ahora, habiéndolo dicho apresurada y vertiginosa, agarrada a las manos fuertes y hacendosas de su madre, no sabía si en verdad lo había dicho o si Leticia, una vez más, había adivinado los sentimientos y las ideas de su hija, sin que Laura pronunciara palabra.

«Dime», pidió Leticia y Laura supo que sabía.

– ¿Entonces los niños deberían seguir aquí?

– Sólo mientras vuelves a encontrarte con tu marido.

– ¿Y si no nos entendemos, como es muy posible?

– Es que no se van a entender nunca. Ésa es la cosa. Lo importante es que tú tomes a tu cargo algo verdadero y te decidas a salvarlo tú, en vez de esperar a que te salven. Como hasta ahora, perdóname que te lo diga.

– ¿Aunque sepa que va a salir mal otra vez?

Leticia asintió con la cabeza. -Hay que hacer ciertas cosas a sabiendas de que vamos a fracasar.

– ¿Qué salgo ganando, Mutti?

– Yo diría que la oportunidad de llegar a ser tú misma, dejando atrás tus pruebas fallidas. Ya no las volverás a pasar.

– ¿Ir con los ojos abiertos al desastre, mamá, eso me pides?

– Hay que consumar las cosas. Estás dejando demasiados pendientes, lo que se llama cabos sueltos. Sé tú misma, no el juguete de los demás, aunque ser un poquito más auténtica te salga caro.

– ¿No fue «auténtico» todo lo que me pasó desde que dejé a Orlando?

Esta vez, Leticia se limitó a entregarle la muñeca china a su hija.

– Toma. La última vez que viniste la olvidaste. Ahora le nace falta a la señora Frida.

Laura tomó a Li Po, besó a Dantón y Santiago mientras dormían y regresó a lo que ya estaba consumado desde antes de viajar a Xalapa alarmada por la desaparición de las tías.

Pasaron la primera noche juntos acostados lado a lado, como en una tumba, sin calor, sin recriminación pero sin tacto, de acuerdo en decirse algunas cosas, en llegar a determinados compromisos. No le negarían oportunidades al amor carnal, pero tampoco lo pondrían por delante como obligación. En vez, partirían, acostados de nuevo lado a lado, de algunas preguntas y afirmaciones tentativas, tú entiendes, Juan Francisco, que antes de conocerte ya te conocía por lo que se decía de ti, tú nunca te jactaste de nada, no puedo acusarte de eso, al contrario, apareciste en el Casino Xalapeño con una simplicidad que me resultó muy atrayente, tú no me presumiste para impresionarme, yo ya estaba impresionada de antemano por el hombre valiente y excitante de mi imaginación, en ella suplías el heroísmo sacrificado de mi hermano Santiago, tú sobreviviste para continuar la lucha en nombre de mi sangre, no fue tu culpa si no estuviste a la altura de mis ilusiones, la culpa fue mía, ojalá que esta vez podamos vivir juntos tú y yo sin espejismos, yo nunca sentí amor de tu parte, Laura, sólo respeto y admiración y fantasía, no pasión, la pasión no dura pero el respeto y la admiración, sí, y si eso se pierde, ¿qué nos queda, Laura?, vivir sin pasión y sin admiración, diría yo, Juan Francisco, pero con respeto sí, respeto por lo que realmente somos, sin ilusiones y por nuestros hijos que no tienen la culpa de nada y a los que echamos al mundo sin pedirles permiso, ¿ése es el pacto entre tú y yo?, no, algo más, trata de quitarme el miedo, te tengo miedo porque me pegaste, júrame que nunca me volverás a pegar, pase lo que pase entre tú y yo, tú no puedes imaginar el terror que siente una mujer cuando uno hombre se le va encima a golpes. Ésa es mi principal condición, no te preocupes, creí tener más fuerza de la que realmente tengo, perdóname.

