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Entonces tuvo lugar otro increíble retraso, cuando Morley decidió ver si encontraba alguna tienda abierta en Bridgeport donde comprar un saco de dormir o, por lo menos, una lona o tela encerada de alguna clase para dormir a casi tres mil metros de altura aquella noche que, a juzgar por la noche anterior a unos mil metros, iba a ser bastante fría. Mientras, Japhy y yo esperábamos sentados bajo el ahora caliente sol de las diez de la mañana sobre la yerba de la escuela, observando el ocasional tráfico que pasaba por la cercana y poco concurrida carretera y contemplando a un joven indio que hacía autostop en dirección norte. Hablamos de él con interés:


– Eso es lo que me gustaría hacer; andar haciendo autostop por ahí y sentirme libre, imaginando que soy indio y haciendo todo eso. Maldita sea, Smith, vamos a hablar con él y desearle buena suerte.


El indio no era muy comunicativo, pero tampoco se mostró esquivo y nos contó que iba demasiado despacio por la 395. Le deseamos suerte. Entretanto seguíamos sin ver a Morley que se había perdido en aquel pequeño poblado.


– ¿Qué estará haciendo? ¿Despertando al dueño de alguna tienda y sacándole de la cama?


Por fin, Morley volvió y dijo que no había encontrado nada adecuado y que la única cosa que se podía hacer era alquilar un par de mantas en el albergue del lago. Subimos al coche, retrocedimos unos cuantos cientos de metros por la carretera y nos dirigimos al sur hacia las resplandecientes nieves sin huella alguna arriba en el aire azul. Pasamos junto a los lagos Gemelos y llegamos al albergue, que era una enorme casa blanca. Morley entró y entregó cinco dólares de depósito por el uso de un par de mantas durante aquella noche. Una mujer estaba de pie a la entrada con los brazos en jarras, los perros ladraban. La carretera estaba llena de polvo, una carretera sucia, pero el lago tenía una pureza de cera. En él, los reflejos de los riscos y montañas aparecían con claridad. Pero estaban arreglando la carretera y podíamos ver una nube de polvo amarillo delante por donde teníamos que caminar un rato mientras bordeábamos el lago a lo largo de un arroyo para luego subir por el monte hasta el comienzo del sendero.


Aparcamos el coche y sacamos nuestras cosas y nos las repartimos bajo el caliente sol. Japhy metió algunas cosas en mi mochila y me dijo que tenía que llevarlas o acabaría cayendo de cabeza al lago. Lo decía muy serio, en plan líder, y eso me gustó más que nada. Después, con idéntica seriedad infantil, se inclinó sobre el polvo del camino y con el zapapico empezó a dibujar un gran círculo dentro del que representó varias cosas.


– ¿Qué es eso?


– Estoy haciendo un mandala mágico que no sólo nos ayudará durante el ascenso, sino que además, y después de unas cuantas acciones y cánticos, me permitirá predecir el futuro.


– ¿Qué es un mandala?


– Son los dibujos budistas y siempre son círculos llenos de cosas, el círculo representa el vacío y las cosas la ilusión, ¿entiendes? A veces hay mandalas pintados en la cabeza de ciertos bodhisattvas y estudiándolos puedes saber su historia. Son de origen tibetano.


Llevaba mis playeras y ahora me encasqueté el gorro que Japhy me había entregado, y que era una boina francesa negra que me puse ladeada y me eché la mochila a la espalda y estaba en condiciones de ponerme en marcha. Con las playeras y la boina me sentía más como un pintor bohemio que como un montañero. Sin embargo, Japhy llevaba sus preciosas botas y su pequeño sombrero suizo con una pluma y parecía un elfo algo rudo. Me lo imagino ahora en la montaña, aquella mañana. Ésta es la visión: es una mañana muy pura en la alta y seca sierra, a lo lejos los abetos dan sombra a las laderas nevadas, algo más cerca, las formas de los pinos, y allí el propio Japhy con su sombrerito y una enorme mochila a la espalda y una flor en la mano izquierda que tiene enganchada a la correa de la mochila que le cruza el pecho; la hierba crece entre los montones de rocas y piedras; distantes jirones de niebla acuchillan los costados de la mañana, y sus ojos brillan alegres. Está en camino, sus héroes son John Muir, Han Chan, Shin-te y Li Po, John Burroughs, Paul Bunyan y Kropotkin; es bajo y tiene un divertido modo de sacar el vientre cuando camina, pero no porque tenga el vientre grande, sino porque su espina dorsal se curva un poco; compensa esto con sus largas zancadas tan vigorosas como las de un hombre alto (como comprobé siguiéndole sendero arriba), y su pecho es amplio y sus hombros anchos.


– Me siento muy bien esta mañana, Japhy -le dije mientras cerrábamos el coche y nos echábamos a andar por el camino del lago con nuestros bultos, ocupando todo el ancho de lado a lado como soldados de infantería un tanto dispersos-. ¿No es esto infinitamente mejor que The Place? Estarán emborrachándose allí en una deliciosa mañana de sábado como ésta, y nosotros aquí junto al purísimo lago caminando a través del aire fresco y limpio. ¡De verdad que esto es un haiku!