Y luego tiempo, para algunas caricias tristes de parte de él y ella consintiéndole algunos cariños de gratitud, antes de reaccionar con vergüenza y erguirse en la cama, no te debo engañar, Juan Francisco, tengo que empezar por esto, quiero contarte todo lo que me pasó desde que delataste a la monja Gloria Soriano y me golpeaste la cara en la calle cuando me fui, quiero que sepas con quien me acosté; a quien desee; con quien gocé; quiero que te entre bien en la cabeza todo lo que he hecho lejos de ti para que finalmente puedas contestarme una pregunta para la que aún no tienes respuesta, ¿por qué me juzgaste por mi voluntad de amarte, en vez de condenarme por haberte engañado?, te lo pregunto ahora, Juan Francisco, antes de contártelo todo antes de que vuelva a ocurrir todo lo que ya pasó,

¿vas a juzgarme esta vez por mi voluntad de amarte otra vez, de regresar contigo? ¿O desde ahora estás dispuesto a condenarme si te engaño de nuevo?, ¿te atreves a contestarme?, soy una cabrona bien hecha, de acuerdo, pero fíjate lo que te estoy preguntando, ¿vas a tener el coraje de no juzgarme si te engaño -por primera vez o la siguiente vez, eso tú no lo sabes, verdad?, tú nunca vas a saber si lo que te confieso es cierto o si lo acabo de inventar para vengarme de ti, aunque yo puedo darte nombres y direcciones, puedes averiguar si te miento o te digo la verdad sobre mis amores desde que te dejé, pero eso no cambia en nada lo que te acabo de pedir, ¿ya no me volverás a juzgar, nunca más?, te lo pido como retribución en nombre de la monja que delataste y la causa que traicionaste, yo te perdonaré eso, ¿me perdonarías tú a mí?, ¿eres capaz de eso?…

El largo silencio que siguió a las palabras de Laura no lo rompió su marido sino hasta que se levantó abotonándose el pijama de rayas azules y blancas, fue al tocador y tomó un poco de agua del garrafón, la bebió y se sentó al filo de la cama. El cuarto, en temporada de aguaceros, estaba frío y en el techo tamborileaba el granizo cada vez más tupido e inesperado. Por la ventana abierta entraba un olor recién resucitado de Jacarandas, venciendo con sensualidad la agitación de las cortinas y el mínimo charco de agua formándose al pie de la ventana. Entonces, las palabras de Juan Francisco salieron muy lentas, como si fuese un hombre sin pasado -¿de dónde venía, quiénes eran sus padres, por qué nunca revelaba sus orígenes?

– Yo siempre supe que era fuerte por fuera y débil por dentro. Desde jovencito lo supe. Por eso hice un esfuerzo tan grande de mostrarme fuerte ante el mundo. Ante ti sobre todo. Porque conocía desde niño mis temores y debilidades de adentro. ¿Has oído hablar de Demóstenes, cómo venció su tartamudez tímida paseándose a la orilla del mar hasta vencer con su voz el rumor de las olas y convertirse en el más famoso orador público de Grecia? Así me pasó a mí. Me hice fuerte porque era débil. Lo que nunca sabes, Laura, es cuánto tiempo vas a ganarle la partida al miedo. Porque el miedo es canijo y cuando el mundo te ofrece regalos para tranquilizarlo -dinero, poder o sensualidad, juntos o separados, no le hace- pues ni modo, agradeces que el mundo te tenga lástima y le vas entregando la fuerza real que ganaste cuando no tenías nada a la falsa fuerza del mundo que comienza a hablarte. Entonces acaba ganándote la debilidad, casi sin darte cuenta. Si tú me ayudas, puede

que alcance un equilibrio y ya no sea tan fuerte como tú creías al conocerme, ni tan débil como creías al abandonarme.

Ella no iba a discutir quién dejó a quién. Si él persistía en creerse el abandonado, ella, con compasión, se resignaría a verle interpretar ese papel y se resistiría a perderle aún más el respeto. Pero él, a cambio, iba a tener que aguantarle todas las verdades a ella, aun las más crueles, pero no por crueldad sino para que los dos vivieran de allí en adelante en la verdad, por desagradable que fuese y sobre todo para que Dantón y Santiago pudiesen vivir en una familia sin mentiras. Laura recordó a Leticia su madre y quiso ser como ella, tener el don de entenderlo todo sin pronunciar palabras innecesarias.

Cuando regresó de Xalapa, le llevó la muñeca china a Frida Kahlo. La casa de Coyoacán estaba vacía. Laura entró al jardín y dijo en voz alta, «¿Hay alguien en casa?» y Ja voz pequeña de una sirvienta le contestó, «No, señorita, no hay naiden». La pareja continuaba en Nueva York y Rivera trabajaba en los frescos del Rocke-feller Center, así que Laura puso a Li Po sobre la cama de Frida y no quiso añadir nada, una nota, nada; Frida entendería, era el regalo de Laura al niño perdido. Trató de imaginar la pureza de marfil de la muñeca oriental en medio de la maleza del trópico que pronto habría de invadir la recámara: monos, dijo Frida, pericos, mariposas, perros pelones, ocelotes y una espesura de lianas y orquídeas.

Mandó traer a los niños desde Xalapa. Muy formales, Santiago y Dantón siguieron las instrucciones precisas y prácticas de la abuela Leticia y tomaron solos el Interoceánico a la estación de Bue-navista, donde los esperaban Laura y Juan Francisco. El carácter de los muchachos, que Laura ya conocía, fue una sorpresa para Juan Francisco, aunque también para Laura, en el sentido de que cada uno de los niños iba acentuando velozmente sus perfiles personales, Dantón chocarrero y audaz, le dio dos besos apresurados a sus padres en las mejillas y corrió a comprarse unos dulces diciendo en voz alta -para qué nos dio dinero la abuela si en el tren no había chocolates Larín ni paletas Mimí aunque de todos modos la muy coda nos dio poquísimos tostones- y velozmente siguió a un puesto de periódicos y pidió los números más recientes de Pepín y el Chamaco Chico, pero al darse cuenta de que el dinero no le alcanzaría se limitó a adquirir el último cuaderno de Los Supersabios y cuando Juan Francisco se metió la mano al bolsillo para pagar las revistas, Laura lo detuvo, Dantón les dio la espalda y corrió hacia la calle, adelantándose a todos. ¡

Santiago, en cambio, saludó de mano a sus padres y estableció una distancia infranqueable contra todo intento de besuqueo. Dejó que Laura le pusiera la mano en el hombro guiándolo hacia la salida y no tuvo empacho en que Juan Francisco cargara las dos pequeñas maletas hasta el Buick negro estacionado en la calle. Los dos muchachos se notaban incómodos, pero como no querían atribuir su desazón al encuentro con sus padres, se pasaban el dedo índice por los cuellos tiesos y encorbatados del atuendo formal dispuesto por doña Leticia: saco ribetado con tres botones, pantalones knickers hasta la rodilla, altos calcetines de rombos; zapatos cafés cuadrados de agujeta.

Todos guardaron silencio en el trayecto de la estación de ferrocarril a la Avenida Sonora, Dantón embebido en los comics, Santiago mirando impávido el paso de la ciudad majestuosa, el Monumento a la Revolución recién inaugurado y que la gente comparaba a una gasolinera gigante, el Paseo de la Reforma y la sucesión de glorietas que parecían respirar en nombre de todos, del Caballito en el cruce con Juárez, Bucareli y Ejido, Colón y su círculo impávido de frailes y escribas, al altivo Cuauhtémoc, lanza en alto, en el cruce con Insurgentes; a lo largo de la gran avenida bordeada de árboles, calzadas peatonales y apisonadas para los jinetes matutinos que a esta hora ya la recorrían lentamente a caballo y suntuosas mansiones privadas de fachadas y remates parisinos. Al Paseo desembocaban las elegantes calles de la Colonia Juárez con casas de piedra de dos pisos, garajes en la planta baja y salones de recepción entrevistos gracias a los balcones de marco blanco abiertos para que las sirvientas de trenza complicada y uniforme azul airearan los interiores y sacudieran los tapetes.