– Las comparaciones son odiosas, Smith -dijo Japhy poniéndose a mi altura y citando a Cervantes y haciendo una observación de budista zen-. No encuentro que sea diferente estar en The Place a subir al Matterhorn, se trata del mismo vacío, joven.


Pensé en esto y comprendí que tenía razón, que las comparaciones son odiosas, que todo es lo mismo, aunque estaba seguro de sentirme bien y, de repente, me di cuenta de que esto (a pesar de las hinchadas venas de mi pie) me sentaría muy bien y me apartaría de la bebida y quizá me hiciera apreciar un modo de vida totalmente nuevo. -Japhy, me alegra haberte conocido. Voy a aprender a llenar las mochilas y a vivir escondido en estas montañas cuando me canse de la civilización. De hecho, doy gracias por haberte conocido.


– Bueno, Smith, también yo doy gracias por haberte conocido y por aprender a escribir espontáneamente y todo eso.


– Eso no es nada.


– Para mí es mucho. Vamos, muchachos, un poco más deprisa, no tenemos tiempo que perder.


Poco a poco nos fuimos acercando al polvo amarillo donde había máquinas trabajando y obreros enormes y sudorosos que ni siquiera nos miraron mientras trabajaban y juraban. Para ellos, escalar el monte hubiera supuesto paga doble o cuádruple en un día como hoy: un sábado.


Japhy y yo reímos pensando en eso. Me sentí un poco incómodo con mi ridícula boina, pero los obreros no nos miraron y pronto los dejamos atrás y nos acercamos a la última tienda de troncos al pie del sendero. Era, pues, una cabaña de troncos levantada al final del lago y estaba dentro de una V de poderosos riscos. Nos detuvimos y descansamos un rato en los escalones de la entrada. Habíamos caminado unos seis kilómetros, pero por un camino llano y en buenas condiciones. Entramos y compramos azúcar y galletas y coca-colas y cosas así. Entonces, y de repente, Morley, que no había callado durante los seis kilómetros que habíamos caminado y que tenía un aspecto divertido con la enorme mochila donde llevaba el colchón hinchable (ahora deshinchado) y sin sombrero ni nada en la cabeza, así que parecía exactamente lo que parece en la biblioteca, y eso a pesar de aquellos anchos pantalones que llevaba, recordó que se había olvidado de vaciar el cárter.


– Conque te has olvidado de vaciar el cárter -dije yo al notar su consternación y sin saber mucho de coches-. Conque se te ha olvidado carteriar el vacier.


– No, no. Eso significa que si la temperatura baja de cero esta noche, el jodido radiador reventará y no podremos volver a casa y tendremos que caminar veinte kilómetros hasta Bridgeport y nos quedaremos colgados.


– Bueno, a lo mejor no hace tanto frío esta noche.


– No podemos correr ese riesgo -dijo Morley, y por entonces yo estaba indignado contra él porque siempre encontraba manera de olvidar cosas, liarlo todo, retrasarnos y hacer que el itinerario fuera un círculo vicioso en lugar de una excursión relativamente sencilla.


– ¿Y qué vas a hacer? ¿Qué vamos a hacer? ¿Retroceder los seis kilómetros?


– Sólo podemos hacer una cosa. Vuelvo yo solo, vacío el cárter, regreso, y sigo el sendero y me reúno con vosotros esta noche.


– Encenderé un buen fuego -dijo Japhy-, y lo verás desde lejos y podrás alcanzarnos.


– Es fácil.


– Pero tendrás que darte prisa y llegar junto a nosotros a la caída de la tarde.


– Lo haré, me pondré en marcha ahora mismo. Pero entonces me dio pena el pobre Henry y le dije: -¡Qué coño! ¿Quieres decir que vas a andar detrás de nosotros el día entero? ¡A la mierda con ese cárter! Vente con nosotros.


– Costará demasiado dinero arreglarlo si se congela, Smith, es mejor que vuelva. Puedo pensar un montón de cosas agradables y enterarme aproximadamente de lo que habléis a lo largo del día si me pongo en marcha ahora mismo. No lancéis rugidos a las abejas y no hagáis daño al perro, y si se juega un partido de tenis y nadie lleva camisa no abráis mucho los ojos ante el reflector o el sol os echará encima el culo de una chica, y también gatos y cajas de fruta y naranjas dentro… -Y tras decir esto, sin más rodeos ni ceremonias, se fue carretera abajo diciendo adiós con la mano y farfullando algo más, hablando consigo mismo, así que le chillamos:


– Hasta pronto, Henry, date prisa. -Y no respondió y siguió caminando encogiéndose de hombros.


– Mira -dije-, me parece que no le importa nada. Le basta con andar por ahí y olvidarse las cosas.


– Y darse palmadas en la tripa y ver las cosas como son, igual que Chuangtsé. -Y Japhy y yo soltamos una carcajada viendo a Henry alejarse vacilante, solo y loco, bajando por la carretera que acabábamos de subir.