Santiago iba leyendo los nombres de las calles -Niza, Genova, Amberes, Praga- hasta llegar al Bosque de Chapultepec -ni allí levantó Dantón la mirada de los monitos- y seguir al hogar de la Avenida Sonora. A Santiago le quedó como un ensueño la entrada al gran parque de eucaliptos y pinos, flanqueado por leones yacentes y coronado por el castillo afabulado donde Moctezuma tuvo sus baños, desde donde se arrojaron los Niños Héroes del Colegio Militar antes que rendir el Alcázar a los gringos en 1848 y donde vivieron todos los gobernantes, desde Maximiliano de los Habsburgos hasta Abelardo de los Casinos hasta que el nuevo presidente, Lázaro Cárdenas, decidió que estos fastos no eran para él y se trasladó, republicanamente, a una modesta villa al pie del Castillo, Los Pinos.

Sentados a un segundo desayuno, los muchachos escucharon impávidos el nuevo orden de sus vidas, aunque la chispa de la mirada de Dantón anunciaba en silencio que a cada obligación él contestaría con una travesura imprevista. La mirada de Santiago se rehusaba a admitir ni extrañeza ni admiración; ese vacío lo llenaba, en la lectura acertada de Laura, la nostalgia por Xalapa, por la abuela Leticia, por la tía María de la O: ¿tendrían que quedar las cosas atrás de él para que Santiago el joven las extrañara? Laura se sorprendió pensando esto mientras observaba la cara seria, de finas facciones, el pelo castaño de su hijo mayor, tan parecido a su tío muerto, tan contrastante con la apariencia trigueña, la piel de canela, las cejas oscuras y pobladas, el pelo negro aplacado con gomina, de Dantón. Sólo que Santiago el rubio tenía ojos negros, y Dantón el moreno ojos verdes pálidos, casi amarillos como la córnea de un gato.

Laura suspiró; el objeto de la nostalgia era siempre el pasado, no había nostalgia del porvenir. Sin embargo, en la mirada de Santiago era eso precisamente lo que se encendía y apagaba como uno de esos nuevos anuncios luminosos de la Avenida Juárez: tengo añoranza de lo que va a venir…

Irían al Colegio Gordon de la Avenida Mazatlán, no lejos de la casa. Juan Francisco los llevarían en el Buick en la mañana y regresarían a las cinco de la tarde en el camión anaranjado de la escuela. La lista de útiles había sido satisfecha, los lápices Ebehard suizos, las plumas sin marca ni ciudadanía destinadas a ser mojadas en los tinteros del pupitre, los cuadernos cuadriculados para la aritmética, los de a rayas para los ensayos, la Historia Nacional del comecuras Teja Zabre como para compensar las matemáticas del hermano raa-rista Anfossi, las lecciones en inglés, la gramática castellana y los verdes libros de historia universal de los franceses Malet e Isaac. Las mochilas. Las tortas de frijol, sardina y chiles serranos entre las dos mitades de una telera; la consabida naranja, la prohibición de comprar dulces que nomás picaban los dientes…

Laura quería llenar el día con estos nuevos quehaceres. La noche la acechaba, la madrugada le tocaba a la puerta y en medio de ella no podía decir: la noche es nuestra.

Se recriminaba: «No puedo condenar lo mejor de mí misma a la tumba de la memoria». Pero la callada solicitud nocturna de su marido -«Qué poco te pido. Déjame sentirme necesitado»- no alcanzaba a calmar la irritación recurrente de Laura en las horas solitarias cuando los niños iban a la escuela y Juan Francisco al sin-

dicato, «Qué fácil sería la vida sin marido y sin hijos». Regresó a Co-yoacán cuando los Rivera regresaron también, precedidos de las nubes negras de un nuevo escándalo en Nueva York, donde Diego introdujo los rostros de Marx y Lenin en el mural del Rockefeller Center, concluyendo con la solicitud de Neison del mismo apellido para que Diego borrara la efigie del líder soviético, Diego se negara pero ofreciese equilibrar la cabeza de Lenin con la cabeza de Lincoln, doce guardias armados le ordenaran al pintor que dejara de pintar y en cambio le entregaran un cheque por catorce mil dólares («Pintor Comunista se Enriquece con Dólares Capitalistas»). Los sindicatos trataron de salvar el mural pero los Rockefeller lo mandaron destruir a cincelazos y lo arrojaron a la basura. Qué bueno, dijo el Partido Comunista de los Estados Unidos, el fresco de Rivera es «contrarrevolucionario» y Diego y Frida regresaron a México, él tristón, ella mentando madres contra «Gringolandia». Regresaron todos, pero para Laura ya no había cupo exacto: Diego quería vengarse de los gringos con otro mural, éste para el New School, Frida había pintado un cuadro doloroso de sí misma con un vestido de tehuana deshabitado colgado en medio de rascacielos sin alma, en la mera frontera entre México y los Estados Unidos, hola Laurita, qué tal, ven cuando quieras, nos vemos pronto…

La vida sin el marido y los hijos. Una irritación solamente, como una mosca que se empeña en posarse una y otra vez sobre la punta de nuestra nariz, ahuyentada y pertinaz, pues Laura ya sabía lo que era la vida sin Juan Francisco y los niños, Dantón y el joven Santiago, y en esa alternativa no había encontrado nada más grande ni mejor que su renovada existencia de esposa y madre de familia -si sólo Juan Francisco no mezclara de una manera tan obvia la convicción de que su mujer lo juzgaba, con la obligación de amarla. El marido se estaba anclando en una rada inmóvil. Por un lado, la excesiva adoración que había decidido mostrarle a Laura como para compensar los errores del pasado irritaba a ésta, porque era una manera de pedir perdón, pero se resolvía en algo muy distinto, «No lo odio, me fatiga, me quiere demasiado, un hombre no debe querernos demasiado, hay un equilibrio inteligente que le falta a Juan Francisco, tiene que aprender que hay un límite entre la necesidad que tiene una mujer de ser querida y la sospecha de que no lo es tanto».

Juan Francisco, sus mimos, sus cortesías, su aplicada preocupación paterna para con los niños que no había visto en seis años, su nuevo deber de explicarle a Laura lo que había hecho durante el

día sin pedirle nunca a ella explicaciones, su manera insinuante y morosa de requerir el amor, acercando un pie al de Laura bajo las sábanas, apareciendo súbitamente desnudo desde el cuarto de baño, buscando como un tonto su pijama, sin darse cuenta de la llanta que se le había formado en la cintura, la pérdida de su esencial esbeltez morena, mestiza, hasta obligarla a ella a tomar la iniciativa, apresurar el acto, cumplir mecánicamente con el deber conyugal…

Se resignó a todo, hasta el día en que una sombra empezó a manifestarse visiblemente, primero inmaterial en el tráfico de la avenida, luego cobrando cuerpo en la banqueta de enfrente, al cabo exhibiéndose, unos pasos detrás de ella, cuando Laura iba y venía del Parián con el mandado del día. No quiso tomar una criada. El recuerdo de la monja Gloria Soriano le dolía demasiado. El quehacer doméstico le llenaba las horas solitarias.

Lo sorprendente de este descubrimiento es que Laura, al saberse vigilada por un achichincle de su marido, no lo tomó en serio. Y esto la afectó más que si le hubiera importado. Le abrió, en vez, a Juan Francisco, una calle tan estrecha como ancha era la avenida donde vivían. Decidió, a cambio, no vigilarlo físicamente -como él, estúpidamente, lo hacía- sino con un arma más poderosa. La vigilancia moral.