– Bien, continuemos -dijo Japhy-. Cuando me pese demasiado esta mochila tan grande cambiaremos de carga. -Estoy preparado. Tío, dámela ahora, tengo ganas de llevar algo pesado. No sabes lo bien que me siento, tío, vamos. -Cambiamos, pues, de cargas y seguimos.


Los dos nos sentíamos muy bien y hablamos un largo trecho, de todo tipo de cosas; literatura, las montañas, chicas, Princess, los poetas japoneses, nuestras anteriores aventuras, y de pronto me di cuenta que era una auténtica bendición que Morley se hubiera olvidado de vaciar el cárter, pues en el caso contrario Japhy no habría podido meter baza en todo el santo día y en cambio ahora yo tenía la oportunidad de oírle exponer sus ideas. El modo que tenía de hacer las cosas y de caminar me recordaba a Mike, el amigo de mi infancia al que también le gustaba abrir camino, a Buck Jones, tan serio, con los ojos dirigidos a lejanos horizontes, a Natty Bumppo, haciéndome frecuentes indicaciones: "Por aquí es demasiado profundo, bordearemos el arroyo hasta que podamos vadearlo", o, "hay barro blando al fondo, será mejor rodear este sitio", y todo lo decía muy en serio. Y me lo imaginaba en su infancia en aquellos bosques del este de Oregón. Caminaba igual que hablaba, desde detrás podía ver que metía un poco los pies hacia dentro, exactamente como yo; pero cuando llegaba el momento de subir los ponía hacia fuera, como Chaplin, para que su paso fuera más fácil y firme.


Cruzamos una especie de cauce embarrado con densos matorrales y sauces y salimos al otro lado un poco mojados y seguimos sendero arriba. Estaba claramente señalado y había sido reparado recientemente por peones camineros, pero llegamos a una zona donde una roca que había caído cerraba el paso. Japhy tomó grandes precauciones para apartar la roca diciendo:


– Yo trabajaba de peón caminero, no soporto ver un camino cegado como está éste, Smith.


Según íbamos subiendo el lago aparecía debajo de nosotros y, de pronto, en aquella superficie azul claro vimos los profundos agujeros donde el lago tenía sus manantiales, igual que pozos negros, y también vimos cardúmenes de peces.


– ¡Esto es como un mañana en China y he cumplido los cinco años en el tiempo sin principio! -exclamé, y sentí ganas de sentarme en el sendero y sacar mi cuaderno y escribir mis impresiones sobre todo aquello.


– Mira allí -dijo Japhy, entusiasmado también-, chopos amarillos. Esto me recuerda un haiku…: "Al hablar de la vida literaria, los chopos amarillos."


Al caminar por esos parajes se pueden entender las perfectas gemas de los haikus que han escrito los poetas orientales, no se embriagaban nunca en las montañas, no se excitaban, simplemente registraban con alegría infantil lo que veían, sin artificios literarios ni expresiones delicadas. Hicimos haikus mientras subíamos serpenteando por laderas cubiertas de matorrales.


– Rocas en el borde del precipicio -dije-, ¿por qué no se caen?


– Eso podría ser un haiku y no serlo -dijo Japhy-, quizá resulte demasiado complicado. Un auténtico haiku tiene que ser tan simple como el pan y, sin embargo, hacerte ver las cosas reales. Tal vez el haiku más grande de todos es el que dice: "El gorrión salta por la galería, con las patas mojadas." Es de Shiki. Ves claramente las huellas mojadas como una visión eü tu mente, y en esas pocas palabras también ves toda la lluvia que ha estado cayendo ese día y casi hueles la pinocha mojada.


– ¡Dime otro!


– Trataré de que sea uno mío, vamos a ver: "El lago debajo… los negros agujeros forman manantiales." ¡No, esto no es un haiku! ¡Maldita sea! ¡Uno nunca tiene suficiente cuidado con los haikus!


– ¿Qué te parece si los hacemos al subir y de un modo espontáneo?


– ¡Mira, mira! -gritó feliz-. Flores de la montaña, fíjate qué delicado color azul tienen. Y allí arriba, claro, hay amapolas californianas. Todo el prado está tachonado de color. Por cierto, allá arriba veo un auténtico pino blanco de California, ya no se ven muchos.


– Sabes mucho de pájaros y árboles y todo eso, ¿verdad? -Lo he estudiado toda mi vida.


Luego seguimos subiendo y la conversación se hizo más esporádica, superficial y risueña. Pronto llegamos a un recodo del sendero donde de pronto éste se hizo oscuro y estábamos en la sombra de un arroyo que discurría con gran fragor entre rocas. Un tronco caído formaba un puente perfecto sobre las agitadas y espumosas aguas, nos tendimos encima de él y bajamos la cabeza y nos mojamos el pelo y bebimos mientras el agua nos salpicaba la cara; era como tener la cabeza bajo la corriente de un dique. Me quedé un largo minuto allí disfrutando del súbito frescor.


– ¡Esto es como un anuncio de la cerveza Rainer! -gritó Japhy.


– Vamos a sentarnos un rato para disfrutar de este sitio. -Chico, ¡no sabes lo mucho que nos queda todavía! -Es igual, no estoy cansado.


– Ya lo estarás, fiera.

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