Lázaro Cárdenas, un general de Michoacán, ex-gobema-dor de su estado y dirigente del partido oficial, había sido electo presidente y todo el mundo pensaba que sería uno más de los títeres manejados sin pudor por el Jefe Máximo de la Revolución, el general Plutarco Elias Calles. La burla llegó al grado que durante la presidencia de Pascual Ortiz Rubio un espíritu chocarrero colgó un letrero a la puerta de la residencia oficial de Chapultepec: AQUÍ VIVE EL PRESIDENTE. EL QUE MANDA VIVE ENFRENTE. El siguiente presidente, Abelardo Rodríguez, considerado un pelele más del Jefe Máximo, reprimió una huelga tras otra, la de los telegrafistas primero, enseguida la de los jornaleros de Nueva Lombardía y Nueva Italia en Michoacán, agricultores de ascendencia italiana acostumbrados a las luchas del Partido Comunista de Antonio Gramsci, y al cabo el movimiento nacional de los trabajadores agrícolas en Chiapas, Veracruz, Puebla, Nuevo León: el presidente Rodríguez ordenó despidos de huelguistas, sustituyéndolos por militares; los tribunales dominados por el Ejecutivo declararon «injustificada» huelga tras huelga; el ejército y las guardias blancas asesinaron a varios trabajadores de las comunidades italo-mexicanas, y a los dirigentes huel-

guistas nacionales que luchaban por el salario mínimo los envió Abelardo al desolado penal de las Islas Marías, entre ellos al joven escritor José Revueltas.

La vieja CROM de Luis Napoleón Morones, incapaz de defender a los trabajadores, se fue debilitando cada vez más, a medida que ascendía la estrella de un nuevo líder, Vicente Lombardo Toledano, un filósofo tomista primero y ahora marxista, de aspecto ascético, mirada triste, flaco, despeinado y con una pipa en la boca: al frente de la Confederación General de Obreros y Campesinos de México, Lombardo creó una alternativa para la lucha obrera real; los trabajadores que luchaban por la tierra, por el salario, por el contrato colectivo, empezaron a agruparse bajo la CGOCM y como en Michoacán el nuevo presidente Cárdenas había apadrinado la lucha sindical, todo debería ahora cambiar: ya no Calles y Morones, sino Cárdenas y Lombardo…

– ¿Y la independencia sindical, dónde, Juan Francisco? -oyó Laura decir una noche al único viejo camarada que seguía visitando a su marido, el ya muy vencido Pánfilo que no encontraba donde escupir, porque Laura mandó retirar esos adefesios de cobre.

Juan Francisco repitió algo que ya era como su credo: -En México las cosas se cambian desde adentro, no desde fuera…

– ¿Cuándo aprenderás? -le contestó con un suspiro Pánfilo.

Cárdenas comenzaba a dar señas de independencia y Calles de impaciencia. En medio, Juan Francisco parecía desconcertado sobre el rumbo que tomaría el movimiento obrero y su propia posición dentro de él. Laura captó esta desazón y comenzó a preguntarle reiteradamente a su marido, con aire de preocupación legítima, si viene una ruptura entre Calles el Jefe Máximo y Cárdenas el Presidente, ¿de qué lado te vas a poner?, y él no tenía más remedio que recaer en su defecto anterior a la reconciliación con Laura, la retórica política, la Revolución está unida, nunca habría ruptura entre sus dirigentes, pero la Revolución ya rompió con muchos de tus ideales de antes, Juan Francisco, cuando eras anarcosindicalista (y la imagen del altillo de Xalapa y la vida amurallada de Armonía Aznar y su relación misteriosa con Orlando y la oración fúnebre de Juan Francisco regresaban todas en cascada) y él decía como un beato que repite el credo, hay que influir desde adentro, desde afuera te aplastan como una chinche, las batallas se libran en el interior del sistema…

– Hay que saber adaptarse, ¿no es cierto?

– Todo el tiempo. Claro. La política es el arte del compromiso.

– Del compromiso -repetía ella con la mayor seriedad.

– Sí.

Había que anochecer el corazón para no admitir lo que ocurría; Juan Francisco podía explicar que la necesidad política lo obligaba al compromiso con el gobierno…

– ¿Todo gobierno? ¿Cualquier gobierno?

… ella no podía preguntarle si su conciencia no lo condenaba; él hubiese querido admitir que no tenía miedo a la opinión ajena, le tenía miedo a Laura Díaz, a ser juzgado de nuevo por ella, hasta que una noche volvieron a estallar los dos.

– Estoy harto de que me juzgues.

– Y yo de que me espíes.

– No sé a qué te refieres.

– Has encerrado mi alma en un sótano.

– No te tengas tanta lástima, me das pena.

– No me hables como el santo a la pecadora, ¡dirígete a mí!

– Me indigna que me pidas resultados que no tienen nada que ver con la realidad.

– Deja de imaginar que te juzgo.

– Con tal de que sólo me juzgues tú, pobrecita de ti, me tiene sin cuidado, y ella quería decirle, ¿crees que regresé contigo sólo para hacerme perdonar mis propios errores?, se mordió la lengua, la noche me acecha, la madrugada me libera, se fue a la recámara de los niños a mirarlos dormir, a apaciguarse.

Viéndolos dormir.

Le bastaba mirar las dos cabecitas hundidas en las almohadas, cubierto hasta la barbilla Santiago, descubierto y despatarrado Dantón, como si hasta en el sueño se manifestasen las personalidades tan opuestas de los muchachos y se preguntó si ella, Laura Díaz, en este punto preciso de su existencia, tenía algo que enseñarles a sus hijos o por menos el coraje de preguntarles, ¿qué quieren saber, que les puedo decir?

Sentada allí frente a las camas gemelas, sólo podía decirles que vinieron al mundo sin ser consultados y por eso la libertad de los padres al crearlos no los salvaba a ellos, las criaturas de una herencia de rencores, necesidades e ignorancias que los padres, por más que lo intentasen, no podrían disipar sin dañar la libertad misma de los hijos. A ellos les tocaría combatir por sí mismos los males de la

heredad en la tierra y ella la madre no podía sin embargo retirarse, desaparecer, convertirse en el fantasma de su propia descendencia. Estaba o obligada a resistir en nombre de ellos sin demostrarlo nunca, permanecer invisible al lado de los hijos, no disminuir el honor de la criatura, la responsabilidad del hijo que necesitaba creer en su propia libertad, saberse la fragua de su propio destino. ¿Qué le quedaba a ella sino vigilar discretamente, soportar mucho y pedir, a la vez, mucho tiempo para vivir y poco para sufrir, como las tías Hilda y Virginia?

Pasaba, a veces, toda la noche mirándolos dormir, decidida a acompañar a sus hijos por dondequiera como un larguísimo litoral donde el mar y la playa son distintos pero inseparables; aunque el viaje durase sólo una noche, pero con la esperanza de que no terminase nunca, dejando suspendida sobre la cabeza de sus hijos la pregunta, ¿cuánto tiempo, cuánto tiempo les darán Dios y los hombres a mis hijos sobre la tierra?

Viéndolos dormir hasta que sale el sol y la luz les toca a los niños la cabeza porque ella misma puede tocar el sol con las manos, preguntándose cuántos soles soportarían ella y sus hijos. Por cada parcela de luz había una silueta de sombra.

Entonces Laura Díaz se apartaba de las camas donde dormían sus hijos, se levantaba agitada por una turbia marea y se decía (casi se los decía a ellos) para que entendieran a su propia madre y no la condenaran a la piedad primero y al olvido después, les decía para ser una madre odiada y liberada por el odio de los hijos, odiada si cabía pero fatalmente inolvidable, necesito ser activa, ferviente y activa, pero aún no se cómo, no puedo regresar a lo que ya hice, quiero una revelación auténtica, una revelación que sea una elevación no una renuncia. ¡Qué fácil sería la vida sin hijos y sin marido! ¿Otra vez? ¿Esta vez sí? ¿Por qué no? ¿A la primera se agota la libertad, un fracaso anterior nos cierra las puertas de la posible felicidad fuera de las paredes del hogar? ¿He agotado mi destino? Santiago, Dantón, no me abandonen. Déjenme seguirles por dondequiera, pase lo que pase. No quiero ser adorada. Quiero ser esperada. Ayúdenme.

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